La poesía como enfermedad en El infierno musical de Alejandra Pizarnik

 

Poetry as Illness in Alejandra Pizarnik’s A Musical Hell

 

 

Aleix Martínez Comorera

Universidad de Salamanca, aleixm.comorera@gmail.com

ORCID: 0000-0002-7471-700X

DOI: http://doi.org/10.30827/RL.v0i26.16489

 

 

RESUMEN

El presente artículo analiza la relación entre los conceptos de “escritura” y “enfermedad” en la obra de Alejandra Pizarnik (1936-1972). La relación entre ambos es ejemplificada, primero, por medio de fragmentos procedentes de la obra poética y diarística de la autora, para luego constatar su especificidad en el contexto de El Infierno Musical (1971). Dentro de este marco, la investigación se sirve de Sol Negro. Depresión y Melancolía de Julia Kristeva con el fin de dotar a los ejemplos propuestos de un trasfondo teórico-filosófico sobre el que operar. Considerando el análisis de Kristeva, junto con las relaciones trazadas previamente, y atendiendo a su particular interacción en El Infierno Musical (1971), el objetivo del presente artículo es argumentar que, en Pizarnik, la escritura poética es vivida como una enfermedad.

Palabras clave: Pizarnik; poesía; enfermedad; Kristeva.

 

ABSTRACT

This article analyses the relationship between the concepts of “writing” and “illness” in Alejandra Pizarnik’s work (1936-1972). The connection linking both concepts is exemplified, at first, through the extracts of her poetic and diary writing work, then to prove this specificity in the context of A Musical Hell (1971). Within the framework to carry out this research, Julia Kristeva’s Black Sun. Depression and Melancholia is used with the aim to give a theoretical and philosophical background to the proposed examples. Considering Kristeva’s analysis, as well as the previously drawn relationships, and focusing on this particular interaction in A Musical Hell (1971), the goal of this article is to argue that, in Pizarnik, poetic writing is lived as an illness.

Keywords: Pizarnik; poetry; illness; Kristeva.

 

 

Par délicatesse
J’ai perdu ma vie.

A. Rimbaud

 

La escritura como síntoma

 

Heidegger, a propósito de la lectura que realizó de Hölderlin, definió el habla como “el peligro de los peligros”, porque, en palabras del filósofo, “el habla es lo que primero crea el lugar abierto de la amenaza y del error del ser y la posibilidad de perder el ser, es decir, el peligro” (Heidegger, 2012 5). Nosotros diremos que, en Pizarnik, el habla se origina en el terreno de la necesidad: “he de escribir o morir. He de llenar cuadernillos o morir” (Pizarnik, 2017 25). La cita forma parte de una de las primeras páginas del diario de la poeta. ¿Qué significado se le puede atribuir a la disyuntiva “escribir o morir”, cuando esta está allí desde un buen inicio? Siguiendo a Heidegger diremos que, en un primer momento es, a su vez, enfermedad del ser y temor a la posible disolución del ser. Es decir, salvación y, a su vez, “peligro de los peligros”. Dicho de otro modo, “escribir o morir” es una formulación límite, pero, en Pizarnik, la formulación es iniciática, con lo cual, el límite es, para ella, el terreno en el que se fragua la escritura. ¿Por qué? En una carta que mandó en 1963 a Ivonne Bordelois, escribió: “así es la verdadera vida (…) la distancia increíble entre ese poder meditar sobre todo, de meditarlo todo y lo que sucede cuando hay encarnación, acto vivo” (Pizarnik, 2017 87). Recalemos un segundo en una expresión utilizada por Pizarnik en la carta en cuestión, ésta es: “la verdadera vida”. “La verdadera vida” refiere al dictum de Rimbaud: “la vraie vie est absente” (“la verdadera vida está ausente”) –al que Pizarnik adoraba–. Rimbaud acuñó dicho término en el apartado “Délires I” del poemario Une saison en enfer (1873). La cita, al completo, dice así:

 

Je suis veuve… –J’étais veuve…– mais oui, j’ai été bien sérieuse jadis, et je ne suis pas née pour devenir squelette ! … Lui était presque un enfant… Ses délicatesses mystérieuses m’avaient séduit. J’ai oublié tout mon devoir humain pour le suivre. Quelle vie ! La vraie vie est absente. Nous ne sommes pas au monde. Je vais où il va, il le faut. Et souvent il s’emporte contre moi, moi, la pauvre âme. Le Démon ! – C’est un Démon, vous savez, ce n’est pas un homme (Rimbaud, 2016 496)[1].

 

En Rimbaud, “la verdadera vida” se opone a la vida de los seres que pueblan “el infierno”, es decir, “la verdadera vida” es la vida entendida como fuerza activa. La escritura, como apunta Pizarnik en su carta, se mueve en un extraño terreno: entre la pasividad de lo meditativo y la encarnación de lo vital. Sin embargo, así como Rimbaud representa un retorno de los infiernos al mundo, al mundo de lo vivo, de la acción creadora, así como a la aceptación absoluta de la “pérdida del ser” como posibilidad[2], Pizarnik representa todo lo contrario: el fracaso de conciliar, bajo un mismo signo, su vida y su literatura, y, consiguientemente, el descenso a los infernos de la enfermedad de, por expresarlo en sus propios términos, “no-saber-no-decirse”.

 

Que no estamos en el mundo es más que una verdad. Que no queremos estarlo, que no lo queremos por una cuestión de náuseas. He soñado que iba a donde me esperaban, que me esperaban en donde no estoy. Ubicuidad de una sombra: está a la vez en todos los lugares que no frecuento (Pizarnik, 2017 489).

 

La pregunta pertinente que debemos hacernos para comprender el desacuerdo entre “vida” y “literatura” es la siguiente: ¿desde dónde nace, en Pizarnik, la necesidad de escribir?

Desde un buen inicio detectamos, en la poesía de Pizarnik, una tensión que rebasa el propio texto; se trata de una tensión estructural entre la escritura en primera persona como recreación de lo vivido, el “yo lírico” [3], y la memoria de sí misma como “yo (extra)textual”[4]. Comúnmente, la memoria es instrumento de identidad, trazado de continuidad entre lo que se fue o se creyó ser y lo que en el presente se es o se cree ser. Sin embargo, en los casos de autoficción lírica –que es el caso de la obra poética y diarística de Pizarnik–, se da una paradoja:

 

El ejercicio de la memoria debiera permitir, en consecuencia, estabilidad y duración. Sin embargo, la evocación de lo pasado es selectiva y escasa: la entorpecen los recuerdos ‘encubridores’ que sofocan hechos sobresalientes con reminiscencias vanas o triviales; pero también la obstaculizan los llamados recuerdos ‘creadores’: reminiscencias de cosas que jamás ocurrieron o cosas ciertas, acontecidas y, sin embargo exhumadas con un sentido diferente al que tuvieron. Esta compleja figuración de vida humana que es el enunciado autoficcional, potencia su dificultad al imputarse a una fuente de lenguaje también compleja como es la de la lírica (Ferrero, 2013 6).

 

La paradoja aquí expuesta recorre la escritura de Pizarnik en tanto que el propio texto se articula a través de la tensión entre el “yo lírico” y la memoria de sí misma como “yo (extra)textual”. Y al mismo tiempo, es a través del propio texto que ambos, por anteposición, se constituyen como tales. Podemos decir que la memoria de sí misma, que actúa como “yo (extra)textual”, es la evocación de una falta o pérdida, la de su “yo real”, que se construye a propósito de la diferencia conflictiva que supone la recreación y sublimación de esa misma falta o pérdida, llevada a cabo por el “yo lírico”. Fijémonos en “Memoria”, incluido en Los trabajos y las noches (1965): “Arpa de silencio/ en donde anida el miedo. / Gemido lunar de las cosas/ significando ausencia” (Pizarnik, 2016 201). Como se percibe, los contornos de la “memoria” descrita en el texto están compuestos de sonidos silenciosos; sonidos que actúan como reminiscencias que, paradójicamente, “significan una ausencia”. Según nuestra lectura –y tal y como se tratará de demostrar a continuación–, la “ausencia” en el núcleo de la “memoria” pizarnikiana remite a una “falta de ser”.

En su primer poemario, La tierra más ajena (1955), leemos: “mi vida? / vacío bien pensado” (Pizarnik, 2016 30). Este ejemplo, de gran valor por ser un primer intento de formulación de lo que vendría luego, nos induciría a pensar que Pizarnik seguía un programa que le permitiese, en primer lugar, “ser poeta”, y, en segundo lugar –y fundamentalmente–, “ser”. Sin embargo, César Aira, quien escribió una magnifica biografía sobre la autora, se encargó de matizar que, en Pizarnik, dicha construcción de la personalidad poética no nació tanto de una manipulación cínica de la realidad, como de una genuina dificultad de vivir[5] (Aira, 1998 13).

La dificultad de vivir es expresada por el genio literario de la autora en diversos ejemplos que encontramos en las primeras páginas de sus Diarios: “siento una profundísima melancolía. Sombras, dolor, vergüenza de no ser” (Pizarnik, 2017 32); “con sumo ingenio, sus resortes angustiosos se entretenían en escribir sobre la superficie de su alma” (Pizarnik, 2017 36); “retuerzo mi sonrisa y desaparece. Angustia. Llanto. Todo para buscar mi esencia” (Pizarnik, 2017 49). Como vemos, Pizarnik anhela “ser”, y necesita, de algún modo, “definir su ser”, para luego “ser”. Por ello, según el argumento que venimos señalando, escribe, se inscribe en el lenguaje a través de un “deber ser”, por “ser algo concreto”, definible e identificable. Pero, al mismo tiempo, siente que “no-es”, porque “la vida juega en la plaza/ con el ser que nunca fui” (Pizarnik, 2016 51). Y se pregunta por qué, si “ya comprendo la verdad/ ahora/ a buscar la vida” (Pizarnik, 2016 59). Pero no es tan sencillo, no cuando “Afuera hay sol/ Yo me visto de cenizas” (Pizarnik, 2016 73). Entonces, ¿desde dónde nace, en Pizarnik, la necesidad de escribir? Según Blanca Victoria de Lecea, de la necesidad sustancial de realizar “transmutaciones artísticas de sus pensamientos, necesitará siempre de la belleza para seguir adelante”. Puesto que, “la poeta habita la lejanía, y esa lejanía será bella o no será. Sin poesía, Alejandra será un vacío” (Lecea, 2018 3).  En un sentido parecido –aunque mediante una interpretación marcada por la condición de “mujer” de Pizarnik– se expresa Julia A. Kroll: “Pizarnik con sus poemas nos enseña el peligro abismal de sentirse víctima de una existencia vacía, de vivir en un hueco de significados en donde el ‘yo’ se ha alejado tanto de las condiciones de la jaula que se ha vuelto irreconocible para la sociedad dominante” (Kroll, 2008 74).

El “vacío” al que señalan ambas apunta a la “falta de ser” anteriormente mencionada. Sin embargo, aquí debemos aclarar que el “vacío” y la “falta de ser” difieren, fundamentalmente, en el hecho de que, mientras que en el “vacío” nunca hubo “nada”, la “falta de ser” es fruto de una inconsistencia, producto de una herida propiamente lingüística. Con lo cual, diremos –en la línea de Heidegger y rescatando lo que habíamos esbozado– que la poesía de Pizarnik se origina en la herida lingüística de una “falta de ser”, fruto de la inconsistencia de su identidad. En otras palabras, Pizarnik no puede ser real si no es a través de la escritura. Y, asimismo, el acto escritural, al que ella acude porque le confiere realidad –al tiempo que la aleja de la realidad de “lo real”–, es herida y sustitutivo de la herida, motivo y perpetuación de la herida: “el habla es lo que primero crea el lugar abierto de la amenaza y del error del ser y la posibilidad de perder el ser, es decir, el peligro” (Heidegger, 2012 5). Leamos, en este sentido, el poema que abre Árbol de Diana (1962). 

 

He dado el salto de mí al alba.

He dejado mi cuerpo junto a la luz

y he cantado la tristeza de lo que nace (Pizarnik, 2016 103).

 

En el artículo titulado “Alejandra Pizarnik: La estética romántica como principio de crueldad en Árbol de Diana”, Alberto Santamaría apunta a que “este momento de apertura ­–como salto– se convierte en una revisión poética de las posibilidades de ese salto. Un salto que no obvia el vértigo. El vértigo se consuma en el momento en el cual uno se sitúa en el límite entre el dentro y el afuera” (Santamaría, 2012 78). ¿Y, tras ese salto, qué podemos identificar con “ese dentro” y “ese afuera”? El camino hacia el interior, por un lado, y la realidad, por el otro. Según Santamaría, Pizarnik huye de aquello que Clement Rosset denominó “principio de crueldad”.

Rosset, ya en el inicio de Lo real y su doble, escribe: “Nada más frágil que la facultad humana de admitir la realidad, de aceptar sin reservas la imperiosa prerrogativa de lo real”, con lo cual, de igual manera, “lo real no es admitido más que bajo ciertas condiciones y solo hasta cierto punto: si abusa y se muestra desagradable, se suspende la tolerancia”[6] (Rosset, 2015 11). ¿Y qué sucede entonces, una vez suspendida la tolerancia? Lo que le sucede a Pizarnik: ante la crueldad de lo real, entendida como “el carácter único y, por lo tanto, irremediable e inapelable de esa realidad”, se da un rechazo o, más bien, un desplazamiento, con la finalidad de protegerse de ella (Rosset, 2008 22). Hecho que da nacimiento al poema. Para la autora más vale vivir en la ilusión radical de las palabras que en la radical realidad de las cosas. Sin embargo, como señala Santamaría, en Pizarnik se da una curiosa paradoja:

 

La escritura de Pizarnik podría, pues, leerse en clave de transfiguración imposible de lo real, es decir, en la aceptación del doble juego entre la ‘alcantarilla’ y la imposibilidad de huir de ella, a pesar de que el poema sea el constante intento de esa separación. El poema nace así, según leemos a Pizarnik, de un fracaso. El fracaso que se produce entre la visión de lo real y su imposibilidad de establecer su plena fuga (Santamaría, 2012 81).

 

Concordando plenamente con lo aquí expresado, ahora cabe preguntarse, en primer lugar, qué le sucedió al “cuerpo junto a la luz” que Pizarnik dejó atrás tras el “salto”, y, en segundo lugar, el motivo que llevó a Pizarnik a permanecer en el lenguaje hasta el último de sus días, cantando, persistentemente, “la tristeza de lo que nace”.

 

Bajo la palabra escrita, el cuerpo sufre

 

A través de los Diarios de Pizarnik, podemos constatar que la poeta sufrió, a lo largo de su vida, múltiples y extrañas dolencias corporales. En palabras de Calafell Sala, quién escribió la tesis doctoral “Sujeto, cuerpo y lenguaje: Los Diarios de Alejandra Pizarnik”, la poeta –desde un buen inicio– construye un binomio entre el cuerpo y el lenguaje que a medida que avance su producción se ira afianzando cada vez más: “las referencias al grito y al silencio, a la huella de un vacío y de una ausencia en lugar del yo, a la necesidad de transformar en palabras este resto permanente, en definitiva, a los problemas de tartamudez y de respiración”, todas ellas nos hablan de un tejido en vías de desarrollo (Calafell, 2007 64). En pocas palabras: Pizarnik escribe, pero el cuerpo sufre. A propósito, cabe preguntarse: ¿qué papel juega el cuerpo en su escritura? “Ahora sé que cada poema debe ser causado por un absoluto escándalo en la sangre”, escribe, y añade:

 

No se puede escribir con la imaginación sola o con el intelecto sólo; es menester que el sexo y la infancia y el corazón y los grandes miedos y las ideas y la sed y de nuevo el miedo trabajen al unísono mientras yo me inclino hacia la hoja, mientras yo me desempeño en el papel e intento nombrar u nombrarme (Pizarnik, 2017 207).

 

Creemos que en este texto se apunta, de una forma clara, al papel del cuerpo en la obra de Pizarnik. Diremos que el cuerpo es, para Pizarnik, material para el texto, para la creación poética, y, al mismo tiempo, obstáculo para la fusión definitiva –que, al modo de los mártires místicos, culminaría con un ser, al fin, (puramente) literatura–. Así pues, el cuerpo es el puente, el punto de encuentro obligado de conexión con “lo real” evadido y repudiado. Es, dicho en otras palabras, el recuerdo permanente (y doloroso) de un “afuera”, de una exterioridad perdida tras la apuesta límite del inicio: “escribir o morir”. Según Leibson, hay dos formas en las que se ligan la escritura poética y la constitución del cuerpo: la primera es aquella en la que el propio acto de la escritura da soporte a un cuerpo que amenaza con caer a pedazos –el caso de Artaud–, y la segunda, en la que se propone casi lo contrario, “hacer con el cuerpo físico el cuerpo del poema” (Leibson, 2017 452). En esta segunda forma, el ideal de acabar con la vitalidad del cuerpo es un modo eficaz de acabar a la vez con el pecado y con el síntoma. O sea, con la falta en tanto que falta, puesto que el lenguaje no estaría en falta si no hubiera un cuerpo que se lo dictara (con excepción de un solo estadio de la naturaleza humana al que luego volveremos, el estadio de “lo pre-lingüístico”). La tesis que defiende Leibson es la siguiente: Pizarnik está en guerra con el lenguaje, con el lenguaje entendido como incesante proliferación de contenido lingüístico, y su guerra adopta la forma de una lucha por “el decir”. Pero el poema es “tormento” y, a su vez, “intento, a veces desesperado, no siempre eficaz, en ocasiones incluso peor, de querer darle un tratamiento a esa invasión de las palabras” que, en última instancia, tienen a su cuerpo como receptáculo. A propósito de ello, afirma Leibson, el lenguaje se impone al cuerpo. ¿En qué sentido? El absoluto lingüístico, en sí inánime, se encarna en un cuerpo que se afecta en función del lenguaje propio que dicho cuerpo toma: “lo que duele, lo que se afecta, es el cuerpo que ese lenguaje toma, recorta, conforma, constituye. Lo que Alejandra enseña, entonces, es acerca de cómo su ser de lenguaje se vuelve hoguera porque se encarna” (Leibson, 2017 452). Un cuerpo que el lenguaje, a través de sus juegos, sus variantes y excesos, puede enfermar. Si uno se fija bien en el texto citado previamente, entre el “miedo”, la “imaginación”, el “intelecto”, el “sexo”, la “infancia” y el “corazón” está la “sed”. ¿Por qué la “sed” y qué relación guarda con el cuerpo y el acto escritural? Citaremos un largo y esclarecedor pasaje perteneciente a los Diarios de Pizarnik, el cual es de vital importancia para las tesis que hasta el momento (y sucesivamente) se están tratando de demostrar:

 

Una vez más el lenguaje se me resiste. No el lenguaje propiamente dicho sino mi deseo de conjurar mis deseos por medio de una detallada descripción de lo que deseo ver en alguna realidad hecha del material que quieran con tal de que no sea de palabras ni sobre el blanco temible de una hoja de papel. A veces es la sed, a veces el llanto de un abandono sin historia. A veces lloro en mi sed, lloro por medio de mi sed, porque a veces mi sed es mi comunión, mi manera de vivir, de testimoniar mi nacimiento, de liberarme y de dar acto de fe. Pero a veces lloro lejanamente por la otra que soy, la evadida en mi sangre, la ilusionada, la aventurera que se fue en la noche a perseguir los tristes rostros que le presentó su deseo enfermo (Pizarnik, 2017 436-437).

 

El cuerpo está enfermo de lenguaje, enfermo porque su materialidad se inscribe en el registro de lo simbólico (el dentro). Y la sed es la permanencia de una falta que el lenguaje no puede resolver porque es competencia de actuar en el orden de la realidad (el afuera)[7]. Así pues, la sed es un grito de vuelta, un deseo real de volver atrás, a aquél “antes” de que “la aventurera se fuera en la noche a perseguir los tristes rostros que le presentó su deseo enfermo”. “Deseo enfermo” que no es sino el deseo de ser-lenguaje para cubrir su “falta de ser”, su inconsistencia como ser real. En pocas palabras, deseo de suplir, de curar lo no-lingüístico con lo-lingüístico, de totalizar su ser a través del lenguaje, haciéndolo lenguaje. Pero lo no-lingüístico arremete contra ella, pues aquél es el lugar de la falta, de la herida iniciática (el salto de “ser pura necesidad” a “ser lenguaje que necesita”) aquí representada en la sed: “el lenguaje es un desafío para mí, un muro, algo que me expulsa, que me deja afuera”, y más aún, “el lenguaje me es ajeno. Ésta es mi enfermedad” (Pizarnik, 2017 519). Ni cuerpo ni lenguaje. Ser en ninguna parte. Esto es, la enfermedad de “querer quedarse queriendo irse”, la enfermedad de la “canción” de Rimbaud, escrita “desde la torre más alta” –“oisive jeunesse/ Á tout asservie, / Par délicatesse/ J’ai perdu ma vie”–(Rimbaud, 2016 402). Es decir, la enfermedad de la poesía como “visiones detenidas, repetidas, visiones que son una sola, una sola escena de locura irreparable” (Pizarnik, 2017 661). La enfermedad de la poesía como infierno musical de la melancolía:

 

El cuerpo biológico es un prodigioso señalador de faltas y generador de avideces, de posibilidades de patentizar la pérdida por ausencia. Hambre, sed o celo, no son más que señales fisiológicas de la incompletud y la dependencia, y podrán precipitar, por la misma vía, la crisis melancólica (Ferrández, 2007 171).

 

El infierno musical de la melancolía

 

El infierno musical (1971) es el último poemario de Alejandra Pizarnik, y creemos que en él la poesía es tratada como una enfermedad melancólico-destructiva. Con la finalidad de resaltar la particularidad del poemario propuesto afirmaremos que en la obra de Pizarnik se dan dos momentos. El primero de ellos, que va desde La tierra más ajena (1955) hasta la publicación de Los trabajos y las noches (1965), se caracteriza por seguir un movimiento centrípeto: los poemas se van haciendo cada vez más breves y condensados, puesto que la poeta, en este primer momento, aspira a decir en pocas palabras lo máximo posible. Con Extracción de la piedra de locura (1968) –y hasta El infierno musical (1971)– se inaugura un segundo momento que, contrariamente al primero, se caracteriza por seguir un movimiento centrífugo, en el que pasamos de poemas híper-concentrados a poemas extensos, que cubren toda la página y que van aflojando esa condensación extrema para decir lo máximo posible, pero no en el menor espacio[8]. Dado este cambio de fuerzas observamos cómo, a lo largo de la obra poética de Pizarnik, se va desdibujando el dialogo, intrínseco al poema, entre el “yo lírico” y la memoria de sí misma como “yo (extra)textual”, para dar lugar a una confusión delirante de las partes, que culminará con un ataque frontal a sí misma, que es (solo) poesía y, al mismo tiempo, deseo de huida.

Dicho esto, y antes de entrar a analizar el contenido de los poemas que allí se recogen, cabe recalar en un detalle previo, que se encuentra en una entrada de los Diarios de la autora. Dice así: “que el deseo les invite a seguirme, a buscar mi cuerpo inanimado, que me deseen como estatua” (Pizarnik, 2017 489). Jean Starobinski, en un artículo incluido en La tinta de la melancolía –“La mirada de las estatuas”– se pregunta: “¿Por qué hay tantas estatuas en los paisajes de la melancolía?” Y responde:

 

La pérdida de relación entre observado y observador es otro aspecto de la experiencia melancólica. El sujeto melancólico, privado de futuro, observante del pasado, devastado, experimenta una gran dificultad al recibir u ofrecer una mirada. Siente ya estar muerto en un mundo muerto. El ahora fijo reina tanto afuera como adentro. Y el sujeto melancólico espera que le sea dirigido un mensaje de calma, que repararía el desastre interior y le abriría las puertas del futuro. Sin embargo, alrededor suyo no hay sino seres que se le parecen, y lo desespera dicha negación de la mirada. O mejor: no pierde la esperanza pero tampoco espera, sólo desea oscuramente tener la energía suficiente para perder la esperanza (Starobinski, 2017 383).

 

Esta observación de Starobinski es aplicable a uno de los sonetos más emblemáticos que Baudelaire escribió; éste, incluido en Les fleurs du mal, se titula “A une passante”. Dice así:

 

La rue assourdissante autour de moi hurlait.

Longue, mince, en grand deuil, douleur majestueuse,

Una femme passa, d’une main fastueuse

Soulevant, balançant le feston et l’ourlet ;

 

Agile et noble, avec sa jambe de statue.

Moi, je buvais, crispé comme un extravagant,

Dans son œil, ciel livide où germe l’ouragan,

La douceur qui fascine et le plaisir qui tue.

 

Un éclair… puis la nit ! –Fugitive beauté

Dont le regard m’a fait soudainement renaître,

Ne te verrai-je plus que dans l’éternité ?

 

Ailleurs, bien loin d’ici ! trop tard ! jamais peut-être !

Car j’ignore où tu fuis, tu ne sais où je vais,

Ô toi que j’eusse aimée, ô toi qui le savais ! (Baudelaire, 2003 214) [9].

 

¿Qué le sucede al narrador del poema de Baudelaire? A propósito del “autour de moi” del primer verso, podríamos deducir que el narrador se encuentra sentado en una terraza abarrotada de gente, con la mirada desenfocada (“la rue”) e incapaz de poder asir el movimiento frenético de los quehaceres que le envuelven, cuando, de repente, pasa una mujer “avec sa jambe de statue”. Como nos dice Starobinski, la palabra estatua, al final del verso, concluye con una larga frase descriptiva inicial. En nuestra opinión, esa conclusión representa, para el narrador, el paso a dos estados temporales distintos: el de “la calle” y el de “la mujer con piernas de estatua”. Tras la palabra “estatua”, llega el “yo”, el sujeto del poema, que, según Starobinski (y distintamente a Benjamin)[10], “se trata más bien de un retorno del aura sobre un fondo de banalidad caótica. Más que evidente resulta la petrificación del poeta” (Starobinski, 2017 401). Nosotros, concordando con Starobinski, diremos que el poeta queda como poseído por un poder paralizante: el poder de la “femme” que, en el contexto del poema, representa el poder del arte. El arte establece una relación entre observador y observado cuando toda relación para con la mirada del otro ha desaparecido. En este sentido, el arte, con sus piernas de estatua, tiene la capacidad de reactivar la mirada del melancólico, devolviéndolo –otorgándole–, en el presente, el tiempo pasado, “ideal”, en el que se sentía cómodo. Starobinski escribe: 

 

La mirada del poeta sigue obstinadamente puesta en una imagen que ha desaparecido. […] Las últimas palabras del poema afirman por vez primera un pensamiento del transeúnte; ahora bien, este pensamiento sólo es el espejo imaginario del sentimiento que se anuncia demasiado tarde en la declaración del poeta. El amor quiere sobrevivir, pero sólo puede hacerlo mediante una oración adverbial condicional en el tiempo pluscuamperfecto. Este amor se conjuga en la forma de una reanimación fantasmagórica de lo imposible (Starobinski, 2017 402).

 

Parte de la poesía de Baudelaire tiene como objetivo esa misma “reanimación fantasmagórica de lo imposible” a la que apunta Starobinski. Es decir, un marcado componente de “imaginación melancólica” en el núcleo de sus ensoñaciones; pero ensoñaciones, reanimaciones, es decir, imaginación, al fin y al cabo[11]. O, expresado en otras palabras –y volviendo a “A une passante”–, el amor quiere sobrevivir, pero solo puede hacerlo desde dentro del poema. Por el contrario, Pizarnik no se deleita en la mirada contemplativa de lo intemporal, sino que identifica su propio cuerpo como estatua: “Ya no soy más que un adentro” (Pizarnik, 2016 284). Con lo cual, la melancolía de Pizarnik es bien distinta, puesto que no consiste en inmortalizar el afuera (ni mucho menos en ver el infinito en un grano de arena –como proponía Blake–), sino en “mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos”. Cito al completo:

 

una mirada desde la alcantarilla

puede ser una visión del mundo

 

la rebelión consiste en mirar una rosa

hasta pulverizarse los ojos (Pizarnik, 2016 125).

 

En estos versos se condensaría, de existir, uno de los principios de la teoría poética pizarnikiana, puesto que la “mirada” de la autora, lejos de la visión ideal desde la alcantarilla que nos propone Baudelaire, se opone a la idea que éste esgrimió en el soneto “Correspondances”. Recordando las palabras de Santamaría: “la escritura de Pizarnik podría, pues, leerse en clave de transfiguración imposible de lo real, es decir, en la aceptación del doble juego entre la ‘alcantarilla’ y la imposibilidad de huir de ella, a pesar de que el poema sea el constante intento de esa separación” (Santamaría, 2012 81). Así pues, diremos que, hasta el momento, el tipo de melancolía de la autora se asemeja a la que Kristeva identifica en la obra de Marguerite Duras (1914-1996). En “La enfermedad del dolor”, la filósofa escribe: 

 

El dolor despliega su microcosmo por la reverberación de los personajes. Estos se articulan en dobles como en espejos que exageran sus melancolías hasta la violencia y el delirio. Tal dramaturgia de la reduplicación recuerda la identidad inestable del niño que, frente al espejo, no encuentra sino la imagen de su madre como réplica o eco (tranquilizador o terrorífico) de sí mismo (Kristeva, 2017 277).

 

Este análisis de Kristeva nos sirve para interpretar la melancolía de Pizarnik en tanto que, como destacábamos al principio, su poesía es un juego de espejos entre su “yo lírico” y la memoria de sí misma como “yo (extra)textual”. En otras palabras, la mayor parte de la obra de Pizarnik funciona como una construcción discursiva que remite (exclusivamente) a Pizarnik, como “sí misma” y, al mismo tiempo, como “otra cosa”. Esta “otra cosa” opera como la identidad inestable del niño frente al espejo del que nos habla Kristeva, es decir, algo que, aunque representado de otro modo, sigue siendo una manifestación de la recreación de sí mismo. Dos buenos ejemplos de este modo de operar, previos a El infierno musical (1971), serían: “Caer” y “Invocaciones”. En “Caer” se apunta a que “alguien soñó muy mal, / alguien consumió por error/ las distancias olvidadas” (Pizarnik, 2016 190). Y en “Invocaciones” se remite a alguien que “crea un espacio de injurias/ entre yo y el espejo, / crea un canto de leprosa /entre yo y la que me creo” (Pizarnik, 2016 196). Ese “alguien” que “soñó muy mal”, y que identificamos con el “yo lírico”, funciona como esa “otra cosa” que se opone –y de la que nace– el “yo (extra)textual” con el que se identifica la autora. Pero esta distinción no es sino un delirio melancólico de resignificación por opuestos, fruto del deseo de colmar la “falta de ser” señalada anteriormente. Con lo cual, diremos que la “falta de ser”, en Pizarnik, se resuelve ilusoriamente desde –y a través– del lenguaje. Se resuelve mediante el mecanismo de identificación de un “yo” a través del cual “ser”, pero lo hace ilusoriamente, puesto que el “yo” con el que se identifica la autora es un “yo (extra)textual” que emerge de la oposición para con el “yo lírico”, que nace de su incapacidad de aceptación de “lo real”; de “ser” en “lo real”. 

Sin embargo, como venimos apuntando, en El infierno musical (1971) Pizarnik da un paso más allá. Para constatarlo, leamos “La palabra que sana”, incluido en su tercer apartado:

 

Esperando que un mundo sea desenterrado por el lenguaje, alguien canta el lugar en que se forma el silencio. Luego comprobarás que no porque se muestre furioso existe el mar, ni tampoco el mundo. Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa (Pizarnik, 2016 283).

 

Al principio del poema se nos indica que “alguien”, que “canta el lugar en que se forma el silencio”, espera a que “un mundo sea desenterrado por el lenguaje”. Ese “alguien”, que identificamos con el “yo lírico” de la autora, canta “el lugar en que se forma” el “silencio”. El “silencio”, que aparece en “Fuga en lila”, del mismo poemario, como “tentación y promesa” (Pizarnik, 2016 277), representa “lo anhelado”. Mientras que “el lugar en que se forma” es, según nuestra lectura, el reino de la innecesidad del decir; propio de “lo real”. Pero, ¿de qué modo se expresa el anhelado silencio que aguarda en la innecesidad del decir de “lo real”? Cantando; diciendo a la espera de que “un mundo sea desenterrado por el lenguaje”. No obstante, si esta contradicción que recorre la mayor parte de la obra de Pizarnik adquiere aquí otra tonalidad es debido a la segunda parte del poema, que empieza con un: “Luego comprobará”. ¿Quién y qué comprobará? Ese “alguien” que canta “comprobará”, tras el canto, “que no porque se muestre furioso existe el mar, ni tampoco el mundo”, puesto que “esperando a que un mundo sea desenterrado por el lenguaje” a través del canto, uno da cuenta de que lo “real” sobrepasa lo adjetivable (“furioso”); lo decible (el canto). “Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa”. Con lo cual, parece que aquí, “La palabra que sana” es la que no necesitaría ser dicha. Como consecuencia, diremos que la poeta, en El infierno musical (1971), toma autoconsciencia del fracaso de dicha huida, y, asumiendo su poesía como un camino sin salida, la melancolía pizarnikiana da un vuelco: la poesía ya no sirve. Para constatarlo, preguntémonos: ¿quién advierte, a lo largo de “La palabra que sana”, a ese “alguien”? ¿Cuál es el sujeto de ese “Luego comprobarás”? Ella misma. Ella misma que es, al mismo tiempo, ese alguien que “canta” y, simultáneamente, ese “yo” que se da cuenta de que la poesía, como suplantación de “lo real”, es imposible. Ese “yo” que sabe que “ese alguien” que canta, como fracaso, es el mismo que advierte, como fracaso. Entonces, llegado este punto, Pizarnik parece preguntarse: si la poesía ya no sirve, ¿qué soy yo?

 

Golpean con soles

 

Nada se acopla con nada aquí

 

Y de tanto animal muerto en el cementerio de huesos filosos de mi memoria

 

Y de tantas monjas como cuervos que se precipitan a hurgar entre mis piernas

 

La cantidad de fragmentos me desgarra

 

Impuro diálogo

 

Un proyectarse desesperado de la materia verbal

 

Liberada a sí misma

 

Naufragando en sí misma (Pizarnik, 2016 268).

 

Ahora, como vemos, la que quería ser en (y a través) del lenguaje y la poesía, arremete contra el lenguaje y la poesía como si de una “enfermedad” se tratara. La melancolía de Pizarnik es, en ese punto, una melancolía sádica, que, tras la rebelión, tras la pulverización de la mirada sobre todas las rosas del mundo, solo puede arremeter contra ella misma, con lo que queda de lo que ella fue: palabras desconectadas del mundo y, asimismo, de su propio cuerpo. Ya no hay sed, solo ansias de volver a ser mediante la premeditación del suicidio físico: ser por un instante y dejar de ser palabras para siempre. O, dicho de otro modo, volver, por fin, al reino de “lo pre-lingüístico”. Esta idea, que aquí expresamos como la voluntad de Pizarnik en los poemas que conforman El infierno musical (1971), se puede rastrear, en su formulación teórica, en las siguientes palabras de Kristeva:

 

Lejos de ser un ataque oculto contra otro imaginado hostil por frustrante, la tristeza quizás sea la señal de un yo primitivo herido, incompleto, vacío. Un individuo así no se considera lesionado, pero sí afectado por una falta fundamental, por una carencia congénita. Su pena no esconde la culpabilidad o la falta de una venganza urdida en secreto contra el objeto ambivalente. Antes bien, su tristeza es la expresión más arcaica de una herida narcisista no simbolizable, infalible, tan precoz que no puede atribuírsele a ningún agente exterior (sujeto u objeto). Para este tipo de depresivo narcisista, en realidad la tristeza es el único objeto: es, más exactamente, un sucedáneo del objeto al que se fija, domestica y ama a falta de otro. En ese caso el suicidio no es un acto de guerra camuflado sino una reunión con la tristeza y, más allá de esta, con ese amor imposible, jamás tocado, siempre lejano, como las promesas del Vacío, de la muerte (Kristeva, 2017 27).

 

Y bajo esta herida narcisista no simbolizable hay que leer El infierno musical (1971). Cuando Pizarnik dice: “No puedo hablar para nada decir. Por eso nos perdemos yo y el poema” (Pizarnik, 2016 265), o bien, “Vacío gris es mi nombre, mi pronombre” (Pizarnik, 2016 267). Ahora ya “ninguna flor crecerá del milagro”, se pulverizó la mirada hacia el afuera y, con su pérdida, murieron “las niñas que fui” (Pizarnik, 2016 269). En la biosfera del poemario solo hay soledad y tristeza, enfermedad lingüística: “¿Qué estoy diciendo? Está oscuro y quiero entrar. No sé qué más decir. (Yo no quiero decir, yo quiero entrar)” (Pizarnik, 2016 271). Se trata, realmente, de una tanatosfera, y Pizarnik parece preguntarse: ¿cómo expresar mi enfermedad lingüística, si quiero decir silencio sin poder parar de decir? O, en otras palabras, ¿cómo “entrar” cuando se ha perdido la capacidad de actuar en el acto de decir? Leemos, en Kristeva, que el melancólico posee la impresión de haber sido desheredado de un bien supremo que una invocación podría indicar, pero que ninguna palabra es capaz de significar (Kristeva, 2017 28). Algo parecido le sucede a la poeta, pues siente que no poder decirse, no saber decirse es, sencillamente, la fórmula de su enfermedad[12]. Visto así, cabe preguntarse, ¿qué es lo que la poeta realmente nos quiere decir? ¿Cuál es la herida no simbolizable que permanece en el fondo de toda su producción poética? Para responder, analicemos el siguiente poema, titulado “En un ejemplar de Les Chants de Maldoror”:

 

Debajo de mi vestido ardía un campo con flores alegres como los niños de medianoche.

 

El soplo de la luz en mis huesos cuando escribo la palabra tierra. Palabra o presencia seguida por animales perfumados; triste como sí misma, hermosa como el suicidio; y que me sobrevuela como una dinastía de soles (Pizarnik, 2016 275).

 

En este poema, la metáfora inicial –“Debajo de mi vestido”– debe ser interpretada en clave de la distancia existente entre la literatura y la vida. La vida, bajo esté espectro, se expresa como “un campo de flores alegres como los niños de la medianoche”. Y el verbo que las conecta es “arder”. Con lo cual, una posible paráfrasis de esta primera estrofa sería: la vida arde debajo de “mi vestido de palabras”. En la segunda estrofa, Pizarnik enfatiza lo expresado en la primera al contarnos que cuando escribe la palabra “tierra” se siente invadida por “un soplo de luz”. Evidentemente, éste soplo de luz se da por el significado de la palabra. Sin embargo, seguidamente ella misma se pregunta: ¿palabra o presencia? Y la respuesta es que “tierra” se trata de una palabra –es decir, de un signo lingüístico (significante/significado)–, “triste como sí misma, hermosa como el suicidio”, que invoca –a la vez que aniquila– aquello que le “sobrevuela como una dinastía de soles”, es decir, la (verdadera) vida. En otras palabras, aquello que para Pizarnik es vivido como una condena es la necesidad de deber decir “tierra”, mediante palabras, para sentir que existe la “tierra”; para sentirse parte de tal cosa. Pues, como ella expresa, la palabra, “triste como sí misma, hermosa como el suicidio”, ocupa, según nuestra interpretación, el lugar de una ausencia (la ausencia de lo dicho) a la par que aleja, a la par que mata lo fundamental (la esencia de lo dicho). En Kristeva lo encontramos expresado en los siguientes términos:

 

El abismo que se instala entre el sujeto y los objetos susceptibles de significación se traducen en una imposibilidad de encadenamientos significantes. Pero un exilio semejante revela un abismo en el propio sujeto. Por una parte los objetos y los significantes, denegados en la medida en que están identificados con la vida, toman el valor del sinsentido: ni el lenguaje ni la vida tienen sentido. Por otra parte, a través de la escisión, se le atribuye valor intenso e insensato a la Cosa, a Nada: a lo no significable y a la muerte (Kristeva, 2017 69).

 

En el siguiente poema, “Signos”, la autora, siguiendo la estela de lo escrito en el poema precedente, va un poco más allá:

 

Todo hace el amor con el silencio.

Me habían prometido un silencio como un fuego, una casa de silencio.

De pronto el templo es un circo y la luz un tambor (Pizarnik, 2016 276).

 

Pues aquí da cuenta de que los “signos” la han traicionado[13]. Los “signos” de nada sirven, si “todo hace el amor con el silencio”. La poeta, sin embargo, remite a la construcción de un templo, que puede ser interpretado como un “templo lingüístico”, cuando, en el verso anterior, da cuenta de que lo que realmente quería, lo que realmente buscaba era “una casa de silencio”. Es más, algo o alguien le había prometido el silencio. Y aquí apuntamos a que el lenguaje, la poesía, es quien se lo había prometido. Pero, el lenguaje poético, según expresa Pizarnik en el último verso, parece ser que tiende a convertir las casas en templos, los templos en circos y las luces –que, como hemos visto anteriormente, invaden a la poeta tras escribir la palabra “tierra”– en (ruidosos) tambores. Pizarnik, llegados a este punto, única y exclusivamente escribe por y para hallar el silencio. Y cada vez es más consciente del patetismo de su paradoja: “Toda la noche espero que mi lenguaje logre configurarme”, pero, éste mismo, “con una esponja húmeda de lluvia gris” borró “el ramo de lilas dibujado” en mi cerebro (Pizarnik, 2016; 288). Y las lilas, precisamente, forman parte del título del último poema de El infierno musical (1971), “Los poseídos entre lilas”, dividido en 4 partes. Antes de leerlo, atendamos al siguiente análisis de Kristeva:

 

El derrumbamiento espectacular del sentido en el depresivo –y, en el extremo, del sentido de la vida– nos permite pues presuponer que le cuesta mucho integrar la cadena significante universal, el lenguaje. En el caso ideal, el ser hablante se hace uno con su discurso: ¿acaso no es la palabra nuestra segunda naturaleza? Contrariamente, el decir del depresivo es para él como una piel extranjera: el melancólico es un extranjero en su lengua materna. Perdió el sentido –el valor– de su lengua materna, […] La lengua muerta que habla y que anuncia su suicidio oculta una Cosa enterrada viva. Pero no traduce la Cosa para evitar traicionarla: quedará tapiada en la cripta del afecto indecible, sin salida (Kristeva, 2017 71)[14].

 

Ahora, bajo este espectro leamos este poema, escrito a modo de testamento literario. La primera estrofa de la primera parte dice así:

 

–Se abrió la flor de la distancia. Quiero que mires por la ventana y me digas lo que veas, gestos inconclusos, objetos ilusorios, formas fracasadas… Como si te hubieras preparado desde la infancia, acércate a la ventana (Pizarnik, 2016 293).

 

Escrita desde un buen inicio, “la flor” representa la reaparición de la “lo real” –que será el tema de todo el poema–. Si anteriormente la rebelión consistía en “mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos”, ahora, desde los confines de su propuesta, cabe volver la mirada sobre el mundo: “quiero que mires por la ventana y me digas lo que veas”. ¿Y qué ve? “Gestos inconclusos, objetos ilusorios, formas fracasadas…”. Es decir, “gestos”, “objetos” y “formas” que componen una realidad que le es ajena (casi) motu proprio; “como si te hubieras preparado desde la infancia”, escribe ella. Tras este análisis, se encomienda a sí misma acercarse más a la ventana, ¿y qué ve entones? “–Un café lleno de sillas vacías, iluminado hasta la exasperación, la noche en forma de ausencia, el cielo como de una materia deteriorada, gotas de agua en una ventana” (Pizarnik, 2016 293). Un “café”, la “noche”, el “cielo”, formas de la realidad sucedidas por una ausencia, significantes sin significado, ideas (en el sentido platónico del término) sin ejemplares. Es entonces cuando se pregunta: “–¿Qué hice del don de la mirada?” Nosotros sabemos que la pulverizó en favor de las palabras, y ella da cuenta de su error en la segunda parte del poema: “Sí, lo malo de la vida es que no es lo que creemos pero tampoco lo contrario” (Pizarnik, 2016 294). Dicho en otras palabras, de lo que da cuenta la poeta es que la vida no está construida mediante una disyuntiva (las palabras o las cosas) sino mediante una conjunción (las palabras y las cosas). Pues, el problema de la disyuntiva, el problema de confundir “la verdadera vida” con una elección es que, entonces, lo que queda son:

 

Voces, rumores, sombras, cantos ahogados: no sé si son signos o una tortura. Alguien demora en el jardín el paso del tiempo. Y las criaturas del otoño abandonadas al silencio.

 

Yo estaba predestinada a nombrar las cosas con nombres esenciales. Yo ya no existo y lo sé; lo que no sé es qué vive en lugar mío. Pierdo la razón si hablo, pierdo los años si callo. Un viento violento arrasó con todo. Y no haber podido hablar por todos aquellos que olvidaron el canto (Pizarnik, 2016 295).

 

Recalemos en el contenido de la primera frase de la segunda estrofa, concretamente en el sentido de la palabra “predestinada”. Nos dice Kristeva:

           

Nuestro don de hablar, de situarnos en el tiempo para un otro, no puede existir sino más allá de un abismo. El ser hablante, desde su capacidad de perdurar en el tiempo hasta sus construcciones entusiastas, sabías o simplemente divertidas, exige en su base una ruptura, un abandono, un malestar (Kristeva, 2017 59).

 

La predestinación de Pizarnik es “el salto” anunciado en el poema incluido en Árbol de Diana (1962), el salto más allá del “abismo” del que habla Kristeva. Pero, ¿por qué Pizarnik dice haber estado predestinada a dar ese salto? Por la permanente sensación de, como decíamos antes, una “falta de ser”. Su apertura al lenguaje –“escribir o morir”– era una formulación límite que respondía a un intento por resolver el problema de una herida no simbolizable, la herida que supone el paso irremediable de “ser necesidad” a “ser lenguaje que necesita”. La herida del paso del universo no-lingüístico al universo lingüístico, motivo de que “la verdadera vida este siempre ausente”. Entonces, ¿cómo simbolizar el deseo de asimbolia? Con una escritura autodestructiva, sádica, basada en la “pulsión de muerte”.

 

Entonces, si la pulsión de muerte no se representa en el inconsciente, ¿habrá que inventar un nuevo nivel del aparato psíquico donde, junto con el goce, se registre el ser de su no-ser? Se trata de una producción del yo escindido, construcción de fantasma y ficción –el registro de lo imaginario en suma, registro de la escritura– que da fe de ese hiato, blanco o intervalo que es la muerte para el inconsciente (Kristeva, 2017 43).

 

Y, consecuentemente, una escritura basada en dicho principio, que tiene como máximo objetivo la consecución de dicho principio, como si de una enfermedad vírica se tratase, solo puede terminar con la muerte del escribiente. La escritura es, aquí entonces, una enfermedad que, como sucede con las adicciones, es salvación y progresivo hundimiento del sujeto adicto. La de Pizarnik es, entonces, una enfermedad melancólico-destructiva, pues no le basta –como a Baudelaire– sublimar sus tristezas y motivos de melancolía mediante un “yo lírico”, sino que, necesariamente, necesita extirparlos. Y extirparlos no es posible salvo con la muerte, puesto que el lenguaje, origen y fin de la herida pizarnikiana, es, como dice Kristeva, nuestra “segunda naturaleza”. Entonces, “la melancolía termina […] en la falta de simbolización, la pérdida de sentido: si ya no soy capaz de traducir o de metaforizar, me callo y me muero” (Kristeva, 2017 59). Me muero o me mato.

 

no quiero ir

nada más

que hasta el fondo (Pizarnik, 2016 453).

 

Estas palabras, que fueron halladas escritas con tiza en el pizarrón de su cuarto de trabajo, responden al fragmento central del último poema que escribió Pizarnik antes de suicidarse en 1972 –un año después de la escritura de El infierno musical (1971)–. Cabe preguntarse hacia dónde dirige ese “hasta el fondo”. Según la propuesta de interpretación que aquí venimos señalando, significan una rebelión contra el lenguaje, contra la poesía, contra las palabras. Un ataque frontal a la necesidad de “ser” mediante el lenguaje; un ataque vivido, para la poeta, como un fracaso y, consecuentemente, como una enfermedad. Opinión que se ve reforzada por una carta de Pizarnik de fecha desconocida –pero que se supone fue escrita por los albores de la misma época–, dirigida a Julio Cortázar. En ella, la poeta, con un tono absolutamente desolador, escribe lo siguiente: “Julio, fui tan abajo. Pero no hay fondo. / Julio, creo que no tolero más las perras palabras” (Pizarnik, 2017 358). “Las perras palabras”, que nos imaginan y a través de las cuales imaginamos, pero, al mismo tiempo, por las que morimos y nos matamos. Puede que, a fin de cuentas, Pizarnik tuviera razón, “Sí, lo malo de la vida es que no es lo que creemos pero tampoco lo contrario” (Pizarnik, 2016 294).

 

 

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Date of reception: 31/10/2020

Date of acceptance: 19/01/2020

Citation: Martínez Comorera, Aleix. La poesía como enfermedad en El Infierno Musical de Alejandra Pizarnik. Revista Letral, n.º 26, 2021, pp. 49-74. ISSN 1989-3302.

Funding data: The publication of this article has not received any public or private finance.

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[1] “Soy viuda… – Era viuda… – pues sí, en otro tiempo yo era muy formal, ¡y no nací para convertirme en esqueleto!… –Él era casi un niño… Sus misteriosas delicadezas me habían seducido. Olvidé todo mi deber humano para seguirlo. ¡Qué vida! La verdadera vida está ausente. No estamos en el mundo. Yo voy a donde él va, es preciso. Y a menudo se enfurece contra mí, conmigo, pobre alma. ¡El Demonio! –Es un Demonio, lo sabéis, no es un hombre” (Rimbaud, 2016 497).

[2] Como es bien sabido, Rimbaud abandonó la poesía en 1873, tras la publicación de Una temporada en el infierno. Más aún, no se conoce ningún texto de Rimbaud posterior a 1875, salvo cartas comerciales o familiares. Ni la menor referencia a la poesía o a su anterior etapa de poeta, y los únicos libros que pide desde Harar, en Abisina, son manuales de cristalero, de fundidor de metales, de cerrajero. Murió en 1891 (Rimbaud, 2016 52).

[3] A menudo también se nos muestra a través del pronombre indeterminado “alguien”. Por ejemplo, en los “Ojos abiertos”, escribe: “Alguien mide sollozando la extensión del alba. / Alguien apuñala la almohada/ en busca de su imposible/ lugar de reposo” (Pizarnik, 2016 192).

[4] En “Verde paraíso”, leemos: “extraña que fui/ cuando vecina de lejanas luces/ atesoraba palabras muy puras/ para crear nuevos silencios” (Pizarnik, 2016 175). “Extraña que fui” representa, ejemplarmente, aquello a lo que nos referimos a través del término “yo (extra)textual”. Asimismo, mediante el uso de paréntesis tratamos de incidir en la doble función que el “yo (extra)textual” adquiere en la poesía de Pizarnik, es decir, como “yo real” con la cual se identifica la autora –más allá del texto– y, a su misma vez, como “yo textual” –es decir, que nace y depende de la propia construcción del texto–.

[5] A la dificultad de vivir alude también Giordano:

La impostura y la sobreactuación adolescentes de Pizarnik revelan lo que todos los diaristas, de uno u otro modo, acaban por mostrar: que escriben cada entrada para que pueda salir a escena el personaje extraordinario en el que los convirtió el encuentro de su genio literario con la dificultad o la imposibilidad de vivir (Giordano, 2006 127).

[6] En el mismo sentido escribe Rosset en El principio de crueldad:

La realidad, si bien supera la facultad humana de comprensión, tiene como principal atributo el de exceder –y ello en todos los sentidos del término– la facultad humana de tolerancia. […] En caso de conflicto grave con lo real, el hombre que presiente instintivamente que la aceptación de esa realidad sobrepasaría sus fuerzas y pondría en peligro su misma existencia, se ve conducido a tener que decidirse en el acto, bien a favor de lo real, bien a favor de sí mismo –pues ya no se trata de seguir titubeando–: o él, o yo” (Rosset, 2008 26-27).

 

[7] Esta interpretación de la “sed” es, enteramente, propuesta por nosotros. Existen otras posibles interpretaciones, como, por ejemplo, la propuesta por Calafell en “4.2.1.4.1. La insatisfacción de la sed, la expresión de la carencia”, donde escribe: “demanda de un agua que la engulla y la deje diluirse en ella, tal como once años más tarde hará con el lenguaje” (Calafell, 2007 133).

[8] Nótese cómo la propia elección de los títulos marca un punto de inflexión para con el último trabajo de su etapa anterior, Los trabajos y las noches (1965). En primer lugar, el título de Extracción de la piedra de la locura (1968) remite a la obra pictórica de El Bosco (1450-1516). Siguiendo a González Hernando, el término loco era, a fines de la Edad Media, inclusive más impreciso que en la actualidad. Con la palabra loco se designaba a toda aquella persona que tenía una actitud que no correspondía con la regla social establecida y que, por eso mismo, se convertía en marginada o peligrosa.  Bajo este esquema, se podían distinguir tres tipos de loco: el enfermo mental, el bufón y el lujurioso. En función de estas connotaciones de la locura, según González Hernando, han surgido dos grandes líneas interpretativas del cuadro de El Bosco, que nosotros, por analogía, podríamos extrapolar a la obra de Pizarnik: “la que defiende la extracción de la piedra de la locura como una trepanación terapéutica que tiene como objeto curar” o, por otro lado, “la que defiende que la extracción de la piedra de la locura no es más que la puesta en escena en la que un hombre, que ha caído presa de la lujuria, es reintegrado en los cauces sociales” (González Hernando, 2012 80). En segundo lugar, el título de El infierno musical (1971) remite a un relato de Charles Asselineau (1820-1874), titulado El infierno del músico, donde se narra la locura del músico Ernst Malis al no poder dejar de oír su propia partitura; la obsesión de Malis, que lo llevará a la desesperación, también es extrapolable al imaginario de la segunda etapa de Pizarnik, puesto que la obsesión, la locura (enfermedad melancólica) y su posible curación son los tres principales ejes que la recorren.

 

[9] La calle atronadora en torno a mí aullaba. / Alta, esbelta, de luto, dolor majestuoso, / una mujer pasó, con su mano fastuosa / levantando, meciendo, festón y dobladillo; / ágil y noble, con su pierna de estatua. / Yo bebía, crispado como un extravagante, / de sus ojos, cielo lívido donde el huracán germina, / la dulzura que fascina y el placer que mata. / ¡Un relámpago… y después la noche! – Fugitiva belleza / cuya mirada me hizo renacer de repente, / ¿ya no te veré sino en la eternidad? / ¡Por lo demás, muy lejos! ¡Demasiado tarde! ¡Jamás tal vez! / Pues ignoro a dónde huyes, y tú no sabes a dónde voy yo, / ¡oh tú, que habría amado, oh tú, que lo sabias!”

[10] Según Benjamin: “Lo que este soneto da a entender es así, retenido en una frase: la aparición que fascina de ese modo al habitante de la gran ciudad –muy lejos de tener en la multitud exclusivamente su rival, sólo un elemento hostil a él– sólo la multitud la proporciona. Y es que el arrobo del habitante de la gran ciudad es un amor no tanto a primera vista como a última vista” (Benjamin, 2014 171).

[11] “Toda imaginación es, abierta o secretamente, melancólica” (Kristeva, 2017 20).

[12] Nótese cómo muy a menudo a lo largo de El infierno musical (1971) el “yo lírico”, anteriormente encargado de cantar el poema, es relegado como sujeto del poema por “el lenguaje”, que opera como interlocutor en oposición al “yo (extra)textual” de la autora. En otras palabras, el problema ya no recae sobre el binomio “yo y la que me creo”, de “Invocaciones”, sino entre el “yo (extra)textual” con el que se identifica la autora contra el “lenguaje” que la significa.

[13] “Vida, mi vida, ¿qué has hecho de mi vida?” escribirá en “A plena pérdida”, en lo que parece ser una clara confrontación para con el acto escritural (Pizarnik, 2016 290).

[14] La cursiva es nuestra.