De Newark a Venecia. Philip Roth, 1933-2018

From Newark to Venice. Philip Roth, 1933-2018

José María Pérez Fernández

jmperez@ugr.es

Universidad de Granada

ORCID 0000-0001-9089-7699

Ilustración por Luis Grañena (Revista Contexto nº 170, Junio 2018) CC BY-NC 4.0

La muerte de Philip Roth en mayo de 2018 ha intensificado el interés —ya considerable antes de su muerte, por otra parte— por la obra de un autor de tanto prestigio en el mundo literario como controvertido en varios ámbitos ortodoxos. Roth era un autor con muchas identidades y dimensiones públicas, que incluían, entre otras, la de gran figura literaria en el canon norteamericano y mundial, la de fabulador de un cierto tipo de masculinidad que ahora se encuentra en tela de juicio, y la de autor judeo-americano (una de las más controvertidas, como veremos, sobre todo al comienzo de su carrera). La figura de Roth es mucho más compleja que todo esto, pero por razones de orden nos centraremos a estas tres identidades para trazar este breve perfil con ocasión de su fallecimiento.

A estas identidades se han de sumar los alter egos que Roth engarza en su obra, esos personajes que suelen extenderse por varias novelas —Alexander Portnoy, Nathan Zuckerman, o David Kepesh— todos diversos, pero todos también judeo-americanos. A la vez que ambiguas figuras que oscilan entre la autobiografía y la ficción, estos personajes, y las tramas en las que se desenvuelven, vienen a representar de forma caleidoscópica la sociedad, la política y la cultura americanas de su tiempo —la ficción de Roth nunca se ha ocupado de otra época. El problemático (por deliberadamente indeterminado y oscilante) componente autobiográfico en las novelas de Roth se incardina a su vez en una idea muy extendida en la tradición narrativa de su país: más allá del relato, la experiencia individual se convierte en una especie de atalaya, el eje epistemológico para narrar (esto es, para construir) el sujeto en su relación con los otros. Roth solía negar con vehemente ambigüedad este componente autobiográfico, que él mismo contradecía de forma repetida. Convirtió, por ejemplo, los últimos años de vida de su propio padre—Herman Roth—en materia de uno de sus libros (Patrimony, publicado en 1991). Roth juega constantemente con el lector llevándolo por el laberinto de espejos que enhebra con este desfile de identidades reales y ficticias en su obra.

El propio Roth confiesa haber sido él mismo víctima de estas ambigüedades: las obras que novelizan su desastroso primer matrimonio con una rubia del medio oeste americano—el opuesto cultural, étnico y religioso de Roth—ha llegado incluso a nublar su propia memoria de esta temprana relación, hasta el punto de no poder distinguir entre su experiencia original y lo que luego devino ficción. 1 Roth es en esto una de las cimas de ese juego de verosímiles engaños que es la novela. La confusión entre vida y literatura lleva a Nathan Zuckerman, otro de sus alter egos, a reprocharle en una imaginaria conversación que ha perdido su personalidad, reducido al estado de un mero texto semoviente: “By now what you are is a walking text”.

Esta tendencia particular a textualizarse, a un constante inventarse y re-inventarse, lleva a plantearse —de forma probablemente simplista— si esta capacidad para la autoficción, para el desdoblarse en otro no es más que una inveterada técnica de supervivencia desarrollada por el judaísmo, tradicionalmente obligado por las circunstancias a llevar una doble vida: la doméstica, de ritos y costumbres, incluso lenguajes, todo ello diferente y separado de la vida pública en los contextos sociales dentro de los que debían desarrollar su vida normal.

En otra de sus novelas, Operation Shylock, Roth no solo se incluye como personaje, sino que se desdobla a sí mismo en otro “Philip Roth”, un farsante que pretende suplantar su identidad. Harold Bloom ha localizado en esta novela el grado extremo en el juego de Roth entre vida y literatura. Este falso Roth se planta en Jerusalén para fundar un nuevo movimiento, el “diasporismo”, creado con el objeto de persuadir a los ciudadanos de Israel (sobre todo a los ashkenazíes) para que retornen a sus países de origen —Europa es después de todo, proclama el falso Roth, la verdadera casa común del judaísmo. La novela tiene delirantes componentes, como la entrevista que el impostor sostiene con Lech Walesa para facilitar el retorno de miles de judíos a Polonia. Entre las invenciones de la operación también se halla una comunidad, Antisemitas Anónimos, que se ocupa de curar a sus miembros de su intolerante (e intolerable) adicción. Para completar este complejo retablo Operation Shylock da voz, a la vez que satiriza, a los defensores de la causa palestina en el personaje de Ziad.

1.Philip Roth y el canon

Roth ha tenido la fortuna de haber sido objeto de interés no solamente para eminentes críticos —como el ya mencionado Harold Bloom, que lo admira, o de Irving Howe, quien no era precisamente un fan— sino también de otros brillantes novelistas como J.M. Coetzee, David Lodge (crítico y novelista), además de celebridades (malgrè lui, malgrè son oeuvre) como Salman Rushdie.

En estos tiempos bibliométricos hay además otras formas de evaluar el éxito académico de un autor: si usamos los términos de búsqueda “Philip Roth” y “Jewish Humor” en la base de datos del MLA, aparecen 16 títulos entre libros y artículos. Una búsqueda tan sólo con “Philip Roth” arroja 1166 resultados —por comparar, Shakespeare da 48102, Woody Allen 478. Hay incluso una revista dedicada en exclusiva al estudio del novelista, Philip Roth Studies, publicada por Purdue University Press. Esta revista —de manera decididamente redundante— dedica un número especial a la figura de Philip Roth (en 2013), al igual que hizo Shofar (An Interdisciplinary Journal of Jewish Studies), en el otoño del lejano año 2000. La serie Twayne, dedicada a monográficos sobre autores angloamericanos (en concreto su sub-serie Twayne’s United States Authors), le dedicó un número pertrechado por Jay Halio (Philip Roth Revisited, New York, 1992), que es editor también de Shofar y en concreto de su número monográfico dedicado a Roth. Por una carambola de no se sabe muy bien qué, Halio fue profesor de un servidor en un curso de doctorado en la Universidad de Delaware, dedicado a las tragedias de Shakespeare, en el otoño de 1993, coincidiendo no sólo con la primera vez que leí a Roth, sino también con mi primer contacto personal con la cultura judeo-americana.

Ya en 1972 se encuentran títulos como el artículo de Irving Howe en Commentary (54(6), pp. 69-77), “Philip Roth Reconsidered”, lo cual sugiere, claro está, que antes del 72 ya se le había considerado —sobre todo por la escandalosa naturaleza de sus primeras novelas. Otro más reciente, publicado en 2014 en The Chronicle of Higher Education, se pregunta “Do we know Philip Roth?”, y en el mismo año, la venerable Oxford University Press dio a la estampa un monográfico de Patrick Hayes (Philip Roth: Fiction and Power). Por haber, hay incluso un perfil de Facebook con el nombre del autor, en el que uno de los comentarios a un reciente artículo compartido en el muro (el 4 de octubre de 2018) advierte al usuario que “Philip Roth no ha compartido este enlace desde la tumba”. En estos tiempos de post-verdad, o de medias verdades digitales, una advertencia de este tipo no es cosa baladí. Pero para alguien que hizo de las medias verdades de la ficción el centro de su literatura no deja de tener su ironía que el propio Facebook, esa cámara donde resuena el coro digital de egos globales, siga recogiendo los ecos que la voz de Roth sigue generando más allá de la muerte.

En 2007, una amplia reseña de diversos estudios sobre Roth titulaba el artículo “The Canonization of Philip Roth” (David Brauner, en Studies in the Novel, 39:4 (2007) 481-488), y trazaba los avatares de Roth, desde su estatus primigenio como enfant terrible de la literatura norteamericana hasta su entronización como uno de los grandes, digno de ser publicado en la monumental serie The Library of America. El archivo documental de Roth, por demás, se encuentra depositado en la Biblioteca del Congreso. Eso sí, a pesar de su celebridad en los EEUU —bueno, al menos entre los ilustrados lectores del New York Times, usuarios también de la radio y televisión públicas, no entre los votantes de cierto presidente cuyo universo cultural y cuyas lecturas, si es que tienen alguna, son bien diversas— a pesar, digo, de su marcado perfil Roth se ha unido tras su muerte al selecto grupo de autores que nunca consiguieron el Nobel de literatura.

El redudante número especial de Philip Roth Studies dedicado a Roth en 2013 no es otra cosa que una selección de ponencias presentadas en un congreso monográfico celebrado en la Serenissima. No podría ser mayor el contraste entre el decadente esplendor de los canales y la homogeneidad industrial y suburbana de Newark, NJ— la región que Roth novela en una gran parte de sus obras. New Jersey (conocido también como The Garden State) es ese American Pastoral de la novela homónima de Roth. Poblado por la afanosa clase media de artesanos y comerciantes que prosperó, tras la Segunda Guerra Mundial, entre las segundas generaciones de inmigrantes judíos, New Jersey generó una pequeña burguesía que se vio atrapada entre los tradicionales ritos y costumbres de la identidad, y de la fe, que sus padres trajeron de la vieja Europa, y el poder disolvente ejercido sobre los mismos por la prosperidad económica, el consumismo y las presiones para la integración como ciudadanos americanos que finalmente se materializó en la tercera generación, esto es, la de Roth. Una generación cuyo judaísmo, a diferencia del de sus abuelos, ya había basculado hacia the American way of life en un movimiento cuyo recorrido generaba el abanico de disonancias que Roth aprovechó como materia para su narrativa. Con esta consagración en Venecia, la figura de Roth —hijo de Herman Roth, agente de seguros de New Jersey, y nieto de judíos ucranianos— adquiere un inusitado tono cosmopolita, a caballo entre el Newark del Nuevo Mundo, con sus poderosas empresas editoriales globales, y la aristocrática decadencia de la Vecchia Signora del Adriático, cuyas prensas produjeron sofisticados volúmenes al comienzo de la modernidad, precisamente cuando el descubrimiento de América comenzaba ya a desplazarla de su centralidad geopolítica y comercial.

2.Philip Roth y el sexo

En la interminable lista de estudios críticos sobre Roth, se despliega el universo de temas con los que se le relaciona, como un mapa conceptual en tres dimensiones del universo Roth (que dirían los franceses), dentro del cual algunas de las palabras clave son judaísmo, postmodernidad, masculinidad, humor, ficción y autobiografía, identidad judía, cultura judeo-americana, nada existencial, populismo, holocausto, misantropía, adulterio, muerte, deseo, y “self-hating anti-semite Jew”—lo cual es imposible de traducir al castellano sin producir una indigesta ensalada verbal. Algunos nombres con quien se le asocian incluyen a Edipo, Kafka, Woody Allen (lo cual era de esperar) pero también a Donald Trump. Hay un artículo de 2007, años antes de que pudiéramos imaginar que alguien como Trump llegaría a la Casa Blanca, que ya identifica en la trilogía americana de Roth un análisis de la corriente de fondo del populismo americano que, sobre las alas de la precaria indignación de la América profunda y su rechazo a la globalización, ha elevado a Trump a la presidencia. 2 En un artículo reciente publicado en Forward, Salman Rushdie describe a Roth como un profeta político, lo cual puede resultar llamativo para Rushdie, pero como apunta Harold Bloom —alguien que sabe mejor de lo que habla— que un judío se presente con ínfulas de profeta está muy lejos de ser una novedad.

Quizá conviene recordar —en estos tiempos en que la prensa, día sí y día no, sigue bajando nuestro umbral para la capacidad de asombro— que The Plot against America, publicado por Roth en 2004, es un ejercicio de ficción en historia alternativa en el que el aviador y héroe Charles Lindbergh deviene, además de presidente de los Estados Unidos entre 1941-42, una marioneta manejada en secreto por Hitler. A medida que avanza la novela, la oposición inicial y el horror de la opinión pública ante las medidas antisemitas van gradualmente reduciéndose, entre otras cosas por el éxito económico (o la coincidencia con el mismo) de la nueva administración populista de Lindbergh. Aunque Roth tuvo que negar con cierta vehemencia que esta obra fuese una roman à clef sobre la administración Bush y las políticas llevadas a cabo por su gobierno (por ej. el Patriot Act, que limitaba algunos derechos fundamentales) después de los ataques del 11 de septiembre, años después la trama parece haber tomado una vida propia, y en las presentes circunstancias ha adquirido una involuntaria y sin embargo inquietante naturaleza profética. En su reseña de la novela, Coetzee menciona cómo ya en el siglo XIX el politólogo francés Alexis de Tocqueville había identificado una cierta propensión entre la población de la joven nación que él conoció a reaccionar de forma volátil, a dejarse capturar más por las apariencias que por la sustancia. Aunque la presidencia de un Lindbergh de perfil populista y racista es solamente un recurso poético, no deja de ser una verdad igualmente poética, en tanto que viene a novelar un potencial cierto en la sociedad y en la cultura política americana que durante estos últimos dos años ha pasado de ser un recurso literario en manos de Roth a una alarmante realidad en los titulares de cada día, y sobre todo en los delirantes trinos digitales del nuevo Líder de Occidente.

Con otra celebridad de nuestros días, Woody Allen, tiene Roth varias cosas en común: una querencia por el psicoanálisis, las irrefrenables pasiones de la carne, y a combinarlas en personajes pseudo-autobiográficos. También un particular sentido del humor, marca de la casa, que mezcla procaces chistes freudianos, risas irónicas a expensas de Tolstoi y el tortuoso transcendentalismo de la atormentada alma eslava— bajo cuya égida malvivieron tantos judíos cuyos descendientes aumentarían las filas de los compatriotas de Roth. Cierta literatura rusa, al igual que la voluminosa omnipresencia de Moby Dick, Nietzche, incluso Schopenhauer, y la búsqueda de ese santo Grial que es la Gran Novela Americana (el metaliterario título de una de las obras de Roth, publicada en 1973), eran referentes recurrentes para la generación de Allen y de Roth. Alguna respuesta transcendente había que buscar tras el alejamiento de los valores de la sinagoga tradicional, las constantes tentaciones del hedonismo consumista de la próspera sociedad americana de posguerra, y el cocktail que mezclaba un existencialista temor a la muerte y la sexualidad freudiana: si el lexicógrafo inglés Samuel Johnson decía que sólo había dos cosas seguras en la vida, la muerte y los impuestos, para los personajes de Allen y de Roth, las dos cosas sobre las que se centra la vida de forma irremediable son una devoción obsesiva a pensar la muerte y al sexo—o la idea del sexo como una suerte de venganza contra la muerte, como dice uno de los personajes de The Dying Animal (2001). Hay algo de mucha actualidad en lo que sí difieren Roth y Allen: en tanto que este último ha sido la enésima figura pública en ser inmolada en la hoguera mediática del movimiento #metoo, Roth (sorprendentemente), ha salido incólume. Esto es tanto más peculiar en cuanto que a Roth se le considera un representante de la mente masculina americana de la posguerra, esto es la generación de hombres que nació bajo el New Deal de Roosevelt, se casó bajo Eisenhower, se divorció con el presidente Johnson, y se entregó con abandono al consumo de Viagra cuando gobernaba Clinton —otro epítome de desinhibida promiscuidad masculina a quien Roth defendió de sus críticos en la tercera novela de su trilogía americana, The Human Stain (2000), la cual constituye a su vez una sátira del neopuritanismo de la corrección política, ese parámetro cultural y moral hegemónico en amplios círculos de la cultura angloamericana, primero, y ahora, a nivel global —sobre todo en lo que se refiere a identidades de todo pelaje: género, nación, etnia o religión. Era la de Roth y Allen una generación de hombres a los que la revolución sexual de los 60 otorgó licencia para dar rienda suelta a una líbido que contemplaba a la mujer exclusivamente como un objeto de deseo carnal, algo que en el caso de Roth se acercaba mucho a la misoginia. Roth ha sabido narrar como nadie muchas cosas, entre ellas las paradojas y las perplejidades de la cultura judía europea en su encuentro con la americana, un recorrido que va, por un lado, desde el clásico de Israel Zangwill, The Melting Pot (la historia de unos emigrantes judíos de primera generación celebrada en el programa de su estreno en 1908 como “The Great American Drama”), hasta el escándalo de Portnoy’s Complaint —una novela también profética, a su propia manera, de una de las grandes tragedias mediáticas de nuestros días, todavía en curso. Me refiero a la insondable caída en desgracia de Harvey Weinstein, esa especie de Alexander Portnoy de la vida real, consumido, como el personaje de Roth, por una irrefrenable concupiscencia carnal, pero sin la redención de la sátira, ni de la literatura. Invito al lector a imaginar cómo sería recibida esta novela de Roth si apareciera hoy —eso contando con que algún editor accediera a publicarla— y sin que su autor hubiese adquirido la reputación y el estatus redentor del que gozaría al final de su carrera. Porque el hecho de que en el clima actual, Roth se haya visto libre de la ola de justa indignación que nos invade da una buena medida de su prestigio y de su estatus icónico como uno de los grandes nombres en el canon de la novela Americana del siglo XX. Como comentaba acertadamente la autora de una reseña de The Dying Animal, abordar la obra de Roth hoy desde una perspectiva de género sería grosero y reduccionista —porque al fin y al cabo, la conversión en literatura del más descarnado aspecto del deseo masculino es justamente el objetivo que persigue Roth en una parte importante de su obra. 3

3.Philip Roth y el judaísmo

Que alguien como el circunspecto Gershom Scholem llegara a calificar a la descacharrante Portnoy’s Complaint como “mucho peor que los Protocolos de los Sabios de Sion”, y a su protagonista como el tipo de personaje que los antisemitas construyen en su imaginación como prototipo de judío da una idea del tipo de reacciones que la narrativa temprana de Roth provocó entre el judaísmo tradicionalista. A la voz de Scholem se unieron las de otras figuras culturales judías, como la del crítico literario Irving Howe. La carrera de Roth arrancó así como piedra de escándalo para la comunidad judía —Roth, y sus personajes, se convirtieron en la confirmación de los peores estereotipos que la sociedad blanca, anglo-americana y protestante solía manejar sobre sus compatriotas judeoamericanos. En pocas palabras, Roth era un mal ejemplo, dañino para el prestigio y los intereses de una comunidad y una tradición a las que, se decía, debía mayor respeto.

Como suele suceder, el asunto es más complejo. Y en algunas de sus novelas, como Deception (1990, uno de sus ejercicios metaliterarios y postmodernos), Roth usa a uno de sus personajes recurrentes, Nathan Zuckerman, para analizar el antisemitismo que encuentra a ambos lados del Atlántico, y para reflexionar sobre las diferentes actitudes entre los judíos americanos—más extrovertidos, y reivindicativos, acerca de su propia identidad— y los británicos, más reservados y reticentes —algo esto último que Zuckerman no parece aprobar. Hay que reconocer que, como la amante de Zuckerman en Deception, el lector de Roth a veces se satura con las constantes obsesiones semíticas que aparecen en sus novelas —aunque el genio y la brillantez de Roth siempre recuperan al lector tras un breve periodo en barbecho, por así decirlo. Tan sólo por esto la tradición judaica tiene en Roth un campeón de excepcional valía e inteligencia, cuya obra constituye una verdadera vacuna contra el virus de la autocomplacencia (una plaga muy común entre comunidades tan entregadas a la defensa de sus valores e identidades), un tónico que, lejos de dañar la pervivencia de la tradición, la complica y con ello la enriquece.

De hecho, se le reconoce a Roth un vínculo con una precedente tradición judaica de sátira y auto-parodia. En otras palabras, cuando se examina la tradición más allá de los estrechos límites de un canon ortodoxo, se descubren las corrientes de fondo con las que no resulta demasiado aventurado vincular la escritura de Roth. En cualquier caso, la comunidad judía tiene excelentes razones para reivindicar como suya una figura como Roth, que de forma tan brillante y crítica ha sabido satirizar y novelar el judaísmo Americano y global de nuestros tiempos, y con ello extender esa rica tradición de la que la cultura judía se siente tan justificadamente orgullosa. Roth es el profeta heterodoxo que viene a rellenar con penetrante ironía —esto es, con inteligencia y con lucidez— los espacios en blanco que quedan tras el paso del uniforme relato, de la grosera brocha gorda, de las identidades oficiales o hegemónicas.

1. When She Was Good (1967), My Life as a Man (1974), The Facts: A Novelist’s Autobiography (1988)

2. American Pastoral (1997), I Married a Communist (1998), The Human Stain (2000)

3. https://www.theguardian.com/books/2001/jun/30/fiction.philiproth