Beltrán, Miquel (2016) The Influence of Abraham Cohen de Herrera’s Kabbalah on Spinoza’s Metaphysics. Leiden: Brill. 449 págs. ISBN 978-90-04-31567-9.

Miguel Riera Font

miquel.riera@uib.es
Universidad de las Islas Baleares

Quienes hemos compartido desvelos científicos con Miquel Beltrán en los últimos tiempos, sabemos que este libro es el fruto de un trabajo riguroso de contextualización de las ideas de Spinoza, que se ha venido produciendo desde hace una década, y que ha podido consumarse gracias a varios proyectos de investigación dedicados al estudio de la ontología del filósofo de Ámsterdam, primero, y de la cábala de Abraham Cohen de Herrera, el único cabalista que escribió su obra en castellano, después, como también gracias a su participación en un proyecto sobre Maimónides dirigido por la doctora María José Cano en la Universidad de Granada y al impulso de la Memorial Foundation for Jewish Culture de Nueva York.

Los argumentos acerca de la filiación cabalística de la metafísica de Spinoza han sido rigurosamente puestos en cuestión y afirmados con aparato probatorio basado, sobre todo, en el cotejo de los textos del autor de la Ethica, no solo con las ideas contenidas en los dos textos cabalísticos de Cohen de Herrera –Puerta de Cielo, recientemente editado por el propio Beltrán (Trotta) y La Casa de la Divinidad– sino también con alguna Cábala anterior, en particular la originada en Castilla por los autores y compiladores del Zohar, la del neoplatonismo del círculo de Girona y también con la mística hebrea y cristiana del Renacimiento italiano.

Sugirió Beltrán en trabajos anteriores que sin la explanación de la Cábala era imposible entender el Dios de la Ethica, una absoluta existencia en sí misma, cuyos atributos son subjetivos y por lo tanto, bien podría equipararse la substancia con el ʿAyin o la nada de algunos cabalistas medievales, y también en la cábala de Luria y su más caro discípulo, Vital, desarrollada en Safed durante el siglo XVI.

Beltrán comienza esta vez con una reconsideración metódica de los argumentos que llevaron a Wachter y Basnage, entre otros, a proclamar que Spinoza solamente habría transcrito, en la Ethica, los misterios de la mística judía, a la que Basnage considera una suerte de desvaríos de quienes elucubraron sobre la naturaleza de lo inefable y la emanación de los mundos a través de las sefirot. El historiador francés habría alcanzado a descubrir la clave para esta interpretación de Spinoza durante una conversación mantenida con un rabino miembro del Mahamad que excomulgó al filósofo en 1656, y que no pudo ser otro que Isaac Aboab da Fonseca, precisamente alguien que, un año antes de que ocurriera lo anterior, había traducido al hebreo, mutilando sus pasajes más filosóficos, los dos textos de Herrera.

Si las consideraciones de Basnage tienen algo de despectivas, en Wachter, en cambio, recupera Beltrán argumentos para explicar pasajes y concepciones de Spinoza que no han sido explicitados hasta ahora. En particular, una de las más relevantes aportaciones del libro consiste en descifrar el modo en que, para Spinoza, al igual que en cierta cábala anterior, se dan en Dios dos intelectos, uno externo, producido, que sería el intelecto o entendimiento infinito que se equipara a la totalidad de los entendimientos en el escolio de la proposición XL de la parte quinta de la Ethica, y otro intrínseco a su existencia sin esencia, cuya concreción no parecen haber percibido los más renombrados estudiosos, pero cuya descripción se da en un pasaje crucial del capítulo IV del Tractatus theologico-politicus. La diferenciación entre los dos intelectos lleva a admitir que se da una substancia sin esencia –Spinoza la denomina substancia en tanto que infinita– anterior a la esencia productiva que en la Ethica se conocerá como Natura Naturans.

Más importante aún es trabar la concepción de la substancia en sí misma con la manera en que se describe Dios en el Libro V de la Ethica, un libro que ha incomodado con frecuencia a los estudiosos, llegando ser considerado como una especie de ridículo apéndice. Inversamente, toda la Ethica se aboca a la explicación de la relación entre Dios y el hombre tal como se produce en este libro, el conocimiento intelectual de un Dios al que los humanos aman y que, en virtud de ello, se ama a sí mismo, y por la misma razón, ama a los hombres –modos de la existencia– en un espléndido bucle equiparable con el pacto sellado por el Dios del Antiguo Testamento con los patriarcas. Las teorías del amor del Renacimiento –Spinoza estudió detalladamente a León Hebreo– son insuficientes para entender este Dios que pugna por obtener el amor humano, aun cuando un pasaje de los Dialoghi d’amore se refiere a los antiguos que argüían que Dios tiene necesidades que el amor del hombre satisface –la perfección de existir es menor que la de existir siendo amado y no obtiene crédito si no es atendida–. Esta necesidad le conduce a emprender la entera obra de la creación; en Spinoza, a desenvolverse en una producción infinita de modos que lo expresan de cierta y determinada manera. El mundo es la expresión de la necesidad de una existencia que tiene el poder de producirlo todo, de ser conocida y amada. La fuerza (vis) a la que Spinoza alude en los Cogitata Metaphysica, una fuerza intrínseca de la existencia que se concreta en la potencia de producir que es la esencia divina. Así, existir y poder son lo mismo, tanto en la substancia infinita como en los modos, y así queda explicado también en un pasaje capital del capítulo XVI del TTP, en el que se identifica además el poder de la naturaleza con el del mismo Dios. Los antiguos referidos por León Hebreo son los cabalistas, y en algunos como Meir ibn Gabbay hallamos la doctrina de las necesidades divinas o Ṡóreḵ gavóah. Spinoza parece querer ocultar esta necesidad divina, pero el libro V de la Ethica demuestra que la perfección del amor del otro hacia Él es la del mismo Dios, que ha producido modos del pensamiento capaces de amarlo, y así la dependencia de su producción con respecto a la causa inmanente tiene su contrapeso ontológico en la necesidad que tiene Dios de ser reconocido en la otredad. La definición, por cierto, de la causa sui con la que se inicia la Ethica, y que Beltrán argumenta que debe ser entendida de modo literal, la encuentra Beltrán, nuevamente, en textos de cabalistas como Moisés de León, distanciándose en su naturaleza de la de Descartes, para quien afirmar que Dios es causa sui podría equipararse a forjar un pleonasmo de su omnipotencia.

Solo entender la legitimidad del Libro V para la exposición de una ética de inequívoca raigambre judía da carta de naturaleza a la obra de Spinoza como una ontología de perfecta factura, y cabe con ello entender la identidad entre el Dios que ama, de las proposiciones finales de la Ethica, y la potencia infinita de producir, lo que permite demostrar que el modo finito inmediato del pensamiento es el amor del hombre hacia Dios, que se sigue del entendimiento infinito, de idéntica manera a cómo del movimiento y el reposo –en el plano de la extensión– se sigue la facies totius universi. Esta demostración incide en la consideración del amor como la fuerza necesaria y el cometido último del acto de entender, según Spinoza, y clarifica la consideración de su obra final como una ética –tal como su título, que ha confundido a muchos, indica– de clara ascendencia judía que se erige sobre la necesidad del amor por parte de una otredad que, sin embargo, está constituida por modos de la existencia que se hallan en la misma substancia. Ser considerado por lo otro para la forja de la propia identidad, y afirmar que la relación primordial en el mundo creado se da entre Dios y los hombres, son los dos motivos capitales de la filosofía spinoziana.

Beltrán dedica un capítulo esencial a probar que la literalidad de la causa sui se retrotrae no solo a algunos cabalistas, sino a la teología de los ismaelíes, quienes influyeron decisivamente en Maimónides, y que esta auto-causación debe entenderse de modo que Dios se expone como esencia a los entendimientos. Según Spinoza y la tradición a la que perteneció, Dios se otorga esta esencia que será contemplada por el intelecto como aquello que lo constituye. Sin embargo, el amor de Dios hacia el hombre, en el Libro V de la Ethica, que se da desde la perspectiva de la eternidad, prescinde de los atributos que se conocen de Él, y también de los infinitos, desconocidos. No se ama a Dios en tanto que extensión infinita, ni como pensamiento interminable, sino como la existencia sin esencia que es en tanto que infinito. La fruición de sí misma que define esta existencia, participada por nosotros en tanto que nos conocemos como modos suyos desde la perspectiva de la eternidad, es la que hace surgir el amor. Todo ello hace que Beltrán propenda a concebir como plausible la consideración acosmista en Spinoza, compatible con el panenteísmo de la primera parte de la Ethica. Las cosas están en Dios porque no son sino expresiones de Él. En lugar de la externalización absoluta de lo producido por la que han abogado estudiosos como Laerke o De Poppa, y que concibe a Dios como el mero proceso según el cual todo discurre, Beltrán propone que los modos no dejan de ser en Dios, pues son simplemente una metáfora de la configuración de lo otro. Aunque justamente porque la perfección divina se da en forma de diálogo entre el amor que Él da y el que recibe como infinito, este último habrá de producirse en su propio seno. Así, Spinoza reconfigura el espacio vacío que en la cábala de Herrera, y Safed, deja En Sof, puesto que, al igual que el autor de Puerta del cielo, el filósofo comprende que esta contracción de Dios, limitación de su absoluto infinito, no puede ser sino metafórica, y se da tan solo para que los modos se comprendan en contraposición a Dios, como-enfrente-de-Dios. Más allá de los comentadores de Spinoza del XVIII, que de algún modo prefiguran su interpretación, argumentando semejanzas entre el sistema del filósofo y la cábala medieval, renacentista, y de los siglos XVI y XVII, Beltrán propone, a través de un estudio genealógico de las ideas que él percibe que se hallan entre líneas en los textos del filósofo, una interpretación in toto de la metafísica de Spinoza, que alcanza a más allá de las que se han dado en las últimas décadas, por cuanto en la suya el Libro V de la Ethica es, en efecto, el culmen de la ética propuesta por el filósofo, una ética fundamentada en la relación de Dios con el hombre en el mismo y único sentido que siempre ha resultado crucial para un pensador judío, y que consiste en la preocupación capital que ha forjado los desvelos del pensamiento hebreo, en cualquier época.

El volumen prosigue la andadura de Brill en Leiden iniciada en 1683, y es el segundo de la colección ‘The Iberian Religious World’, dirigida con gran eficacia por Ana Valdez y Ricardo Muñoz Solla.