Mis recuerdos de la profesora María Encarnación Varela

Antonio Torres Fernández, S.J.

Facultad de Teología de Granada

Me piden que escriba unas líneas en recuerdo de la profesora Encarnación Varela.

Al intentar hacerlo, a mi mente viene ante todo una otoñal mañana de octubre de 1969; la del día 7, en concreto, si no me falla la memoria. Yo había recibido unos meses antes una llamada del titular de la cátedra de Hebreo por aquel entonces, el profesor David Gonzalo Maeso, proponiéndome que me encargara de la asignatura de Arameo en los recientemente reestructurados estudios de la rama hebrea de la especialidad de Filología Semítica. Y aquel era el día de mi presentación a los alumnos. En el acto me acompañaba el Dr. Maeso y, frente a mi, tenía un reducido grupo de alumnos: cuatro chicas y un chico, si no recuerdo mal. Por lo demás, una descripción de ese mismo encuentro, con más calidad literaria que la que yo puedo exhibir aquí, pero vista desde el otro lado del aula, apareció en las páginas de esta revista: era obra, precisamente, de la persona objeto de estos recuerdos míos, la profesora, en aquel encuentro alumna, Mª Encarnación Varela. Con motivo de mi jubilación como profesor universitario, el Departamento de Estudios Semíticos me quiso dedicar un número de la sección hebrea de Miscelánea de Estudios Árabes y Hebraicos, y la ya profesora Mª Encarnación Varela recibió el encargo de prologarlo con una pequeña semblanza mía que encabezaba aquel número (MEAH Hebreo, vol. 49 [2000] pp. 5-12). Le agradeceré siempre el afecto y el cariño que respiraban aquellas líneas. Pero, volviendo a la visión de aquel encuentro desde la sede docente, la mía propia, tengo que recordar los sentimientos que en mí se iban despertando.

Yo acababa de cumplir 40 años. Aquellos jóvenes veinteañeros se me presentaban ya como una especie de “sobrinos” académicos y despertaban en mí un cierto sentimiento paternal. Pronto aquel grupito anónimo se fue convirtiendo en un pequeño conjunto de nombres propios: Encarnita, Santi (me permito utilizar los hipocorísticos, aunque por aquellas fechas yo trataba a los alumnos de “Usted”), María, Ana Mari,… Dos de esos nombres se quedaron más grabados en mi mente por la sencilla razón de que sus portadoras siguieron en relación estrecha conmigo. Santi Benavente siguió trabajando en el Departamento. Nada podía hacer suponer entonces que dejaría este mundo antes que yo y que mi última relación con ella iba a ser de atención espiritual como sacerdote. Encarnita Varela siguió una trayectoria más sinuosa: su estatus de miembro de una asociación de vida consagrada hizo que pasara temporalmente a residir y trabajar en Manila. Durante su estancia allí seguimos manteniendo un intercambio epistolar relativamente frecuente.

Circunstancias personales (al quedar sin madre de pequeña había sido adoptada por unos tíos suyos que no tenían hijos) hicieron que tuviera que volver a Granada para cuidar de su madre adoptiva. Una vez aquí, entró también a trabajar como ayudante en el área de Hebreo del Departamento de Estudios Semíticos, lo que provocó que nuestra relación mutua pasara a ser ya un poco la de “colegas”. Colegas en unos tiempos agitados y difíciles, los de los “PNNes”, que sólo terminaron cuando, en 1986, los dos conseguimos pasar, a través de una prueba de “idoneidad”, a ser profesores numerarios y compartir nuestro destino dentro del mismo departamento universitario. Un destino común que no voy a negar que en alguna ocasión pudiera dar lugar a algún pequeño desencuentro, porque teníamos caracteres muy diferentes. Pero esos pequeños desencuentros se superaban siempre por el gran afecto que nos profesábamos mutuamente.

Encarna, entre tanto, había decidido cambiar de proyecto vital y anunció que iba a contraer matrimonio con un estudioso israelí de origen argentino. Decisión que tampoco voy a negar que algunos vimos con un cierto recelo. Naturalmente, no por ningún prejuicio de tipo religioso ni, mucho menos, racial; sino por el simple temor de que dos personas que habían crecido en ambientes tan dispares pudieran no llegar a congeniar. Felizmente, los recelos resultaron ser infundados y, como creo que dijo mi compañero José Mª Castillo en el funeral de Encarna (yo no pude asistir), los dos supieron subrayar lo que les unía por encima de lo que pudiera separarlos. La unión de la pareja culminó con la ceremonia del matrimonio eclesiástico. Mi compañero Juan Esquivias, profundo conocedor de los rituales judíos, supo organizar una ceremonia que, dentro del esquema del ritual católico, incorporaba elementos del ceremonial judío. Yo concelebré con él en aquella un tanto pintoresca amalgama de ritos, que tuvo lugar en la intimidad de la capillita de la Facultad de Teología de Granada en una fecha también un poco movida por los acontecimientos que acababan de tener lugar en España: el 24 de febrero de 1981.

Nuestra relación posterior estuvo marcada por nuestro escalonado retiro de la vida académica. Yo me jubilé al terminar el año académico 1998-1999, aunque seguí aún en relación cercana con mi antiguo departamento universitario. Encarna, que había contraído una grave enfermedad al poco tiempo de pasar a ser profesora numeraria, decidió acogerse a una posibilidad de jubilación anticipada que ofreció la Universidad de Granada unos años después de mi propia jubilación. Como, desde su matrimonio, residía en una urbanización en la Vega de Granada (ella y su marido Ariel habían tenido la gentileza de invitarme a bendecir su nuevo hogar), la relación entre nosotros pasó a ser esporádica y telefónica, con motivo de onomásticas, cumpleaños y fiestas principales. Y, por teléfono, me enteré de que el cáncer que parecía vencido desde hacía tiempo había vuelto a rebrotar y provocaba un amargo rosario de tratamientos de quimioteraria e ingresos hospitalarios. Ella, no obstante, parecía aferrarse a la vida y no cejar en la lucha contra la enfermedad. Pero, a finales del pasado mes de mayo, me enteré a través de la profesora Aurora Salvatierra de que la enfermedad parecía haberse alzado con la victoria y que Encarna Varela se encontraba en situación casi terminal.

Tras unas pesquisas telefónicas infructuosas, conseguir averiguar que ya no estaba en la clínica donde había sido ingresada. Pude contactar con su marido Ariel, quien me confirmó la gravedad de la situación; pero me dijo que podía hablar directamente con ella. Creo que fue ese día, 31 de mayo pasado, cuando tuvimos nuestra última conversación telefónica. Parecía agotada y hablaba con dificultad; pero pudimos concluir nuestra conversación. Unos días después, el 10 de junio, me llegó la noticia de su fallecimiento. El funeral tenía lugar aquella misma tarde en la iglesia parroquial del pueblo al que pertenecía la urbanización donde vivía el matrimonio. Por premura de tiempo y por otras dificultades no pude asistir. Unos días después, el 20 de junio, tuvimos una misa en recuerdo de Encarna en la capilla de la residencia del profesores de la Facultad de Teología en donde yo habito, a la que asistió el Departamento de Estudios Semíticos y otros conocidos y amigos de Encarna.

Permitiéndome, por un momento, expresar mis sentimientos personales, y sin ánimo alguno de romper los límites que impone el carácter aconfesional de esta revista y del departamento universitario al que pertenece (cosa que, como bien saben mis antiguos alumnos y compañeros de docencia, he procurado evitar siempre escrupulosamente), quisiera terminar estas líneas que suenan a despedida citando unas palabras de Santa Teresa de Lisieux que vi reproducidas tras la portada de mi viejo ejemplar de la Analysis Philologica Novi Testamenti Graeci del que fuera mi profesor en el Pontificio Instituto Bíblico de Roma, el padre Max Zerwick S.J. Palabras que en gran parte han guiado mi labor de estudio e investigación:

Si j’avais été prêtre, j’aurais étudié l’hebreu et le grec a fin de pouvoir lire la parole de Dieu telle qu’il daigna l’exprimer dans le langage humaine.

Y aquí terminan estos recuerdos personales míos de la que fue una de mis primeras alumnas y luego compañera de tareas universitarias.

זכרונה לברכה