Jaime Vándor. Añoranza

Jaime Vándor. Remembrance and Nostalgia

Montse Florenza

Filóloga y traductora

Jaime Vándor (Fotografía: Noemí Conesa ©)

Conocí a Jaime Vándor hará unos veinte años. Yo tenía dieciséis, y había empezado a salir con su hijo mayor. Me había invitado a cenar a casa de sus padres –sin preaviso, ni para ellos ni para mí–, y aquella noche había lengua de ternera para cenar, y yo me quería morir. Después del reparo que me produjo pensar que iba a tener que comerme ese apéndice de un animal, hice un pequeño chiste para mí; pensé: «Esto es lo que cenan los filólogos, lengua». Y me senté a cenar y confieso que me gustó mucho lo que comí, y unos años después yo también me convertí en filóloga. Me gusta pensar que esa cena tuvo alguna influencia en la elección de mi carrera, y que ese plato funcionó como un elemento mágico que me catapultó al estudio de las letras.

Otra cosa que me sorprendió aquella noche fue que esa familia cenaba sin tele. Y reconozco que eso me fue más extraño aún que lo de comer lengua, porque en mi casa, como en muchas otras, siempre se ha comido con el telediario puesto. Tampoco tenían reparo en levantarse de la mesa con una naturalidad pasmosa para buscar palabras en el diccionario. No solo eso; también hablaban, de sí mismos, de sus inquietudes e incluso de sus sentimientos. Recuerdo el interés genuino de Jaime por las vidas de sus hijos, por la mía, también, que me he sentado tantas veces a su mesa después de aquel día, como un miembro más de esa familia de la que siempre me hizo sentir parte.

A raíz de su fallecimiento, se habla mucho de su labor pedagógica sobre el Holocausto y la cultura hebrea, de su rol como ensayista, escritor y profesor. Pero cuando pienso en él, me doy cuenta de que lo que yo echaré de menos tiene que ver con su versión más, digamos, doméstica: lo fácil que era conversar con él, lo mucho que se aprendía de todo lo que decía, su generosidad, su devoción por los dulces, la insistencia con que pedía a sus hijos que le relataran los pormenores de sus vidas, la tierna sensatez con la que en verano se calzaba sandalias con calcetines y daba la impresión de ser un eterno turista en su propia ciudad.

Esa versión doméstica era indisoluble de la versión intelectual, porque Jaime era un erudito. Un hombre con opinión y con respuestas, que aporta, que enriquece, tanto si se habla del Holocausto, como si se planea un viaje a Cuenca. Me da miedo pensar que las personas como él se encuentran al borde de la extinción. Porque, aunque la bondad, la honestidad y la compasión son valores a los que todos nos adherimos unánimemente, lo cierto es que la moneda corriente de este tiempo es la mentira, la codicia, incluso la vulgaridad. Y eso no deja de parecerme inquietante.

Jaime dedicaba mucho tiempo a los demás. Recuerdo ahora que gente de todas partes le daba a leer sus libros, sus textos, porque su juicio importaba, y él lo leía todo –tanto si le apetecía como si no– y más tarde redactaba extensas cartas en las que expresaba sus comentarios al respecto. Creo que hubiera leído el listín telefónico si alguien le hubiera pedido su opinión sobre él.

Pasó mucho tiempo en su estudio, escribiendo con un ordenador frío e inflexible con el que nunca terminó de entenderse, o enfrentándose a periódicos empuñando unas tijeras con las que recortaba todos los artículos que consideraba relevantes, y que amontonaba en una de las pilas de papeles que invadían su casa y de las que ingenuamente pensaba que iba a poder ocuparse algún día. Pero lo cierto es que hubiera necesitado unas cuantas vidas extra para ocuparse de todo lo que le interesaba. Tal vez por eso jamás lo vi anestesiarse con un partido de fútbol o una película mala. Y aprendí, de la forma en que vivía su vida, que los que tienen una pasión duradera no necesitan valerse de tales recursos. Él vivía totalmente entregado a la cultura mientras una gran mujer –la suya– que merecería otro capítulo de elogios por mi parte, se ocupaba de los aspectos más prosaicos de la existencia. Para mí, Jaime Vándor era una inspiración, por la forma sencilla y sin aspavientos en que compartía sus conocimientos, su visión del mundo, su vocación de persona buena y justa.

Muchos lo apreciaban y admiraban, y lo que más admiraba yo era que todos esos elogios no lo corrompieron nunca. Los agradecía, con humildad, pero lo verdaderamente importante para él era que su mensaje no se perdiera, que el árbol del conocimiento siguiera creciendo. Hasta casi el final de su vida se mantuvo conectado a ese árbol con la ayuda de las grandes tijeras con las que seguía recortando incansablemente artículos de todos los periódicos que llegaban a sus manos. Tal vez con esos recortes se construía un mundo a su medida –uno mejor– para disfrutarlo más tarde, ahora. En cualquier caso, estoy plenamente convencida de que se aferraba a la vida a través de su curiosidad y también de esas tijeras, por eso su aliento vital se prolongó mucho más de lo que la ciencia jamás podrá explicar. Yo no me hago a la idea de que no volveré a verlo recortando nada, de que no me mirará con sus cariñosos ojos claros y su sonrisa limpia y sincera, de que no podré volver a preguntarle su opinión sobre cualquier cosa, solo para ver lo lejos que se puede llegar con el conocimiento y la palabra. Y sí, ojalá hubiera más personas como él. Pero es a él a quien yo voy a echar de menos.