Notaciones del presente. Articulaciones entre crónica y epidemia(s)

 

Notes about the Present. Relations between Chronicle and Epidemic(s)

 

 

Alicia Vaggione

FFyH y FCS, UNC, alicia.vaggione@unc.edu.ar

DOI: http://doi.org/10.30827/RL.v0i26.16755

 

 

RESUMEN

Centrado en torno a la crónica, este ensayo intenta establecer algunas conexiones entre ciertas escrituras latinoamericanas que dieron cuenta de la epidemia del VIH/Sida y las que más cercanas a nuestros días consideran aquello que viene con la irrupción de un nuevo virus, el SARS-CoV-2. Como el VIH/Sida, la emergencia del SARS-CoV-2/COVID-19 y la simultaneidad con la que se desarrolla produciendo escenas comunes y a la vez singulares en cada contorno del globo trastoca las condiciones de un mundo que ya se perfilaba inmerso y atravesado por una serie de amenazas polivalentes. En este cruce, me propongo revisitar Vivir con virus. Relatos de la vida cotidiana de Marta Dillon, en conexión con otras referidas al COVID-19. Son las crónicas “No tener olfato” de Ana Longoni y “Me olvido de todo menos de mi cuerpo” de Alia Trabucco Zerán, ambas publicadas en Revista Anfibia en los primeros meses de diseminación del virus en 2020. 

Palabras clave: virus; epidemias; crónica; contagio.

 

ABSTRACT

Focusing on the chronicle, a literary genre, this essay tries to establish some connections between certain Latin American writings that reported the HIV/AIDS epidemic and those closer to the present which considered what derives from the irruption of a new virus, the SARS-CoV-2. As well as HIV/AIDS, the SARS-CoV-2/COVID-19 crisis and the simultaneity in which it is being developed, creating common, yet peculiar, settings in each corner of the globe, disrupts the conditions of a world that was already absorbed by and concerned about several polyvalent threats. In this crossing, I intend to consider Vivir con virus. Relatos de la vida cotidiana by Marta Dillon, as well as other chronicles regarding COVID-19. These are No tener olfato by Ana Longoni and Me olvido de todo menos de mi cuerpo by Alia Trabucco Zerán, both of which were published in the first months of the spread of the virus in 2020. 

Keywords: virus; epidemics; chronicle; infection.

 

 

Roland Barthes en Variaciones sobre la literatura, a propósito de la lectura de La peste de Albert Camus, realiza una serie de observaciones sobre el género. Para el teórico, la crónica es un género deliberadamente menor que, sin embargo, intenta registrar una historia colectiva y hacer de la comunidad su objeto de interés. Barthes sitúa al género a medio camino entre la historia y la novela, la crónica trabaja en el espacio de una historia colectiva “que, sin embargo, se recorre al día, sin dejarse penetrar nunca por una significación propiamente histórica” (89).

Una capacidad de registro caracteriza al género, ceñida en torno a la notación de lo que ocurre en un tiempo y espacio singular. La cancelación de la distancia entre el tiempo de la enunciación y el tiempo del enunciado produce como señala Silvia Tabachnik, una impresión de inmediatez intensificada por la dimensión deíctica que “le confiere una particular fuerza performativa: al escribir el presente, produce su advenimiento” (138). Lo que se lee entonces es un efecto de simultaneidad entre el acontecimiento que se intenta captar y su escritura.

Centrado en torno a la crónica, este ensayo intenta establecer algunas conexiones entre ciertas escrituras latinoamericanas que dieron cuenta de la epidemia del VIH/sida y las que más cercanas a nuestros días consideran aquello que viene con la irrupción de un nuevo virus, el SARS-CoV-2, que vuelve a desestabilizar a escala planetaria nuestras formas de vincularnos. Como el VIH/sida, la emergencia del SARS-CoV-2/COVID-19 y la simultaneidad con la que se desarrolla produciendo escenas comunes y a la vez singulares en cada contorno del globo trastoca las condiciones de un mundo que ya se perfilaba inmerso y atravesado por una serie de amenazas polivalentes de las que éramos y somos al mismo tiempo partícipes y testigos.

En este cruce, este escrito intenta trazar las líneas, por cierto abiertas e inconclusas, de un pasaje. Me propongo revisitar la apuesta de escritura llevada adelante por Marta Dillon en Vivir con virus. Relatos de la vida cotidiana en conexión con otras sobre el COVID-19 que, recortadas entre la proliferación de discursos que intentan dar cuenta del virus (especificarlo, tramar aquello que lo hace singular), componen escenas que esbozan una situación particular, dando forma a la figura de la experiencia del contagio. Son las crónicas “No tener olfato” de Ana Longoni y “Me olvido de todo menos de mi cuerpo” de Alia Trabucco Zerán, ambas publicadas en Anfibia, revista digital de la Universidad Nacional de San Martín, en los primeros meses de diseminación del virus –abril y junio respectivamente–. 

“Cada enfermedad nos rehace el cuerpo [...] El propio cuerpo, y las relaciones con el cuerpo de lxs otrxs” (331), apunta Gabriel Giorgi en un ensayo que se propone leer las imágenes del contagio articulando escenas del VIH/sida con las más recientes producidas en torno a este virus. Esta afirmación resulta sugerente, porque permite direccionar la mirada y recorrer las escrituras que aquí selecciono, atendiendo a aquello que cada vez, y en nuevas coordenadas, vuelve a desafiar nuestros modos de estar juntos.

 

Marta Dillon. Vivir con virus. Relatos de la vida cotidiana

 

Las crónicas de Marta Dillon traman un pasaje, el que va desde la condición inexorablemente mortal del VIH/sida a su dimensión crónica. Y el tiempo al que apuestan es fundamentalmente el de una convivencia con el virus en una dimensión no extraordinaria, la escala precisa de lo que se dibuja en el transcurrir de lo cotidiano.

Escritas entre los años 1995 y 2003 fueron publicadas semanalmente en el Suplemento No del periódico Página 12, lo que generó un pacto con los lectores marcado por la recurrencia y un compromiso que se sostuvo en el tiempo. Se trata de la puesta en escena de una escritura sujeta a los registros de lo privado pero atravesada por la inmediatez de aquello que circula en el espacio de la prensa.

En 1997, el diario Página 12 publica en formato libro una edición de las crónicas escritas hasta esa fecha –acompañada por una serie de fotografías realizadas por Adriana Lestido– y en el 2004, editorial Norma publica una compilación de crónicas seleccionadas por la autora, reunidas bajo el título Vivir con virus. Relatos de la vida cotidiana.

En el prólogo de la edición de 1997 se esbozan ciertas marcas que caracterizan a esta escritura transida por la urgencia. Una urgencia revelada, no solo en relación al dispositivo técnico desde el que se formula (que imprime una asiduidad o un ritmo), sino y sobre todo en torno a la apuesta política que la sostiene.

La escritura adquiere la forma de una ceremonia: “Desde hace casi dos años los domingos tienen para mí una rutina especial. Ese día escribo la columna que va a salir el jueves en el Suplemento No. Nunca pude adelantar una columna. El domingo es el día cuando la semana decanta y puedo iniciar ese viaje introspectivo que es “Convivir con virus” (Dillon, Convivir con virus 5).

A esta dimensión ritual, se suma otra de alcance político: “Escribir en primera persona fue una decisión casi militante” (Dillon, Convivir con virus 8). Centrada y dirigida particularmente a un tipo especial de destinatario, los otros portadores y especialmente a las mujeres, esta escritura se plantea en interacción polémica con otros discursos que circulan en el marco de una década todavía fuertemente cargada de sentidos punitivos en torno a la enfermedad.

En las crónicas se compone un yo que cuenta la experiencia de ser portador en Argentina, estrechamente conectada a la de los otros. La capacidad dialógica de esta escritura acentúa su dimensión intersubjetiva al incluir una serie innumerable de historias de otros afectados, al punto de configurar una red, un entramado de voces referidas y experiencias múltiples. Una serie de tópicos, sobre los que el relato vuelve recurrentemente, se esboza en las columnas: el temor de contar que se es portador, la discriminación laboral, las redes solidarias que se establecen entre los afectados, entre otros.

           

Epidemia y dictadura

 

En sus inicios, esto es en el momento en que la epidemia del VIH/sida despliega e irradia una cantidad de significados adyacentes que componen una zona densificada de sentidos, Dillon conecta la experiencia de estar enfermo en Argentina con la de la dictadura:

 

Todos los que estamos en el grupo éramos niños o jóvenes cuando hace veinte años el golpe de Estado instalaba el terror como método para “reorganizar” el país. [...] El silencio es salud decía una conocida campaña de aquellos años y hoy, mientras escucho a mis compañeros la frase adquiere un nuevo sentido [...] (Dillon, Convivir con virus 18).

 

El algo habrán hecho, aquella famosa frase que intentó explicar el horror en la complicidad de las víctimas, sigue cobijando algunos miedos. [...] Muchos de los que se fueron de la mano de esta enfermedad llegaron hasta el final creyendo que la vida les estaba pasando la cuenta. Hoy todavía son muchos los que obedecen el mandato de la culpa y siguen callando” (Dillon, Vivir con virus. Relatos de la vida cotidiana 24).

 

La historia de esta cronista ya venía enlazada con la de la dictadura de un modo visceral. En el año 2015 Dillon escribe Aparecida, un relato que se centra en el hallazgo de los restos óseos de su madre, Marta Taboada, por el Equipo Argentino de Antropología Forense. Al momento de recibir su diagnóstico en 1994 –en un tiempo marcado por la mortalidad de la dolencia– y en una línea de filiación femenina, se activa fantasmagóricamente la posibilidad del retorno: “Lo primero que vino a mi mente fue mi mamá y la confirmación de que la historia podía repetirse. Ella desapareció en 1976, yo tenía 10 años [...]” (Dillon, Vivir con virus. Relatos de la vida cotidiana 57).

En las coordenadas singulares que el VIH/sida imprime en cada lugar, es interesante seguir las múltiples posibilidades que abre la escritura de Dillon para establecer correspondencias entre las desapariciones de la dictadura y las pérdidas –o luchas– de los afectados por la epidemia: “El sida le trajo a una nueva generación el saber que los jóvenes, los amigos, también mueren. Así lo aprendieron nuestros padres, cuando la dictadura genocida recortó su generación. Y antes también quienes vivieron las guerras” (Dillon, Vivir con virus. Relatos de la vida cotidiana 73).

Sabemos que uno de los rasgos más brutales que adquirió el sida en tanto enfermedad epidémica fue la de invertir ‘el ciclo natural de la vida’, en tanto las muertes predominantes fueron las de los jóvenes. La inflexión aquí, como también sucederá con otros cronistas, Pedro Lemebel por ejemplo[1], es la de inscribir lo que trae la enfermedad en la temporalidad de otras historias con las que se vincula.

 

Tratamientos y políticas

 

Leídas desde el presente, las crónicas dejan apreciar el punto de viraje que se produce en la historia de la enfermedad a partir de los resultados comunicados en Vancouver:

 

Hace unas semanas se conocieron los tratamientos con inhibidores de proteasa. Los detalles técnicos exceden este espacio pero hay consenso en que es uno de los mejores posibles. Sin embargo, se necesitan 600 dólares mensuales para poder comprar este medicamento en los Estados Unidos. [...] Tal vez estas noticias, que por fin nos dejan suponer que la medicina puede controlar el virus, terminen con esa carga de condena a muerte que tiene el diagnóstico positivo de vih (Dillon, Vivir con virus. Relatos de la vida cotidiana 39).

 

Si bien la Argentina, es uno de los países de América Latina que tempranamente legislará para implementar el acceso gratuito al tratamiento, lo que las crónicas denuncian, una y otra vez, es la interrupción en la entrega de las drogas, los efectos perniciosos de las discontinuidades para la salud de los portadores y la desprotección o abandono en que el Estado suele dejarlos.  

Este aspecto funciona como un problema al que las crónicas vuelven recurrentemente. Aquí me quiero detener en una que –en la compilación realizada por editorial Norma– se ubica en el último apartado, entre las reunidas por el título: “2001 en adelante”.

En el final de esta crónica, en la que se relata la dificultad, en un momento preciso, de acceder a los medicamentos, leemos: “Llegábamos al viernes, el sábado y el domingo amenazaban con las dependencias cerradas, y yo sin pastillas. Intentando hacer un chiste negro les dije a mis compañeritas de escritorio: “Si me muero, échenle la culpa a los burócratas (subrayado nuestro)” (Dillon, Vivir con virus. Relatos de la vida cotidiana 199).

El chiste que no hace gracia a las amigas puede leerse en conexión con una línea de demandas colectivas inscriptas en una historia de la enfermedad que excede las fronteras nacionales. La frase evoca directamente a la que el artista David Wojnarowicz diseña y porta sobre una de las prendas de su cuerpo en una manifestación organizada por Act Up –Aids Coalition To Unlesh Power– en 1988 frente a la Food and Drug Administration: “Si muero de sida, no me entierren. Arrojen mi cadáver en las escaleras de la FDA”. Dos documentales de Act Up que se presentaron en el año 2012 dan cuenta del accionar del grupo cuyas intervenciones fueron decisivas en los avances de los tratamientos farmacológicos de la dolencia y en las formas de visibilizar la dimensión colectiva de las muertes[2] radicalizando un reclamo tendiente a lograr un financiamiento que permitiera atenuar los estragos de la epidemia.

En ese otro tiempo, el 2001 de la crónica de Dillon, la frase vuelve y –lo cifrado en la posibilidad que abre la primera parte del sintagma, “si me muero…”– activa otras resonancias que dan cuentan de las trabas burocráticas de acceso a la medicación, la falta de medicamentos o las entregas fraccionadas formuladas en términos de denuncia pública y política.

 

El cuerpo como sede de auscultación

 

Como veremos en las otras dos crónicas que nos ocupan centradas sobre el COVID-19, hay un poder de la enfermedad que consiste en volver presente el cuerpo, ponerlo en primer plano, devolverle el estatuto de su materialidad. En el marco de la cronicidad, de la convivencia con el virus, el cuerpo se torna sede de una auscultación, de una inspección permanente que en diversas entradas las crónicas dejan leer registrando tanto momentos de bienestar como trayectos que apuntan ciertas recaídas:

 

[...] me convierto en una cámara oculta de mí misma. Analizo mi respiración. Controlo mi forma de comer. Escucho cada sonido de mi cuerpo [...] Me deja sola analizando cada secreción, cada secreto mensaje de mi cuerpo. Esta evaluación es un trabajo que nadie puede hacer por mí. Me enfrenta a esas elecciones que hago todos los días. Tomar una cerveza con mis amigos es a la vez un buen momento y la culpa inconfesable de que no estoy haciendo todo lo que puedo para conservar mi salud. (Dillon, Vivir con virus. Relatos de la vida cotidiana 52).

 

La indagación sobre el cuerpo y sus estados, las rutinas ligadas a la toma cotidiana de las pastillas, los efectos colaterales que producen, los modos de control y sujeción que los tratamientos imponen, los límites siempre difusos entre lo seguro, y lo recomendable en torno a la efectividad del tratamiento configuran líneas de sentido que atraviesan las crónicas dando cuenta de esa experiencia que es convivir con virus. Una experiencia que tal como la lee Lina Meruane en Viajes virales. La crisis del contagio global en la escritura del sida:

 

[...] elude el discurso simplista de la responsabilidad y el castigo; evita además, sagazmente, el tropo de la violencia doméstica heterosexual que opone a los hombres y mujeres, se niega a ver a las mujeres en el eje de la prostituta y la santa, y pone al desnudo las infinitas contradicciones del vivir con virus, privada y públicamente (109)

 

Las crónicas articulan un tiempo que, por un lado se encuentra ‘ensombrecido’ por la presencia del virus que exige un régimen complejo de atención pautado por el tratamiento farmacológico constante, pero por otro –e innumerables relatos dan cuenta de esto– hay una dimensión vital que se juega en la partida de cada día que la escritura celebra.

 

Ana Longoni. “No tener olfato”

 

La crónica de Longoni[3] “No tener olfato” capta, centrándose en uno de los síntomas singulares que produce la infección, la vulnerabilidad de un cuerpo ante un virus que nos deja solos y aísla. Las medidas que nos protegen son las mismas que nos dejan sin contacto.

El relato traza un tiempo que se abre entre la detección de los síntomas y la aparición de los primeros signos de recuperación.

            El sentido del olfato, su pérdida se lee como contigüidad del encierro. Un encierro que al separarnos de los otros parece clausurar y obliterar todos nuestros sentidos. No podemos tocarnos y solo nos miramos y oímos a través de la mediación de las pantallas.

            El cuerpo tal como lo compone este relato –focalizado en la experiencia singular de uno de los síntomas leves que produce la enfermedad que suele ir acompañado de la falta del sentido del gusto también– aparece como un territorio “ensimismado, aletargado, reducido”[4].  “En desconexión”, “en retirada” como se lee en algún otro fragmento.

            Si los sentidos funcionan como un modo de orientación en el mundo, su pérdida implica la acentuación exacta de su contraste: la desorientación. Para Longoni “oler es el sentido más animal”. Funciona como un recurso de alerta, posibilita “intuir y movernos anticipando los movimientos de los demás”, ya sea como señal que nos advierte el peligro o como signo que activa la posibilidad del resguardo. Escrita desde la ciudad de Madrid –e inmersa en el espacio urbano enrarecido y marcado por la temporalidad de los primeros días de la cuarentena– la crónica compone dos paisajes que remiten a los animales de Argentina. La liebre que huye por la llanura advertida del peligro y la pingüinera de Punta Tombo en la Patagonia donde los animales reconocen su cueva –en tanto espacio de refugio y protección– guiados por el olfato.

En tanto intervención menor, este escrito parece no querer sumarse a un decir prematuro –y en cierto modo también viral que ha dado lugar a una proliferación de discursos en torno a la pandemia–. Y sin embargo, en sus fragmentos se orquestan –enunciados de manera modesta– los grandes temas de la cultura, modulados en nuevas torsiones por la aparición del virus. Allí están otra vez, leídos desde la experiencia del contagio y atravesados por una sensibilidad peculiar: la muerte, la soledad, el amor y la memoria. Compuestos no desde la afirmación, sino más bien desde un decir de carácter exploratorio basado en el desconcierto:

 

Siento más bien consternación ante el presente y el futuro. Y sobre todo una sensación pantanosa de confusión. [...] El presentimiento ante un mundo que está cambiando vertiginosa y definitivamente mientras no nos enteramos de (casi) nada, aunque estemos hiperconectadxs y bombardeados de información día y noche.

 

La mención de Svetlana Alexievich y la introducción de algunas citas de Voces de Chernóbil no solo marcan la cercanía, una cierta posición política respecto de no apresurarse a decir; sino que la conectan con las imágenes de la pandemia y sus estragos: “Svetlana parece estar escribiendo ante los estragos de la epidemia en ciudades como Wuhan, Bérgamo, Madrid, Guayaquil”.

La relación entre los infectados por COVID, las medidas extremas para su aislamiento y la suerte de los restos humanos son leídos en conexión con los relatos de esos otros cuerpos radiactivos afectados por el accidente de la central nuclear, recuperados por Alexievich: “No sé acerque a él. Su marido ya no es un ser querido, sino un elemento que hay que desactivar”[5].

La crónica ilumina aquí una de las cuestiones que habrá que considerar cuando esta epidemia pierda su fuerza. Los relatos pendientes para narrar esas pérdidas que, por el momento, funcionan prioritariamente como cifras enlazadas a la imagen de un mapa interactivo que actualiza un conteo incesante.

El tránsito por la experiencia de la enfermedad se vive en soledad. La crónica compone un espacio cerrado en el que los otros ingresan a través de sus voces.  Las de las amigas que vienen mediadas por el teléfono celular y las que irrumpen sorpresivamente desde el portero eléctrico. La cronista transcribe estos diálogos. Percibe en las voces; sus acentos extranjeros, intuye sus orígenes.

La voz, lo que ella trae, adquiere un relieve inusitado. En el diálogo (que sucede puerta de por medio) con el joven chino que le acerca el regalo de unos amigos, una planta de magnolia, se establece un lazo insospechado: “siento que no fue una comunicación en función fática, nos hemos deseado un buen día en este tiempo aciago”.

Todo el relato traza el espacio de un adentro. Salvo un pasaje, un tránsito hacia el hospital. Es otra vez, el vínculo con una voz –la enfermera que la llama todos los días– la que sugiere ir al hospital. Los espacios construidos en el relato conforman un paisaje que registra algunas imágenes conectadas directamente con las formas singulares que la pandemia impuso. La ciudad vacía y los hospitales de campaña: “Me resisto todo lo que puedo ir a Arco (...) pasar la noche en ese predio ferial devenido hospital y su mar de camas y tubos de oxígeno, de gente sola en medio de una multitud de enfermxs, se me hace aterrador”.

Ya en el hospital, en la sala de espera y antes de una consulta que prescribirá la vuelta a casa para seguir aislada, surgen/se componen pequeños registros visuales que atienden a captar a los que están allí esperando. Rostros cubiertos que solo dejan ver ojos afiebrados y una inmensa mayoría de personas extranjeras.

Los primeros signos de la recuperación vienen del lado del retorno del olfato. Los olores que vuelven actualizan memorias: “un jardín muy lejano, como nubecita sensorial pasajera, se hizo presente por un minúsculo instante”.  La recuperación física es paralela a un retorno que combina memorias olfativas que atraviesan tiempos y espacios. El cuerpo se abre en una onda expansiva para conectarse otra vez con ese mundo del que forma parte, imaginando los vínculos amorosos con otros, con esos otros cuerpos que, por el momento y en un orden del deseo, se quiere “olisquear”.

El registro de los síntomas que la crónica efectúa se inscribe en la frontera porosa entre lo singular y lo común dando cuenta de una trama colectiva que hilvana las formas del contagio.

 

 

Alia Trabucco Zerán.  “Me olvido de todo menos de mi cuerpo”

 

Sabemos que los virus son estructuras biológicas que habitan la ‘entrevida’, un espacio incierto entre lo vivo y lo inerte. Sabemos también que para mantenerse activos necesitan alojarse, hospedarse en nuestros cuerpos.

Así comienza la crónica escrita por Trabucco Zerán[6] –quien en un posteo de su muro de Facebook advierte que el título primero de su escrito es Anfitrionas: “No está vivo, eso dicen. Pero tampoco está muerto. Para existir, el virus necesita una casa. Solo si la encuentra y empuja la puerta, irrumpe y se multiplica”[7].  El relato entonces dará cuenta de una cierta hospitalidad. Escrito, como se anuncia en el mismo posteo, con el propósito de “dejar atrás” ese pasaje por la dolencia: “Somos anfitrionas involuntarias, rehenes de un huésped que nadie invitó”.

La crónica esboza el devenir de un contagio (como la anterior, traza una temporalidad que se inicia con la irrupción de los primeros síntomas hasta la detección de una mejoría), jalonando en el trayecto, tocando uno a uno, algunos de los puntos sensibles que esta nueva epidemia trae al mundo del presente.

El relato se centra en el transcurrir de los días en que una pareja, quien escribe y su compañera se han visto afectadas. Ambas lejos de sus países de origen, Chile y Argentina, instaladas en una Inglaterra cuyo sistema de salud, como el de tantos otros, traza líneas diferenciales entre quienes son asistidos. Y en el que cuesta, comunicarse en otra lengua con el sistema del servicio de salud cuando el asunto es describir los síntomas del cuerpo:

 

Esa noche recaemos y la enfermedad toma rumbos distintos en nuestros cuerpos. Siento los pulmones irritados, las costillas delicadas y doloridas. A P. le sube la temperatura, se siente ahogada, el pecho cerrado. Esas, creo, son las señales de alarma. Llamo al 111, el número destinado al virus. La voz, serena, emprende el interrogatorio de rigor. Yo, nerviosa, confirmo que la lengua de mi cuerpo y el de P. siempre ha sido el castellano. Tartamudeo y tardo en encontrar las palabras en inglés. Ella escucha, anota, no cree necesario ir al hospital. “Manténganse alertas”, dice, “seguramente han tenido neumonía y tardará en sanar”. Es el peak, en Inglaterra, así lo advierten las ambulancias y también su urgencia por cortar.

 

La cita trae también el registro de los síntomas que en este relato se bifurcan en la singularidad de cada cuerpo. Los pulmones irritados y el dolor en el cuerpo de A. son distintos al ahogo y la falta de aire del cuerpo de P.

Unos fragmentos antes, el relato rememora una escena de los cuerpos en movimiento, ambas corren por un parque pero lo hacen a ritmos distintos. La narradora –que va por detrás, que sigue más despacio a la otra que corre– apunta: “Si ella se enferma, me enfermo yo; si yo me enfermo, se enferma ella”. Pequeños intersticios de la trama de un contagio en la escala mayor de la deriva epidémica.

En El nacimiento de la clínica Michel Foucault advierte que la epidemia exige a la mirada médica una estructura perceptiva particular:

 

El análisis de una epidemia no se impone como tarea reconocer la forma general de la enfermedad, situándola en el espacio abstracto de una nosología, sino bajo los signos generales, reconocer el proceso singular, variable de acuerdo a las circunstancias, de una epidemia a otra, que de la causa de una forma mórbida teje la trama común a todos los enfermos, pero singular en ese momento del tiempo, en ese lugar del espacio [...] (45).

 

La crónica de Trabucco Zerán bucea precisamente en ese punto del fenómeno que señala Foucault, el que se teje en la trama de lo común. Lo indaga y lo problematiza: “Me he enfermado otras veces [...] Esto es, sin embargo distinto. Es muy distinto enfermar sola que en el medio de una pandemia”. La singularidad de la experiencia no alcanza para leer lo que el fenómeno epidémico trae, más bien el relato se sitúa y recorta su especificidad en el espacio de un entre, de eso que acontece en el orden de una coexistencia que siempre es común y que el virus contribuye a explicitar.  Como si su tarea fuera, recordarnos una vez más el carácter de absoluta interconexión de lo vital. Tal como afirma Judith Butler: “[...] estar vivo es estar ya conectado con la vida en sí misma, no solo con la vida que me excede, sino con la que va más allá de mi condición humana; y nadie puede vivir sin esta conexión a la vida biológica que excede el ámbito de lo animal humano” (49).   

De hecho, Butler es una de las referencias que entran a la crónica, cuyos conceptos son claves para volver a pensar no solo las mutaciones que este virus trae, sino también las profundas desigualdades generadas por esta pandemia. El relato las puntúa, las pone en primer plano. El caso de una joven chilena que muere y las palabras no convincentes del Ministro de Salud, los trabajadores desprotegidos del supermercado que dejan en la puerta aquello imprescindible para la supervivencia en los días de encierro. La cronista revisa las modulaciones del lenguaje, el pasaje repentino de las designaciones que va de la desvalorización de los empleados y obreros mal pagos a su nominación como “trabajadores esenciales”.

Entran al espacio de la crónica también otras voces, enlaces que remiten a otros escritores y escritoras, contemporáneos o no, que han indagado sobre todo en lo que adviene con la enfermedad: Max Blecher, Thomas Mann, Anne Carson, entre otros. Son voces que quizás funcionen, para dar especificidad a un acontecimiento radicalmente trastocador que se quiere registrar.

Por último, hay que decir que ante una enfermedad que nos deja solos –tanto para prevenir el contagio como para transitarlo– el relato intercala párrafos en los que menciona aquello que hacen llegar los amigos. Objetos que en una articulación extraña combinan lo que remite al placer; chocolates, astromelias y margaritas, con las medicinas que no pueden faltar: aspirinas, paracetamol. Y también algunos mensajes, otra vez las voces como en la crónica de Longoni, que prescriben formas de cuidado en el escenario de una compañía que se perfila de otros modos.

 

A modo de cierre

 

Las crónicas trabajadas componen registros del presente. Captan, cada una en su singularidad, las formas de coexistencia con los virus. Desde las implicancias que adquiere su convivencia con él en forma extendida en el tiempo –el caso de los relatos de Dillon– hasta esos modos de pasajes singulares de experimentación del contagio en cuadros leves o no graves, como los que plantean las de Longoni y Trabucco Zerán.

Es Foucault quien nos da herramientas para pensar los fenómenos epidémicos no solo como específicos, sino también como crisis de escalada:

 

[...] fenómenos de aceleración, de multiplicación de casos que hacen que la enfermedad, en un momento y un lugar dados, amenace por la vía del contagio, multiplicar los casos [...] según una pendiente que corre el riesgo de no detenerse a menos que, mediante un mecanismo artificial e incluso mediante un mecanismo natural [...] resulte posible frenar el fenómeno y hacerlo con eficacia. [...] La crisis es el fenómeno de intensificación circular que solo puede ser detenido por un mecanismo natural y superior que va a frenarlo, o por una intervención artificial (Foucault, Clase del 25 de enero de 1978, 82).

 

En el caso del VIH/sida, son los resultados de los tratamientos farmacológicos los que a partir de 1996 marcan un punto de inflexión en la historia de la dolencia. El devenir crónico de la enfermedad, si se accede a los tratamientos, instala otra agenda de problemas.

Muy distinto a este régimen de convivencia con el virus mediado por los fármacos es el que se plantea en las escrituras que, situadas en el tiempo de la escalada epidémica, dan cuenta del derrumbarse de los cuerpos enfermos. Al atacar las defensas inmunológicas, el sida desarticula al cuerpo, lo vuelve vulnerable y lo expone a una serie de enfermedades oportunistas que acaban agotándolo.

En una investigación anterior consideré, cómo en el espacio de la literatura latinoamericana una serie de escrituras que convocan a autores como Severo Sarduy, Reinaldo Arenas, Mario Bellatín, entre otros, configuran ese tiempo de avance mortal de la dolencia en el que ya no hay salida. Un tiempo que, a su vez, abría para los afectados un lapso previo a la partida. Una brecha que Sarduy, magistralmente denominó “tiempo prepóstumo”. 

En el terreno de la crónica latinoamericana, es Lemebel quien tal vez con mayor maestría capta lo que acontece en ese tiempo aciago. En Loco afán. Crónicas de sidario el tiempo/espacio que se traza es el de la diseminación del virus en la ciudad de Santiago de Chile y el aspecto luctuoso con que la enfermedad marcó el final del siglo XX. En ellas, la ciudad es mapeada a partir del recorrido de unos cuerpos que se mueven en torno a la errancia y el deseo. Sexo, enfermedad, deriva, callejeo se presentan como elementos anudados que permean y atraviesan la escritura. Las crónicas dejan leer un procedimiento simultáneo de escritura. Por un lado, componen un escenario en el que la enfermedad es examinada en su forma colectiva (la crónica y su objeto: la comunidad según Barthes); por otro la escritura trabaja, a partir de ejercicios minúsculos, para apresar lo singular de cada vida narrada, cada experiencia de la enfermedad y cada muerte (otra vez Barthes, la crónica referida a la sumatoria de pequeñas historias).

Volviendo al recorrido principal de este escrito, lo que el pasaje por las crónicas –que este ensayo, enlaza, articula y considera– permite apreciar es, además de la coexistencia señalada con los virus en cuestión, las formas diferenciales que cada enfermedad imprime a nuestro presente.

Tanto “No tener olfato” como “Me olvido de todo menos de mi cuerpo” pueden considerarse como parte de una escena de escritura que se va componiendo a medida que la nueva epidemia, absolutamente dinámica y cambiante, se desarrolla. No obstante, e inscriptas en este marco provisorio, revelan su fuerza para captar eso que acontece entre los cuerpos cuando un nuevo virus comienza su deriva y afecta nuestro modo de vivir.

Escritas al comienzo de la diseminación del virus por el continente europeo –en los países en los que las cronistas realizan sus trabajos académicos– registran la detención inaudita que se efectuó a escala planetaria y que al día de hoy, mientras escribo este trabajo, ya no es la misma. Capturan en sus descripciones, el paisaje de pronto vacío de las grandes ciudades. Consideran el aislamiento y el confinamiento no solo como una medida para minimizar o reducir los efectos del contagio, sino también como un modo de experiencia que se manifiesta en el cuerpo cuando es afectado por esta dolencia. Describen los síntomas singulares y elaboran un registro tentativo. Generan formas posibles de políticas del cuidado. Lateralmente, interrogan los modos que esta pandemia le imprime a la muerte y esbozan el problema de la sepultura de los cuerpos.

Como ya mencionamos, construyen nuevas variaciones en torno a los grandes temas de la cultura, que son por cierto los de la vida, introduciendo las modulaciones que cada virus, siempre en su especificidad, viene a operar sobre las formas del amor y los encuentros, la soledad, la memoria y la muerte. Si el VIH/sida introdujo torsiones específicas en torno a la sexualidad, prescribiendo nuevas formas de cuidado y movilizó en sus inicios de manera incalculable afectos y sentidos, fue tal vez porque como sostenía Néstor Perlongher se adivinaban “en el origen de las contorsiones de la agonía, los espasmos del goce” (11); el Sars-Cov-2 vuelve a problematizar,  a partir de su capacidad para afectar las vías respiratorias, otra vez la posibilidad de vivir juntos en el marco de un mundo que parece, cada vez más, agotado en sus recursos. En este paisaje, las escrituras indagadas responden a la urgencia de pensar lo que la epidemia trae y diseñan también, en tanto intervención política consustancial al género crónica, formas que abren márgenes posibles de resistencia.

 

 

Bibliografía citada

 

Barthes, Roland. Variaciones de la literatura. Buenos Aires, Paidós, 2003.

 

Breslin, David. “Caos, orden y placer”, David Wojnarowicz. La historia me quita el sueño. Madrid, Publicación del departamento editorial del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, 2019.

 

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Date of reception: 11/11/2020

Date of acceptance: 15/01/2021

Citation: Vaggione, Alicia. Notaciones del presente. Articulaciones entre crónica y epidemia(s). Revista Letral, n.º 26, 2021, pp. 127-144. ISSN 1989-3302.

Funding data: The publication of this article has not received any public or private finance.

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[1]  Loco afán. Crónicas de sidario se abre con un epígrafe que da cuenta de la operación de Lemebel tendiente a conectar la epidemia del VIH/sida con la dictadura en Chile y con una historia latinoamericana atravesada por hechos traumáticos: “La plaga nos llegó como una nueva forma de colonización por el contagio. Reemplazó nuestras plumas por jeringas, y el sol por la gota congelada de la luna en el sidario” (11).

[2] Las imágenes de archivo de How To Survive a Plague muestran la “Ashes Action” en tanto ritual público realizado en el espacio simbólico del poder. En el ensayo de David Breslin, se transcribe la idea del funeral político ideada por Wojnarowicz: “Las personas afectadas por esta epidemia tienden a controlar los movimientos de los demás y a recomendarles cómo deben enfrentarse a la experiencia de la pérdida. Me parece mal. (...) Me imagino que pasaría si, cada vez que un amante, amigo o desconocido muere por culpa de esta enfermedad, sus amigos, amantes o vecinos cogieran el cadáver, lo metieran en un coche y lo llevaran a ciento veinte kilómetros por hora hasta washington d.c. (sic) y atravesaran a toda velocidad las puertas de la casa blanca y frenaran en seco en la entrada y dejaran en las escaleras aquel cuerpo sin vida” (“Caos, orden y placer” 34-35).

[3] Ana Longoni (Argentina) Escritora y profesora de la Universidad de Buenos Aires. Desde 2018 trabaja como directora de Actividades Públicas del Museo Reina Sofía (Madrid).

[4] En la edición digital de la Revista Anfibia, perteneciente a la Universidad Nacional de San Martín, provincia de Buenos Aires, Argentina, las páginas no están enumeradas.

[5] Citada por Longoni sin referencia a número de página.

[6] Alia Trabucco Zerán (Chile) es autora de la novela La resta –finalista del premio Man Booker Internacional en su traducción al inglés– y del ensayo Las homicidas publicado por editorial Lumen en 2019.

[7] Como en el caso anterior, la edición digital de Anfibia no enumera las páginas.