La
literatura después de la literatura: teoría y crítica del arte verbal
postliterario en el siglo XXI
Literature After Literature: Theory and Criticism
of the Postliterary Verbal Art in the 21st Century
Adolfo
R. Posada
Universitatea de Vest din Timişoara, adolfo.rodriguez.posada@gmail.com,
ORCID: 0000-0002-5193-2188
DOI: http://dx.doi.org/10.30827/RL.v0i24.8678
Desde los
inicios del nuevo siglo se han ido sucediendo una serie de tentativas que
comulgan con una poética mutante de la literatura y que exigen una aproximación
a partir de planteamientos diferentes a los acostumbrados. Ahora bien, no se
contempla únicamente desde la vanguardia mutante el signo de un nuevo tiempo
literario: una parte importante de la narrativa española actual, incluso en su
vertiente más convencional como en el caso de Pilar Adón o Julio José Ordovás,
es muestra por igual de la consolidación de un concepto diferente de la
escritura como arte verbal más allá de lo literario, el cual se caracteriza por
transgredir a todas luces principios poéticos tales como unidad, estilo o
género, y por responder además a un modelo de crítica alternativo articulado en
la fragmentación, el grado cero y la hibridación como fundamentos. Así pues, el
propósito de este artículo no es otro que poner de relieve los principales
avatares y dilemas que determinan en la actualidad el debate literario con el
fin de analizar la deriva de la teoría y crítica del arte verbal en el siglo
XXI.
Palabras clave: postliteratura; mutacionismo;
pensamiento débil; literatura del siglo XXI; estética postcontemporánea.
A series of attempts has occurred since the beginning
of the new century in the light of a mutant poetics of the literature, which
requires an approach from perspectives different to the usual one. However, the
sign of a new literary age is not only regarded from the mutant avant-garde: an
important part of the Spanish narrative nowadays, even in its conventional
aspect as in the case of Pilar Adón or
Julio José Ordovás, is
equally example of
a different conceptual
consolidation of the writing as verbal art beyond the literary idea. This new
poetic concept is characterized by clearly breaking principles
such as unity, style or
genre and also responding to an alternative model of
literary criticism articulated in
the fragmentation, the degree
zero and the
hybridity as foundations.
Therefore, the objective of this article is to highlight the main avatars and
dilemmas that affect literary debate today in order to analyze the drift of the
theory and criticism of verbal art in the 21st
century.
Keywords:
post-literature; mutant fiction; week thought; 21st century literature; post-contemporary
aesthetics.
Parece evidente, cuando ya han pasado casi dos décadas del
nuevo siglo, la necesidad de iniciar una revisión profunda de la crítica. No
porque la crítica literaria haya dejado de ser efectiva a la hora de cumplir su
cometido ―entiéndase, favorecer la comprensión de la literatura y ampliar su
conocimiento―, sino porque el concepto mismo de literatura, dentro del nuevo
estadio posthumanista, transmoderno o postliterario, según se prefiera, propio
ya no de la Galaxia Gutenberg sino de la era de Apple y Microsoft, ha mutado de
tal forma que transciende los supuestos literarios considerados hasta el pasado
siglo[1].
Por ello, quizás no podamos
hablar ya de literatura en términos convencionales, cuando nos aproximamos a la
producción de los nuevos autores y autoras españolas del siglo XXI, sino de
otra modalidad de arte verbal, otra forma de escritura más allá del concepto
moderno que ha venido definiendo el signo literario desde los tiempos de
Cervantes[2].
Escritura, en definitiva, que ha visto alterada su constitución con respecto al
modelo novelístico predominante en la modernidad y trata de emanciparse y
consolidarse como principal vehículo de expresión poética de nuestra época.
Dicho en una breve premisa que resume la conjetura aquí planteada: la
literatura moderna ha mutado o está mutando en una suerte de escritura
postliteraria en el marco de un estadio posthumanista de la cultura.
Cualesquiera que sean las
razones que haya o estén provocando esta insospechada mutación[3],
parece lógico que el arte verbal postliterario ya no debería ser contemplado, y
por tanto enjuiciado como así lo pretende una parte de la crítica literaria
―máxime aquella que se practica en los suplementos
literarios y cuya
función es orientativa―, desde unos principios poéticos fuertes de raigambre
aristotélica: verosimilitud, género, unidad, estilo, trama, dibujo de los
personajes, etc. Pero tampoco desde el criterio formal de una literariedad que,
tras una prolongada crisis, ha visto cumplida su obsolescencia.
La circunstancia no es
novedosa del todo. En El grado cero de la
escritura, Roland Barthes
empieza a observar cómo la literatura desde Mallarmé muestra una tendencia
significativa a la destrucción del lenguaje y con ello al fin de la concepción belletrística de la literatura. De
hecho, el teórico francés ya vaticinaba, a mediados del siglo pasado, “el
cumplimiento de ese sueño órfico: un escritor sin Literatura” (Barthes 15).
La reducción del lenguaje a su
grado cero, fundamento de la escritura blanca o hablada de Camus o Queneau,
imposibilita no sólo delimitar su ontología según los convencionalismos
poéticos clásicos ―esto es, la definición del arte verbal como belles lettres―, sino asimismo articular
la teoría literaria en virtud de los postulados formalistas en torno a la
concepción del lenguaje como función estética. Todo ello es signo de la
mencionada crisis de la literariedad
que caracteriza el periodo de los postestructuralismos[4].
Por su parte, Foucault llega a
plantear que “[n]o es tan seguro que Dante, Cervantes o Eurípides sean
literatura”, pues quizás la propia idea de lo literario “no sea tan antigua
como habitualmente se dice” (Foucault 63). No es que el teórico francés dudase
de la condición literaria de la Divina
comedia, Don Quijote o Medea; únicamente mostraba, y con razón,
sus dudas con respecto a la premisa de que los autores clásicos hubiesen
escrito literatura en los mismos términos que Rimbaud o Mallarmé. Tanto es así
que ni siquiera se denominaba al arte de unos y otros, en sus respectivas
épocas, con el mismo término, pues el concepto moderno de literatura es
reciente en comparación con la historia milenaria de la poesía[5].
Al igual que Eurípides y Dante
no participarían de la misma idea de literatura que Rimbaud y Mallarmé, cabría
preguntarse si a su vez los escritores del siglo XXI no han cumplido el sueño
órfico del que hablaba Barthes y han dejado de escribir literatura para
escribir otra cosa. Una escritura quizás ya no supeditada al concepto literario
en un sentido fuerte, sino a una concepción débil, líquida y mutante del arte
verbal[6].
Circunstancia que no dejaba de
observar Gonzalo Navajas ya en el año 2000 en el contexto de la crítica
española: “El nuevo siglo deparará no el ocaso de la reflexión teórica sino su
reconsideración y nueva orientación” (Navajas 199). Casi dos décadas después
hemos empezado a tomar consciencia de que es posible que nos enfrentemos, antes
que a un esperable cambio de época, a una concepción postliteraria de la
escritura, “más integrada, asimiladora y descentrada” (Navajas 199) y que exige
una orientación crítica diferente.
En paralelo a Navajas, Germán
Gullón realiza el mismo diagnóstico al contemplar en la nueva escritura del
siglo XXI una forma literaria debilitada, “en cuyo corazón no hay certezas, ni
discursos predominantes, sino innovación y cambio, y, sobre todo, una
permanente revisión de lo establecido y aceptado” (Gullón 30). De esta manera,
la irrupción de una nueva escritura postliteraria en el nuevo siglo inspira
formas diferentes de expresión[7],
quizás más adecuadas para comprender el tiempo acelerado y la naturaleza
líquida del mundo actual. Como señala Gullón, “vivimos en la era de la
metamorfosis, del cambio permanente, donde todo debe ser flexible”; y, sin
embargo, la crítica se muestra todavía “inflexible, conservadora, elitista por
retrógrada, inapropiada para nuestro tiempo” (Gullón 31).
No es de extrañar, recordando
las palabras del catedrático santanderino, que los escritores actuales “tienen
razón si se sienten abandonados por la crítica” (Gullón 32). Es verdad que,
gracias a la labor de diversos académicos, literatos y periodistas, se ha
intentado cubrir esta laguna. Y en este
sentido críticos como los propios Navajas y Gullón, Fernando Valls, Jenaro
Talens, Juan Francisco Ferré, Alfredo Saldaña, Jordi Gracia, Javier García
Rodríguez, Francisca Noguerol, Marco Kunz, Genara Pulido, Teresa Gómez Trueba,
Vicente Luis Mora, Germán Sierra, Eloy Fernández Porta, Jorge Carrión, Martín
Rodríguez-Gaona, Carmen Morán, Enrique Ferrari Nieto, Jara Calles, Alex
Saum-Pascual, Alice Pantel, Roxana Ilasca o Marcin Kolakowski han contribuido
enormemente con sus estudios literarios a visibilizar el arte verbal de un
nuevo siglo al que se le ha dado la espalda más de una vez sin razón y el cual
sigue observándose por parte de los sectores más ortodoxos de la crítica con
enorme recelo y condescendencia.
Urge por eso mismo, como bien
ha defendido Gullón, “intentar acceder a la novela renovando los criterios, los
patrones de evaluación”, además de “encontrar nuevas maneras de juntar, de
agrupar, de entender a los escritores, y en esa tarea se avanza poco, por
muchas razones, entre otras la falta de consenso sobre cuáles son los criterios
que deben regir ese empeño” (Gullón 32). En la misma línea de Gullón se sitúa
Marcelo Topuzian, quien reclama “la implicación activa de la crítica en los
movimientos actuales de la literatura” (Topuzian 344). No tanto para revelar
una verdad sobre lo literario como pretendió la teoría en el siglo pasado; sino
porque, como bien apunta Mora, “cuando la crítica deja de hacer su trabajo, el
mercado hace el suyo. A conciencia” (Mora, La
literatura es una tortuga 36).
A la nómina de críticos que
han manifestado su preocupación por la decadencia que asola los estudios
literarios en la actualidad, tanto en su vertiente académica como ensayística,
se suma Gómez Trueba, otra de las grandes pioneras en el estudio de la
literatura española del siglo XXI. Entiende que es lógica “la desorientación
que impera cuando el objeto de estudio es todavía tan cercano y tan sumamente
dispar” (Gómez Trueba, Narrativa española
del 2008 77), pero resulta del todo necesario superar este estado de
desorientación provocado por el tránsito de lo poético a lo postpoético. Lo
cierto es que se ha venido a cumplir el vaticinio formulado por Steiner, sobre
el que ha llamado la atención Mora: “En el futuro será necesaria otra poética
distinta a la de Aristóteles” (cfr. Mora, El
lectoespectador 53)[8].
A este respecto, el propio autor cordobés concluye que “comienza a ser
necesaria una poética, una teoría estética que conjugue todas estas nuevas
realidades y su diálogo con las realidades artísticas” (Mora, El lectoespectador 57).
Parece indiscutible pues,
tanto si se ve en ello algo positivo como negativo, que estamos asistiendo,
como bien afirma Darío Villanueva, a una “desliteraturización de la literatura”
(99) y en consecuencia “al nacimiento de la postliteratura”
(104)[9].
Normalmente, la tendencia de la crítica ha sido juzgar esta desliteraturización como una
circunstancia negativa. No se ha separado entre todas las manifestaciones
postliterarias aquellas que son fruto de una operación del mercado de aquellas
otras que apuestan por un modelo literario diferente, cuyas debilidades ―si es
que las consideramos como tales viendo en ello un hecho negativo― son resultado
de la apuesta por la experimentación y la búsqueda de un horizonte literario
más allá de los convencionalismos ―tanto decimonónicos como novecentistas― de
la novela. Un modelo de escritura postliteraria que trata de superar el
modernismo y sus epílogos, de igual forma que el Modernismo internacional hizo
lo propio en su intento de “superar otra prodigiosa manera de hacer novela, la
del realismo y naturalismo del siglo anterior” (Villanueva 100).
Existen razones de peso para
sostener la hipótesis aquí planteada. No sólo porque exista un consenso entre
los críticos como se intenta hacer ver, sino asimismo porque, al aproximarnos a
los textos y observar cómo estos desbordan los rudimentos de crítica
convencionales, cada vez se hace más patente la consciencia de que hemos
asistido o estamos asistiendo a un cambio de paradigma en cuanto a la
concepción de lo literario[10].
Otra de las razones evidentes
que pueden alegarse en la defensa de este argumento, la encontramos en las
diversas etiquetas acuñadas para designar el mismo fenómeno. Las nociones
propuestas para definir este cambio de paradigma son numerosas: transmodernidad
(Rodríguez Magda), pangea (Mora); narrativa mutante (Ferré); postpoesía
(Fernández Mallo); afterpop (Fernández Porta); post-digitalismo (German Sierra);
literatura postautónoma o literaturas en éxodo, ambas nociones acuñadas por
Josefina Ludmer.
Todas ellas, he aquí lo
importante, vendrían a expresar un mismo Zeitgeist,
un espíritu propio de nuestro siglo que guarda relación con la revolución tecnológica,
la naturaleza de la sociedad de la información, el impacto que el medio digital
está teniendo en nuestra cultura y costumbres, o la manera en que la
globalización está cambiando nuestro concepto del mundo. Pero no pensemos, al
contrario de lo que muchas veces se ha dicho, que esta circunstancia es nueva.
Si en algo es útil el estudio de las Humanidades es para encontrar respuestas
en el pasado que nos ayuden a entender mejor nuestro presente.
Es
habitual, de hecho, la resistencia al cambio, en especial cuando se trata de la
transición de un modelo cultural en razón de la disrupción y desarrollo de una
nueva tecnología[11].
Viene al caso traer a colación, por ejemplo, la crítica de Platón a la
escritura, por ver en ella el fin de la memoria y el signo de una edad del
olvido. Además, recordemos que, en nuestro Siglo de Oro, autores como el
Pinciano, así como Lope de Vega en su faceta como teórico, impulsados por la
revolución humanística que trajo consigo la imprenta de Gutenberg y con ella el
nacimiento de la sociedad moderna, demandaron un arte nuevo mediante la reforma
de la teoría poética antigua[12]. Por no hablar del cambio de
ciclo que supuso el Romanticismo con respecto al modelo (neo)clásico.
Quizás hoy, como entonces, nos
corresponda a nosotros ir contra el antiguo y refutar a los maestros,
reformando la poética en el presente siglo, de manera que esta vuelva a dar
respuesta a la naturaleza de un arte verbal que transciende el concepto belletrístico de lo literario según lo
hemos entendido en los últimos doscientos años[13].
Un indicio añadido acerca de
este cambio de época en cuanto al concepto de lo literario se contempla en la
ruptura del horizonte de expectativas que viene provocando entre los críticos
hispanistas, de un tiempo a esta parte, aquellas obras y manifestaciones
enmarcadas en el mutacionismo[14].
Pero también el número considerable de novelas que, dentro de la literatura
española, por ejemplo, se adscriben a la fenomenología del fin (Berardi) y
abordan como temática el cambio de un ciclo histórico, como ha estudiado José
María Pozuelo Yvancos en “La novela actual y el cambio de ciclo histórico”.
Algo que se vislumbra no sólo en novelas célebres como Dublinesca (2010) de Enrique Vila-Matas, sino también, conforme a
lo observado por Gómez Trueba, en la forma en que la narrativa española del
nuevo siglo comparte “una especie de visión apocalíptica y aterradora del mundo
en el que vivimos” (Gómez Trueba, Narrativa
española del 2008 88)[15].
Pero no debe interpretarse
este adiós a la literatura en un sentido literal. Antes bien, ha de observarse
en ello, insisto, el síntoma de un cambio de modelo, una crisis del anterior
paradigma, una superación de la propia muerte de lo literario y sobre todo la
resurrección del espíritu del arte verbal más allá de lo convenido hasta ahora.
“En todo caso”, anota Topuzian, “es precisamente el estatuto del discurso de la
crítica literaria, y especialmente de la académica, si se quiere, lo que está
en juego desde el principio” (Topuzian 341).
No hay motivos, por consiguiente,
para rasgarse las vestiduras y cerrarse en banda ante el inicio de un nuevo
ciclo literario. Era esperable que la crítica guardase luto por la muerte de la
literatura y parece razonable que su entierro se haya prolongado más de lo
debido[16].
Pero corremos el riesgo de que, de tanto velar su cadáver, el espectro de la
literatura se proyecte en el siglo XXI de forma que impida el florecimiento y
desarrollo de una visión poética apropiada para reflejar las inquietudes y
traumas de nuestro presente. Una nueva escritura que sepa transmitir los
cambios sociológicos y tecnológicos que han distorsionado “nuestra manera de
percibir la realidad, la manera de sentir el tiempo y el espacio en el que
estamos inmersos y también la que pone en práctica una fórmula literaria capaz
de dar cuenta de esa nueva percepción de la realidad” (Gómez Trueba, Narrativa española del 2008 91-92).
En este sentido, se empieza a
apreciar ya un cambio de actitud entre las nuevas generaciones de críticos, los
cuales han dejado de contemplar “el fin de la literatura, de una manera
conflictiva, agonística” (Topuzian 310). Quizás porque, al dirigir la mirada a
la historia literaria, hemos tomado consciencia de que no existen razones para
afrontar con pesimismo los cambios. Después de casi varios siglos de hegemonía,
es verdad que la literatura muestra ahora su declinar en el auge de un nuevo
concepto posmoderno, postliterario, posthumanístico. Pero como concluye
Topuzian, no hablamos en absoluto de la muerte del arte verbal, sino “la declaración
del fin, se entiende, de la literatura como la hemos venido conociendo”
(Topuzian 310).
Así las cosas, que se haya
agotado y culminado una forma de entender la escritura artística, que se ha
prolongado desde Cervantes hasta nuestra época, no significa, como los críticos
más apocalípticos han vaticinado, el fin del arte de las palabras. Se ha
comentado más arriba que autores como el Pinciano o Lope de Vega, cuyas
reformas fueron culminadas posteriormente por críticos románticos como Madame
Staël o Friedrich Schlegel, asumieron que el concepto establecido de poesía
limitaba la libertad creativa reclamada por los nuevos autores de ficción, y
que por lo tanto era preciso comenzar a juzgar el valor de la nueva literatura
desde presupuestos diferentes a los definidos por la doctrina poética
aristotélica y horaciana.
Desde el academicismo más
conservador, recuérdese, se intentó poner freno a esta reforma de la clásica
poesía, iniciada entre los siglos XVI y XVII y culminada en el Romanticismo, en
su mutación como moderna literatura. La situación hoy día no es diferente.
Conceptos como mutacionismo, era digital, pensiero
debole, posthumanismo, transmodernidad o postliterariedad, siguen generando
escepticismo y rechazo, cuando habrían de generar optimismo y movimiento dentro
de los estudios literarios.
En efecto, la escritura
postliteraria permite superar el trauma de la muerte de la literatura. Invita
al optimismo. Genera movimiento y dinámicas. Se suma al aceleracionismo de la
nueva época e imprime velocidad a una crítica paralizada por la imposibilidad
de comprender los nuevos textos postliterarios, en un intento de escapada hacia
otro lugar (una Ausgang, en términos
kantianos).
Lo cierto es que, como se ha
mencionado, las herramientas que hasta ahora eran efectivas para analizar la
literatura han dejado de ser útiles en el estudio de la nueva escritura. Me
explico una última vez: no es que hayan dejado de ser rudimentos del todo
eficaces a fin de favorecer la comprensión de lo literario, sino que, aplicados
fuera de su campo habitual de acción, acaban por distorsionar la mirada sobre
el objeto estético, lo desmitifican y deprecian por no encajar con una
normativa inflexible. Como ha hecho ver Ludmer en “Literaturas postautónomas”,
la principal característica de las escrituras postliterarias estriba en que no
es posible juzgarlas “con criterios o con categorías literarias (específicas de
la literatura) como autor, obra, estilo, escritura, texto, y sentido. Y por lo
tanto es imposible darles un ‘valor literario’: ya no habría para esas
escrituras buena o mala literatura”.
De la misma forma que no tiene
sentido tratar de comprender la poesía moderna con la teoría de los estilos y
géneros poéticos según la Rota Virgilii,
no parece lógico seguir aplicando ―por más que estos sean los apropiados para
explicar la literatura de una época pasada― ciertos criterios
teórico-literarios con objeto de analizar y valorar el arte verbal en el siglo
XXI. Todo ello es consecuencia, a juicio de Mora, de que se hayan establecido
“unos códigos de expresión que, por supuesto, ponen en cuestión también las
necesidades formativas de los críticos literarios, por no hablar de sus
metodologías de análisis” (Mora, El
porvenir es parte del presente 51).
Justamente, si algo invita a
pensar que nos encontramos ante una concepción radicalmente diferente del arte
verbal, es por cuanto la escritura postliteraria se resiste a ajustarse a la
esencia formal que “desde siempre ha caracterizado al lenguaje literario y a la
literatura” (Alonso 28). Aunque es exagerado alegar que el signo literario se
ha visto determinado “desde siempre” por la estilística retórica, como defiende
el profesor Santos Alonso en su artículo[17],
no se equivoca al condenar que las nuevas formas de escritura que ha traído
consigo la posmodernidad no encajan, cabe insistir en ello, con un concepto belletrístrico.
Aun así, renunciar a
interpretar y valorar la nueva escritura por no casar con los cánones
literarios convencionales sería tan ridículo como que los historiadores del
arte del pasado siglo hubiesen condenado una buena parte de la pintura y
escultura contemporáneas por no ser figurativas y no ceñirse, en consecuencia,
al molde aristotélico. Siguiendo a Mora, es cierto que “estamos en un momento
de cambio, lo que se advierte en ciertas resistencias”, si bien los críticos
estamos obligados a “dejar de lado los prejuicios anacrónicos y mirar lo que
nos rodea con una actitud constructiva” (Mora, El lectoespectador 32). Y he aquí el gran error cometido por la
crítica literaria más ortodoxa: anteponer, por motivos ideológicos, la teoría
literaria al objeto estético[18].
Al hilo de esta idea, cabe
decir que se ha intentado formular una teoría literaria fuerte en función de la
escritura postliteraria, algo admirable y que ha de aplaudirse, pero sin que,
por ello, tal es el caso, deje de suponer una paradoja en última instancia. Si
algo identifica al arte verbal del nuevo siglo ―desde los proyectos mutantes
más radicales, pasando por la tuiteratura,
hasta la narrativa en apariencia tradicionalista de Pilar Adón o Julio José
Ordovás―, es justamente la resistencia que ofrecen a ver reducida su naturaleza
cambiante y líquida a una teoría fuerte y sólida.
En otras palabras, si estamos
de acuerdo con que la escritura postliteraria se caracteriza precisamente por
ser rizomática, ambigua, fragmentaria, discontinua o abierta, esto es
literariamente débil, ¿qué sentido tiene reducirla a una crítica cerrada,
estricta y fuerte? ¿Significa responder negativamente a esta pregunta que
debemos abandonar todo empeño de construir un conocimiento crítico aproximado
de la escritura postliteraria, por no poder abordarla con propiedad desde
principios literarios fuertes? Por supuesto que no[19].
Resulta
evidente que los escritores de comienzos del siglo XXI ―pues la praxis siempre
va un paso por delante de la teoría― se han apurado a sobrepasar la procesión
funeraria de lo literario. Se han entregado por completo a una nueva forma de
experimentación a la luz de las nuevas tecnologías. Mora, Fernández Porta,
Carrión, Calles, Saum-Pascual, Pantel o Ilasca han explorado con profusión en
sus trabajos esta suerte de influencia de lo digital en el arte verbal[20].
Pero más allá de la literatura mutante o pangeica, hipérbole a todo efecto de
cuanto ha denominado Rodríguez Magda en su trabajo de 2010 la “razón digital”
de nuestro mundo, rara vez el crítico se ha atrevido ―me viene a la mente La literatura egódica (2014) de Mora
como ejemplo― a generar una conectividad entre aquellos textos que, desde diferentes
posiciones estéticas ―incluso estilísticamente conservadoras―, comulgan de un
modo u otro con el credo postliterario.
Comoquiera que sea, no se
puede achacar esta fascinación por lo tecnológico a una moda pasajera ni a que
los críticos se estén dejando llevar por el gancho que supone la novedad dentro
de la lógica capitalista[21].
Tampoco es que se trate de la mera reivindicación generacional que conlleva
cada cambio de época, sino de la entrada en declive del modelo realista
―balzaquiano― de novela, el cual ha significado, salvando las excepciones
vanguardistas, el centro del paradigma literario en los últimos dos siglos.
Hablamos de un fenómeno artístico que va más allá de un estilo, una estética,
una corriente literaria o una generación: se trata de una nueva forma de
concebir el propio arte verbal en el siglo XXI.
Ahora bien, la concepción
postliteraria del arte verbal arrastraría entonces, debido al debilitamiento de
sus fundamentos ontológicos como literatura, es decir su literariedad, el mismo
problema que ha observado Pulido (2008) con respecto a la literatura
testimonial: su difícil teorización. No sólo su teorización, sino, asimismo,
como esgrime Mora[22],
resolver la duda acerca de “cómo leer estas nuevas obras; qué instrumentos
críticos utilizar” (Mora, El
lectoespectador 177). En vista de lo argumentado en El lectoespectador, no es exagerado sostener que “un texto, hoy en
día, no es el mismo objeto que analizaban los formalistas rusos a principios
del siglo XX” (184); y menos exagerado todavía defender que las obras
postliterarias deberían “ser medidas con su propio rasero” (179).
La principal consecuencia de
esta realidad es que el examen narratológico y estilístico resultará
extremadamente problemático a la hora de proceder a la crítica del arte verbal
en el siglo XXI. No es difícil percatarse de ello si, al examinar la escritura
postliteraria, recurriésemos por ejemplo a los mismos criterios establecidos y
aplicados con maestría por Pozuelo Yvancos en el artículo “La novela actual y
el cambio de ciclo histórico” (2017).
Tales criterios, que se
ajustan a la perfección al modelo literario más o menos convencional sobre el
que se construyen novelas como Fuga en
espejo o Castillos de cartón,
resultarán sumamente conflictivos al ser aplicados a obras reticulares y
postliterarias como Nocilla Dream de
Fernández Mallo o Circular 07. Las
afueras de Mora. En estas últimas, a diferencia de lo observado por Pozuelo
Yvancos en relación con las mencionadas novelas de Mariano Antolín Rato o
Almudena Grandes, no existe una “intriga muy bien tramada” (244), ni aciertos
ni desaciertos de “la focalización interna” (244), ni siquiera una “urdimbre
narrativa” (246); tampoco “narradores que se van alternando” (246) al menos en
el sentido tradicional, ni un “habilísimo flash
back” (248) que anticipe el desenlace, toda vez que son escrituras que no
se construyen alrededor de “una trama con planteamiento, nudo y desenlace”
(248).
Estas últimas pistas, que
delatan la condición postliteraria de los proyectos narrativos de Fernández
Mallo o Mora con respecto al convencional retrato robot que dibujan las novelas
de Rato y Grandes, vienen a secundar la hipótesis ya adelantada por Ludmer:
“Estas escrituras, entonces, pedirían, y a la vez suspenderían, el poder de
juzgarlas como ‘literatura’. Podríamos llamarlas escrituras o literaturas
postautónomas; son constituyentes del presente” (Ludmer s. p.).
En otras palabras, Nocilla Dream o Circular 07 presentan formas de escritura que “se regirían por otra
episteme” (Ludmer s. p.). De ahí que no tenga sentido, como adelantábamos,
formular una teoría fuerte y sólida sobre su modelo[23];
sino más bien practicar una crítica débil que, sin renunciar al logocentrismo y
al orden de unas normas ―por débiles que sean―, no pretenda construir una
teoría exhaustiva ni totalizadora, en términos positivos, y asuma el
relativismo como natural y propio de nuestra disciplina[24].
Como si el relativismo, la debilidad y la inexactitud fueran señas de identidad
de la (post)filología y las (post)humanidades frente a las ciencias exactas. En
suma, una crítica (post)literaria que únicamente aspire a ofrecer una “verdad
débil” acerca del arte verbal[25].
Esta modalidad de crítica
vendría inspirada por una epistemología debilitada y líquida, pues su objeto de
estudio ha dejado de ser una literatura construida sobre unos pilares poéticos
de raigambre aristotélica, caracterizados precisamente por la unidad, la
fortaleza y la solidez. Se trataría de un modelo de crítica que abandona el
ideal, que ha acompañado a la teoría de la literatura desde sus orígenes, “de
pisar en el terreno firme de una ciencia positiva que nada quiere saber de las
especulaciones filosóficas” (Bueno s. p.)[26].
No se trata tampoco de
renunciar a la posibilidad de alcanzar un saber literario, sino como defiende
Talens, “asumir el carácter parcial, rizomático, incompleto y efímero del
objeto y del sentido que producimos a partir de él” (Talens 231). Abrazar una
crítica débil en definitiva que aspire a reflexionar, comprender e interpretar
lo postliterario según unas evidencias observadas en su aproximación a los
textos, sin pretender con ello establecer teorías generales, ni prescripciones
totalizantes, ni normativas inmóviles. Una modalidad de crítica
incardinada en el pensamiento débil y nómada posmoderno, pero capaz al mismo
tiempo de superar el relativismo deconstructivo gracias al consenso de
especialistas y la observación recurrente de la simultaneidad entre los
diferentes juicios críticos[27].
Un ejercicio hermenéutico de comprensión de la literatura después de la
literatura que aspire a verdades débiles sin pretensión teórica definitoria
alguna. Porque si el arte verbal postliterario se caracteriza por su ontología
débil, mutante, líquida, ¿qué sentido tiene, cabe insistir en la idea, tratar
de definirla según un modelo teórico fuerte y cerrado?
Ello no significa, desde
luego, abandonar el intento de comprensión del arte verbal más allá de la
literatura a la luz de nuevos valores estéticos; ni siquiera negar la capacidad
de expresividad y significación de la postliteratura al contrario de lo que se
sostiene desde diferentes sectores ―tanto desde la teoría deconstructiva más
radical que defiende la indecidibilidad del sentido poético, como desde la
crítica ortodoxa que reduce lo postliterario a la subliteratura―; y ni mucho
menos renunciar al ejercicio crítico de descubrir constantes y coincidencias
entre los textos, por débiles, incompletas o efímeras que resulten tales
verdades desde el punto de vista teórico.
Un caso ejemplar de “verdad
débil” en el terreno literario serían las coincidencias observadas por
diferentes críticos acerca del debilitamiento recurrente de la literariedad en
la nueva escritura. Al modelo de realismo que practican los narradores actuales,
Gullón lo denomina postrealismo en “La novela española: 1980-2003”; mientras
que Noguerol (25-26) recurre a la noción de realismo histérico para
identificarlo[28].
La investigadora española señala además otros diez rasgos ―débiles―
fundamentales en la última narrativa escrita en español (Noguerol 21) para
reconocer la estética que bautiza como “Barroco frío”: “triunfo del simulacro”,
“manifiesta velocidad”, “fractalidad”, “aliento apocalíptico”, etc. Una parte
de las trazas comentadas por Noguerol habían sido adelantadas por Mora en La luz nueva (2007), alcanzando en el
caso del autor cordobés un total de veintisiete rasgos que alertan sobre el
debilitamiento de la escritura en la posmodernidad.
Por su parte, Gómez Trueba, y
con ella casi todos los críticos que se han aproximado a la literatura mutante,
destaca de los escritores españoles de última generación “su tendencia a la
fragmentación del relato” (Gómez Trueba, Narrativa
española del 2008 88), pero también a la hibridación: “críticos y
novelistas parecen tomar conciencia de que estamos asistiendo al triunfo y
la consolidación de un nuevo tipo de
escritura, cuya razón de ser radica en una ruptura de las artificiales
fronteras entre géneros” (Gómez Trueba, El
nuevo género de las novelas anti-género 16)[29].
De igual forma que la
portabilidad caracteriza a aquel software
que posee la propiedad de ser ejecutado en diferentes plataformas y sistemas
operativos, la escritura disruptiva del siglo XXI parece tener la capacidad de
ser analizada desde la perspectiva de diferentes géneros, discursos, estilos o
incluso medios, sin acabar de verse determinada por uno sólo y pudiendo
responder a dos o más a la vez; lo cual genera, como es de esperar, una
problemática cuando se aborda dicha narrativa conforme a las concepciones
convencionales de la poética[30].
Así pues, si existe un rasgo
que permite identificar a la escritura postliteraria es justamente su
portabilidad, esto es, la capacidad de adaptarse a los distintos géneros,
discursos, registros o medios de expresión gracias al papel desempeñado por la
hibridación en el proceso creativo. Dicha portabilidad se debe al
debilitamiento de los rasgos pertinentes que permiten distinguir a una novela
de un poema, un ensayo, una crónica, un diccionario de autores o una historia
literaria, y viceversa. Este debilitamiento genético se observa en las
“novelas” metaliterarias de Julián Ríos o Vila-Matas, en los artefactos
mutantes de Fernández Mallo o Mora, en las crónicas anfibias de Gabi Martínez o
Jorge Carrión, en la autoficción performativa de Marta Sanz o Miguel Ángel
Hernández, así como en la escritura débil de Pilar Adón o Julio José Ordovás.
Además de este rasgo
distintivo debilitado, otra seña de identidad de la escritura postliteraria
como se ha adelantado, es su fragmentarismo, según la doble acepción de su
significado: tanto lo fragmentario, en el sentido de lo fragmentado,
fraccionado o dividido en partes ―como al referirnos a Nocilla Dream o Circular 07―;
cuanto de lo incompleto o inacabado ―como la diégesis fragmentaria que
caracteriza Paraíso Alto de Ordovás[31].
El fragmentarismo, a su vez, es fruto del debilitamiento de la estructura, la
cual es y ha sido el elemento nuclear de la teoría literaria y el análisis
narratológico, así como el principal argumento para el estudio de la
significación de las formas poéticas.
No menos debilitada se
presenta la dimensión estilística en un paradigma postliterario de la
escritura, aspecto que ha sido analizado en detalle por Barthes, según se ha
visto, con motivo del grado cero de la escritura. Amén de la debilitación
manifiesta de la verosimilitud, al concebir la escritura postliteraria la
mímesis no como mera representación de la realidad, sino como simulacro
hiperreal; la debilidad de las metáforas reducidas a metonimias; o el debilitamiento
del sentido y el contenido de la obra en razón de la ambigüedad y la
diseminación[32].
Aspectos todos ellos que determinan por igual la naturaleza débil del arte
verbal en el presente siglo.
Ejemplares también resultan
para el argumento aquí discutido las debilidades observadas por Villanueva
(104-105) en su caracterización de los rasgos de la postliteratura: “orfandad
canónica” ―afterpop―, “el no-estilo” ―grado cero―, “hipertrofia de lo lúdico”
―realismo histérico― o “ausencia de revelación” ―fragmentarismo―. Para
Villanueva la literatura débil se identifica con la literatura comercial o prêt-à-porter criticada ya por Gracq en La literatura como bluff de 1950, y he
aquí el conflicto: estos mismos rasgos débiles de la postliteratura se
observan, sin ir más lejos, en la escritura mutante de Fernández Mallo y Mora,
y sin embargo sus obras poco o nada tienen que ver con la banalidad y
trivialidad de los best-seller.
Tampoco adolecen obras como Nocilla Dream
y Circular 07 de la “debilidad
intelectual” o la “des-ideologización”, ni se han dejado doblegar sus autores
por “la tiranía de las leyes del mercado”. Antes bien lo contrario.
Es de vital importancia, por
lo tanto, tomar consciencia de esta última problemática en torno a la
dificultad que entraña separar entre las diferentes manifestaciones de la
postliteratura. Más que nunca resulta crucial la tarea de la crítica de no
confundir la literatura debilitada por las operaciones del mercado, como
prescribe Villanueva, de aquellas otras escrituras experimentales
postliterarias que debilitan de forma deliberada sus fundamentos como
consecuencia de la búsqueda de nuevos horizontes a la luz de las estéticas y
poéticas mutantes. Confusión que no es extraño ver rubricada en algunas
valoraciones vertidas por los críticos en los grandes medios y suscitadas por
la naturaleza débil de ciertas obras postliterarias españolas. Reseñable a este
respecto parece ser la crítica dedicada por Francisco Solano a El Anticuerpo de Ordovás en Babelia en junio de 2014, al juzgar que
la novela “no termina de acogerse del todo al género”, por estar escrita “con
una prosa de hermoso lirismo, pero un tanto saturado, dispensa escenas de
adolescencia rural, sugeridas más que resueltas, en una sucesión temporal que,
a medida que se avanza en la lectura, delata su falta de dirección”.
Juicios tales como “no termina
de acogerse del todo al género” (portabilidad), “dispensa escenas […] sugeridas
más que resueltas” (ambigüedad) o “delata su falta de dirección”
(fragmentarismo) vienen a probar lo que en este estudio he tratado de exponer:
cuando nos aproximamos a la obra de Ordovás desde unos criterios literarios
fuertes ―género, decoro, estructuración del mito― se fracasa en el intento de
comprender el concepto literario de su propuesta debilitada.
Esta situación ejemplificada
en la recensión de Solano es paradigma de la crítica reseñística actual: los
críticos por la subversión de los pilares clásicos de la literatura se ven
desorientados en su intento de comprender y aclarar la naturaleza débil de la
escritura postliteraria del siglo XXI. En otras palabras: al aplicar los
principios literarios fuertes a la aparente narrativa convencional de Ordovás,
el juicio acaba siendo negativo al desbordar precisamente su escritura los
propios convencionalismos literarios con los cuales el crítico se aproxima a
ella.
Al hilo de esta argumentación,
la última narrativa breve de Ordovás no se entiende si uno no recurre a rasgos
postliterarios débiles tales como el carácter fragmentario y la portabilidad
que presentan sus novelas cortas, El
Anticuerpo (2014) y Paraíso Alto (2017):
la capacidad que tiene su escritura de adaptarse y moverse de un género a otro,
de “no termina[r] de acogerse del todo al género”, de presentar su fundamento
novelesco debilitado y favorecer al mismo tiempo por ello una marcada
influencia del poema en prosa.
Si bien
podrían citarse muchos otros ejemplos, me limitaré a señalar por último lo
expresado por Marta Sanz con respecto a los relatos que componen El mes más cruel (2010) de Pilar Adón,
construidos sobre la base de un concepto argumental mínimo, difuso, líquido,
débil, a fin de cuentas. Sanz reconoce abiertamente, en el prólogo que antecede
la obra de Adón ―titulado casualmente “Leer nos hace débiles”―, que no se ve
“capaz de decir con exactitud lo que me quiere contar” y no deja de
cuestionarse en todo momento “si habré entendido bien” (5). En efecto, si algo
caracteriza los relatos de Adón es que “se vertebran a partir de la elipsis y
de las hipótesis sobre lo que habrá pasado antes y después” (Sanz 8). Como se
puede sobrentender, nos enfrentamos a la ausencia de revelación señalada por
Villanueva y característica de la narrativa postliteraria. Y por tal motivo no
es absoluto casual que Sanz, librándose de todo prejuicio literario, subraye la
inexactitud y la falta de precisión como la principal virtud de los cuentos
incluidos en El mes más cruel.
En conclusión, la narrativa en
apariencia convencional de Ordovás y Adón, sin llegar a constituir ―he aquí lo
sorprendente― experimentos formales mutantes, se resiste por igual a verse
reducida a los principios poéticos fuertes sobre los que se asienta la teoría
literaria: verosimilitud, género, estilo, dibujo de la trama y los personajes,
conflicto y desenlace, son criterios y fundamentos propios de una crítica
literaria fuerte, que ya no responde a la naturaleza débil del arte verbal en
el siglo XXI.
Sería como si le exigiésemos a
la pintura abstracta de Rothko, pongamos por caso, que respetase el dogma
esbozado en el Tratado de la pintura
de Leonardo, cuando lo razonable sería juzgarla a la luz de las investigaciones
recogidas en El arte del color por
Johannes Itten y los postulados de Arthur Danto en La transfiguración del lugar común. Tal proceder crítico resultaría
tan absurdo como pretender hallar la superficie del cuadrado con la fórmula
geométrica del triángulo.
De ahí la necesidad de
reformar la crítica y ajustarla de nuevo a su objeto. Una crítica
postliteraria, paralela a modelos como el pensiero
debole de Vattimo y encuadrada ya en el estadio posthumanista de la
cultura. Una crítica débil, flexible, dinámica, abierta, líquida, como nuestro
tiempo.
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Date of
reception: 07/02/2019
Date of acceptance: 26/09/2019
Citation:
Posada, Adolfo R., “La literatura después de la literatura: teoría y crítica
del arte verbal postliterario en el siglo XXI”, Revista Letral, n.º 24,
2020,
pp. 76-99. ISSN 1989-3302.
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data:
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License: This content is
under a Creative Commons Attribution-NonCommercial 3.0 Unported license.
[1] Desde el Romanticismo, tales
supuestos se han desarrollado en torno al paradigma novelístico, sobre la base
de los principios poéticos clásicos ―estructura de la fábula, verosimilitud,
género―, así como la tesis formalista de la literariedad que concedía autonomía
al texto poético frente al resto de escrituras. Si bien es verdad que la época
romántica supuso una ruptura con la normativa de corte aristotélico, en la
práctica los fundamentos poéticos enunciados por el Estagirita se mantuvieron:
unidad, estilo, dibujo de la trama y personajes, etc. Existen obras que, por
supuesto, ya tempranamente adelantan la fragmentación e hibridación mutante que
hoy día se consolida como una de las principales vertientes de la praxis
literaria: desde Lucinde (1799) de
Friedrich Schlegel, pasando por Les
Chants de Maldoror (1869) del Conde de Lautréamont, hasta experimentos
vanguardistas tales como la literatura de la stream of consciousness de Joyce, Woolf, Faulkner, Céline, Beckett
o Bernhard, así como el nouveau roman
de Robbe-Grillet, Cortázar, Lezama Lima o Juan Goytisolo.
Si bien pueden ser consideradas las manifestaciones señaladas el germen del
mutacionismo actual, ello no implica que debamos desacreditar la novedad que
supone, máxime si tenemos en cuenta el peso alcanzado por el mismo al coronarse
como una de las vertientes literarias más visibles y reconocibles de la
literatura española en el siglo XXI. Siguiendo en este punto la reflexión de
Iacob, si discutimos que la novedad que supone el fragmentarismo mutante es
relativa, lo es por igual su antigüedad, pues no sería tanto fruto de una
imitación de lo antiguo como de “una serie de cambios
estéticos e ideológicos asociados comúnmente con la era digital, a veces
constatados, otras, solo anticipados o proyectados inadecuadamente sobre las
fórmulas artísticas contemporáneas” (49).
[2] Más concretamente, desde el
cambio de paradigma que supuso la irrupción de una forma de literatura no
justificada por la versificación. Es cierto que a lo largo de la historia ha
habido autores y autoras que han mostrado un afán experimental por llevar la
novela más allá de sus propios límites fundacionales, pero no dejaron de ser
para sus respectivas épocas excepciones que confirmaban la regla literaria
predominante. De hecho, si se considera a Sterne, Diderot, Goethe o Novalis
grandes genios novelísticos, es precisamente con motivo de la excepcionalidad
de sus obras más experimentales con respecto al modelo novelístico
convencional.
[3]
Mucho ha tenido que ver en la mutación de lo literario la deriva de la cultura
en el estadio posthumanista y postliterario, como ha advertido Sloterdijk
(28-29), en el que la literatura no sólo deja de ocupar el centro cultural sino
que aspira al descentramiento, la dispersión, la diseminación, el fragmento, la
fractura.
[4] Kunz en “Introducción. Para
una nueva narrativa” ha señalado cómo el Nouveau
roman de Robbe-Grillet, que surge en paralelo al auge de los
postestructuralismos, pretendió constituirse como una vía narrativa para
reflejar las dinámicas sociológicas de la nueva sociedad posindustrial,
adelantándose así al mutacionismo en su propósito de constituirse como
expresión de la posmodernidad. Por otra parte, como recuerda Pulido, John
Beverly ya planteaba “un concepto no
literario de la literatura” para caracterizar la escritura de grado cero
que supone la literatura testimonial, por ser, en palabras del autor, “la forma
literaria que surgirá tras la desaparición de la literatura ―en el sentido
clásico―” (cfr. Pulido 229). Son estas claras manifestaciones postliterarias
que empiezan a emerger a mediados del siglo pasado y que eclosionan y se
convierten en paradigmáticas en el mundo actual.
[5]
Piénsese, en efecto, que la crisis de la literariedad provocada por la
irrupción de la novela forzó la modificación del propio nombre con el que nos
referimos a los textos artísticos. Como sabemos, a partir de la recepción
masiva del modelo novelesco introducido por Don
Quijote, la poesía clásica deja de ser justamente poesía para mutar en la
moderna literatura, al no existir ya la posibilidad de justificar la
versificación y el metro rítmico como los criterios formales por los cuales se
diferenciaba el arte verbal de otras formas de escritura.
[6] Al término de la redacción
de este trabajo, he podido descubrir el artículo de Villanueva “Canon y
postliteratura”, donde el académico adelanta un planteamiento muy similar al
aquí discutido: “nos sobreviene la avalancha de una que, remedando la famosa
expresión de Gianni Vattimo referida al pensamiento, bien podríamos denominar
‘letterature debole’. Es lo que yo prefiero calificar de postliteratura” (Villanueva 98). El exdirector de la RAE recurre a
la teoría de Vattimo para caracterizar una nueva concepción del arte verbal,
pero en su caso desde un punto de vista negativo: con “débil” se refiere
Villanueva a un modelo de literatura comercial y frívola en contraposición a la
fortaleza del modelo belletrístico
sobre el que se erige el canon literario clásico. Asimismo, ha llegado a mi
conocimiento durante el proceso último de revisión de este artículo el libro Uncreative Writing (2011) de Kenneth
Goldsmith, una de las cabezas visibles del llamado conceptualismo literario en
E.E.U.U., en el cual justamente plantea una tesis próxima a la aquí defendida
en el marco justamente de la teoría del arte contemporáneo.
[7] Este planteamiento que hasta
ahora pertenecía al ámbito de la élite vanguardista se ha ampliado al espectro
general de lo literario, dado que la novela en su concepción tradicional
resulta ya insuficiente para satisfacer el afán expresivo y creativo de los
escritores y escritoras, por ser el modelo novelístico la forma primordial con
que opera el mercado literario. De forma que lo postliterario no surge, como se
piensa muchas veces, exclusivamente de un rechazo o destrucción del canon y la
tradición, sino que quizás responda a un intento de alejarse de las estrategias
y automatismos propios del mercado.
[8] No ha de entenderse, como es
lógico, la cita de Steiner rescatada por Mora en un sentido literal. Si bien es
cierto que toda la doctrina poética derivada del tratado aristotélico fue
objeto de las críticas de los teóricos románticos y superada desde luego por
los fundamentos del formalismo y estructuralismo, los principios de raigambre
aristotélica sobre los que venimos haciendo hincapié, desde el concepto de
mímesis hasta la distinción entre los géneros, se mantienen todavía hoy como
avales de la teoría y la crítica en la práctica tanto académica como cultural.
[9] Esta misma
conclusión es a la que llega Kunz, para quien la literatura del siglo XXI
estaría alumbrando “una post-literatura, porque se escribe en una época
posterior a la hegemonía de lo literario en el campo cultural” (Kunz, Introducción 24).
[10]
Mora recoge algunos de los ejemplos más radicales de esta nueva concepción
postliteraria de la escritura:
La novela hiperfónica que trabajan autores como Doménico Chiappe, Randy Adams
o Antonio Rodríguez de las Heras; la blogonovela
de Hernán Casciari, la citada novela diseñada
en libro convencional, los libros completados con cedés o deuvedés, el
hipertexto o las novelas interactivas en red (tan populares como
desafortunadas, al menos hasta el momento) (Mora, El porvenir es parte del presente 52).
[11] Daniel Escandell, que es uno
de los teóricos de nueva generación que mejor han diagnosticado el estado de lo
literario en la era digital, pone de relieve la “sensación de ofuscación y
obsolescencia en los agentes culturales ―de toda índole― que no son capaces de
adaptarse a la vertiginosa evolución que se deriva del proceso de aceleración
de nuestra era” (Escandell 1323). El principal problema a este respecto
estriba, según el investigador, en que muchas veces son los propios agentes
culturales, quienes, por las circunstancias que sean, “tejen su campo de
actuación, que obstaculiza el establecimiento de lo nuevo” (Escandell 1323).
[12]
Por múltiples razones es posible pensar que, de la misma forma que la aparición
de la imprenta jalona la historia de la literatura, dando lugar a la mutación
de la poesía clásica ―predominantemente oral, versificada e imitativa― en
literatura moderna ―escritural, prosaica e imaginativa―, Internet y los medios
de comunicación quizás estén propiciando la mutación de la literatura moderna
en una escritura postliteraria transmoderna.
[13]
Se ha señalado que la institucionalización del concepto de literatura se
produjo gracias a Madame de Staël con motivo de la publicación en 1880 de De la littérature considérée dans ses
rapports avec les institutions sociales. En este mismo periodo, otro de los
grandes teóricos del Romanticismo, Friedrich Schlegel, esgrime en Geschichte der alten und neuren Literatur
(1812), una visión cíclica de las épocas literarias, la cual, al aplicarla al
contexto actual, es útil para cuestionarnos si, además de enfrentarnos a una
crisis del concepto de lo literario, tal vez estemos asistiendo al fin de un
ciclo histórico, en concreto el ciclo romántico, que ha determinado la
modernidad y al que se pone fin con la llegada de la época posmoderna a raíz de
la consolidación de un paradigma posthumanista del arte y la cultura.
[14]
Mora (El porvenir es parte del presente
63) fue uno de los primeros críticos en atreverse a ofrecer una nómina de
escritores mutantes en el ámbito español, en la cual figuraban escritores que
se han ganado de pleno derecho un lugar de honor en nuestra literatura: Manuel
Vilas, Mario Cuenca Sandoval, Gabi Martínez, Ricardo Menéndez Salmón o Isaac
Rosa.
[15]
Esta visión escatológica de la época actual se ha trasladado a la crítica y no
son pocos los literatos e investigadores que han sugerido la muerte de la
literatura o la novela. Es el caso de Kunz, quien en El final de la novela: teoría, técnica y análisis del cierre en la
literatura moderna en lengua española publicado en 1997, introduce la
fenomenología del fin en el terreno de la crítica hispánica. A este respecto,
cabe recordar que, como puntualiza Derrida en Spectres de Marx (1993), esta suerte de pensamiento crepuscular no
es ni mucho menos exclusivo del siglo XXI, pues ha acompañado el discurso
filosófico del siglo XX como consecuencia de la muerte de Dios, y por extensión
de la metafísica, proclamada por Nietzsche.
[16] Entierro de lo literario
que, por otra parte, ya hace tiempo fue oficiado por diversos autores, entre
ellos, Alvin Kernan (The Death of
Literature, 1990) o William Marx (L’Adieu
à la littérature, 2005).
[17]
En el artículo en cuestión, Santos Alonso toma como modelo de la concepción belletrística la maestría técnica
desplegada por Luis Mateo Díez en los primeros compases de Fantasmas del invierno (2004) para atacar la supuesta pobreza
estilística de la escritura (postliteraria) de Ray Loriga en Caídos del cielo (1995): “La
expresividad de la sugerencia en el primero y las frases hechas en el segundo
no requieren ni comparación ni comentario: el problema radica en la escritura,
no en el contenido” (Alonso 30).
[18]
En una reseña destacada por Mora (La luz
nueva 16), el crítico y profesor Sanz Villanueva advertía, estableciendo un
paralelismo entre la producción de los primeros narradores del siglo XXI y la
poesía de Bécquer ―incomprendida y atacada en su época―, que “[l]os grandes
fallos de la crítica literaria se han producido al afrontar una sensibilidad
nueva desde criterios establecidos”. Pero también es verdad que la crítica más
avanzada, como ha incidido Iacob (2018), ha proyectado su credo teórico más de
una vez sobre los textos de nueva generación, sin que estos cumplan en rigor
tales expectativas teóricas.
[19] Desde luego, la problemática
en torno a una concepción postliteraria de la literatura fuerza a preguntarse
al mismo tiempo por el sentido y propósito de una crítica (debilitada) más allá
del habitual ejercicio de comprensión y superación interpretativa de los textos
(Dilthey, Gadamer, Booth, Eco). Nos encontraríamos, en efecto, ante una
modalidad de postcrítica, cuyos
agentes habrían de ser considerados por igual postlectores o postcríticos;
pues ya no sería dado abordar los textos postliterarios como belles lettres, sino darían lugar a
escrituras conceptuales postautónomas que no necesariamente requieren y
precisan de una interpretación, ni siquiera de una lectura efectiva. La
trilogía urbana de Kenneth Goldsmith ―The
Weather (2005), Traffic (2007) y Sports (2008)―, así como El Martín Fierro ordenado alfabéticamente
(2007) y El Aleph engordado (2009) de
Pablo Katchadjian prueban esta premisa, pues invalidan y anulan por carecer de
propósito en su caso todo ejercicio crítico en el sentido hermenéutico convencional.
Como la fuente de Duchamp o las cajas Brillo de Warhol para el caso de las
artes plásticas, ejemplos radicales de obras postliterarias conceptualistas,
que van desde la poesía fónica vanguardista inspirada en el lenguaje záum hasta los ejemplos de Goldsmith o
Katchadjian, exigen un tipo de reflexión diferente, que aproxima ―si es que no
integra― la (post)crítica a la teoría del arte contemporáneo. El objetivo, así
pues, de la crítica debilitada considerada como postcrítica no pasaría por la interpretación del mensaje o
contenido de la obra literaria cuanto por la pregunta acerca del sentido de la
propia obra postliteraria como objeto de arte verbal.
[20]
Revolución tecnológica comparable a la invención de la escritura en la Grecia
clásica o la imprenta en el Renacimiento. Si la literatura se vio obligada a
renovar sus fundamentos con la invención del cine y el avance de la imagen,
cuanto más si es el paradigma cultural al completo el que ha sido alterado con
la irrupción de Internet y las nuevas tecnologías informáticas. No sólo parece
natural que acuse la influencia, sino además que se vea en la necesidad de
competir con las nuevas y múltiples formas de expresión, máxime en el caso de
la narrativa.
[21]
Lleva razón Pozuelo Yvancos cuando observa que “las formas de la innovación
estética se convierten en los nuevos parámetros del consumo masivo que no sólo
legitima las prácticas transgresoras, sino que subvierte su sentido al
convertirlas en homenaje-parodia, pastiche,
remake” (Pozuelo Yvancos 239). Por más que no parezca ser el caso de los
escritores aquí referidos, no debe despejarse este elemento de la ecuación y
conviene tenerlo siempre presente cuando hablamos de novedades en el contexto
literario del siglo XXI.
[22]
Cabe puntualizar que, si bien Mora se refiere aquí a la escritura textovisual y
la literatura pangeica, la premisa puede ser perfectamente extendida a toda
forma de arte verbal que supere el concepto convencional de lo literario. Nada
de subversivo o transgresor ha de verse en ello, insisto, si traemos a colación
el modo en que los tratados poetológicos del Pinciano o Lope ayudaron a
superar, en el ámbito español, la concepción formal poética conforme a la
versificación y la división clásica entre los géneros dramáticos.
[23] Nihil novum sub sole, pues como recuerda
oportunamente Mora (El lectoespectador
184), T. S. Eliot ya lo constató en su día: “La crítica literaria es una
actividad que ha de definir constantemente sus límites; también debe
sobrepasarlos constantemente”.
[24]
En paralelo a la redacción de este trabajo, ha salido publicado #Postweb! (2018) de Saum-Pascual, donde
reivindica una modalidad de crítica
efímera: “una práctica humanística que abandone los aires de grandiosa
trascendencia” y que abogue por una visión de “la crítica literaria más amplia,
de manera fugaz, inestable, discontinua” (11-12). El modelo propuesto por
Saum-Pascual se aproxima en cierto modo al postulado filosófico de Vattimo, por
cuanto el pensamiento débil no deja de ser un hablar provisional, una ruta, el
indicio de un sentido que recorrer.
[25]
El concepto de “verdad débil” que aquí empleo procede de la reflexión
filosófica de Vattimo en torno al pensiero
debole y la “ontología del declinar”. Inspirado por la filosofía de Heidegger,
el planteamiento del filósofo italiano parte de la premisa de la debilitación
de la noción del ser con la muerte de la metafísica, provocada por el nihilismo
de Nietzsche, y el modo en que el pensamiento transcendental deja de ser un
instrumento certero e infalible en la búsqueda de la verdad pragmática: “Un
pensamiento débil lo es, ante todo y principalmente, en virtud de sus
contenidos ontológicos, del modo como concibe el ser y la verdad: en
consecuencia, es también un pensamiento desprovisto de razones para reclamar a
la superioridad que el saber metafísico exigía en relación a la praxis”
(Vattimo 40). Aplicado el planteamiento filosófico a la crítica, se trataría de
reconocer, por lo tanto, que todo pensamiento teórico-literario es débil en el
sentido en que no puede ofrecer una definición fuerte de la ontología poética,
por ser justamente esta una ontología débil. Siguiendo la argumentación de
Vattimo (40), una concepción débil de la reflexión literaria no implicaría pues
“una incapacidad de crítica, tanto teórica como práctica” ni “una disminución
de la fuerza proyectiva” de la crítica misma, sino “volver a proponer el
problema del sentido del ser” del arte verbal, la teoría literaria y su
epistemología.
[26] Namora hace hincapié con
razón en que “el fracaso de la ciencia de la literatura, defendida durante
tantas décadas, ha producido una especie de vergüenza intelectual ―como si
tuviéramos que disculparnos al mundo por no estar en el laboratorio” (Namora
942). Por más que nuestras conclusiones sean “siempre aproximadas, parciales,
no definitivas” (Namora 947), eso no significa renunciar a un conocimiento
teórico, pues si bien inexacto e incompleto, el objetivo de la investigación
literaria es ofrecer siempre un saber razonado y lógico del arte verbal.
[27] En el marco de la polémica
en torno al relativismo epistemológico que vertebra el pensamiento desde el
“Mayo del 68” hasta nuestros días, se están empezando a asentar modelos
filosóficos alternativos que debaten las premisas de la posmodernidad, como es
el caso del realismo especulativo de Meillassoux o Brassier. Pero, por otra
parte, cabe recordar asimismo que en paralelo cada vez ganan más peso en el
plano cultural las obras de los pensadores vinculados al aceleracionismo
británico, Nick Land o Mark Fisher, fuertemente inspiradas por los trabajos de
Deleuze-Guattari y Derrida. Por último, no está de más traer a colación que la
estética relacional de la mano de Bourriaud o Claire Bishop centra buena parte
del debate teórico-artístico según una concepción altermoderna de las artes
visuales. Todas estas ideas filosóficas y estéticas convergen en la poética
especulativa proyectada por el filósofo y teórico literario austriaco Armen
Avanessian, que conviene tener en cuenta y no perder de vista en cuanto que
dialoga con otras visiones postliterarias como el conceptualismo de Kenneth
Goldsmith y Marjorie Perloff o el modelo de crítica debole que aquí se plantea.
[28]
La noción de realismo histérico fue acuñada por James Wood, como recuerda la
propia Noguerol (25-26).
[29]
Aunque Trueba registra que la hibridación ya había sido observada y designada
en un ciclo de conferencias de 1995 por Rafael Argullol como “escritura
transversal”, no deja de resultar la presencia de este tipo de rasgos en épocas
anteriores singularidades. A este respecto, es oportuno traer a colación de
nuevo la teoría de Iacob acerca de los “rasgos recesivos” de la narrativa
mutante y su reflexión en torno a la relativa antigüedad de las innovaciones:
“Si concordamos en que la novedad es algo relativo, también lo es la antigüedad
[…] Toda antigüedad, igual que toda novedad, es contextual, pragmática y no
paradigmática” (Iacob 49). A la luz de la reflexión de Iacob, podemos alegar
que si hoy prestamos tanta atención a fenómenos residuales y anecdóticos en la
historia literaria antigua como la technopaegnia
alejandrina, los lipogramas de Alcalá y Herrera, la silva rerum y la miscelánea barroca, la literatura gnómica de los
moralistas franceses o novelas como Tristram
Shandy o Jacques le Fataliste et son maître,
es en virtud de la influencia generada por los caligramas de Apollinaire, el stream of consciousness, los
experimentos del OULIPO, el fragmentarismo y la hibridación, o la tuiteratura. Cabe preguntarse, por lo
tanto, si de no haber eclosionado tales fenómenos en la modernidad, ¿habríamos
rastreado en la antigüedad su presencia o permanecerían en el olvido como
tantos y tantos otros artificios y rarezas registrados en el pasado?
[30]
De ahí “la dificultad de clasificar los textos como novelas o colecciones de
cuentos integrados” (Noguerol 27), sobre todo en el caso de las novelas que
presentan estructuras reticulares.
[31]
Una dicotomía paralela a la aquí propuesta es la establecida por Mora (Fragmentarismo y fragmentalismo 93), al
enfrentar la escritura fragmentada
―que da lugar a textos fracturados caracterizados por la presencia de grietas,
huecos y ausencias en el conjunto— y fragmentaria
―escritura en la que a partir de la unión de fragmentos textuales se compone un
mosaico—.
[32]
La diseminación es un concepto procedente de la crítica deconstructiva de
Derrida que tematiza “la imposibilidad de reducir un texto como tal a sus
efectos de sentido, de contenido, de tesis o de tema” (Derrida 13).