La literatura okupa. Escribir desde el cuarto mundo

 

Occupy Literature. Writing from the Fourth World

 

 

Javier Guerrero

Princeton University, jg17@princeton.edu

DOI: http://doi.org/10.30827/RL.v0i25.17043

 

 

RESUMEN

Mi artículo se aproxima a El cuarto mundo (1988), tercera novela de la chilena Diamela Eltit, para discutir las geopolíticas literarias de su novelística. Abordo las diversas operaciones que lleva a cabo a partir de la radicalización de la enfermedad y la transformación del cuerpo enfermo y monstruoso como contraofensivas que reconcilian los polos del vector estética-política. Planteo que El cuarto mundo constituye un giro en la poética de Diamela Eltit que, al exceder la noción de alegoría y la figuración de Chile como signo estético-político, se sitúa en una discusión regional capaz de cuestionar el rol de la literatura y su politicidad. Discuto cómo la escritora lee detenidamente el nuevo orden global y entiende la autoría literaria como condición enferma y okupa frente al abandono del quehacer literario que las clases dirigentes han escenificado en las últimas décadas.

Palabras clave: narrativa chilena; Diamela Eltit; geopolítica; literatura y enfermedad; anticolonialismo.

 

ABSTRACT

My article analyzes the literary geopolitics of El cuarto mundo (1988), the third novel by Chilean writer Diamela Eltit. I approach the various operations that Eltit carries out ­–from the radicalzation of disease to the transformation of the sick and monstrous body– as counter-offensives that reconcile the poles of the aesthetic-political vector. I read El cuarto mundo as a turn in Eltit’s poetics, one situated in a regional discussion that questions the role of literature and its politicity by going beyond allegory and the figuration of Chile as an aesthetic-political sign. I examine Eltit’s careful reading of the new global order and her understanding of literary authorship as an infirmity in the face of the ruling class’s abandonment of literary pursuits in recent decades.

Keywords: Chilean narrative; Diamela Eltit; geopolitics; literature and disease; anticolonialism.

 

 

Para Eva Klein que me dijo un día que leyera a Diamela Eltit

 

mi deseo se funda en una especie de literatura “okupa” que se aloje y se desaloje en lo abandonado, en lo transitorio, y que sobreviva apelando a un flujo de baja intensidad en perpetuo movimiento. Quiero decir, sin un anclaje estable ni al mercado ni al estado.

Diamela Eltit

 

El paisaje al que hace referencia Diamela Eltit en este epígrafe corresponde a la crisis global que inaugura el nuevo milenio: del 15M español, al movimiento Occupy Wall Street; de la movilización estudiantil chilena, a la organización mexicana YoSoy132. La respuesta ciudadana ante la intensificación del mercado sobre la vida y el fracaso de la democracia representativa ha traído consigo la renovación de las formas de protesta, así como la incorporación de la juventud en el debate político contemporáneo. Los impactantes suicidios escenificados a propósito de los desahucios inmobiliarios en España, las asambleas populares y la ocupación del espacio público con novedosas tácticas y propósitos, han redefinido el pacto entre Estado y ciudadanía. A su vez, la crisis económica del 2008 ha enfatizado la necesaria revaluación del mundo reordenado tras el fin de la Guerra Fría. El estallido social chileno del 2019, las movilizaciones feministas, la crisis global desatada por la pandemia del COVID-19 y el asesinato de George Floyd en Estados Unidos han dado cuenta del acelerado quiebre mundial y la precarización integral de la vida; pero también han hecho posible que la emancipación y el clamor colectivo emerjan a propósito de una radical reestructuración del sistema. Okupar se vuelve, entonces, una figura que reformula la politicidad del cuerpo, su condición material para la resistencia, así como su propensión a reconfigurar la participación política en un momento en el que se evalúan las consecuencias de la gran crisis del mundo globalizado.

Desde el comienzo de los años ochenta, la escritora chilena Diamela Eltit se ha ocupado el desajuste que constituye la deriva neoliberal del Estado. Desde Lumpérica (1983) y Por la patria (1986) hasta Jamás el fuego nunca (2007), Fuerzas especiales (2011) y Sumar (2018), sus novelas han discutido con amplitud la expropiación de la vida, el fin de la utopía y las nuevas materialidades que transforman el cuerpo en blanco de guerra. Asimismo, su trabajo ha abordado el fracaso de la izquierda, su sectarismo, el enseñoramiento de la violencia del Estado, sus réplicas fantasmagóricas, el pacto transicional y la hegemonía de la lógica de la mercancía. Su tercera novela El cuarto mundo (1988), publicada en Chile durante la dictadura, constituye un giro en la narrativa de la escritora para abordar los desbalances que configuran la geopolítica de nuestra contemporaneidad y discutir el papel de la literatura escrita y publicada desde el sur americano.

El cuarto mundo relata la historia de una pareja desde su propia concepción. Narra la relación entre María Chipia y su hermana, mellizos concebidos con violencia en un estado febril que funcionará como marcador de los juegos de poder radicalizados en el seno de una familia nuclear. Asimismo, describe el vínculo problemático de los miembros que la integran con su afuera más amenazante: el mundo más allá del útero o aquel que excede la casa familiar. El adulterio, el incesto, la enfermedad y la violencia de género serán los puntos centrales de un relato localizado en un punto geográfico irreconocible. La alegoría del horror que presenta la novela, sin embargo, responde críticamente tanto a las tácticas neoliberales y neocoloniales del poder, como a la configuración de estéticas totalizadoras propias de la literatura, como por ejemplo las desplegadas por el Boom latinoamericano. Por consiguiente, la compleja relación de los mellizos en este cuarto mundo enmarca una lectura sobre la ambigüedad literaria y su todavía posible peligrosidad frente a los flujos materiales y simbólicos de las jerarquías globales del mundo y la literatura.

En este artículo abordo las diversas operaciones que lleva a cabo El cuarto mundo. En especial, pienso cómo la concepción de los mellizos incestuosos de la novela abre las puertas a la radicalización de la enfermedad y a la transformación del cuerpo enfermo y monstruoso como contraofensivas que reconcilian los polos del vector estética-política. Principalmente, me interesa pensar en la lectura que sobre la literatura propone esta novela. El cuarto mundo da cabida a la enfermedad no solo para plantear la estética sudaca como característica de la narrativa de Diamela Eltit y su porvenir, sino también para dar cuenta de la condición okupa como poética fundamental de la escritora. Es decir, presenta la idea de una literatura okupa que ocupe los espacios abandonados por parte de las corporaciones, sus ordenamientos simbólicos y la desocupación de la literatura que han escenificado las clases dirigentes. A tal fin, el presente artículo interroga la capacidad de la literatura de Diamela Eltit de gestionar los flujos desanclados del discurso que hoy en día entendemos como literatura, especialmente frente a la realineación global que impacta la contemporaneidad política, así como los contrataques y posibilidades emancipadoras escenificados en el presente.

He organizado mi exposición en cuatro secciones acompañadas de un segmento final en torno a los diferentes espacios materiales y simbólicos localizados dentro y fuera de la novela, y que me permiten revisar la geopolítica fraguada en la violencia distintiva de nuestro siglo xx.

 

1

 

Como sucede con regularidad en las novelas de Diamela Eltit, los comienzos se tornan fundamentales para pensar sus alcances críticos. Es decir, ellos marcan y guían el desarrollo de su narrativa. El cuarto mundo comienza de la siguiente manera:

 

Un 7 de abril mi madre amaneció afiebrada. Sudorosa y extenuada entre las sábanas, se acercó penosamente hasta mi padre, esperando de él algún tipo de asistencia. Mi padre, de manera inexplicable y sin el menor escrúpulo, la tomó, obligándola a secundarlo en sus caprichos. Se mostró torpe y dilatado. Parecía a punto de desistir, pero luego recomenzaba atacado por un fuerte impulso pasional.

La fiebre volvía extraordinariamente ingrávida a mi madre. Su cuerpo estaba librado al cansancio y a una laxitud exasperante. No hubo palabras. Mi padre la dominaba con sus movimientos que ella se limitaba a seguir de modo instintivo y desmañado.

Después, cuando todo terminó, mi madre se distendió entre las sábanas, durmiéndose casi de inmediato. Tuvo un sueño plagado de terrores femeninos.

Ese 7 de abril fui engendrado en medio de la fiebre de mi madre y debí compartir su sueño. Sufrí la terrible acometida de los terrores femeninos (13-14).

 

He trascrito íntegramente el inicio de la novela ya que considero que en él se encuentra la clave que anticipa su inesperado desenlace. El cuarto mundo designa la enfermedad como primera y primaria condición que impacta y marca la violencia constitutiva del embarazo narrado. La fiebre es, sin lugar a dudas, el estado que facilita la concepción del primer mellizo. La falla del cuerpo de la mujer, a decir de la docilidad que le permite ser violentado por parte del inoportuno apetito masculino, operará como la condición necesaria para concebir tanto a María Chipia, el mellizo varón, como a la hermana, de quien hasta el final de la novela no sabremos su nombre. La gestación afiebrada del primer mellizo detonará de manera inmediata la arremetida del cuerpo de la progenitora, quien con sus pesadillas –como quedará claro más adelante– concebirá una pareja capaz de reordenar con violencia el cuarto (mundo) matrimonial.

El cuarto mundo inicia con la escena traumática de la concepción que se relata en primera persona. La perspectiva intrauterina hace posible el testimonio de María Chipia acerca de la gestación de su hermana melliza. No obstante, desde el principio, sabemos que el proceso ha sido alterado, que algo anómalo ha ocurrido en la linealidad del acto, lo cual produce la respuesta autoinmune, como anticuerpos que impactan sobre las vidas en desarrollo. Por lo tanto, el mellizo siente la acometida de los “terrores femeninos” que ocuparán el vientre materno y que más adelante sitiarán la casa familiar. Una vez más, la falla que se produce en la concepción se perpetra cuando las altas temperaturas envuelven el cuerpo de la mujer. De no haber sido así, la concepción habría funcionado de acuerdo con el principio de reproducción sexual e identidad biológica tradicional.

La enfermedad, entonces, hace posible que la mujer sea fecundada en contra su voluntad; pero también permite que pueda contraatacar con mecanismos alternos a la fuerza mecánica que acompaña la pulsión genital masculina. La fiebre como flujo envolvente provee al primogénito, a ese que llevará en un principio el nombre del padre, de un velo femenino. Por ende, la relación entre el síntoma y la acción de las pesadillas se enfatiza cuando el narrador usa un verbo como plagar para describir el arribo de un sueño abarrotado de “terrores femeninos”. La plaga, esa mítica palabra del Génesis que exhibe el estigma de la enfermedad, se apropiará del primer vástago, quien llevará a cabo la tarea de burlar y desfigurar la ley del padre.

La poética de Diamela Eltit ha privilegiado la enfermedad como una figura constante. El infarto del alma (1994), texto que compone junto a la fotógrafa Paz Errázuriz, o El Padre Mío (1989), operan una desconstrucción no solo del cuerpo enfermo del esquizofrénico, sino también de significantes como el amor o la lengua[1]. El cuarto mundo y, posteriormente, “Colonizadas” e Impuesto a la carne, ocupan la enfermedad como figura central que pone en evidencia la violencia sistémica capaz de atravesar las vidas que pululan en estos mundos localizados a espaldas o en las profundidades oscuras donde la luminosidad de las metrópolis occidentales no llega. Por supuesto, la enfermedad se enlaza con la escena colonial que la propia novela inscribe entrelineas. La mujer posee el cuerpo a ser sometido pero la enfermedad marca su capacidad de destituir el poder soberano.

Durante la realización del I Congreso Internacional de Literatura Femenina Latinoamericana, realizado en Santiago de Chile en 1987 –un año antes de la publicación de El cuarto mundo, la escritora leyó un trabajo que resuena con la escena de gestación que ocurre en la novela. Como coorganizadora del encuentro, Eltit consideraba allí que interrogar los textos del canon instalados por la tradición es también cuestionar esta historia de la cultura latinoamericana, una historia trazada sobre la derrota de los indígenas a quienes ha echado fuera del relato. No obstante, lo que me interesa señalar ahora es que Eltit acude en su exposición a una escena parecida a la que da comienzo a El cuarto mundo: propone que la voz dominante ha sometido a otras, especialmente a las indígenas, legítimas pobladoras de todo un continente, al estatuto de indigencia materna, necesario para el repoblamiento (“Las aristas” 17). De acuerdo con Eltit, el poder se ha ensañado en los cuerpos marginales, agrediéndolos hasta su desaparición, exiliándolos de su país natal y confinándolos al cerco límite de la despertenencia histórica (“Las aristas” 18). Entonces, como en El cuarto mundo, la indigencia materna será considerada un principio biopolítico de la conquista de América. Sin embargo, pese a que la novela marca este comienzo alegórico, las condiciones de la gestación, como antes he sugerido, permitirán una revancha: la acometida femenizada que hará de la casa un peligroso laboratorio.

En este orden de ideas, El cuarto mundo construye un lugar desdibujado –cuyos referentes se han borrado y no son, como suele ser en otras novelas de la escritora, territorios chilenos o por lo menos reconocibles, referenciales– para, entonces, volver a la escena continental y reescenificar cómo el cuerpo de la mujer resulta necesario para ejercer una empresa de “repoblamiento”. El giro de Eltit, sin embargo, radica en retornar a esta escena colonial, a fin de proponer en cambio la envestida febril de la voz expulsada por parte del relato oficial. La enfermedad marca el cuerpo conquistado que, ahora, será fecundado tras su derrota, pero cuyos hijos depondrán la ley del padre.

Asimismo, ya he mencionado que el paisaje de esta novela, a diferencia de la mayoría de las ficciones de la autora, no parece corresponder a Chile. Y sostengo al respecto que en El cuarto mundo opera un proyecto regional, que va más allá de toda lógica nacional. En este sentido, la novela produce una lectura que excede el lugar de producción. Es decir, Chile no será la figura fundamental a disputar. A diferencia de otros trabajos de Eltit, como El Padre Mío, por ejemplo, que explícitamente instalan una inequívoca alegoría:

 

Chile entero y a pedazos en la enfermedad de este hombre; jirones de diarios, fragmentos de exterminio, silabas de muerte, pausas de mentira, frases comerciales, nombres de difuntos. Es una honda crisis del lenguaje, una infección en la memoria, una desarticulaci6n de todas las ideologías. Es una pena, pensé.

Es chile, pensé (17).

 

El cuarto mundo ha sido interrogada desde distintas perspectivas críticas. No obstante, prevalece un grupo de lecturas que van desde la relación entre cuerpo de mujer, voz y escritura (Barrientos, Breckenridge, Lagos, Maloof), hasta su cuestionamiento del canon narrativo y la alteración de los tropos asignados a las mujeres escritoras (García Cedro, Green, Sotomayor), pasando por otro tipo de problemas más filosóficos o psicoanalíticos. En todo caso, se trata de una novela que ha sido leída en torno a los registros que innova.

Ante la riqueza de las aproximaciones críticas, mi lectura busca señalar una dimensión que, considero, constituye un giro en la poética de la escritora y que se afianzará más adelante en su literatura no solo como tropo sino principalmente como complejo discurso que establece una continuidad entre producción literaria y geopolítica. Eugenia Brito, por ejemplo, entiende que esta novela renueva la escritura de Diamela Eltit y marca un cambio en su desarrollo literario; pero propone que El cuarto mundo hace que su literatura pase de la periferia devastada por la dictadura a la intimidad de la familia como célula corrompida por el poder dominante (130). En cierto sentido lo descrito por Brito ocurre, aunque no podríamos afirmar que en esto se cifra el proyecto más ambicioso de la novela. El cuarto mundo inscribe una red geopolítica donde Chile se reduce al signo mínimo como lugar desde el que se habla, escribe y produce. No sugiero desestimar el momento en el que se escribe esta novela, durante el último tramo de la dictadura chilena. Por el contrario, las condiciones de producción de la novela son más que importantes cuando se discute un nuevo ordenamiento mundial. Pero afirmar que esta novela excede tanto el signo Chile como la exploración de la familia penetrada por las secuelas de la dictadura chilena, permite afianzar la politicidad que reinstala la autora en la literatura.

Antes de desarrollar esta afirmación, sin embargo, quiero referirme una vez más al primer paisaje de la novela: el mundo intrauterino desde el que se comienza a narrar la historia. La escena inicial propone la cancelación de este interior del cuerpo materno como primer mundo ideal. Y en estos términos, me refiero tanto a la división geopolítica del mundo, la cual abordaré más adelante, como a ese primer estadio de la gestación y materialización de los mellizos en la novela. En ella, este primer mundo no resulta edénico. A diferencia de la idea extendida de que el nacimiento constituye el primer acontecimiento violento de la existencia humana por la pérdida del mundo acuoso maternal, la propia concepción de la vida constituye en El cuarto mundo una operación extremadamente violenta. La cruenta interacción entre los cuerpos de los hermanos y la conquista del interior por parte de la madre componen una gran batalla por ocupar el paisaje materno. No obstante, en este sentido, la madre ya no parece obrar bajo la docilidad que hace posible el acto sexual. Los sueños se intensifican y consolidan la necesidad de asechar, acosar y sitiar el signo masculino; de perpetrar la feminización de este primer mundo para, por lo tanto, derrotar la hegemonía patriarcal desde su hábitat inicial. A su vez, la hija melliza goza de los privilegios de su género, y obtiene un canal de comunicación privilegiado con su madre.

Habitar el útero para los mellizos constituye una batalla por la supervivencia que, como en las grandes guerras mundiales, supone confrontaciones y alianzas. En el útero, por lo tanto, se libran cruentas batallas. Su dimensión bélica se activa a propósito de la violencia característica del binarismo de género. Y, desde esta perspectiva, la escena también discute algo que la antropóloga Rita Segato ha revisado con amplitud. Su trabajo propone una diferencia entre el binarismo y el dualismo pre-intrusión, que es el término que Segato usa para consignar la organización de la sociedad previa a la conquista de América. El binarismo supone un patriarcado de alta intensidad que instituye la privatización del espacio doméstico, mientras que el dualismo conlleva a un patriarcado de baja intensidad, donde aun cuando no deja de existir una jerarquía, “el espacio doméstico es dotado de politicidad […] porque en él se articula el grupo corporativo de las mujeres como frente político” (117). En este orden de ideas, toda la discusión del espacio doméstico –desde el útero mismo– que ocupa esta novela, y la necesaria salida del confinamiento, da cuenta de la obturación de la politicidad del espacio doméstico al que está confinado la mujer, lo cual ha redundado en su reducción y exterminio: “La despolitización del espacio doméstico lo vuelve entonces vulnerable y frágil, y son innumerables los testimonios de los grados y formas crueles de victimización que ocurren cuando desaparece el amparo de la mirada de la comunidad sobre el mundo familiar” (Segato 122). El binarismo de la colonial modernidad que describe Segato está incluso inscrito en los nombres de María Chipia y María de Alava, los cuales, como apunta Sergio Rojas, corresponden a mujeres procesadas por la Inquisición española durante la Conquista (97).

En este mundo intrauterino, entonces, se dictan las bases que transgredirán el paisaje heteronormativo de la casa familiar a partir de un escenario bélico. El poder del cuerpo en el que se desarrolla la vida se enseñorea con la tecnología del género. De hecho, Eltit no esencializa la irrupción de lo femenino. Entiende que esta arremetida forma parte de tácticas que le han sido legadas al polo oprimido del binarismo para emanciparse de la subyugación. En todo caso, la feminización de la casa obrará como figura que radicaliza la condición monstruosa para entonces poner en crisis la supremacía de este patriarcado de alta intensidad. Por lo tanto, la novela devasta la noción de la vida uterina como realidad exenta de violencia. Ella constituye una espacialidad paralela a la expulsión de Adán y Eva del paraíso, pero la novela cancela la dimensión edénica y la violencia se torna constitutiva e incluso previa a la experiencia vital del animal humano. La destructividad y su disputa binaria se pone en escena desde el útero, desde el momento en que se forma el primer indicio de vida. La catástrofe del contrato sexual colonial-moderno se asienta mucho antes del propio nacimiento.

 

2

 

Abordaré enseguida el paisaje que prosigue a la natividad: la ocupación de la casa paterna. El nacimiento de los mellizos practica una extensión de la conspiración femenina cuyo inicio data de su violento paso por el útero materno: “La animalidad de mi hermana llegó a sobrecogerme. Creí que ambos cuerpos iban a destrozarse en la lucha. Fueron horas angustiosas” (28). Los hermanos extienden el hilo de sangre que hará de su hogar una casa tomada. El travestismo, el incesto y el adulterio refundarán las bases de la familia tradicional. El padre perderá el nombre —en la novela nunca se le nombrará—, y será aislado del resto de la familia hasta el nacimiento de la hermana de los mellizos, María de Alava, quien pese a compartir el signo mujer, se aliará con la abatida ley del padre. La oposición binaria, sin embargo, continuará activa, pero será afectada por la torpeza de los sueños maternos. El mellizo reporta que la madre los “había domesticado a la dualidad, nunca abordó en sus sueños la diferencia genital […] su profundo pudor le impidió gestar el terrible lastre de la pareja humana que nosotros ya éramos desde siempre” (32).

Justamente, en esta primera parte de la novela –titulada “Será irrevocable la derrota” y narrada desde la perspectiva del mellizo varón– se produce un episodio que resulta definitivo para la poética de Diamela Eltit. Ya sugerí que el primogénito lleva el nombre del padre y esto ocurre a propósito de la legalidad del pacto normativo familiar. Sin embargo, la novela explora las prácticas que prevalecen con independencia de la imposición de la ley. Pese a esta, la madre, en secreto, nombra al mellizo varón: “Se me otorgó el nombre de mi padre […] Mi madre solapadamente, me miró y dijo que yo era igual a María Chipia, que yo era ella. Su mano afilada recorrió mi cara y dijo: ‘Tú eres María Chipia’” (30). La madre desconoce el nombre del padre; y en un acto performativo, que incluye tocar materialmente al infante para entonces nombrarlo, se instala el signo que ahora feminizado sitia la casa del padre.

Como había planteado con respecto al útero, la casa será un territorio dividido de acuerdo con la geopolítica de la Guerra Fría. En 2013, la Universidad de Princeton adquirió el archivo de Diamela Eltit, el cual está compuesto por manuscritos inéditos, borradores de sus obras más emblemáticas, correspondencia, piezas únicas y un amplio conjunto de fotografías. Los papeles de Eltit pueden ser consultados por el público general en el Departamento de Manuscritos y Libros Raros de la Biblioteca Firestone. Entre ellos, se encuentra los borradores de El cuarto mundo, dentro de los que se incluyen diversos planos. La dimensión bélica de la novela está sugerida allí.

 

Un dibujo de un pizarrón blanco

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Figura 1. Plano de la casa ocupada en El cuarto mundo.

Folder 2. Diamela Eltit Papers. Princeton University.

 

La ley, por lo tanto, será desmantelada con radicalidad, toda vez que el nombre que la madre le asigna al mellizo prevalece: “Mi padre, ajeno a la venganza, contribuyó a la confusión de mi nombre. Cuando me llamaba, yo volví mi rostro hacia él, no como respuesta sino por creer que se nombraba a sí mismo” (30). En esta especie de segundo mundo, la casa se convierte en un campo de batalla en el que el padre y su ley son brutalmente abatidos. No obstante, la enfermedad constituirá un flujo que ahora pasa por los cuerpos de los mellizos. María Chipia describe su padecimiento en un sentido material que parece comenzar la escisión que el mellizo experimentará un poco más adelante. La fiebre que ayudó a concebir tanto a María Chipia como a su hermana melliza, aunque no a María de Alava, ahora se ha apropiado de su cuerpo: “La fiebre no era simétrica al dolor sino a una extraña suspensión en la que todo, a la vez que posible, era también improbable […] Quise volver a mi centro orgánico, pero ya había perdido las referencias, como si incluso mi memoria hubiera experimentado una irreversible erosión” (35). Por supuesto, la enfermedad no deja de ser inoportuna, agresiva, no cesa de oprimir al cuerpo –está muy lejos de liberarlo–; pero es la encargada de detonar su necesaria reconfiguración de cara a la revancha de la ley sudaca.

 

3

 

Hasta ahora, he ocupado críticamente dos espacios: el útero materno y la casa familiar. A continuación, me referiré al espacio que excede la casa paterna como mundo marcado por la violencia, el erotismo y sus pactos. La aparición más importante radica en la figura del cuerpo sudaca. Su primera mención se produce a propósito de la primera salida de los hermanos a un afuera del todo desconocido:

 

Nuestra salida al exterior fue verdaderamente estremecedora. La ciudad, tibiamente sórdida, nos motivó a todo tipo de apetencias y activó nuestras fantasías heredadas de mi madre. Se podía palpar en el espesor ciudadano el tráfico libidinal que unía el crimen y la venta. Los bellos torsos desnudos de los jóvenes sudacas semejaban esculturas móviles recorriendo las aceras. En ese breve recorrido nuestros ojos caían en una bacanal descontrolada (52).

 

Este tercer mundo erotizado está justamente habitado por aquellos cuerpos que parecen sortear crimen y sexo, que parecen fundir dos dimensiones: lo prohibido y la lujuria.

El término sudaca empleado en la novela constituye una palabra sin historia significativa en Chile y el resto de Latinoamérica. En todo caso, fuera de escasas referencias o de menciones puntuales, el vocablo no activa el uso estigmatizante que comporta en España. Se trata de una palabra utilizada para infligir dolor sobre cuerpos migrantes, provenientes del tercer mundo. Por supuesto, el término resulta derogatorio porque perpetra una cita racista que hace equivaler periferia y primitivismo, y que apunta a poblaciones de tercera categoría por su historia o raza. Pero quiero puntualizar que el uso del vocablo se activa críticamente en la novela de dos maneras. Por un lado, dado el desconocimiento del mismo –alguna de las críticas se pregunta, incluso, si este constituye una invención de Eltit (Lütecke 1085)–, El cuarto mundo se apropia del término y lo reinventa como figura que sella el deseo de los mellizos, que incide en su sexualidad tras cruzar la frontera de la casa familiar. Por otro lado, el término activa la dimensión geopolítica del tercer mundo. Es decir, estos cuerpos sudacas no transitan por la ley del padre sino por otros derroteros que marcan su transgresión y derrocamiento. En este sentido, no sólo la periferia del mundo deberá ocupar la intemperie como respuesta a la precariedad, sino que el signo se volverá indispensable para poder sobrevivir y contratacar.

Tal como propone Aurea María Sotomayor en su lectura de El cuarto mundo bajo una perspectiva teórica basada en el trabajo de Luce Irigaray: “los mellizos no desean regresar al origen sino constituirse ambos origen en la paridad y no en la subordinación. Es la verbalización del acto sexual lo que posibilita la nueva carne” (310). La reinvención de un nuevo origen, entonces, constituye la materialización de la nueva pareja originaria. Los mellizos de este cuarto-mundo se vuelven simbólicamente la primera pareja sudaca, cancelan el primer mundo en cuanto desmitifican el útero materno, se deshacen del segundo mundo, el del patriarcado instalado en la casa familiar, e instalan una respuesta encarnada en la que la transgresión constituye su única regla: su pertenencia a un mundo que prevalece en el afuera de la casa materna.

Por supuesto, esta novela invoca toda una tradición estética anticolonialista latinoamericana. Eltit echa mano a un relato estético-político no solo de resistencia, sino también de violencia. En cierto sentido, por ejemplo, El cuarto mundo cita algunos postulados de la estética del hambre promulgada por el cineasta Glauber Rocha a propósito de los alcances del cinema novo brasileño. El manifiesto proponía una estética de la violencia como mecanismo concientizador de la deriva neocolonial: “una estética de la violencia antes que ser primitiva es revolucionaria –he ahí el punto de partida para que el colonizador comprenda la existencia del colonizado; solamente concientizando su posibilidad única, la violencia, el colonizador puede comprender, por el horror, la fuerza de la cultura que él explota” (34). La violencia simbólica de la novela reescenifica el acontecimiento colonial para entonces, una vez violentadas las reglas de la familia heteronormativa, proponer más que un nuevo origen, un novel devenir sudaca capaz de disolver por la fuerza la concepción binaria del mundo.

Asimismo, en El cuarto mundo, la familia se torna verdaderamente monstruosa. Si la razón colonial ve a este otro como monstruo, este Otro llevará tal condición hasta sus últimas consecuencias a fin de verdaderamente aterrar. Como ha planteado Mónica Barrientos, la novela acude a personajes marginales y precarios que alzan la voz y ponen el cuerpo para materializar afirmativamente una nueva página de la historia (25). Por consiguiente, tanto el primer mundo —aquel concebido como paisaje edénico—, como el segundo —la casa familiar en la que prevalece la ley del padre—, quedan del todo suspendidos. El tercer mundo, sin embargo, constituirá una realidad insuficiente, ya que se trata de reescenificar la geopolítica de la opresión a partir de la violencia que imprime su propia nomenclatura. Finalmente, el cuarto mundo, aquel que incluso geopolíticamente descubre las fisuras e intersticios intrínsecos de la jerarquía global de la Guerra Fría, al estar inscrito en el primer mundo, se propone como posibilidad clave para descontinuar la escisión entre política y estética[2].

 

4

 

Tras escenificar múltiples coreografías sexuales, los mellizos finalmente conciben una criatura. La novela parodia la tragedia que acontece tras perpetrar una de las más graves trasgresiones: el incesto. Aquí la novela ocupa tanto la figura de Edipo como el deseo edípico y parodia ciertas convenciones de la tragedia griega y sus interpretaciones[3]. Se trata de una violación mayor que incide en la linealidad de la descendencia y anuncia el advenimiento del final de la estirpe. No obstante, el acto envuelve la desesencialización de la maternidad, la radicalización de la máquina reproductiva, ahora como función lúdica y, sobre todo, la posibilidad de crear el primer descendiente de la familia sudaca, el primer monstruo concebido en tiempo real –es decir, durante el tiempo que encierra el proceso de lectura de la propia novela–, desde un cuarto-mundo.

Titulada “Tengo la mano terriblemente agarrotada”, la segunda parte de El cuarto mundo tensa el vínculo entre gestación y escritura. Para concebir/escribir, la pareja tendrá que deponer la ley en su propia casa. La melliza narra esta segunda parte de la novela y espera el momento del parto. Por supuesto, el título hace explícita la referencia metaficcional de la novela. La mano agarrotada del cuerpo anómalo simula la mano necesaria para mecánicamente producir la escritura, aquella que empuña el lápiz. En el archivo de Diamela Eltit reposan los borradores de la novela. El trazo a mano de los mismos, su escritura de puño y letra, enfatiza la relación que el título de la segunda parte de la novela establece con la materialidad de la literatura.

 

Texto, Carta

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Figura 2. Manuscrito de El cuarto mundo.

Folder 2. Diamela Eltit Papers. Princeton University.

 

En un sentido paralelo, la relación entre escritura y censura también ha sido administrada por la autora desde principios de los ochenta. El 10 de marzo de 1983, Diamela Eltit recibió una correspondencia oficial. El Ministerio del Interior de Chile, por orden del Presidente de la República, Augusto Pinochet, autorizaba la edición, publicación y distribución de la que sería su primera novela: Lumpérica. Su literatura, entonces, resulta capaz de traspasar la férrea censura estatal para dar cuenta de la máquina de desarticulación del sentido establecida por la dictadura. En una entrevista, la autora argumenta haber escrito la novela “con un censor al lado”, lo cual no implica su alineación con la censura (Lazzara 9). Por el contrario, la opera prima de Eltit es capaz tanto de burlar el estricto control del sentido establecido por la oficina estatal como de convertirse en una poética paradigmática de la Escena de Avanzada chilena, como se denominó al grupo de artistas y prácticas neovanguardistas que, a partir de 1977 y dentro del campo antidictatorial chileno, proponen una reconceptualización crítica de los lenguajes, técnicas y géneros del arte y la literatura heredados (Richard 53). En todo caso, la censura de la dictadura y aquella impuesta por la ley del padre van de la mano.

Vale la pena resaltar, sin embargo, que el comienzo de la carrera de Diamela Eltit no estuvo circunscrito a la literatura. Su activa participación como fundadora del CADA, Colectivo Acciones de Arte, constituyó su primera intervención en la esfera pública chilena. Si bien el CADA fue un proyecto interdisciplinario que además discutió con radicalidad la especificidad del arte, este ha sido históricamente inscrito dentro de una genealogía restringida a las artes visuales. En este sentido, aquí quiero enfatizar que el giro en la carrera de Diamela Eltit ni es anecdótico, ni se debe a una transición natural entre plástica y literatura. Por el contrario, se trata de un radical abandono de las artes visuales a causa de sus compromisos con el capital y el mercado. Eltit ha apostado por una institución, la literatura, que ha sido progresivamente abandonada por la vigilancia del Estado. Al igual que la brasileña Lygia Clark, Eltit abandona las artes visuales para ocupar una institución que por su desmantelamiento previo resulta proclive a inscribir una poética que ya no resulta posible en otras instituciones[4]. Desde esta perspectiva, la autorización para que Lumpérica sea publicada, conferida por la oficina censora de la dictadura, paradójicamente da cuenta de la poca vigilancia a la que está expuesta la literatura, incluso en dictadura. Es decir, pese a la férrea máquina censora, la literatura oscura de Diamela Eltit logró despistar los sistemas de vigilancia estatales sin mayor dificultad.

Más adelante, a propósito de la transición de Chile a la democracia, que coincide con la caída del muro de Berlín, la idea de la literatura como una práctica que interrumpe la pulsión de vigilancia cobra relevancia. Y en esta medida, la obra literaria consigue albergar aquello que, en otros ámbitos estéticos ligados al capital y al mercado, como por ejemplo el cine o las artes visuales, pasa por otro tipo de regulación. En este terreno baldío, entonces, El cuarto mundo escenifica la cópula de los mellizos y la gestación del verdadero monstruo de la fábula: la propia novela. Ante lo cual el relato concluye: “Lejos, en una casa abandonada a la fraternidad, entre un 7 y un 8 de abril, diamela eltit, asistida por su hermano mellizo, da a luz una niña. La niña sudaca irá a la venta” (158). La reflexión metaficcional alude a un proyecto de escritura sudaca que sea capaz de radicalizar la ferocidad del cuarto mundo. En cierto sentido, como ya anticipé, la figura alegórica se desvanece ante la referencia a la materialidad de la novela. Es decir, si bien la alegoría ha sido una figura fundamental para la novelística de Eltit, esta se cancela cuando la pareja da a luz a la novela que los lectores tenemos en nuestras manos y quizá ante nuestros ojos. Por otro lado, la autoreferencialidad que postula a la literatura como arma de guerra reconcilia política y poética. La nueva novela sudaca constituirá, como la estética del hambre brasileña, una afrenta al sistema neocolonial impuesto por la jerarquía geopolítica de los mundos. Por supuesto, el territorio literario será el campo de batalla elegido por la escritora.

Diamela Eltit ha discutido públicamente sus reticencias hacia el Boom latinoamericano. De hecho, en su artículo “Las tramas del ‘boom’”, título que apela de nuevo a la correspondencia entre política y estética, la escritora no sólo advierte la relevancia que tuvo el aparato editorial peninsular en la comercialización de la literatura latinoamericana, sino, sobre todo, el hecho de que solo un grupo compuesto por quienes la propia Eltit denomina superstars pudo beneficiarse de una expansión que empezaba y terminaba con estos mismos escritores:

 

Los efectos del boom generaron las distancias entre centros y periferias literarias. En los centros los superstars del boom y, en los bordes de la fama, los teloneros que, si bien tenían una relativa existencia internacional, permanecían alojados en segundos planos. Y, desde luego, los escritores absolutamente locales radicados en sus países que no conseguían la atención de las poderosas editoriales españolas que, a su vez, operaban como pasaportes […] para otras lenguas y diversos territorios.

 

Para Eltit, el Boom se volverá boomerang debido al restringido cuerpo de autores, que además delata la configuración masculina del mapa literario. A propósito de esto, la dimensión metaficcional de El cuarto mundo parece discutir con la mundialización de la literatura latinoamericana. Específicamente, la referencia al incesto resulta fundamental ya que ocupa un tópico inconfundible de la que, sin lugar a dudas, es la novela más emblemática del Boom latinoamericano: Cien años de soledad. Si la novela de Gabriel García Márquez culmina con la destrucción de Macondo a propósito del nacimiento del niño con cola de cerdo, el final de El cuarto mundo dará cuenta del nacimiento de la niña sudaca, la nueva novela encarnada desde el mismo cuarto mundo. Es decir, la autorreflexión que revela el fin de la novela le contesta a la domesticación operada sobre el tercer mundo a manos de estéticas tranquilizadoras en las que simbólicamente la anomalía constituye su final. Por el contrario, la novela sudaca halla en esta anomalía su advenimiento; ve, en su nacimiento monstruoso y enfermo, su propio comienzo. La autora produce y simbólicamente pare a diamela eltit. Y, a manera de síntoma, la reescritura de su nombre en minúsculas materializa la politización de la literatura como cuerpo sudaca y molesto. En definitiva, lo que el agotamiento del Boom termina demostrando es la insuficiencia de seguir escribiendo desde el tercer mundo: otro mundo se está gestando.

Rubí Carreño Bolívar ha situado el trabajo de Diamela Eltit como dispositivo que politiza y reescribe la literatura previa al golpe de estado: “las madres malignas de la narrativa chilena se van dando cita […] se llaman unas a otras, las madres-amasijo de Brunet, las sirvientas donosianas terminan construyendo el coro de madres de Eltit, que […] se constituyen en las euménides de la dictadura” (14-15). En este sentido, inscribe la escritura de Eltit en una constelación de citas del más interesante canon literario chileno citado a su vez en el espectáculo de su narrativa. Al respecto, la lectura de Eltit de una obra menos luminosa del Boom como El obsceno pájaro de la noche de José Donoso hace más explícita esta intervención: “Cuando Jerónimo de Azcoitía entreabrió por fin las cortinas de la cuna para contemplar a su vástago tan esperado, quiso matarlo ahí mismo” (259). Contrario al nacimiento de Boy descrito en la novela de Donoso, Eltit propone un parto que se feminiza y materializa como cuerpo de novela: Diamela Eltit no anomaliza el resto del mundo para normalizar la monstruosidad de la guagua. Por el contrario, le confiere la condición material de libro, restableciendo la politicidad y peligrosidad de este artefacto. La venta de la hija sudaca de diamela eltit instala, a su vez, una ambigüedad adicional que trasciende la alegoría inscrita en la anómala criatura donosiana. Al mismo tiempo, la venta de la niña sudaca le permite a la autora implicada responder tanto a la violencia contra el cuerpo de la mujer, el comercio de mujeres del tercer mundo, como a la explotación de la literatura tras su ingreso en el mercado global –discusión que, por ejemplo, Donoso no entabla explícitamente más que en la presunta intimidad de sus diarios y archivos. La anomalía de la literatura enferma, una vez concebida por los hermanos incestuosos ­–en quienes de algún modo resuenan, también, los hermanos amantes que se desvanecen en Pedro Páramo de Juan Rulfo–, se torna en una amenaza al orden ya no de la casa familiar, sino de las casas editoriales y las jerarquías literarias mundializadas. Por supuesto, las tramas de esta nueva novela sudaca necesitan de un cuarto-mundo para perpetrarse. Me refiero a la tradición feminista o, como advierte Eltit, a la necesidad de interrogar la historia que ha sido “trazada sobre una derrota territorial al mundo indígena” (“Las aristas” 17). Escribir desde el cuarto mundo para materializar El cuarto mundo implica haber pasado primero por el cuarto propio y entonces promulgar un mundo escritural capaz de cuestionar la relación entre capitalismo y escritura, neoliberalismo y mercado literario.

 

5

 

La tercera novela de Diamela Eltit inaugura un grupo de figuras que reaparecen y se consolidan a lo largo del resto de su producción. Por un lado, como ya he consignado, en El cuarto mundo se desvanece la alegoría como forma estable de su literatura. La interrumpe, entonces, para ponerla en suspenso, a la vez que cancela la pertinencia y funcionalidad de la fábula local. Pero por otro, se introduce una nueva posibilidad de articulación significante que su literatura explota con más contundencia en Fuerzas especiales e Impuesto a la carne: la capacidad de desmantelar la división entre el afuera y el adentro del cuerpo. En este sentido, en los tiempos de El cuarto mundo, Eltit ya comenzaba a mapear no solo una biopolítica o necropolítica, sino una psicopolítica. Y, en función de ello, sus novelas producen especies de paisajes cerebrales; es decir, escenarios en los que la literatura consigue poner en escena aquellas relaciones de poder capaces de atravesar materialmente el cuerpo. El poder obra desde dentro, las máquinas biológicas y artificiales logran escindir la frontera que se suponía era la línea divisoria necesaria para la resistencia política del cuerpo.

Paul B Preciado formula el nuevo régimen farmacopornográfico del presente mundializado a partir de una diferenciación fundamental con el régimen disciplinario identificado por Michel Foucault como característico de la Modernidad en Occidente. Preciado traza una serie de eventos que tienen lugar en el siglo xx y han producido una nueva concertación del poder que ya no actúa a partir del disciplinamiento del cuerpo, sino de sustancias peligrosas y sintéticas que reemplazan la fuerza laboral por la fuerza orgásmica (38). La gestión consistiría en un régimen postindustrial que opera químicamente desde el interior del cuerpo mismo y legisla dentro de él. Por su parte, Byung-Chul Han discute los nuevos signos de una época que compromete la libertad más que ninguna otra. Desde esta perspectiva sostiene que la psicopolítica entiende cómo voluntariamente producimos el big data que hace posible adquirir un conocimiento privilegiado de la sociedad de la comunicación; y, por lo tanto, permite ingresar en la psique con el fin de condicionarla de manera prerreflexiva (Han 25). Los aparatos ideológicos del estado son remplazados por los dispositivos móviles del presente: “El smartphone no es solo un eficiente aparato de vigilancia, sino también un confesionario móvil. Facebook es la iglesia, la sinagoga global (literalmente, la congregación) de lo digital (Han 26). Ambos filósofos dialogan con la ficción que Diamela Eltit abre con El cuarto mundo.

Pese a que el trabajo literario de Eltit producido bajo la dictadura ha provocado un sostenido interés dentro y fuera de Chile, son sus más recientes novelas las que activan de manera más inquietante la relación entre literatura y política. Esto ha permitido inscribir de manera pública la capacidad de la autora de anticipar el futuro. Sobre la novelística de Diamela Eltit se ha instalado un principio al que podríamos referirnos como profético; es decir, la idea de que sus más recientes novelas parecen ser capaces de predecir o vaticinar el futuro inmediato: del estallido social chileno de finales del 2019 a la pandemia del coronavirus actual. El confinamiento de Jamás el fuego nunca, la vida sitiada y metal-pornográfica de Fuerzas especiales, o la gran marcha de los oprimidos y los cuerpos precarizados de Sumar anticipan los grandes movimientos sociales de Chile y otros rincones del mundo. Tal cual las vidas bicentenarias de una madre e hija que ocupan un mismo cuerpo, luego de convertirse en materia prima de explotación para el sistema sanitario de Impuesto a la carne, trazan una suerte de continuidad posible entre los virus que pululan allí en el recinto hospitalario y la muy viral sociedad del espectáculo actual.

Me propongo aquí desechar la dimensión profética para asentar que la literatura de Eltit perpetra una aguda lectura del presente. La escritora chilena lee con atención las maneras en que la catástrofe planetaria o la precarización de la vida contemporánea contienen el germen que explotará más adelante, en el porvenir más inmediato, aunque insospechado. De acuerdo con sus propias palabras, transcritas en el epígrafe de este artículo, Eltit inscribe su trabajo en la figura tránsfuga de la comunidad okupa: “mi deseo se funda en una especie de literatura ‘okupa’ que se aloje y se desaloje en lo abandonado, en lo transitorio […] sin un anclaje estable ni al mercado ni al estado” (Réplicas 380).

Como los movimientos okupas que proliferaron a raíz de la crisis mundial del 2008, la literatura de Eltit ocupa aquellos espacios que ya han sido abandonados tras el desvanecimiento y fin de su apoteosis. La okupación, entonces, da cuenta del fracaso del sistema, de su intrínseca condición excluyente, de la dominación del primer mundo como fantasía originaria. Este rasgo distintivo de la poética de Eltit se debe a la revisión pionera que establece El cuarto mundo: “Gestar, en ese espacio, pertenece a una economía del derrame y del exceso que desemboca en un desatar de energías incontrolables y subversivas, esa suerte de liberación que se traduce éticamente con el advenimiento de una criatura que es un libro” (Sotomayor 314). En este sentido, ante el abandono de la literatura que han escenificado las clases dirigentes, toda vez que ella ha dejado de constituir un capital material o simbólico relevante –a diferencia, por ejemplo, de las artes visuales–, este desarreglo okupa que exhiben los libros de Diamela Eltit reinstala la tensión que le permite a las crisis y catástrofes locales o planetarias anidar anticipada y críticamente.

Sostener la politicidad de la literatura pese a que ella no constituye un espacio privilegiado de inscripción del horror resulta un problema a discutir. La literatura no necesariamente es un vehículo de ideas de justicia y equidad. Como sabemos, se trata de un dispositivo capaz de ser cooptado por cualquier ideología o posición política. Tanto ella como las artes visuales, el cine o la música han sido históricamente ocupadas por agendas totalitarias y genocidas. No obstante, la baja vigilancia a la que está sometido el quehacer literario –a diferencia de tantos dispositivos e instituciones del presente–, abre la posibilidad de producir intersecciones, okupaciones, que puedan sintonizar la respiración de estos tiempos.

Por otro lado, la literatura no solo es una máquina productora de fábulas. Eltit es una intelectual con peso en la opinión pública chilena dado el estatus que ha caracterizado la figura del artista en Chile, capaz de intervenir en los debates nacionales más relevantes en su condición de productor estético. En cierto sentido, el Premio Nacional de Literatura de Chile que le fue concedido a la autora en 2018 enfatiza su permisividad como intelectual pública. El pacto entre escritura y opinión pública y, así como su capacidad de discutir con figuras relevantes de la escena política y estética, no pueden obviarse al discutir la politicidad de la literatura contemporánea.

Asimismo, estas discusiones de cuarto mundo permiten descontinuar el aislamiento histórico de Chile y su tradición estética. En cierto sentido, la novela de Eltit instala la figura del terreno baldío para producir un giro hacia esas otras estéticas locales, aquellas escritas por los teloneros del Boom, que no calzaron con las expectativas del gran mercado, pero fueron usadas para crear un efecto multicultural. Es en este espacio baldío, a su vez, desanclado tanto del mercado como del Estado, que ocupa temporalmente esta genealogía bastarda latinoamericana, donde se gestan revisiones, reconsideraciones y nuevas asociaciones capaces de rearticular la peligrosidad perdida o abandonada.

La literatura de Eltit dice algo similar a lo siguiente: si el cuerpo ha sido apropiado por la seducción que ejercen los nuevos dispositivos del psicopoder, si el nuevo régimen farmacopornográfico opera desde el interior del cuerpo y controla tanto sus afectos como sus likes, necesitamos repensar su capacidad de impacto y resistencia. Por ello, estos espacios menos vigilados y en cierto sentido eriazos son los más proclives a pasar desapercibidos con el fin de reformular la politicidad de la escritura. En tales lugares abandonados, se traman ideas y cuerpos que, por la condición ambigua del trabajo literario, permiten pensar en cómo se desactivan algunos de estos sistemas de vigilancia para, por lo tanto, okupar su curso. Allí parece radicar la función cuartomundista de la escritura de Diamela Eltit.

 

 

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Date of reception: 13/12/2020

Date of acceptance: 12/01/2021

Citation: Guerrero, Javier. La literatura okupa. Escribir desde el cuarto mundo, Revista Letral, n.º 25, 2021, pp. 140-166. ISSN 1989-3302.

Funding data: The publication of this article has not received any public or private finance.

License: This content is under a Creative Commons Attribution-NonCommercial, 3.0 Unported license.

 

 



[1] Estos trabajos, a su vez, ponen en crisis los diversos géneros literarios y dispositivos que ocupan para repolitizarlos. En El infarto del alma, la narradora escribe una crónica sobre su visita al Hospital psiquiátrico de Putaendo en la que aborda su encuentro con pacientes allí recluidos. De manera inesperada, al percatarse de que los enfermos se presentan y fotografían en pareja, el relato propone una lectura que encuentra en este amor loco “el centro del amor” (16). El Padre Mío, por su parte, complejiza la práctica del género testimonial tras descubrir en la lengua de un loco, la insubordinación literaria.

[2] Silvia Goldman localiza los cuatro mundos dentro de la novela en (1) el no-espacio uterino, (2) el orden el padre, (3) el desorden de la pareja y (4) el espacio de lo sudaca (147). Mi propuesta insiste en el afuera de la casa y la exterioridad del libro como figuras fundamentales para una lectura geopolítica de El cuarto mundo.

[3] Precisamente desde este mundo intrauterino se revisa una figura esencial para la configuración de la diferencia sexual de acuerdo con la teoría psicoanalítica. El mundo intrauterino alberga y altera las etapas por las que atraviesa el desarrollo libidinal infantil. Por ejemplo, la novela replantea la envida del pene como elemento fundamental de la sexualidad femenina. La envida del pene ocupa una posición fundamental en la concepción freudiana de la sexualidad femenina que, a propósito de la evolución psicosexual hacia la feminidad, marca un cambio tanto de zona erógena como de objeto: pasa del clítoris a la vagina y reemplaza la inclinación pre-edípica hacia la madre por el amor edípico hacia el padre (Laplanche y Pontalis 119). En cierto sentido, la novela de Eltit desplaza la envidia del pene de la melliza por la envidia que siente María Chipia de los flujos comunicantes que se establecen entre madre e hija, lo cual inaugura una nueva permutación en la diferencia sexual.

[4] El año 1983 constituirá un punto de inflexión en la contextura pública de Diamela Eltit. El final del CADA marcó su comienzo como escritora. A pesar de ello, Lumpérica será una novela que tardará en ser procesada e inscrita en la escena literaria chilena. Aunque, pasado el tiempo, resulta indudable que esta primera ficción de Eltit —acusada en su momento de hermética, ininteligible, opaca, y en el mejor de los casos extravagante— inaugura una revuelta en la literatura chilena. En la novela, el propio cuerpo de Eltit –cortado, vendado, expuesto al obturador de la cámara– se incorpora tras incluir una fotografía que desajusta la fijeza de la figura del autor, desfigura toda posibilidad de autoficción compensatoria, y da cuenta de la representación en ruina (Klein) a fin de producir una nueva subjetividad surgida del dolor (Cánovas 25).