La literatura después de la literatura: teoría y crítica del arte verbal postliterario en el siglo XXI

 

Literature After Literature: Theory and Criticism of the Postliterary Verbal Art in the 21st Century

 

 

Adolfo R. Posada

Universitatea de Vest din Timişoara, adolfo.rodriguez.posada@gmail.com,

ORCID: 0000-0002-5193-2188

 

DOI: http://dx.doi.org/10.30827/RL.v0i24.8678

 

 

RESUMEN

Desde los inicios del nuevo siglo se han ido sucediendo una serie de tentativas que comulgan con una poética mutante de la literatura y que exigen una aproximación a partir de planteamientos diferentes a los acostumbrados. Ahora bien, no se contempla únicamente desde la vanguardia mutante el signo de un nuevo tiempo literario: una parte importante de la narrativa española actual, incluso en su vertiente más convencional como en el caso de Pilar Adón o Julio José Ordovás, es muestra por igual de la consolidación de un concepto diferente de la escritura como arte verbal más allá de lo literario, el cual se caracteriza por transgredir a todas luces principios poéticos tales como unidad, estilo o género, y por responder además a un modelo de crítica alternativo articulado en la fragmentación, el grado cero y la hibridación como fundamentos. Así pues, el propósito de este artículo no es otro que poner de relieve los principales avatares y dilemas que determinan en la actualidad el debate literario con el fin de analizar la deriva de la teoría y crítica del arte verbal en el siglo XXI.

Palabras clave: postliteratura; mutacionismo; pensamiento débil; literatura del siglo XXI; estética postcontemporánea.

 

ABSTRACT

A series of attempts has occurred since the beginning of the new century in the light of a mutant poetics of the literature, which requires an approach from perspectives different to the usual one. However, the sign of a new literary age is not only regarded from the mutant avant-garde: an important part of the Spanish narrative nowadays, even in its conventional aspect as in the case of Pilar Adón or  Julio José  Ordovás,  is  equally  example  of  a  different conceptual consolidation of the writing as verbal art beyond the literary idea. This new poetic concept is characterized by clearly breaking   principles   such   as   unity, style   or   genre   and   also responding to an alternative model of literary criticism articulated in   the   fragmentation, the   degree   zero   and   the   hybridity   as foundations. Therefore, the objective of this article is to highlight the main avatars and dilemmas that affect literary debate today in order to analyze the drift of the theory and criticism of verbal art in the 21st century.

Keywords:  post-literature; mutant fiction; week thought; 21st century literature; post-contemporary aesthetics.

 

 

Parece evidente, cuando ya han pasado casi dos décadas del nuevo siglo, la necesidad de iniciar una revisión profunda de la crítica. No porque la crítica literaria haya dejado de ser efectiva a la hora de cumplir su cometido ―entiéndase, favorecer la comprensión de la literatura y ampliar su conocimiento―, sino porque el concepto mismo de literatura, dentro del nuevo estadio posthumanista, transmoderno o postliterario, según se prefiera, propio ya no de la Galaxia Gutenberg sino de la era de Apple y Microsoft, ha mutado de tal forma que transciende los supuestos literarios considerados hasta el pasado siglo[1].

Por ello, quizás no podamos hablar ya de literatura en términos convencionales, cuando nos aproximamos a la producción de los nuevos autores y autoras españolas del siglo XXI, sino de otra modalidad de arte verbal, otra forma de escritura más allá del concepto moderno que ha venido definiendo el signo literario desde los tiempos de Cervantes[2]. Escritura, en definitiva, que ha visto alterada su constitución con respecto al modelo novelístico predominante en la modernidad y trata de emanciparse y consolidarse como principal vehículo de expresión poética de nuestra época. Dicho en una breve premisa que resume la conjetura aquí planteada: la literatura moderna ha mutado o está mutando en una suerte de escritura postliteraria en el marco de un estadio posthumanista de la cultura.

Cualesquiera que sean las razones que haya o estén provocando esta insospechada mutación[3], parece lógico que el arte verbal postliterario ya no debería ser contemplado, y por tanto enjuiciado como así lo pretende una parte de la crítica literaria ―máxime aquella que se practica en los suplementos literarios y cuya función es orientativa―, desde unos principios poéticos fuertes de raigambre aristotélica: verosimilitud, género, unidad, estilo, trama, dibujo de los personajes, etc. Pero tampoco desde el criterio formal de una literariedad que, tras una prolongada crisis, ha visto cumplida su obsolescencia.

La circunstancia no es novedosa del todo. En El grado cero de la escritura, Roland Barthes empieza a observar cómo la literatura desde Mallarmé muestra una tendencia significativa a la destrucción del lenguaje y con ello al fin de la concepción belletrística de la literatura. De hecho, el teórico francés ya vaticinaba, a mediados del siglo pasado, “el cumplimiento de ese sueño órfico: un escritor sin Literatura” (Barthes 15).

La reducción del lenguaje a su grado cero, fundamento de la escritura blanca o hablada de Camus o Queneau, imposibilita no sólo delimitar su ontología según los convencionalismos poéticos clásicos ―esto es, la definición del arte verbal como belles lettres―, sino asimismo articular la teoría literaria en virtud de los postulados formalistas en torno a la concepción del lenguaje como función estética. Todo ello es signo de la mencionada crisis de la literariedad que caracteriza el periodo de los postestructuralismos[4].

Por su parte, Foucault llega a plantear que “[n]o es tan seguro que Dante, Cervantes o Eurípides sean literatura”, pues quizás la propia idea de lo literario “no sea tan antigua como habitualmente se dice” (Foucault 63). No es que el teórico francés dudase de la condición literaria de la Divina comedia, Don Quijote o Medea; únicamente mostraba, y con razón, sus dudas con respecto a la premisa de que los autores clásicos hubiesen escrito literatura en los mismos términos que Rimbaud o Mallarmé. Tanto es así que ni siquiera se denominaba al arte de unos y otros, en sus respectivas épocas, con el mismo término, pues el concepto moderno de literatura es reciente en comparación con la historia milenaria de la poesía[5].

Al igual que Eurípides y Dante no participarían de la misma idea de literatura que Rimbaud y Mallarmé, cabría preguntarse si a su vez los escritores del siglo XXI no han cumplido el sueño órfico del que hablaba Barthes y han dejado de escribir literatura para escribir otra cosa. Una escritura quizás ya no supeditada al concepto literario en un sentido fuerte, sino a una concepción débil, líquida y mutante del arte verbal[6].

Circunstancia que no dejaba de observar Gonzalo Navajas ya en el año 2000 en el contexto de la crítica española: “El nuevo siglo deparará no el ocaso de la reflexión teórica sino su reconsideración y nueva orientación” (Navajas 199). Casi dos décadas después hemos empezado a tomar consciencia de que es posible que nos enfrentemos, antes que a un esperable cambio de época, a una concepción postliteraria de la escritura, “más integrada, asimiladora y descentrada” (Navajas 199) y que exige una orientación crítica diferente.

En paralelo a Navajas, Germán Gullón realiza el mismo diagnóstico al contemplar en la nueva escritura del siglo XXI una forma literaria debilitada, “en cuyo corazón no hay certezas, ni discursos predominantes, sino innovación y cambio, y, sobre todo, una permanente revisión de lo establecido y aceptado” (Gullón 30). De esta manera, la irrupción de una nueva escritura postliteraria en el nuevo siglo inspira formas diferentes de expresión[7], quizás más adecuadas para comprender el tiempo acelerado y la naturaleza líquida del mundo actual. Como señala Gullón, “vivimos en la era de la metamorfosis, del cambio permanente, donde todo debe ser flexible”; y, sin embargo, la crítica se muestra todavía “inflexible, conservadora, elitista por retrógrada, inapropiada para nuestro tiempo” (Gullón 31).

No es de extrañar, recordando las palabras del catedrático santanderino, que los escritores actuales “tienen razón si se sienten abandonados por la crítica” (Gullón 32). Es verdad que, gracias a la labor de diversos académicos, literatos y periodistas, se ha intentado cubrir esta laguna. Y en este sentido críticos como los propios Navajas y Gullón, Fernando Valls, Jenaro Talens, Juan Francisco Ferré, Alfredo Saldaña, Jordi Gracia, Javier García Rodríguez, Francisca Noguerol, Marco Kunz, Genara Pulido, Teresa Gómez Trueba, Vicente Luis Mora, Germán Sierra, Eloy Fernández Porta, Jorge Carrión, Martín Rodríguez-Gaona, Carmen Morán, Enrique Ferrari Nieto, Jara Calles, Alex Saum-Pascual, Alice Pantel, Roxana Ilasca o Marcin Kolakowski han contribuido enormemente con sus estudios literarios a visibilizar el arte verbal de un nuevo siglo al que se le ha dado la espalda más de una vez sin razón y el cual sigue observándose por parte de los sectores más ortodoxos de la crítica con enorme recelo y condescendencia.

Urge por eso mismo, como bien ha defendido Gullón, “intentar acceder a la novela renovando los criterios, los patrones de evaluación”, además de “encontrar nuevas maneras de juntar, de agrupar, de entender a los escritores, y en esa tarea se avanza poco, por muchas razones, entre otras la falta de consenso sobre cuáles son los criterios que deben regir ese empeño” (Gullón 32). En la misma línea de Gullón se sitúa Marcelo Topuzian, quien reclama “la implicación activa de la crítica en los movimientos actuales de la literatura” (Topuzian 344). No tanto para revelar una verdad sobre lo literario como pretendió la teoría en el siglo pasado; sino porque, como bien apunta Mora, “cuando la crítica deja de hacer su trabajo, el mercado hace el suyo. A conciencia” (Mora, La literatura es una tortuga 36).

A la nómina de críticos que han manifestado su preocupación por la decadencia que asola los estudios literarios en la actualidad, tanto en su vertiente académica como ensayística, se suma Gómez Trueba, otra de las grandes pioneras en el estudio de la literatura española del siglo XXI. Entiende que es lógica “la desorientación que impera cuando el objeto de estudio es todavía tan cercano y tan sumamente dispar” (Gómez Trueba, Narrativa española del 2008 77), pero resulta del todo necesario superar este estado de desorientación provocado por el tránsito de lo poético a lo postpoético. Lo cierto es que se ha venido a cumplir el vaticinio formulado por Steiner, sobre el que ha llamado la atención Mora: “En el futuro será necesaria otra poética distinta a la de Aristóteles” (cfr. Mora, El lectoespectador 53)[8]. A este respecto, el propio autor cordobés concluye que “comienza a ser necesaria una poética, una teoría estética que conjugue todas estas nuevas realidades y su diálogo con las realidades artísticas” (Mora, El lectoespectador 57).

Parece indiscutible pues, tanto si se ve en ello algo positivo como negativo, que estamos asistiendo, como bien afirma Darío Villanueva, a una “desliteraturización de la literatura” (99) y en consecuencia “al nacimiento de la postliteratura” (104)[9]. Normalmente, la tendencia de la crítica ha sido juzgar esta desliteraturización como una circunstancia negativa. No se ha separado entre todas las manifestaciones postliterarias aquellas que son fruto de una operación del mercado de aquellas otras que apuestan por un modelo literario diferente, cuyas debilidades ―si es que las consideramos como tales viendo en ello un hecho negativo― son resultado de la apuesta por la experimentación y la búsqueda de un horizonte literario más allá de los convencionalismos ―tanto decimonónicos como novecentistas― de la novela. Un modelo de escritura postliteraria que trata de superar el modernismo y sus epílogos, de igual forma que el Modernismo internacional hizo lo propio en su intento de “superar otra prodigiosa manera de hacer novela, la del realismo y naturalismo del siglo anterior” (Villanueva 100).

Existen razones de peso para sostener la hipótesis aquí planteada. No sólo porque exista un consenso entre los críticos como se intenta hacer ver, sino asimismo porque, al aproximarnos a los textos y observar cómo estos desbordan los rudimentos de crítica convencionales, cada vez se hace más patente la consciencia de que hemos asistido o estamos asistiendo a un cambio de paradigma en cuanto a la concepción de lo literario[10].

Otra de las razones evidentes que pueden alegarse en la defensa de este argumento, la encontramos en las diversas etiquetas acuñadas para designar el mismo fenómeno. Las nociones propuestas para definir este cambio de paradigma son numerosas: transmodernidad (Rodríguez Magda), pangea (Mora); narrativa mutante (Ferré); postpoesía (Fernández Mallo); afterpop (Fernández Porta); post-digitalismo (German Sierra); literatura postautónoma o literaturas en éxodo, ambas nociones acuñadas por Josefina Ludmer.

Todas ellas, he aquí lo importante, vendrían a expresar un mismo Zeitgeist, un espíritu propio de nuestro siglo que guarda relación con la revolución tecnológica, la naturaleza de la sociedad de la información, el impacto que el medio digital está teniendo en nuestra cultura y costumbres, o la manera en que la globalización está cambiando nuestro concepto del mundo. Pero no pensemos, al contrario de lo que muchas veces se ha dicho, que esta circunstancia es nueva. Si en algo es útil el estudio de las Humanidades es para encontrar respuestas en el pasado que nos ayuden a entender mejor nuestro presente.

Es habitual, de hecho, la resistencia al cambio, en especial cuando se trata de la transición de un modelo cultural en razón de la disrupción y desarrollo de una nueva tecnología[11]. Viene al caso traer a colación, por ejemplo, la crítica de Platón a la escritura, por ver en ella el fin de la memoria y el signo de una edad del olvido. Además, recordemos que, en nuestro Siglo de Oro, autores como el Pinciano, así como Lope de Vega en su faceta como teórico, impulsados por la revolución humanística que trajo consigo la imprenta de Gutenberg y con ella el nacimiento de la sociedad moderna, demandaron un arte nuevo mediante la reforma de la teoría poética antigua[12]. Por no hablar del cambio de ciclo que supuso el Romanticismo con respecto al modelo (neo)clásico.

Quizás hoy, como entonces, nos corresponda a nosotros ir contra el antiguo y refutar a los maestros, reformando la poética en el presente siglo, de manera que esta vuelva a dar respuesta a la naturaleza de un arte verbal que transciende el concepto belletrístico de lo literario según lo hemos entendido en los últimos doscientos años[13].

Un indicio añadido acerca de este cambio de época en cuanto al concepto de lo literario se contempla en la ruptura del horizonte de expectativas que viene provocando entre los críticos hispanistas, de un tiempo a esta parte, aquellas obras y manifestaciones enmarcadas en el mutacionismo[14]. Pero también el número considerable de novelas que, dentro de la literatura española, por ejemplo, se adscriben a la fenomenología del fin (Berardi) y abordan como temática el cambio de un ciclo histórico, como ha estudiado José María Pozuelo Yvancos en “La novela actual y el cambio de ciclo histórico”. Algo que se vislumbra no sólo en novelas célebres como Dublinesca (2010) de Enrique Vila-Matas, sino también, conforme a lo observado por Gómez Trueba, en la forma en que la narrativa española del nuevo siglo comparte “una especie de visión apocalíptica y aterradora del mundo en el que vivimos” (Gómez Trueba, Narrativa española del 2008 88)[15].

Pero no debe interpretarse este adiós a la literatura en un sentido literal. Antes bien, ha de observarse en ello, insisto, el síntoma de un cambio de modelo, una crisis del anterior paradigma, una superación de la propia muerte de lo literario y sobre todo la resurrección del espíritu del arte verbal más allá de lo convenido hasta ahora. “En todo caso”, anota Topuzian, “es precisamente el estatuto del discurso de la crítica literaria, y especialmente de la académica, si se quiere, lo que está en juego desde el principio” (Topuzian 341).

No hay motivos, por consiguiente, para rasgarse las vestiduras y cerrarse en banda ante el inicio de un nuevo ciclo literario. Era esperable que la crítica guardase luto por la muerte de la literatura y parece razonable que su entierro se haya prolongado más de lo debido[16]. Pero corremos el riesgo de que, de tanto velar su cadáver, el espectro de la literatura se proyecte en el siglo XXI de forma que impida el florecimiento y desarrollo de una visión poética apropiada para reflejar las inquietudes y traumas de nuestro presente. Una nueva escritura que sepa transmitir los cambios sociológicos y tecnológicos que han distorsionado “nuestra manera de percibir la realidad, la manera de sentir el tiempo y el espacio en el que estamos inmersos y también la que pone en práctica una fórmula literaria capaz de dar cuenta de esa nueva percepción de la realidad” (Gómez Trueba, Narrativa española del 2008 91-92).

En este sentido, se empieza a apreciar ya un cambio de actitud entre las nuevas generaciones de críticos, los cuales han dejado de contemplar “el fin de la literatura, de una manera conflictiva, agonística” (Topuzian 310). Quizás porque, al dirigir la mirada a la historia literaria, hemos tomado consciencia de que no existen razones para afrontar con pesimismo los cambios. Después de casi varios siglos de hegemonía, es verdad que la literatura muestra ahora su declinar en el auge de un nuevo concepto posmoderno, postliterario, posthumanístico. Pero como concluye Topuzian, no hablamos en absoluto de la muerte del arte verbal, sino “la declaración del fin, se entiende, de la literatura como la hemos venido conociendo” (Topuzian 310).

Así las cosas, que se haya agotado y culminado una forma de entender la escritura artística, que se ha prolongado desde Cervantes hasta nuestra época, no significa, como los críticos más apocalípticos han vaticinado, el fin del arte de las palabras. Se ha comentado más arriba que autores como el Pinciano o Lope de Vega, cuyas reformas fueron culminadas posteriormente por críticos románticos como Madame Staël o Friedrich Schlegel, asumieron que el concepto establecido de poesía limitaba la libertad creativa reclamada por los nuevos autores de ficción, y que por lo tanto era preciso comenzar a juzgar el valor de la nueva literatura desde presupuestos diferentes a los definidos por la doctrina poética aristotélica y horaciana.

Desde el academicismo más conservador, recuérdese, se intentó poner freno a esta reforma de la clásica poesía, iniciada entre los siglos XVI y XVII y culminada en el Romanticismo, en su mutación como moderna literatura. La situación hoy día no es diferente. Conceptos como mutacionismo, era digital, pensiero debole, posthumanismo, transmodernidad o postliterariedad, siguen generando escepticismo y rechazo, cuando habrían de generar optimismo y movimiento dentro de los estudios literarios.

En efecto, la escritura postliteraria permite superar el trauma de la muerte de la literatura. Invita al optimismo. Genera movimiento y dinámicas. Se suma al aceleracionismo de la nueva época e imprime velocidad a una crítica paralizada por la imposibilidad de comprender los nuevos textos postliterarios, en un intento de escapada hacia otro lugar (una Ausgang, en términos kantianos).

Lo cierto es que, como se ha mencionado, las herramientas que hasta ahora eran efectivas para analizar la literatura han dejado de ser útiles en el estudio de la nueva escritura. Me explico una última vez: no es que hayan dejado de ser rudimentos del todo eficaces a fin de favorecer la comprensión de lo literario, sino que, aplicados fuera de su campo habitual de acción, acaban por distorsionar la mirada sobre el objeto estético, lo desmitifican y deprecian por no encajar con una normativa inflexible. Como ha hecho ver Ludmer en “Literaturas postautónomas”, la principal característica de las escrituras postliterarias estriba en que no es posible juzgarlas “con criterios o con categorías literarias (específicas de la literatura) como autor, obra, estilo, escritura, texto, y sentido. Y por lo tanto es imposible darles un ‘valor literario’: ya no habría para esas escrituras buena o mala literatura”.

De la misma forma que no tiene sentido tratar de comprender la poesía moderna con la teoría de los estilos y géneros poéticos según la Rota Virgilii, no parece lógico seguir aplicando ―por más que estos sean los apropiados para explicar la literatura de una época pasada― ciertos criterios teórico-literarios con objeto de analizar y valorar el arte verbal en el siglo XXI. Todo ello es consecuencia, a juicio de Mora, de que se hayan establecido “unos códigos de expresión que, por supuesto, ponen en cuestión también las necesidades formativas de los críticos literarios, por no hablar de sus metodologías de análisis” (Mora, El porvenir es parte del presente 51).

Justamente, si algo invita a pensar que nos encontramos ante una concepción radicalmente diferente del arte verbal, es por cuanto la escritura postliteraria se resiste a ajustarse a la esencia formal que “desde siempre ha caracterizado al lenguaje literario y a la literatura” (Alonso 28). Aunque es exagerado alegar que el signo literario se ha visto determinado “desde siempre” por la estilística retórica, como defiende el profesor Santos Alonso en su artículo[17], no se equivoca al condenar que las nuevas formas de escritura que ha traído consigo la posmodernidad no encajan, cabe insistir en ello, con un concepto belletrístrico.

Aun así, renunciar a interpretar y valorar la nueva escritura por no casar con los cánones literarios convencionales sería tan ridículo como que los historiadores del arte del pasado siglo hubiesen condenado una buena parte de la pintura y escultura contemporáneas por no ser figurativas y no ceñirse, en consecuencia, al molde aristotélico. Siguiendo a Mora, es cierto que “estamos en un momento de cambio, lo que se advierte en ciertas resistencias”, si bien los críticos estamos obligados a “dejar de lado los prejuicios anacrónicos y mirar lo que nos rodea con una actitud constructiva” (Mora, El lectoespectador 32). Y he aquí el gran error cometido por la crítica literaria más ortodoxa: anteponer, por motivos ideológicos, la teoría literaria al objeto estético[18].

Al hilo de esta idea, cabe decir que se ha intentado formular una teoría literaria fuerte en función de la escritura postliteraria, algo admirable y que ha de aplaudirse, pero sin que, por ello, tal es el caso, deje de suponer una paradoja en última instancia. Si algo identifica al arte verbal del nuevo siglo ―desde los proyectos mutantes más radicales, pasando por la tuiteratura, hasta la narrativa en apariencia tradicionalista de Pilar Adón o Julio José Ordovás―, es justamente la resistencia que ofrecen a ver reducida su naturaleza cambiante y líquida a una teoría fuerte y sólida.

En otras palabras, si estamos de acuerdo con que la escritura postliteraria se caracteriza precisamente por ser rizomática, ambigua, fragmentaria, discontinua o abierta, esto es literariamente débil, ¿qué sentido tiene reducirla a una crítica cerrada, estricta y fuerte? ¿Significa responder negativamente a esta pregunta que debemos abandonar todo empeño de construir un conocimiento crítico aproximado de la escritura postliteraria, por no poder abordarla con propiedad desde principios literarios fuertes? Por supuesto que no[19].

Resulta evidente que los escritores de comienzos del siglo XXI ―pues la praxis siempre va un paso por delante de la teoría― se han apurado a sobrepasar la procesión funeraria de lo literario. Se han entregado por completo a una nueva forma de experimentación a la luz de las nuevas tecnologías. Mora, Fernández Porta, Carrión, Calles, Saum-Pascual, Pantel o Ilasca han explorado con profusión en sus trabajos esta suerte de influencia de lo digital en el arte verbal[20]. Pero más allá de la literatura mutante o pangeica, hipérbole a todo efecto de cuanto ha denominado Rodríguez Magda en su trabajo de 2010 la “razón digital” de nuestro mundo, rara vez el crítico se ha atrevido ―me viene a la mente La literatura egódica (2014) de Mora como ejemplo― a generar una conectividad entre aquellos textos que, desde diferentes posiciones estéticas ―incluso estilísticamente conservadoras―, comulgan de un modo u otro con el credo postliterario.

Comoquiera que sea, no se puede achacar esta fascinación por lo tecnológico a una moda pasajera ni a que los críticos se estén dejando llevar por el gancho que supone la novedad dentro de la lógica capitalista[21]. Tampoco es que se trate de la mera reivindicación generacional que conlleva cada cambio de época, sino de la entrada en declive del modelo realista ―balzaquiano― de novela, el cual ha significado, salvando las excepciones vanguardistas, el centro del paradigma literario en los últimos dos siglos. Hablamos de un fenómeno artístico que va más allá de un estilo, una estética, una corriente literaria o una generación: se trata de una nueva forma de concebir el propio arte verbal en el siglo XXI.

Ahora bien, la concepción postliteraria del arte verbal arrastraría entonces, debido al debilitamiento de sus fundamentos ontológicos como literatura, es decir su literariedad, el mismo problema que ha observado Pulido (2008) con respecto a la literatura testimonial: su difícil teorización. No sólo su teorización, sino, asimismo, como esgrime Mora[22], resolver la duda acerca de “cómo leer estas nuevas obras; qué instrumentos críticos utilizar” (Mora, El lectoespectador 177). En vista de lo argumentado en El lectoespectador, no es exagerado sostener que “un texto, hoy en día, no es el mismo objeto que analizaban los formalistas rusos a principios del siglo XX” (184); y menos exagerado todavía defender que las obras postliterarias deberían “ser medidas con su propio rasero” (179).

La principal consecuencia de esta realidad es que el examen narratológico y estilístico resultará extremadamente problemático a la hora de proceder a la crítica del arte verbal en el siglo XXI. No es difícil percatarse de ello si, al examinar la escritura postliteraria, recurriésemos por ejemplo a los mismos criterios establecidos y aplicados con maestría por Pozuelo Yvancos en el artículo “La novela actual y el cambio de ciclo histórico” (2017).

Tales criterios, que se ajustan a la perfección al modelo literario más o menos convencional sobre el que se construyen novelas como Fuga en espejo o Castillos de cartón, resultarán sumamente conflictivos al ser aplicados a obras reticulares y postliterarias como Nocilla Dream de Fernández Mallo o Circular 07. Las afueras de Mora. En estas últimas, a diferencia de lo observado por Pozuelo Yvancos en relación con las mencionadas novelas de Mariano Antolín Rato o Almudena Grandes, no existe una “intriga muy bien tramada” (244), ni aciertos ni desaciertos de “la focalización interna” (244), ni siquiera una “urdimbre narrativa” (246); tampoco “narradores que se van alternando” (246) al menos en el sentido tradicional, ni un “habilísimo flash back” (248) que anticipe el desenlace, toda vez que son escrituras que no se construyen alrededor de “una trama con planteamiento, nudo y desenlace” (248).

Estas últimas pistas, que delatan la condición postliteraria de los proyectos narrativos de Fernández Mallo o Mora con respecto al convencional retrato robot que dibujan las novelas de Rato y Grandes, vienen a secundar la hipótesis ya adelantada por Ludmer: “Estas escrituras, entonces, pedirían, y a la vez suspenderían, el poder de juzgarlas como ‘literatura’. Podríamos llamarlas escrituras o literaturas postautónomas; son constituyentes del presente” (Ludmer s. p.).

En otras palabras, Nocilla Dream o Circular 07 presentan formas de escritura que “se regirían por otra episteme” (Ludmer s. p.). De ahí que no tenga sentido, como adelantábamos, formular una teoría fuerte y sólida sobre su modelo[23]; sino más bien practicar una crítica débil que, sin renunciar al logocentrismo y al orden de unas normas ―por débiles que sean―, no pretenda construir una teoría exhaustiva ni totalizadora, en términos positivos, y asuma el relativismo como natural y propio de nuestra disciplina[24]. Como si el relativismo, la debilidad y la inexactitud fueran señas de identidad de la (post)filología y las (post)humanidades frente a las ciencias exactas. En suma, una crítica (post)literaria que únicamente aspire a ofrecer una “verdad débil” acerca del arte verbal[25].

Esta modalidad de crítica vendría inspirada por una epistemología debilitada y líquida, pues su objeto de estudio ha dejado de ser una literatura construida sobre unos pilares poéticos de raigambre aristotélica, caracterizados precisamente por la unidad, la fortaleza y la solidez. Se trataría de un modelo de crítica que abandona el ideal, que ha acompañado a la teoría de la literatura desde sus orígenes, “de pisar en el terreno firme de una ciencia positiva que nada quiere saber de las especulaciones filosóficas” (Bueno s. p.)[26].

No se trata tampoco de renunciar a la posibilidad de alcanzar un saber literario, sino como defiende Talens, “asumir el carácter parcial, rizomático, incompleto y efímero del objeto y del sentido que producimos a partir de él” (Talens 231). Abrazar una crítica débil en definitiva que aspire a reflexionar, comprender e interpretar lo postliterario según unas evidencias observadas en su aproximación a los textos, sin pretender con ello establecer teorías generales, ni prescripciones totalizantes, ni normativas inmóviles. Una modalidad de crítica incardinada en el pensamiento débil y nómada posmoderno, pero capaz al mismo tiempo de superar el relativismo deconstructivo gracias al consenso de especialistas y la observación recurrente de la simultaneidad entre los diferentes juicios críticos[27]. Un ejercicio hermenéutico de comprensión de la literatura después de la literatura que aspire a verdades débiles sin pretensión teórica definitoria alguna. Porque si el arte verbal postliterario se caracteriza por su ontología débil, mutante, líquida, ¿qué sentido tiene, cabe insistir en la idea, tratar de definirla según un modelo teórico fuerte y cerrado?

Ello no significa, desde luego, abandonar el intento de comprensión del arte verbal más allá de la literatura a la luz de nuevos valores estéticos; ni siquiera negar la capacidad de expresividad y significación de la postliteratura al contrario de lo que se sostiene desde diferentes sectores ―tanto desde la teoría deconstructiva más radical que defiende la indecidibilidad del sentido poético, como desde la crítica ortodoxa que reduce lo postliterario a la subliteratura―; y ni mucho menos renunciar al ejercicio crítico de descubrir constantes y coincidencias entre los textos, por débiles, incompletas o efímeras que resulten tales verdades desde el punto de vista teórico.

Un caso ejemplar de “verdad débil” en el terreno literario serían las coincidencias observadas por diferentes críticos acerca del debilitamiento recurrente de la literariedad en la nueva escritura. Al modelo de realismo que practican los narradores actuales, Gullón lo denomina postrealismo en “La novela española: 1980-2003”; mientras que Noguerol (25-26) recurre a la noción de realismo histérico para identificarlo[28]. La investigadora española señala además otros diez rasgos ―débiles― fundamentales en la última narrativa escrita en español (Noguerol 21) para reconocer la estética que bautiza como “Barroco frío”: “triunfo del simulacro”, “manifiesta velocidad”, “fractalidad”, “aliento apocalíptico”, etc. Una parte de las trazas comentadas por Noguerol habían sido adelantadas por Mora en La luz nueva (2007), alcanzando en el caso del autor cordobés un total de veintisiete rasgos que alertan sobre el debilitamiento de la escritura en la posmodernidad.

Por su parte, Gómez Trueba, y con ella casi todos los críticos que se han aproximado a la literatura mutante, destaca de los escritores españoles de última generación “su tendencia a la fragmentación del relato” (Gómez Trueba, Narrativa española del 2008 88), pero también a la hibridación: “críticos y novelistas parecen tomar conciencia de que estamos asistiendo al triunfo y la  consolidación de un nuevo tipo de escritura, cuya razón de ser radica en una ruptura de las artificiales fronteras entre géneros” (Gómez Trueba, El nuevo género de las novelas anti-género 16)[29].

De igual forma que la portabilidad caracteriza a aquel software que posee la propiedad de ser ejecutado en diferentes plataformas y sistemas operativos, la escritura disruptiva del siglo XXI parece tener la capacidad de ser analizada desde la perspectiva de diferentes géneros, discursos, estilos o incluso medios, sin acabar de verse determinada por uno sólo y pudiendo responder a dos o más a la vez; lo cual genera, como es de esperar, una problemática cuando se aborda dicha narrativa conforme a las concepciones convencionales de la poética[30].

Así pues, si existe un rasgo que permite identificar a la escritura postliteraria es justamente su portabilidad, esto es, la capacidad de adaptarse a los distintos géneros, discursos, registros o medios de expresión gracias al papel desempeñado por la hibridación en el proceso creativo. Dicha portabilidad se debe al debilitamiento de los rasgos pertinentes que permiten distinguir a una novela de un poema, un ensayo, una crónica, un diccionario de autores o una historia literaria, y viceversa. Este debilitamiento genético se observa en las “novelas” metaliterarias de Julián Ríos o Vila-Matas, en los artefactos mutantes de Fernández Mallo o Mora, en las crónicas anfibias de Gabi Martínez o Jorge Carrión, en la autoficción performativa de Marta Sanz o Miguel Ángel Hernández, así como en la escritura débil de Pilar Adón o Julio José Ordovás.

Además de este rasgo distintivo debilitado, otra seña de identidad de la escritura postliteraria como se ha adelantado, es su fragmentarismo, según la doble acepción de su significado: tanto lo fragmentario, en el sentido de lo fragmentado, fraccionado o dividido en partes ―como al referirnos a Nocilla Dream o Circular 07―; cuanto de lo incompleto o inacabado ―como la diégesis fragmentaria que caracteriza Paraíso Alto de Ordovás[31]. El fragmentarismo, a su vez, es fruto del debilitamiento de la estructura, la cual es y ha sido el elemento nuclear de la teoría literaria y el análisis narratológico, así como el principal argumento para el estudio de la significación de las formas poéticas.

No menos debilitada se presenta la dimensión estilística en un paradigma postliterario de la escritura, aspecto que ha sido analizado en detalle por Barthes, según se ha visto, con motivo del grado cero de la escritura. Amén de la debilitación manifiesta de la verosimilitud, al concebir la escritura postliteraria la mímesis no como mera representación de la realidad, sino como simulacro hiperreal; la debilidad de las metáforas reducidas a metonimias; o el debilitamiento del sentido y el contenido de la obra en razón de la ambigüedad y la diseminación[32]. Aspectos todos ellos que determinan por igual la naturaleza débil del arte verbal en el presente siglo.

Ejemplares también resultan para el argumento aquí discutido las debilidades observadas por Villanueva (104-105) en su caracterización de los rasgos de la postliteratura: “orfandad canónica” ―afterpop―, “el no-estilo” ―grado cero―, “hipertrofia de lo lúdico” ―realismo histérico― o “ausencia de revelación” ―fragmentarismo―. Para Villanueva la literatura débil se identifica con la literatura comercial o prêt-à-porter criticada ya por Gracq en La literatura como bluff de 1950, y he aquí el conflicto: estos mismos rasgos débiles de la postliteratura se observan, sin ir más lejos, en la escritura mutante de Fernández Mallo y Mora, y sin embargo sus obras poco o nada tienen que ver con la banalidad y trivialidad de los best-seller. Tampoco adolecen obras como Nocilla Dream y Circular 07 de la “debilidad intelectual” o la “des-ideologización”, ni se han dejado doblegar sus autores por “la tiranía de las leyes del mercado”. Antes bien lo contrario.

Es de vital importancia, por lo tanto, tomar consciencia de esta última problemática en torno a la dificultad que entraña separar entre las diferentes manifestaciones de la postliteratura. Más que nunca resulta crucial la tarea de la crítica de no confundir la literatura debilitada por las operaciones del mercado, como prescribe Villanueva, de aquellas otras escrituras experimentales postliterarias que debilitan de forma deliberada sus fundamentos como consecuencia de la búsqueda de nuevos horizontes a la luz de las estéticas y poéticas mutantes. Confusión que no es extraño ver rubricada en algunas valoraciones vertidas por los críticos en los grandes medios y suscitadas por la naturaleza débil de ciertas obras postliterarias españolas. Reseñable a este respecto parece ser la crítica dedicada por Francisco Solano a El Anticuerpo de Ordovás en Babelia en junio de 2014, al juzgar que la novela “no termina de acogerse del todo al género”, por estar escrita “con una prosa de hermoso lirismo, pero un tanto saturado, dispensa escenas de adolescencia rural, sugeridas más que resueltas, en una sucesión temporal que, a medida que se avanza en la lectura, delata su falta de dirección”.

Juicios tales como “no termina de acogerse del todo al género” (portabilidad), “dispensa escenas […] sugeridas más que resueltas” (ambigüedad) o “delata su falta de dirección” (fragmentarismo) vienen a probar lo que en este estudio he tratado de exponer: cuando nos aproximamos a la obra de Ordovás desde unos criterios literarios fuertes ―género, decoro, estructuración del mito― se fracasa en el intento de comprender el concepto literario de su propuesta debilitada.

Esta situación ejemplificada en la recensión de Solano es paradigma de la crítica reseñística actual: los críticos por la subversión de los pilares clásicos de la literatura se ven desorientados en su intento de comprender y aclarar la naturaleza débil de la escritura postliteraria del siglo XXI. En otras palabras: al aplicar los principios literarios fuertes a la aparente narrativa convencional de Ordovás, el juicio acaba siendo negativo al desbordar precisamente su escritura los propios convencionalismos literarios con los cuales el crítico se aproxima a ella.

Al hilo de esta argumentación, la última narrativa breve de Ordovás no se entiende si uno no recurre a rasgos postliterarios débiles tales como el carácter fragmentario y la portabilidad que presentan sus novelas cortas, El Anticuerpo (2014) y Paraíso Alto (2017): la capacidad que tiene su escritura de adaptarse y moverse de un género a otro, de “no termina[r] de acogerse del todo al género”, de presentar su fundamento novelesco debilitado y favorecer al mismo tiempo por ello una marcada influencia del poema en prosa.

Si bien podrían citarse muchos otros ejemplos, me limitaré a señalar por último lo expresado por Marta Sanz con respecto a los relatos que componen El mes más cruel (2010) de Pilar Adón, construidos sobre la base de un concepto argumental mínimo, difuso, líquido, débil, a fin de cuentas. Sanz reconoce abiertamente, en el prólogo que antecede la obra de Adón ―titulado casualmente “Leer nos hace débiles”―, que no se ve “capaz de decir con exactitud lo que me quiere contar” y no deja de cuestionarse en todo momento “si habré entendido bien” (5). En efecto, si algo caracteriza los relatos de Adón es que “se vertebran a partir de la elipsis y de las hipótesis sobre lo que habrá pasado antes y después” (Sanz 8). Como se puede sobrentender, nos enfrentamos a la ausencia de revelación señalada por Villanueva y característica de la narrativa postliteraria. Y por tal motivo no es absoluto casual que Sanz, librándose de todo prejuicio literario, subraye la inexactitud y la falta de precisión como la principal virtud de los cuentos incluidos en El mes más cruel.

En conclusión, la narrativa en apariencia convencional de Ordovás y Adón, sin llegar a constituir ―he aquí lo sorprendente― experimentos formales mutantes, se resiste por igual a verse reducida a los principios poéticos fuertes sobre los que se asienta la teoría literaria: verosimilitud, género, estilo, dibujo de la trama y los personajes, conflicto y desenlace, son criterios y fundamentos propios de una crítica literaria fuerte, que ya no responde a la naturaleza débil del arte verbal en el siglo XXI.

Sería como si le exigiésemos a la pintura abstracta de Rothko, pongamos por caso, que respetase el dogma esbozado en el Tratado de la pintura de Leonardo, cuando lo razonable sería juzgarla a la luz de las investigaciones recogidas en El arte del color por Johannes Itten y los postulados de Arthur Danto en La transfiguración del lugar común. Tal proceder crítico resultaría tan absurdo como pretender hallar la superficie del cuadrado con la fórmula geométrica del triángulo.

De ahí la necesidad de reformar la crítica y ajustarla de nuevo a su objeto. Una crítica postliteraria, paralela a modelos como el pensiero debole de Vattimo y encuadrada ya en el estadio posthumanista de la cultura. Una crítica débil, flexible, dinámica, abierta, líquida, como nuestro tiempo.

 

 

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Date of reception: 07/02/2019

Date of acceptance: 26/09/2019

Citation: Posada, Adolfo R., “La literatura después de la literatura: teoría y crítica del arte verbal postliterario en el siglo XXI”, Revista Letral, n.º 24, 2020, pp. 76-99. ISSN 1989-3302.

Funding data: The publication of this article has not received any public or private finance.

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[1] Desde el Romanticismo, tales supuestos se han desarrollado en torno al paradigma novelístico, sobre la base de los principios poéticos clásicos ―estructura de la fábula, verosimilitud, género―, así como la tesis formalista de la literariedad que concedía autonomía al texto poético frente al resto de escrituras. Si bien es verdad que la época romántica supuso una ruptura con la normativa de corte aristotélico, en la práctica los fundamentos poéticos enunciados por el Estagirita se mantuvieron: unidad, estilo, dibujo de la trama y personajes, etc. Existen obras que, por supuesto, ya tempranamente adelantan la fragmentación e hibridación mutante que hoy día se consolida como una de las principales vertientes de la praxis literaria: desde Lucinde (1799) de Friedrich Schlegel, pasando por Les Chants de Maldoror (1869) del Conde de Lautréamont, hasta experimentos vanguardistas tales como la literatura de la stream of consciousness de Joyce, Woolf, Faulkner, Céline, Beckett o Bernhard, así como el nouveau roman de Robbe-Grillet, Cortázar, Lezama Lima o Juan Goytisolo. Si bien pueden ser consideradas las manifestaciones señaladas el germen del mutacionismo actual, ello no implica que debamos desacreditar la novedad que supone, máxime si tenemos en cuenta el peso alcanzado por el mismo al coronarse como una de las vertientes literarias más visibles y reconocibles de la literatura española en el siglo XXI. Siguiendo en este punto la reflexión de Iacob, si discutimos que la novedad que supone el fragmentarismo mutante es relativa, lo es por igual su antigüedad, pues no sería tanto fruto de una imitación de lo antiguo como de una serie de cambios estéticos e ideológicos asociados comúnmente con la era digital, a veces constatados, otras, solo anticipados o proyectados inadecuadamente sobre las fórmulas artísticas contemporáneas (49).

[2] Más concretamente, desde el cambio de paradigma que supuso la irrupción de una forma de literatura no justificada por la versificación. Es cierto que a lo largo de la historia ha habido autores y autoras que han mostrado un afán experimental por llevar la novela más allá de sus propios límites fundacionales, pero no dejaron de ser para sus respectivas épocas excepciones que confirmaban la regla literaria predominante. De hecho, si se considera a Sterne, Diderot, Goethe o Novalis grandes genios novelísticos, es precisamente con motivo de la excepcionalidad de sus obras más experimentales con respecto al modelo novelístico convencional.

[3] Mucho ha tenido que ver en la mutación de lo literario la deriva de la cultura en el estadio posthumanista y postliterario, como ha advertido Sloterdijk (28-29), en el que la literatura no sólo deja de ocupar el centro cultural sino que aspira al descentramiento, la dispersión, la diseminación, el fragmento, la fractura.

[4] Kunz en “Introducción. Para una nueva narrativa” ha señalado cómo el Nouveau roman de Robbe-Grillet, que surge en paralelo al auge de los postestructuralismos, pretendió constituirse como una vía narrativa para reflejar las dinámicas sociológicas de la nueva sociedad posindustrial, adelantándose así al mutacionismo en su propósito de constituirse como expresión de la posmodernidad. Por otra parte, como recuerda Pulido, John Beverly ya planteaba “un concepto no literario de la literatura” para caracterizar la escritura de grado cero que supone la literatura testimonial, por ser, en palabras del autor, “la forma literaria que surgirá tras la desaparición de la literatura ―en el sentido clásico―” (cfr. Pulido 229). Son estas claras manifestaciones postliterarias que empiezan a emerger a mediados del siglo pasado y que eclosionan y se convierten en paradigmáticas en el mundo actual.

[5] Piénsese, en efecto, que la crisis de la literariedad provocada por la irrupción de la novela forzó la modificación del propio nombre con el que nos referimos a los textos artísticos. Como sabemos, a partir de la recepción masiva del modelo novelesco introducido por Don Quijote, la poesía clásica deja de ser justamente poesía para mutar en la moderna literatura, al no existir ya la posibilidad de justificar la versificación y el metro rítmico como los criterios formales por los cuales se diferenciaba el arte verbal de otras formas de escritura.

[6] Al término de la redacción de este trabajo, he podido descubrir el artículo de Villanueva “Canon y postliteratura”, donde el académico adelanta un planteamiento muy similar al aquí discutido: “nos sobreviene la avalancha de una que, remedando la famosa expresión de Gianni Vattimo referida al pensamiento, bien podríamos denominar ‘letterature debole’. Es lo que yo prefiero calificar de postliteratura” (Villanueva 98). El exdirector de la RAE recurre a la teoría de Vattimo para caracterizar una nueva concepción del arte verbal, pero en su caso desde un punto de vista negativo: con “débil” se refiere Villanueva a un modelo de literatura comercial y frívola en contraposición a la fortaleza del modelo belletrístico sobre el que se erige el canon literario clásico. Asimismo, ha llegado a mi conocimiento durante el proceso último de revisión de este artículo el libro Uncreative Writing (2011) de Kenneth Goldsmith, una de las cabezas visibles del llamado conceptualismo literario en E.E.U.U., en el cual justamente plantea una tesis próxima a la aquí defendida en el marco justamente de la teoría del arte contemporáneo. 

[7] Este planteamiento que hasta ahora pertenecía al ámbito de la élite vanguardista se ha ampliado al espectro general de lo literario, dado que la novela en su concepción tradicional resulta ya insuficiente para satisfacer el afán expresivo y creativo de los escritores y escritoras, por ser el modelo novelístico la forma primordial con que opera el mercado literario. De forma que lo postliterario no surge, como se piensa muchas veces, exclusivamente de un rechazo o destrucción del canon y la tradición, sino que quizás responda a un intento de alejarse de las estrategias y automatismos propios del mercado.

[8] No ha de entenderse, como es lógico, la cita de Steiner rescatada por Mora en un sentido literal. Si bien es cierto que toda la doctrina poética derivada del tratado aristotélico fue objeto de las críticas de los teóricos románticos y superada desde luego por los fundamentos del formalismo y estructuralismo, los principios de raigambre aristotélica sobre los que venimos haciendo hincapié, desde el concepto de mímesis hasta la distinción entre los géneros, se mantienen todavía hoy como avales de la teoría y la crítica en la práctica tanto académica como cultural.

[9] Esta misma conclusión es a la que llega Kunz, para quien la literatura del siglo XXI estaría alumbrando “una post-literatura, porque se escribe en una época posterior a la hegemonía de lo literario en el campo cultural” (Kunz, Introducción 24).

[10] Mora recoge algunos de los ejemplos más radicales de esta nueva concepción postliteraria de la escritura:

La novela hiperfónica que trabajan autores como Doménico Chiappe, Randy Adams o Antonio Rodríguez de las Heras; la blogonovela de Hernán Casciari, la citada novela diseñada en libro convencional, los libros completados con cedés o deuvedés, el hipertexto o las novelas interactivas en red (tan populares como desafortunadas, al menos hasta el momento) (Mora, El porvenir es parte del presente 52).

[11] Daniel Escandell, que es uno de los teóricos de nueva generación que mejor han diagnosticado el estado de lo literario en la era digital, pone de relieve la “sensación de ofuscación y obsolescencia en los agentes culturales ―de toda índole― que no son capaces de adaptarse a la vertiginosa evolución que se deriva del proceso de aceleración de nuestra era” (Escandell 1323). El principal problema a este respecto estriba, según el investigador, en que muchas veces son los propios agentes culturales, quienes, por las circunstancias que sean, “tejen su campo de actuación, que obstaculiza el establecimiento de lo nuevo” (Escandell 1323).

[12] Por múltiples razones es posible pensar que, de la misma forma que la aparición de la imprenta jalona la historia de la literatura, dando lugar a la mutación de la poesía clásica ―predominantemente oral, versificada e imitativa― en literatura moderna ―escritural, prosaica e imaginativa―, Internet y los medios de comunicación quizás estén propiciando la mutación de la literatura moderna en una escritura postliteraria transmoderna.

[13] Se ha señalado que la institucionalización del concepto de literatura se produjo gracias a Madame de Staël con motivo de la publicación en 1880 de De la littérature considérée dans ses rapports avec les institutions sociales. En este mismo periodo, otro de los grandes teóricos del Romanticismo, Friedrich Schlegel, esgrime en Geschichte der alten und neuren Literatur (1812), una visión cíclica de las épocas literarias, la cual, al aplicarla al contexto actual, es útil para cuestionarnos si, además de enfrentarnos a una crisis del concepto de lo literario, tal vez estemos asistiendo al fin de un ciclo histórico, en concreto el ciclo romántico, que ha determinado la modernidad y al que se pone fin con la llegada de la época posmoderna a raíz de la consolidación de un paradigma posthumanista del arte y la cultura.

[14] Mora (El porvenir es parte del presente 63) fue uno de los primeros críticos en atreverse a ofrecer una nómina de escritores mutantes en el ámbito español, en la cual figuraban escritores que se han ganado de pleno derecho un lugar de honor en nuestra literatura: Manuel Vilas, Mario Cuenca Sandoval, Gabi Martínez, Ricardo Menéndez Salmón o Isaac Rosa.

[15] Esta visión escatológica de la época actual se ha trasladado a la crítica y no son pocos los literatos e investigadores que han sugerido la muerte de la literatura o la novela. Es el caso de Kunz, quien en El final de la novela: teoría, técnica y análisis del cierre en la literatura moderna en lengua española publicado en 1997, introduce la fenomenología del fin en el terreno de la crítica hispánica. A este respecto, cabe recordar que, como puntualiza Derrida en Spectres de Marx (1993), esta suerte de pensamiento crepuscular no es ni mucho menos exclusivo del siglo XXI, pues ha acompañado el discurso filosófico del siglo XX como consecuencia de la muerte de Dios, y por extensión de la metafísica, proclamada por Nietzsche.

[16] Entierro de lo literario que, por otra parte, ya hace tiempo fue oficiado por diversos autores, entre ellos, Alvin Kernan (The Death of Literature, 1990) o William Marx (L’Adieu à la littérature, 2005).

[17] En el artículo en cuestión, Santos Alonso toma como modelo de la concepción belletrística la maestría técnica desplegada por Luis Mateo Díez en los primeros compases de Fantasmas del invierno (2004) para atacar la supuesta pobreza estilística de la escritura (postliteraria) de Ray Loriga en Caídos del cielo (1995): “La expresividad de la sugerencia en el primero y las frases hechas en el segundo no requieren ni comparación ni comentario: el problema radica en la escritura, no en el contenido” (Alonso 30).

[18] En una reseña destacada por Mora (La luz nueva 16), el crítico y profesor Sanz Villanueva advertía, estableciendo un paralelismo entre la producción de los primeros narradores del siglo XXI y la poesía de Bécquer ―incomprendida y atacada en su época―, que “[l]os grandes fallos de la crítica literaria se han producido al afrontar una sensibilidad nueva desde criterios establecidos”. Pero también es verdad que la crítica más avanzada, como ha incidido Iacob (2018), ha proyectado su credo teórico más de una vez sobre los textos de nueva generación, sin que estos cumplan en rigor tales expectativas teóricas.

[19] Desde luego, la problemática en torno a una concepción postliteraria de la literatura fuerza a preguntarse al mismo tiempo por el sentido y propósito de una crítica (debilitada) más allá del habitual ejercicio de comprensión y superación interpretativa de los textos (Dilthey, Gadamer, Booth, Eco). Nos encontraríamos, en efecto, ante una modalidad de postcrítica, cuyos agentes habrían de ser considerados por igual postlectores o postcríticos; pues ya no sería dado abordar los textos postliterarios como belles lettres, sino darían lugar a escrituras conceptuales postautónomas que no necesariamente requieren y precisan de una interpretación, ni siquiera de una lectura efectiva. La trilogía urbana de Kenneth Goldsmith ―The Weather (2005), Traffic (2007) y Sports (2008)―, así como El Martín Fierro ordenado alfabéticamente (2007) y El Aleph engordado (2009) de Pablo Katchadjian prueban esta premisa, pues invalidan y anulan por carecer de propósito en su caso todo ejercicio crítico en el sentido hermenéutico convencional. Como la fuente de Duchamp o las cajas Brillo de Warhol para el caso de las artes plásticas, ejemplos radicales de obras postliterarias conceptualistas, que van desde la poesía fónica vanguardista inspirada en el lenguaje záum hasta los ejemplos de Goldsmith o Katchadjian, exigen un tipo de reflexión diferente, que aproxima ―si es que no integra― la (post)crítica a la teoría del arte contemporáneo. El objetivo, así pues, de la crítica debilitada considerada como postcrítica no pasaría por la interpretación del mensaje o contenido de la obra literaria cuanto por la pregunta acerca del sentido de la propia obra postliteraria como objeto de arte verbal.

[20] Revolución tecnológica comparable a la invención de la escritura en la Grecia clásica o la imprenta en el Renacimiento. Si la literatura se vio obligada a renovar sus fundamentos con la invención del cine y el avance de la imagen, cuanto más si es el paradigma cultural al completo el que ha sido alterado con la irrupción de Internet y las nuevas tecnologías informáticas. No sólo parece natural que acuse la influencia, sino además que se vea en la necesidad de competir con las nuevas y múltiples formas de expresión, máxime en el caso de la narrativa.

[21] Lleva razón Pozuelo Yvancos cuando observa que “las formas de la innovación estética se convierten en los nuevos parámetros del consumo masivo que no sólo legitima las prácticas transgresoras, sino que subvierte su sentido al convertirlas en homenaje-parodia, pastiche, remake” (Pozuelo Yvancos 239). Por más que no parezca ser el caso de los escritores aquí referidos, no debe despejarse este elemento de la ecuación y conviene tenerlo siempre presente cuando hablamos de novedades en el contexto literario del siglo XXI.

[22] Cabe puntualizar que, si bien Mora se refiere aquí a la escritura textovisual y la literatura pangeica, la premisa puede ser perfectamente extendida a toda forma de arte verbal que supere el concepto convencional de lo literario. Nada de subversivo o transgresor ha de verse en ello, insisto, si traemos a colación el modo en que los tratados poetológicos del Pinciano o Lope ayudaron a superar, en el ámbito español, la concepción formal poética conforme a la versificación y la división clásica entre los géneros dramáticos.

[23] Nihil novum sub sole, pues como recuerda oportunamente Mora (El lectoespectador 184), T. S. Eliot ya lo constató en su día: “La crítica literaria es una actividad que ha de definir constantemente sus límites; también debe sobrepasarlos constantemente”.

[24] En paralelo a la redacción de este trabajo, ha salido publicado #Postweb! (2018) de Saum-Pascual, donde reivindica una modalidad de crítica efímera: “una práctica humanística que abandone los aires de grandiosa trascendencia” y que abogue por una visión de “la crítica literaria más amplia, de manera fugaz, inestable, discontinua” (11-12). El modelo propuesto por Saum-Pascual se aproxima en cierto modo al postulado filosófico de Vattimo, por cuanto el pensamiento débil no deja de ser un hablar provisional, una ruta, el indicio de un sentido que recorrer.

[25] El concepto de “verdad débil” que aquí empleo procede de la reflexión filosófica de Vattimo en torno al pensiero debole y la “ontología del declinar”. Inspirado por la filosofía de Heidegger, el planteamiento del filósofo italiano parte de la premisa de la debilitación de la noción del ser con la muerte de la metafísica, provocada por el nihilismo de Nietzsche, y el modo en que el pensamiento transcendental deja de ser un instrumento certero e infalible en la búsqueda de la verdad pragmática: “Un pensamiento débil lo es, ante todo y principalmente, en virtud de sus contenidos ontológicos, del modo como concibe el ser y la verdad: en consecuencia, es también un pensamiento desprovisto de razones para reclamar a la superioridad que el saber metafísico exigía en relación a la praxis” (Vattimo 40). Aplicado el planteamiento filosófico a la crítica, se trataría de reconocer, por lo tanto, que todo pensamiento teórico-literario es débil en el sentido en que no puede ofrecer una definición fuerte de la ontología poética, por ser justamente esta una ontología débil. Siguiendo la argumentación de Vattimo (40), una concepción débil de la reflexión literaria no implicaría pues “una incapacidad de crítica, tanto teórica como práctica” ni “una disminución de la fuerza proyectiva” de la crítica misma, sino “volver a proponer el problema del sentido del ser” del arte verbal, la teoría literaria y su epistemología.

[26] Namora hace hincapié con razón en que “el fracaso de la ciencia de la literatura, defendida durante tantas décadas, ha producido una especie de vergüenza intelectual ―como si tuviéramos que disculparnos al mundo por no estar en el laboratorio” (Namora 942). Por más que nuestras conclusiones sean “siempre aproximadas, parciales, no definitivas” (Namora 947), eso no significa renunciar a un conocimiento teórico, pues si bien inexacto e incompleto, el objetivo de la investigación literaria es ofrecer siempre un saber razonado y lógico del arte verbal.

[27] En el marco de la polémica en torno al relativismo epistemológico que vertebra el pensamiento desde el “Mayo del 68” hasta nuestros días, se están empezando a asentar modelos filosóficos alternativos que debaten las premisas de la posmodernidad, como es el caso del realismo especulativo de Meillassoux o Brassier. Pero, por otra parte, cabe recordar asimismo que en paralelo cada vez ganan más peso en el plano cultural las obras de los pensadores vinculados al aceleracionismo británico, Nick Land o Mark Fisher, fuertemente inspiradas por los trabajos de Deleuze-Guattari y Derrida. Por último, no está de más traer a colación que la estética relacional de la mano de Bourriaud o Claire Bishop centra buena parte del debate teórico-artístico según una concepción altermoderna de las artes visuales. Todas estas ideas filosóficas y estéticas convergen en la poética especulativa proyectada por el filósofo y teórico literario austriaco Armen Avanessian, que conviene tener en cuenta y no perder de vista en cuanto que dialoga con otras visiones postliterarias como el conceptualismo de Kenneth Goldsmith y Marjorie Perloff o el modelo de crítica debole que aquí se plantea. 

[28] La noción de realismo histérico fue acuñada por James Wood, como recuerda la propia Noguerol (25-26).

[29] Aunque Trueba registra que la hibridación ya había sido observada y designada en un ciclo de conferencias de 1995 por Rafael Argullol como “escritura transversal”, no deja de resultar la presencia de este tipo de rasgos en épocas anteriores singularidades. A este respecto, es oportuno traer a colación de nuevo la teoría de Iacob acerca de los “rasgos recesivos” de la narrativa mutante y su reflexión en torno a la relativa antigüedad de las innovaciones: “Si concordamos en que la novedad es algo relativo, también lo es la antigüedad […] Toda antigüedad, igual que toda novedad, es contextual, pragmática y no paradigmática” (Iacob 49). A la luz de la reflexión de Iacob, podemos alegar que si hoy prestamos tanta atención a fenómenos residuales y anecdóticos en la historia literaria antigua como la technopaegnia alejandrina, los lipogramas de Alcalá y Herrera, la silva rerum y la miscelánea barroca, la literatura gnómica de los moralistas franceses o novelas como Tristram Shandy o Jacques le Fataliste et son maître, es en virtud de la influencia generada por los caligramas de Apollinaire, el stream of consciousness, los experimentos del OULIPO, el fragmentarismo y la hibridación, o la tuiteratura. Cabe preguntarse, por lo tanto, si de no haber eclosionado tales fenómenos en la modernidad, ¿habríamos rastreado en la antigüedad su presencia o permanecerían en el olvido como tantos y tantos otros artificios y rarezas registrados en el pasado?

[30] De ahí “la dificultad de clasificar los textos como novelas o colecciones de cuentos integrados” (Noguerol 27), sobre todo en el caso de las novelas que presentan estructuras reticulares.

[31] Una dicotomía paralela a la aquí propuesta es la establecida por Mora (Fragmentarismo y fragmentalismo 93), al enfrentar la escritura fragmentada ―que da lugar a textos fracturados caracterizados por la presencia de grietas, huecos y ausencias en el conjunto— y fragmentaria ―escritura en la que a partir de la unión de fragmentos textuales se compone un mosaico—.

[32] La diseminación es un concepto procedente de la crítica deconstructiva de Derrida que tematiza “la imposibilidad de reducir un texto como tal a sus efectos de sentido, de contenido, de tesis o de tema” (Derrida 13).