El crujir del lenguaje: acerca
del goce en Osvaldo Lamborghini, Luis Gusmán y Diamela Eltit
The Creak of Language: About the Notion of
Jouissance in Osvaldo Lamborghini, Luis Gusmán, and Diamela Eltit
Andrea Kottow
Universidad
Adolfo Ibáñez, andrea.kottow@uai.cl
ORCID: 0000-0002-0570-5638
DOI:
http://doi.org/10.30827/RL.v0i26.16725
El fiord
de Osvaldo Lamborghini, El frasquito de Luis Gusmán y Vaca sagrada
de Diamela Eltit son textos que se juegan en el límite de su legibilidad; obras
cuyas tramas se difuminan en excesos de lenguaje y cuerpos, que atraviesan las
palabras. La siguiente lectura que se propone se asoma a las exuberancias y
violencias de las obras desde la noción psicoanalítica del goce, que piensa el
lenguaje como la condición misma del sujeto y del deseo, siendo al mismo tiempo
su enfermedad más íntima. Solo el lenguaje posibilita la relación con el
cuerpo, pero es trabajado, por los textos literarios que acá se analizan, como
algo que se busca traspasar para poder volver a un lugar antes o más allá del
lenguaje.
Palabras clave: El
fiord; El frasquito; Vaca sagrada; goce.
ABSTRACT
Osvaldo Lamborghini’s El fiord, Luis Gusmán’s El frasquito and
Diamela Eltit’s Vaca sagrada are texts
articulated at the limits of legibility, novels with plots that blur into an
excess of language and bodies. The following interpretation proposes to look at
the exuberance and violence of the texts following the psychoanalytic notion of
jouissance, which puts language as condition of the subject and desire, being
at the same time its most intimate disease. Only language enables a relation
with the body, but the literary works which are analyzed here, try to trespass
language to return to a place before or beyond it.
Keywords:
El fiord; El frasquito; Vaca sagrada;
jouissance.
1.
Interrupciones de cuerpo y habla (a modo de introducción)
Cuerpos que se contorsionan
involuntariamente, movimientos abruptos y descontrolados, rostros que parecen
atravesados por electricidades subterráneas. Partes del cuerpo que se mueven
sin aparente función. Tics que se reiteran sin sentido: ojos que se cierran,
labios que se aprietan, dedos que se refriegan unos contra otros. Palabras que
interrumpen el hablar razonable; lenguaje inapropiado que asoma en la escena
sin estar dirigido a nadie. Coprolalia (vocabulario soez) y copropraxia (gestos
obscenos) abren una fisura entre lo que, por una parte, las palabras parecen
señalar y los movimientos del cuerpo indicar y, por el otro costado, lo que el
contexto social imperante exige.
En
la página web de la Asociación Americana de Tourette se describe como parte del
síndrome que “las vocalizaciones pueden incluir gruñidos, carraspeos, gritos y
ladridos”. Ruidos que anteceden al lenguaje articulado, regresiones al balbuceo
de un bebé que aún no pronuncia palabras, o transiciones a sonidos animalescos.
Quizá la mezcla entre fascinación y terror que nos produce ver esos estertores
del cuerpo y del lenguaje tenga que ver con que ahí se asoma algo de la
inquietud que provoca el no saber, el de la duda fundamental: ¿de dónde viene
“eso” y a qué asistimos cuando observamos “eso”? ¿Es el cuerpo el que habla?
¿Acaso son extrañas oscuridades de la mente que se hacen presentes ahí? ¿Qué es
lo que viene a interrumpir a ese ser que no tiene ningún control sobre aquello
y que no puede dar testimonio de lo que le sucede, no solo en contra sino a
pesar de su voluntad? ¿Dónde se originan esos ruidos? Esas palabras
aparentemente desconectadas de un discurso con sentido, de uno que sigue lo que
la lógica tanto gramatical como social determina: una sintaxis hilvanada, una
semántica significativa. Palabras sueltas, sentidos fragmentados, una
linealidad y causalidad amenazadas por estos elementos extranjeros, que parecen
hablar otro lenguaje. ¿Forman parte de un lenguaje? ¿Hay algún sentido oculto
ahí? ¿De dónde vienen y a qué o quién se dirigen? Parecen provenir de un pozo
profundo sin fondo; uno donde cuerpo y mente no han emprendido el camino de su
diferenciación; donde el lenguaje del habla y el del cuerpo están aún unidos[1]. El cuerpo
se ve atravesado por las mismas fuerzas que emergen en el lenguaje: expresiones
que simultáneamente remiten a una doble materialidad: la del cuerpo y la del
lenguaje[2].
Se
me ha ocurrido pensar en este cuadro clínico al leer los textos que me propongo
a revisar acá: El fiord de Osvaldo Lamborghini (1969), El frasquito
de Luis Gusmán (1973) y Vaca sagrada de Diamela Eltit (1991). Textos que
producen un efecto parecido al dibujado más arriba a partir de la recreación de
lo que puede ocurrir al mirar a quien padece de Síndrome de Tourette. Se trata
de relatos que continuamente interrumpen una linealidad discursiva y que
impiden ser leídos como tramas coherentes, pobladas de personajes-personas,
insertadas en coordenadas de tiempo y espacio reconocibles. Textos que señalan
su propia condición material, que remiten a su lenguaje, sometiéndolo a
llenados y vaciamientos, a contradicciones y tensiones, a contracciones y
expansiones, surgiendo la pregunta acerca de qué es el lenguaje y cómo significa.
E, incluso, haciendo aparecer el cuestionamiento acerca de las posibilidades
significativas del lenguaje. Textos que si bien, como todo texto, están hechos
de lenguaje, se colman de cuerpos, cuerpos cuya materialidad, otra vez, se pone
sobre la palestra, mostrándose al mismo tiempo resistentes a entrar en escena.
¿Puede escribirse (d)el cuerpo? ¿Puede hablarse del cuerpo cuando es
precisamente él el que queda radicalmente excluido del ruedo del lenguaje? ¿Qué
dice el lenguaje cuando habla (d)el cuerpo? ¿Qué sucede con el lenguaje cuando
el cuerpo presiona por entrar en él? Las narrativas de Lamborghini, Gusmán y
Eltit abren interrogantes que se dirigen a la siempre irresoluta cuestión de la
relación del cuerpo con el lenguaje, y quisiera recorrerlos siguiendo algunos
de los movimientos que ellos mismos ponen en juego. Para ello me apoyaré en el
término goce, tal como es pensado desde la teoría psicoanalítica. La noción de
goce es introducida por Jacques Lacan, sin contar con un antecedente claro en la
teoría freudiana. Se le vincula, eso sí, a las ideas que Freud comienza a
articular en su importante texto Más allá
de principio del placer, publicado en 1920, donde desconfía de la idea que
todo en el sujeto empujaría a su satisfacción y placer. En la obra de Lacan, el
término se encuentra desperdigado entre sus seminarios y escritos, pero se
reconoce su formulación más clara desde la década del 1960[3].
Iré citando algunos pasajes de los textos del mismo Lacan, y también de Néstor
Braunstein, psicoanalista argentino, con una importante obra que, entre otras
cosas, familiariza con la teoría lacaniana, y que reúne en su libro El goce, las articulaciones de Lacan
sobre el término. Lo que interesa para este artículo es la idea de que el goce
es una noción que señala un momento imposible, ya siempre perdido, donde no
imperaba ley del padre, no se había producido la castración aún y donde el
lenguaje todavía no entraba en escena. Es decir, un tiempo antes de la
individuación del sujeto, cuando las leyes del deseo no dividían a los cuerpos
en los accesibles a la pulsión y otros prohibidos para ella. Un tiempo, tal
como el paraíso, solo existente idealmente: su reconstrucción es posterior a su
pérdida. Lo que quisiera plantear es que Lamborghini, Gusmán y Eltit emprenden
un camino que se empeña en desandar las leyes de la cultura, del deseo y del
lenguaje (que no serían sino una y la misma cosa) en busca de ese goce, que
implica la fusión del lenguaje y del cuerpo en una sola materialidad.
Instalados ya irremediablemente en el ruedo del lenguaje, estos textos tuercen
sus hablas, que se duelen bajo la imposibilidad de acceder al goce. Serían narrativas,
entonces, conscientes de su propio fracaso. Textos gozosos que exponen la
enfermedad misma del lenguaje. El ser humano es un ser enfermo de lenguaje,
enfermedad, paradójicamente, fundante de su ser.
2.
Memoria telúrica
Un fiord es un “golfo estrecho
y profundo, entre montañas de laderas abruptas, formado por glaciares
durante el período cuaternario” (RAE). Tierra y mar, efectos del
agua sobre la materia, grandes profundidades, huellas de tiempos ancestrales.
Un fiord habla un lenguaje telúrico y ostenta inscripciones materiales que
remiten a un pasado prehumano. Un líquido –el agua, el hielo derretido– que
erosiona la tierra. Paisajes bellos y dramáticos, los fiordos vuelven al ser
humano consciente de su pequeñez frente a una naturaleza que tiene otros
tiempos. Este accidente geográfico, que da título al cuento de Osvaldo
Lamborghini, es apenas el trasfondo de una trama, marcada por los múltiples
excesos que tejen este texto. Fluidos corporales varios –semen, sangre, moco,
saliva, mierda[4]– colman
las páginas de la narración, y vuelven visible todo lo que normalmente queda
fuera de escena, situado en lo obsceno, aquello que la buena educación exilia
de la representación. Cuerpos que se relacionan sexualmente y con violencia,
penetraciones múltiples, vejámenes sexuales, escenas sadomasoquistas: en
Lamborghini, aparentemente, no queda nada fuera (¿o será más bien que todo
queda fuera?). Todo es convocado a ser relatado. Los significantes se suceden
con rapidez y fluidez, generando una cadena potencialmente infinita de
obscenidades, imágenes grotescas, rabelesianas. Cuerpos fragmentados y
destrozados deambulan en medio de un ambiente orgiástico en el que sexo y
violencia son acciones vinculadas, al someter al cuerpo y al lenguaje a sus
límites. Dolor y placer, asco y disfrute, no son sino dos caras de la misma
moneda[5].
El
fiord es un texto central del (contra)canon de la
narrativa argentina. El cuento adquiere incluso antes de su publicación un aire
transgresor, dada las dificultades que empañan (y engrandecen) su primera
edición. Lamborghini se había hecho recientemente amigo de Germán García, autor
de una novela-hermana de El fiord, Nanina, publicada el año anterior. Dado
el escándalo provocado por Nanina y
de las persecuciones sufridas por su autor, El
fiord se publicará –con ayuda y apoyo de García– en una editorial inventada
para la ocasión (Chinatown) y García, quien escribiera su epílogo, lo firma con
el pseudónimo Leopoldo Fernández, formado a partir de su segundo nombre y
apellido. García y Lamborghini se embarcarán, junto a Gusmán –quien publicaría
pocos años después El frasquito,
texto emparentado con Nanina y El fiord–, en el proyecto Literal, que sirve de marco teórico a
las ideas que los tres autores defienden acerca de la literatura y encarnan en
sus narrativas[6].
2.1.
Volver a la oscuridad
La imagen inicial del cuento
es la de un nacimiento, pero de una criatura que parece resistirse a su
aparición: “Después de cada pujo parecía que la cabeza iba a salir: amenazaba,
pero no salía; volvíase en rápido retroceso de fusil,
lo cual para la parturienta significaba la renovación centuplicada de todo su
dolor” (9). El cuerpo del niño que nace se niega a abandonar el cuerpo de su
madre, para no comenzar a ser un cuerpo, sino permanecer en la indistinción de
la vida intrauterina. Vida sin cuerpo propiamente tal, pues este aparece como
efecto de una pérdida, la misma que luego obligará a entrar al lenguaje y a la
Ley. Acaso una ciega obstinación frente a lo que significa “ver la luz”, una
manera de señalar la radicalidad de la pérdida originaria, el intento de
volverse a la vulva de la madre es una forma de negarse a las condicionantes
mismas de la existencia.
No
solo esta imagen, con la que abre la narración de Lamborghini, alude a esta
vuelta al útero, que implica desescribir el nacimiento regresando a un tiempo
anterior al de la propia vida –similar a lo que Gusmán construirá en El frasquito– sino también algunas de
las escenas sexuales se leen desde esta cifra: “‘Las fuerzas de la naturaleza
se han desencadenado’, dije, y me zambullí de cabeza en la concheta
cascajienta de Alcira Fafó”
(11). Esta entrada señalada como un zambullido (otra imagen acuosa) es, a su
vez, el siempre fallido intento de regresar por donde se ha nacido. La vulva
como una entrada al espacio y tiempo que precede nuestra existencia, formando
simultáneamente su condición de ser. Vuelta imposible, pues no se puede volver
a un lugar donde aún no se era, donde no se ha sido; origen imposible de
alcanzar, pues requiere de la negación del mismo ser.
Nacimiento que es vivido como una muerte que quiere borrarse, para llegar a ser
de otra forma. Por lo tanto, una especie de nuevo nacimiento, que al mismo
tiempo traería consigo una muerte, pues desanda el camino del nacer. Figuras
que no terminan si no de señalar la vida como una irresoluble paradoja.
Néstor
Braunstein plantea en sus disquisiciones sobre el goce justamente esta
imposibilidad de pensar y escribir el origen, sosteniendo que “la pregunta por
el origen remite necesariamente a una respuesta que es del orden del mito”
(79). El postulado de un origen, en el cual aún no éramos, tendría que ver con
un posicionamiento imposible, pues solo se articula desde y por la expulsión de
él. Ahí está lo que Lacan denominó La Cosa, con mayúscula, ese real puro, que
no está cubierto por la pátina del lenguaje. Vivir sin hablar, sin la necesidad
de hacerlo, hacerse uno con las cosas, los objetos, con todo lo que el lenguaje
nombra y denomina, sin nunca poder fusionarse con lo denominado. Pero ese mundo
prelingüístico, ese paraíso perdido, solo se configura porque podemos
nombrarlo. Escribe Braunstein:
Cualquiera es dueño de
imaginar el pecho, el cuerpo de la madre, la vida intrauterina, el claustro
materno y lo que le parezca, pero sabiendo que todas estas imágenes no son de
la Cosa, sino que brotan a partir de la existencia de un mundo producido y
estructurado por lo simbólico que habilita tales producciones imaginarias,
tales representaciones, en torno de un real imposible de recuperar (80).
Los
excesos sexuales de Lamborghini, que son una y la misma cosa (esta pequeña cosa
con minúscula) que sus excesos de lenguaje, apuntan a esta imposible
recuperación de un origen irremediablemente desvanecido; y no porque
temporalmente ya no esté o sea topológicamente inalcanzable, sino porque la
misma existencia de la idea de ese origen requiere de su desaparición.
La
frase “Las fuerzas de la naturaleza se han desencadenado”, que emite el
narrador antes del vano intento de entrar por donde salió, acarrean consigo
otra declaración, que podría parafrasearse como “Las fuerzas de la cultura se
han desvanecido”. Ahí donde no hay lenguaje ni ley, donde no hay ser, donde el encuentro
con ese real, la Cosa, es imaginado, es donde impera el puro goce, aquel mismo
goce que solo puede ser nombrado en el imperio de la cultura. Tal como postula
Lacan: “A lo que hay que atenerse es a que el goce está interdicto para quien
habla como tal, o también que no puede decirse sino entre líneas para
quienquiera que sea objeto de la Ley, puesto que la Ley se funda en está
interdicción misma” (781). La separación de cultura y naturaleza es producto de
una instalación imposible de abandonar en la cultura. Somos cultura porque no
somos nunca mera naturaleza, dado que podemos señalarla. Decirla es alejarla de
nosotros. Deseo imposible de ser cumplido, el goce empieza donde el deseo se
acaba. O dicho al revés, el deseo empieza donde el goce está ya para siempre
perdido.
2.2.
Larrecontraputamadrequeterrecontraparió
La madre puta: una madre
sexualizada, una madre a la que se le atribuye una genitalidad. Esta madre, que
emerge en el texto de Lamborghini es una que rompe con la clásica contraposición
de madre y puta. La figura materna es una madre que no tiene sexualidad, cuyo
sexo es negado por el tabú del incesto. Con las madres no se folla, con las
putas sí. Por tanto, madre y puta se excluyen mutuamente. Por algo, las
expresiones “puta madre”, o “hijo de puta”, que se reiteran en diversos idiomas
(Son of a bitch;
Huhrensohn;
fils de pute…),
son de los peores insultos que pueden proferirse. La sexualización de la madre
resulta insoportable al hijo. Implica volver objeto sexual a la madre, que por
esencia queda despojada de su sexualidad con relación a su hijo. Incluso muchos
niños, en un punto de su infancia, están convencidos de que su madre solo tuvo
sexo una vez en su vida; para engendrar justamente a ese niño que puede
soportar la sexualidad solamente pensada desde su exclusividad y funcionalidad en relación a su nacimiento. La contrapartida es la puta,
aquella que está colmada de sexualidad y se agota en ella. Con las putas uno no
se casa, no las vuelve madres de sus hijos. Las putas están para follárselas,
son puro cuerpo sexualizado. Plantea Freud en “Sobre un tipo particular de
elección de objeto en el hombre”: “En la vida amorosa normal, el valor de la
mujer es regido por su integridad sexual, y el rasgo de la liviandad lo rebaja”
(161). La traducción de Strachey acá resulta
extremadamente tímida, pues traduce el alemán “Dirnenhaftigkeit”
–cualidad de prostituta– con liviandad. La mujer liviana debe ser comprendida
aquí como la mujer fácil, como la mujer accesible a través de la transacción,
la mujer puta. La idea que desarrolla Freud en este ensayo es la mutua
exclusión de madre y prostituta, y la anomalía de su superposición.
En El fiord puta y madre se fusionan hasta volverse indistinguibles.
Se rompe con el tabú del incesto de forma doble. En primer lugar, porque
mientras Carla Greta Terón está pariendo a su hijo,
que será bautizado como Atilio Tancredo Vacán, El Loco la penetra:
Vino otro pujo. El Loco le bordó el cuerpo a trallazos (y dale dale
dale). Le pegó también latigazos en los ojos como se estila con los caballos
mañeros. El huevo bastante puntiagudo, entonces, afloró un poco más, estuvo a
punto de pasar a la emergencia definitiva y total. Pero no. Retrocedió, ágil,
lacerante, antihigiénico. Desesperadamente El Loco se le subió encima a la
Carla Greta Terón. Vimos cómo él se sobaba el pito
sin disimulo, asumiendo su acto entre los otros. El pito se fue irguiendo con
lentitud; su parte inferior se puso tensa, dura, maciza, hasta cobrar la exacta
forma del asta de un buey. Y arrasando entró en la
sangrante vagina (10).
El
hijo por nacer es obligado por el pene de su padre a volver al útero de su
madre. Su nacimiento coincide con el acto sexual; la madre es sexualizada en el
mismo momento del nacimiento: madre-puta desde los inicios de la vida del hijo.
Pero luego también, será la madre la que tiene relaciones sexuales con su hijo,
violando el tabú del incesto:
Alciro
dijo: “Yo quiero acunarlo a Atilio Tancredo Vacán; a ese chico ya se le para”.
“Mierda: tomá tomá y tomá: ¡es pa mí nomás!”, se opuso
la Carla Greta Terón. Alcira Fafó
se le abalanzó para degollarla con una navaja, y como se lo impedimos le gritó,
a la otra que ya se revolcaba garchando con su hijo:
“ojalá que un gato rabioso se te meta en la concha y te arañe arañe arañe, la puta que te
parió!” (16).
Madres
y putas emergen, una y otra vez, en El
fiord. El incesto, la sexualización de la madre rompe con las leyes del
deseo. El Complejo de Edipo es el que distribuye el deseo a partir de las leyes
que lo constituyen. Deseo y ley son una y la misma cosa: el deseo emerge ahí
donde aparece la Ley. El goce no conoce ley alguna. Al confundir a madre y
puta, y sexualizar el cuerpo prohibido de la madre, el texto hace un intento
desesperado por asomarse a ese goce sin ningún límite. Movimiento imposible,
pues instalados en el lenguaje estamos ya inmersos en la Ley. Por ello es que el lenguaje se contornea continuamente en el texto de
Lamborghini, haciendo temblar el suelo seguro de la significación: “Larrecontraputamadrequeterrecontraparió”. Supresión de las
leyes gramaticales, que hacen posible distinguir cuando una palabra empieza y
cuando termina; abolición de las leyes del deseo, que separan a la madre de la
puta, imponiendo la prohibición del incesto, distribuyendo los cuerpos
permitidos y prohibidos para el deseo. “Y todos estábamos modificados por la
presencia del inmodificante Atilio Tancredo Vacán.
Salté en todas las direcciones: ¡una nueva relación! Y ¡en! relación. Hombre
con hombre hombre con hombres hombres
hombres” (15). La reiteración insistente de un
significante, que al repetirse pierde su significado. Más allá de referir a la
relación, ¡en! relación, entre hombres, vínculo homosexual que aparece en
varias escenas del relato, lo que se deconstruye acá
es la unidad del signo lingüístico, la relación fundante de significante y
significado.
Desprendidas
de las leyes que hacen posible el sentido, las palabras quedan a la deriva.
Como queda el deseo que intenta desasirse de la ley que lo condiciona. Es “por
ella [que] se instala la separación entre el goce y el deseo. Lo prohibido se
hace fundamento del deseo y este debe apalabrarse” (Braunstein 88). Hay deseo
porque hay Ley y hay palabra que la condiciona: de este modo, deseo, ley y
orden simbólico quedan indisolublemente unidos. Hay goce tan solo como idea
inalcanzable, algo remoto y perdido, que solo podemos experimentar desde la
falta. Lacan escribe en su Seminario 7:
Problema del goce en tanto que éste se presenta como
envuelto en un campo central, con caracteres de inaccesibilidad, de oscuridad y
de opacidad, en un campo rodeado por una barrera que vuelve su acceso al sujeto
más que difícil, inaccesible quizás, en la medida en que el goce se presenta
no pura y simplemente como la satisfacción de una necesidad, sino como la
satisfacción de una pulsión, en el sentido en que este término exige la
elaboración compleja que intento articular ante ustedes (253).
El
experimento literario del Fiord
parece apuntar a un quimérico intento de rasguñar al menos la superficie de lo
real, torcer el orden simbólico para que este, desde su estremecimiento, pueda
dejar que el goce se asome. Goce oscuro, la Cosa, pulsión de muerte: El fiord, en tanto experiencia de
lectura, desde los excesos que lo marcan, los fluidos que se desparraman entre
sus páginas, los cuerpos que se confunden, las leyes que se violan, hace alusión a este sujeto que no tiene sino el lenguaje
para relacionarse con las cosas. Este lenguaje, condición de la cultura, es
simultáneamente una prisión inescapable. Es por ello que
un texto como el de Lamborghini no puede ser interrogado acerca de su trama;
pues la historia más que con el sexo y sus transgresiones tiene que ver con el
lenguaje y sus leyes, que son también las del deseo[7].
Lamborghini pareciera poner en juego aquella lalengua lacaniana, opuesta a la seriedad de un discurso basado en la
razón, donde se insinúa, en destellos, el inconsciente. Es el hablar poético
donde, como en el mismo nombre de lalengua, las palabras pueden pegarse unas a otras: larrecontraputamadrequeterrecontraparió.
3. Un frasquito es un frasquito es un
frasquito es un frasquito
Novela emblema de la
vanguardia argentina, considerada a pesar de todas las resistencias que ofrece
a su lectura y análisis un texto canónico, El frasquito es publicada por
primera vez en 1973[8]. Unos
pocos años después será prohibida por la censura dictatorial al ser tachado de
inmoral. Se trata de un texto que habla descarnadamente de sexo, en todas sus
variantes transgresoras: una relación edípica entre un hijo y su madre es uno
de los núcleos que se tejen; una madre que es deseada por y se entrega a varios
amantes; sexo pagado, sexo entre hombres y con mayores; sexo con violencia y en
grupo. Experiencias incestuosas, polígamas, homosexuales; sexo anal, oral;
orgías; antropofagia; todo tipo de fluidos –sangre, semen, leche, vino, orina–
se esparcen entre las líneas de esta narración. El frasquito llegó a
ocupar un lugar marginal en los convulsos años 70 en los que es publicada, por
restarse a su inscripción en la denuncia social y política propia de las letras
del período. Junto a autores como Osvaldo Lamborghini (El fiord es no solo un antecesor importante de El frasquito, sino también texto que se hace presente en la novela
de Gusmán) y Germán García, con quienes además compartían su adscripción a la
revista Literal, en Luis Gusmán se abría paso otro tipo de malestar: uno
que más allá de la moral sexual y los tabúes, apunta a la referencialidad del
lenguaje. El que se pone en juego en El frasquito impide una lectura que
se agote en su referente. Las palabras, si bien tienen un significado, se van
enredando de tal forma que este siempre se encuentra en fuga. La materialidad
del significante se impone y propone corrientes que tensionan la unidad del
signo. El contenido del texto se vuelve irreproducible, a su vez, volviendo
imposible distinguir en él su contenido de la forma[9].
El estilo es su contenido: un estilo fragmentado, saturado, claustrofóbico y
vacilante. Voces narrativas se cruzan, sin poder distinguirse un narrador
propiamente tal. Los personajes más que personas con identidades estables,
nombres propios que los señalen, rasgos psicológicos que los distingan, son
incisiones en el lenguaje, posiciones, lugares: la madre (madrecita), el padre,
un mellizo muerto, la abuela. Por ahí asoma el nombre del padre, Carlos
Montana, una Ana, Carlos Gardel, varios Pepes, y uno o varios Paraguayos. El mismo yo que narra se dispersa en potenciales
multiplicidades y no deja de ser, finalmente, más que una marca del lenguaje[10]. ¿Nos
habla siempre el mismo? ¿Nos habla a nosotros? Aparecen repentinamente segundas
y terceras personas, sin anuncio, ni continuidad. Lenguaje espectacularizado,
pero de un espectáculo que no tiene nombre.
3.1.
Corre el anillo
“Leche y cenizas dentro del
frasquito mágico […]” (20). El frasquito insiste en aparecer y desaparecer
entre las páginas de la novela. Como una botella que flota en el mar y es
llevada por las olas y las corrientes, volviéndose invisible por horas, para
emerger nuevamente y reclamar la atención a su presencia. Incluso puede
estrellarse violentamente contra unas rocas que aparecen sin previo aviso; sin
embargo, como es mágica, se recompone. Puede romperse y repararse hasta el
infinito. El frasquito de Gusmán se resiste a su desvanecimiento, pero, a su
vez, también a su fijación. Es como si la botella que vemos ir y venir entre
olas, cambiara de forma y color cada vez que el agua nos permite verla. ¿Será
siempre la misma botella, nos preguntamos? ¿Contendrá esa botella algún
mensaje? ¿Y será el mismo mensaje cada vez que vislumbramos el papelillo
doblado contenido en la botella? ¿Es la botella el contenido mismo o el
continente de otra cosa secreta, cuyo develamiento nos es imposibilitado?
Porque toda vez que extendemos la mano para atrapar la botella, esta se nos
escabulle, una vez más revoloteada por el movimiento del agua.
El
frasquito mágico, la primera vez que aparece en la novela, es “como la lámpara
de Aladino”, que hace resucitar al mellizo muerto, a cuyo fin quien narra
asiste en su nacimiento (¿acaso lo mató él? ¿Es el hermano el asesino del
mellizo?). Pero solo se mantendrá con vida unos pocos momentos, pues:
él lo vuelve a matar,
clavándole una inyección por la espalda y el otro muere, así mil veces, muchas
veces, hasta cansarse, después se arrodilla y reza a los espíritus, cae en
trance, invoca al alma del mellizo y su cuerpo recibe su espíritu, entonces
empieza a hablar sabiendo que aunque es su voz la que
escucha es el mellizo el que habla por su boca para contar su muerte con sus
propias palabras (20).
El
frasquito mágico burla los principios de la vida y de la muerte, las lógicas
del tiempo y del espacio, y entremezcla identidades. El frasquito es como una
especie de lámpara de Aladino invertida. En las Mil y una noches,
Aladino descubre que la lámpara de aceite, que ayuda a recuperar para un brujo
malvado, sirve para invocar a un genio que está obligado a servir al poseedor
de la lámpara. Gracias a la posesión de este objeto, Aladino se vuelve rico y
poderoso, y se termina casando con la princesa Badroulbadour.
Pero en el caso de nuestro frasquito, no es posible poseerlo. Pareciera más
bien que el frasquito termina poseyendo a sus dueños. Contiene leche y cenizas:
vida y muerte, el comienzo y el final. No es posible poseer la vida; estamos
más bien presos de ella. El genio no nos obedecerá; por el contrario, nosotros
estaremos sujetos a sus oscuros designios.
El
frasquito es un objeto que pasa de mano en mano en la obra: sin dueño fijo, más
bien permite que los vínculos se vuelvan fluidos, justamente a partir del
intercambio de flujos corporales. El padre, Carlos Montana, intenta demostrar
su fidelidad a la madrecita con un regalo: el frasquito se llena de esperma que
debe atestiguar que él tan solo la desea a ella: “y ahora pretendía solucionarlo
todo con el frasquito” (29). Sin embargo, el frasquito (¿será el mismo?)
aparece encontrado por un yo que narra, tirado en el suelo:
Camino por una calle desierta,
es de madrugada, voy revoleando un frasquito que encontré por ahí, lo revoleo
tan alto que va a parar arriba de un balcón, cuando subo a buscarlo aparece una
mujer vieja parecida a una bruja, el frasquito cayó y dejó todo el piso
manchado de esperma maloliente […] (33).
El
frasquito-don ahora es un frasquito-catapulta que termina por accidente
estrellado en casa de una desconocida. El esperma-prueba de amor es ahora
esperma-podrido, desecho del cuerpo en proceso de putrefacción. Las
metamorfosis, no obstante, no acaban acá, pues
de pronto, se empieza a
transformar en un frasquito, un frasquito parlante que me pide que no lo deje
solo, que lo lleve conmigo, entonces el gigante, sin compasión alguna, lo
aplastó con uno de sus enormes pies, el frasquito llora y se muere y el círculo
donde está parado se transforma en un charco de sangre (34).
No
sabremos quién es el gigante destructor que, tal como el genio de la lámpara de
Aladino, aparece como por arte de magia para arrebatar el frasquito que
termina, otra vez, hecho trizas (¿cuántas veces puede romperse una cosa?). El
semen se transforma en sangre; nuevamente vida y muerte se confunden y
fusionan. El frasquito recorre, así, las páginas del libro, transfigurándose,
destrozándose y remendándose, siendo continente de diversos fluidos corporales
(leche, semen, sangre), señalando las más elementales pulsiones del sujeto. El
frasquito puede convertirse en el continente de todo y de nada; se vuelve cofre
cerrado a su desciframiento último, un secreto que no termina por revelarse
nunca. Se articula y desarticula como superficie de proyección tanto para
deseos y fantasmas, vehiculando pulsión de vida y de muerte: leche y ceniza[11].
3.2. Andá
a la concha de tu madre
Un yo que narra y siente
deseos incestuosos por la madre, la madrecita, la de las tetas grandes y
generosas. El deseo sexual se entremezcla en las imágenes evocadas con el
anhelo de volver al vientre materno, a desaparecer en el lugar de origen: “me
vuelvo a agachar y te tiro de los pelitos y casi se me va la mano por ahí por
donde nací, por donde nació el mellizo, meter la cabeza ahí, todo el cuerpo
ahí, zambullirme adentro como si fuera una pileta de natación […]” (58). Aguas
primigenias, útero en el que se nada sin consciencia. El sueño de la vuelta a
la vulva materna es el deseo de desaparecer, pero desaparecer en el lugar que
hizo posible la aparición. La madre rechaza al hijo: “La puta que te parió flaconcio. Sí, que me parió, por ahí, donde quisiera volver
a entrar, levantarte la malla roja ir apartando los pelitos con los dedos y
meterme para siempre de cabeza (58)”. Para siempre es la muerte, pero la muerte
en el origen de la vida. Figuras de lo imposible, donde vida y muerte se
vuelven indistinguibles, origen y final, apertura y clausura, entrada y salida.
La madre y la puta se confunden; irse a la concha de su madre deja de ser un
insulto para convertirse en una dulce invitación. El anhelo de poder regresar
al lugar de origen es un deseo que está marcado por un ideal prelingüístico y
anterior a la consciencia. Es una vuelta a un lugar donde aún no éramos, donde
no había individualidad, no había sujeto. Un espacio sin lenguaje, donde este
es innecesario para existir. Vivir es fluir, nadar en un espacio de cobijo
infinito. Nacer es salir al mundo y entrar a la vulnerabilidad más extrema. El
lenguaje no deja de ser una herramienta de supervivencia necesaria, pero
siempre indicadora de una pérdida radical. Nacer es entrar a la pérdida. Lo que
se asoma, siempre de forma oblicua y entre líneas, en este deseo de la vuelta a
la vulva materna es el goce, aquella oscura experiencia inasible, pues solo
emerge en su desvanecimiento. Dice Néstor Braunstein, siguiendo a Lacan: “El
goce: inefable e ilegal; traumático. Un exceso que es un hoyo (trou-matism) en lo simbólico, según la expresión de
Lacan. Ese hoyo marca el lugar de lo real insoportable” (26). Lo real es lo que
se resiste a ser simbolizado y entrar al lenguaje. Se hace presente en
destellos y fragmentos, golpeando el orden de lo simbólico, estremeciéndolo.
Pero nunca siendo capturado por él. El goce está ahí donde el sujeto se
estrella con aquella imposibilidad. Reflexiona Braunstein:
Pero el goce no puede ser
abordado sino a partir de su pérdida, de la erosión del goce producida en el
cuerpo por lo que viene desde el Otro y que deja en él sus marcas. El Otro no
corresponde a ninguna subjetividad sino a las cicatrices dejadas en la piel y
en las mucosas, pedúnculos que se enchufan en los orificios, ulceraciones y
usura, escarificación y descaro, lastimadura y lástima, penetración y
castración (26).
Braunstein está parafraseando a Lacan. Pero pareciera que también está
describiendo (¿acaso es posible?) aspectos del texto de Gusmán. La concha de su
madre –en ese juego doble que tiene dentro de El frasquito de palabrota,
garabato, palabra tachada del hablar público (como aquella que se asoma en el
Síndrome de Tourette) y de un deseo de la vuelta a la vulva materna–, remite a
ese gran Otro, con mayúscula, y que no es la madre con nombre propio. No se
corresponde con ningún sujeto, tal como arguye Lacan:
Ese goce cuya falta hace inconsistente al Otro, ¿es
pues el mío? la experiencia prueba que ordinariamente me está prohibi- do, y
esto no únicamente, como lo creerían los imbéciles, por un mal arreglo de la
sociedad, sino, diría yo, por la culpa del Otro si existiese: como el Otro no
existe, no me queda más remedio que tomar la culpa sobre Yo [Je] […] (780).
Por
lo tanto, el goce no tiene posibilidad de satisfacción en el vínculo con otro.
Los intentos de colmar ese orificio (que no es tan solo del cuerpo) resultan en
vanos y desesperados intentos, que en el texto de Gusmán se traducen en los
excesos sexuales. Penetraciones múltiples, leche que se bebe con rabia de tetas
enormes, semen que se derrocha sobre cuerpos desnudos, vino que emborracha y parece
prometer la inconsciencia. Todas estas imágenes producen, en palabras de
Braunstein, “lastimadura y lástima”. Generan más dolor e insatisfacción que
placer. Entre sus líneas asoma el goce y la desesperación por la imposible
recuperación del gran Otro.
El
texto de Gusmán se juega en estas tesituras; donde a través del lenguaje (¿sino
cómo, si estamos condenados a él?[12]) se asoma
el goce; entre líneas y enmarañado en imágenes de cuerpos que desesperadamente
intentan recuperar un placer previo al lenguaje y la Ley. Dice Braunstein (y
también Gusmán): “Somos todos náufragos rescatados del goce que perdimos al
entrar en el lenguaje” (41)[13].
4. Revoloteo de pájaros
De mayor contención, Vaca sagrada, novela que Eltit publica
en 1991, es también un texto que hace alusión al fantasma del goce. La pregunta
por la trama acá se vuelve similarmente esquiva, si bien hay una serie de
imágenes que se van reiterando y van tejiendo una gramática y un ritmo.
Bandadas de pájaros, siempre amenazantes, aparecen una y otra vez esparcidas
entre las páginas de la narración; ojos astillados, sangrantes, ciegos; una
ciudad sitiada, peligrosa; un Sur, que adquiere carácter de origen mítico; la
sangre que fluye y fluye: primero escribiendo y entregando sentido, y luego, ya
hacia finales del texto, despojada de su potencial significativo; unos nombres
propios (apenas alcanzan a configurarse como personajes) que pueblan las
páginas de la novela –Manuel, Francisca, Sergio, Ana–; una narradora que a
duras penas mantiene la capacidad de controlar los hilos de su cometido; voces
narrativas otras que no sabemos desde dónde surgen y qué relación guardan con
lo escrito; un alzamiento de trabajadoras que reclaman sus derechos; una madre
agonizante que yace enferma en el lecho donde encontrará la muerte; fiestas y
vino. Cualquier intento de constituir una historia de cierta linealidad y
causalidad con estos elementos que componen Vaca
sagrada no resultaría sino en un forzamiento del texto. El lugar donde la
novela parece transcurrir es el mismo lenguaje, que se colma y vacía de
significado, sometido a fuerzas cuyos movimientos no podemos predecir. Es un
lenguaje que opone la contención a la desesperación de no poder
hacer ingresar a los cuerpos en su interior. Los cuerpos que se adhieren
a los nombres propios (o es al revés: ¿son los nombres propios los que se
adhieren a los cuerpos?) se proyectan unos encima de los otros, en intentos
fallidos de fusionarse con el otro, de romper las amarras de la subjetividad.
El sexo y la violencia son caminos que se cruzan en este lanzamiento al vacío.
4.1.
Sangre y tinta
“Sangro, miento mucho” (11):
la sangre comienza a fluir en la primera página del texto, como una forma de
narrar. Sangrar y mentir; sangrar y hablar; sangrar e inventar; sangrar e
imaginar. La sangre es un fluir que viene del cuerpo; que proviene de adentro
del cuerpo y sale de él. Para quien narra, su sangre es una especie de tinta
que escribe un texto, cuyo desciframiento, sin embargo, se escabulle a quien se
convierte en escenario para esta escritura.
De pie, abierta de piernas, mi
sangre corría sobre Manuel y esa imagen era interminable. Mirábamos las manchas
rojas en su cuerpo, en las sábanas, cayendo desde la abertura de mis piernas.
Manuel pedía que le contagiara mi sangre. Se la entregaba cuando él la buscaba
plenamente erecto para extraerla y gozar de su espesor líquido (24-25).
El
contagio de la sangre, el fluir de ella en medio de escenas sexuales, parecen
señalar una acometida por confundir los confines de los cuerpos. Hacerse uno
con el cuerpo del otro; no tanto por el deseo de engullir al otro, como por la
pulsión de desaparecer en el otro, dinamitando los límites del propio yo:
“Jamás hablábamos de la sangre. Simplemente la esperábamos para generar la confusión
en nuestros cuerpos. Fundidos en la sangre, las palabras se volvían genocidas”
(25). La sangre promete un lenguaje distinto, que podría burlar las amarras del
habla, volviendo ineficaces las leyes que lo marcan. Sangrar para no hablar,
sangrar para hablar de otra manera, sangrar como forma de suspender las leyes
del lenguaje, pero también las leyes del deseo. Considerado en muchas culturas
como impureza, un cuerpo que sangra se vuelve prohibido para la sexualidad. Acá
la sangre es invocada para el deseo, en pos de la deconstrucción de las leyes
que lo fundan[14]. Si la
sangre es signo de un hablar otro, uno que, al mismo tiempo, niega toda ley del
lenguaje, volviendo esquivas las palabras, el cese de la sangre implica un
silencio aún más radical para quien sangra y narra:
Ya no sangraba. Supe que ya no
sangraba cuando dejé de esperar la llegada de la sangre. No la esperaba pues su
descenso no me producía el menor atisbo de estupor. Sangraba sí, seguía
sangrando, pero únicamente como el deber físico que me imponía una repetición
biológica desprovista de toda utilidad. Por inercia y desde un signo monótono
me había uniformizado con los otros cuerpos que estaban obligados a acusar los
signos de una herida, el costo de un nacimiento inmemorial (178).
El
signo monótono es un signo asignificante; la sangre ha perdido su potencial de
conjurar desde su fluir las escrituras del cuerpo que solo en ciertos momentos
(y siempre fugaces) lograron suscitar el sueño de la fusión de los cuerpos. La
sangre se vuelve ágrafa, mero humor que recorre el cuerpo y que en algunos días
busca el exterior. Materialidad sin inscripción, el cuerpo se confunde con
todos los otros cuerpos, haciendo imposible su adueñamiento. La repetición
biológica es la que marca el hábito de los animales, por lo que la sangre ahora
puede ser la de cualquier bestia. Sin embargo, y ahí se evidencia la paradoja
de la búsqueda del goce, si este promete la falta de ley, de lenguaje, de deseo
como una panacea de la inconsciencia, acá se impone la pura esterilidad.
Enfermos de lenguaje, podemos buscar su abolición, pero lo que resta tras el
intento sería la reiteración ciega de patrones que nos gobiernan.
Sexo
y violencia son dos maneras de amenazar los confines de nuestros cuerpos.
Cuerpos que buscan confundirse unos con otros, se enmarañan, se enredan,
chocan, se arañan, se penetran, se abren. Los gemidos omitidos durante el acto
sexual pueden confundirse fácilmente con los gruñidos de una riña. Por algo
Freud reparó en lo traumático que resulta para un niño pequeño ver a sus padres
entregados al acto sexual, pues sospecha que la madre está siendo maltratada
por ese hombre que se empecina en arremeter contra el otro cuerpo. En la novela
de Eltit, sexo y violencia son retratados como dos caras de una misma moneda.
El sexo es en sí violento, incluso cuando no está acompañado de golpes. Pero,
una y otra vez, también se junta con los golpes, dejando cuerpos hinchados,
heridos, moretoneados. Cuerpos que salen maltrechos
del encuentro con otro cuerpo, señalando así, quizás, la desesperación que
produce no poder nunca saber qué es lo que le pasa al otro cuerpo (¿Cómo siente
el otro? ¿Cómo recibe el placer que intento entregarle? ¿Cuánto le duele al
otro el golpe que le profeso?).
Bien
sabido es que para Lacan “no hay relación sexual”. Esto, por supuesto, que no
puede ni quiere decir que no exista la sexualidad, sino más bien que la ilusión
de un encuentro sexual, donde el deseo de uno coincida en plenitud con el deseo
del otro, es tan solo eso, una ilusión. En este sentido, y en las palabras de
Braunstein, la sexualidad es “justamente, un efecto de la falla y de la falta;
la sexualidad (humana, claro está) es ‘fáltica’, gira
en torno de este objeto tercero que se escapa en el encuentro sexual, en torno
del plus de goce” (131).
Ese
objeto perdido, goce, ya lo sabemos a partir de las lecturas de Lamborghini y
Gusmán, es inalcanzable, pero es ahí donde no habría individualidad de cuerpos,
sino una sola materia primigenia, sobre la que no impera ley alguna, en la que
sonidos indistintos sustituyen el lenguaje, donde el cuerpo (un cuerpo sin
órganos[15]) no tiene
límites, no marca la frontera entre un adentro y un afuera.
Me atreví a todo y cuando él
dijo: “Francisca”, ni siquiera le creí. No era yo. Era la cordera, no era yo. Era
mi mano bajando y subiendo. Mi dedo índice. Mi dedo del corazón haciendo una
desesperada declaración de amor con la uña. No estuve quieta. Sentí que un
cazabombardero entraba enloquecido por mis piernas abiertas. Sentí cómo una
estaca que venía a meterse a mi ojo derecho para cegarme,
se desviaba a último momento y se incrustaba entre mis piernas. Sentí que la
uña del dedo del corazón horadaba una pared de cemento. Un aserradero, el aspa
de una hélice. Se lengua, con certeza, se preparó para operar. La cama no paró
de crujir, la cama retumbaba con el sonido de una mujer escandalizada por lo
que estaba sucediendo. El embrutecimiento de mi cuerpo había perdido la óptica
del terror (96-97).
Nombres
que se desprenden de quien supuestamente señalan, identidades que se
desmoronan, un acto sexual con otro que es al mismo tiempo un acto
masturbatorio, el placer que es simultáneamente dolor, o, si se prefiere,
viceversa, un ojo que peligra de cegarse con una estaca que se vuelve pene
penetrante, una mujer voyeur, un cuerpo que no distingue entre sexualidad y
violencia. La búsqueda de traspasar el deseo y sus leyes, y el vacío infinito
que queda tras tener que tomar consciencia de que el goce no será nunca sino
una idea que nos remite a las amarras del lenguaje[16].
4.2.
Vaciamiento del signo
La relación sexual no existe y
es por su inexistencia que emerge la sexualidad. Esta es, entonces, un efecto
de la falta, de la falla. La sexualidad, en conjunto con el deseo, nacen
producidos por la ley, que aparece con el lenguaje. Estamos enredados en la
sexualidad, porque estamos sometidos al orden simbólico. La sexualidad y el
lenguaje –leyes del deseo y leyes de la palabra– están indisolublemente unidos.
El mismo cuerpo está, entonces, apegado a las palabras que reconocen sus
contornos y regulan su comportamiento (el Síndrome de Tourette hace entrar en
escena esa palabra-cuerpo de formas inesperadas y sentenciadas).
Desde
el comienzo de Vaca sagrada amenaza
el peligro de la pérdida de la palabra significativa, de su capacidad de
otorgar sentido, de ordenar el mundo, de organizar los cuerpos: “Después de
tanto esfuerzo he perdido el hilo razonable de los nombres y se han desbandado
todas mis historias” (11). Como esos pájaros (pájaros hitchcockeanos,
sin duda) que revolotean en manadas por las páginas de la novela, apareciendo y
desapareciendo, haciendo sentir el batir violento de sus alas, como una oscura
fuerza que amenaza con arrastrarlo todo consigo (¿A dónde vuelan los pájaros?
¿Acaso a ese Sur mítico e imposible al cual emigró –cuál pájaro– Manuel?).
¿Cómo contar una historia sin un hilo? Un hilo que señale un camino, una traza
para un sentido posible. Todos los sentidos están en fuga: “No habría forma de
detallar lo que fueron esos días, porque esos días no pueden ser contenidos por
las palabras. No existe la menor manera de explicar cómo se empiezan a
desbandar los signos” (41).
¿A
qué asistimos, entonces, como lectores, si no es a un intento que se sabe
fracasado de antemano, el intento de narrar una historia?
Nos
encontramos con retazos narrativos, jirones de escenas que no terminan por
configurar una obra completa. Fragmentos donde las palabras y los cuerpos se
superponen y confunden, donde, finalmente, ninguno de los dos –ni palabra ni
cuerpo– son posibles. Los cuerpos más bien intentan superar las palabras, estas
se difuminan ante el arremetido de la violencia, y dejan un enjambre de
cuerpos-palabras que caen rendidos tras el intento de escabullir las leyes que
los constituyen: “Cuando eso sucede, las palabras pierden todo su sentido, o
quizás no. Algunas veces las dos [¿madre e hija?] nos aferramos a las palabas,
como si el habla hubiera podido retroceder hacia la vida los avatares de su
cuerpo” (156). Figura paradójica, que implica la palabra como un camino hacia el
cuerpo, cuando es, precisamente, la palabra que, al mismo tiempo, nos separa
radicalmente de un cuerpo pre o paralingüístico. Lo que queda finalmente es la
palabra, la pura palabra, palabra agobiante, pues no podemos pensar y ser fuera
de ella. Al terminar la novela, la narradora admite su sujeción indefectible al
lenguaje: “Con la visión nublada me supe dueña de un animal paralizado a punto
de sucumbir. Entendí que jamás había existido nada de lo que figuré y que yo
había inventado un conjunto de nombres para combatir el vuelo de los pájaros e
inventar para mí una historia con un final que se hiciera legible” (184).
La
novela de Diamela Eltit se juega en los enrevesados vaivenes de cuerpos y
palabras: cuerpos que se fugan unos hacia los otros, para confundirse y poder
rebasar sus límites. En un vano y fallido intento de asomarse a los imperios
del goce, los cuerpos anhelan atentar contra las leyes que los fundan y
regulan. A través de la sangre (escritura otra), la violencia y el vino (que
hace bajar la guardia), se desescribe el deseo, que
vuelve disponibles unos cuerpos a otros, jerarquizándolos. No obstante, lo que
queda tras esa arremetida de los cuerpos, es solo un ciego e insoportable
vacío. Es este mismo abismo el que se abre frente a las palabras y amenaza con
tragárselas. El signo se descompone y peligra su capacidad de significar. Si
bien los cuerpos parecen ser el modo de desactivar las leyes del lenguaje, este
se termina por imponer. La sentencia de Braunstein es clara al afirmar: “Es un
hecho que la ruta que lleva al goce está atrancada y que debe tomarse el desvío
de la palabra, salir del goce del cuerpo y entrar en el deslizamiento de los
significantes, de uno en otro, buscando el elusivo punto de capitonado”
(90).
5.
Enfermos de lenguaje (a modo de conclusión)
Somos en tanto hablamos, en
tanto que estamos sometidos al orden simbólico. El lenguaje es nuestra
condición fundante e implica la instauración de la ley del padre que ordena el
deseo y la palabra. La configuración de un goce, previo y más allá de la ley y
del lenguaje, es una construcción a posteriori que señala que somos seres en
falta. Esa falta, eso sí, es constitutiva de nosotros y genera la subjetividad
desde la cual somos capaces de formular la idea de goce. Estructura, entonces,
de paraíso perdido, el goce emerge cuando está irremediablemente perdido, y es
esa pérdida la que nos configura.
Los textos de Gusmán, Lamborghini y Eltit emprenden un viaje por el
lenguaje para deslizarse por sus sinuosidades, intentando atrapar gozosamente
algo que permanentemente se escapa del lenguaje y retrotrae indefectiblemente a
él. Atrapadas en el lenguaje, hechas de palabras, las narrativas luchan con y
contra la lengua que les da vida, reiterando de este modo un recorrido
imposible que busca arribar al goce. Las páginas se colman de fluidos
corporales –sangre, semen, orina, excrementos, vómito–, como si estos pudiesen
convertirse en tintas alternativas para instaurar el dominio de otro lenguaje.
Parecieran hablar los cuerpos, y estos buscan, de una forma desenfrenada que no
termina por señalar otra cosa que la imposibilidad y la desesperación,
extralimitarse. Salirse de sí para entrar en otro (u otros), mezclarse,
confundirse y contagiarse, para ser un solo cuerpo, o más bien ninguno, para
volver a ser materia flotante cobijada por el útero materno, ahí donde las
palabras no existían ni eran necesarias. El paraíso sería un lugar sin
lenguaje, porque imperaría la coincidencia de todo. La palabra señala la
escisión, así como el cuerpo implica nuestra radical diferencia con el otro.
Los excesos de los cuerpos que pueblan las páginas de las tres obras leídas
decantan en excesos del lenguaje, pero solo para terminar mostrando que las
palabras no son otra cosa que las palabras, y que estamos atrapados por ellas,
condicionados por ellas, no hay escapatoria de ellas. Estamos enfermos de
ellas, enfermos de lenguaje, pero solo somos a partir de y en esa
enfermedad.
Volvamos
a las imágenes que dan inicios a estas disquisiciones: el Síndrome de Tourette,
pensado desde una dimensión, llamémosla (a falta de palabras), poética (y no
médica), parece combatir esta enfermedad del lenguaje, pensado como fundador de
la ley del deseo y la instauración del orden simbólico: el cuerpo se contornea
de formas inesperadas e involuntarias, suspendiendo las regulaciones que norman
sus movimientos; brotan palabras que burlan las leyes del sentido,
interrumpiendo las reglas semánticas y sintácticas. Lo que aflora ahí es una
lucha (similar a la que emprenden los autores de El fiord, El frasquito y Vaca sagrada) contra las amarras de los
límites que nos constituyen. El intento de asomarse a un goce que es pura
indistinción, supresión de la individualidad y la subjetividad, silenciamiento
de la palabra. Camino, sin embargo, imposible de recorrer, no hace sino
devolver los gestos de insurrección al propio cuerpo y la condición del
lenguaje.
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Date of reception: 06/11/2020
Date of acceptance: 17/01/2021
Citation: Kottow, Andrea. “El
crujir del lenguaje: acerca del goce en Osvaldo Lamborghini, Luis Gusmán y Diamela
Eltit”, Revista
Letral, n.º 26, 2021, pp. 1-28. ISSN 1989-3302.
Funding data: Este artículo
fue escrito en el marco del Proyecto Fondecyt Regular N.º 1180599, titulado “La
literatura en el diván: escenas pscioanalíticas en
las literaturas chilenas y argentinas”.
License: This content is under a Creative
Commons Attribution-NonCommercial, 3.0 Unported license.
[1] Oliver Sacks plantea en un texto
escrito sobre este síndrome que, cuando Tourette lo descubrió, identificándolo
y dándole su nombre, le parecía que sus pacientes se volvían presos de impulsos
primigenios: “It was clear to Tourette, and his peers, that this syndrome was a
sort of possession by primitive impulses and urges: but
also that it was a possession with an organic basis—a very
definitive (if undiscovered) neurological disorder” (92).
[2]
No hay pretensión alguna en estas líneas de contradecir las explicaciones
médicas acerca del Síndrome de Tourette, una enfermedad neuronal que se produce
por un malfuncionamiento en el cerebro. Como muchas páginas médicas indican
acerca de esta condición, en la gran mayoría de los casos de los pacientes que
la padecen se restringe a la reiteración involuntaria de tics y movimientos,
como aspiraciones fuertes por la nariz y gruñidos, subidas de hombro o
contorsiones de los brazos. Solo en una minoría involucra la pronunciación de
palabras inadecuadas. Quisiera, más bien, seguir la línea que propone Ronald
Schleifer en su artículo “The Poetics of Tourette Syndrome”, donde propone que
el lenguaje en la literatura puede acercarse a una concepción en la que se muestran
las estrechas conexiones entre cuerpo y lenguaje. Tal como resume Schleifer su tesis, busco indagar en
la siguiente idea: “that resources of language most starkly apprehensible in
the extremity and dysfunctionality of Tourette Syndrome are a source of much
poetry’s power” (568).
[3] Para una visión panorámica sobre el término de goce
en la obra de Lacan, véase el artículo de Pablo D. Muñoz, “Goce y pulsión”.
[4] Antes de ser publicado El fiord, Leónidas Lamborghini, el hermano mayor de Osvaldo, hizo
circular el texto entre escritores y amigos. Entre otros, Leopoldo Marechal lo
recibió para dar su opinión. Lo que –así lo dice la leyenda y también queda
establecido por Ricardo Strafacce en su biografía de Osvaldo Lamborghini–
habría dicho: “Es perfecto como una esfera. Pero una esfera de mierda” (156).
[5] En su Nueva
escritura en Latinoamérica, Héctor Libertella, reconoce dos variantes de la
vanguardia en la Argentina de estos años. La primera evidenciaría una función
crítica explícita, mientras que la segunda, a la que adscribe a Lamborghini, es
una que se vuelca hacia la intimidad y la oscuridad, y es denominada como
“escritura de las cuevas”. La cueva evoca un lugar interno, al mismo tiempo que
contenedor de residuos.
[6] En el epílogo que Ignacio Echevarría escribe para la
reedición de El fiord en Ediciones
Sin Fin en Barcelona el año 2014, retoma todas estas circunstancias de la
primera edición y recepción del Fiord.
Señala ahí también cómo el texto venía, de cierta forma, acompañado de sus
claves de lectura, vinculados a un grupo de autores, agrupado en torno a la
revista Literal y a las lecturas
psicoanalíticas de corte lacaniano que determinan el supuesto (no) significado
del texto. La pregunta que se hace el crítico español es si acaso puede leerse El fiord fuera de estas coordenadas de
interpretación, y si una manera de abrir una narración que, paradójicamente, es
señalada como ilegible no sería desprenderse un poco de esta verdadera
telenovela argentina. Cito a Echevarría: “Lo más prudente sería detenerse aquí,
y proponer –a ver qué pasa– una lectura de El
fiord adánica (o marciana), presuntamente desentendida de toda la
fraseología que no ha dejado de segregar este texto desde su surgimiento.
Asumir la perspectiva de un lector curioso, medianamente culto, no demasiado
argentino, que, atraído por su brevedad, por las características de una edición
casi artesanal, muy minoritaria, por la ruidosa pero confusa leyenda que
inevitablemente resuena alrededor de su autor, se asoma a este librito sin
demasiadas ideas preestablecidas” (s/p). Si bien puede decirse que las lecturas
nunca son adánicas, sí he querido seguir la invitación de Echevarría y no hacer
que la aproximación que propongo acá de El
fiord haga continua referencia a las lecturas que de él se han hecho que,
por lo demás, son muchas e incluyen fuera de los autores más contemporáneos a Lamborghini,
Germán García, Óscar Masotta, Héctor Libertella, Óscar Steimberg y César Aira,
a escritores y críticos más contemporáneos como Josefina Ludmer, Alan Pauls,
Julio Premat, Fermín Rodríguez y Sergio Chejfec, para nombrar solo a algunos.
[7] Y, podría agregarse, asimismo, las leyes que
fundamentan una posible política. El
fiord ha sido leído en varias ocasiones como un texto que alude a los
momentos convulsos que se viven en la Argentina de aquel tiempo, el peronismo,
la dictadura, la violencia. Véase, por ejemplo, el artículo de Diego Peller,
“Lacanismo literal”.
[8] El frasquito es el debut novelesco de Luis
Gusmán, y aparece poco antes que el primer número de la revista Literal,
cuyos primeros dos volúmenes fueron publicados en la misma editorial –Ediciones
Noé– que su novela. La crítica ha insistido en números ocasiones en el
parentesco de El frasquito, con sus antecesoras Nanina (1968) de
Germán García y El fiord (1969) de Osvaldo Lamborghini, autores con
quienes, además, Gusmán compartía su pertenencia al proyecto Literal.
Los experimentos literarios, su carácter vanguardista, la ruptura con cualquier
idea de realismo en la literatura vuelven cercanos no solo estas tres
narraciones, sino invitan a leerlas a partir del proyecto de Literal.
Por de pronto, el carácter “ilegible” de El
frasquito se convierte en el rasgo más destacado por la recepción.
[9] Andrea Cobos plantea en relación con El frasquito
y sus vínculos con el proyecto literario propagado por Literal: “La
erosión de las categorías de tiempo y espacio, la fragmentariedad, la presencia
de lo alucinatorio y lo onírico, la ruptura de cualquier tipo de
referencialidad, las múltiples enumeraciones caóticas y el borramiento de las
cadenas causales son algunos de los procedimientos de los que deriva ese
sentido que se resiste a cualquier clausura unívoca” (4).
[10] Escribe Jean-Luc Nancy (en otro contexto, aquel
marcado por la experiencia de haberse sometido a un trasplante de corazón: “Yo
(¿quién, ‘yo’?; esta es precisamente la pregunta, la vieja pregunta: ¿cuál es
ese sujeto de la enunciación, siempre ajeno al sujeto de su enunciado, respecto
del cual es forzosamente el intruso, y sin embargo, y a la fuerza, su motor, su
embrague o su corazón?)” (14). Y unas páginas más adelante: “‘Yo’ se convirtió
claramente en el índice formal de un encadenamiento inverificable e impalpable”
(37).
[11] En su reseña al texto el mismo año de su aparición,
Germán García propone un desciframiento de la novela a partir de algunas
figuras fundamentales del psicoanálisis, poniendo en juego sobre todo la idea
de la castración de la madre. Acerca del frasquito escribe: “El Frasquito –el
objeto– aparece como un significante privilegiado que sirve para realizar todas
las conmutaciones” (80). Más adelante añade: “Podemos arriesgar que el hiberpatón,
figura que domina toda la construcción sintáctica del texto, se articula con
esta negación de la castración en la madre (puesto qe el ‘acoplamiento’ entre
los sujetos y sus designaciones se vuelve escurridizo, se desplaza), sirviendo
a todas las equivalencias: comer/coger, boca/ano, leche/semen,
masculino/femenino, vida/muerte” (85).
[12] La sentencia con la que cierra Germán García su
reseña de la novela dicta: “En el lugar común, en el lenguaje, todos pueden
reunirse: el invitado de honor brilla por su ausencia” (86).
[13] El prólogo de El frasquito, en su primera
edición de 1973, es de autoría de Ricardo Piglia, y lleva como título “El
relato fuera de la ley”. Descifra el texto, a los ojos del psicoanálisis, a
partir de las nociones de paternidad y castración. Un joven Piglia, fascinado
con las teorías psicoanalíticas y con el estructuralismo, decodifica la novela,
haciendo de este supuesto atentado contra la legibilidad y el realismo una
narración que sí puede ser comprendida, en caso de contarse con las herramientas
de los iniciados que logran penetrar en sus funcionamientos internos. En
opinión de Alberto Giordano, en un texto muy iluminador titulado “Literal
y El frasquito: las contradicciones de la vanguardia”, el prólogo de
Piglia es revelador de un problema que puede ser extendido al proyecto de Literal,
y a este grupo de autores que se leían, descifraban, explicaban entre ellos,
volviendo sus propios experimentos literarios –que se planteaban desde una
supuesta resistencia al significado– comprensibles (por ello –por haber
entendido la desmesura y paradoja de este gesto– se habría suprimido la
publicación del prólogo de Piglia en futuras ediciones de El frasquito).
Giordano insiste sobre todo en una específica forma de utilizar el
psicoanálisis como modelo decodificador, que, como un saber y una verdad
superior, subordinan a la literatura a sus explicaciones: “por la fuerza de los
conceptos psicoanalíticos, la supuesta potencia de negatividad de El
frasquito (que lo señala como texto de vanguardia), se transmuta […] en
afirmación del poder explicativo del psicoanálisis” (139). No quisiera que la
lectura que estoy proponiendo se interprete en esta dirección; no estoy
intentando explicar el texto de la mano del psicoanálisis, sino más bien
mostrar cómo ciertas teorías psicoanalíticas, así como determinadas literaturas
se han asomado a las dificultades y las resistencias del sentido. Concuerdo con
lo propuesto por Giordano, cuando escribe que “el saber psicoanalítico no es
una saber entre otros. En él, como en la literatura, la falta de un sentido y
el agotamiento de la comprensión son, antes que un obstáculo o un síntoma de
debilidad, la condición de posibilidad y el recurso más potente para la
invención” (139).
[14] Raquel Olea resalta la inversión que la novela
realiza en relación al imaginario negativo de la sangre de la menstruación: “La
construcción del cuerpo mujer en la escritura de Vaca sagrada subvierte el carácter impuro de esa construcción
cultural que esconde ese cuerpo que sangra que de puro escondido pareciera que
no sucede” (170), habiendo antes establecido la superposición, a partir de la
imagen de la sangre, del “poder del cuerpo, poder de la palabra” (170).
[15] En su lectura de la novela, Kemy Oyarzún repara en el
motivo del ojo picoteado y propone: “Disperso por todo el texto, el ojo es
perforación ocular, carne abierta. Sin el ojo roto, no habría exterioridad
posible; solo agujeros negros y superficie agujereada” (261).
[16] En su análisis de Vaca sagrada, Fernando
Moreno propone una lectura a la que esta aproximación se siente cercana. Moreno
insiste en que la novela es, finalmente, una que, atravesando los cuerpos,
termina enredada en el lenguaje y sus fronteras: “La transgresión es una
actividad que crea y posee su espacio y se proporciona un lenguaje. Un lenguaje
que se vuelca sobre sí mismo y se refleja, cuestionando sus propios límites,
como una luz que surge y que designa el vacío desde donde procede y al que
arrastra todo lo que ilumina […]. La experiencia de los límites se concreta en
el movimiento del lenguaje, cuando dice que lo que no se puede decir” (169).