Predominancia del influjo veterotestamentario sobre la noción del Amor de Dios hacia la Criatura, en León Hebreo*

The Predominance of the Old Testament Influence on Leon Ebreo’s Idea of the Love of God towards His Creatures

Miquel Beltrán

yobcn9@hotmail.com

Universidad de las Islas Baleares

ORCID ID 0000-0001-9103-0878

Recibido: 04/07/2022 | Aceptado: 03/09/2022

https://doi.org/10.30827/meahhebreo.v71.25261

Resumen

La relación de amor entre Dios y la criatura humana es comparada en varios pasajes de los Dialoghi d’amore con la que se da entre un padre y un hijo. Nuestro propósito es dar cuenta de la proximidad connotativa entre la noción del amor entre Yahweh y el pueblo elegido, tal como se halla en versículos de diversos libros veterotestamentarios, y la que postula Hebreo, para probar que aun dándose el intenso conocimiento del autor de las reinterpretaciones del amor platónico que hicieron ciertos pensadores vinculados a la Academia florentina, la concepción de aquel como compromiso afectivo que hallamos en las consideraciones de Leone Ebreo cabe que tuviera su origen como reformulación de la alianza.

Palabras clave: Diálogos de amor; alianza; Dios; criatura humana; Antiguo Testamento.

Abstract

The relationship between God and the human creatures is compared, in several passages of the Dialoghi d’amore, to the one between a father and his son. Our aim is to give an account of the connotative approach between the notion of the love given by Yahweh to the chosen people, as it can be found in verses of some books of the Old Testament, and that postulated­ by Leone Ebreo, in order to prove that notwithstanding the deep knowledge that Leone possessed of the re-interpretations of Platonic love maintained by thinkers of the Florentine Academy, the conception of love as an affective engagement that we find in the Dialoghi could have had his origen as a re-formulation of the Biblical covenant.

Key words: Dialogues of Love; Covenant; God; Human Creature; Old Testament.

* La publicación de este artículo ha sido posible gracia a la investigación previa llevada a cabo por su autor, a través del Proyecto Nacional de Investigación PGC2018-093827-B-I00, del que él mismo es IP. Este proyecto ha sido financiado por el Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades, la Agencia Estatal de Investigación y el FEDER.

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Beltrán, M. (2022), Predominancia del influjo veterotestamentario sobre la noción del Amor de Dios hacia la Criatura, en León Hebreo. Miscelánea de Estu­dios Árabes y Hebraicos. Sección Hebreo, 71, 39-62. https://doi.org/10.30827/meahhebreo.v71.25261

1. La discusión sobre el amor de Dios por la criatura humana

Tal como Arthur Lesley destacara, la extraordinaria difusión póstuma de los ­Dialoghi d’amore de León Hebreo (o Judá Abravanel), a lo largo de Europa, durante la segunda mitad del siglo XVI, llevó a que la atención hacia la doctrina que allí se expone se dirigiera hacia las referencias a fuentes clásicas remotas de corte occidental, como Platón, Aristóteles y Proclo, cuyo estudio se hallaba tan en boga entonces, antes que a detenerse en el contexto en el que la obra propugna un sincretismo entre filosofía y ciertas tendencias místicas en el acercamiento a Dios, de las que Hebreo tuvo conocimiento a través de textos en los que ciertos intelectuales judíos italianos propugnaron aquella intersección durante la década de 1490 (Lesley, 1986). A contracorriente, Dionisotti 1 concluyó que los Dialoghi fueron escritos, originariamente, en hebreo, alrededor de 1502 -en el contexto de aquel discurrir colectivo sobre la posibilidad de conciliación entre racionalidad e intuición elaborada en torno a los misterios últimos, que fatigaba a ciertos pensadores judíos de las postrimerías del siglo XV. Lesley aporta otro argumento para dicha conclusión:

La hostil respuesta a los Dialoghi que hallamos en una carta escrita en hebreo en 1506 [….] indica el vivo, antagónico interés que aquellos despertaron entre los judíos de la época. Solo una obra escrita en hebreo habría podido ser considerada un desafío al pensamiento hebreo de suficiente envergadura como para suscitar tal oposición. Un texto vernáculo, dirigido a los cristianos, habría sido, inversamente, casi ignorado. Sin embargo, [que se diera] una única invectiva contra la obra parece difícil de argüir, y el silencio general de pensadores judíos que también estaban influidos por la filosofía neoplatónica pagana ante la obra es arduo aceptarlo. Pero si los Dialoghi hubieran sido escritos en lengua vernácula en fecha tan temprana —con respecto a la primera edición en italiano (Roma, 1535)—, treinta años de oscuridad serían aún más difíciles de explicar que el olvido del original en hebreo (Lesley 1986: 69-70) 2.

Se ha postulado también que la pericia en el idioma italiano que muestra el autor de la obra parecería improbable en alguien que, como Leone, nació en Lisboa, y había llegado al Reino de Nápoles con más de treinta años. Novoa concluyó que

los datos aportados por la tradición manuscrita del tercer diálogo parecen indicar que León Hebreo compuso los Diálogos de amor en una suerte de lengua híbrida de un koiné italiano meridional, fuertemente marcada por elementos ibéricos. Tras su redacción inicial, el autor, consciente del prestigio del toscano y deseoso de que su obra circulase entre lectores italianos y cristianos, se encomendó a manos más diestras en el manejo de la lengua literaria italiana para su progresiva reescritura, hasta que el texto cobrase la forma que tuvo en su editio princeps de Roma, 1535 (Novoa, 2005: 131).

Scrivano, por su parte, trató de probar en un destacable artículo que la obra se halla plagada de elementos cabalísticos al igual que platónicos, aunque en su catálogo de estas influencias no se detiene con profundidad en las cuestiones en las que percibiría aquel influjo (Scrivano, 1996). Tampoco lo hace Pescatori en un trabajo en el que trata del posible influjo de Pico (en particular del Commento sopra una canzona de amore da Girolamo Bienivieni (circa 1486) y del Heptaplus (1489), sobre los Dialoghi). De interés primordial para demostrar el ascendiente de las disquisiciones de la cábala del medievo, pero también del pensamiento filosófico hebreo, sobre la obra de Abravanel, es la cuestión del amor de Dios hacia la humanidad, pues la consideración del afecto paterno-filial en el texto muestra un claro ascendiente veterotestamentario que se halla, sin embargo, ausente de la mayoría de los tratados sobre el amor que, inmediatamente después de la publicación de la editio princeps de 1535, la citaron o se escribieron sin dejar de examinar asimismo dicho particular, el del amor divino, aunque desvinculando su exposición del vínculo que nosotros percibimos entre la concepción de Leone y ciertos libros y textos de la Escritura (Pescatori, 2008).

La discusión sobre esta materia se halla en diversos pasajes del libro tercero de los Dialoghi, obra que, como su nombre indica, se desarrolla en forma de diálogos entre los dos interlocutores, Filón y Sofía, en los que la última representa la disquisición racional sobre los asuntos de los que se trata y se examinan. A instancias de Sofía, Filón había aceptado definir «aquello que es amor […] amor, en general, significa deseo de algo» (Hebreo, 2002: 196). Sofía, replicando, arguye que

dado que el amor y el deseo son dos vocablos que muchas veces significan cosas distintas, no sé cómo puedes identificar sus significados. Aunque se diga que amar y desear son una misma cosa, parecen indicar dos afectos diferentes del alma hacia esa cosa, ya que el primero parece referirse a bienquerer la cosa, y el otro más bien a apetecerla (Hebreo, 2002: 197).

Pero Filón destaca que

algunos teólogos modernos sostienen que hay alguna diferencia esencial entre uno y otro, y dicen que amor es principio de deseo, se ama primero la cosa y después se viene a desear, siendo lo anterior un ‘complacimiento en el alma de la cosa que parece buena’ (Hebreo, 2002: 197).

definiendo así el amor como complacencia en el ánima de la cosa que parece buena. Sofía, algo más adelante, sostiene que se da algún amor que no puede aducirse deseo, el amor divino, y Filón responde que, al contrario, «este es deseo más verdadero, porque la divinidad es más deseada que ninguna otra cosa de quien la ama» (Hebreo, 2002: 201). Pero Sofía especifica no referirse al amor hacia Dios: «sino al que Dios siente hacia nosotros y hacia todas las cosas que creó» (Hebreo, 2002: 201). Recurre Sofía a la discusión en el segundo libro de los Dialoghi, en la que Filón, en efecto, había afirmado que Dios ama mucho todas las cosas por Él producidas. Arguye Sofía: «Este amor no podrás ya decir que ponga carencia, porque Dios es sumamente perfecto y nada le falta, y si no la presupone, no puede ser deseo, ya que el deseo —según has dicho— se refiere siempre a algo que falta» (Hebreo, 2002: 202).

Filón replica alegando que alguna cosa aplicada a nosotros y asimismo a Dios «está tan distante y es tan diferente en significado como su alteza está alejada de nuestra bajeza» (Hebreo, 2002: 202). Así, la bondad y sabiduría divinas no se conmensuran con las humanas. De idéntico modo, el amor que siente Dios hacia la criatura, «no es de la misma clase que el nuestro, ni tampoco el deseo, porque tanto el uno como el otro son en nosotros pasiones y presuponen carencia de algo, mientras que en él son perfección de toda cosa» (Hebreo, 2002: 202). Sofía no consiente a esta última lucubración que Filón compendia como sigue:

Dios ama y desea, pero no lo que a él le pueda faltar (porque nada le falta) sino que desea lo que le falta a quien Él ama: Desea que todas las cosas producidas por Él lleguen a ser perfectas, sobre todo de aquella perfección que pueden conseguir por sus propios actos y obras, como los hombres con sus obras virtuosas y su sabiduría. Por consiguiente, el deseo de uno no supone en Él pasión ni presupone carencia; al contrario, por su inmensa perfección, ama y desea que sus criaturas alcancen el mayor grado de perfección que puedan alcanzar si les falta, y si lo tienen que gocen siempre de él felizmente, para lo cual les da toda ayuda y preparación (Hebreo, 2002: 202).

Y anticipa la réplica según la cual si Dios quiere la perfección de sus criaturas, debería haber creado a todas ellas, por igual, perfectas. De modo inverso, Filón sostiene que Él parece preferir que en las mismas la perfección no esté gratuitamente, sino que busca que posean la que puedan alcanzar con su propio esfuerzo, algo que retrotrae al Yahweh que en el Antiguo Testamento pone a prueba a los favoritos a quienes más ama, desde Abraham a Job, para que a través de sus actos y su paciencia y tesón manifiesten su confianza y temor de Él. Y además más arduas parecen ser las pruebas cuanto más cerca de Él están, o parece desear Él que estén.

2. Prefiguración del amor exigible en el Antiguo Testamento y en ciertos pensadores judíos de la Edad Media

Tampoco admite Sofía esta argumentación. Y recurre a Platón para su refutación:

esta razón hizo afirmar a Platón que los dioses no sentían amor, y que el amor no era dios ni idea del sumo entendimiento, porque siendo el amor —tal como él dice— deseo hacia la cosa bella que falta, los dioses, que son bellísimos y de nada carecen, no es posible que sientan amor (Hebreo, 2002: 202).

Filón prefiere recurrir a la autoridad de Aristóteles (Hebreo, 2002: 203) 3, quien dijo que el virtuoso «se hace amigo de Dios, y que Dios lo ama como a su semejante» (Hebreo, 2002: 203), pero también a la Sacra Escritura, donde se lee que Dios es justo, y «ama a los justos» 4, y además dice que «los hombres buenos son hijos de Dios; y que Dios los ama como padre» 5. Filón, en efecto, refiere aquí pasajes bíblicos de la imaginería del amor que une al padre y al hijo y que, según McCarthy, son compatibles con la interpretación deuteronómica del pacto, con lo que vindica que deberíamos entender que dicho amor halla fundamento en la alianza (McCarthy, 1965), tal como, por lo demás, Moran quiso probar en un trabajo altamente valorado que remonta los orígenes del vínculo que el pacto establece a las lenguas y a los tratos jurídicos que se cerraban en los pueblos del cercano este, en los tiempos primeros (Moran, 1963). La brit (palabra hebrea que solemos traducir por alianza, pacto) se establece sobre el ḥesed divino (vocablo que no tiene una traducción exacta en lenguas modernas, pero que renombrados estudiosos, desde Glueck a Sakenfeld, traducen como una ‘lealtad’ harto peculiar que se erige, por parte de los hombres, sobre el temor y la reverencia de Dios, pero que también significa ‘fuerza’ 6, la que une a las criaturas con Dios, y que estas manifiestan al amarLe y preferirLe) (Glueck, 1967 y Sakenfeld, 1977). La predilección que esta lealtad configura, articulada en términos de pacto, es —sostiene McCarthy— «muy próxima o casi idéntica a la concepción deuteronómica» (McCarthy, 1965: 144). El estudioso destaca que el afecto que se demanda a Israel en Deuteronomio tiene un carácter muy particular. Se define como un miedo casi reverencial, también compromiso y obediencia, un amor que, y esto cabe que parezca paradójico, puede ser exigido. De acuerdo con Arnold, «que las emociones no pueden ser ordenadas es [una hipótesis] que requiere de cierta revisión» (Arnold, 2011: 568). En cualquier caso, que quepa que sean exigidos no convertiría per se a estos afectos en meramente cognitivos, y las emociones se hallan en el substrato de la toma de decisiones tanto como, por ejemplo, lo está el proceso de conocimiento de las consecuencias, en cada ocasión. Además, tal como Barr destacó,

el lenguaje de una tradición religiosa tendrá desarrollos semánticos o significados técnicos distintivos, [pertenecientes] a la tradición en cuestión, de modo que la interpretación del lenguaje bíblico, en contraposición a la semántica del cotidiano, debe tener una mucho mayor referencia a los actos que remontan al pasado. Se trataría de enfatizar la cuestión de la transculturización, por mor de la cual ciertos lectores actuales de la Sacra Escritura se hallan ante una brecha lingüística y conceptual que solo será salvable abogando por abordar los referentes históricos, hasta el punto de conseguir que las antinomias dejen de serlo (Barr, 1961: 3-4).

Esta consideración contextualista nos aboca a investigar si fue este mismo amor el que se requería, a través de un pacto, por parte de un superior hacia su súbdito, tal como fue prefigurado en documentos que son una suerte de normativa del vasallaje en pueblos del Oriente próximo del entorno que habitó Israel antes del Sinaí. Según ciertos profetas, esta misma disposición es la que se demanda a Israel cuando se le llama hijo. Leemos además: «Si alguna ternura hubiera en esta relación, un amor de la suerte del que naturalmente nos viene a la mente (al utilizar el término), es de parte de Yahweh, el Padre, e incluso este raramente aparece» (McCarthy, 1965: 145). Os 11: 1 es el pasaje paradigmático en este sentido, y reza: «Cuando Israel era muchacho, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo». Del otro texto que atribuye una dedicación afectiva de Yahweh hacia su pueblo, cabe señalar que está coligado al versículo del profeta que se ha referido, y comparte con este la imagen del padre que amorosamente guía a su hijo a través del desierto. Se trata de De 1: 31: «Y en el desierto has visto que Jehová tu Dios te ha traído, como trae el hombre a su hijo, por todo el camino que habéis andado, hasta llegar a este lugar». Otros textos, como Is 63: 16 7, evitan describir el acercamiento con ternura, aunque podría esperarse que así fuese; pero bien al contrario, lo asocian a la aspereza y a la severidad. Parece así que fue Oseas quien quiso introducir un componente de ternura en la relación, no percibido con anterioridad. La idea que subyace a los pasajes de algunos otros libros comporta que la relación entre padre e hijo se levanta sobre el respeto y la obediencia, y que del último se espera la fidelidad que de ambas nociones se infiere que se sigue. Cabría, si se quiere, asumir que el motivo para la severidad es un amor que mueve a corregir, pero esto no se halla de modo explícito en el texto, así que la falta de complacencia, por parte de Dios, deberá entenderse como la manera de relacionarse que la alianza suscita. Los autores no intentan describir un Dios clemente, o que dude en aplicar la punición si el castigo se merece, sino uno vigilante, ante cuya eficacia en este menester cabe que sintamos temor.

No se exige tampoco, por parte de los hombres, un amor afectivo, aunque De 10: 12-16, parece hacer concordar el temor de Dios y el servirle con amor, en el sentido de que el temor aducido cabe que contenga una inclinación emocional afectiva, y esta afección no se da sin reverencia, sin la certidumbre de la majestad del interlocutor:

Ahora, pues, Israel, ¿qué pide Jehová tu Dios de ti, sino que temas a ­Jehová tu Dios, que andes en todos sus caminos, y que lo ames, y sirvas a Jehová tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma; que guardes los mandamientos de Jehová y sus estatutos, que yo te prescribo hoy, para que tengas prosperidad? He aquí, de Jehová tu Dios son los cielos, y los cielos de los cielos, la tierra, y todas las cosas que hay en ella. 
Solamente de tus padres se agradó Jehová para amarlos, y escogió su descendencia después de ellos, a vosotros, de entre todos los pueblos, como en este día. Circuncidad, pues, el prepucio de vuestro corazón, y no endurezcáis más vuestra cerviz. 

Algunos estudiosos se han demorado en discernir la aparente antinomia entre temor y amor y han concluido que se da entre ellos, paradójicamente en apariencia, cierta sinonimia. Arnold concluye que se da un componente afectivo en De 5-11 que se halla claramente destacado con respecto al temor y la imposición de la veneración asombrada, y que tiene como objeto incluir como logro del amor la devoción a Dios debida, algo que no puede obliterarse, de modo que es erróneo investigar como dos espectros dispares que pueden yuxtaponerse el amor emocional y el que se pretende que surja de la alianza (Arnold, 2011). Escribe además Arnold:

uno de los principios fundamentales del análisis léxico es que el lenguaje teológico a menudo exhibe desarrollos semánticos especiales. A las palabras con frecuencia les son asignados significados particulares y técnicos, en la Biblia, y el peligro es que disociemos el significado particular del campo semántico general, procurando una distinción léxica ajena a la propia Biblia (Arnold, 2011: 555-556).

Esto es algo sobre lo que Barr —como referíamos— ya había llamado la atención. A su vez, las investigaciones de Ackerman indujeron a Arnold a sostener que ‘amor’ fue, en efecto, un término filial común, que refleja, ante todo, las relaciones biunívocas entre padres e hijos. Este término vino a poseer un uso único en la articulación del pacto de Israel con Yahweh. Es posible, así, que el matiz de ‘amor’ que asignamos a la lealtad sea un hipónimo natural, integrado en un dominio léxico más amplio, pues una denotación de ҆hb es la conducta, que deviene así el centro de las demandas que comprometen en el pacto, en aquellos mismos pasajes de Deuteronomio.

La fidelidad, así, será urdida como aquel aspecto del amor particularmente coligado a la conducta, y llega a ser el matiz más preciso para el contexto de pacto en el Antiguo Testamento. Decir, así, que esta acepción de ҆hb es un tipo diferente de amor, o que el amor consensuado en el pacto es, de algún modo, no-emocional, es minusvalorar esta carga afectiva —se argüiría— y las investigaciones que intentan reconsiderar, en lo reciente, el amor emocional y el procurado a través de la alianza como una idéntica carga de afecto serían en extremo relevantes.

Así, Arnold advierte que la tesis de Moran debe corregirse. Y que la relación de alianza es resultado de la elección de Israel, por parte de Yahweh, descrita con un verbo emocional que connota pasión (ḥšq) para enfatizar la apuesta del corazón de Yahweh por Israel en una suerte de amor originario. Brueggeman extiende la dimensión afectiva del amor de Yahweh por Israel no sobre la base de la ҆hb, sino en asociación con el principio de elección a través de expresiones legales y formulativas. Según Spieckermann, el amor de Yahweh es un amor de palabras, recitativo o de elocución, sus mandamientos son genuinamente entendidos en el propio corazón (De 6: 6), el lugar en el que Dios se comunica con cada uno de los miembros de Israel. El contenido emocional, sin embargo, tiene una connotación de experiencia diferente a la constitución de las interrelaciones sobre las palabras griegas que designan el concepto de amor. Esta misma yuxtaposición que permite concebir el amor que la alianza suscita al exigirlo la postula Muffs, al igual que lo hace Lapsley, quien concluye que una respuesta emocional hacia Yahweh no consiste en una «irrelevante nota a pie de página en relación a la obediencia a la Ley, sino que es fundamental para entender la relación [de Israel] con Dios» (Lapsley, 2003: 369). Sin embargo, pensamos que Routledge no caía en error cuando afirmó que

ḥesed es más que una respuesta emocional a la necesidad del otro. En la trastienda de la noción subyace, también, un sentido de la obligación y de la alianza leal que dispone a llevar a cabo lo correcto […]. Por lo demás, ḥesed no podría ser solo definido en términos de un despliegue desapasionado de obligaciones morales o legales. La relación erigida sobre el ḥesed requiere no solo una acción mutualmente beneficiosa, sino también una certera orientación de la actitud y de la voluntad […] [ḥesed] es traducido frecuentemente como ‘amor’, y cuando a este le acompaña la noción de compromiso, a menudo ausente tal como se lo describe en lo reciente, se revela el hondo sentido del significado del término (Routledge, 1995: 185-186).

En Mal 1: 6 el hijo es igualado al siervo 8, y parece esperarse de ambos la misma clase de reverencia (kabod). Routledge afirma que el ḥesed está asociado, en primera instancia, con vínculos familiares, y se da en particular entre padre e hijo en Ge 47: 29 9. No se ignora, por lo demás, que Israel es un hijo díscolo, desleal. Ha transgre­dido 10, y se lo define, en Je 3: 19 11, como falto de fe, como el mismo pueblo confiesa 12. El énfasis, en la correspondencia de la alianza, se focaliza en los deberes de lealtad del hijo hacia el padre, y en la reacción de Yahweh cuando ocurre que esta no se produce. Se concentra, pues, aquella, en la actitud y las acciones del hijo, las que el pacto le conmina a mantener y realizar. También en Je 31, 9 13 la restauración de Israel es la erigida sobre la relación entre padre e hijo.

En los Dialoghi de Leone Ebreo, y de acuerdo con lo sostenido por Filón, Dios ha producido todas las cosas por amor, y continuamente las hace durar en su ser. Tanto es así que si Él un momento las abandonase, todas ellas en nada se convertirían, y concluye: «luego Él es un verdadero padre, que engendra a sus hijos, y después de engendrarlos los mantiene con gran diligencia» (Hebreo, 2002: 203). Infiere de ello que debió apetecer engendrar, y se pregunta: «si no amase a los hijos que engendra ¿los mantendría con suma diligencia?» (Hebreo, 2002: 203). Pero la naturaleza de este amor no se argumenta que es la Escritura la que lo prefigura, y nada se desvela sobre lo que lleva a Dios a apetecer ser en una otredad vacilante.

Sofía sigue sin poder admitir que el amor suponga carencia solo en el amado, y no en quien lo siente, pero Filón replica:

El símbolo del amor de Dios, a los inferiores, es el amor del padre hacia el hijo carnal, del maestro hacia su discípulo […] el amor del padre consiste en gran parte en desear al hijo todo el bien que le falta, lo cual presupone carencia en el hijo amado, mas no en el padre amante (Hebreo, 2002: 204).

Advierte Filón, además, que Dios

ninguna nueva alegría, deleite, pasión o cambio puede obtener de la nueva perfección de sus creaturas amadas, pues Él está libre de toda pasión, siempre inmutable y lleno de dulce júbilo, suave gozo y alegría eterna, sólo difiere en que su alegría se refleja en sus hijos y amigos perfectos, pero no en los imperfectos (Hebreo, 2002: 204).

Entre los pensadores de la Edad Media, por ejemplo, en Gersónides 14, esta alegría de Dios se asienta sobre el hecho de que aprehende todas las cosas de la más noble manera posible. Y de ello se sigue necesariamente que su placer y alegría serán los mayores posibles. Remitía Gersónides al dictum rabínico «En cuya habitación hay alegría», que habrá que interpretar: «en cuyo rango». Por lo demás, ‘habitación’ (ma’on) y lugar ­(maqom) son usados con respecto a la misma noción, y uno de los significados equívocos de ‘lugar’ es ‘rango’. Pero, aunque este pensador debe considerarse que comparte el aristotelismo de Maimónides, sabemos también, tal como Harvey recordara, que

si bien acepta ampliamente el análisis de Maimónides sobre los diferentes términos que refieren el amor, [Gersónides] sigue a Avicena con respecto a ‘hešeq’. Sostiene que Dios creó el mundo a través de un apasionado amor erótico y que este amor sustenta toda existencia. Según Gersónides, el amor divino anima el universo en su integridad 15.

Algo más adelante, Hasdai Crescas consideró erróneo lo anterior, afirmando que la alegría y el amor son pasiones, de modo que no pueden ser atribuibles a Dios, pues contienen, ambas afecciones, algo de corpóreo. La alegría que a Dios le cabe es solo el placer del designio, y del mismo modo habrá que referirse al amor. Ambos son, así pues, equivalentes, aun cuando puede colegirse que el amor es una forma de alegría, la más elevada:

pues la alegría no es sino placer en la voluntad, mientras que la tristeza es conflicto en la voluntad. En consecuencia, son pasiones en el alma. Por ende, si somos felices cuando aprehendemos, es por mor de que poseemos almas que gozan de voluntad. Pero de quien es plenamente intelección, como concuerdan los filósofos, y que carece de alma, es inimaginable que experimente alegría y placer, excepto si flexibilizamos la expresión, o nos expresamos de manera imprecisa, pues aquellos no tienen lugar en el intelecto (Crescas, 2018: 117).

Es importante, así, advertir que la alegría no es defectiva, y que el amor, contrariamente, requiere de un objeto. Remitiendo a Sal 104: 31, «Alégrese Jehová en sus obras», Crescas afirma que esto mismo comporta su amor por el mundo, demostrado en sus acciones, no en su afecto, lo que hay que entender en el siguiente sentido: «Por cuanto Él, por designio o intención, causa que Su bondad y perfección se desplieguen, necesariamente ama desplegando la bondad y expandiéndola. Esto es amor […], y solo esto es verdadera alegría» (Crescas, 2018: 117).

Es así que, atribuidos a Dios, la alegría y el amor no son pasiones —pues, según hemos referido, Crescas los negaría de Él en tanto que lo fuesen— sino acciones. En su alegría Dios es po’el (agente, hacedor, causa eficiente), no mitpa’el (quien recibe y se halla sujeto a la emoción). El amor, en Dios, no es un afecto, sino una causa. Dios se actúa a Sí mismo, y su alegría radica en el causar el bien que produce al desplegarse.

Cabrá aquí que la alegría y el amor causativo de Dios, y los afectos que los humanos experimentan, sean, al cabo, la misma alegría percibida desde dos diferentes perspec­tivas. En este sentido examina Crescas en Or Hashem 1, 5: 112 el dictum antes referido:

«En cuya habitación hay alegría» debe ser tomado literalmente, y no habrá que recurrir al sentido equívoco de maqom (lugar), que referiría su rango. Por el contrario, dado que esta alegría es común al Creador, exaltado sea, en Su causar el bien que emana de él, y a los seres creados, en tanto que reciben este bien, se sigue que la verdadera alegría en verdad ‘está en Su habitación’ ­(be-me oro), esto es, en Su tabernáculo (miškan), hablando figuradamente, que es decir, en Su reino, en el reino del Cielo, que llaman el tabernáculo de los seres espirituales (ṛuaḥniyyim) (Crescas, 2018: 118).

La creación es, también en Crescas, paradigma de amor. Es expresión de Su amor como causa. Este amor es anti-platónico y anti-aristotélico, pues, como actividad creadora, caracteriza la fuerza, y así, no provendrá de la carencia, ni de la imperfección, ni tampoco de la privación de lo que no se posee. Aun sin negar que Dios es el objeto último del amor, Crescas se demora con mayor empeño en establecer que Dios es quien más ama, el Amante supremo. Pues amar está indisolublemente coligado a la perfección. Escribe en Or Hashem, II, 6, 1: 239, lo siguiente:

Es sabido que Dios es la fuente y origen de todas las perfecciones, y que Él, en Su perfección, que es Su esencia, ama el bien, cual se ve por sus obras al traer a la existencia como un todo a la existencia, y preservarla y crearla de continuo nuevamente —y todo esto por Su simple voluntad—; se sigue necesariamente que el amor del bien es una propiedad esencial de Su perfección. Se colige con necesidad, asimismo, de esto, que cuanto más grande es la perfección, mayor es el amor y el placer que se tiene hacia el objeto de deseo. Esto se aviene bien con lo que en la Torá se lee. Pues cuando la Torá refiere el amor de los Patriarcas hacia Dios, usa el término ‘ahavah’, amor, pero cuando se demora en el amor de Dios a los Patriarcas, utiliza el término ‘hešeq’, amor apasionado, lo que indica la intensidad de su amor. Ocurre que el amor es una propiedad esencial de Su perfección, y puesto que la perfección de Dios es infinitamente grande, es adecuado que el amor de Dios por el bien sea mayor, aun cuando el bien que es amado sea inferior en grado (Crescas, 2018: 218-219).

3. Conclusión. La necesidad divina del amor humano

Lo anterior parece prefigurar lo argüido por Filón en el tercer diálogo. Con respecto a esta misma perfección relativa, una de las últimas discusiones entre Filón y Sofía se produce del modo siguiente:

«Si el amor y deleite —interroga Sofía— de los entes intelectuales no son pasiones, ¿qué son?» (Hebreo, 2002: 331) y Filón replica: «Son actos intelectuales, según ya te dije, apartados de toda pasión natural» (Hebreo, 2002:331). Y de nuevo pregunta Sofía: «Y en el entendimiento divino ¿qué son?» (Hebreo, 2002: 331), a lo que Filón responde:

El amor divino es tendencia que va de su bellísima sabiduría a su bella imagen, o sea, al universo producido por ella, con regreso del universo a la unión con la suma belleza. Su deleite es la perfecta unión de su imagen en sí mismo y de su universo producido en el productor. Por ello dice David: «deléitese el Señor en sus efectos», porque en la unión de la creación con el Creador no solamente consiste el deleite y la salvación de la creatura (como dice David «nos deleitamos en él sumo principio de nuestra salvación») sino también el deleite divino en relación con la felicidad de su efecto (Hebreo, 2002: 332).

Y prosigue:

y no te parezca extraño que Dios se deleite porque Él es el sumo deleite del Universo, y por el eterno amor de su propia belleza es preciso que en Él, de Él y por Él haya sumo deleite. Así se explica que cuando los antiguos hebreos sentían deleite decían «bendito sea Aquel en quien habita el deleite», y en Él deleite es la misma cosa que el que se deleita y aquello con lo que se deleita. No es extraño que digamos que él se deleita con la perfección de la creatura, cuando vemos que la Sagrada Escritura, por el pecado común de los hombres, consecuencia del cual fue el diluvio, dice «vio el Señor cuán grande es la maldad del hombre sobre la tierra, y que la inclinación de sus pensamientos empeoraba de día en día, se arrepintió de haber hecho el hombre en la tierra, y se entristeció su corazón y dijo: «desharé el hombre que yo creé con todas las demás cosas de la tierra, etc. (Ge 6: 5-7)». Luego, si la maldad de los hombres entristece íntima y cordialmente a Dios, ¡cuánto debe deleitarle la perfección y la felicidad de los mismos! Pero, en realidad, ni la tristeza ni la alegría son el Él pasiones, sino que el deleite es agradable correspondencia de la perfección de su efecto, y la tristeza es privación de tal perfección por parte del efecto (Hebreo, 2002, 332).

Resulta evidente la influencia de Crescas en lo que respecta al amor sobre el que se forja la unión con Dios en los Dialoghi, tanto como lo es que, en las cosas naturales, en la medida en que el amor y la mutua atracción son la causa de su perfección y unidad. Como habían mantenido ciertos predecesores del rabino, el primer principio del entrar en el ser es el amor y el coligarse con otros, y el primer principio de la mente es el conflicto y la separación. Más aún es así en el caso de que tratemos de cosas espirituales, esto es, el amor y la atracción entre ellas generan la coligación y la unidad.

Leone Ebreo procede a examinar el amor de un superior por el inferior:

cuando el superior ama al inferior […] el deleite, que es el fin de ellos, no consiste en no unirse con lo no bello o con lo menos bello, inferior a él, como tú arguyes, sino en allegar a sí lo no bello o lo menos bello, embelleciéndole, o haciéndole perfecto por participación de su belleza. Ésta no sólo otorga perfección deleitable a ese efecto inferior, sino que también la otorga a dicha causa, por relación con su efecto; el efecto bello y perfecto hace que su causa sea más perfecta, más bella, y se detiene con la belleza acrecentada por relación, según ya te he dicho, Si te he mostrado que Dios se deleita con la perfección de los efectos y se entristece por sus defectos, con mucha mayor razón todo ente producido puede deleitarse a sí mismo con el bien de su efecto subsiguiente y entristecerse con su mal (Hebreo, 2002: 332-333).

Tras la respuesta, Sofía se pregunta si «el amor que el Creador tiene al universo, es la causa de dicho efecto» (Hebreo, 2002: 333), y Filón replica:

No puede negarse que así como el amor del universo es el que le guía hacia la unión deleitable y feliz con el Creador, del mismo modo el amor que Dios siente hacia el universo, es el que le atrae a su divina unión, en la cual, con supremo deleite, resulta feliz. En efecto, al igual que en el padre el amor productivo del hijo, no es amor hacia ese hijo, que aún no existe, sino que es el amor de sí mismo el que produce el hijo, que para su propia perfección desea ser padre, produciendo un hijo a semejanza suya, y otro segundo amor hacia el hijo ya creado le impulsa a sustentarle, criarle y guiarle a la mayor perfección posible, pues de esta misma manera el amor de Dios, productor del universo, no es el amor que siente por el universo, sino un amor anterior, amor de sí mismo, deseoso de comunicar su belleza suprema a su universo, producido a su imagen y semejanza. No hay ninguna perfección ni belleza que no aumente al ser comunicada, pues el árbol fructífero siempre es más bello que el estéril, y asimismo las aguas que manan y corren fuera de sus fuentes son más dignas que las que están remansadas y retenidas en sus márgenes. Al ser producido el universo, con él fue producido el amor que Dios siente hacia él, como lo siente el padre por su hijo ya nacido, el cual no se dirige tan sólo a sustentarle en el primer estadio de su producción, sino también y con mayor fuerza, a guiarle hacia su perfección última, a su feliz unión con la belleza divina (Hebreo, 2002: 333).

Sofia, a su vez:

Aunque, por la semejanza paterna, parece que es el amor divino hacia el universo el que lleva a dicho universo a su última perfección, sin embargo, la obra de éste parece ser más propia del amor que el universo siente por la belleza divina, ya que mediante él llega a unirse mediatamente con dicha belleza, en la cual resulta feliz. En cuanto al otro, me refiero al amor que Dios tiene al universo, aunque parece que también debe ser causa de esto, sin embargo, no me resulta evidente cuál es su obra propia (Hebreo, 2002: 333).

Sofia había afirmado con anterioridad que, «si Dios ama el bien de sus criaturas —se­gún tú dices— al amarlo amaría su propio bien, y esto no sólo presupondría carencia de aquel bien deseado en las criaturas, sino también en Dios, lo cual es absurdo» (Hebreo, 2002: 208).

Filón argumenta:

Ya te he dicho anteriormente que el defecto de la cosa obrada pone sombra de defecto en el artífice, pero sólo en la relación operativa que guarda con la cosa creada. De esta manera puede decirse que Dios, al amar la perfección de sus criaturas, ama la perfección relativa de su operación en la cual pondría sombra de defecto el defecto de la cosa obrada, mientras que la perfección de esta última confirmaría la perfección relativa de su divina operación. Por eso dicen los antiguos, que el hombre justo hace perfecto el resplandor de la ­Divinidad, mientras que el inicuo la mancha. Así pues, te concederé que al amar Dios la perfección de sus criaturas ama la perfección de su divina acción, la carencia que en Él supone no reside en su propia esencia, sino en la sombra de la relación del Creador con las criaturas, ya que pudiendo quedar manchado si la criatura fuese defectuosa, desea su inmaculada perfección al desear la perfección de sus criaturas (Hebreo, 2002: 208-209).

Los justos perfeccionan el resplandor divino, aunque no su esencia. Esta doctrina, referida —como hemos leído— a los antiguos por Leone, se halla en la cábala del medievo, y responde al principio de lo que los tratadistas llamaron ‘necesidades divinas’. Estudiosos tan perceptivos como Perry arguyeron ya hace décadas que la recurrencia a ‘los antiguos teólogos’ por parte de Leone en este pasaje lo era, justamente, a ciertos cabalistas que postularon la contribución de las acciones humanas, a la perfección de la esencia divina, aun manteniéndose la inescrutabilidad de la misma en su puridad.

La vida de Dios, el proceso dinámico que define el ehye-ašer-ehye revelado a ­Moisés en el Sinaí, trató de ser restituida por los cabalistas, que pugnaron por enfatizar la interrelación de los reinos divinos y el mundo humano. En aquel orden de la divinidad, el papel jugado por las mizvot, sin embargo, resultó, para ciertos pensadores, capital, y estos se demoraron en considerar las razones por las cuales fueron dados a Israel los mandamientos, y las hallaron, justamente, en el intento de redefinición del vínculo entre Dios y su pueblo. La cuestión de los t’aamei hamizvot no fue tratada en detalle por la literatura rabínica, que simplemente aceptaba que no era necesario argüir una razón más allá de que Dios estableció su exigencia. Pero para los cabalistas, la fragmentación y ruptura entre los dominios de arriba y los de abajo dará una explicación de la necesidad de las mizvot, y se introduce la noción de zorek gavoha (la necesidad divina), según la cual lo que el hombre hace en el mundo al cumplir un mandamiento tiene su efecto en el reino divino, algo que resulta en un bucle, puesto que lo que allí se da reverbera de nuevo en el discurrir de los asuntos humanos. El hombre, como microcosmos, es espejo del orden representado por las sefirot, que se ven a su vez configuradas a partir del hombre primordial, Adam Kadmón. Prefiguraciones de lo que va a compendiar la noción de zorek gavoha se hallan, por vez primera, en el Sefer ha-Bahir (Libro de la claridad), donde la repercusión de los efectos de los actos píos en el seno de la divinidad, en particular del estudio de la Torá por parte de los sabios, se describe de este modo en el parágrafo xcvii, donde

Rabí Berejía se preguntaba por el significado del pasaje del Éxodo 25, 2: « […] «que tomen para mí ofrenda», hasta que un día supe que se trataba de una ofrenda de plegarias […] El señor sostiene que se alegra por aquellos que conocen Su nombre. Sobre esta ofrenda, leemos: se trata […] de un don voluntario, surgido del corazón. Y rabí Rehumai respondió: los justos y piadosos en Israel, que se elevan por sus méritos, se alimentan de su corazón, y el corazón los alimenta» (Ben Hakaná, 2012: 75).

Y en el parágrafo cii:

Una columna se eleva de la tierra al cielo y su nombre es el justo —ṣadiq—. Si hay justos en la tierra, esta se fortifica, si no, se debilita, y el mundo no puede subsistir. Sobre él se apoya el mundo entero, de ahí que se diga: «el justo es el fundamento del mundo» (Pr 10: 25) […] Si en el universo existiera un solo justo, este haría lo indecible y hasta sufriría para mantenerlo en vilo, viviente […] Esa es la razón por la cual hay que recurrir a ‘Él para elevarse’, y luego ‘esa es la ofrenda que tomaréis de ellos’, como especifica Ex 25: 3, para concluir, en el parágrafo clxxxv: «¿Cuál es el modo de mostrarse bondadoso, piadoso hacia el Creador? Principalmente por el estudio de la Torá» […] Tal como dice De 33: 26: «Quien cabalga sobre los cielos para tu ayuda. Es como si Él dijese: Si estudiáis la Torá por ella misma, entonces me ayudáis a que ‘pueda cabalgar los cielos’» (Ben Hakaná, 2012: 139-140).

Interpretamos que la observancia de las mizvot tiene el propósito de restaurar el mundo sefirótico, el orden de la divinidad, que se revela en aquel. En el Zohar se lee, asimismo, que la primera tarea del hombre es mantener el armonioso y regular equilibrio de las fuerzas divinas. Pero será Menachem Recanati, un cabalista italiano de principios del siglo XIV, quien compendiará este material zohárico para teorizar sobre la correspondencia de cada acción piadosa y una de las sefirot. Es de notar algo que aquí nos importa. Si bien Recanati enfatizó que es en el hombre en quien se inicia el efluvio que restaura, a través de su acción justa, la fuente última de aquel efluvio es la esencia innombrable de Dios, en tanto que causa primigenia de todo, y se sabe que Su naturaleza y modo de actuar no es alcanzable conocerlos a través de la razón.

Meir ibn Gabbai llevó a cabo la más importante reformulación de esta noción, la de las necesidades divinas (zorekh gavoha), antes de que se produjesen las innovaciones de Luria. Pero el Avodat ha-Kodesh estaba dirigido a quien conociese de antemano la filosofía medieval. La estructura del mundo, aletargada, se desvela con cada nuevo acto justo del hombre, para reparar la gloria de Dios fortaleciendo los mundos de arriba. Lo divino que se ve afectado por la acción humana son las sefirot, pero nos incumbe advertir que esta estructura es el modo elegido por Dios para relacionarse con la criatura humana desde su inasible vastedad, una estructura que es frágil, y que precisa que aquella restauración se inicie a través de un afecto que se le exige, el ḥesed hacia Dios, del cual, según Yohanan Alemanno, quien precedió, en el Renacimiento italiano, a Leone Ebreo en su consideración del amor divino, escribió en su Hesheq Schlomo (El deseo de Salomón) que no puede eludirse la cuestión sobre el amor divino solo con aducir que no hay conexión de deseo (hešeq) entre Dios y nosotros, porque los profetas han ampliamente advertido que la hay, por ambos lados. Moisés arguyó que Yahweh

te ha escogido para serle un pueblo especial, más que todos los pueblos que están sobre la tierra. No por ser vosotros más que todos los pueblos os ha querido Jehová y os ha escogido, pues vosotros erais el más insignificante de todos los pueblos; sino por cuanto Jehová os amó, y quiso guardar el juramento que juró a vuestros padres, os ha sacado Jehová con mano poderosa, y os ha rescatado de servidumbre, de la mano de Faraón rey de Egipto. Conoce, pues, que Jehová tu Dios es Dios, Dios fiel, que guarda el pacto y la misericordia a los que le aman y guardan sus mandamientos, hasta mil generaciones; y que da el pago en persona al que le aborrece, destruyéndolo; y no se demora con el que le odia, en persona le dará el pago. Guarda, por tanto, los mandamientos, estatutos y decretos que yo te mando hoy que cumplas (tras lo cual se exhorta al pueblo al amor de Dios a través del cumplimiento de los mandamientos) (De 7, 6-11).

Y David:

El que habita al amparo del Altísimo morará bajo la sombra del Omnipotente. Diré yo Jehová; Esperanza mía, y castillo mío. Mi Dios, en quien confiaré, Él te librará del lazo del cazador. Pues Él [….] con sus plumas te cubrirá, y debajo de sus alas estarás seguro; escudo y adarga es su verdad. No temerás el terror nocturno, ni saeta que vuele de día, ni pestilencia que ande en la oscu­ridad, ni mortandad que en medio del día destruya [….] Porque has puesto a Jehová, que es mi esperanza, al Altísimo por tu habitación […] Pues a sus ángeles mandará acerca de ti, que te guarden en todos tus caminos, en las manos te llevarán, para que tu pie no tropiece en piedra. Sobre el león y el áspid pisarás (Sal 91: 1-13).

Y Dios habría dicho: «Por cuanto en mí ha puesto su amor, yo también lo libraré; Le pondré en alto, por cuanto ha conocido mi nombre» (Sal 91: 14-15).

No puede, pues, negarse la existencia de este deseo mutuo, aunque no seamos capaces de penetrar su esencia, dado el extremo contraste entre nuestra naturaleza y la unicidad de Dios. Pero podemos intuir que el de Él es que adquiramos la perfección. Alemanno arguyó que de los extremos de diferencia que se dan entre Dios y nosotros la cualidad media, en el orden desiderativo, es el bien 16. El bien que para el hombre es no verse absolutamente separado de la materia, sino solo hasta este grado; y el bien para Dios que no es, en ningún caso, volverse material, sino tan solo que su abundancia emanativa se adhiera a la materia en una ligazón que perfeccione las carencias de todo lo que se halla fuera de Él.

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1. El estudio iniciático de la cuestión de la tradición manuscrita de los Dialoghi d’amore y de su posible redacción en hebreo se halla en Sonne (1928-29), quien adujo que el pensamiento de Leone es producto de la cultura hispana cultivada por su propia familia, también después de su llegada a Italia, pues en el milieu social en que aquella arraigó no imperaba el hálito intelectual florentino. En la hipótesis de Sonne Leone Ebreo escribió su original en hebreo, y luego, al verse introducido en el ambiente literario romano, algunos de los miembros de este círculo le ayudaron a traducir el libro al italiano, aunque no en su forma definitiva, la que adquiriría en 1935, cuando también desde ese círculo se publicaría la traducción al italiano. La cuestión de su origen centra también las pesquisas de las que da cuenta el artículo del italianista Carlo Dionisotti (1959), quien se ocupa directamente del ms. Harley 5423. Dionisotti relata el hallazgo de un manuscrito del tercer diálogo, escrito mucho antes que la primera y póstuma edición impresa, en el que se perciben variaciones menores, y vindica la posibilidad de aquella versión originaria en hebreo. El estudioso ofrece los siguientes ejemplos de depuración de latinismos en el paso del manuscrito a la edición: ‘cogitationi’, ‘pulcro’, ‘pulcritudine’, ‘turpe’, ‘malo’ en el ms. Barberiano latino 3743 están remplazados por ‘pensieri’, ‘bello’, ‘bellezza’, ‘brutto’, ‘cattivo’ en la princeps. La edición crítica propuesta por G. Manuppella, Diálogos de amor, toma en consideración el texto de la princeps, la edición del segundo diálogo a cargo de Leonardo Marso d'Avezzano, los mss. Barberiniano Latino 3743, Harley 5423 y Patetta 373, además de la edición de Santino Caramella de 1929. La contribución más reciente y exhaustiva al problema es el artículo de la estudiosa Barbara Garvin publicado en 2001, quien en cualquier caso solo toma en consideración los manuscritos estudiados por Manuppella. Novoa escribe: «Gracias al magistral artículo de Carlo Dionisotti, que apareció en 1959, sabemos que en la retaguardia de la obra que se constituye en la editio princeps romana del 1535 (años después de la muerte del propio autor) se hallaba toda una tradición manuscrita del texto, limitada [no obstante] al tercer diálogo» (Novoa, 2009: 46)

2. No obstante, Novoa ha probado, en su trabajo de 2005, que la obra de León Hebreo había sido parcialmente publicada en torno a los años veinte. Una edición del segundo diálogo, titulada Libro del amore divino et humano la había publicado, probablemente en Florencia, el impresor florentino Benedetto Giunti de la célebre editorial Giunti, asentada en Florencia desde 1497. La edición estuvo a cargo de Leonardo Marso d’Avezzano, oriundo de los Abruzzos, literato menor que vivió a caballo de los siglos XV y XVI, quien, a su vez, se dedicó a dicha labor a instancias del prelado, también de origen abrucés, Bernadino Silverio de Piccolomini, de Celano, quien llegó a ser obispo de Téramo y arzobispo de Sorrento, muerto en 1522, quien había encomendado a Marso d’Avezzano una traducción latina de la obra entera [….] esta edición parcial de la obra de León Hebreo nos sitúa ya en el ámbito de la Italia meridional antes de la editio princeps, algo que se hará más patente al estudiar la tradición manuscrita del texto (Novoa, 2005: 127-128).

Y continúa:

Se sabe que, de alguna manera, los Diálogos de amor circulaban ya antes de la edición de Blado, pues fueron mencionados por Baldasar Castigilione, quien, en tres cartas desde España en 1525 menciona los «libri di Maestro Leone». Cinco manuscritos, todos del tercer diálogo, nos han llegado: el ms. Barberiniano Latino 3743 de la Biblioteca del Vaticano, el ms. Harley 5423 de la British Library de Londres, el ms. Patetta 373 de la Biblioteca del Vaticano, el ms. Western 22 de la Manuscripts and Rare Books Room, Butler Library, Columbia University en Nueva York y el ms. 22 de la Biblioteca Comunale de Ascoli Piceno (Novoa, 2005: 128).

Por todo lo anterior, Novoa concluye:

El estudio comparado de estos testimonios demuestra que, a través del tiempo, el texto de los Diálogos de amor sufrió una toscanización progresiva hasta que cobró la forma que tuvo en la editio prínceps de Roma. Los códices más cercanos al texto de la edición de 1535, el ms. Barberiniano Latino 3743 y el ms. Harley 5423 de la British Library, demuestran ya una depuración progresiva con la eliminación de numerosos latinismos, típicos de la prosa filosófica de finales del siglo XV hasta pretender alcanzar un toscano culto, literario, de acuerdo con las exigencias de la prosa de los primeros decenios del siglo XVI (Novoa, 2005:128).

Arguye Novoa que los otros tres manuscritos son prueba de una redacción previa, que el estudioso sitúa en el segundo decenio del siglo XVI, y más concretamente data entre 1511 y 1513 la escritura del ms. Patetta. En su artículo de 2009, Novoa prosigue su labor de desentrañar los entresijos de los diferentes manuscritos de los Dialoghi, y en particular de los del tercero.

3.Alude a Ética a Nicómaco, X, 7.

4. Sal 146:8. Se citaron los versículos bíblicos siguiendo la edición de 1960 de la Biblia Reina-Valera, siempre que no se especifique lo contrario.

5. Pr 3: 12. «Como el padre al hijo a quien quiere». Hebreo, 2002: 203.

6. La cuestión la trata con suma maestría Kuyper, 1963.

7. «Pero tú eres nuestro padre, si bien Abraham nos ignora, e Israel no nos conoce; tú, oh Jehová, eres nuestro padre; nuestro Redentor perpetuo es tu nombre». 

8. «El hijo honra al padre, y el siervo a su señor. Si, pues, soy yo padre, ¿dónde está mi honra? y si soy señor, ¿dónde está mi temor? dice Jehová de los ejércitos a vosotros, oh sacerdotes, que menospreciáis mi nombre».

9. Routledge, 1995. El pasaje reza: «Y llegaron los días de Israel para morir, y llamó a José su hijo, y le dijo: Si he hallado gracia en tus ojos, te ruego que pongas tu mano debajo de mi muslo, y harás conmigo misericordia y verdad. Te ruego que no me entierres en Egipto».

10. Is 1: 2: «Oíd, cielos, y escucha tú, tierra; porque habla Jehová: Crié hijos, y los engrandecí, y ellos se rebelaron contra mí». 

11. Je 3: 19: «Yo preguntaba: ¿Cómo os pondré por hijos, y os daré la tierra deseable, la rica heredad de las naciones? Y dije: Me llamaréis: Padre mío, y no os apartaréis de en pos de mí».

12. Je 3: 24-25: «Confusión consumió el trabajo de nuestros padres desde nuestra juventud; sus ovejas, sus vacas, sus hijos y sus hijas. Yacemos en nuestra confusión, y nuestra afrenta nos cubre; porque pecamos contra Jehová nuestro Dios, nosotros y nuestros padres, desde nuestra juventud y hasta este día, y no hemos escuchado la voz de Jehová nuestro Dios».

13. «Irán con lloro, mas con misericordia los haré volver, y los haré andar junto a arroyos de aguas, por camino derecho en el cual no tropezarán; porque soy a Israel por padre»

14. Gersónides (Leví ben Gershom). Wars of the Lord, VIb, 8, 72b.

15. Harvey, 201: 3-4. La cuestión se trata específicamente en Las guerras del señor, VII, 2, 8, pero también en su Comentario al Génesis y de modo más indirecto en su Comentario al Cantar de los Cantares.

16. Busi, 2007, p. 10 considera a Alemanno como uno de los primeros pensadores hebreos que aplicaron criterios filológicos clásicos a la tradición judaica.