Impacientes informados
Informed Impatients
Lina Meruane
Universidad de Nueva York
lina.meruane@nyu.edu
DOI: http://doi.org/10.30827/RL.v0i25.16702
En este ensayo la autora rastrea, a través de textos
canónicos y contemporáneos de la enfermedad, la emergencia histórica de un
nuevo sujeto político que opera a la vez en el ámbito local y global: el del
paciente impaciente que desconfía de
diagnósticos conjeturales y tratamientos de dudosa efectividad, que pide explicaciones
y segundas opiniones, que se informa y exige atenciones y cuidados individuales
pero también comunitarios enarbolando el derecho humano a la salud que, tanto
dentro como fuera de la nación de pertenencia, le confiere su “ciudadanía
biológica”. Basándose en este concepto formulado por los teóricos Nikolas Rose
y Carlos Novak, y desestimando recientes propuestas de Giorgio Agamben, Meruane
valora el desobediente activismo informado de los impacientes.
Palabras clave:
enfermedad; impaciencia; comunidad de pacientes; ciudadanía biológica.
In this essay
the author traces, through canonical and contemporary writings of disease, the
historical emergence of a new political actor who intervenes both in the local
and the global field: that of the ill who mistrusts conjectural diagnosis and
doubtful, ineffectual, treatments; of the diseased who demands explanations and
seeks second opinions; of those who study their own clinical cases and claim to
be attended and taken care of individually but also at large, elevating their
human right to healthcare as one conferred, both within and without the nation,
by the status of “biological citizenship”. Through the use of this concept,
formulated by scholars Nikolas Rose and Carlos Novak, and dismissing ideas
recently proposed by Giorgio Agamben, Meruane values the current disobedient
but informed activism of the impatient.
Keywords: illness; impatience; community
of patients; biological citizenship.
El enfermo pide demasiado,
es impaciente en todo.
Anatole Broyard
1. Los pacientes ya no son lo que
fueron, la impaciencia es ahora su modo de operar y estos son sus verbos.
Inquirir. Desconfiar. Investigar. Refutar. Decidir qué se hará con su cuerpo.
Asociarse con otros en comunidades y en redes para exigir sus derechos, el
cuidado de sus cuerpos. En menos de un siglo, los pacientes se han ido
transformado y son hoy sujetos en plena rebelión. Se resisten a la salud como
dogma alcanzable a cualquier precio que tan a menudo es el precio de su
sufrimiento o de su puesta en cuerpo para la experimentación.
2. Por más que el controversial Giorgio
Agamben argumente que la medicina es hoy un credo que ha acabado por imponerse
a las religiones modernas del cristianismo y del capitalismo (con las que ha
tenido una relación tensa e intensa a través de los siglos), me atrevo a
postular aquí que Agamben incurre en un error de apreciación: lo que hay es
otra cosa, una cosa opuesta a la emergencia de la medicina como culto
“pragmático” (48), vuelto, en esta pandemia, liturgia “permanente” y
“obligatoria” (48). Digo que se trata de otra cosa, porque si la medicina
alguna vez fue religión aceptada ciegamente por sus fieles, los enfermos, como
ciencia objetiva y efectiva, ese tiempo ya pasó. Hay evidencia, tanto histórica
como contingente, de que ha crecido la desconfianza sobre los modos en que se imponen los saberes de
la biociencia y sobre la autoridad médica que implementa los saberes de la
ciencia. Revisando su decurso, es evidente que esa institución se ha venido
desmoronando en la confianza pública de las clases educadas que antes la
veneraban: ahí están las hordas de anti-vaxers que refutan las tesis inmunitarias tras haber
realizado “su propia investigación” (una que sus opositores califican
burlonamente de los “diplomas google”)[1].
Pero no solo se vienen levantando esos ciudadanos que, acertando o equivocando
sus conceptos, y contradiciendo las certezas adquiridas a costa de años de
protocolos de toda una especialidad, se abstienen de una norma sanitaria
diseñada para protegernos a todos. Esa sospecha está siendo aprovechada por la
clase política neoliberal que ha desplegado un inusitado desprecio por los
datos que vocean los virólogos y los epidemiólogos personificados hoy en el
afable y afónico inmunólogo Anthony Fauci, quien intenta ser escuchado pero es
refutado por un presidente negacionista, un presidente que doesn’t care, casado con una modelo que incluso
antes que su marido manifestó que she really didn’t care,
y un gobierno entre muchos otros gobiernos entregados enteramente a la religión capitalista del descuido o del uncaring de la
ciudadanía más vulnerable.
3. No intento sugerir que el impaciente
sea quien simplemente se opone al saber científico comprobado, a
los confirmados mecanismos de contagio y sus modos de prevención (ese grupo
improbable de negacionistas que reúne
a agambenianos, antivaxers
y presidentes fascistas): si bien la impaciencia genérica puede sugerir
distintos rostros y reconocer variados impulsos ideológicos, la que me convoca
es una impaciencia particular, la impaciencia
informada que surge precisamente
cuando la medicina se muestra incapaz de responder con soluciones adecuadas al
mal, o cuando decide no realizar las investigaciones necesarias y se niega a
hacer su labor. Desde esta configuración, no sería propiamente impaciente la
actitud presidencial: en su conducta no hay traza de compromiso con o compasión
por la sobrevivencia ciudadana sino lo contrario, la explotación de la crisis sanitaria
para introducir cambios consistentes con su declarado culto capitalista que
busca acabar con las políticas de prevención y de cuidado porque ve en ellas un
gasto innecesario y contrario a la acumulación de los recursos[2].
Para ese y otros presidentes esta podría ser la oportunidad que han esperado
sin impaciencia, sabiendo que siempre hay una crisis en curso, sabiendo que esa
crisis permitirá persuadir a los grupos más empobrecidos de que es el gasto
social que generan los migrantes, por ejemplo, lo que genera su pobreza y su
posible contagio. Pero no me detendré en el peligroso actuar de esos
presidentes que niegan la ciencia para manipular a la ciudadanía y ahorrarse el
costo de su cuidado. Ni me detendré en la oposición a la vacunación que surgió
en el siglo xix y recrudece hoy, negando, de manera
científicamente infundada, la efectividad de las terapias preventivas y
poniendo la decisión de los individuos por encima de la salud de la
colectividad.
4. El escepticismo radical del
impaciente –ese ateísmo, por volver a
la metáfora agambeniana–, se centra en la certeza de que el médico no domina la
verdad de cada caso ni es el mediador de la cura definitiva o de ese estado
utópico que llamamos salud. Que el médico no es un investigador sino un
practicante del oficio de los cuerpos. Que no es neutral ni objetivo, que se
deja conducir por ideas preconcebidas y contaminadas con nociones sobre el buen
comportamiento o por principios que incluso tuercen y retuercen los datos
científicos y se apartan del saber. Y es precisamente porque él y la impaciente alguna vez fueron pacientes, saben que la
medicina es un saber especulativo además de tentativo e ideológico. Los
impacientes lo han vivido en carne propia y, alarmados por lo que será de ellos
en esas manos tan humanas como ajenas, rechazan el lenguaje incomprensible que
los describe, exigen explicaciones, calculan que muchos de los remedios que se
les recomiendan podrían ser peores que la propia enfermedad. Es por eso que se van activando en la gestión de su devenir.
5. Retrocedo en el tiempo para
detenerme en el cuerpo como cifra, el cuerpo como zona de lectura que requiere
de un ojo que lo descifre. Porque el cuerpo es la página donde se escriben los
signos secretos mediante los cuales nuestro organismo expresa sus
contradicciones, y aunque seamos nosotros quienes experimentemos o suframos
esos síntomas, no siempre hemos sabido decodificarlos y hemos delegado en otros
lectores, entrenados en esas señales nuestras, la tarea de interpretarnos
mientras nosotros guardamos un atento y esforzado silencio.
6. No siempre fue el
médico el lector preferente de la enfermedad. Antes de que su rol se validara y
se institucionalizara, los expertos del síntoma eran los representantes de la
divinidad, pitonisas portando sus oráculos, chamanes o machis y sanadores
mediando a los dioses, trabajando sus rituales y sus conjuros, sacerdotes o curas, de nombre alusivo. Las
interpretaciones de estos últimos estaban atadas a las ficciones de la fe y al
ejercicio de una moral a menudo punitiva. Desconocidos los mecanismos que
desencadenaban su malestar, esos religiosos eran incapaces de leer el cuerpo
desde su materialidad y le aplicaban otros marcos de interpretación que a
menudo empeoraban las cosas para los dolientes. En los años de la peste negra
(o bubónica) y de la peste blanca (o tísica) no faltó párroco que llamara a sus
fieles a congregarse para honrar a Dios besando, uno tras otro a los fieles,
las imágenes sagradas y agudizando así la transmisión y la muerte de manera
exponencial.
7. Esas recomendaciones
ineficaces irían erosionando la autoridad diagnóstica y paliativa de los
religiosos, pero fue el auge de la ciencia y de su método lo que acabó
validando al médico como lector, intérprete y efectivo gestor de la cura. Esa
legitimación moderna fue ocurriendo
de manera paulatina y es por eso que, todavía en el
siglo xix, continuaba en vigencia
la teoría miasmática concebida por Hipócrates en la antigua Grecia y validada
por Galeno, en la antigua Roma; esa teoría postulaba el aire contaminado como
origen de todos los males (su expresión era la fetidez), esa teoría sería
“confirmada” bien entrado el siglo xvi.
Se hacía burla de aquellos científicos que decían estar pesquisando
microorganismos en la sangre, sobre un aséptico cristal y bajo un lente. Y se
hacía burla de ellos porque sus hallazgos diferían radicalmente del precepto
que la academia consideraba verdad irrefutable.
8. Resulta asombroso el
acto de fe –esa declaración de creencia sin evidencia– que han exigido, a lo
largo de los siglos, tanto la religión como la medicina en los asuntos
materiales del cuerpo. Los enfermos fueron llamados (todavía lo son) a
someterse a las prácticas autorizadas por sus propios practicantes, aun cuando
contradijeran las intuiciones acaso igualmente conjeturales de los pacientes y
contrariaran su posibilidad de decir, de decidir, sobre lo único suyo, su
cuerpo.
9. La literatura del
siglo xx da cuenta de esta tensión
entre sujetos sin saberes comprobables y poderes disímiles. Pongo por caso la
crítica que elabora alrededor de este problema la modernista inglesa Virginia
Woolf, en una novela de 1925: Mrs Dalloway
presenta las reflexiones de una señora londinense que, al igual que tantas
mujeres de su clase y de su generación, sufre de extraños malestares femeninos
alentados por una casta de médicos que concebía, anotan Ehrenreich &
English, por conveniencia económica y convicción ideológica, a las mujeres de
la clase alta como “frágiles y enfermizas” (46) y a las de la clase trabajadora
como sanas pero “enfermantes” (95). En la novela, las señoras aceptan esos
diagnósticos que las mantienen en casa y en cama, más aburridas y atormentadas
que indispuestas. Pero es aún más angustiosa la situación de Septimus, un
veterano de guerra que ha perdido la razón. Su joven esposa italiana es quien
lo cuida y quien lo lleva a la consulta de dos médicos sucesivos, insistiendo
en que Septimus está gravemente enfermo. El primer doctor es un médico
generalista, experto apenas en resfríos y otros males menores, y sin saber qué
cosa es el trauma, negando su existencia, criticando las “extravagancias” del
veterano, repite una y otra vez que “no tiene nada serio” o “de qué
preocuparse”, que solo está “un poco indispuesto” (21 & 23) que simplemente
debe distraerse y dejar de conversar consigo mismo. Sobre todo
debe comportarse como hombre en vez de avergonzar a su mujer, que no está
preocupada por la masculinidad de su marido, o tal vez un poco, porque toda
enfermedad se piensa como debilidad y lo débil es, en esos y estos tiempos, un
signo de lo femenino. Lo que verdaderamente le preocupa a ella es la salud de
él, su intuición de que el family doctor está
completamente equivocado. Por eso
lleva a Septimus a ver a un segundo médico que resulta ser un temible
especialista de esos que recién empiezan a aparecer en el horizonte de la
medicina, y este, sin prestarle atención ni considerar la situación de
Septimus, diagnostica un mal sin nombre y prescribe su internamiento solitario
en una costosa clínica de la cual es dueño. No importa que la italiana
cuestione esta medida que la excluye del cuidado ni que tampoco la acepte
Septimus: ese médico es inmune a las razones de los afectados. Conclusión: en
un ataque sicótico detonado por la idea de que vienen a llevárselo, Septimus se
lanza por la ventana para escapar del destino que se le impone.
10. Woolf pone palabras
propias en la reflexión que hace la señora Dalloway cuando cuestiona a ese
especialista supuestamente experto en la “exigente ciencia que trata
de lo que, a fin de cuentas, nada
sabemos: el sistema nervioso, el cerebro humano” (99). Sepan más o sepan menos, los médicos no se
detienen a escuchar al enfermo ni menos a quien lo cuida, sobre todo, pienso,
porque quien explica el caso, quien se niega a consentir la terapia, quien se
queja cuando se lo permiten, es una mujer. Virginia Woolf conocía estos protocolos
en cuerpo propio: sufría de un desconocido desorden siquiátrico y había
consultado con múltiples médicos que le habían prescrito, con no poca soberbia,
una serie de soluciones inútiles, desde suspender la escritura hasta arrancarle
algunas muelas para disminuir la presión cerebral que estaría causando sus
crisis siquiátricas. La ineficiencia de esa medicina, ya lo dije, especulativa,
y la desafección de quienes la practican con un autoritarismo asombroso, es la
que Woolf traslada a su novela unos años antes de suicidarse.
11. El suicidio siempre
fue una opción para quienes no encontraron la cura, y Woolf defiende ese acto
solitario, esa decisión individual, como una forma de “desobediencia” (defiance es la
palabra que usa) o un modo de “contención” (embrace)
para una vida intolerable, para un mal intolerable (185), pero acaso la salida
más recurrida haya sido la de la religión: ese relato es reconocible y
recurrente en tantos textos literarios que no hace falta enumerarlos sino hacer
notar que ese relato reaparece en tiempos contemporáneos: en las narrativas del
sida se multiplican los testimonios del desamparo real de los enfermos y la
reactivación de su fe religiosa a falta de una salvación mediada por la
ciencia.
12. Tal vez sea posible
pensar esa novela como un modo de dejar por escrito lo que Woolf padeció –las
alucinaciones auditivas, las ideas recurrentes sobre la muerte, los feroces
tratamientos de médicos inexpertos– sin poder levantar la voz, casi sin poder
levantar su cuerpo del catre, solo la mano, su pluma cargada de tinta
elaborando una denuncia solitaria que anticipa la impaciencia que está por
venir.
13. La señora Dalloway es mucho más que una ficción con tintes
autobiográficos. Y es más que una denuncia de su propio sufrimiento en manos
médicas. Adelantándose a las sofisticadas formulaciones teóricas de Michel
Foucault (porque las novelas no solo son tema y trama, son también ideas),
adelantándose, dijo, al teórico francés, Woolf presenta la salud como extensión
ideológica de la religión del capital expresado en el proyecto colonialista del Imperio Británico. En las páginas menos
noveladas o más ensayísticas de la novela, el texto expone las dos premisas de
la medicina inglesa: el “culto a la Proporción” (99-100), es decir, al orden
ciudadano, al control del disenso, y la imposición, “más formidable y severa” y
hasta violenta de su hermana, la “Conversión”(100) que opera confinando
aquellos cuerpos que no se ajustan al sistema de creencias del Imperio
Británico que está en pleno auge, es decir, que está lanzado a la productividad
que los cuerpos útiles deben sustentar. Dicho de otro modo, Woolf devela que la
ciencia y la medicina auxilian al capitalismo exigiendo una sistematicidad
productiva a la paciente ciudadanía que se deja tratar de la misma manera que
se deja explotar. Queda documentado en una página, en esta novela de 1925:
demorará en asomar la figura del enfermo que se resiste a la autoridad
normativa del médico cuyo cargo lo inviste históricamente de autoridad. Demorará, insisto, en aparecer la protesta de una ciudadanía impacientada por la incompetencia médica.
14. Es por la razón pero sobre todo por la violencia que deberán acallarse
esos brotes de rebeldía. Pienso en un breve episodio descrito por Albert Camus
en su novela sobre una epidemia: la gente rica ha huido de la ciudad y son los
más pobre de Orán quienes han quedado dentro del cordón sanitario sin
posibilidad de escapar hacia zonas menos contaminadas: el desconsuelo y la ira
pronto surgen en los
rayados de los muros, en los lemas que se oyen en las miasmáticas calles de la
colonia francesa –“¡Pan o aire fresco!” (237)–, antes de ser duramente reprimidos por las fuerzas policiales.
15. Releyendo, en estos
días pandémicos, ese clásico contemporáneo que es La peste, me centro en el privilegiado punto de vista del narrador,
un médico desorientado por los síntomas epidémicos. El doctor Rieux no logra
determinar si lo que afecta a las ratas y luego a hombres y mujeres es un nuevo
brote del cólera o el retorno de la peste medieval en pleno siglo xx. Esa epidemia (que los críticos
leyeron en 1947 como alegoría del nazismo y que yo elijo examinar sin recurso a
la metáfora) no corresponde con exactitud ni a una ni a otra: los síntomas se
traslapan y se trenzan haciendo colapsar toda certeza diagnóstica. Rieux
reconoce que no puede ni leer apropiadamente ni menos medicar, y a pesar de
eso, o tal vez debido a eso, impone los mandamientos confinatorios dictados
desde lejos por el gobierno francés. No objeta nada, Rieux, no pone nada en
cuestión, tampoco escucha a quienes cuestionan la norma.
16. El narrador fecha su escrito en 194‒, década en la que ya están disponibles los tratamientos para todos los
males descritos en la novela. Ya existen disposiciones de higiene que evitan la
asepsia, ya hay antibióticos contra las bacterias y diversas terapias
efectivas, ya los microscopios son parte de los laboratorios y los hospitales,
y lo mismo los rayos equis que permiten examinar los cuerpos por dentro sin
necesidad de abrirlos, como lo hacen los médicos del sanatorio suizo de La montaña mágica, esa emblemática
novela de la tuberculosis publicada por Thomas Mann en 1925. Veinticinco años
más tarde Camus incurre en un raro anacronismo que, aunque improbable[3],
tal vez sea producto del desconocimiento del autor, que no era médico. Porque
la ficción se escribe siempre a destiempo y tal vez no se escriba para ilustrar
los avances de ciertas disciplinas sino intentando resolver una preocupación
autoral extra sanitaria sobre la vida y la sobrevivencia y sobre el vivir
juntos. Pero cabe preguntarse si Camus, que sufría severos ataques de asma, que
con frecuencia debía salir de París en busca de aire fresco (no de pan); si Camus, que había pasado por inútiles
manos médicas, escribía desde una creciente impaciencia propia.
17. Recapitulo por no
desviarme: la ciencia destrona a la superstición en las postrimerías del siglo xix, cuando por fin se disipan los aires
de la teoría miasmática y se impone la teoría microbiana. Es entonces que se
instala en el imaginario social (y por qué no decirlo, en la realidad), la
fuerza diagnóstica del doctor, su certeza predictiva, su autoridad discursiva;
la ciencia vence a la religión, el médico usurpa el lugar sagrado del religioso
en los saberes del cuerpo y pacta con las instituciones del poder prodigando
normas de higiene que se hacen coincidir con las de la buena moral y el recto
comportamiento ciudadano. El médico adquiere un poder (objetivo) que le permite
prescindir del relato (subjetivo, insustancial) del paciente de quien se espera
obediencia. No hace falta escucharlo ni decirle por qué sufre ni a qué
corresponden sus síntomas ni cuál es su prognosis ni cuánto tiempo le queda. No
se le dice si está muriendo ni de qué. Los médicos hacen y deshacen y deciden sin
consultarle.
18. Acaso esas décadas
mediando el siglo xx estén más
cerca de lo que Agamben califica como las del auge y el aura de la religión
médica; pero el brillo encandilante de esa fe no duraría demasiado, no se
extendería hasta finales del siglo xx
sin ser cuestionada por enfermos indóciles conocedores del cuerpo y sobre todo
de sus derechos, exigiendo consideración.
19. En un ensayo
literario que es también memoria, la ensayista estadounidense Rebecca Solnit
relata los últimos años del alzheimer de su madre y
testimonia el hallazgo de su propio cáncer. En The Faraway Nearby,
Solnit escribe agradecida del afecto y la consideración que ha recibido de
parte de un personal sanitario que le prodiga atenciones, y de unos médicos ya
transformados por la “revolución en el cuidado” que empezó a ocurrir, dice
Solnit, tras las “revoluciones antiautoritarias” de los años 60. Esa revolución
ciudadana sería también la “revolución de los pacientes que insistieron en su
derecho a estar plenamente informados y a participar en las decisiones sobre
sus cuerpos” (112).
20. Es cierto que hoy
abundan esos médicos atentos (en el amplio sentido que abarca esta palabra, el
de la escucha y el del cuidado), pero si cito a Solnit es para subrayar la transformación revolucionaria a la que
ella apunta y que es sin duda tan reciente que aquellos médicos que han cedido
en su autoritarismo anterior conviven con esos otros que todavía procuran
pacientes dóciles o médicos altaneros a quienes les irritan las pacientes que
se rehúsan a comportarse como tales: la que pregunta, la que pide exámenes
adicionales o segundas opiniones, la que estudia su caso clínico y aprende la
lengua de su biología o se niega a seguir el tratamiento. La impaciente que
desobedece para obedecerse a sí misma tras consultar con otros como ella que ya
estuvieron en su lugar. Esa rebeldía se materializa, pienso, en la ya difunta
figura de Susan Sontag a quien su impaciencia salvó. En 1974 no aceptó el
diagnóstico terminal que había recibido: exigió un tratamiento de quimioterapia
que pudo matarla y se hizo extraer no solo la mama sino los músculos del pecho
y hasta del brazo. Esa odisea le aseguró 30 años de vida que ella aprovechó
para escribir una serie de libros emblemáticos, entre los que se cuentan dos
ensayos esenciales sobre las metáforas de la enfermedad.
21. En el influyente La enfermedad y sus metáforas (1978), al
que siguió Las metáforas del sida
(1988), Susan Sontag examina los usos perniciosos del lenguaje que se le impone
a los enfermos haciéndolos y haciéndolas responsables de sus males,
estigmatizándolos, y las, socialmente, incidiendo en las políticas que se
establecen para ayudarles o negarles toda ayuda. Sontag se propuso alertar a
sus lectores de las consecuencias disciplinarias que tiene el lenguaje
metafórico, sea literario, sea oficial, y entregarles herramientas críticas
para combatir la opresión del mismo sistema que había descartado su vida de
antemano.
22. Si su primer ensayo
examinaba la histórica mutación y el reciclaje de metáforas que estigmatizan el
cuerpo y la subjetividad del enfermo, el segundo se centraba en una denuncia
aún más urgente: eran los años 80 y en las grandes y pequeñas ciudades del
planeta había miles de personas rechazadas y abandonadas, muriéndose de sida.
23. Esa revolución antiautoritaria
de la que hablaba Solnit: ese es el germen para lo que sobrevendría en los años
80, la aparición de los impacientes como actores políticos informados e
insurgentes. Cientos de hombres y decenas de mujeres se saben sentenciados a
muerte por la sociedad, tanto la que los rodea como la que los excede
territorialmente porque el mundo que les toca está conectado y lo que sucede en
un punto del planeta está sucediendo, en simultáneo, en otro; las personas
seropositivas comprenden que sus vidas dependen de que se ayuden entre sí, de
que se eduquen en su propio virus, en las formas de su contagio, de que activen
estrategias de disidencia y de desobediencia civil y se hagan notar con
protestas y performances y panfletos que convoquen a la prensa; impacientes de
vida, porque habitan un presente sin futuro, reclaman recursos estatales para
apurar los protocolos de testeo para desarrollar terapias y vacunas que los
salven aun cuando su salvación tenga un alto precio, aun cuando ellas sean
(todavía) minoría, aun cuando se los responsabilice de su propio contagio
letal. Proclamando su estatuto ciudadano y sus derechos humanos demandan ser
atendidos y cuidados como personas enfermas, en vez de inculpados por la
orientación de su deseo.
24. No pocos teóricos del
cuerpo dan cuenta de la emergencia de esos impacientes que yo llamo informados:
Nikolas Rose y Carlos Novas los agruparon en un escrito del año 2005 bajo
afinidades políticas, en términos de una “ciudadanía biológica” que reuniría
“todos los proyectos de ciudadanía que se enlazan a la existencia biológica de
los seres humanos” (442), tanto individuos y familias como genealogías,
comunidades y especie. Estos autores aseguran que la “ciudadanía biológica” es
parte de una serie de transformaciones sociales y reterritorializaciones
políticas en la sinergia de lo local y lo transnacional, es decir, en la
combinatoria de políticas públicas nacionales y políticas de instituciones
internacionales, organizaciones no gubernamentales y compañías farmacéuticas
desplegadas por todo el planeta, capaces de producir nuevas y variadas formas
de desigualdad y a la vez harían emerger una ciudadanía enferma pero no
paciente.
25. Y ese impaciente
informado y exigente que se ve en la impactante novela testimonial Al amigo que no me salvó la vida (1990),
que el francés Hervé Guibert escribe para contar su diagnóstico, repasar su
caso clínico con una precisión clínica completamente demoledora, y denunciar
que, a pesar de estarse muriendo, su amigo estadounidense que maneja una farmacéutica
donde se está probando una prometedora terapia, le niega la entrada a un
protocolo médico que pudo alargar su vida. El protagonista autoficcional de la
novela, es, a no dudarlo, un impaciente de los mejor informados
pero es todavía un sujeto que lucha solo por su sobrevivencia. Ese escritor
solitario y seropositivo es una suerte de doble para el Pablo Pérez
autobiográfico de Un diario sin amor (1998),
que toma decenas de pastillas triterapéuticas
mientras se juega su vida y la de otros en los intercambios sexuales
sadomasoquistas en el Buenos Aires de ese fin de siglo. Hay otros
pero Pablo está más aislado y más despolitizado que los muchachos que empiezan
a darse cita en la producción tardía de la novelística seropositiva argentina.
En La ansiedad (2004), de Daniel Link, el protagonista de la novela está emparejado y rodeado
de una comunidad deslocalizada y anónima que aparece (y desaparece) en la
pantalla compartiendo su sexo y saberes farmacéuticos que no existen en los
periódicos todavía a inicios del siglo en curso.
26. En la construcción de
comunidades de seropositivos los protagonistas forjan alianzas con vivos y
muertos, escriben in memoriam, se modelan a sí mismos y se modulan con
aquellos otros. Y así como el agonizante Guibert figura en los escritos
seropositivos de Pérez, se rememora a Michel Foucault en la novela de Guibert:
su muerte, la de Muzil (o Michel) en 1984 prefigura
la de Guibert en 1991[4].
27. Es sabido que cada
pensador propone términos para describir realidades todavía no asumidas en la
realidad. Sabido también es que Michel Foucault fue quien vislumbró la
existencia de la “biopolítica”, quien nombró esos particulares modos de control
y de manejo del cuerpo ciudadano. Sin embargo, el teórico francés todavía
estaba trabajando, desde la historia, configuraciones locales que en estos
tiempos globales han requerido una reformulación: así surge la noción de
ciudadanía “biológica”, o “médica”, o “terapéutica”, o “de la salud”, porque
sin importar la variación adjetiva todas describen cómo mientras las políticas
capitalistas cunden por todos lados, los ciudadanos del mundo responden
ampliando sus modos de pertenencia, reagrupándose en el reclamo de derechos,
exigiendo y hasta luchando por el acceso a recursos y cuidados que salvan vidas,
ya sea de vidas dañadas o de vidas que comparten un mismo estatus genético y
estados de la salud bajo el apremio de determinadas condiciones crónicas,
síndromes raros o enfermedades que no han encontrado un tratamiento adecuado.
28. Conviene relevar precisamente
a quienes se hicieron eco de esta transformación de la escena social, y usaron
de plataforma los medios aun antes de que surgieran las redes. Autores que
prestaron su escritura a la práctica urgente de un activismo que hacía de la
experiencia personal una política radical de denuncia ante el abandono de los
enfermos de sida. Autores que reclamaron de manera incesante que los estados
asumieran sus deberes de cuidado. Autores como el recordado travesti chileno,
Pedro Lemebel, quien en su programa radial iba leyendo unas barrocas crónicas
para contar el virus que estaba devastado a los seropositivos marginados a
quienes él les prestaba, con loco afán,
su poderosa voz[5].
Autores y autoras, como Marta Dillon, quien, usando en esos mismos años una prosa
más directa y sin duda descarnada, dio cuenta de lo que significaba ser mujer y
vivir con virus en una economía destruida por las políticas neoliberales[6]. Dillon relata en sus
crónicas de prensa la decisión de no aceptar el toxico
tratamiento con AZT que los médicos recetaban aun sabiendo que era ineficaz, y
relata, Dillon, su rechazo de la triterapia hasta que
no le queda más remedio que tomarla. Con un ojo clínico que caracteriza a los
impacientes informados, Dillón examina, evalúa, cuestiona la medicación
antiretroviral y su alto costo: “En ese momento se necesitaba mucho dinero para
acceder a él. Por suerte mi papá lo tenía” (90), cuenta, confesando ese privilegio que temporalmente la exime
del riesgo de desarrollar resistencia a la terapia. La solvencia del padre
suple la insolvencia de la patria y apunta a un problema de fondo, un problema argentino pero también latinoamericano que asimismo se vive
en gran parte del planeta, sumido en las shokeantes políticas del
neoliberalismo.
29. Hija de una desaparecida en tiempos de dictadura, Dillon y otros
seropositivos argentinos acusarán a los sucesivos gobiernos de la democracia de
violar los derechos humanos y producir, ahora por negligencia, una nueva
“desaparición” de ciudadanos a manos del Estado. Se levantará una demanda
judicial contra el gobierno por propiciar sus muertes. La Corte Suprema
fallará, en 1997, a favor de los afectados. El Estado tendrá que comprometerse
a dar acceso universal a los seropositivos, algo que, escribe Dillon con
justificada amargura, “queda muy bien en los papeles” (55) por más que el
presupuesto de salud no alcanza, y no siempre la droga se encuentra en los
bancos de distribución o el laberinto burocrático resulta imposible de
atravesar, y hay que regresar una y otra vez “a buscar algo para ir tirando” (55). Hay que compartir, repartir entre quienes tienen la salud más
comprometida en medio de una “total impunidad” (56).
30. No olvidar, pienso,
siguiendo a los críticos de esta idea biopolítica de lo ciudadano, que los recursos
entre los impacientes informados están desigualmente distribuidos, que
impacientes como Dillon cuentan con ventajosos capitales intelectuales cuando
no económicos y sociales que a menudo excluyen o relegan a sujetos disidentes,
debilitados, empobrecidos, racializados, migrantes, que comparten la misma
condición. Pero importa no olvidar que son precisamente
esos impacientes, informados y
privilegiados, quienes más posibilidad (y por lo mismo más responsabilidad)
tienen de movilizar lo que haga falta para que se realicen los estudios y se
desarrollen los protocolos, para que las leyes locales se reescriban incluyendo
a todos los que sufren cada mal y para que las organizaciones globales
repiensen sus decisiones y sus prácticas desde posiciones éticas que beneficien
al colectivo.
31. Porque es necesario,
decía Butler hace apenas unos meses, hablando con la pandemia como ruido de
fondo, que seamos muchos quienes deseemos y trabajemos por “un mundo en el que
la política de salud esté igualmente comprometida con todas las vidas, para desmantelar el control del mercado sobre la
atención médica que distingue entre los dignos y aquellos que pueden ser
fácilmente abandonados a la enfermedad y la muerte” (s/p). Butler agregaba en
esa entrevista puesta en línea por la revista New Yorker, que se trata
hoy de algo urgente porque en pandemia “ninguno de nosotros puede esperar”; y decía
que esa lucha debe “mantenerse viva en los movimientos sociales” cuyas
“visiones compasivas y valientes aún reciben las burlas y el rechazo del
realismo capitalista” (s/p).
31. Ser un enfermo
entendido e indócil es una de las condiciones de la sobrevivencia cuando los
gobiernos negacionistas propician que cada uno se salve como pueda mientras los
Estados se
ocupan de mantener los ideales de moral o los mandatos de la economía. Así, la
respuesta verdaderamente impaciente, verdaderamente política, no es nunca
solitaria sino colectiva, crítica, consciente del derecho a la vida y decidida a
exigirla.
Bibliografía
Agamben, Giorgio. “La
medicina como religión”. Revista Santiago,
Chile, n.º 10, agosto 2020, pp. 46-49.
Broyard, Anatole. Ebrio de enfermedad, y otros escritos de la
vida y la muerte. Segovia, La uÑa RoTa, 2013.
Camus,
Albert. The Plague. New York,
Vintage, 1991.
Dillon, Marta. Vivir con virus. Relatos
de la vida cotidiana. Buenos Aires, Norma, 2004.
Ehrenreich, Barbara y Deidre English. Complaints
and Disorders. The Sexual Politics of Sickness.
New York, The Feminist Press, 2015.
Gessen,
Masha. “Judith Butler wants us to reshape out rage”. New Yorker, New York, febrero 9, 2020:
https://www.newyorker.com/culture/the-new-yorker-interview/judith-butler-wants-us-to-reshape-our-rage?source=search_google_dsa_paid&gclid=EAIaIQobChMIqaiNidGM7AIVBI9bCh27KwN1EAAYASAAEgKbWvD_BwE.
Acceso: 09/09/2020.
Guibert,
Hervé. To the Friend who did not Save my
Life. New York, Macmillan, 1991.
Klein,
Naomi. The Shock Doctrine. The Rise of
Disaster Capitalism. New York, Picador, 2007.
Lemebel, Pedro. Loco afán. Santiago, Cuarto Propio,
1996.
Link, Daniel. La ansiedad: novela trash. Buenos Aires, El Cuenco de Plata, 2004.
Meruane, Lina. Viajes virales. La crisis del contagio
global en la escritura del sida. Santiago, Fondo de Cultura Económica,
2012.
Paus, Helen. “Things Anti-Vaxers Say” (TAVS) Entrada en Facebook,
septiembre 21, 2020: https://www.facebook.com/TAVSofficial/. Acceso: 21/09/2020.
Pérez, Pablo. Un año sin amor. Diario del sida. Buenos Aires, Perfil Libros, 1998.
Rose, Nikolas y Carlos
Novas. “Biological Citizenship”. Global assemblages: Technology, politics
and ethics as anthropological problems, Aihwa
Ong y Stephen Collier (eds.), Malden, MA, Blackwell, pp. 439-463.
Shah,
Sonia. Pandemic. Tracking Contagions from
Cholera to Ebola and Beyond. New York, Picador, 2017.
Solnit,
Rebecca. The Faraway Nearby. New
York, Penguin Books, 2013.
Sontag, Susan. La enfermedad y sus
metáforas. El sida y sus metáforas. Barcelona, Taurus, 1996.
Woolf,
Virginia. Mrs Dalloway. New York, A Harvest Book,
Harcourt Inc, 1981.
Citation: Meruane, Lina. “Impacientes
informados”. Revista
Letral, n.º 25, 2021, pp. 6-23. ISSN
1989-3302.
Funding data: The publication of this article
has not received any public or private finance.
License: This content is under a Creative Commons
Attribution-NonCommercial, 3.0 Unported
license.
[1] El 15 de
septiembre del 2020, Helen Paus, directora asistente de temas de infancia en la
St. Marks United Methodist Church y seguidora de la página Things Anti-Vaxers Say en Facebook comentaba “I
love the hours they all [todos los anti-vaxers]
spend researching. Obviously, doctors
just got their degrees out of thin air with ZERO hours of work necessary, so
their Google degree is clearly superior”.
[2] Este aprovechar las crisis
para impulsar profundas reformas capitalistas queda ampliamente (y
aterradoramente) demostrado por Naomi Klein en The Shock Doctrine. La estrategia consiste en esperar la crisis
mientras se desarrollan las estrategias que reemplazarán lo que está en
vigencia y tenerlas a mano “hasta que lo políticamente imposible deviene
políticamente inevitable” (7).
[3] Escribo “improbable” porque
basándose en los descubrimientos de Louis Pasteur a
fines del siglo xix y en los del
bacteriólogo alemán, Rudolf von Emmerich, ya en 1928, el científico británico
Alexander Fleming había creado la primera forma del antibiótico y que en 1945
recibiría el Nobel de Ciencias por aquella contribución.
[4] Este gesto citatorio es
recurrente; entre muchos otros pesquisados en mi ensayo del sida
latinoamericano, Viajes virales
(2012), se encuentra el caso exacerbado de Reinaldo Arenas quien, en esa novela
monumental que es El color del verano
(1982), convoca a todos los
disidentes sexuales de la historia occidental.
[5] Esas crónicas se emitieron
durante años desde su programa, “Cancionero”, en Radio Tierra, y se reunieron
en el volumen Loco afán (1996).
[6] Sus columnas
aparecieron entre octubre de 1995 y fines de 2003 bajo el título “Convivir con
virus” en el Suplemento No del diario Página/12 y fueron
posteriormente compiladas en Vivir con virus (2004). Una versión más larga de estas líneas dedicadas a Dillon
se encuentra en mi libro Viajes virales
(2012).