La literatura okupa. Escribir
desde el cuarto mundo
Occupy Literature. Writing
from the Fourth World
Javier Guerrero
Princeton
University, jg17@princeton.edu
DOI: http://doi.org/10.30827/RL.v0i25.17043
Mi artículo se aproxima a
El cuarto mundo (1988),
tercera novela de la chilena Diamela Eltit, para discutir las geopolíticas
literarias de su novelística. Abordo las diversas operaciones que lleva a cabo
a partir de la radicalización de la enfermedad y la transformación del cuerpo
enfermo y monstruoso como contraofensivas que reconcilian los polos del vector
estética-política. Planteo que El cuarto mundo constituye un giro en la
poética de Diamela Eltit que, al exceder la noción de alegoría y la figuración
de Chile como signo estético-político, se sitúa en una discusión regional capaz
de cuestionar el rol de la literatura y su politicidad. Discuto cómo la
escritora lee detenidamente el nuevo orden global y entiende la autoría
literaria como condición enferma y okupa frente al abandono del
quehacer literario que las clases dirigentes han escenificado en las últimas
décadas.
Palabras clave:
narrativa chilena; Diamela Eltit; geopolítica; literatura y enfermedad;
anticolonialismo.
ABSTRACT
My article analyzes the literary geopolitics of El
cuarto mundo (1988), the third novel by Chilean writer Diamela Eltit. I
approach the various operations that Eltit carries out –from the radicalzation of disease to the transformation of the sick
and monstrous body– as counter-offensives that reconcile the poles of the
aesthetic-political vector. I read El cuarto mundo as a turn in Eltit’s
poetics, one situated in a regional discussion that questions the role of
literature and its politicity by going beyond allegory and the figuration of
Chile as an aesthetic-political sign. I examine Eltit’s careful reading of the
new global order and her understanding of literary authorship as an infirmity
in the face of the ruling class’s abandonment of literary pursuits in recent
decades.
Keywords: Chilean narrative; Diamela Eltit; geopolitics; literature and disease;
anticolonialism.
Para Eva Klein que me dijo un día que leyera a Diamela
Eltit
mi
deseo se funda en una especie de literatura “okupa” que se aloje y se desaloje
en lo abandonado, en lo transitorio, y que sobreviva apelando a un flujo de
baja intensidad en perpetuo movimiento. Quiero decir, sin un anclaje estable ni
al mercado ni al estado.
Diamela
Eltit
El
paisaje al que hace referencia Diamela Eltit en este epígrafe corresponde a la
crisis global que inaugura el nuevo milenio: del 15M español, al movimiento
Occupy Wall Street; de la movilización estudiantil chilena, a la organización
mexicana YoSoy132. La respuesta ciudadana ante la intensificación del mercado
sobre la vida y el fracaso de la democracia representativa ha traído consigo la
renovación de las formas de protesta, así como la incorporación de la juventud
en el debate político contemporáneo. Los impactantes suicidios escenificados a
propósito de los desahucios inmobiliarios en España, las asambleas populares y
la ocupación del espacio público con novedosas tácticas y propósitos, han
redefinido el pacto entre Estado y ciudadanía. A su vez, la crisis económica
del 2008 ha enfatizado la necesaria revaluación del mundo reordenado tras el
fin de la Guerra Fría. El estallido social chileno del 2019, las movilizaciones
feministas, la crisis global desatada por la pandemia del COVID-19 y el
asesinato de George Floyd en Estados Unidos han dado cuenta del acelerado
quiebre mundial y la precarización integral de la vida; pero también han hecho
posible que la emancipación y el clamor colectivo emerjan a propósito de una
radical reestructuración del sistema. Okupar se vuelve, entonces, una
figura que reformula la politicidad del cuerpo, su condición material para la
resistencia, así como su propensión a reconfigurar la participación política en
un momento en el que se evalúan las consecuencias de la gran crisis del mundo
globalizado.
Desde el comienzo de los años ochenta, la
escritora chilena Diamela Eltit se ha ocupado el desajuste que constituye la
deriva neoliberal del Estado. Desde Lumpérica
(1983) y Por la patria (1986)
hasta Jamás el fuego nunca (2007), Fuerzas especiales (2011) y
Sumar (2018), sus novelas han discutido con amplitud la expropiación
de la vida, el fin de la utopía y las nuevas materialidades que transforman el
cuerpo en blanco de guerra. Asimismo, su trabajo ha abordado el fracaso de la
izquierda, su sectarismo, el enseñoramiento de la violencia del Estado, sus
réplicas fantasmagóricas, el pacto transicional y la hegemonía de la lógica de
la mercancía. Su tercera novela El cuarto
mundo (1988), publicada en Chile durante la dictadura, constituye un giro
en la narrativa de la escritora para abordar los desbalances que configuran la
geopolítica de nuestra contemporaneidad y discutir el papel de la literatura
escrita y publicada desde el sur americano.
El
cuarto mundo relata la historia de una
pareja desde su propia concepción. Narra la relación entre María Chipia y su
hermana, mellizos concebidos con violencia en un estado febril que funcionará
como marcador de los juegos de poder radicalizados en el seno de una familia
nuclear. Asimismo, describe el vínculo problemático de los miembros que la
integran con su afuera más amenazante: el mundo más allá del útero o aquel que
excede la casa familiar. El adulterio, el incesto, la enfermedad y la violencia
de género serán los puntos centrales de un relato localizado en un punto
geográfico irreconocible. La alegoría del horror que presenta la novela, sin
embargo, responde críticamente tanto a las tácticas neoliberales y
neocoloniales del poder, como a la configuración de estéticas totalizadoras
propias de la literatura, como por ejemplo las desplegadas por el Boom
latinoamericano. Por consiguiente, la
compleja relación de los mellizos en este cuarto mundo enmarca una
lectura sobre la ambigüedad literaria y su todavía posible peligrosidad frente
a los flujos materiales y simbólicos de las jerarquías globales del mundo y la
literatura.
En este artículo abordo las diversas operaciones
que lleva a cabo El cuarto mundo. En
especial, pienso cómo la concepción de los mellizos incestuosos de la novela
abre las puertas a la radicalización de la enfermedad y a la transformación del
cuerpo enfermo y monstruoso como contraofensivas que reconcilian los polos del
vector estética-política. Principalmente, me interesa pensar en la lectura que
sobre la literatura propone esta novela. El
cuarto mundo da cabida a la enfermedad no solo para plantear la estética
sudaca como característica de la narrativa de Diamela Eltit y su porvenir, sino
también para dar cuenta de la condición okupa como poética fundamental
de la escritora. Es decir, presenta la idea de una literatura okupa que ocupe
los espacios abandonados por parte de las corporaciones, sus ordenamientos
simbólicos y la desocupación de la literatura que han escenificado las clases
dirigentes. A tal fin, el presente artículo interroga la capacidad de la
literatura de Diamela Eltit de gestionar los flujos desanclados del discurso
que hoy en día entendemos como literatura, especialmente frente a la
realineación global que impacta la contemporaneidad política, así como los
contrataques y posibilidades emancipadoras escenificados en el presente.
He organizado mi exposición en cuatro secciones
acompañadas de un segmento final en torno a los diferentes espacios materiales
y simbólicos localizados dentro y fuera de la novela, y que me permiten revisar
la geopolítica fraguada en la violencia distintiva de nuestro siglo xx.
1
Como
sucede con regularidad en las novelas de Diamela Eltit, los comienzos se tornan
fundamentales para pensar sus alcances críticos. Es decir, ellos marcan y guían
el desarrollo de su narrativa. El cuarto
mundo comienza de la siguiente manera:
Un
7 de abril mi madre amaneció afiebrada. Sudorosa y extenuada entre las sábanas,
se acercó penosamente hasta mi padre, esperando de él algún tipo de asistencia.
Mi padre, de manera inexplicable y sin el menor escrúpulo, la tomó, obligándola
a secundarlo en sus caprichos. Se mostró torpe y dilatado. Parecía a punto de
desistir, pero luego recomenzaba atacado por un fuerte impulso pasional.
La
fiebre volvía extraordinariamente ingrávida a mi madre. Su cuerpo estaba
librado al cansancio y a una laxitud exasperante. No hubo palabras. Mi padre la
dominaba con sus movimientos que ella se limitaba a seguir de modo instintivo y
desmañado.
Después,
cuando todo terminó, mi madre se distendió entre las sábanas, durmiéndose casi
de inmediato. Tuvo un sueño plagado de terrores femeninos.
Ese
7 de abril fui engendrado en medio de la fiebre de mi madre y debí compartir su
sueño. Sufrí la terrible acometida de los terrores femeninos (13-14).
He trascrito íntegramente el inicio de la novela
ya que considero que en él se encuentra la clave que anticipa su inesperado
desenlace. El cuarto mundo designa la enfermedad como primera y primaria
condición que impacta y marca la violencia constitutiva del embarazo narrado.
La fiebre es, sin lugar a dudas, el estado que
facilita la concepción del primer mellizo. La falla del cuerpo de la mujer, a
decir de la docilidad que le permite ser violentado por parte del inoportuno
apetito masculino, operará como la condición necesaria para concebir tanto a
María Chipia, el mellizo varón, como a la hermana, de quien hasta el final de
la novela no sabremos su nombre. La gestación afiebrada del primer mellizo
detonará de manera inmediata la arremetida del cuerpo de la progenitora, quien
con sus pesadillas –como quedará claro más adelante– concebirá una pareja capaz
de reordenar con violencia el cuarto (mundo) matrimonial.
El
cuarto mundo inicia con la escena
traumática de la concepción que se relata en primera persona. La perspectiva
intrauterina hace posible el testimonio de María Chipia acerca de la gestación
de su hermana melliza. No obstante, desde el principio, sabemos que el proceso
ha sido alterado, que algo anómalo ha ocurrido en la linealidad del acto, lo
cual produce la respuesta autoinmune, como anticuerpos que impactan sobre las
vidas en desarrollo. Por lo tanto, el mellizo siente la acometida de los
“terrores femeninos” que ocuparán el vientre materno y que más adelante
sitiarán la casa familiar. Una vez más, la falla que se produce en la
concepción se perpetra cuando las altas temperaturas envuelven el cuerpo de la
mujer. De no haber sido así, la concepción habría funcionado de acuerdo con el
principio de reproducción sexual e identidad biológica tradicional.
La enfermedad, entonces, hace posible que la mujer
sea fecundada en contra su voluntad; pero también permite que pueda
contraatacar con mecanismos alternos a la fuerza mecánica que acompaña la
pulsión genital masculina. La fiebre como flujo envolvente provee al
primogénito, a ese que llevará en un principio el nombre del padre, de un velo femenino.
Por ende, la relación entre el síntoma y la acción de las pesadillas se
enfatiza cuando el narrador usa un verbo como plagar para describir el
arribo de un sueño abarrotado de “terrores femeninos”. La plaga, esa mítica
palabra del Génesis que exhibe el estigma de la enfermedad, se apropiará del
primer vástago, quien llevará a cabo la tarea de burlar y desfigurar la ley del
padre.
La poética de Diamela Eltit ha privilegiado la
enfermedad como una figura constante. El
infarto del alma (1994), texto que
compone junto a la fotógrafa Paz Errázuriz, o El Padre Mío (1989),
operan una desconstrucción no solo del cuerpo enfermo del esquizofrénico,
sino también de significantes como el amor o la lengua[1].
El cuarto mundo y, posteriormente,
“Colonizadas” e Impuesto a la carne,
ocupan la enfermedad como figura central que pone en evidencia la violencia
sistémica capaz de atravesar las vidas que pululan en estos mundos localizados
a espaldas o en las profundidades oscuras donde la luminosidad de las
metrópolis occidentales no llega. Por supuesto, la enfermedad se enlaza con la
escena colonial que la propia novela inscribe entrelineas. La mujer posee el
cuerpo a ser sometido pero la enfermedad marca su capacidad de destituir el
poder soberano.
Durante la realización del I Congreso
Internacional de Literatura Femenina Latinoamericana, realizado en Santiago de
Chile en 1987 –un año antes de la publicación de El cuarto mundo–,
la escritora leyó un trabajo que resuena con la escena de gestación que ocurre
en la novela. Como coorganizadora del encuentro, Eltit consideraba allí que
interrogar los textos del canon instalados por la tradición es también
cuestionar esta historia de la cultura latinoamericana, una historia
trazada sobre la derrota de los indígenas a quienes ha echado fuera del relato.
No obstante, lo que me interesa señalar ahora es que Eltit acude en su
exposición a una escena parecida a la que da comienzo a El cuarto mundo: propone que la voz dominante ha sometido a otras,
especialmente a las indígenas, legítimas pobladoras de todo un continente, al
estatuto de indigencia materna, necesario para el repoblamiento (“Las aristas”
17). De acuerdo con Eltit, el poder se ha ensañado en los cuerpos marginales,
agrediéndolos hasta su desaparición, exiliándolos de su país natal y
confinándolos al cerco límite de la despertenencia
histórica (“Las aristas” 18). Entonces, como en El cuarto mundo, la
indigencia materna será considerada un principio biopolítico de la conquista de
América. Sin embargo, pese a que la novela marca este comienzo alegórico, las
condiciones de la gestación, como antes he sugerido, permitirán una revancha:
la acometida femenizada que hará de la casa un peligroso laboratorio.
En este orden de ideas,
El
cuarto mundo construye un lugar
desdibujado –cuyos referentes se han borrado y no son, como suele ser en otras
novelas de la escritora, territorios chilenos o por lo menos reconocibles,
referenciales– para, entonces, volver a la escena continental y reescenificar
cómo el cuerpo de la mujer resulta necesario para ejercer una empresa de
“repoblamiento”. El giro de Eltit, sin embargo, radica en retornar a esta
escena colonial, a fin de proponer en cambio la envestida febril de la voz
expulsada por parte del relato oficial. La enfermedad marca el cuerpo conquistado
que, ahora, será fecundado tras su derrota, pero cuyos hijos depondrán la ley
del padre.
Asimismo, ya he mencionado que el paisaje de esta
novela, a diferencia de la mayoría de las ficciones de la autora, no parece
corresponder a Chile. Y sostengo al respecto que en El cuarto mundo opera un proyecto regional, que va más allá de toda
lógica nacional. En este sentido, la novela produce una lectura que excede el
lugar de producción. Es decir, Chile no será la figura
fundamental a disputar. A diferencia de otros trabajos de Eltit, como El
Padre Mío, por ejemplo, que explícitamente instalan una inequívoca
alegoría:
Chile
entero y a pedazos en la enfermedad de este hombre; jirones de diarios,
fragmentos de exterminio, silabas de muerte, pausas de mentira, frases
comerciales, nombres de difuntos. Es una honda crisis del lenguaje, una
infección en la memoria, una desarticulaci6n de todas las ideologías. Es una
pena, pensé.
Es
chile, pensé (17).
El cuarto mundo
ha sido interrogada desde distintas perspectivas
críticas. No obstante, prevalece un grupo de lecturas que van desde la relación
entre cuerpo de mujer, voz y escritura (Barrientos, Breckenridge, Lagos,
Maloof), hasta su cuestionamiento del canon narrativo y la alteración de los
tropos asignados a las mujeres escritoras (García Cedro, Green, Sotomayor),
pasando por otro tipo de problemas más filosóficos o psicoanalíticos. En todo
caso, se trata de una novela que ha sido leída en torno a los registros que
innova.
Ante la riqueza de las aproximaciones críticas, mi
lectura busca señalar una dimensión que, considero, constituye un giro en la
poética de la escritora y que se afianzará más adelante en su literatura no
solo como tropo sino principalmente como complejo discurso que establece una
continuidad entre producción literaria y geopolítica. Eugenia Brito, por
ejemplo, entiende que esta novela renueva la escritura de Diamela Eltit y marca
un cambio en su desarrollo literario; pero propone que El cuarto mundo hace
que su literatura pase de la periferia devastada por la dictadura a la
intimidad de la familia como célula corrompida por el poder dominante (130). En
cierto sentido lo descrito por Brito ocurre, aunque no podríamos afirmar que en
esto se cifra el proyecto más ambicioso de la novela. El cuarto mundo
inscribe una red geopolítica donde Chile se reduce al signo mínimo como lugar
desde el que se habla, escribe y produce. No sugiero desestimar el momento en
el que se escribe esta novela, durante el último tramo de la dictadura chilena.
Por el contrario, las condiciones de producción de la novela son más que
importantes cuando se discute un nuevo ordenamiento mundial. Pero afirmar que
esta novela excede tanto el signo Chile como la exploración de la familia
penetrada por las secuelas de la dictadura chilena, permite afianzar la
politicidad que reinstala la autora en la literatura.
Antes de desarrollar esta afirmación, sin embargo,
quiero referirme una vez más al primer paisaje de la novela: el mundo
intrauterino desde el que se comienza a narrar la historia. La escena inicial
propone la cancelación de este interior del cuerpo materno como primer mundo
ideal. Y en estos términos, me refiero tanto a la división geopolítica del
mundo, la cual abordaré más adelante, como a ese primer estadio de la gestación
y materialización de los mellizos en la novela. En ella, este primer mundo no
resulta edénico. A diferencia de la idea extendida de que el nacimiento
constituye el primer acontecimiento violento de la existencia humana por la
pérdida del mundo acuoso maternal, la propia concepción de la vida constituye
en El cuarto mundo una operación
extremadamente violenta. La cruenta interacción entre los cuerpos de los
hermanos y la conquista del interior por parte de la madre componen una gran
batalla por ocupar el paisaje materno. No obstante, en este sentido, la madre
ya no parece obrar bajo la docilidad que hace posible el acto sexual. Los
sueños se intensifican y consolidan la necesidad de asechar, acosar y sitiar el
signo masculino; de perpetrar la feminización de este primer mundo para, por lo
tanto, derrotar la hegemonía patriarcal desde su hábitat inicial. A su vez, la
hija melliza goza de los privilegios de su género, y obtiene un canal de
comunicación privilegiado con su madre.
Habitar el útero para los mellizos constituye una
batalla por la supervivencia que, como en las grandes guerras mundiales, supone
confrontaciones y alianzas. En el útero, por lo tanto, se libran cruentas
batallas. Su dimensión bélica se activa a propósito de la violencia
característica del binarismo de género. Y, desde esta perspectiva, la escena
también discute algo que la antropóloga Rita Segato ha revisado con amplitud.
Su trabajo propone una diferencia entre el binarismo y el dualismo
pre-intrusión, que es el término que Segato usa para consignar la organización
de la sociedad previa a la conquista de América. El binarismo supone un patriarcado
de alta intensidad que instituye la privatización del espacio doméstico,
mientras que el dualismo conlleva a un patriarcado de baja intensidad, donde
aun cuando no deja de existir una jerarquía, “el espacio doméstico es dotado de
politicidad […] porque en él se articula el grupo corporativo de las mujeres
como frente político” (117). En este orden de ideas, toda la discusión del
espacio doméstico –desde el útero mismo– que ocupa esta novela, y la necesaria
salida del confinamiento, da cuenta de la obturación de la politicidad del
espacio doméstico al que está confinado la mujer, lo cual ha redundado en su
reducción y exterminio: “La despolitización del espacio doméstico lo vuelve
entonces vulnerable y frágil, y son innumerables los testimonios de los grados
y formas crueles de victimización que ocurren cuando desaparece el amparo de la
mirada de la comunidad sobre el mundo familiar” (Segato 122). El binarismo de
la colonial modernidad que describe Segato está incluso inscrito en los nombres
de María Chipia y María de Alava, los cuales, como
apunta Sergio Rojas, corresponden a mujeres procesadas por la Inquisición
española durante la Conquista (97).
En este mundo intrauterino, entonces, se dictan
las bases que transgredirán el paisaje heteronormativo de la casa familiar a
partir de un escenario bélico. El poder del cuerpo en el que se desarrolla la
vida se enseñorea con la tecnología del género. De hecho, Eltit no esencializa
la irrupción de lo femenino. Entiende que esta arremetida forma parte de
tácticas que le han sido legadas al polo oprimido del binarismo para
emanciparse de la subyugación. En todo caso, la feminización de la casa obrará
como figura que radicaliza la condición monstruosa para entonces poner en
crisis la supremacía de este patriarcado de alta intensidad. Por lo tanto, la
novela devasta la noción de la vida uterina como realidad exenta de violencia.
Ella constituye una espacialidad paralela a la expulsión de Adán y Eva del
paraíso, pero la novela cancela la dimensión edénica y la violencia se torna
constitutiva e incluso previa a la experiencia vital del animal humano. La
destructividad y su disputa binaria se pone en escena desde el útero, desde el
momento en que se forma el primer indicio de vida. La catástrofe del contrato
sexual colonial-moderno se asienta mucho antes del propio nacimiento.
2
Abordaré
enseguida el paisaje que prosigue a la natividad: la ocupación de la casa
paterna. El nacimiento de los mellizos practica una extensión de la
conspiración femenina cuyo inicio data de su violento paso por el útero
materno: “La animalidad de mi hermana llegó a sobrecogerme. Creí que ambos
cuerpos iban a destrozarse en la lucha. Fueron horas angustiosas” (28). Los hermanos extienden el hilo de sangre que hará de
su hogar una casa tomada. El travestismo, el incesto y el adulterio
refundarán las bases de la familia tradicional. El padre perderá el nombre —en
la novela nunca se le nombrará—, y será aislado del resto de la familia hasta
el nacimiento de la hermana de los mellizos, María de Alava,
quien pese a compartir el signo mujer, se aliará con la abatida ley del padre. La oposición binaria, sin embargo, continuará
activa, pero será afectada por la torpeza de los sueños maternos. El
mellizo reporta que la madre los “había domesticado a la dualidad, nunca abordó
en sus sueños la diferencia genital […] su profundo pudor le impidió gestar el
terrible lastre de la pareja humana que nosotros ya éramos desde siempre” (32).
Justamente, en esta primera parte de la novela –titulada
“Será irrevocable la derrota” y narrada desde la perspectiva del mellizo varón–
se produce un episodio que resulta definitivo para la poética de Diamela Eltit.
Ya sugerí que el primogénito lleva el nombre del padre y esto ocurre a
propósito de la legalidad del pacto normativo familiar. Sin embargo, la novela
explora las prácticas que prevalecen con independencia de la imposición de la
ley. Pese a esta, la madre, en secreto, nombra al mellizo varón: “Se me otorgó
el nombre de mi padre […] Mi madre solapadamente, me miró y dijo que yo era
igual a María Chipia, que yo era ella. Su mano afilada recorrió mi cara y dijo:
‘Tú eres María Chipia’” (30). La madre desconoce el nombre del padre; y en un
acto performativo, que incluye tocar materialmente al infante para entonces
nombrarlo, se instala el signo que ahora feminizado sitia la casa del padre.
Como había planteado con respecto al útero, la
casa será un territorio dividido de acuerdo con la geopolítica de la Guerra
Fría. En 2013, la Universidad de Princeton adquirió el archivo de Diamela
Eltit, el cual está compuesto por manuscritos inéditos, borradores de sus obras
más emblemáticas, correspondencia, piezas únicas y un amplio conjunto de fotografías.
Los papeles de Eltit pueden ser consultados por el público general en el
Departamento de Manuscritos y Libros Raros de la Biblioteca Firestone. Entre
ellos, se encuentra los borradores de El
cuarto mundo, dentro de los que se incluyen diversos planos. La dimensión
bélica de la novela está sugerida allí.
Figura 1. Plano de la casa ocupada en El cuarto
mundo.
Folder
2. Diamela Eltit Papers. Princeton University.
La ley, por lo tanto, será desmantelada con
radicalidad, toda vez que el nombre que la madre le asigna al mellizo
prevalece: “Mi padre, ajeno a la venganza, contribuyó a la confusión de mi
nombre. Cuando me llamaba, yo volví mi rostro hacia él, no como respuesta sino
por creer que se nombraba a sí mismo” (30). En esta especie de segundo mundo, la casa se convierte en
un campo de batalla en el que el padre y su ley son brutalmente abatidos. No
obstante, la enfermedad constituirá un flujo que ahora pasa por los cuerpos de
los mellizos. María Chipia describe su padecimiento en un sentido material que
parece comenzar la escisión que el mellizo experimentará un poco más adelante.
La fiebre que ayudó a concebir tanto a María Chipia como a su hermana melliza,
aunque no a María de Alava, ahora se ha apropiado de
su cuerpo: “La fiebre no era simétrica al dolor sino a una extraña suspensión
en la que todo, a la vez que posible, era también improbable […] Quise volver a
mi centro orgánico, pero ya había perdido las referencias, como si incluso mi
memoria hubiera experimentado una irreversible erosión” (35). Por supuesto, la
enfermedad no deja de ser inoportuna, agresiva, no cesa de oprimir al cuerpo –está
muy lejos de liberarlo–; pero es la encargada de detonar su necesaria
reconfiguración de cara a la revancha de la ley sudaca.
3
Hasta
ahora, he ocupado críticamente dos espacios: el útero materno y la casa
familiar. A continuación, me referiré al espacio que excede la casa paterna
como mundo marcado por la violencia, el erotismo y sus pactos. La aparición más
importante radica en la figura del cuerpo sudaca. Su primera mención se produce
a propósito de la primera salida de los hermanos a un afuera del todo
desconocido:
Nuestra
salida al exterior fue verdaderamente estremecedora. La ciudad, tibiamente
sórdida, nos motivó a todo tipo de apetencias y activó nuestras fantasías
heredadas de mi madre. Se podía palpar en el espesor ciudadano el tráfico
libidinal que unía el crimen y la venta. Los bellos torsos desnudos de los
jóvenes sudacas semejaban esculturas móviles recorriendo las aceras. En ese
breve recorrido nuestros ojos caían en una bacanal descontrolada (52).
Este tercer mundo erotizado está justamente
habitado por aquellos cuerpos que parecen sortear crimen y sexo, que parecen
fundir dos dimensiones: lo prohibido y la lujuria.
El término sudaca empleado en la novela constituye
una palabra sin historia significativa en Chile y el resto de Latinoamérica. En
todo caso, fuera de escasas referencias o de menciones puntuales, el vocablo no
activa el uso estigmatizante que comporta en España. Se trata de una palabra
utilizada para infligir dolor sobre cuerpos migrantes, provenientes del tercer
mundo. Por supuesto, el término resulta derogatorio porque perpetra una cita
racista que hace equivaler periferia y primitivismo, y que apunta a poblaciones
de tercera categoría por su historia o raza. Pero quiero puntualizar que el uso del vocablo se
activa críticamente en la novela de dos maneras. Por un lado, dado el
desconocimiento del mismo –alguna de las críticas se
pregunta, incluso, si este constituye una invención de Eltit (Lütecke 1085)–, El cuarto mundo se apropia del término y lo reinventa como figura
que sella el deseo de los mellizos, que incide en su sexualidad tras cruzar la
frontera de la casa familiar. Por otro lado, el término activa la dimensión
geopolítica del tercer mundo. Es decir, estos cuerpos sudacas no transitan por
la ley del padre sino por otros derroteros que marcan su transgresión y
derrocamiento. En este sentido, no sólo la periferia del mundo deberá ocupar la
intemperie como respuesta a la precariedad, sino que el signo se volverá
indispensable para poder sobrevivir y contratacar.
Tal como propone Aurea María Sotomayor en su
lectura de El cuarto mundo bajo una
perspectiva teórica basada en el trabajo de Luce Irigaray: “los mellizos no
desean regresar al origen sino constituirse ambos origen
en la paridad y no en la subordinación. Es la verbalización del acto sexual lo
que posibilita la nueva carne” (310). La reinvención de un nuevo origen,
entonces, constituye la materialización de la nueva pareja originaria. Los
mellizos de este cuarto-mundo se vuelven simbólicamente la primera pareja
sudaca, cancelan el primer mundo en cuanto desmitifican el útero
materno, se deshacen del segundo mundo, el del patriarcado instalado en
la casa familiar, e instalan una respuesta encarnada en la que la transgresión
constituye su única regla: su pertenencia a un mundo que prevalece en el afuera
de la casa materna.
Por supuesto, esta novela invoca toda una
tradición estética anticolonialista latinoamericana. Eltit echa mano a un
relato estético-político no solo de resistencia, sino también de violencia. En
cierto sentido, por ejemplo, El cuarto
mundo cita algunos postulados de la estética
del hambre promulgada por el cineasta Glauber Rocha a propósito de los
alcances del cinema novo brasileño. El manifiesto proponía una estética
de la violencia como mecanismo concientizador de la deriva neocolonial:
“una estética de la violencia antes que ser primitiva es revolucionaria –he ahí
el punto de partida para que el colonizador comprenda la existencia del
colonizado; solamente concientizando su posibilidad única, la violencia, el
colonizador puede comprender, por el horror, la fuerza de la cultura que él
explota” (34). La violencia simbólica de la novela reescenifica el
acontecimiento colonial para entonces, una vez violentadas las reglas de la
familia heteronormativa, proponer más que un nuevo
origen, un novel devenir sudaca capaz de disolver por la fuerza la concepción
binaria del mundo.
Asimismo, en El
cuarto mundo, la familia se torna verdaderamente monstruosa. Si la razón
colonial ve a este otro como monstruo, este Otro llevará tal condición hasta
sus últimas consecuencias a fin de verdaderamente aterrar. Como ha planteado Mónica
Barrientos, la novela acude a personajes marginales y precarios que alzan la
voz y ponen el cuerpo para materializar afirmativamente una nueva página de la
historia (25). Por consiguiente, tanto el primer mundo —aquel concebido como
paisaje edénico—, como el segundo —la casa familiar en la que prevalece la ley
del padre—, quedan del todo suspendidos. El tercer mundo, sin embargo,
constituirá una realidad insuficiente, ya que se trata de reescenificar la
geopolítica de la opresión a partir de la violencia que imprime su propia
nomenclatura. Finalmente, el cuarto mundo, aquel que incluso geopolíticamente
descubre las fisuras e intersticios intrínsecos de la jerarquía global de la
Guerra Fría, al estar inscrito en el primer mundo, se propone como posibilidad
clave para descontinuar la escisión entre política y estética[2].
4
Tras
escenificar múltiples coreografías sexuales, los mellizos finalmente conciben
una criatura. La novela parodia la tragedia que acontece tras perpetrar una de
las más graves trasgresiones: el incesto. Aquí la novela ocupa tanto la figura
de Edipo como el deseo edípico y parodia ciertas convenciones de la tragedia
griega y sus interpretaciones[3]. Se trata
de una violación mayor que incide en la linealidad de la descendencia y anuncia
el advenimiento del final de la estirpe. No obstante, el acto envuelve la desesencialización
de la maternidad, la radicalización de la máquina reproductiva, ahora como
función lúdica y, sobre todo, la posibilidad de crear el primer descendiente de
la familia sudaca, el primer monstruo concebido en tiempo real –es decir,
durante el tiempo que encierra el proceso de lectura de la propia novela–,
desde un cuarto-mundo.
Titulada “Tengo la mano terriblemente agarrotada”,
la segunda parte de El cuarto mundo
tensa el vínculo entre gestación y escritura. Para concebir/escribir, la pareja
tendrá que deponer la ley en su propia casa. La melliza narra esta segunda
parte de la novela y espera el momento del parto. Por supuesto, el título hace
explícita la referencia metaficcional de la novela. La mano agarrotada del
cuerpo anómalo simula la mano necesaria para mecánicamente producir la
escritura, aquella que empuña el lápiz. En el archivo de Diamela Eltit reposan
los borradores de la novela. El trazo a mano de los mismos, su escritura de puño
y letra, enfatiza la relación que el título de la
segunda parte de la novela establece con la materialidad de la literatura.
Figura 2. Manuscrito de El cuarto mundo.
Folder
2. Diamela Eltit Papers. Princeton University.
En un sentido paralelo, la relación entre
escritura y censura también ha sido administrada por la autora desde principios
de los ochenta. El 10 de marzo de 1983, Diamela Eltit recibió una
correspondencia oficial. El Ministerio del Interior de Chile, por orden del Presidente de la República, Augusto Pinochet,
autorizaba la edición, publicación y distribución de la que sería su primera
novela: Lumpérica. Su literatura,
entonces, resulta capaz de traspasar la férrea censura estatal para dar cuenta
de la máquina de desarticulación del sentido establecida por la dictadura. En
una entrevista, la autora argumenta haber escrito la novela “con un censor al
lado”, lo cual no implica su alineación con la censura (Lazzara 9). Por el
contrario, la opera prima de Eltit es
capaz tanto de burlar el estricto control del sentido establecido por la
oficina estatal como de convertirse en una poética paradigmática de la Escena
de Avanzada chilena, como se denominó al grupo de artistas y prácticas
neovanguardistas que, a partir de 1977 y dentro del campo antidictatorial
chileno, proponen una reconceptualización crítica de los lenguajes, técnicas y
géneros del arte y la literatura heredados (Richard 53). En todo caso, la
censura de la dictadura y aquella impuesta por la ley del padre van de la mano.
Vale la pena resaltar, sin embargo, que el
comienzo de la carrera de Diamela Eltit no estuvo circunscrito a la literatura.
Su activa participación como fundadora del CADA, Colectivo Acciones de Arte,
constituyó su primera intervención en la esfera pública chilena. Si bien el
CADA fue un proyecto interdisciplinario que además discutió con radicalidad la
especificidad del arte, este ha sido históricamente inscrito dentro de una
genealogía restringida a las artes visuales. En este sentido, aquí quiero
enfatizar que el giro en la carrera de Diamela Eltit ni es anecdótico, ni se
debe a una transición natural entre plástica y literatura. Por el
contrario, se trata de un radical abandono de las artes visuales a causa de sus
compromisos con el capital y el mercado. Eltit ha apostado por una institución,
la literatura, que ha sido progresivamente abandonada por la vigilancia del
Estado. Al igual que la brasileña Lygia Clark, Eltit abandona las artes
visuales para ocupar una institución que por su desmantelamiento previo resulta
proclive a inscribir una poética que ya no resulta posible en otras
instituciones[4]. Desde
esta perspectiva, la autorización para que Lumpérica sea publicada,
conferida por la oficina censora de la dictadura, paradójicamente da cuenta de
la poca vigilancia a la que está expuesta la literatura, incluso en dictadura.
Es decir, pese a la férrea máquina censora, la literatura oscura de
Diamela Eltit logró despistar los sistemas de vigilancia estatales sin mayor
dificultad.
Más adelante, a propósito de la transición de
Chile a la democracia, que coincide con la caída del muro de Berlín, la idea de
la literatura como una práctica que interrumpe la pulsión de vigilancia cobra
relevancia. Y en esta medida, la obra literaria consigue albergar aquello que,
en otros ámbitos estéticos ligados al capital y al mercado, como por ejemplo el
cine o las artes visuales, pasa por otro tipo de regulación. En este terreno
baldío, entonces, El cuarto mundo
escenifica la cópula de los mellizos y la gestación del verdadero monstruo de
la fábula: la propia novela. Ante lo cual el relato concluye: “Lejos, en una
casa abandonada a la fraternidad, entre un 7 y un 8 de abril, diamela eltit, asistida por su hermano mellizo, da a luz una niña.
La niña sudaca irá a la venta” (158). La reflexión metaficcional alude a un
proyecto de escritura sudaca que sea capaz de radicalizar la ferocidad del
cuarto mundo. En cierto sentido, como ya anticipé, la figura alegórica se
desvanece ante la referencia a la materialidad de la novela. Es decir, si bien
la alegoría ha sido una figura fundamental para la novelística de Eltit, esta
se cancela cuando la pareja da a luz a la novela que los lectores tenemos en
nuestras manos y quizá ante nuestros ojos. Por otro lado, la
autoreferencialidad que postula a la literatura como arma de guerra
reconcilia política y poética. La nueva novela sudaca constituirá, como la
estética del hambre brasileña, una afrenta al sistema neocolonial impuesto por
la jerarquía geopolítica de los mundos. Por supuesto, el territorio literario
será el campo de batalla elegido por la escritora.
Diamela Eltit ha discutido públicamente sus
reticencias hacia el Boom latinoamericano. De hecho, en su artículo “Las tramas
del ‘boom’”, título que apela de nuevo a la correspondencia entre política y
estética, la escritora no sólo advierte la relevancia que tuvo el aparato editorial
peninsular en la comercialización de la literatura latinoamericana, sino, sobre
todo, el hecho de que solo un grupo compuesto por quienes la propia Eltit
denomina superstars pudo beneficiarse
de una expansión que empezaba y terminaba con estos mismos escritores:
Los
efectos del boom generaron las distancias entre centros y periferias
literarias. En los centros los superstars del boom y, en los
bordes de la fama, los teloneros que, si bien tenían una relativa existencia
internacional, permanecían alojados en segundos planos. Y, desde luego, los
escritores absolutamente locales radicados en sus países que no conseguían la
atención de las poderosas editoriales españolas que, a su vez, operaban como
pasaportes […]
para otras lenguas y diversos territorios.
Para Eltit, el Boom se volverá boomerang debido al restringido cuerpo de autores, que
además delata la configuración masculina del mapa literario. A propósito de
esto, la dimensión metaficcional de El
cuarto mundo parece discutir con la mundialización de la literatura
latinoamericana. Específicamente, la referencia al incesto resulta fundamental
ya que ocupa un tópico inconfundible de la que, sin lugar a
dudas, es la novela más emblemática del Boom latinoamericano: Cien años de soledad. Si la novela de Gabriel García
Márquez culmina con la destrucción de Macondo a propósito del
nacimiento del niño con cola de cerdo, el final de El cuarto mundo dará cuenta del nacimiento de la niña sudaca, la
nueva novela encarnada desde el mismo cuarto mundo. Es decir, la autorreflexión
que revela el fin de la novela le contesta a la domesticación operada sobre el
tercer mundo a manos de estéticas tranquilizadoras en las que simbólicamente la
anomalía constituye su final. Por el contrario, la novela sudaca halla en esta
anomalía su advenimiento; ve, en su nacimiento monstruoso y enfermo, su propio
comienzo. La autora produce y simbólicamente pare a diamela eltit.
Y, a manera de síntoma, la reescritura de su nombre en minúsculas materializa
la politización de la literatura como cuerpo sudaca y molesto. En definitiva,
lo que el agotamiento del Boom termina demostrando es la insuficiencia de
seguir escribiendo desde el tercer mundo: otro mundo se está gestando.
Rubí Carreño Bolívar ha
situado el trabajo de Diamela Eltit como dispositivo que politiza y reescribe
la literatura previa al golpe de estado: “las madres malignas de la narrativa
chilena se van dando cita […] se llaman unas a otras,
las madres-amasijo de Brunet, las sirvientas donosianas terminan construyendo
el coro de madres de Eltit, que […] se constituyen en las euménides de la dictadura” (14-15). En este sentido,
inscribe la escritura de Eltit en una constelación de citas del más interesante
canon literario chileno citado a su vez en el espectáculo de su
narrativa. Al respecto, la lectura de Eltit de una obra menos luminosa del Boom
como El obsceno pájaro de la noche de José Donoso hace más explícita
esta intervención: “Cuando Jerónimo de Azcoitía entreabrió por fin las cortinas de la cuna para
contemplar a su vástago tan esperado, quiso matarlo ahí mismo” (259). Contrario al nacimiento
de Boy descrito en la novela de Donoso, Eltit propone
un parto que se feminiza y materializa como cuerpo de novela: Diamela Eltit no anomaliza
el resto del mundo para normalizar la monstruosidad de la guagua. Por el
contrario, le confiere la condición material de libro, restableciendo la
politicidad y peligrosidad de este artefacto. La venta de la hija sudaca de
diamela eltit instala, a su vez, una ambigüedad
adicional que trasciende la alegoría inscrita en la anómala criatura donosiana.
Al mismo tiempo, la venta de la niña sudaca le permite a la autora
implicada responder tanto a la violencia contra el cuerpo de la mujer, el
comercio de mujeres del tercer mundo, como a la explotación de la literatura
tras su ingreso en el mercado global –discusión que, por ejemplo, Donoso no
entabla explícitamente más que en la presunta intimidad de sus diarios y
archivos. La anomalía de la
literatura enferma, una vez concebida por los hermanos incestuosos –en quienes
de algún modo resuenan, también, los hermanos amantes que se desvanecen en Pedro
Páramo de Juan Rulfo–, se torna en una amenaza al orden ya no de la casa
familiar, sino de las casas editoriales y las jerarquías literarias
mundializadas. Por supuesto, las tramas
de esta nueva novela sudaca necesitan de un cuarto-mundo para perpetrarse. Me
refiero a la tradición feminista o, como advierte Eltit, a la necesidad de
interrogar la historia que ha sido “trazada sobre una derrota territorial al
mundo indígena” (“Las aristas” 17). Escribir desde el cuarto mundo para
materializar El cuarto mundo implica haber pasado primero por el cuarto
propio y entonces promulgar un mundo escritural capaz de cuestionar la
relación entre capitalismo y escritura, neoliberalismo y mercado literario.
5
La
tercera novela de Diamela Eltit inaugura un grupo de figuras que reaparecen y
se consolidan a lo largo del resto de su producción. Por un lado, como ya he
consignado, en El cuarto mundo se desvanece la alegoría como forma
estable de su literatura. La interrumpe, entonces, para ponerla en suspenso, a
la vez que cancela la pertinencia y funcionalidad de la fábula local. Pero por
otro, se introduce una nueva posibilidad de articulación significante que su
literatura explota con más contundencia en Fuerzas especiales e Impuesto
a la carne: la capacidad de desmantelar la división entre el afuera y el
adentro del cuerpo. En este sentido, en los tiempos de El cuarto mundo,
Eltit ya comenzaba a mapear no solo una biopolítica o necropolítica, sino una
psicopolítica. Y, en función de ello, sus novelas producen especies de paisajes
cerebrales; es decir, escenarios en los que la literatura consigue poner en escena
aquellas relaciones de poder capaces de atravesar materialmente el cuerpo. El
poder obra desde dentro, las máquinas biológicas y artificiales logran escindir
la frontera que se suponía era la línea divisoria necesaria para la resistencia
política del cuerpo.
Paul B Preciado formula el nuevo régimen farmacopornográfico
del presente mundializado a partir de una diferenciación fundamental con el
régimen disciplinario identificado por Michel Foucault como característico de
la Modernidad en Occidente. Preciado traza una serie de eventos que tienen
lugar en el siglo xx y han producido una nueva concertación del poder
que ya no actúa a partir del disciplinamiento del cuerpo, sino de sustancias
peligrosas y sintéticas que reemplazan la fuerza laboral por la fuerza
orgásmica (38). La gestión consistiría en un régimen postindustrial que opera
químicamente desde el interior del cuerpo mismo y legisla dentro de él. Por su
parte, Byung-Chul Han discute los nuevos signos de una época que compromete la
libertad más que ninguna otra. Desde esta perspectiva sostiene que la
psicopolítica entiende cómo voluntariamente producimos el big
data que hace posible adquirir un conocimiento privilegiado de la sociedad
de la comunicación; y, por lo tanto, permite ingresar en la psique con el fin
de condicionarla de manera prerreflexiva (Han 25).
Los aparatos ideológicos del estado son remplazados por los dispositivos
móviles del presente: “El smartphone no es
solo un eficiente aparato de vigilancia, sino también un confesionario móvil.
Facebook es la iglesia, la sinagoga global (literalmente, la congregación) de
lo digital (Han 26). Ambos filósofos dialogan con la ficción que Diamela Eltit
abre con El cuarto mundo.
Pese a que el trabajo literario de Eltit producido
bajo la dictadura ha provocado un sostenido interés dentro y fuera de Chile,
son sus más recientes novelas las que activan de manera más inquietante la
relación entre literatura y política. Esto ha permitido inscribir de manera
pública la capacidad de la autora de anticipar el futuro. Sobre la novelística
de Diamela Eltit se ha instalado un principio al que podríamos referirnos como
profético; es decir, la idea de que sus más recientes novelas parecen ser
capaces de predecir o vaticinar el futuro inmediato: del estallido social
chileno de finales del 2019 a la pandemia del coronavirus actual. El
confinamiento de Jamás el fuego nunca, la vida sitiada y
metal-pornográfica de Fuerzas especiales, o la gran marcha de los
oprimidos y los cuerpos precarizados de Sumar anticipan los grandes
movimientos sociales de Chile y otros rincones del mundo. Tal cual las vidas
bicentenarias de una madre e hija que ocupan un mismo cuerpo, luego de
convertirse en materia prima de explotación para el sistema sanitario de Impuesto
a la carne, trazan una suerte de continuidad posible entre los virus que
pululan allí en el recinto hospitalario y la muy viral sociedad del espectáculo
actual.
Me propongo aquí desechar la dimensión profética
para asentar que la literatura de Eltit perpetra una aguda lectura del
presente. La escritora chilena lee con atención las maneras en que la
catástrofe planetaria o la precarización de la vida contemporánea contienen el
germen que explotará más adelante, en el porvenir más inmediato, aunque
insospechado. De acuerdo con sus propias palabras, transcritas en el epígrafe
de este artículo, Eltit inscribe su trabajo en la figura tránsfuga de la
comunidad okupa: “mi deseo se funda en una especie de literatura ‘okupa’ que se
aloje y se desaloje en lo abandonado, en lo transitorio […] sin un anclaje
estable ni al mercado ni al estado” (Réplicas 380).
Como los movimientos okupas que proliferaron a
raíz de la crisis mundial del 2008, la literatura de Eltit ocupa aquellos
espacios que ya han sido abandonados tras el desvanecimiento y fin de su
apoteosis. La okupación, entonces, da cuenta del fracaso del sistema, de su
intrínseca condición excluyente, de la dominación del primer mundo como
fantasía originaria. Este rasgo distintivo de la poética de Eltit se debe a la
revisión pionera que establece El cuarto mundo: “Gestar, en ese espacio,
pertenece a una economía del derrame y del exceso que desemboca en un desatar
de energías incontrolables y subversivas, esa suerte de liberación que se
traduce éticamente con el advenimiento de una criatura que es un libro”
(Sotomayor 314). En este sentido, ante el abandono de la literatura que han
escenificado las clases dirigentes, toda vez que ella ha dejado de constituir
un capital material o simbólico relevante –a diferencia, por ejemplo, de las
artes visuales–, este desarreglo okupa que exhiben los libros de Diamela Eltit
reinstala la tensión que le permite a las crisis y catástrofes locales o
planetarias anidar anticipada y críticamente.
Sostener la politicidad de la literatura pese a
que ella no constituye un espacio privilegiado de inscripción del horror
resulta un problema a discutir. La literatura no necesariamente es un vehículo
de ideas de justicia y equidad. Como sabemos, se trata de un dispositivo capaz
de ser cooptado por cualquier ideología o posición política. Tanto ella como
las artes visuales, el cine o la música han sido históricamente ocupadas por
agendas totalitarias y genocidas. No obstante, la baja vigilancia a la que está
sometido el quehacer literario –a diferencia de tantos dispositivos e
instituciones del presente–, abre la posibilidad de producir intersecciones,
okupaciones, que puedan sintonizar la respiración de estos tiempos.
Por otro lado, la literatura no solo es una
máquina productora de fábulas. Eltit es una intelectual con peso en la opinión
pública chilena dado el estatus que ha caracterizado la figura del artista en
Chile, capaz de intervenir en los debates nacionales más relevantes en su
condición de productor estético. En cierto sentido, el Premio Nacional de
Literatura de Chile que le fue concedido a la autora en 2018 enfatiza su
permisividad como intelectual pública. El pacto entre escritura y opinión
pública y, así como su capacidad de discutir con figuras relevantes de la
escena política y estética, no pueden obviarse al discutir la politicidad de la
literatura contemporánea.
Asimismo, estas discusiones de cuarto mundo
permiten descontinuar el aislamiento histórico de Chile y su tradición
estética. En cierto sentido, la novela de Eltit instala la figura del terreno baldío
para producir un giro hacia esas otras estéticas locales, aquellas escritas por
los teloneros del Boom, que no calzaron con las expectativas del gran
mercado, pero fueron usadas para crear un efecto multicultural. Es en este
espacio baldío, a su vez, desanclado tanto del mercado como del Estado, que
ocupa temporalmente esta genealogía bastarda latinoamericana, donde se gestan
revisiones, reconsideraciones y nuevas asociaciones capaces de rearticular la
peligrosidad perdida o abandonada.
La literatura de Eltit dice algo similar a lo
siguiente: si el cuerpo ha sido apropiado por la seducción que ejercen los
nuevos dispositivos del psicopoder, si el nuevo régimen farmacopornográfico
opera desde el interior del cuerpo y controla tanto sus afectos como sus likes, necesitamos repensar su capacidad de impacto
y resistencia. Por ello, estos espacios menos vigilados y en cierto sentido
eriazos son los más proclives a pasar desapercibidos con el fin de reformular
la politicidad de la escritura. En tales lugares abandonados, se traman ideas y
cuerpos que, por la condición ambigua del trabajo literario, permiten pensar en
cómo se desactivan algunos de estos sistemas de vigilancia para, por lo tanto,
okupar su curso. Allí parece radicar la función cuartomundista de la escritura
de Diamela Eltit.
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Date of reception: 13/12/2020
Date of acceptance: 12/01/2021
Citation: Guerrero,
Javier. “La literatura okupa. Escribir desde el cuarto mundo”, Revista
Letral, n.º 25, 2021, pp. 140-166. ISSN 1989-3302.
Funding data: The publication of this
article has not received any public or private finance.
License: This content is under a Creative
Commons Attribution-NonCommercial, 3.0 Unported license.
[1] Estos trabajos, a su vez, ponen en crisis los diversos
géneros literarios y dispositivos que ocupan para repolitizarlos. En El
infarto del alma, la narradora escribe una crónica sobre su visita al
Hospital psiquiátrico de Putaendo en la que aborda su encuentro con pacientes
allí recluidos. De manera inesperada, al percatarse de que los enfermos se
presentan y fotografían en pareja, el relato propone una lectura que encuentra
en este amor loco “el centro del amor” (16). El Padre Mío, por su
parte, complejiza la práctica del género testimonial tras descubrir en la
lengua de un loco, la insubordinación literaria.
[2] Silvia Goldman localiza los cuatro mundos dentro de la
novela en (1) el no-espacio uterino, (2) el orden el padre, (3) el desorden de
la pareja y (4) el espacio de lo sudaca (147). Mi propuesta insiste en el
afuera de la casa y la exterioridad del libro como figuras fundamentales para
una lectura geopolítica de El cuarto mundo.
[3] Precisamente desde este mundo intrauterino se revisa una
figura esencial para la configuración de la diferencia sexual de acuerdo con la
teoría psicoanalítica. El mundo intrauterino alberga y altera las etapas por
las que atraviesa el desarrollo libidinal infantil. Por ejemplo, la novela
replantea la envida del pene como elemento fundamental de la sexualidad
femenina. La envida del pene ocupa una posición fundamental en la concepción
freudiana de la sexualidad femenina que, a propósito de la evolución psicosexual
hacia la feminidad, marca un cambio tanto de zona erógena como de objeto: pasa
del clítoris a la vagina y reemplaza la inclinación pre-edípica hacia la madre
por el amor edípico hacia el padre (Laplanche y Pontalis 119). En cierto
sentido, la novela de Eltit desplaza la envidia del pene de la melliza por la
envidia que siente María Chipia de los flujos comunicantes que se establecen
entre madre e hija, lo cual inaugura una nueva permutación en la diferencia
sexual.
[4] El año 1983 constituirá
un punto de inflexión en la contextura pública de Diamela Eltit. El final del
CADA marcó su comienzo como escritora. A pesar de ello, Lumpérica será
una novela que tardará en ser procesada e inscrita en la escena literaria
chilena. Aunque, pasado el tiempo, resulta indudable que esta primera ficción
de Eltit —acusada en su momento de hermética, ininteligible, opaca, y en el
mejor de los casos extravagante— inaugura una revuelta en la literatura
chilena. En la novela, el propio cuerpo de Eltit –cortado, vendado, expuesto al
obturador de la cámara– se incorpora tras incluir una fotografía que desajusta
la fijeza de la figura del autor, desfigura toda posibilidad de autoficción
compensatoria, y da cuenta de la representación en ruina (Klein) a fin de
producir una nueva subjetividad surgida del dolor (Cánovas 25).