Construyendo el Reino de Dios en la Tierra. Los judíos en la gran guerra romano-persa (603-628).

Building the Kingdom of god on earth. The Jews in the great roman-persian war (603-628).

Carlos Martínez Carrasco

cmtnez@ugr.es
Universidad de Granada-Centro de Estudios Bizantinos, Neogriegos y Chipriotas

Recibido: 03/04/2014 | Aceptado: 15/10/2014

Resumen

Los judíos desempeñaron un papel clave dentro del Imperio Romano de Oriente. A pesar de que Bizancio era un Estado cristiano, en la provincia de Palestina los adeptos al judaísmo eran una minoría importante. Los avatares políticos que tuvieron lugar a comienzos del s. vii sirvieron como catalizadores para las esperanzas mesiánicas que aún seguían albergando los judíos, llevándolos a tomar partido por la Persia sasánida en tanto que enemigos seculares de Constantinopla. Los persas eran el instrumento de Dios para liberarse de la opresión romana.

Palabras clave: Bizancio. Persia sasánida. Judaísmo. Mesianismo. Jerusalén.

Abstract

The Jews played a key role inside the Eastern Roman Empire. Although Byzantium was a Christian State, on the Palestine province the followers of Judaism were an important minority. The politic events that took place in the viith century played an important part in the messianic hopes which still harboured the Jews, letting them go with the Sassanid Persia, as the principal enemies of Constantinople. The Persians were the God’s instrument that would free them of the roman oppression.

Key Words: Byzantium. Sassanid Persia. Judaism. Messianism. Jerusalen.

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Martínez Carrasco, C. (2014), Construyendo el Reino de Dios en la Tierra. Los judíos en la gran guerra romano-persa (603-628). Miscelánea de Estudios Árabes y Hebraicos. Sección Hebreo, 63: 147-178.

1. Introducción

El presente artículo tiene como objetivo el estudio de la implicación de los judíos en la gran guerra entre la Romania y Persia (603-628), que coincidió con una efervescencia apocalíptica y mesiánica que afectó tanto a las comunidades judías como a las cristianas. Uno de los principales obstáculos que se han encontrado al abordar la historia del Judaísmo en estos años es la escasez de fuentes propias, lo que lleva a tener que reconstruirla en base a los relatos de historiadores ajenos al mundo judío, que a menudo llevan consigo un bagaje cultural de rechazo hacia éstos, como es el caso de los cristianos.

Como es fácilmente imaginable, los acontecimientos del primer tercio del s. vii no han quedado al margen de esta «polémica». Las fuentes romanas hablan acerca de la participación de los judíos junto a los persas en la toma de muchas ciudades y las masacres que las siguieron, especialmente en las de Antioquía (609/610) y Jerusalén (614), y por condicionantes políticos que poco o nada tienen que ver con los hechos del s. vii, algunos historiadores han negado esta colaboración. Por nuestra parte, en el presente estudio vamos a intentar llevar a cabo un acercamiento lo más desideologizado posible, permitiendo que sean las fuentes las que hablen, contrastándolas entre sí, leyéndolas a la luz de su época, sin perder de vista el contexto ideológico propio de un tiempo de profundos cambios

Junto a la problemática inherente a las fuentes, se deben vencer las propias reticencias ideológicas. La historiografía israelí acuñó el término «historia lacrimosa» para hacer referencia a determinadas posturas. Como cita Mark R. Cohen, el pasado del Judaísmo se ha ido construyendo según marcaban los acontecimientos de la Historia reciente del Estado de Israel1. Otro autor judío, Elliott Horowitz, incide en la imagen creada por los intelectuales europeos, sobre todo a partir de lo que supuso el Holocausto, sobre la actitud de su pueblo en el pasado. Trae a colación una cita de Sartre, en la que alaba el carácter pacífico de los judíos, lo cual, según Horowitz, no es más que un estereotipo derivado de la experiencia del nazismo que permite vislumbrar un cierto halo de anti-semitismo2. Esto obliga al historiador a moverse en un terreno pantanoso que bascula entre el «mito» y el «contra-mito». Lo que se buscaría con ambos es legitimar la ocupación de Tierra Santa en base a las penalidades pasadas y con esta misma argumentación, la primacía de unos grupos frente a otros dentro del Judaísmo.

Aunque sea de sobra conocido, antes de avanzar debemos recordar que entre los cristianos, el judío es visto como el «pueblo deicida». Un detalle que no podemos pasar por alto para tratar de encuadrar las relaciones entre el Judaísmo y el Cristianismo. Su rechazo a Jesucristo es también el rechazo a Dios3, por lo que la Alianza quedaba rota, algo fundamental, ya que se trata de una controversia religiosa en la que el componente étnico no sería el determinante. Hablar de anti-semitismo para referirnos a la realidad de la Antigüedad Tardía sería caer en un anacronismo. Para apoyar esta afirmación, baste recordar que en las ciudades de Oriente Próximo, la mayoría de la población era cristiana de origen siríaco, es decir, semita. Como ejemplo de ese cariz religioso, podemos traer a colación las palabras que Juan Damasceno († 749) dedica a los judíos en De Haeresibus:

El Judaísmo proviene de la época de Abraham, cuando recibió el sello de la circuncisión. Por Moisés, que era el séptimo después de Abraham, se había comprometido a escribir la Ley dada por Dios. De Judá, el cuarto hijo de Jacob, llamado Israel, a través de David, que fue el primero de la tribu de Judá en reinar, tomó el nombre definitivo de Judaísmo4.

2. Los judíos frente al avance del cristianismo (ss. iv-vi)

El Judaísmo siguió conservando una gran fuerza en Palestina5, con capacidad de proselitismo, a pesar de la implantación del Cristianismo como religión oficial del Imperio Romano en 380 por medio del Edicto de Tesalónica, promulgado por el emperador Teodosio i (379-395)6. De otro modo no se explican las continuas leyes promulgadas contra aquellos cristianos que pasaban a ser considerados como «temerosos de Dios» en tanto que se habían aproximado al Judaísmo7, así como está atestiguado la vuelta de los judíos conversos al Cristianismo a su antigua fe8. Quizás uno de los casos más significativo de conversión sea el del monje Antíoco ca. 600, quien tras un sueño profético abandonó la vida ascética que llevaba en el Sinaí para circuncidarse y predicar contra el Cristianismo9.

No podemos pensar, como expone Bowersock, que a pesar de la expansión de la fe cristiana, ésta se hizo con un escrupuloso respeto hacia «los indígenas judíos»10. Se tiene constancia de un programa de cristianización del espacio llevada a cabo a partir de los «descubrimientos» de Helena, madre de Constantino i, que arrinconó a la que era la población mayoritaria en Jerusalén11, con la construcción de templos tan emblemáticos como el Santo Sepulcro y la basílica de la Resurrección12.

Queda patente, por los restos arqueológicos encontrados en Siria-Palestina, que los judíos no son un cuerpo extraño en un medio cultural fuertemente helenizado. Éstos fueron desarrollando su religión en ciudades de Palestina como Sepphoris –un importante centro talmúdico– o Caesarea, en la que la cultura helenística había penetrado profundamente, y de Egipto, donde destaca fundamentalmente Alejandría13. Los nesi’im título que ostentaban los presidentes del Sanedrín y que tras la destrucción del Templo en el año 70 se convirtieron en la máxima autoridad en las provincias de Palestina Prima y Palestina Secunda14, actuando de manera semejante a los patriarcas de la Iglesia. Tal fue su poder e influencia, que el emperador Teodosio ii (408-450) tuvo que tomar medidas contra el nasi Gamaliel vi, tal y como se recoge en una ley promulgada en octubre de 415, con el fin de evitar enfrentamientos con los cristianos15. Otra ley, la del año 429, no representa la abolición de la instititución de los nesi’im, sino la transferencia de la recaudación de impuestos en las Palestina Prima y Secunda al funcionario imperial con el fin de que el dinero fuese íntegro a las arcas del fisco. La abolición de esta figura es impensable por la identificación entre las autoridades de la sinagoga y las comunales16. En el otro gran centro del Judaísmo tardoantiguo, la Persia sasánida, hallamos la figura del reš galuta, el exilarca en Babilonia17. Sin embargo, Cosroes ii (590-628) suprimió esta institución como castigo por el apoyo que los judíos brindaron al rebelde Bahrām Čōbīn entre 590-591, para ser restaurada en el período islámico18. Otra prueba del mantenimiento de las costumbres judías en el Imperio Romano es la presencia de gentiles en las sinagogas durante el Sabbat. Ese día podían escuchar en griego o arameo los comentarios a la Biblia19, por lo que el mundo pagano no fue ajeno a la cultura bíblica. De hecho hubo un reconocimiento por parte de las autoridades romanas de la «singularidad» del Judaísmo al eximirlos del culto imperial. Una influencia que también se deja sentir en el mundo cristiano en lengua siríaca, como expone Sebastian Brock, a través de la Pesitta20.

Curiosamente los Padres de la Iglesia que se mostraron más beligerantes y que con mayor dureza se pronunciaron contra el Judaísmo, provenían de las zonas en las que había una mayor presencia de población judía. Eran una abrumadora mayoría en el Oeste de Judea, Galilea, el Golán y la región de Bet Še’an (al S. de Tiberíades), aunque hay algunos autores que no aceptan estos cálculos21. Esto se traduciría en la pervivencia de ciertos ritos de reminiscencias judaicas que se practicaban entre algunas comunidades judeo-cristianas, siendo la más llamativa la de la observancia del Sabbat22. Los autores eclesiásticos cargaron contra muchas de las costumbres judías, sobre todo aquellas que, pensaban, atacaban símbolos cristianos. Una de ellas fue la quema de la efigie crucificada de Haman durante el Día de Purim, que evidentemente, era vista como una mofa de la muerte de Jesús23. Posiblemente Sócrates Escolástico († ca. 439), en su Historia Eclesiástica, se refiriera a este ritual cuando habla del niño cristiano crucificado en la ciudad siria de Inmestar, ubicada entre Calcis y Antioquía, con el que los judíos descargan su furia, ocasionando un enfrentamiento entre ellos y la comunidad cristiana de tal magnitud que el emperador fue informado de todo ello24.

Como se puede colegir, desde las elites se está acrecentando el conflicto entre ambos grupos, con el fin de explotarlo en su propio beneficio, usando para ello acusaciones similares a las que las autoridades romanas emplearon para desacreditar a los cristianos25. Y en este caso, podemos trazar un paralelismo entre el relato de Sócrates Escolástico y el que hizo Tertuliano († ca. 220) en su Apologeticum (escrito ca. 197), en el que se defiende de las acusaciones de antropofagia y matanzas de niños26.

Las diferencias entre judíos y cristianos habrían calado hasta los estratos más bajos de la sociedad sirio-palestina. En una versión del s. xiv del Pratum Spirituale de Juan Mosco († ca. 619) se encuentra una historia que permite entrever el recelo. Cuenta que los niños cristianos no dejaban jugar con ellos al hijo del rabino, para hacer hincapié en la conversión del hijo del rabino y el castigo al que es sometido por su padre. Es una variante de la historia de los tres hebreos en el horno que aparece en el libro de Daniel27. Y si bien hace referencia a los tiempos del califa ‘Umar (634-644), es extrapolable a la situación vivida en la región entre finales del s. vi y comienzos del vii.

La Novella 146, promulgada por Justiniano (527-565) en febrero de 553, refleja las tensiones en el seno de la comunidad judía por la cuestión de la lengua en el culto sinagogal. Había una disputa entre aquellos que defendía el uso del hebreo frente al del griego u otras lenguas. El emperador decretó la libertad en la elección del idioma, prohibiendo a las autoridades judías la imposición de una u otra lengua. Recomienda, para aquellos que optaran por el griego, el empleo de la Septuaginta –por estar ya hecha la traducción y pertenecer a una tradición ya cerrada– o la traducción de Aquilas –aunque ésta tuviera algunos puntos discordantes con la de los lxx–. Sólo se ataca aquellas doctrinas judías contra la Resurrección, el Juicio Final o la existencia de los ángeles que esgrimían los saduceos28.

A pesar de esto, surgió una literatura, empleada en las sinagogas, que se hace en griego pero con elementos extraídos de la tradición judía, como la amidah en la que se dirigen ataques contra aquellos que consideran apóstatas, para los que no habrá «esperanza [si no vuelven a Tu Torah]», reconociendo que los cristianos, a los que sitúan junto a minim (herejes), jamás lo harán y por esa razón serán exterminados. Pero lo mayor esperanza que albergan es el retorno a Jerusalén y la reconstrucción de la ciudad por el Señor29. Y no será el único texto en el que vemos esta esperanza. Los Pirqé de Rabí Eliézer recogen la confianza en que, en los tiempos futuros, Israel y el Templo sean renovados30. Por otra parte, algunos piyyut representan el lamento por el estado de postración en el que viven inmersos los judíos bajo el control de Edom, nombre con el que se refieren a Roma, tanto pagana como cristiana31 y a la que en uno de los principales textos apocalípticos judíos, el Libro de Zorobabel, se la llama «casa de corrupción» y «lugar de frivolidad», que servía de prisión para el mesías32.

Los judíos continuaban siendo una secta lícita con ciertos privilegios reconocidos por el poder romano incluso con la adopción del Cristianismo como religión del Imperio. La legislación imperial es muy clara al respecto, como lo evidencia la ley de 29 de septiembre de 393, por la cual se afirma que el Judaísmo será prohibido por ley33 o aquella por la que se permitía a los magistrados judíos no participar en aquellas partes de las ceremonias civiles que atentasen contra los preceptos de su religión34, unidas a las que protegían a las sinagogas35.

Este apoyo legal por parte de los emperadores hacia los judíos podría ser el motivo que explique el incremento de las tensiones entre judíos y cristianos, teñidas de un fuerte componente mesiánico y apocalíptico no exento de violencia36, como única vía posible de canalización del descontento de la población cristiana frente a lo que verían como un ataque contra su propia religión, al no existir en las sociedades de la Antigüedad Tardía otras alternativas, y así se demostró a lo largo de la guerra entre los dos imperios.

3. La revuelta de Antioquía. ¿Quién asesinó a Atanasio ii?

El golpe de Estado de Focas (602-610) conllevó un cambio radical con respecto a la política llevada a cabo por el depuesto Mauricio (580-602), haciéndose evidente en la actitud del poder hacia los grupos religiosos disidentes. Después de los intentos del anterior emperador de acercar posturas con el monofisismo, el usurpador Focas puso en marcha un reforzamiento de la ortodoxia calcedoniana, dado que la Iglesia fue una de sus principales valedoras en su asalto al poder, lo que también se tradujo en un acercamiento a Roma37. La población monofisita, claramente mayoritaria en Antioquía, quedó relegada y perseguida, derivando en un enfrentamiento entre los dos demos: el de los Azules –que había hecho suya la causa de Focas– y los Verdes –alineados con los monofisitas–.

El ambiente de guerra urbana que se respiraba en Antioquía, es conocido a través de la Doctrina Jacobi Nuper Baptizati, la Didascalia de Jacob, compuesta en torno a 63438 o la Historia de Heraclio del obispo armenio Sebeos († ca. 680). En esta última crónica se lo hace coincidir con los rumores que llegaban desde Persia, según los cuales, Teodosio, hijo de Mauricio, había logrado escapar de la matanza de su familia, huyendo a la corte de Cosroes ii, en la que encontró el apoyo del šahānšah39. Así también lo recoge la Crónica del Khuzistan (compuesta ca. 658), en la que se describe la coronación del supuesto hijo de Mauricio por el catholikos –máxima autoridad de la Iglesia nestoriana– para legitimarlo al frente de los ejércitos persas que debían invadir la Romania40. Pero quien lo expresa de manera taxativa, sin dejar lugar a equívocos, fue uno de los patriarcas jacobitas de esta ciudad, Miguel el Sirio († 1189), cuando en el año ag 918 (ad 606) dice que «llegaron a las manos entre ellos»41.

A esta inestabilidad habría que sumarle un supuesto edicto forzoso de bautismo de los judíos decretado por Focas, sobre cuya existencia hay dudas42. Tenemos un fragmento de la Crónica de Zuqnīn, del año 775, en el que se cuenta que en el año ag 928, Focas dio orden de que todos los judíos se convirtiesen al Cristianismo. El encargado de cumplir este mandato fue el eparca43 Jorge, a quien enviaron a Jerusalén y Palestina para mantener una entrevista con los rabinos que formarían el consejo local, posiblemente no de Aelia, sino de otras ciudades de las Palestina Prima y Secunda, entre los que destaca a Jonás como principal interlocutor del enviado imperial44.

Este fragmento serviría para apoyar la teoría del decreto como uno de los principales factores desencadenantes de la rebelión antioquena, de no ser por la cronología. Si reducimos la fecha de la era seléucida a la cristiana, se comprueba que el año al que se refiere es 616. En primer lugar, no se corresponde con el reinado de Focas, sino con el de Heraclio (610-641) y en segundo, en esa época, la ciudad de Antioquía se hallaba ya bajo el control persa, como Jerusalén y el resto de Palestina. Por tanto, la noticia quedaría en cierto modo invalidada. No obstante, podemos pensar que atribuye a Focas una política llevada a cabo durante el reinado siguiente o efectivamente, se trata de una orden de este emperador pero la datación falla.

Quizás el episodio de la revuelta en Antioquía no habría revestido mayor importancia, quedando como una más entre las protagonizadas por judíos y samaritanos o las que tuvieron lugar contra Focas, de no haber sido el asesinato del patriarca ortodoxo Anastasio ii (598/599-609/610)45. La responsabilidad de su muerte ha recaído tradicionalmente sobre los judíos, si bien los principales beneficiados por su muerte fueron los monofisitas, que a partir de ese momento ejercieron un control indiscutido e indiscutible sobre la Iglesia siria46. En un artículo, J. D. Frendo se embarca en la tarea de eximir de toda responsabilidad en el magnicidio a la comunidad judía y, a nuestro juicio, los argumentos que trae a colación son rebatibles. Su principal caballo de batalla es el fragmento en el que Teófanes el Confesor († 818) describe el martirio del patriarca:

En este año [608/609], los judíos de Antioquía se levantaron contra los cristianos y asesinaron a Anastasio, el gran patriarca de Antioquía, cuyos genitales le fueron metidos en la boca. Después de esto, los arrastraron a lo largo de la Mese y asesinaron a muchos terratenientes y los quemaron47.

Y esgrime dos razones para invalidar su testimonio: 1-. Por los parecidos que existen entre este episodio y el de la ejecución de Focas dado por el patriarca Nicéforo I de Constantinopla (806-815) en la Historia Breve48. 2-. Alude a la Mese, arteria principal de Constantinopla, lo que –a su juicio– no puede ser trasladado a Antioquía, ya que no se correspondería con la fisonomía urbana antioquena49.

Si lo analizamos detenidamente, punto por punto, se puede argumentar que, tanto Teófanes como Nicéforo, escriben sus obras casi al mismo tiempo, pero desde lugares tan dispares como el monasterio de Sigriane y la capital de la Romania, respectivamente50. ¿Una posible interpolación posterior tomando como punto de referencia el relato del patriarca de Constantinopla? Pensar en ello es válido en tanto que práctica habitual, pero de este modo perdemos de vista algunos aspectos, a nuestro juicio, fundamentales que servirían para desmontar la teoría anterior. La Iglesia, como se ha expuesto, apoyó desde el primer momento a Focas y por tanto, sería vista como responsable del clima de cisma y conflicto generado en la Romania. Por esta razón, tanto Atanasio como Focas serían objeto de los odios viscerales de aquellos que se vieron perjudicados en tal estado de cosas.

En lo referente al segundo argumento, no cabe duda de que la realidad de comienzos del s. vii es muy distinta a la que se vivió en los albores del ix. La conquista de Antioquía por los árabes se produjo en torno a 636/63751, por lo que el conocimiento acerca de su fisonomía se habría diluido enormemente. También hay que tener en cuenta que los lectores/oyentes de la Cronografía de Teófanes necesitaban referencias conocidas para hacerse una idea lo más cabal posible, de ahí el uso del término mese en el sentido de calle principal de una ciudad, sin que ello invalide la veracidad del relato.

Pero el protagonista de este hecho es el patriarca de Antioquía. Es poco lo que podemos saber acerca de su biografía, más allá de las noticias que aparecen en las fuentes sobre su muerte. Sin embargo, contamos con una carta que el papa Gregorio Magno (590-604) le dirigió a Anastasio ii en abril de 599, al poco después de su nombramiento. En ella no hay ninguna mención a los judíos. Por el contrario, la principal preocupación del patriarca romano es el cumplimiento de lo dispuesto en el iii Concilio Ecuménico celebrado en Éfeso (431), especialmente el concerniente al iv canon, en el que se condena no sólo la doctrina de Nestorio, sino también la de Pelagio y Celestino, que venían a negar el pecado original y la necesidad de la gracia52.

Como se ve, nada relacionado con el Judaísmo ni su presencia en la ciudad. De hecho, sabemos gracias al Kitāb al-Unvān de Agapios de Mendbij († ca. 942) –autor melquita en lengua árabe– que en el año 11 de Mauricio, es decir, en 593/59453, los judíos fueron expulsados de Antioquía por ultrajar un icono de la Virgen María.

Todo parece indicar que el detonante de la revuelta habría sido un problema entre las distintas facciones del Cristianismo. Representaría un acto más de la lucha entre la Iglesia oficial, en este caso representada por Anastasio ii –apoyado por Gregorio Magno– frente a la Iglesia herética, como podríamos pensar después de leer la carta del pontífice romano y sus repetidas alusiones al Concilio de Éfeso. El testimonio del cronista copto Juan de Nikiu († ca. 700), apoyaría esta visión, centrando la atención sobre los grupos cristianos refiriéndose a la revuelta que organizaron los «orientales»54. Con este adjetivo, Juan de Nikiu se refiere a los sirios monofisitas, de ahí que con ese nombre sea susceptible de pensar que se trató de un movimiento protagonizado por este sector de la población.

La historiografía judía, en la que destacamos el trabajo del historiador Salo Baron –afincado en ee.uu y autor de A Social-Religious History, editada entre 1952-1983– justifica la muerte del patriarca Anastasio ii por la «cuenta pendiente» que los judíos tenían con las autoridades antioquenas por lo que consideraban una expulsión arbitraria. Otros, como Heinrich Graetz (1817-1891)(1817-1891) –de origen centroeuropeo que publicó una Geschichte der Juden von den ältesten Zeiten bis auf die Gegenwart (1853-1875), traducido al inglés entre 1891-1892: History of the Jews from the Earliest Times to the Present Day– o Joseph Braslavsky/Braslavi –que vivía en Palestina, autor de Milhamah ve-hitgonenut shel yehudei Erets-Yisrael en 1943– hablan abiertamente del resentimiento de los judíos hacia los cristianos y del estallido de violencia que se produjo. Pero el denominador común existente es el silencio que todos guardan sobre ciertos puntos para tratar de validar sus puntos de vista: en el primer caso calla la mutilación de Anastasio ii, mientras que los dos últimos lo hacen sobre el decreto de expulsión55.

Volviendo al relato de Teófanes, lo que éste nos transmite es una imagen de odio y malestar social, tal y como lo aclararía el hecho de que atacasen a los grandes propietarios. ¿Un motín de subsistencia que sirvió para catalizar el descontento de unos sectores de la población marginados? La Crónica de 640 pone de manifiesto que en el año ag 920 (ad 608) hubo importantes heladas que llegaron a congelar el Eufrates y se perdió gran número de olivos56, el motor económico de la región Norte de Siria, y Agapios de Mendbij, por su parte, añade una plaga de langostas que devastaron los campos57.

Tampoco hay que olvidar que quienes se encontraban fuera de la ortodoxia, los llamados herejes, no gozaban de ningún tipo de protección58 y en este contexto, los judíos serán utilizados como chivo expiatorio. Quizás este fue el origen del rumor que se propagó en el 8º año de Focas (609/610), según el cual los judíos estaban planeando el asesinato de los cristianos y la destrucción de las iglesias, siendo precisamente en la ciudad de Antioquía, junto con la vecina Laodicea, donde hubo mayores disturbios. Como pone de manifiesto Walter E. Kaegi, estos rumores estaban ligados al deseo por parte de las autoridades romanas de reforzarse frente al avance de los ejércitos de Persia59. Sería por tanto un medio de movilización ciudadana, al crear un sentimiento de unidad en base al odio a un enemigo común interior, representado por los judíos, que habían dado su apoyo a los enemigos exteriores, los persas; suponía un válvula de escape para las tensiones internas provocadas por la escasez.

¿Esto significaría que la orden de Mauricio fue revocada por Focas? Teniendo en cuenta la política religiosa de este último, parecería poco probable. Lo más plausible es que el rigor de los primeros momentos en el cumplimiento de la orden imperial, se fuese atemperando, permitiendo el retorno de los judíos a Antioquía. La reacción del emperador se dirigió contra los cristianos, a quienes gravó con un fuerte impuesto60. No obstante, Vasiliev, traductor y editor de Agapios, considera esto un error del copista o del propio cronista, cosa que parece poco probable, si atendemos a lo que se ha venido exponiendo. Como se puede comprobar, sigue reducido al ámbito puramente cristiano e íntimamente conectado con los avatares de la política interna romana.

Cabría preguntarse sobre el papel desempeñado por Anastasio ii. Antioquía fue el escenario del destacado polemista anti-judío Juan Crisóstomo († 407), quien para muchos fue el creador de los estereotipos negativos con los que se ha identificado a este pueblo. Según Mark R. Cohen, este personaje representó «un caso extremo en la Iglesia primitiva… un fenómeno específicamente antioqueno»61 y una de cuyas principales quejas es que en algunos lugares, la población judía era muy superior a la cristiana62. Por tanto, Atanasio ii bien pudo alentar la persecución contra los judíos desde el púlpito. No obstante, se plantea la duda de si realmente fueron los judíos o si, por el contrario, los responsables de la muerte del patriarca fueron esos «orientales» a los que hace mención Juan de Nikiu. De hecho, muchos autores eclesiásticos llaman judíos a los herejes63, lo que lleva a una inmediata identificación con los monofisitas. La forma en que fue asesinado indicaría que tuvo que instigar la persecución de los judíos o los «orientales» –y esto es una suposición–, estableciendo un paralelismo entre este caso y los ejemplos que hallamos de sacerdotes cristianos martirizados durante la Guerra de las Alpujarras (1568-1570).

No obstante, este fue un primer movimiento, el que anunciaba el estallido final, coincidiendo con la llegada de las tropas persas en 611, año y acontecimiento que en Agapios vemos en paralelo a la muerte de Anastasio64, si bien tuvo que tener lugar en torno a 609. La toma de la ciudad se produjo aprovechando el caos reinante en la ciudad después de que las tropas acantonadas en Antioquía se sumaran a la revuelta dado el malestar que habría en el seno de un ejército que había sido purgado por Focas 65. Según la Crónica Pascual, fueron los militares descontentos los responsables de la muerte del patriarca66. Esta situación de caos se extendió a lo largo de las provincias de Palestina y Egipto, forzando la intervención de Bonoso († 610)67, general leal a Focas, para someter a sangre y fuego la rebelión, no sólo en Antioquía, sino también en la mucho más conflictiva Alejandría68, deteriorando aún más la situación de cara a la invasión de los sasánidas. La dureza de su actuación queda reflejada en el modo en el que se refieren a él en la Vida de San Teodoro de Sykeon, en la que aparece como «inhumano cónsul» o remarcando su carácter violento y cruel, si bien se postró ante este santo que le recriminó sus faltas e incluso dio una limosna que San Teodoro rechazó69. En La destrucción de Jerusalén (ca. 630), el monje Antíoco Estrategos lo pone al mismo nivel que a Juliano el Apóstata (360-363), acusándolo de crímenes tales como la destrucción de iglesias y el asesinato del patriarca «que precedió a Zacarías»70. Estaría haciendo referencia a Isaac (601-609), quien también fue depuesto, según la Crónica Pascual, en medio de las revueltas de 609-61071. La anarquía existente era el modo de legitimar el golpe de Estado que los Heraclidas dieron en Cartago para acabar con Focas.

Todos estos datos permiten establecer una conexión con la guerra civil de comienzos del s. vii, justificando así las similitudes entre los asesinatos del usurpador y del patriarca antioqueno. El testimonio de Miguel el Sirio también apunta en esa misma dirección: «Los judíos que estaban en Antioquía acrecentaron los problemas y mataron mucha gente; incluso asesinaron a Anastasio, el patriarca de los calcedonianos»72. Y sin embargo el cronista Gregorio Abū l-Faraŷ/Bar Hebraeus († 1286) no menciona ninguna masacre en la ciudad, aludiendo al episodio con un escueto: «Y en el primer año de Heraclio, [Cosroes ii] capturó la ciudad de Antioquía»73. Posteriormente, la escatología judía interpretó lo sucedido como uno de los signos que anunciaba la llegada del Mesías. En el poema En este Día, de principios del s. vii, encontrado en la Genizah de El Cairo, se dice: «El pueblo de Antioquía se rebelará y hará la paz»74. Es una interpretación a posteriori de los hechos, para tratar de explicar los acontecimientos del presente de su autor, incidiendo en el impacto que la revuelta antioquena tuvo, no sólo para los cristianos, sino entre los judíos.

Podemos concluir, como principal hipótesis, que se trató de un motín generalizado en Antioquía y al que se unieron los judíos que regresaron a la ciudad, participando junto a los Verdes pro-monofisitas, que habían hecho suya la causa de Heraclio frente a los Azules defensores de Focas, y los soldados descontentos, atacando a todo aquello que representaba el denostado orden imperial. Un medio de exteriorización del malestar social, económico y religioso latente entre quienes se veían privados de cualquier representatividad, aprovechando la situación de guerra civil en la que se hallaba sumida la Romania. No obstante, responsabilizar a los judíos en exclusiva de la muerte de Anastasio ii habría sido posterior, fruto de una elaboración por parte de la propaganda pro-heracliana para ganarse el apoyo de la Iglesia de cara a la legitimación de su poder, tomando como punto de partida la actitud generalizada de apoyo a Persia mostrada por los judíos.

4. La conquista de Jerusalén (614)

Aún más que en el caso de Antioquía, la conquista persa de la ciudad de Jerusalén en la primavera de 614, la implicación de la población judía ha suscitado mayor controversia historiográfica. Jerusalén no era una ciudad más, sino el centro del Cristianismo y el Judaísmo, un campo de batalla. Al igual que hemos hecho en el caso anterior, empezaremos con una valoración del relato que hacen nuestras principales fuentes, tratando de situarlas en consonancia con el contexto general en el que estamos inmersos y confrontarlas con los estudios.

La obra del monje del s. vii Antíoco Estrategos, testigo presencial de los acontecimientos, ha sido la principal fuente para el estudio de la conquista de la antigua Aelia. Como reconoce Bowersock, el valor de La destrucción de Jerusalén radica en el dibujo minucioso que hace de la ciudad. El modo en el que cuenta el desarrollo de los acontecimientos ha parecido a algunos especialistas hiperbólico75. No obstante, hallan su reflejo en otras fuentes.

Jerusalén no escapó al ambiente de guerra civil. Y el monje se refiere a ello cuando dice que durante el patriarcado de Zacarías (609-632) llegaron unos:

hombres malvados, que se asentaron en Jerusalén. Algunos de ellos moraron antaño en esta ciudad sagrada con la ayuda del Diablo. Después fueron conocidos por el vestido que llevaban, y una de las facciones se denominó los Verdes y la otra los Azules. Estaban llenos de vileza y no estaban contentos con sólo asaltar y saquear a los creyentes; pero se unieron por el derramamiento de sangre y por el homicidio76.

Otros manuscritos en los que se ha conservado el testimonio de la toma de Jerusalén inciden el origen externo de los agitadores77. Se enfatiza el caos generalizado en el que, como ya se ha apuntado, no se respetaban los lugares sagrados. Estamos por tanto ante un claro ejemplo de visión apocalíptica del devenir histórico, en el que los persas son vistos como el instrumento elegido por Dios para castigar a los romanos por sus pecados. En textos apocalípticos, como el Evangelio de los Doce Apóstoles, comprobamos la raigambre de esta idea. En su parte final, en la que habla Juan el Pequeño, se hace un repaso de lo que ha sido la Historia de Roma hasta ese momento y ligando el florecimiento del Imperio al apoyo de Constantino I (306-337) a la Iglesia, en la línea providencialista, pero reconoce que sus sucesores se alejaron de la ortodoxia «cayendo en la fornicación y el adulterio», por lo que Dios envió a los persas a los que también hizo caer por sus pecados, haciendo surgir a los árabes78. Esta misma idea del castigo divino está presente en los discursos recogidos por Antíoco Estrategos, puestos en boca del patriarca Zacarías. Trata de confortar a los prisioneros cristianos, sirviéndonos como ejemplo ilustrativo las siguientes palabras, que por sí solas resumen la concepción del devenir histórico en todos sus ámbitos: «Nos olvidamos de Dios y Dios se olvidó de nosotros. Nos alejamos de Dios y Dios se alejó de nosotros»79.

El avance de las tropas persas, imparable a través del territorio romano, fue entendido como señal inequívoca del fin de los tiempos. Para muchos, el gobierno del tirano Focas ya había supuesto el comienzo de las calamidades que anunciaban el fin de los tiempos, en comparación con el reinado de Tiberio ii (578-582)80. La guerra venía a confirmar lo escrito en el libro de Daniel y validaba, una vez más, la esperanza en la llegada del Mesías. Los judíos confrontaron los relatos bíblicos con los hechos que estaban viviendo en esos momentos, conectando la realidad del s. vii con los tiempos de Ciro, quien los liberó de su cautiverio cuando conquistó Babilonia, ganándose el apelativo de «Mesías gentil». Según entendieron algunos, si los asirios, que habían destruido el Templo de Salomón, fueron derrotados por los persas, éstos también derrotarían a los destructores del Segundo Templo, los romanos. Pero otra tradición judía, tal vez un poco posterior –dado que en ella ya se atisba la victoria de Heraclio, cuando no se da por hecha–, augurando la derrota de Persia a manos de los romanos y la llegada del Mesías tras seis meses81.

Los persas desempeñaron un papel destacado en la escatología judía, en tanto que era el único poder que se oponía a la Romania en Oriente, creando con ellos un «mito» similar al creado por los judíos que vivían en la Cristiandad con respecto a las condiciones de vida de las que gozarían bajo el Islam82. De hecho, esta identificación de Persia con los Califatos no es baladí. El modelo adoptado por los gobernantes islámicos se basó en el vigente entre los sasánidas, según el cual cada grupo religioso se regía en base a su propia ley y sólo se les pedía fidelidad y el pago del tributo83. Este modelo de «tolerancia», lo contraponen al status de los judíos en el Imperio Romano, si bien sobre estas apreciaciones cabría hacer algunas puntualizaciones.

El contrapunto en la visión apocalíptica judía lo representa la figura de «Armilos», que tiene en el «Anticristo» de la tradición cristiana su paralelo. Bajo este nombre los judíos se refieren al emperador romano, en este caso, Heraclio. La descripción del mismo que tenemos en el Libro de Zorobabel permitiría hacer una identificación con este emperador: «el pelo de su cabeza es de colores como el oro y lo lleva atado84 […]» Para algunos, sería una alteración del nombre del fundador de la ciudad de Roma: Rómulo85. Sin embargo, otros, como Van Bekkum, echan mano de la etimología, afirmando que está compuesto por dos palabras griegas: ερήμος y λαος, cuyo significado vendría a ser «pueblo solitario»; más común es aceptar que procede de ερημοω «quien devasta el pueblo»; otra variante sería ‘ερμη «nacido de una estatua»86. El origen griego del nombre es mucho más plausible que la corrupción de Rómulo, dado el entorno helenizado en el que se desarrolló el Judaísmo y la influencia que ejercieron los judíos de la Diáspora. A ello habría que añadirle «la desolación en lugar sagrado» que supuso erigir estatuas del emperador Adriano (117-138) y de otros dioses paganos en la explanada del Templo, visibles ca. 33387, pudieron haber servido de base para la creación de esta figura como la encarnación de todo lo que abominaban los judíos, reforzando la imagen de agravio, sufrido a manos del poder romano.

Esta esperanza mesiánica lleva a poder hablar de «guerra sagrada», vivida como la nueva conquista de la Tierra Prometida. La coyuntura histórica de comienzos del s. vii es muy propicia para hacer este tipo de identificaciones, ya que el propio Heraclio es comparado con el rey David o Noé, aunque no fue el único. Modesto, quien sería patriarca de Jerusalén entre 632-634, también es llamado Νέου Νῶε en la Vida de Juan el Limosnero88, patriarca de Alejandría entre 610-619, reconociendo la labor de este monje como salvador de la Iglesia de Palestina durante el Diluvio que representó para la Cristiandad oriental la conquista persa.

Con este caldo de cultivo religioso, no es de extrañar que se produjera una venganza contra los cristianos apoyada, al menos en un primer momento, por el poder persa. Y quizás sea esta palabra, venganza, la más empleada por la historiografía israelí para justificar la ayuda que los judíos prestaron a los persas, sobre los que finalmente hacen recaer la responsabilidad última de las masacres y destrucción de iglesias. Así lo indica Sebeos al hacer hincapié en «la nación hebrea, aliada contra los cristianos», achacando su asesinato al celo patriótico89 o Miguel el Sirio, quien también justifica la alianza judeo-persa por el odio90. Pero no es menos cierto que entre los cristianos, los que con mayor ahínco se opusieron al avance de las tropas persas fueron los monjes91, el sector más beligerante de la Iglesia, apoyando a Heraclio en la guerra santa emprendida contra Persia.

Tomando como punto de partida el contexto ideológico, conviene tratar de poner en orden la secuencia de los acontecimientos. El relato del obispo armenio Sebeos hace que tengamos que replantear la imagen que hasta ahora teníamos acerca de cómo se sucedieron los hechos. Al contrario de lo que afirman el resto de nuestras fuentes, en la Historia de Heraclio sostiene que la ciudad de Jerusalén ya se había rendido al general persa Šahrbarāz y aceptado a los ostikans (gobernadores/administradores) que los persas nombraron, y con toda seguridad estuvieron apoyados por los judíos. El patriarca se hallaba en una situación comprometida frente a los suyos, y que lo acusaban de traición, lo cual no se explicaría sin la previa rendición de la ciudad a las tropas de Cosroes ii92. Fue una revuelta de jóvenes la que desembocó en el asesinato de estos funcionarios y en un pogromo, tras lo cual los judíos dieron la voz de alarma a los persas acampados a poca distancia de Jerusalén93. Por su parte, Antíoco Estrategos insiste en hacer de los demos una de las piezas claves, siendo los demarcas los que se presentaron ante Zacarías para organizar la resistencia94; pudieron ser ellos quienes organizaran la revuelta contra los ostikans y sus aliados judíos.

No obstante, y a pesar de la limpieza de imagen que lleva a cabo el monje de Mar Saba, el gran héroe no es el patriarca, sino Modesto. Fue él quien salió de la ciudad para buscar el auxilio de la cercana guarnición de Jericó, ayudado por Dios, que impidió que fuese descubierto por los persas que sitiaban la Ciudad Santa, pero los soldados se negaron al conocer el gran número de tropas persas que se hallaban concentradas95. Entre estas tropas, si seguimos los Annales de Eutiquio, se encontrarían judíos de Tiberíades, Galilea y Nazaret96, formando con toda seguridad batallones especiales, tal y como lo pone de manifiesto el que fuese ministro de Educación israelí, Benzion Dinur en The Jews in their Land97. Si volvemos sobre el texto del Libro de Zorobabel, comprobamos cómo tras la muerte del Mesías descendiente de la casa de José a manos de Armilos-Heraclio, estallaría una gran guerra que debía asolar la tierra de Israel y extraviar a los gentiles98. Era un eslabón más de la cadena de acontecimientos que debían conducir a la llegada del Mesías de la casa de David, que finalmente debía liberar a los judíos de la opresión extranjera.

Dejando de lado lo escrito por Antíoco, los testimonios de otras fuentes hacen patente la dimensión de la conquista. El patriarca Nicéforo, Agapios o Bar-Hebraeus son las más parcas99. En la Crónica Pascual encontramos la desolación y el impacto que causó

el asesinato de los miles de religiosos muertos a manos de los persas100 y sin embargo, en la Crónica del Khuzistán, la responsabilidad recae sobre los judíos101. El hecho que suscitó la repulsa de los cronistas cristianos y que en cierto modo están relacionados: la compra de prisioneros cristianos102 a los persas para asesinarlos y la consiguiente masacre en la cisterna de Mamila, unido al robo y traslado de las reliquias a Persia, en especial la Vera Cruz, hallada por Helena en sus expediciones por Jerusalén, junto a numerosos cautivos entre los que estaba el patriarca Zacarías, quien no regresaría del exilio. Sobre este último aspecto no entraremos, dado que no hay evidencias que permitan establecer un nexo de unión con la población judía.

La cisterna de Mamila se encontraría, según Antíoco Estrategos, a unos «dos estadios de la Torre de David»103 –348 metros aproximadamente–. En otros manuscritos se dice que se encuentra en «el Algarbe de la ciudad», «saliendo de la Santa Morada, a dos tiros de flecha de la Torre de David»104. El depósito habría de convertirse en una trampa para todos aquellos cristianos que buscaban ponerse a salvo de la furia de las tropas de Šahrbarāz y de la venganza de los judíos105, convirtiéndose en improvisada prisión en la que los persas recluyeron a los cautivos. Lo sucedido en Mamila va a ser visto como una reedición de las persecuciones ordenadas por los emperadores romanos. Tomando como guía La caída de Jerusalén, los judíos ofrecieron a los cristianos la oportunidad de salvar sus vidas si se convertían al Judaísmo, pero «su estratagema y deseo no se vieron cumplidos, sus esfuerzos fueron en vano; porque los hijos de la Santa Iglesia prefirieron morir por Cristo antes que vivir en la impiedad»106. Esta afirmación de la fe cristiana frente a la apostasía pone de manifiesto la fuerte sensibilidad religiosa existente tanto de un lado como del otro, si bien difícilmente podríamos excluir que se produjeran algunas conversiones.

Todos estos acontecimientos fueron interpretados en clave milenarista; fácilmente podrían identificarlo con el anuncio de la llegada del Anticristo y la inminencia del Juicio Final. Tal vez, si posteriormente no se hubiera producido la invasión arabo-islámica, probablemente esta figura la habría encarnado en la literatura cristiana un Cosroes ii derrotado por Heraclio, que había asumido –como de hecho lo hizo– el papel del «último rey» antes de la Parusía.

Antíoco Estrategos comparó la compra de los prisioneros cristianos por parte de los judíos con la traición de Judas, de esta manera se consumaba el martirio y la voluntad de Dios107. Se inauguraba una segunda etapa martirial en el contexto de una «guerra sagrada» en la que los cristianos daban testimonio de su fe con sus vidas. A priori podría pensarse que se trata de un lugar común literario propio del género. Pero el relato del monje jerosolimitano no es la única fuente en la que encontramos referencias a la compra de los prisioneros. Eutiquio es, quizá, el único que sólo hace mención a la matanza de «innumerables cristianos»108, pero no alude a la compra. Teófanes el Confesor sostiene que cada judío pagó por los prisioneros acorde con su status social109. Dionisio de Tel-Maḥrē liga el odio que sienten los judíos con la compra del privilegio de asesinar a los cristianos110 lo mismo que Miguel el Sirio, quien añade que lo hicieron a bajo precio111, dándole un toque de mayor mezquindad a la acción. El asesinato de los cristianos se convierte así en un holocausto, en un sacrificio ritual, en cumplimiento de los designios del Señor, tal y como han quedado recogidos en los textos sinagogales, analizados líneas arriba. En medio de unos sentimientos religiosos exacerbados, podemos explicar la masacre por medio de la «teología del herem», el exterminio de aquellos que consideraban enemigos de su pueblo y por ende de Dios; la aniquilación de quienes se oponían al establecimiento de los judíos en Tierra Santa.

La cifra total de muertos en Jerusalén, coincidiendo con Geoffrey Regan, quizá sea difícil de determinar112, por la disparidad que hallamos en las propias fuentes, pero no imposible. Tal vez, debamos darle mayor credibilidad al número total que da Antíoco Estrategos –dada su calidad de testigo directo– de 66.509 almas, de las que 24.518 corresponderían a la cisterna de Mamila113, de lejos, el lugar en el que hubo un mayor número de víctimas. Algunos especialistas han afirmado que los restos hallados en Mamila corresponderían a una fosa común de cristianos en este período114, con lo que cualquier atisbo de masacre queda eliminado. En torno a la misma cantidad se mueven Sebeos, al hablar de 57.000 muertos y 35.000 cautivos115, y Miguel el Sirio que cifra las muertes en unas 70.000 personas116; sensiblemente alejadas de las 90.000 que dan Teófanes el Confesor y Dionisio de Tel-Maḥrē117. Como señala José Soto en un reciente estudio sobre la guerra romano-persa, dentro de este baile de cifras, la más plausible es la de Sebeos, en torno a 50.000 muertes y unos 37.000 cautivos118. Incluso ello nos permitiría desglosar las ofrecidas por Dionisio y Teófanes, que no hablan de muertes, sino de víctimas, dejando así de parecer tan fantasiosas a algunos especialistas.

Hay una frase en la Cronografía de Bar Hebraeus que resume muy bien la situación de la que gozaron los judíos tras la conquista persa, su orto y ocaso bajo la administración sasánida: «al principio los judíos fueron tratados de forma pacífica, y entonces fueron llevados a Persia»119. Entre 614-617, los judíos quedaron como los señores de Jerusalén, con lo que se cumplían las profecías de San Andrés el Loco, según las cuales, esto sucedería hacia finales del séptimo milenio, pero que serían castigados antes de la Segunda Venida120. Obviamente, esto ha de ser entendido como una formulación a posteriori, que ha tomado a este santo del s. iv como personaje principal de un Apocalipsis escrito durante la expansión árabe, pero que, como es habitual en la variante sirio-palestina, se basa en los acontecimientos del pasado para vaticinar cómo será el fin del mundo121. Este control es admitido por la historiografía israelí, como lo demuestra un fragmento de la citada obra de Dinur:

Durante tres años, aparentemente, tuvieron bajo su control Jerusalén; los cristianos recalcitrantes estuvieron sometidos a un férreo control, muchos apóstatas fueron sentenciados a muerte por idólatras y se requisaron materiales para reconstruir el Templo122.

El fragmento anterior evidencia la puesta en pie de una suerte de teocracia. No obstante, en recientes estudios se ha afirmado que tras un momento inicial de confusión (614-615), los persas habrían vuelto a la estricta reglamentación acerca del establecimiento de los judíos en Jerusalén123, posiblemente no antes del inicio de la campaña persa para la conquista de Egipto.

Ahora bien, la pregunta que cabría hacerse está relacionada con la identidad de esos «apóstatas», ya que en estos momentos los únicos monoteísmos de la zona son Judaísmo y Cristianismo, dado que el Islam no está consolidado. Lo más lógico sería pensar que bajo ese nombre se refiere a los cristianos, y que por tanto los asesinatos no habrían cesado. En este sentido Regan habla de los ataques que los judíos, ayudados por los beduinos, lanzaron contra las columnas de prisioneros cristianos que eran llevados a Persia, catalogando la actuación de los judíos como «genocidio»124, en tanto que lo que perseguían era la eliminación de una parte de la población en Palestina. El silencio acerca de estos ataques beduinos, en especial al monasterio de Mar Saba una semana después del asalto a Jerusalén, en la obra de Antíoco Estrategos ha servido para poner en duda el valor de su testimonio como fuente histórica, considerándolo una pieza de propaganda anti-persa125.

La mayoría de las fuentes cristianas consultadas, corren un velo de silencio sobre la actuación de los judíos después de la toma de la ciudad, pasando directamente a su expulsión de Jerusalén. No obstante, en la Crónica del Khuzistán, encontramos una anécdota que da pie a pensar en el comienzo de las obras para la reconstrucción del Templo. Y para ello quisieron destruir la iglesia de la Resurrección, convenciendo al comandante persa de que allí se guardaban numerosos tesoros y «cavaron aproximadamente tres codos alrededor de la tumba» –2’5 metros aproximadamente–, encontrando una caja en la que se podía leer: «Este es el cofre de José, el consejero que dio sepultura al cuerpo de Jesús», ya que había dejado en su testamento que cuando muriese quería ser enterrado en el mismo lugar en el que fue enterrado Jesús. Lejos de resultar la acción como ellos esperaban, fueron expulsados aunque no se dice si de la ciudad o no. Lo que sí está claro es que, cuando Cosroes fue informado de lo que sucedía, mandó confiscar los bienes de los judíos ordenando su crucifixión y los expulsó definitivamente de la ciudad126, destino del que se hacen eco los demás cronistas127.

¿Qué ha sucedido para que se produzca este cambio en la postura del poder persa hacia sus aliados judíos? La respuesta habría que buscarla en la propia corte sasánida, en la que destacan dos cristianos que gozan de una posición privilegiada cerca de Cosroes ii: su consejero Yazdin de Karkha128 y su esposa, Šīrīn, ambos cristianos y por tanto con la misma animadversión hacia el «pueblo deicida». En la Crónica del Khuzistán se considera a Yazdin un «defensor de la Iglesia del mismo modo en que lo fueron Constantino y Teodosio» y que gozaba junto a Cosroes de la misma estima que «José ante los ojos del Faraón», hecho que lo convertía en alguien famoso tanto en Persia como en la Romania129. Él fue el encargado de recibir en Ctesifonte las reliquias traídas desde Jerusalén y es a Yazdin a quien los prisioneros cuentan lo que ha sucedido en la Ciudad Santa, poniéndose en marcha junto a la reina130. Según Antíoco Estrategos, la esposa del šahānšah: «se decía cristiana, pero ante la herejía de Nestorio, el impío y despreciado por Dios», reconociendo el buen trato dado a Zacarías y a otros prisioneros131, presumiblemente pertenecientes al clero o a las familias más importantes de Jerusalén.

Aunque se trata de dos personajes influyentes, las presiones hechas por ambos, no habrían bastado, por sí solas, para explicar el abandono de la alianza judía que tan buenos resultados dio a Persia. La realidad que imponían las campañas militares es un factor a tener en cuenta. Con la conquista de Siria-Palestina, la Persia sasánida englobaba en su interior a una población mayoritariamente cristiana, que aumentaría con la planeada conquista de Egipto, por lo que no le convenía tener a sus espaldas a una población que en un momento dado podría rebelarse.

Este cambio de actitud es el que deja entrever en la carta que escribe Modesto, al que en la Vida de Juan el Limosnero llaman ὅσιον, beato, y no πατριάρχης, patriarca132 –si bien en la traducción se refieren a él como «vicario», en tanto que sustituto del ausente Zacarías– resaltando así la autoridad carismática del monje, al catholikós armenio Kumitas (617-625) y recoge Sebeos en su Historia: «él [Dios] ha convertido en amigos a nuestros adversarios y nos ha recordado su piedad y misericordia»133.

A pesar del viraje dado por los persas, los judíos palestinos tendrán en buena estima a Cosroes ii, hasta el punto de que en El libro de Zorobabel podemos leer un lamento por su muerte en 628 tras el golpe palaciego de su hijo Siroes: «Y traspasará Sirón a Nehemías y todo Israel llorará a Nehemías, hijo de Husiel, asesinado y su cadáver yacerá tendido ante las puertas de Jerusalén»134. Puede parecer rara la identificación de Cosroes ii con Nehemías, pero la clave la tenemos nuevamente en los Pirqé, donde, remitiéndonos al texto de Ne: 6,2, relata la conjura de los samaritanos para asesinarlo, pues había emprendido la reconstrucción de una Jerusalén judía135, del mismo modo en el que también el soberano sasánida les habría permitido reconstruir el Templo, si bien luego dio marcha atrás. En sentido contrario se expresa Eliézer ben Qilir, quien en un poema compuesto ca. 630, es decir, en el momento en el que se produce al restauración de la Jerusalén cristiana y romana, sintetiza la frustración de la población judía cuando los persas «construyeron el altar y ofrecieron en él sacrificios. Pero no tendrán tiempo de establecer el santuario»136. Es por tanto, un canto por la oportunidad perdida del pueblo judío.

4.1. Valoraciones de la historiografía.

La toma de la ciudad, las matanzas y los saqueos que la acompañaron son los puntos que más han suscitado el debate entre los especialistas, dándose un baile de cifras que oscilan entre los 90.000 muertos hasta el mutismo absoluto o la negación de la participación judía, y sobre lo que volveremos más adelante. Siguiendo la línea que venimos exponiendo, es muy difícil afirmar, como lo hace Walter E. Kaegi, la inexistencia de pruebas concluyentes para poder sostener la complicidad de los judíos en las matanzas de cristianos tras la toma de Jerusalén, si bien acepta las evidencias arqueológicas y el descontento hacia la política imperial137.

Bowersock no entra en la cuestión de las cifras. Su base principal son las excavaciones arqueológicas llevadas a cabo en Jerusalén. Reconoce la existencia de niveles en los que se evidencian pruebas de destrucción y enterramientos colectivos, sobre todo en la zona de Mamila. Pone en duda el número de víctimas aportado por Antíoco, aunque desconoce las valoraciones hechas por otras fuentes, partiendo de los datos aportados por la Arqueología. Otra de las cuestiones sobre las que llama la atención es la imposibilidad de establecer una cronología fiable para esos enterramientos, aunque reconoce su dificultad en una ciudad que ha tenido una ocupación ininterrumpida a lo largo del tiempo138.

La historiografía israelí mantiene una posición muy similar. Así por ejemplo, Saul Colbi publicó en 1965 Short History of Christianity in the Holy Land, en la que insiste en la no responsabilidad de los judíos y la achaca a los sectores más exaltados del monofisismo139, olvidando quizá que la Palestina Tertia era una de las pocas provincias del Oriente romano en la que la población ortodoxa era mayoritaria. Quizás haya que tener presente que Colbi fue, desde el año 1948, responsable del «Despacho Cristiano» del Ministerio de Asuntos Religiosos del gobierno israelí para tratar de entender su postura. Como ya hemos visto en el caso de Antioquía, la historiografía se mueve según las necesidades del momento.

Así pues, la «versión oficial» de los hechos que pretenden mantener desde el Estado de Israel, es la de presentar a los judíos como los sostenedores del orden, rechazando de plano su participación en las masacres, cuyos responsables fueron los persas, sobre todo de cara a reforzar la imagen de Israel como pieza fundamental para el sostenimiento del statu quo en una región tan volátil como Oriente Próximo. De hecho, esta postura ya se puso en marcha desde la toma total del control de la ciudad de Jerusalén tras la Guerra de los Seis Días (1967) y reforzada tras el aumento de las tensiones con el mundo árabe que supuso la Guerra del Yom-Kippur (1973), que marcó un punto de inflexión en el modo de relatar el pasado de Israel, siendo el momento del nacimiento del contra-mito con respecto a la situación de los judíos bajo el Islam; actitud con la que buscarían a toda costa la alianza con el Occidente cristiano, en un mundo árabe abiertamente hostil a la existencia del Estado de Israel.

5. La nueva conquista de Tierra Santa

Se desató una espiral de venganzas de una y otra parte, que tendrá como escenario principal la toma de las ciudades que habrían de quedar bajo gobierno judío. Uno de los ejemplos que podemos encontrar en las fuentes es el de Cesarea de Capadocia, cuya conquista es contada en la Historia de Heraclio del obispo armenio. Está fechada en el año 20 del reinado de Cosroes ii, es decir ca. 610-611, por tanto contemporánea de la conquista de Antioquía. Pero a diferencia de ésta, las tropas del general Šāhīn –Bar Hebraeus dice que fue el «capitán Bahram»140, quizás corrupción de su patronímico: Bahmanzādak141–, llegaron ante una ciudad que ya habían evacuado sus habitantes cristianos y sólo quedaba la población judía, quienes la entregaron a los persas142. No tenemos noticias acerca de revueltas similares a las ocurridas en Antioquía, pero no es descartable que así fuese, dada la extensión que tuvieron. No se puede descartar que, junto a los judíos también se encontrasen monofisitas, como tampoco lo es que fuesen en su mayoría cristianos calcedonianos. Otra opción sería la toma del poder en Cesarea por unos judíos enardecidos ante la proximidad del ejército de Šahīn, quien habría sancionado la situación, con la neutralidad de las Iglesias cristianas disidentes. Aunque lo más plausible sea achacar esto al miedo ante la proximidad del ejército persa.

De hecho, la toma de la ciudad de Cesarea de Capadocia poseía un componente simbólico ya que la familia materna de Heraclio era de esta ciudad. La relación del emperador con Cesarea la pone de manifiesto el copto Juan de Nikiu, cuando señala que Focas mandó traer a la madre y a la esposa de Heraclio desde esta ciudad143. Posiblemente, el abandono y la caída de Cesarea estuvieron relacionados con la imposibilidad de Heraclio de consolidar su poder en Anatolia a causa de la resistencia que los partidarios de Focas le oponían, en especial la que Comenciolo144, hermano del usurpado, le opuso entre 610-611 en la ciudad de Ancyra, situada al no de Cesarea de Capadocia145. Una vez más, se comprueba cómo los conflictos internos entre los romanos son aprovechados, no sólo por los persas, sino también por los judíos, que se muestran como una minoría organizada, gracias a la estructura religiosa que hemos apuntado anteriormente, capaz de hacerse con el control de las grandes ciudades, convirtiéndose en elementos fundamentales para el avance de los ejércitos persas.

Un caso interesante, por extraño que pueda parecer a simple vista, y que permite terminar de dibujar el mapa de la dominación judía sobre Palestina, es el representado por la ciudad de Tiro. Esta ciudad de Fenicia quizás sea el primer ejemplo de intento de conquista judía, sin el auxilio de las tropas persas; tal vez buscando cumplir con la voluntad divina después de la toma de Jerusalén. El acercamiento a este acontecimiento lo haremos de la mano de Eutiquio de Alejandría. Por las cifras que da, la población judía en Tiro rondaría los 4.000 individuos, conjurados para hacerse con el control de la ciudad. Aprovechando la celebración de la Pascua cristiana, los asesinarían y para ello esperaban recibir el apoyo de sus correligionarios de Jerusalén, Damasco, Galilea y Chipre146. Como se puede ver, a pesar de que Tiro aún se encontraba dentro de la órbita romana, no había ningún problema de comunicación con las zonas ocupadas por los persas, e incluso serían capaces de fletar algún barco que lograse llegar a la isla con el mensaje de la sublevación, ¿esperando también que los judíos chipriotas se sublevasen preparando la llegada del Mesías? Hasta aquí nada distinto a lo que ya hemos visto en Antioquía o Cesarea de Capadocia. No obstante, de las regiones de Palestina llegará una columna de 20.000 hombres que se presentaron ante las murallas de Tiro, quedando sin la ayuda de la «quintacolumna» dado que el plan fue descubierto por el gobernador y encarcelados. Ante la imposibilidad de tomar la ciudad al asalto –no se habla de máquinas de asedio–, se dedicaron a incendiar y saquear las iglesias extramuros, acciones que fueron respondidas desde dentro con la decapitación de 100 judíos por cada templo destruido, elevándose la cifra de ejecutados sobre las murallas de Tiro a unos 2.000147.

Algunos expertos, como Vicent Déroche o Averil Cameron, consideran esta expedición de conquista como una invención para justificar la conflictividad judeocristiana posterior148, pudiéndosele inscribir en esa «historia lacrimosa» del pueblo de Israel. A esta opinión se adheriría el trabajo de Howard-Johnston, al afirmar que se trataría de un ejemplo más de la propaganda anti-semita y que el «patricio» al que se refiere Eutiquio no sería sino un oficial persa149. Esta última afirmación entra en contradicción con uno de los trabajos más recientes acerca de esta cuestión, en el que queda establecido que el ataque contra la ciudad de Tiro tuvo lugar en la primavera de 614, antes del asalto a Jerusalén en mayo de ese año, y que, por tanto, la ciudad fenicia aún estaba en manos romanas150.

Tal vez el negar la veracidad de lo contado por el patriarca de Alejandría en sus Annales, sea obviar la capacidad de movilización existente en el Judaísmo que, no lo olvidemos, englobaba a una importante parte de la población total de Palestina. Pero lo que realmente da carta de veracidad al relato del patriarca de Alejandría es una tradición judía, que nace en el Salmo 83, 8, en el que los tirios han hecho una alianza con los enemigos de Dios y por eso ha de ser destruida. Este pasaje bíblico, como es habitual en la literatura rabínica, sirvió de base para la elaboración de las profecías que, repetimos, partirían de una base real. Y en este caso, según Rabí Eliézer, Tiro estaba destinada a caer en manos del Mesías de la casa de David151, no olvidemos que éste era quien liberaría finalmente a su pueblo de la dominación extranjera, estableciendo el Reino de Dios. Con este dato, es fácil imaginar que, con el sentimiento mesiánico exaltado después de la toma de Jerusalén, el siguiente paso fuese la ciudad mediterránea, rebatiendo así las teorías que lo acusaban de deformar la realidad en base a la creencia de que toda la polémica anti-judía nace de la confrontación con los musulmanes.

Debemos ver el episodio de Tiro como una parte de esa «guerra sagrada» a la que ya hemos hecho referencia. Fue una expedición fallida por la falta de medios y del apoyo, no sólo de los judíos de Tiro, sino también de los propios persas, tal vez porque actuaron al margen de ellos, dado el gran poder que habrían ido acumulando. Se veían a sí mismos como los nuevos señores de Palestina, el pueblo elegido por Dios, pensando en reeditar el episodio de las murallas de Jericó, toda vez que se habían visto legitimados tras la conquista de su capital.

La ciudad de Edesa también representa un ejemplo interesante del apoyo que los judíos prestaron a los persas y de lo que sucedió al finalizar la contienda con la Romania. Tomada en el año 609 por Šahrbarāz, supuso, según Soto, el derrumbamiento de las defensas romanas en Mesopotamia y la consolidación de Persia al Este del Eufrates152. Sobre lo sucedido en esta ciudad tras la ocupación persa, contamos con el relato de Agapios de Mendbij. Siguiendo el Kitāb al-Unvān, Cosroes habría dado órdenes a su gobernador de que todos los edesanos se convirtieran al jacobitismo o al nestorianismo si querían evitar la deportación, optando mayoritariamente por el jacobitismo. No obstante, la deportación fue ordenada y se fue llevando a cabo poco a poco, pero quedó interrumpida por el ataque romano sobre Iraq, que podemos fechar en 623, ya que en la primavera-verano de ese año, Heraclio se lanzó sobre el territorio persa en una campaña que tomó por sorpresa a los persas153. El decreto de conversión muy posiblemente tuvo que darse a partir de 617, cuando el poder de Persia está asentado sobre Siria-Palestina. El hecho de contemplarse sólo las dos Iglesias heréticas y no la ortodoxa es lógico, en tanto que los jacobitas son la rama mayoritaria en la región, los nestorianos la Iglesia «oficial» en Persia tras el Concilio de Seleucia de 488 y la ortodoxia es identificada con la Romania y por tanto con el enemigo.

La muerte de Cosroes ii facilitó la paz entre Heraclio y Kavad ii Siroes en abril 628, pero ésta no fue reconocida por el general Šaharbarāz, quien controlaba toda la zona de Siria-Palestina y Egipto154, en la que se encontraba Edesa. Las noticias que llegaban sobre las represalias que los cristianos estaban tomando contra los judíos tuvo que hacer que muchos buscaran el abrigo de las murallas de Edesa y su guarnición. Las crónicas, en su mayoría, se hacen eco de la negativa de la guarnición persa a rendirse a Teodoro –al que se suele llamar Teodorico–, hermano de Heraclio, ya que no reconocen la autoridad de Kavad ii. Lo que sigue es un asedio en toda regla con el bombardeo de la plaza por parte de los romanos, iniciado por las burlas que les hacen los judíos, según Dionisio de Tel-Maḥrē «por odio hacia los cristianos, pero también intrigando con los persas»155. Representan la resistencia a ultranza de quienes saben que, como finalmente sucederá, no habrá piedad con ellos, ya que son considerados traidores al emperador.

Tras el castigo de las máquinas de guerra, a la guarnición persa se les permite abandonar la plaza sin mayores problemas, quedando los judíos a merced de los vencedores. Teodoro quiso dar un escarmiento a los traidores que más parece una venganza por las matanzas que previamente habían llevado a cabo los judíos; es difícil no enlazarlo con el recuerdo de lo sucedido en las calles de Jerusalén. Hizo que los congregaran para matarlos a todos, quizás no hubiese tal orden, sino que el pogromo se desatara como consecuencia de la entrada de las tropas romanas en la ciudad de Edesa, que había estado veinte años fuera de la órbita de la Romania, por tanto era una plaza enemiga. En una escena que nos recuerda enormemente a la de Yohanan Ben Zakkai, escapando de la Jerusalén asediada por Tito en el año 70, un notable llamado José logró escapar de Edesa y llegar a Tella, donde estaba acampado Heraclio, para pedir clemencia para sus correligionarios. Logrado el perdón se puso en marcha de vuelta a Edesa, pero el desenlace varía según el cronista. Agapios afirma que llegó a tiempo y Teodoro «no los molestó más»156, mientras que, tanto Dionisio de Tel-Maḥrē como Miguel el Sirio afirman todo lo contrario, que la matanza se consumó157. Y una vez más, es el obispo Sebeos el que da una variante totalmente distinta. Según su versión, los judíos capitularon finalmente, tras lo cual fueron expulsados, marchando a Arabia158, lo que le sirve para unir este acontecimiento con Mahoma y los inicios del Islam, hecho este último que para algunos estudiosos no es más que un rasgo de anti-semitismo en Sebeos159, afirmación cuando menos matizable teniendo en cuenta la importancia que los judíos tuvieron en la expansión islámica.

El último ejemplo que vamos a traer a colación para probar el poder que acumularon los judíos a pesar del viraje de la política persa, lo tenemos en la ciudad de Tiberias, que ya mencionamos al comienzo de este estudio como uno de los principales centros del Judaísmo durante la Antigüedad Tardía. En su peregrinación triunfal para restituir la Vera Cruz que le fue devuelta como consecuencia da la paz, Heraclio fue puesto al corriente de la opresión que los cristianos sufrieron en ella a manos de Benjamín, un hombre rico que había ejercido como gobernador durante la ocupación persa. Fue este personaje el que se encargó de acoger a la comitiva imperial e interrogado por el emperador, se justificará diciendo que se trataba de los enemigos de su fe, reivindicándose como judío160. Šahrbarāz habría dejado a este personaje como gobernador atendiendo a su elevada posición, lo que vendría a mostrar que, a pesar de las trabas, hubo un estamento acomodado entre los judíos, bien como comerciantes o como terratenientes, viéndose favorecidos por el apoyo prestado por Persia que seguiría considerándolos aliados hasta el final de la guerra.

6. Conclusiones

La instauración del Cristianismo como religión oficial del Imperio Romano supuso un cambio en la situación de los judíos, cuya situación se hizo cada vez más precaria. La homogeneización de la Romania implicaba que las minorías sufrieran una campaña de hostigamiento que acabaría por sentar las bases para futuras sublevaciones. Las cuestiones religiosas vendrían a sumarse a las condiciones materiales de vida como detonantes para los movimientos populares.

La situación de emergencia que se vivió a comienzos del s. vii, con el violento golpe de Estado de Focas, la invasión persa y el posterior estallido de la guerra, fue especialmente propicio para hacer una lectura en clave milenarista. Identificados como colaboradores con los persas, los judíos quedaron desde el principio señalados como el enemigo interior. Era el medio empleado tanto por el poder imperial como por la Iglesia para dar al resto de la población un elemento en torno al que cohesionarse.

No obstante, tal y como los propios acontecimientos demostrarían, esta política acabaría demostrándose peligrosa. No se puede culpabilizar a la comunidad judía de ser los únicos responsables de la muerte del patriarca de Antioquía, Anastasio ii. Como se ha puesto de manifiesto, en las calles antioquenas se estaba viviendo una auténtica guerra civil entre los partidarios y los detractores de Focas. Y los judíos, como habitantes de esta ciudad, se vieron envueltos en la vorágine, si bien supieron aprovechar la situación dada la mejor capacidad organizativa que tenía esta comunidad. El convertirlos en culpables del asesinato del patriarca habría sido una maniobra posterior para hacer mayor hincapié en el carácter de «guerra santa» que tuvo el enfrentamiento entre la Romania y Persia. El Cristianismo y sus principales representantes serían las víctimas de los impíos judíos y sus aliados, los paganos persas.

Sin embargo, el pueblo judío también se lanzó a su particular reconquista de Tierra Santa. Ellos también esperaban la llegada de su Mesías, que debía expulsar de allí a los extranjeros, es decir, a los romanos. En el Judaísmo, el equivalente al Anticristo cristiano, era Armilos, trasunto del emperador, que aparece con los rasgos de Heraclio.

Las esperanzas mesiánicas, junto con los deseos de venganza, fueron las principales causas de la participación de los judíos en la conquista de Jerusalén y las posteriores matanzas de cristianos. Era la Ciudad Santa, el lugar en el que estaba el Templo, que se había visto mancillado por la construcción de las iglesias cristianas, arrebatándoles el espacio.

Jerusalén no fue ajena a las convulsiones urbanas del final del reinado de Focas. Quizás la secuencia de los hechos sea la expuesta por Sebeos, quien habla de una primera ocupación persa de la ciudad antes del asedio, a la que siguió un levantamiento encabezado por las facciones del hipódromo que acabó en un pogromo. Quizás esto sirva para explicar la violencia ejercida por los persas tras su entrada en la antigua Aelia. No obstante, este es un tema controvertido sobre el que la Historiografía, tanto israelí como occidental, ha pasado de puntillas. Es el mejor ejemplo de cómo el pasado es usado como discurso legitimador de las políticas del presente.

Se abría un período de unos tres años en el que los judíos volvían a ejercer un cierto control sobre Palestina y en el que intentarían reconstruir el Templo, siempre teniendo presente que el Juicio Final estaba próximo y que ellos eran el pueblo elegido. Poco a poco veían cómo se materializaban sus aspiraciones. No obstante, los intereses de Persia dictaron un cambio en los equilibrios. En el s. vii, los judíos eran una minoría, mientras que los cristianos se habían convertido en el principal grupo de población. Asimismo, había importantes personalidades de la corte persa de confesión cristiana, aspecto no determinante pero sí a tener en cuenta.

Pero el viraje experimentado por la política persa no significó la exclusión total de los judíos. Muy posiblemente, su expulsión de Jerusalén no fuera más que un acto simbólico para contentar a los nuevos aliados cristianos. Quizás esta idea quede reforzada por la permanencia de personajes judíos al frente de las ciudades o el episodio de Edesa al concluir la guerra.

La restauración del gobierno romano en Oriente Próximo puso haber significado el final de las aspiraciones mesiánicas del Judaísmo, sobre todo con el decreto de bautismo forzoso promulgado por Heraclio en 634 como represalia por el apoyo dado a los persas. Sin embargo, la irrupción de los árabes supondría una renovación de las mismas para tratar de construir el Reino de Dios en la Tierra.

7. Bibliografía

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Notas

1. Cohen, 1994: xv.

2. Horowitz, 1998: 15-16.

3. Fredriksen e Irshai, 2006: 983.

4. Juan Damasceno, 1958: § 4, 113.

5. Stratos, 1976: 73; Regan, 2001: 30.

6. Teja, 1990: 211; Maier, 1979: 105-106.

7. Véase: cth, 16:8:19, 2:8:25 y cj, 1:9:12 en: Linder, 1987: §39, 256-262; Martínez Carrasco, 2014 a: 48, n. 38.

8. Véase: cth, 16:8:23 en: Linder, 1987: §43, 275-276.

9. Sivan, 2008: 51-54.

10. Bowersock, 2012: 31

11. Cameron, 1994: 80; Regan, 2001: 33; Van Bekkum, 2002: 97.

12. Sobre el programa edilicio de Constantino en Jerusalén, véase: Eusebio de Cesarea, 1994, iii.23.

13. Según las cifras que nos da Sa’id ibn Batriq –conocido como Eutiquio–, patriarca ortodoxo de Alejandría entre 932-940, en sus Annales referidas al momento de la conquista islámica, la población judía ascendería a 40.000 individuos sujetos al pago del tributo personal. Vid. Eutiquio, 1987: ii, 344; «Cæsarea», Jewish Encyclopedia, disponible en: http://www.jewishencyclopedia.com/articles/3887-caesarea [última consulta: 13/03/2014]; «Sepphoris», Jewish Encyclopedia, disponible en: http://www.jewishencyclopedia.com/articles/13431-sepphoris [última consulta: 13/03/2014]; Cameron (1994), 84-85; Bowersock, 2012: 31-32.

14. «Jabneh», Jewish Encyclopedia, disponible en: http://www.jewishencyclopedia.com/articles/8375-jabneh [última consulta: 14/03/2014]; «Sanhedrín» Jewish Encyclopedia, disponible en: http://www.jewishencyclopedia.com/articles/13178-sanhedrin [última consulta: 14/03/2014].

15. Véase: Linder, 1987: §41, 267-271.

16. cth 16:8:29, en: Linder, 1987: §53, 320-323; Van Bekkum, 2002: 96 y 99.

17. Teofilacto Simocata, 1986: V, 7.5-10; Christensen, 1944: 388.

18. Hoyland, 1997: 239, n. 12.

19. Fredriksen e Irshai, 2006: 986-987.

20. Brock, 1992.

21. Goodblatt, 2006: 406-407.

22. Cohen, 1994: 19; Van Bekkum, 2002: 96.

23. Van Bekkum, 2002: 99.

24. Sócrates, 1890: vii, 16.

25. Fredriksen e Irshai, 2006: 994.

26. Teja, 1990: 83-84.

27. Hoyland, 1997: 66.

28. Linder, 1987: §66, 402-411; Sivan, 2008: 137-139.

29. De Lange, 2007: 280.

30. Rabí Eliezer, 1984: §51, 357 y 3:62.

31. Van Bekkum, 2002: 102; Sivan, 2008: 148-149; Sivertsev, 2011: 173-175.

32. Alba, 2001: 249.

33. Véase: cth, 16:8:9 en Linder, 1987: §21, 189-191.

34. Esta ley data del 29 de noviembre-1 de diciembre de 330, véase: cth, 16:8:2, 16:8:4 en Linder, 1987: §9, 132-138.

35. Véase: cth, 16:8:21 y cj, 1:9:14 en Linder, 1987: §46, 283-286.

36. Mango, 1988: 91; Van Bekkum, 2002: 100; De Lange, 2007: 274.

37. Stratos, 1976: 73; Regan, 2001: 62; Soto, 2012: 108.

38. Doctrina Jacobi, 2013: I. 40.

39. Sebeos, 1904: 21, 55. Cosroes ii, tras el destronamiento de su padre Hormizd iv (579-590), tuvo que hacer frente a la revuelta de Bahrām Čōbīn exiliándose en la Romania, donde fue recibido por Mauricio quien decidió darle su apoyo para recuperar el trono persa. A cambio de esta ayuda, el emperador romano recibió varias ciudades, además de prohijar al šahānšah –y según algunas tradiciones casarse con una hija de Mauricio, hecho totalmente ficticio–, lo que colocaba a Persia en una clara posición de subordinación con respecto a su antigua rival. Por ello, cuando Focas asesine a Mauricio, Cosroes ii encuentra en la venganza de su pariente espiritual el casus belli idóneo para invadir el territorio romano e invertir los equilibrios de poder en su beneficio. Véase: Cristensen, 1944: 444-446; Dignas y Winter, 2007: 42-44; Soto, 2012: 79-88 y 115 sobre Teodosio.

40. Crónica del Khuzistan, 2002: 232.

41. Miguel Sirio, 1963: ii, X, xxv, 378.

42. Soto, 2012: 120.

43. Sobre esta figura, véase: Motos, 2001

44. Crónica de Zuqnīn, 1993: ag 928, 55.

45. Martindale, 1992: iiia, 67-68, s.v. Anastasius 27.

46. Stratos, 1976: 395.

47. Teófanes, 1997: am 6101, 296.

48. Nicéforo, 2013: 1.

49. Frendo, 1982: 203-204.

50. Kazhdan, 1999: 211-215

51. Stratos, 1976: 299; Kennedy, 2007: 96; Soto, 2012: 341.

52. Gregorio Magno: ix, 49, col. 981; Concilio de Éfeso: canon iv, 572-574; Maier, 1979: 163-165.

53. Agapios, 1971: 179 [439], fol. 76v.

54. Juan de Nikiu, 1916: civ, 3, 166.

55. Horowitz, 1998: 16-17.

56. Crónica 640, 1993: ag 920, 17.

57. Agapios, 1971: 400 [100].

58. Van Bekkum, 2002: 100.

59. Kaegi, 2003: 77.

60. Agapios, 1971: 189 [449], fol. 81.

61. Cohen, 1994: 20.

62. Goodblatt, 2006: 409.

63. Evagrio, 1975: I, 1; Fredriksen e Irshai, 2006: 984.

64. Agapios, 1971: 190 [450] fol. 81v.

65. Juan de Nikiu, 1916: civ.3, 166; Regan, 2001: 58; Kaegi, 2003: 37; Soto, 2012: 117.

66. Cronica Pascual, 1989: 150.

67. Sobre este personaje, vésase: Martindale, 1992: iiia, 239-240, Bonosus 2.

68. Juan de Nikiu, 1916: civ.4, 166; Teófanes, 1993: am 6101, 296; Kaegi, 2003: 44-45.

69. Vida de S. Teodoro, 1970: 142, 116-117

70. Antíoco Estrategos, 1910: 504.

71. Crónica Pascual, 1989: 149

72. Miguel Sirio, 1963: ii, x, xxv, 379.

73. Bar Hebraeus, 1932: ix, 94.

74. Hoyland, 1997: 319; Ubierna, 2011: 158.

75. Bowersock, 2012: 37.

76. Antioco Estrategos, 1910: 503.

77. Martínez Delgado, 2006: 191.

78. Hoyland, 1997: 268-269.

79. Martínez Delgado, 2006: 184.

80. Mango, 1988: 205.

81. Hoyland, 1997: 308.

82. Para un ejemplo de esto, véase: Bowersock, 2012: 49.

83. Christensen, 1944: 38; Hoyland, 1997: 17-18.

84. Alba, 2001: 257.

85. Alba, 2001: 247; Ubierna, 2011: 154; Sivertsev, 2011: 154.

86. Véase: Lévi, 1920: 58-61; Van Bekkum, 2002: 107.

87. Murphy-O’Connor, 1994: 408-409; Sivan, 2008: 197.

88. Vida de Juan el Limosnero, 1974: xvi.16, 364 (texto griego)/466 (traducción).

89. Sebeos, 1904: 24, 68.

90. Miguel Sirio, 1963: ii, xi, iii, 410.

91. Antíoco Estrategos, 1910: 504.

92. Stratos, 1976: 108; Regan, 2001: 63; Soto, 2012: 185.

93. Sebeos, 1904: 24, 68; Howard-Johnston, 2010: 100.

94. Antíoco Estrategos, 1910: 505.

95. Antíoco Estrategos, 1910: 505-506

96. Eutiquio, 1987: i, 17.26, 306; Regan, 2001: 63.

97. Horowitz, 1998: 25.

98. Alba, 2001: 252.

99. Nicéforo, 2013: 12; Agapios, 1971: 451 [101], fol. 82; Bar Hebraeus, 1932: ix, 94.

100. Crónica Pascual, 1989: 156.

101. Crónica Del Khuzistán, 2006: 235.

102. Stratos, 1976: 109; Mango, 1988: 92.

103. Antíoco Estrategos, 1910: 508.

104. Martínez, 2006: 186.

105. Regan, 2001: 65-66.

106. Antíoco Estrategos, 1910: 508.

107. Antíoco Estrategos, 1910: 508.

108. Eutiquio, 1987: i, 17.26, 307.

109. Teófanes, 1997: am 6106, 301, 431.

110. Dionisio de Tel-Maḥrē, 1993: 24, 128.

111. Miguel Sírio, 1963: ii, xi, i, 400.

112. Regan, 2001: 66.

113. Antíoco Estrategos, 1910: 515-516.

114. Véase: Reich, 1993. Lamentablemente, no nos ha sido posible consultar este trabajo.

115. Sebeos, 1904: 24, 69.

116. Miguel Sirio, 1963: ii, xi, i, 400.

117. Teófanes, 1993: am 6106, 300, 431; Dionisio de Tel-Maḥrē, 1993: 24, 128.

118. Soto, 2012: 186.

119. Bar Hebraeus, 1932: ix, 94.

120. Mango, 1988: 210.

121. Hoyland, 1997: 274.

122. Horowitz, 1998: 25.

123. Véase: Howard-Johnston, 2010: 441.

124. Regan, 2001: 66.

125. Howard-Johnston, 2010: 165.

126. Crónica del Khuzistán, 2006: 235.

127. Dionisio de Tel-Maḥrē, 1993: 24, 128; Sebeos, 1904: 24, 70; Miguel Sirio, 1963: ii, xi, i, 400.

128. Martindale, 1992: iiia, 612-613, s.v. Iesdem; Soto, 2012: 179.

129. Cronica del Khuzistán, 2006: 233.

130. Stratos, 1976: 110.

131. Antíoco Estrategos, 1910: 518.

132. Vida de Juan el Limosnero, 1974: xviii.10, 366 (texto griego), 468 (trad.).

133. Sebeos, 1904: 25, 71.

134. Alba, 2001: 252-253; Ubierna, 2011: 155.

135. Rabí Eliezer, 1984: §38, 373-274.

136. Hoyland, 1997: 529-530.

137. Cameron, 1994: 81; Kaegi, 2003: 79-80.

138. Bowersock, 2012: 42-43.

139. Horowitz, 1998: 24.

140. Bar Hebraeus, 1932: ix, 94.

141. Martindale, 1992: iiib, 1140-1141, s.v. Shāhīn.

142. Sebeos, 1904: 23, 63; Stratos, 1976: 105; Mango, 1988: 92; Soto, 2012: 162

143. Juan de Nikiu, 1916: cvi.2, 167; Kaegi, 2003: 68.

144. Martindale, 1992: iiia, 326, s.v. Comentiolus 2.

145. Kaegi, 2003: 65.

146. Eutiquio, 1987: I, 17.29, 308.

147. Eutiquio, 1987: I, 17.29, 309.

148. Cameron, 1994: 79 y 84; Déroche, 1999: 145.

149. Véase: Howard-Johnston, 2010: 335.

150. Véase: Martínez Carrasco, 2014.

151. Rabí Eliezer, 1984: §44, 312.

152. Soto, 2012: 130.

153. Agapios, 1971: 199 [459] fol. 85v-201 [461] fol. 86. Sobre la campaña de Heraclio: Soto, 2012: 210-212; Kaegi, 2003: 125-128.

154. Soto, 2012: 261; Kaegi, 2003: 203; Regan, 2001: 122-123.

155. Dionísio de Tel-Maḥrē, 1993: 39, 139.

156. Agapios, 1971: 206 [406], fol. 88v.

157. Dionísio de Tel-Maḥrē, 1993: 73, 161; Miguel Sírio, 1963: ii, xi, iii, 410.

158. Sebeos, 1904: 30, 94-95.

159. Howard-Johnston, 2010: 85.

160. Teófanes, 1997: am 6120, 328, 458-459; Eutiquio, 1987: ii, 18.5, 323.