Los lugares de la memoria. Una mirada irenológica a la noción filosófica de memoria.

Places of memory. An irenological approach to the philosophical notion of memory

Arnau Matas Morell.[1]

Fecha de recepción: 26 de abril de 2010
Fecha de aceptación: 24 de mayo de 2010

Resumen: La eclosión de la memoria que estamos viviendo en la actualidad se refleja en la actividad de un sinnúmero de colectivos y en la creciente presencia mediática de todo lo relacionado con la «memoria histórica». Así, parece que los proyectos de olvido no siempre logran su objetivo y la memoria encuentra brechas por las que salir. Sin duda es un fenómeno repleto de connotaciones políticas que requiere una respuesta filosófica. De la mano de Walter Benjamin y algunas de sus aportaciones a la noción filosófica de memoria se pueden sacar algunas de sus claves epistemológicas. Esto nos permite comprender en qué consiste la memoria, qué la diferencia de la Historia y qué coincidencias y desencuentros tiene con las propuestas de los Estudios de paz.

Palabras clave: memoria, paz, memoria histórica, paz imperfecta, Walter Benjamin, epistemología.

Abstract: The emergence of memory in which we live today is reflected in the activity of a big number of groups and the growing media attention to all that is related with the «historical memory». Thus, it seems that projects of oblivion do not always manage its purposes and the memory appears just where that projects leave gaps. It is certainly a phenomenon full of political connotations that requires a philosophical answer. From the hand of Walter Benjamin and some of their contributions to the philosophical notion of memory it is possible to take some epistemological keys. This allows the understanding of what is memory, what is the difference between history and memory and, finally, the search for similarities and disagreements between memory and the Peace Studies.

Keywords: memory, peace, historical memory, imperfect peace, Walter Benjamín, episthemoplogy.

 

1. Prólogo

Mientras no hayamos cambiado el mundo,
la historia no podrá enseñarnos nada.
Heiner Müller.

«Sí, éste es el lugar.»

Por supuesto se trata de una cita. Una vez plasmada aquí se abre ―como en una suerte de fecundidad hermenéutica― a nuevos significados que, además, la fortalecen. Procede del film documental Shoah, de Claude Lanzmann, que irrumpe con una secuencia en la que un superviviente, Simon Srebnik, avanza por la senda de un plácido bosque hasta que se detiene en un punto y señala: «Sí, éste es el lugar» (Lanzmann, 2003: 18).

Nosotros vemos un bosque abierto, con árboles y verdes prados, por donde posiblemente los lugareños pasean o van de merienda. Pero el superviviente ve lo que nuestros ojos no adivinan y descubre, debajo de todo ese olvido, lo que hubo en un tiempo: un campo de exterminio. Aquí, como en tantos otros lugares, el abandono del lugar físico tiene que ver con el olvido de su significación (Mate, 2003).
¿Cuáles son los lugares de la memoria?


2. La eclosión de la memoria

Corren buenos tiempos para la memoria. En el Estado español hay más de 160 organizaciones involucradas en la recuperación de la memoria histórica, y este fenómeno desborda las fronteras españolas y no puede explicarse ya sólo en clave interna, prescindiendo de tendencias y manifestaciones más generales (Peinado, 2006; Erice, 2006).

Así, cuando no es el Senado Argentino que anula les leyes de Punto Final y Obediencia Debida, es el Gobierno chileno que pretende indemnizar a las víctimas de torturas de la dictadura de Pinochet o revisar la responsabilidad penal de los militares implicados. Cuando no es el Gobierno del conservador Kohl que anula las sentencias del tercer Reich, es el Parlamento español que tramita una serie de medidas legislativas a favor de las personas represaliadas por el franquismo.

La recuperación de la memoria histórica se ha convertido en una cuestión de interés público y son muchas las personas que consideran que Europa se halla sumida en la «era de la memoria» (Rodrigo, 2006: 394). El debate en torno a la memoria ha adquirido unas dimensiones públicas y se dice que el propio término de «memoria» se usa de forma tan excesiva que ha ido perdiendo significado a la vez que ha ganado poder teórico (Erice, 2006). El debate conceptual es importante y lo abordaremos tangencialmente más adelante. De momento nos interesa señalar que en la historiografía, el asociacionismo cívico, los medios de comunicación y en los partidos políticos la cuestión de la memoria se ha convertido en un hito por el que se ven obligados a pasar.

En España el movimiento social por la «recuperación de la memoria histórica» tienen un lugar ―físico y simbólico― de origen: las fosas. Más concretamente, las exhumaciones de fosas de personas represaliadas por el franquismo como la de El Bierzo, en septiembre de 2000, llevada a cabo por la Asociación por la Recuperación de la Memoria Histórica. Así, el actual movimiento nace con el impacto simbólico y mediático que se creó en esa excavación (Peinado, 2006).

Pero hablar de memoria nos remite siempre, en última instancia, al genocidio perpetrado por los nazis. Como lítote del acontecimiento tomamos siempre «Auschwitz», porque no fue sólo una gigantesca fábrica de muerte sino también un proyecto de olvido (Mate, 2003). Auschwitz fue un evento único ―como todos los de la historia―, pero también singular, marcando un antes y un después, como muchos filósofos de la talla de Adorno y Horkheimer han intentado demostrar.

También para la memoria Auschwitz constituye un penoso hito porque aquello fue el más «refinado» y perverso proyecto de olvido. Por eso los testimonios que han hablado sobre ello ―con Primo Levi como ejemplo paradigmático― han contribuido a que se tambaleen algunos de los cimientos éticos, ontológicos y epistemológicos de la Modernidad.

El franquismo también tuvo su proyecto de memoria, cuyo objetivo principal era precisamente el olvido del horror infligido y de sus víctimas y la exaltación patriótica de los verdugos. Así, las personas fusiladas y desaparecidas, las personas procesadas y encerradas en campos, cárceles, que realizaron trabajos forzados, los colectivos marginados ―mujeres, prostitutas, homosexuales, masones…―, las personas exiliadas, incluyendo los republicanos enviados a campos nazis, así como los «niños de la guerra»… todas estas personas fueron sistemáticamente marginadas de la memoria colectiva durante la dictadura (Egido, 2006). Los valores de los vencidos fueron excluidos del imaginario colectivo. Está claro que el franquismo puso en marcha la maquinaria del silencio y la negación, que tiene como fin último el olvido (Rodrigo, 2006), el cual también contribuye a dotar de legitimación a un régimen, a sus élites y a sus herederos y herederas.

Pero no lo consiguió. Cierto que el proyecto de olvido sobre vencidos y vencidas promovido por el franquismo erosionó y recluyó al ámbito privado su memoria (Erice, 2006); es cierto que la socialización franquista influyó en la interpretación de la Guerra Civil que hicieron los y las líderes responsables de una Transición que institucionalizó el olvido (Egido, 2006; Rodrigo, 2006). Pero a pesar de todo, no lo consiguió.

Lo dijo Mario Benedetti en El amnésico y el olvidador: «el olvidador nunca logra su objetivo, que es encerrar el pasado (cual si se tratara de desechos nucleares) en un espacio inviolable. El pasado siempre encuentra un modo de abrir la tapa del cofre y asomar su rostro» (Peinado, 2006: 726). Así es, el olvidador jamás logra el pleno olvido.

Esa memoria asoma su rostro desde hace años en el ámbito historiográfico académico y en las iniciativas de los y las nietas de las víctimas de la violencia directa del franquismo. Las nuevas generaciones no se contentan llevando los restos de las fosas a los cementerios: se preguntan por una civilización que ha montado el progreso sobre una tierra con tantos cadáveres (Mate, 2007). Desde estos ámbitos intelectuales, sociales y culturales ―a diferencia del institucional y el político― jamás se sucumbió al paradigma del olvido voluntario que significó la Transición y los gobiernos que la siguieron (Rodrigo, 2006; Ortiz, 2006).

Precisamente para muchas personas que han estudiado la cuestión, el cierre en falso de la Historia y el pacto de silencio que supuso la Transición española son una de las varias causas explicativas de la actual eclosión de la memoria (Egido, 2006). El hecho de que en la España de la Transición ―a diferencia de Francia e Italia, por ejemplo― la democracia emergente no se fundase bajo el paradigma del antifascismo y con el referente legitimador del antecedente democrático de la II República hace que ahora afloren las consecuencias: una cristalización de las demandas de rememoración latentes en esa ruptura insuficiente, en esa buscada confusión entre amnistía y amnesia (Rodrigo, 2006).

Pero estas explicaciones no parecen suficientes. Es como si las injusticias del pasado no hubieran quedado enterradas junto a los cadáveres de sus depositarios directos. Es como si las injusticias vinieran a nosotros y nosotras ―no importa cuánto tiempo después― para decirnos que siguen vigentes. La política se ve concernida y tiene mucho que decir al respecto, pues la eclosión de la memoria ―lo veremos― no tiene tanto que ver con el pasado como con el futuro.


3. La presencia del pasado: Historia y memoria

La ciencia es estadística; al conocimiento le basta un solo campo de concentración.
Max Horkheimer.

La memoria aparece como la respuesta a un fracaso del conocimiento.

Algunas personas del ámbito historiográfico nos dicen que sobre la memoria existe cierta ausencia de reflexión y precisión conceptual hasta el punto que no siempre se acepta el uso del término «memoria histórica» (Ortiz, 2006). Es más: la noción recurrente de «recuperar la memoria histórica» parece plantear problemas epistemológicos (Rodrigo, 2006) además de terminológicos, pues se considera que la memoria es más el producto de una construcción que de una recuperación (Ortiz, 2006).

Esto nos lleva, en primer lugar, a tener que hablar de memorias y no de memoria. Hay dos razones que nos impulsan a ello: la primera es que si la memoria es una construcción social que requiere un notable proceso de elaboración, entonces ésta dependerá de los sujetos que la construyan; en segundo lugar, la memoria no es estática ni inalterable (Ortiz, 2006; Erice, 2006; Rodrigo, 2006).

En este sentido se defiende que «memoria histórica» es un oxímoron, pues si la memoria no consiste en desvelar algo inmanente sino más bien una construcción colectiva del pasado desde el presente, entonces poco tiene que ver con la Historia. A esto se le añade el hecho de que, para algunos, la memoria se encarga de construir identidades mientras que la Historia, por definición, debería destruirlas (Rodrigo, 2006). Desde otros lados, en cambio, se opina que Historia y memoria son necesarias y complementarias (Ortiz, 2006).

Con estas pinceladas se puede ilustrar que la relación entre Historia y memoria es compleja y oscila entre la contraposición y la sinonimia (Ortiz, 2006). Pero además existe cierta fluctuación de conceptos como «memoria social», «memoria colectiva», «memoria cultural», «memoria histórica», «políticas de la memoria» «leyes de la memoria» o «memoria moral» (Erice, 2006).

Estos debates conceptuales ―lo hemos dicho― tienen importancia, pero resulta curioso ver cómo, tanto la filosofía como los movimientos sociales vinculados a la memoria histórica, no se han detenido en ellos con la misma paciencia que la historiografía. Como nos advierte Reyes Mate, si uno intenta perseguir los significados o definiciones de memoria y de historia pronto ve que las cartas se mezclan hasta el punto de hacerlas irreconocibles: hay pensadores de la memoria que se presentan como historiadores, como le ocurre a Walter Benjamin, y hay historiadores profesionales, como Eric Hobsbawm, cuya historia se hace cargo en buena parte de las preocupaciones de la memoria (Mate, 2006).

En filosofía, al debate sobre la diferencia entre historia y memoria se le dio respuesta ―de una forma que «sentó jurisprudencia», por decirlo de algún modo― en la tesis VI de Walter Benjamin. Las tesis «Sobre el concepto de historia» son un gesto de resistencia, la valiente respuesta política de un filósofo cuando parecía que «en Europa no había ningún lugar para la esperanza» (Mate, 2006: 11).

Para Benjamin la memoria es memoria moral, un modo de conocer el pasado desde la conciencia de peligro. ¿Qué peligro? La amenaza de la existencia, sea por la aplicación de una violencia externa, sea por la interiorización por parte de la víctima del mecanismo opresor. Y esa violencia amenaza al individuo singular, a todo un pueblo, a los contenidos que se quieren transmitir y a la transmisión que los transmite (Mate, 2006).
Existen varias memorias sociales sobre un mismo hecho, sí, y muchos regímenes ―por no decir todos― se encargan de fomentar que una de esas memorias se la hegemónica. A nosotros ahora nos interesa la memoria de las víctimas porque, precisamente por su condición de víctimas, ven algo ―saben de la existencia de algo― que el resto de personas no perciben.

Benjamin recogía la antorcha, encendida unos años antes por un profesor judío que moriría en el campo de Buchenwald, Maurice Halbwachs. Fue él quien habló por primera vez del concepto de «memoria colectiva» ―en el año 1925 con la publicación del libro Les cadres sociaux de la mémoire― y quien había convertido la memoria en resistencia a la barbarie, arrancando el pasado de las garras del tradicionalismo. La emancipación no tenía por qué identificarse exclusivamente con «progreso», esto es, con volver la espalda al pasado. Hay una memoria del pasado que puede ser «progresista», siempre y cuando este pasado no abrume y neutralice al sujeto ―como ocurre con el tradicionalismo―, sino que enriquezca el campo de inspiración y motivación del sujeto. No era una reacción conservadora: Halbwachs quería rescatar esa memoria, en manos de la reacción, para que engrosara las filas de la resistencia (Erice, 2006; Mate, 2006).

La historia convencional da importancia a lo que es importante y no osa sustituir las inviolables leyes científicas de la historia con descontrolados voluntarismo. Si pensamos en Auschwitz vemos que la historia puede contar lo que pasó y cómo llegó a suceder aquello. Hasta puede establecer la tesis, basándose en las intenciones nazis y también en cómo se produjo el exterminio de las y los judíos, de que fue un proyecto de olvido: no debía quedar ni rastro para no dar pie a la memoria. Lo que, sin embargo, hace la memoria es fijarse en la historia posterior a la catástrofe, llamando la atención sobre cómo esta se construye sin rastro de los y las desaparecidas. La historia lógicamente contará lo que hay, lo que pasó, lo que queda, partiendo del supuesto de que la realidad, mal que nos pese, es lo que ha quedado y no lo que pudo ser si lo que quedó en el camino hubiera llegado hasta nosotros y nosotras. La memoria, sin embargo, se niega a tomar lo que hay por toda la realidad. La memoria ve ese hueco como parte de la realidad que ha llegado a ser. Así, si la ciencia ―también la histórica― es de hechos, se entenderá la incomodidad que le resulta una concepción del pasado que privilegie lo que pudo ser o lo que no ha llegado a ser (Mate, 2006). Por eso decíamos que la memoria se erige como una respuesta ―radical y provocadora― ante una grieta del conocimiento.

Así, «memoria significa considerar el pasado declarado insignificante como parte fundamental de la realidad. Eso, para los dominadores […], es una provocación pues atenta a las bases de su poder (lo insignificante es la realidad presente y las leyes de la historia). Pues bien, si quiere evitar la segunda muerte del asesinado, el crimen hermenéutico, necesita la chispa del pasado que ilumine su presente, necesita que el pasado no “esté ahí” inerte, sino que se haga presente» (Mate, 2006: 119-120).

La insignificancia de las y los muertos es obra de los mismos y las mismas asesinas. La misma persona que mata físicamente lo hace hermenéuticamente. Si todavía hoy el pasado es cosa de la historia, si para la ontología la única realidad es lo que hay, si los muertos muertos están, esto para Benjamin es señal inequívoca de que el enemigo anda fuerte (Mate, 2006).

Aquí nos vale lo que dijo Paul Virilio en su obra Estética de la desaparición:

Mirar lo que uno no miraría, escuchar lo que no oiría, estar atento a lo banal, lo ordinario, a lo infraordinario. Negar la jerarquía ideal que va desde lo crucial hasta lo anecdótico, porque no existe lo anecdótico, sino culturas dominantes que nos exilian de nosotros mismos y de los otros, una pérdida de sentido que no es tan solo una siesta de la conciencia, sino un declive de la existencia (Virilio, 2003: 40).

Historia y memoria son dos mundos distintos aunque ambos tengan por objeto el pasado. Es indiscutible que quien tiene un lugar asentado en la teoría y en la práctica, en la academia y en la política, es la historia, aunque, también hay que reconocerlo, la memoria está llamando a las puertas de la sensibilidad moderna ocupando un espacio público tan considerable que ya no podemos posponer más la pregunta de qué aporta la memoria en conocimiento del pasado que no lo haga la historia: ¿existe una diferencia específica entre historia y memoria en la lectura del pasado? Para responder debidamente habría que tener en cuenta dos formas de olvido radicalmente diferentes. No es lo mismo el olvido en el sentido de desconocimiento del pasado, que el olvido en el sentido de no dar importancia al pasado. En el primer caso el olvido es ignorancia y, en el segundo, injusticia. Dado que lo propio de la historia es conocer el pasado, y que lo que preocupa a la memoria es la actualidad del pretérito, bien podemos plantear ya la hipótesis de si historia y memoria no serán dos continentes distintos (Mate, 2006).

¿A qué pasado se refiere la memoria? Diremos que hay dos tipos de pasado: uno que está presente en el presente y otro que está ausente del presente. Así, el pasado vencedor sobrevive al tiempo ya que el presente se considera su heredero. El pasado vencido, por el contrario, desaparece de la historia que inaugura ese acontecimiento en el que es vencido: la derrota de los moriscos supone o conlleva su ausencia de la ulterior historia de España que llega hasta nosotros y nosotras, en tanto que esta historia sí está ligada a la de los cristianos vencedores. Hay un pasado que fue y sigue siendo y otro que fue y es sido, es decir, ya no es. La memoria tiene que ver con el pasado ausente, el de los vencidos y vencidas (Mate, 2006). Sabemos que esta distinción tajante no hace honor a la realidad; sabemos que la presencia islámica en España no fue borrada de un plumazo como se suponía. Aquí hay que entender que Benjamin se refiere a la narración de la historia «oficial», no la que hace la historiografía, sino la que nace de las élites gobernantes como una forma de violencia cultural legitimadora.

Lo importante, sin embargo, no es que ese pasado desaparecido sea su campo de trabajo, sino cómo lo trata. Lo específico de la memoria es cómo entiende ese pasado. Para llamar la atención de esa novedad, Benjamin habla de un giro copernicano en el tratamiento de ese pasado por la memoria. ¿En qué consiste? En considerar ese pasado aplastado no como algo que fue y ya no es, es decir, no como algo fijo, inerte, sino como algo privado de vida, como una carencia y, por tanto, como un deseo (frustrado) de realización (Mate, 2006).

Lo propio, por tanto, de la mirada de la memoria es, en primer lugar, la atención al pasado ausente del presente y, en segundo lugar, considerar esos fracasos o víctimas no como datos naturales que están ahí como lo están los ríos o las montañas, sino como una injusticia, como una frustración violenta de su proyecto de vida. La mirada del historiador o historiadora benjaminiana se emparenta con la del alegorista barroco que no considera las ruinas y cadáveres como naturaleza muerta sino como una vida frustrada, una pregunta que espera respuesta de quien contempla esa vida frustrada. Esa atención a lo fracasado, a lo desechado por la lógica de la historia es profundamente inquietante y subversiva, tanto desde el punto de vista epistémico como político, porque cuestiona la autoridad de lo fáctico. Lo que se quiere decir es que la realidad no es sólo lo fáctico, lo que ha llegado a ser, sino también lo posible: lo que fue posible entonces y no pudo ser; lo que hoy sobrevive ―con la fragilidad y el desafío― de una posibilidad por estrenar (Mate, 2006).

También lo vemos en  el arte:

Nos podemos imaginar el carácter real de lo que quedó en mera posibilidad porque se impidió su logro, es decir, nos podemos imaginar la presencia de ese pasado ausente que opera la memoria como esos huecos en algunas esculturas de Chillida. El bloque sería lo fáctico y los vacíos, la memoria de los vencidos. Están ahí como minando la pretensión de la materia de ser la única realidad. La presencia o realidad del vacío no es como la de la materia, pero su sola presencia cuestiona la pretensión de la materia de ser toda la realidad. El vacío pretende tomar cuerpo aunque su corporeidad no será ya una excrecencia de la misma materia (Mate, 2006: 123).

Los proyectos frustrados de los que se quedaron aplastados por la historia están vivos en su fracaso como posibilidad o como exigencia de justicia. Por eso nos aventuramos a aceptar la idea de que la realidad es facticidad y, también, posibilidad. Si pensamos en el tiempo del franquismo vemos que la realidad de España no era sólo lo que ocurría con los protagonistas que la habitaban, sino también la sombra de la República que acompañaba a todo ese período como el proyecto que pudo ser y que al ser frustrado se hacía presente como posibilidad alternativa de la dictadura del momento. Esa sombra, en su impotencia, era una colosal crítica a un régimen que gracias a ese pasado no podía recibir legitimación histórica, aunque durara medio siglo.

Así, la mera posibilidad da vida a un pasado que parecía finiquitado porque su «ausencia» cuestiona la legitimidad de lo fáctico al tiempo que permite a la injusticia pasada hacerse presente como demanda de justicia. «Porque el pasado pudo ser de otra manera, lo que ahora existe no debe ser visto como una fatalidad que no se pueda cambiar. Y el presente tiene una posibilidad latente, que viene de un pasado que no pudo ser, entonces podemos imaginar un futuro que no sea proyección del presente dado, sino del presente posible» (Mate, 2006: 21-22). Esta es la fuerza de la memoria.

Para Benjamin la memoria es como la hermenéutica, pero aplicada a la vida y no a los textos. Memoria es leer la historia como un texto. La hermenéutica se aplica normalmente a un texto, no a la vida. Ahora se trata, pues, de leer la vida como si fuera un texto. La memoria se plantea leer la parte no escrita del texto de la vida, es decir, se ocupa no del pasado que fue y sigue siendo, sino del pasado que sólo fue y del que ya no hay rastro. En este sentido se puede decir que se ocupa no de los hechos (eso es cosa de la historia), sino de los no-hechos.

Así, para la hermenéutica benjaminiana declarar in-significante lo que ya no es porque fracasó es, de entrada, una torpeza metodológica, pero también una injusticia porque ese juicio (de in-significancia) cancela el derecho de la víctima a que se reconozca la significación de la injusticia cometida y, por tanto, que se le haga justicia. Con esto, memoria y justicia son sinónimos, igual que olvido e injusticia.

Claro que en la filosofía Auschwitz lo cambia todo. Lo ocurrido es algo imprevisto: que el olvido ha dejado de ser un componente implícito para convertirse en epicentro de un proyecto político. Europa contaba con el factor olvido en sus teorías sobre filosofías de la historia. Hegel, sin ir más lejos, hablaba de que el avance y desarrollo de la Historia ―el progreso― hacía inevitable «pisar algunas florecillas al borde del camino»; todo el mundo tiene asumido que para progresar hay que pagar un precio. En todos esos planteamientos estaba descontado ya el olvido, entendido como insignificancia del costo de la historia[2]. En Auschwitz, por primera vez, se pone en práctica un proyecto político basado en el exterminio físico y metafísico del otro. Eso plantea un nuevo y colosal desafío hermenéutico sobre la significación del olvido al que todo un Adorno responde con el imperativo de la memoria. No se trata ya de tener en cuenta el desecho de la historia, sino de repensar la verdad, la bondad y la belleza desde ese desecho.

Y sobre verdad, bondad y belleza hay que estar dispuestos a asumir algunas lecciones. El testimonio que más nítidamente expresa esto lo dio el filósofo polaco Tadeusz Borowski, superviviente de Auschwitz, en su obra Nuestro hogar es Auschwitz:

Me acuerdo de cómo me gustaba Platón. Hoy sé que mentía. Porque los objetos sensibles no son el reflejo de ninguna idea, sino el resultado del sudor y la sangre de los hombres. Fuimos nosotros los que construimos las pirámides, los que arrancamos el mármol y las piedras de las calzadas imperiales, fuimos nosotros los que remábamos las galeras y arrastrábamos arados, mientras ellos escribían diálogos y dramas, justificaban sus intrigas con el poder, luchaban por las fronteras y las democracias. Nosotros éramos escoria y nuestro sufrimiento era real. Ellos eran estetas y mantenían discusiones sobre apariencias. No hay belleza si está basada en el sufrimiento humano. No puede haber una verdad que silencie el dolor ajeno. No puede llamarse bondad a lo que permite que otros sientan dolor (Borowski, 2004: 59).

El idealismo occidental explica que adjudiquemos la construcción de las pirámides de Egipto al genio de algún gran arquitecto y no también al trabajo de los esclavos. Sin embargo, las víctimas aportan una mirada novedosa y desafiante. ¿Habremos aprendido la lección?


4. Una sorprendente irrupción benjaminiana

Pocos se imaginan cuánta tristeza fue necesaria para resucitar Cartago.
Flaubert.

Cerrábamos con una pregunta y ahora nos aventuraremos a darle una respuesta. Nietzsche preside nuestras vidas con el aforismo que reza: «Para vivir hay que olvidar». El olvido ha regido la lógica de la política y la del derecho durante milenios. Heródoto, el primero que deja caer la palabra amnistía, no se contenta con señalar las cualidades benéficas del olvido, sino que subraya la peligrosidad de la memoria; de ahí que se castigue duramente a quien «recuerde las desgracias vividas». El derecho y la política han sellado una alianza basada en términos como amnistía o prescripción del crimen que ha sobrevivido a decenas de siglos, a todo tipo de regímenes políticos.

La prueba del entronamiento del olvido son las molestias que provoca la incipiente cultura de la memoria. Vivimos en una cultura de la amnesia y harán falta muchas energías para pensar la ética y la política, el derecho y la justicia, la verdad y la belleza desde la memoria de las vencidas y los vencidos (Mate, 2006). Además, «si los poderes fácticos representan una amenaza a la memoria es porque la memoria es peligrosa» (Mate, 2006: 116-117).

La Modernidad ha construido una filosofía de la historia caracterizada por ser ontología del presente y vivimos en una cultura del olvido más que en una del recuerdo:

¿Quién se acuerda ya de Franco, del franquismo, de la dictadura, de la rebelión militar contra la República? Todos hemos hecho caso al consejo nietzscheniano de que para vivir hay que olvidar. El resultado es que los jóvenes nada saben de ese pasado, con lo que entienden que la libertad es tan consubstancial a la naturaleza humana como el nacer y el morir. A nadie se lo oculta que esa apatía debilita las defensas democráticas e insensibiliza respecto a la solidaridad con pueblos que viven en la opresión. Los españoles todavía podríamos alargar el ejercicio del recuerdo: ¿es igual la solidaridad con los pueblos latinoamericanos desde el recuerdo de las víctimas causadas por la conquista que desde ideologías tan engañosas como la madre patria? ¿No pasa acaso el ejercicio de la justicia y de la moral política hoy por ese recuerdo? Para responder a estas preguntas poco ayuda el historicismo […]. Naturalmente que conviene saber lo que ocurrió y cómo ocurrió. Pero todo eso no servirá para exculpar los robos, asesinatos, explotación de entonces, ni valen las teorías indigenistas en virtud de las cuales los actuales moradores se colocan del lado bueno cuando en buena parte prosiguen la misma política por otros medios. Lo única pregunta relevante es ésta: ¿queremos hacer nuestra la causa de los vencidos o queremos seguir con la nuestra, hecha sobre los intereses de los vencedores? (Mate, 1991: 218-219).

Mientras no hayamos cambiado el mundo la historia no podrá enseñarnos nada.

¿Qué hacer entonces? Séptima tesis de Walter Benjamin.

Para Benjamin, de poco serviría hacer una historia desde los vencidos y vencidas si ésta es tan particular como la de los vencedores y vencedoras. Lo que importa es una construcción de la historia que trascienda a vencidos, vencidas, vencedores y vencedoras. De momento, baste señalar la mala universalidad del historicismo. Porque es verdad que en él están representados los intereses y hasta los bienes de los vencidos. Pero como un botín que viene a engrosar el patrimonio de los vencedores, aunque ellos, es verdad, lo presentan como bienes culturales de la humanidad. Claro que si tenemos en cuenta cómo se ha formado ese patrimonio nos llenamos de espanto porque vemos que una parte ha sido expropiada y otra, creada por ellos mismos, pero sobre las espaldas de esclavos anónimos, de ahí que no haya un solo documento de cultura que no lo sea también de barbarie. Y si ha sido bárbara y violenta la producción y la adquisición, también lo será la transmisión. El historiador benjaminiano no puede entrar en ese juego. No puede hacer de la historia una escuela de transmisión de violencia. Por eso es invitado a nadar a contracorriente, a cepillar la historia a contrapelo (Mate, 2006).

El vencido sabe mejor que nadie que lo que de hecho ocurre no es la única posibilidad de la historia. Hay otras, como aquella por la que él luchó, que se quedan en lista de espera. El vencido puede por tanto convertir la experiencia frustrada en expectativa de la historia. Esa posibilidad no la tiene el vencedor porque para él la realidad se agota en el hecho, en lo sido. Como se ve, Benjamin busca insistentemente cuartear la identificación entre histórico y fáctico. La historia es más que lo ocurrido (Mate, 2006: 137).

El historiador benjaminiano tiene que irrumpir diciendo algo nuevo sobre el presente para que el futuro no sea prolongación de este presente (Mate, 2006). La recuperación del pasado es el lugar donde se decide el futuro. Los lugares de la memoria no nos hablan del pasado sino del futuro.

Teniendo en cuenta la «era de la memoria» en que vivimos, ¿hemos hecho realmente ese giro benjaminiano a la hora de ver el pasado, el presente y el futuro? ¿Se ha asumido ese sentido profundo y radical de la memoria que se nos propone? Y más importante aún: ¿Por qué hay que recordar?

Decimos, en primer lugar, que recordamos para conocer el pasado; frágil respuesta, porque para eso está la historia, que es una ciencia, o casi, que proporciona más conocimiento y más fiable que todas las memorias juntas. Otros dirán que recordamos para que la historia no se repita. Ésa es la consigna ―de hecho, una frase de Jorge de Santayana― que despide al visitante del campo de Dachau. La frase suena bien, pero si uno repara en ella descubrirá que ahí poco importan las víctimas. Recordamos en beneficio de los vivos, de nosotros, extrayendo de los muertos una última plusvalía. Es un objetivo muy político y escasamente moral (Mate, 2002).

Todavía hay personas que creen que la memoria consiste en conmemorar efemérides. O que una política de la memoria consiste en una «rehabilitación simbólica de las víctimas, reconocimiento público de su sufrimiento, construcción de monumentos y celebración de ceremonias» (Rodrigo, 2006: 400). O atender a las necesidades de salud mental vinculadas al trauma de las víctimas y sus descendientes (Ruiz-Vargas, 2006). Esto es necesario, pero a todas luces insuficiente.

Por fortuna, el movimiento por la recuperación de la memoria histórica en España, que nace con la cuestión de las fosas comunes en su epicentro, constituye ―como nos dice Fernández de Mata― una «sorprendente irrupción benjaminiana» (2006: 691).

Sus demandas principales se articulan alrededor de problemas como las exhumaciones, la simbología y toponimia franquistas, los nombres de las personas represaliadas, el acceso a los archivos, la anulación de las sentencias y la divulgación y los homenajes. El objetivo último se refiere a la aplicación de la legislación internacional sobre Derechos Humanos a las víctimas del franquismo. El movimiento se asienta sobre la tríada «verdad, justicia y reparación», entendiendo que son derechos inalienables de las víctimas. Se trata de acercarse al modelo sudafricano de memoria y alejarse del llamado «modelo español de la impunidad». Así, desde una búsqueda de justicia, el objetivo final de este movimiento es la reconstrucción de la memoria colectiva, de los valores dominantes en la sociedad, de sus señas de identidad (Peinado, 2006).
Y esta cuestión de la identidad es central:

el historicismo —con su lectura objetiva y científica del pasado— pretende que las generaciones actuales encuentren en el pasado las razones de su identidad actual. El precio es la trivialización de lo que sucedió y de sus secuelas: aquello fue comparable con otras muchas barbaridades, y todo se explica desde el punto de vista histórico, con lo que la explicación acaba en exculpación. Del otro lado se pretende que no sea en continuidad con esa historia sino en ruptura con la misma donde la generación actual debe encontrar su identidad (Mate, 1991: 216-217).

Asumiendo esto, las demandas de este movimiento no son sólo una cuestión de justicia. Hay mucho más: establecer un modelo de convivencia y un marco político sustentados en el silencio, la impunidad y la injusticia, genera indefectiblemente una sociedad y un sistema políticos de calidad deficiente y viciados de principio. Es la democracia la que está en juego, así como el conjunto de valores en torno a los cuales gira (Peinado, 2006).

Gracias a estos movimientos de la memoria algunas personas como Reyes Mate opinan que se produce un cambio epocal que reemplaza la utopía por el pasado, con el despido de conceptos que vincula la realización del ser humano al futuro (progreso, utopía) y su sustitución por otros que lo ligan al pasado. No a cualquier pasado, sino al pasado capaz de generar futuro. Y es que parece cada vez más plausible que lo que ha movido al mundo no han sido los sueños de unos nietos felices, sino el recuerdo de los abuelos humillados (Mate, 2003).

La dimensión política de la memoria consiste en entender que el poder de la memoria es el de traer al presente el pasado, pero no cualquier pasado, sino el pasado ausente. Ese pasado, al estar olvidado, no es considerado, ni valorado en el presente, un presente, sin embargo, que resulta inexplicable sin él. La memoria, al hacerlo presente, cuestiona la soberanía del presente así como la interpretación ideológica que da al pasado.

La España actual es impensable sin el pasado colonial que ahora denuncian los descendientes de aquellos siervos y esclavos. Pero la memoria no trae a colación ese pasado para sacar los colores a los gobernantes actuales, hijos de los que esclavizaron a los abuelos de quienes hoy protestan, sino que denuncian una injusticia pasada y si lo hacen es porque entienden que de alguna manera sigue vigente. Por eso lo que realmente se opone a la memoria no es tanto el olvido como la injusticia (Mate, 2003: 153-154).

Las dificultades con las que este proceso se encuentra nos dicen algo. ¿Estamos a salvo? Si es tan difícil llevar a cabo el giro epistemológico de la memoria, si es tan problemático hacer políticas de la memoria en su sentido más radical ―más cercano a algo como la justicia―, entonces esa dificultad algo nos demuestra: el enemigo anda suelto, la amenaza persiste.

En filosofía la recordación «tiene por objeto rescatar del pasado el derecho a la justicia o, si se prefiere, reconocer en el pasado de los vencidos una injusticia todavía vigente, es decir, leer los proyectos frustrados de los que está sembrada la historia no como costos del progreso sino como injusticias pendientes» (Mate, 2006: 25). Así, la particularidad de la memoria es que abre expedientes que la razón ―la ciencia, el derecho― dan por clausurados (Mate, 2003). La memoria no se arruga ante términos como prescripción, amnistía o insolvencia, pues tiene la mirada puesta en la víctima.

Pero la tarea de la memoria no es una cuestión sólo de la filosofía. La construcción de la memoria corresponde a la sociedad civil y ha de ser una tarea plural si no queremos volver a equivocarnos. No es un problema de política partidaria sino de calidad democrática, de cultura democrática y defensa de los derechos humanos básicos. Después de tanto silencio hay que hablar porque, como dijo Elie Wiessel, el silencio nunca ayuda a la víctima, sólo ayuda al victimario. Pero aquí «hablar» quiere decir «hacer». Y cuando los principios de la democracia y los derechos de las víctimas se diluyen en el tiempo hasta caer en el olvido, cuando la historia no es cosa del ser humano sino de los y las supervivientes, entonces todas las personas somos víctimas.

Hannah Arendt dijo en una ocasión, al ser preguntada sobre Auschwitz, que «allí sucedió algo con lo que no podemos reconciliarnos» (Agamben, 2005: 73). Se trata de una expresión aturdidora, pues nos lleva a hacernos aquí y ahora la misma pregunta: ¿podemos reconciliarnos con nuestro pasado? La respuesta ya se asoma después de todo lo que hemos dicho: podremos reconciliarnos con nuestro pasado sólo si construimos un futuro que no sea su continuidad, que rompa con el trágico legado de la opresión. La memoria no salda la deuda, sólo la hace presente para hacer el futuro.


5. Paz y memoria

Se dice que la memoria es necesaria para que las y los muertos y sus familias puedan descansar en paz. Se trata de eso, sí, pero pronto advertimos que ahí hay algo mucho más sutil y profundo.

Nuestras experiencias contribuyen en gran medida a configurar la visión del mundo que tenemos. Aquí debemos parafrasear de nuevo a Benjamin diciendo que sólo el excluido puede imaginar un sistema sin exclusiones. Con esto nos preguntamos si estamos dispuestos a asumir algunas de las premisas que se nos plantean, a saber, que la historiografía se ha construido sistemáticamente desde un punto de vista privilegiado. Mejor dicho: desde el punto de vista de los privilegiados (y decirlo en masculino no es casual). Y precisamente por eso hemos podido hablar de «progreso». Lo que a los privilegiados les parecen «costes del progreso», ¿qué les parece a las víctimas de ese proceso, precisamente a esos «costes»? No lo sabemos porque están muertos y muertas. Pero eso, precisamente, constituye ya un conato de respuesta: se trata de una injusticia.

El desafío epistemológico benjaminano es el siguiente: ¿qué pasaría si aprendiéramos a leer el pasado desde el punto de vista de esas víctimas? La respuesta que el filósofo nos brinda es que si lo hacemos vamos a dignificar esas víctimas y vamos a construir un mundo que deje de ver «necesarios costes del progreso» donde hay injusticias descabelladas. Las víctimas aportan un punto de vista privilegiado que la ciencia es incapaz de percibir.

Estos planteamientos tienen una vigencia aterradora. Hoy en día una noción tan ilustrada como la de emancipación sigue siendo patrimonio exclusivo de sólo una parte de la población mundial. Y esto a costa de una mayoría de población que ve frustradas sus potencialidades humanas.

¿Y la paz?

No podemos negar la evidencia: Walter Benjamin parte de unos planteamientos plenamente violentológicos. Y los ejerce con insistencia. No sólo deja de mostrar interés por la paz en la historia, sino que parece que su pensamiento apunta a negar cualquier paz porque entiende que toda ella ―si la hay o la ha habido― tiene un momento fundador esencialmente violento. Y de la violencia fundadora ―con tintes míticos, diríamos― no se puede deducir nada que sea pacífico. Es más: donde nosotros y nosotras vemos paz él ve ruinas y cadáveres que se amontonan. Y hablar de paz ―para él― es arrojar al fuego del olvido a los muertos y las muertas, condenándolas a una suerte de segunda muerte ―la hermenéutica― y perpetuando el crimen a la vez que lo exculpamos.

Desde nuestros planteamientos de paz hay una crítica ontológica y epistemológica inmediata para hacerle a Walter Benjamin. Dividir la realidad en un binomio víctima-verdugo o vencedor-perdedor es de un reduccionismo de gigantescas dimensiones y, lo que parece más grave, es renunciar a la asunción de la complejidad ―y hasta la ambivalencia― tanto de la realidad como de las personas.

Pero además este enfoque parece caer en una tendencia homogeneizadora alarmante. No es verdad que podamos hablar de «las víctimas» de un modo homogéneo porque esto se aleja de la realidad tanto como decir que es lo mismo el asesino o asesina que sus cómplices. En cierto sentido sí que son lo mismo, claro, pero eliminar todos los matices es taparse los ojos ante los pliegues de la realidad, ante la complejidad y espesor de las situaciones. No todas las víctimas mortales causadas por el franquismo fueron fervorosos defensores de la democracia. Ni las víctimas son homogéneas ni sus miradas pueden serlo.

Otro aspecto relevante es la dinámica de la historia que ―paradójicamente― parece asumir de forma implícita Benjamin. En su crítica a los grandes relatos y narraciones de la historia, que nos hablan de los héroes y sus grandes logros, que marcan el ritmo y las etapas de la historia apuntando fechas señaladas («descubrimiento» de América, la Revolución francesa…), Benjamin parece caer en una contradicción: partir de la hipótesis que precisamente intenta criticar. Esto es así porque cuando habla de «vencedores y vencidos» los refiere a esos acontecimientos que la historia resalta en sus relatos. Con esto consigue asentar esos «hitos», pues su distinción «vencedores y vencidos», «víctimas y verdugos» parte de ellos. Así, serían las grandes catástrofes, los acontecimientos traumáticos y necesariamente violentos de la historia los que marcarían su desarrollo. Y eso es leer el pasado y su dinámica desde un enfoque eminentemente violentológico.

En nuestra primera hipótesis, pues, parece que la perspectiva actual de los Estudios de Paz es incompatible con la propuesta benjaminiana casi por principio.

Aunque en defensa de Benjamin quizá podemos decir algo. Siguiendo algunos aspectos de la herencia marxista Benjamin divide el mundo en oprimidos y opresores, vencedores y vencidos. Una significación que parece excesiva pero que deja de serlo si la interpretamos en su justa medida. Es una afirmación que habla en un lenguaje más cercano a la poesía y a la alegoría que a la ciencia. Es una renuncia ―poética, si se quiere― a la complejidad de la realidad y de los seres humanos. Pero tiene su razón de ser. Benjamin toma la hipérbole y plasma a través de ella una realidad deformada, sí, pero esto obedece a un objetivo: provocar el giro epistemológico. Ver lo que siempre ha estado ahí pero ha permanecido oculto. Y esto ya constituye un primer acercamiento ―en cuanto a intenciones, no en cuanto a contenidos― entre la propuesta benjaminiana y el giro epistemológico que los Estudios de Paz proponen a la hora de afrontar la historia.

Este lenguaje de la provocación toma su máxima fuerza cuando el autor afirma en su séptima tesis que «no hay un solo documento de cultura que no lo sea a la vez de barbarie» (Mate, 2006: 130). No nos está diciendo que la cultura sea barbarie ―como una primera lectura «ingenua» nos parece indicar. Lo que quiere señalar es que la realidad y su historia ―y los hitos culturales con la que las representamos― se han construido a las espaldas de una masa anónima instalada en el sufrimiento. Ejemplo típico: la esplendorosa democracia ateniense tenía más esclavos que ciudadanos ―por supuesto no tenía ni una sola ciudadana―; pensemos también en Borowski cuando hablaba de las mentiras de Platón, o en el célebre poema de Bertolt Brecht titulado Preguntas de un obrero que lee.

Con esto relativizamos un poco las críticas ontológicas y epistemológicas, aunque no las eliminamos por completo. El enfoque violentológico persiste, y es que al centrarse Benjamin en las víctimas ―de la violencia― y convertirlas en el sujeto epistemológico de la historia, esa violencia es la que caracteriza, por definición, su epistemología.

Aunque no todos los vencidos y vencidas son perdedores  y perdedoras en sentido benjaminiano: lo que les distingue es una manera de ver la historia; los primeros son historicistas, es decir, buscan su identidad y legitimación a sus hechos en una esencia, en un origen, en una manera de ser que puede cometer atropellos, sí, pero que al final se disculpan en nombre de un bien superior ―llámese patria, progreso, libertad…―; los segundos, que han experimentado la inhumanidad de esa manera de ser, buscan la libertad en la ruptura de la continuidad. De ahí que el historicismo, empeñado a primera vista en actualizar todo el pasado, siempre se olvida de estos testigos porque lo cuestionan radicalmente. De modo que Benjamin invierte de forma hábil el razonamiento: no es que las víctimas vean la historia de otro modo sino que, precisamente, por verla de otro modo, se convierten en víctimas.

Esto que a primera vista parece un burdo razonamiento, o una suerte de maniobra de birlibirloque, es el núcleo del desafío benjaminiano. El giro epistemológico que se propone pasa por aceptar esto y asumirlo.

Los Estudios de paz, por otro lado, no se proponen ―sólo― desvelar nuevas injusticias y violencias instaladas en la actualidad y en el pasado. Entre otras cosas por la simple razón de que la historiografía ―mucho más polemóloga y violentóloga que irénica― ya se encarga de ello. Estos estudios pretenden aportar algo nuevo: desvelar las paces que existen y que han existido siempre. Hacerlas visibles. Este sería uno de los retos y de las encomiendas que asumen. Para ello es necesario también un giro epistemológico y ontológico. El lastre del enfoque violentológico es pesado y esta tarea nada a contracorriente (Muñoz, 2001). En este sentido ―ya lo hemos apuntado más arriba― los Estudios de Paz y la memoria benjaminiana son harto incompatibles, pues cuando una quiere iluminar las paces ocultas, la otra quiere hacer lo propio con las violencias.

Una cosa es negar la percepción particular que las víctimas de violencias puedan tener ―cosa que los Estudios de paz jamás habrán de hacer― y otra bien distinta es situarla como eje de nuestra construcción del pasado y del futuro. En la onto-epistemología asumida por los Estudios de paz ―conflictividad inherente al ser humano, multiplicidad de necesidades humanas, complejidad― quizá se asume aquello tan criticado por Benjamin: la ontología del presente. Bien es verdad que los enfoques irénicos rescatan presencias escondidas ―por nuestra miopía epistemológica―como la tradición islámica en España después de la expulsión, o como momentos de paz en contextos tan imprevistos como las guerras. En este sentido los Estudios de paz ―como la memoria― son también la respuesta a un fracaso del conocimiento. Pero persiste en ellos una ontología del presente. El pasado está muerto y quieto. Cierto que lo vemos desde nuevos ángulos y esto nos permite conocer más sobre él. Pero en cualquier caso el pasado está ahí, inmóvil, sin ninguna presencia más que la de las salas y almacenes de museo, hablando en sentido figurado. Se echa en falta esta dimensión temporal en sentido radical que la ciencia, como es natural, no puede asumir. Y éste es un punto de radical desencuentro, pues Benjamin propone algo que choca con los cimientos de nuestra ciencia moderna.

Nociones como la «paz imperfecta» y memoria ―en el sentido que le hemos dado hasta ahora― se abrazan pero se miran con recelo. Se abrazan porque una herramienta teórica que nos permite reconocer e interrelacionar las regulaciones pacíficas ―las paces, en definitiva― que existen en los conflictos (Muñoz, 2001) trabaja por las injusticias. ¿En qué sentido? En el sentido que reconoce los conflictos por el pasado y su interpretación ―al fin y al cabo son conflictos, aunque se parta de una ontología del presente― en los que se gesta el problema de la memoria. Mientras existan conflictos por el pasado, su vigencia y la legitimación del presente, enfoques teóricos como los de la «paz imperfecta» los reconocerán a ellos y a las mediaciones pertinentes. Así, corregimos: la «paz imperfecta» trabaja por la justicia en el sentido de que hace justicia.

Pero «paz imperfecta» y memoria también se miran con recelo. Esto es así porque la «paz imperfecta» implica un giro epistemológico que asume dialécticas abiertas, con lo que toda tendencia a polarizar o dicotomizar la realidad queda automáticamente desactivada. Y la memoria, o se entiende como un proceso abierto y de construcción plural en el que participen los supuestos vencidos y vencidas pero también los supuestos vencedores y vencedoras, o jamás podrá ser compatible con la mirada que implica la «paz imperfecta».

La memoria es una forma de ver la realidad que privilegia el punto de vista del sujeto del sufrimiento y que ve en la denuncia de las injusticias pasadas ―pero vigentes― el embrión de la emancipación de la especie humana. Los Estudios para la paz son, si cabe, más radicales y rupturistas que la propuesta epistemológica de Benjamin. Ambas visiones son conflictivas de por sí, pero también tienen su puntos de coincidencia. Y es que el lugar de la memoria por excelencia son las fosas. Éstas se convierten en espacio de mediación sobre la gestión de los conflictos por el pasado y, a su vez, en un lugar de convergencia física y simbólica. Y es que deconstruir la memoria hegemónica trae consigo la raíz de la reconciliación (Fernández, 2006).

Ahora bien, la advertencia benjaminiana tampoco puede ser obviada: está en juego algo tan preciado como la justicia y la democracia. Lo hemos dicho antes y lo repetiremos ahora. Que las demandas de la memoria sean tan mal recibidas por parte de muchos sectores de la sociedad es revelador de una realidad peligrosa. Memoria y democracia son vasos comunicantes. Que en nombre de la democracia y el consenso se recorte una determinada ley de la memoria, y demos esto por bueno ―en nombre de la democracia misma― es peligroso. En el parlamento debería haber sillas vacías para que estuvieran sentadas las personas que faltan. Sólo con su voto habría verdadera democracia. Ahí culmina el desafío amenazante y radical de Walter Benjamin: aceptar que esto es tan imposible como cierto. A no ser que nos guste un mundo que no sea de seres humanos sino de supervivientes.


6. Epílogo

Cuando Simon Srebnik decía «sí, éste es el lugar» señalaba aquel verde prado a la salida de un bosque erigía un monumento a la memoria y convertía aquella verde hierba en un lugar de la memoria. Cuando Claude Lanzmann plasmaba ese momento en su film erigía un monumento a la memoria y convertía las filmotecas y los hogares en lugares de la memoria. Cuando alguien cita a Srebnik a través de Lanzmann y lo plasma en un trabajo académico está erigiendo un monumento a la memoria y convierte ese espacio, también, en un lugar de la memoria. Quizá se trate de eso: ocupar todos los ámbitos de la realidad y, en este sentido, conseguir transformarla.

Porque sí, éste también es el lugar de la memoria.


7. Bibliografía

[1] Miembro del Grupo de Investigación Interdisciplinar “Política, Treball i Sostenibilitat”, Universitat de les Illes Balears

[2] En el Preámbulo de su tratado Constitucional, «Europa»  afirma inspirarse en «la herencia cultural, religiosa y humanista […] a partir de la cual se han desarrollado los valores universales e inalienables de la persona humana, la democracia, la igualdad, la libertad y el Estado de Derecho». La memoria es siempre selectiva y era esperable que dicho preámbulo se mostrara amnésico sobre la otra cara de Europa, «la de los abusos coloniales, la de las grandes guerras del siglo XX o la de tan notables europeístas (cada uno a su modo) como Napoleón y Hitler» (Erice, 2006: 352).

Arnau Matas Morell: Miembro del Grupo de Investigación Interdisciplinar “Política, Treball i Sostenibilitat”, Universitat de les Illes Balears; investigador becario del programa FPU del Ministerio de Educación y está desarrollando su tesis doctoral sobre los movimientos sociales. Es licenciado en Filosofía por la Universitat de les Illes Balears y realizó el Máster Internacional en Estudios de Paz, Conflictos y Desarrollo en la Universitat Jaume I de Castelló de la Plana. Además, participa activamente en diversos colectivos vinculados a la noviolencia y la recuperación de la memoria histórica. Correo electrónico: arnau.matas@gmail.com