“Todos
tenemos la obligación de vaciarnos antes de desvanecernos”[1]. A
propósito de Rafael Barrett y la tuberculosis
“Todos tenemos la obligación de vaciarnos antes de desvanecernos”. On Rafael Barrett and the Tuberculosis
Jorge J. Locane
Universidad de Oslo, j.j.locane@ilos.uio.no
ORCID: 0000-0003-4921-6163
DOI: http://doi.org/10.30827/RL.v0i26.16442
RESUMEN
Este artículo propone un
examen de las cartas escritas por Rafael Barrett a su mujer, Francisca, y a su
amigo Peyrot, atento
a la tuberculosis que lo acosó desde 1906 hasta su fallecimiento en 1910. Se
argumenta que esas cartas revelan que la tuberculosis, concebida en aquel
entonces como terminal, fue un factor determinante para que la escritura de
Barrett ganara en vigor, se multiplicara y recibiera el reconocimiento de los
lectores. De este modo, se busca despegar a Barrett de cualquier retrato
decadente y tomar distancia de la centralidad que se le concede a su activismo
político. Se sostiene la idea de que esta fase de su vida, dominada por la
enfermedad, es determinante para el desarrollo y consolidación de su proyecto
literario.
Palabras clave: Rafael Barrett;
tuberculosis; escritura; cartas.
ABSTRACT
This article proposes an examination of the letters
written by Rafael Barrett to his wife, Francisca, and to his friend, Peyrot,
attentive to the tuberculosis that plagued him from 1906 until his death in
1910. It is argued that these letters reveal that tuberculosis, then conceived
as terminal, was a determining factor for Barrett's writing to gain strength,
multiply and receive recognition from his readers. In this way, it seeks to
detach Barrett from any decadent portrait and to take distance from the
centrality given to his political activism. The idea is that this phase of his
life, dominated by illness, is decisive for the development and consolidation
of his literary project.
Keywords: Rafael Barrett; tuberculosis;
writing; letters.
I
La biografía de Rafael
Barrett (1876-1910) no escasea en datos propios de un escritor decadente o
romántico trasnochado. Nace en Torrevalega, España, como hijo de George Barrett
Clarke, un ciudadano británico que representa intereses de la Corona en Europa,
y Carmen Álvarez de Toledo, descendiente de la tradicional Casa de Alba. Cursa
educación básica en París, y hacia 1896 se establece con su familia en Madrid
donde va a morir su padre. Cuatro años más tarde, morirá su madre en Bilbao. Mientras
tanto, el “señorito” Barrett estudia ingeniería y, sin mayores preocupaciones
materiales, se vincula a los círculos intelectuales y bohemios de la capital
española. Conoce a Ramón del Valle Inclán y a Ramiro de Maetzu. Para 1902 su
fortuna material está liquidada y su pertenencia a la aristocracia resulta no
menos que dudosa. Se bate a duelo y protagoniza escándalos en los salones de la
alta burguesía más exclusivos. En 1903 parece aceptar su nueva condición y se
embarca rumbo a Buenos Aires donde comenzará una nueva vida como periodista –o,
vale decir, intelectual jornalero– y activista político comprometido con las
luchas de los sectores subalternos. A partir de 1903, Barrett el desclasado
iniciará un largo periplo por Paraguay, Brasil y Argentina signado por el yugo
de las dificultades económicas, la enfermedad y la persecución por razones
políticas. A fines de 1906 su cuerpo empieza a mostrar los primeros síntomas de
tuberculosis. En 1907 muere su hermano. Mientras le hace frente a la
enfermedad, su pluma no descansa. Colabora con numerosos periódicos y se gana
la admiración incondicional de la intelectualidad uruguaya. En busca de una
cura, con el cuerpo sin duda maltrecho, llega a París a fines de septiembre de
1910. El 17 de diciembre de ese año expira en un hotel de la pequeña localidad
costera de Arcachón. Dejó –para que el cuadro
decadente sea acabado– solo un libro publicado, las Moralidades actuales (1910), y también una larga lista de
declamaciones admirativas de su prosa pronunciadas por algunos de los escritores,
acaso, más prestigiosos del campo intelectual de lengua hispana, entre quienes se
cuentan José Enrique Rodó, el mismo Valle Inclán, Jorge Luis Borges o Augusto
Roa Bastos.
Este
retrato, no obstante, resulta sesgado o tendencioso, tal vez demasiado aferrado
al Zeitgeist finisecular que enmarca
su vida y menos a los testimonios escritos que en efecto dejó Barrett. Una
semblanza centrada en su compromiso político y convicción anarquista sería
también un recorte forzado, una hagiografía, una adaptación a posteriori a la figura icónica del
mártir que entrega su existencia a la lucha por los oprimidos. El inadaptado
poeta decadente y el abnegado intelectual ácrata son reducciones
sensacionalistas o panfletarias. El Barrett del que me interesa dar cuenta en estas
páginas, en todo caso, contiene estas dos figuras, pero las supera a fuerza de
crudo realismo: es el que enfrenta la enfermedad y que, ante todo, se propone
vivir. Es el Barrett vitalista que se revela con mayor contundencia en las
cartas enviadas a quien sería su mujer desde 1906, Francisca López Maíz de
Barrett, y a su amigo José Eulogio Peyrot. Se trata del Barrett tardío: uno
íntimo, poco atraído por los placeres mundanos y siempre acompañado por los
síntomas de una cabalgante tuberculosis.
La
idea que anima las páginas que siguen es que el período que va de 1906 a 1910
es el que le otorga significado a toda la existencia de Barrett. Sería esta
instancia tardía, dominada por la enfermedad, pero también por una firme
voluntad de sobrevivencia, la que le habría dado notoriedad como prosista
excelso, lo que, a su vez, más tarde habría despertado el interés de sus
biógrafos por la etapa bohemia e incluso también por su faceta más
comprometida. Dicho en otros términos, la hipótesis
que impulsa este trabajo sostiene que habría sido la tuberculosis –o más
precisamente la lucha contra ella– un impulso determinante para que Barrett se
convirtiera en el escritor a la vez compulsivo y refinado, el “gran escritor”
–de acuerdo con un jovencísimo Borges–, que fue. Nadie, desde luego, está en
condiciones de mostrar qué habría sido de Barrett si no hubiese padecido una
enfermedad terminal como lo era la tuberculosis en los albores del siglo XX,
pero sí es posible consignar de qué manera el anuncio de una muerte prematura,
cuando Barrett recién había contraído matrimonio y tenido un hijo, afectó su
percepción del mundo y más concretamente su régimen de escritura. En las
próximas páginas, por lo tanto, voy a tratar de demostrar que la vitalidad que
exhibe la prosa de Barrett está fuertemente atada a la imperiosa necesidad de
vivir.
II
1906 es bisagra. Ese año,
el Barrett aristocrático y pendenciero termina por ser sepultado. También el
que alterna el trabajo periodístico con otros más estables o rentables, como el
de agrimensor. En 1906 nace el Barrett periodista a tiempo completo. El dato es
llamativo porque el 20 de abril de ese año contrae matrimonio con Francisca y
pocos meses después se anuncia su embarazo. También porque por esos mismos
meses acusa los primeros síntomas de tuberculosis. La fórmula –cabe remarcar–
no es la habitual: ante el matrimonio, la inminente paternidad y la amenaza de
una enfermedad terminal, Barrett abandona la seguridad de un trabajo estable
como secretario general del ferrocarril nacional de Paraguay y opta por la
inseguridad económica propia de “un simple escritor periodista” (Barrett, “A
Peyrot” 83). Este rediseño radical en su vida va a llevar a Barrett a una
actividad febril repartida entre el cuidado de sí, el cuidado de la familia y
la escritura sistemática. Como ha observado Scott MacDonald
Frame, los años que van de
1907 a 1910 “corresponden a la lucha que Barrett emprendió en vano contra los
estragos de la tuberculosis”, pero son también “su época más productiva” (104).
Esta producción desbordante se va a manifestar en la forma de colaboraciones
para diversos periódicos y revistas del Río de la Plata, cartas para amigos y
familiares y en la compilación de los textos que van a conformar los únicos
volúmenes que él mismo llegó a organizar como libros: Moralidades actuales (1910), que efectivamente llegó a ver
publicado, y El dolor paraguayo
(1911).
La
correspondencia más íntima, la dirigida a su mujer durante los momentos de
separación obligada y a sus amigos más constantes, pone al descubierto un
Barrett absolutamente humano, acorralado entre la enfermedad y el deseo de
sobrevivencia. Se trata, en términos generales, de un tipo de escritura no
concebida para la publicación y que, como señala Michel Foucault, constituye
“una manera de manifestarse a sí mismo y a los otros”: “la carta hace
‘presente’ al escritor” (299). De modo que las cartas de Barrett documentan sin
espectacularizaciones, libres de cualquier ademán heroico o histriónico, la
evolución de una subjetividad de un enfermo terminal que no se rinde y procura
prolongar su existencia ya sea a través de su hijo o por medio de su obra.
El
seguimiento de los avatares de su enfermedad es, por consiguiente, un tópico de
su correspondencia. Las primeras referencias explícitas a su salud comienzan a
aparecer a mediados de 1908, particularmente a partir de octubre cuando,
después de haber asistido, en la capital paraguaya, a heridos durante la
rebelión del 4 de julio, se embarca como exiliado con destino a Corumbá para,
luego, seguir hacia Montevideo. Según argumenta, el clima húmedo y los
contratiempos naturales de una huida no le sientan bien: un viaje de ocho
horas, desde Corumbá a Puerto Esperanza, “no resulta prudente para mi salud” (Íntimas 42), le escribe a “Panchita”. Y
ya desde Montevideo, el 15 de noviembre, “Tengo el convencimiento de que voy a
recobrar aquí la salud” (Íntimas 48).
Los altibajos, la alternancia entre el optimismo y el pesimismo, van a ser una
constante: incluso en sus últimos meses de vida, en Francia, todavía va a
conservar la fe en una superación de la enfermedad. El espacio dedicado a la
documentación de los síntomas y de los tratamientos, en cambio, va a ir en
aumento, al igual que los detalles al respecto.
A
fines de 1908 la salud de Barrett entra en crisis, lo que deriva en una
internación en el hospital Fermín Ferreira, de Montevideo, desde el 7 de enero
hasta el 26 de febrero del siguiente año. El 16 de enero le escribe a su
esposa:
Resolví retirarme a un
sanatorio, sitio admirable, fuera de Montevideo, alto, aire magnífico, el mar
enfrente, eucaliptos soberbios. En fin, me cuido, esperando que pase el
verano. Sorbo huevos crudos, como carne ídem, tomo leche por litros – los
amigos, dos de ellos sobre todo, Frugoni y Medina, se
ocupan mucho de mí. Por una coincidencia extraña, ambos firman sus últimas
cartas: “su hermano”. Tengo médico todos los días. Los demás enfermos son para
mi espíritu más bien motivo de estudio y de reflexión que no de asco ni
tristeza. Ya estoy mejor: las fuerzas vuelven, no hay fiebre y tengo excelente
apetito. Hoy me pesé –del peso sacarás que la crisis no ha sido grave ni poco
ni mucho– sin ropa peso 59 kilos 1/4. Aquella famosa “zamarra”, botines,
chaleco, pantalón, etc., pesarían 3 ó 4 kilos. Resulta pues que he perdido en un año unos dos o tres kilos, y
eso en medio de una continua y espantosa agitación! De modo que no hay
por qué inquietarse demasiado, y sí luchar con ánimo y paciencia. Te he hecho
un cuadro exacto (65-66).
El
reporte sanitario, desde entonces, va a ser un componente más o menos regular
de las cartas. Y la alimentación, el peso, el esfuerzo diario, tópicos
recurrentes. Barrett se observa a sí mismo, se monitorea, y le transmite las
observaciones a su mujer y amigos. “La situación es esta:” –escribe el 1 de
marzo del mismo año– “el pulmón derecho bien; el izquierdo con una infiltración
bastante extensa. Apenas esputo; no hay todavía reblandecimiento ni menos
destrucción de tejido; el pulmón respira; en resumen: una tuberculosis de
primer grado, de forma lenta, muy curable. ¿Te animas, amor mío? Remedio: lo de
siempre, ¡ay! campo, sobrealimentación, tranquilidad profunda” (71).
Articula, así, un cuidado
de sí atento a los hábitos cotidianos y –como veremos– en creciente tensión con
el saber médico autorizado. La observación de otros internados, de otros
enfermos y la reflexión sobre la muerte y lo que hoy llamaríamos las
disposiciones biopolíticas van a dar lugar, a su vez, a textos narrativos y
periodísticos, como, ejemplarmente, da cuenta “Del natural”, escrito
posiblemente durante su estancia en el sanatorio e incluido, luego, en Cuentos breves (del natural) (1911).
El
cuidado de sí y la atención por la salud se proyectan, además, hacia su mujer
y, en particular, hacia su hijo. Las demandas de información y las
recomendaciones al respecto se hacen frecuentes, incluso, por momentos,
obsesivas. Desde Montevideo, a fines de 1908, le escribe a Francisca:
Cuídate mucho, mi cariño,
vuestra salud es mi constante inquietud. No te digo que cuides al nene porque
sería injuriar tu ternura de madre, más bien te pido que no le cuides
demasiado. Hay que dar a sus órganos libertad y juego. ¡Nada de plantas de
estufa! Que sea un vigoroso machito, sin temor a lo imprevisto, y dispuesto a
todos los ataques. Mándame el último balance de sus dientes (57).
Y
en Paraguay, a mediados de 1910, le aconseja:
Vida tranquila, aireada,
¡procurar nutrirse bien (Emulsión Scott si no la rechaza el estómago), pasear
extramuros. Inyecciones de agua de mar en cuanto las mande, y con arreglo a mis
prescripciones. Evitar todo medicamento.
Evitar fatigas y
preocupaciones inútiles. No trasnochar.
Para el nene: paseos al
aire libre y puro. Pocas excitaciones.
Para los desarreglos
digestivos: dieta, lavajes moderados de intestino o estómago. Alimentación
sana, sin forzar nunca el apetito. No apurarse si adelgaza y crece. Evitar
médicos y botica (92).
Sucede
que el nacimiento de su hijo, Alex, al ser rigurosamente contemporáneo de las
primeras manifestaciones de su enfermedad, adquiere un valor singular, una
sobresignificación: Barrett va a observar cómo la inexorable extinción de su
propia existencia física se corresponde de manera inversamente proporcional con
el despertar y los primeros desarrollos de su hijo. De ahí que la atención por
momentos obsesiva que le depara pueda ser explicada como un fenómeno que excede
la responsabilidad natural de cualquier padre. “Alex” –escribe Barrett a fines
de 1908– “realizará alguno de los sueños locos de su padre” (50). El cuidado de
sí, por lo tanto, se prolonga en el cuidado de su hijo, pues velar por la salud
de su descendencia y de Francisca, en tanto quien la puede garantizar (cfr.
50), es también asegurarse una sobrevida para sí y la posibilidad de que la
narración –para decirlo de algún modo– no se agote con el fin de la existencia
individual(izada). Este velar por una continuidad de la narración o la vida se
va a manifestar, no obstante, de diferentes maneras y va a implicar una
creciente discrepancia con el saber autorizado: “evitar médicos y boticas”.
Uno
de los aspectos más críticos de la correspondencia de Barrett es el que refiere
al aislamiento preventivo. La separación de Francisca y Alex –de ahí, vale
señalar, el surgimiento de la correspondencia– se explica no solo por el exilio
sino también por razones sanitarias. En tanto enfermedad transmisible por los
aerosoles del infectado, el diagnóstico de tuberculosis implicaba un
aislamiento del paciente que en el caso de Barrett va a entrar en tensión con
su fuerte necesidad de presenciar los desarrollos tempranos de su hijo y
experimentar sin mediaciones la contención que su familia significaba. Así, el
gran drama vital de esta parte de su biografía se va a dirimir, fundamentalmente,
entre el determinante afectivo que lo impulsa a pasar los que acaso serían sus
últimos tiempos con su familia y el opuesto, el racional, que establece que,
para evitar el contagio de sus personas queridas, deben mantener la distancia.
Desde las primeras cartas, de 1908, se queja ante su mujer de “la atrocidad de
no verte y de no verle” (50). También a su amigo José Peyrot le comunica esta
angustia en la segunda carta que, con fecha del 29 de mayo de 1909, le envía:
“Sigo sin mi nene por miedo a un contagio posible. ¿Horrible, verdad?” (68). El aislamiento va a tomar diferentes formas,
en su estancia en el sanatorio de Montevideo, va a ser comunitario, como
disponían las convenciones médicas del momento (cfr. Armus, Ciudad impura): “Figúrate” –le cuenta a
Francisca– “que he llevado dos meses –los últimos– de aislamiento higiénico,
sin ver a casi nadie, mandando mis artículos a ‘La Razón’, al ‘Liberal’ y a las
principales revistas orientales” (72). Una vez que abandone el sanatorio, se va
a trasladar de manera clandestina a una estancia de la familia de Francisca en Yabebyry, Paraguay, donde su cuñado le va a deparar ciertas
atenciones. El aislamiento ahora pasa a ser individual: “Me dices que estás
sola. ¡Qué diré yo, que vivo como un extraño en la casita de madera!” (87). En
cualquier caso, el aislamiento va a resultar propicio para la contemplación, la
meditación y la escritura. Barrett evita, así, las distracciones mundanas y las
agitaciones de las barricadas políticas. Cada vez más, no obstante, quizás
debido a la percepción de que su salud empeoraba, sí va a insistir en un
reencuentro con su familia, el que va a conseguir –medidas preventivas
mediante: “yo vivir en pieza aparte, al aire libre cuanto pueda, servicio
aparte, letrina aparte, etc., etc.” (79)– a fines de julio de 1909. Decide,
así, romper con ciertas disposiciones médicas que prescribían como primera
medida sanitaria ese asilamiento comunitario que tanto alimentó la especulación
literaria de la época, desde La ciudad de
los tísicos (1911) hasta La montaña
mágica (1924). Pero también, a riesgo de contagiar a su descendencia, pone
en cuestión el régimen de aislamiento individual. En realidad, lo que logra
configurar Barrett es una suerte de régimen híbrido, atento tanto a ciertas
regulaciones biopolíticas impersonales como a las necesidades afectivas de un
enfermo terminal: “¡Ah!, pasaremos una temporada sublime. No temas por el niño.
De tal modo he arreglado mis cosas con Pepe [su cuñado], que el contagio es
imposible” (88).
Pero
–como anoté arriba– la progresiva discrepancia o relación de tensión que va a
desarrollar Barrett frente al saber autorizado se va a expresar también en
otros planos. Uno de ellos va a ser la opción por terapias alterativas. Otro,
emparentado, la insistencia en la escritura. A través de su amigo Emilio
Frugoni, el fundador del Partido Socialista de Uruguay,
va a conocer el tratamiento con inyecciones de agua de mar que, desde fines de
diciembre de 1909, va a reemplazar el que le había recomendado, presumiblemente,
Rufino Blanco Fombona a base de inyecciones de ricotina
(cfr. Íntimas 73): “El gran Frugoni”
–le escribe a Peyrot– “me manda agua de mar para darme inyecciones” (77). Con
la aparición de estas inyecciones, indicadas para mejorar la salud en general,
Barrett también va a abrir un diálogo consigo mismo sobre los tratamientos y la
posibilidad de autogestionar la terapia. Esta indagación es la que, finalmente,
lo llevará a Francia a seguir un tratamiento alternativo con René Quinton,
quien defendía las propiedades curativas del agua marítima con el argumento de
que la vida había comenzado en los océanos y de que la sangre humana posee
características compartidas con ella. En la misma carta dirigida a Peyrot,
Barrett se preguntaba: “[¿]Hay un punto de verdad en la naturología?
Seguramente; lo malo es que no está constituido científicamente; hoy por hoy,
tiene un carácter religioso más que científico. En lo que apruebo de todo a
Carbonell, es en reclamar libertad de ejercicio. Sin la libertad, no hay manera
de comprobar el error. El Estado se mete a tirano si coarta los ensayos de los
hombres inteligentes” (77). Con base en esta idea de raigambre ya sea liberal o
anarquista, en cualquier caso, anticoercitiva, Barrett se va a decidir a
experimentar con un método curativo que, del mismo modo que los más oficiales,
no ofrecía ninguna garantía, pero que tampoco había sido desmentido por
completo. Ante la incertidumbre de una enfermedad sin cura cierta, siguiendo un
impulso acaso propio de cualquier enfermo terminal, Barrett se va a permitir
otorgarle cada vez más crédito a Quinton y, al mismo tiempo, acentuar su
desconfianza frente a los dispositivos biopolíticos. El 25 de noviembre de
1910, poco antes de su muerte, en carta a Francisca va a citar a Quinton: “Las
estadísticas se fabrican a fuerza de imaginación, y el método estrictamente
científico –el observado por nosotros los químicos y los biólogos– es
sencillamente ignorado por los médicos”, y, a continuación, va a
comentar: “Recordé la obra de Quinton, ese monumento de paciencia, de probidad,
de exactitud, y te confieso que creo que Quinton no se equivoca. Convinimos en
que tomara una serie de inyecciones” (103).
Pero
va a ser la escritura la terapia alternativa –disidente, incluso– que Barrett
va a seguir con mayor perseverancia. Al respecto, la lectura de su
correspondencia resulta reveladora. Las cartas no solo son en sí mismas
testimonio material de esa compulsión escrituraria, también informan sobre el
método, las pautas y la programática que la regulan. Para Barrett, escribir es,
por lo pronto, trabajar. Y el trabajo, dado su cuadro clínico, es una actividad
que desaconsejaban los médicos, de modo que su impulso hacia a la escritura –y
con ella una proyección más allá de la existencia material– es algo que se verá
obligado a defender en contra de las prescripciones de los especialistas.
“Digan lo que quieran los médicos, me parece que esa labor –muy metódica por
otra parte– me es más beneficiosa que perjudicial” (83), le va a comunicar a su
mujer a mediados de 1909. Hasta en los últimos momentos de su vida, cuando las
señales de su cuerpo son concluyentes, Barrett no deja de pensar en la
escritura como redención. En septiembre de 1910, va a escribir: “Pero
trabajaré, mi amor, trabajaré a tu lado y al de mi hijo divino, ¡¡trabajaré,
trabajaré!! Suceda lo que quiera y piense el mundo lo que quiera” (99). Entre
la gesticulación dramática y desesperada, Barrett repite y hace prevalecer, no obstante y más de lo que recomienda la estilística, el verbo
de acción enunciado en futuro, en ese tiempo que vendrá. Lo enmarca, además,
entre dobles signos de exclamación, lo cual –si se considera que, por regla
general, elide las exclamaciones e interrogaciones de apertura– puede ser
considerado el grito más visceral, más enérgico y voluntarista, de toda su
correspondencia.
No
obstante, Barrett va a aceptar, progresivamente, los designios de la
tuberculosis y su condición física. Su cuerpo –es cierto– va a ingresar en un
bucle de deterioro inexorable, pero la escritura –y esto en abierta
confrontación con las disuasiones del discurso médico– va a operar como una vía
de realización capaz de prolongar su existencia más allá de la inminente
desaparición material. Jamás va a renunciar a intentar salvarlo, pero, ante las
señales cada vez más visibles de que el fin de ese cuerpo ya ha sido decretado,
apuesta por la garantía de una vida en y por medio de la actividad intelectual
y la escritura. Para mediados de 1910, observa que su cuerpo, prácticamente,
está perdido. Desde Montevideo le solicitan un retrato y, en respuesta, le
escribe a Peyrot: “Proyecto sacarme un retrato de la cabeza, (mi cuerpo es una
pavesa, un pretexto físico) y les mandaré a ustedes esas fotografías con todo
mi cariño fraternal” (84). Anuncia, así, que, para ese entonces, solo queda la
“cabeza”, esto es, su dimensión intelectual, que esa parte de su ser es la
única que se encuentra en funciones, “sana”, y que es la única que aún merece
ser expuesta ante sus lectores. Ya en diciembre del año anterior le había
transmitido la misma idea a Peyrot: “Vivo... sobre todo con el pensamiento”
(76). Esta apuesta tan radical como desesperada por la escritura y las ideas se
va a traducir en productividad, en una obra en constante expansión y en un
creciente reconocimiento por parte de sus lectores y los círculos letrados del
Río de la Plata. Pero la sensación de vitalidad que va a experimentar a través
de su escritura y de los efectos de ella va a entrar en tensión con la
irrefutable evidencia de su cuerpo maltrecho; la intensidad de su producción
intelectual, con la incontestable debilidad corporal. En marzo de 1909, le va a
escribir a Francisca: “¡Me siento a la vez tan fuerte, tan lleno de ideas, y
tan débil, tan colgado de un hilo sobre el abismo negro! ¡Sé que mi pluma es un
mundo, sí, y que mi mano apenas puede sostenerla!” (73). Mientras el cuerpo se
marchita, las ideas y la escritura florecen. Barrett apuesta todo lo que le
queda a la realización inmaterial, al triunfo de esa pluma que es un mundo;
finalmente, a la supervivencia, por medio de una escritura que lo trascienda.
De
ahí que la producción de este último periodo de su vida, el que se inaugura con
la enfermedad y la paternidad, sea la que mejor lo identifica, la más cuantiosa
y contundente. En este sentido, no es menor el dato de que la única publicación
que Barrett logró organizar y ver en vida como libro, las Moralidades actuales, haya sido concebida por él como una
compilación de textos del periodo que va de 1907 a 1909 –aunque en realidad
también incluye textos escritos a fines de 1906–. De hecho, si el editor, Orsini Bertani, hubiera respetado
la voluntad de Barrett, el libro habría salido –lo que no sucedió– con la
indicación de los años como subtítulo y en la portada (cfr. Barret, “A Peyrot”
73). Su obra, como fuere, en los últimos años de su vida va a concentrar su
atención y la va a custodiar con celo. La publicación de sus artículos lo va a
colmar de expectativas, va a pedir que le envíen los periódicos donde aparecen
y a recortarlos. La de su libro va a ser su mayor anhelo, y la posibilidad de
no llegar a verlo publicado lo llena de ansiedad. El 9 de septiembre de 1909 le
va a escribir a Peyrot:
Que Bertani
se dé prisa, si es posible, no sea que resulte obra, [¡]ya!, póstuma. Figúrese,
mi excelente amigo, a un inválido que no tiene otros placeres que los puramente
intelectuales, solo con su mujer y su hijo en un desierto terrible, a un mes
casi de distancia mental con el resto del mundo, sin más horizonte que la selva
paraguaya, sin más público que los toros, las ovejas y las gallinas,
abandonado, perdido en el último rincón de la tierra, y en eterno coloquio con
la sombra que me invade – figúrese usted a los 3/4 de cadáver, como dice con
tanta gracia, con su libro en las manos, recién venido de Montevideo, de la
civilización, de la luz, de allá,
fresco, casi húmedo, con ese olor voluptuoso de la tinta de imprenta acabada de
estampar... pero no sigo, no quiero llegar esta noche a los 40°. ¡A usted le
encomiendo mi sueño! (73).
Escribir,
trabajar, publicar. A ese terreno traslada Barrett su existencia a medida que
su cuerpo se consume. Sabe que pronto se va a despedir del mundo de los vivos,
pero confía en que su hijo va a continuar ahí y a tomar su posta; también en
que su escritura es una forma (terapéutica) de congelar el mundo en una
intensidad presente y postergar el anunciado fin. El resultado de la escritura,
la obra, –conjetura en última instancia– habrá de sobrevivirlo como testimonio
de su paso por la Tierra. Por eso, en junio de 1909, en carta a su mujer,
afirma: “Quiero dejar la mayor cantidad de obra posible” (82).
III
Como ha argumentado Susan
Sontag en su seminal Illness as Metaphor
(1978), la tuberculosis, junto con el cáncer y más tarde el sida, es una
enfermedad particularmente prolífica en lo que refiere a la generación de
metáforas asociadas[2]. Si bien las investigaciones
muestran que la tisis ha estado presente en toda la historia de la humanidad,
el siglo XIX va a ser un momento clave en lo que respecta al florecimiento de
narrativas que la tienen como objeto y también en el viraje conceptual en su
etiología. Durante la primera mitad del siglo, corrió por cuenta del
romanticismo cristalizar y divulgar una serie de fórmulas argumentativas que
insertaban la enfermedad en un régimen semántico que la vinculaba con un
espíritu elevado, creativo y melancólico. La apariencia pálida y débil, el
carácter “etéreo” del cuerpo tísico, se convertirían en ideal de belleza; y los
poetas, los músicos, los pintores tendrían propensión a la tuberculosis. “The myth of TB”, escribe Sontag,
constitutes the next-to-last episode in the long
career of the ancient idea of melancholy—which was the artist’s disease,
according to the theory of the four humours. The
melancholy character—or the tubercular—was a superior one: sensitive, creative,
a being apart. Keats and Shelley may have suffered atrociously from the
disease. But Shelley consoled Keats that “this consumption is a disease
particularly fond of people who write such good verses as you have done…” So
well established was the cliché which connected TB and creativity that at the
end of the century one critic suggested that it was the progressive
disappearance of TB which accounted for the current decline of literature and
the arts (32-33).
Con
el desarrollo de la medicina científica y el higienismo finisecular, el saber
médico comenzaría a crear nuevos significados y a disputarle al romanticismo la
hegemonía sobre la definición de la enfermedad. A los estudios de Jean Antoine Villemin, se agregarán
los descubrimientos de Robert Koch y Karl Flügge con
lo cual la tuberculosis ingresará en el siglo XX como una enfermedad
transmisible por medio de las micropartículas de saliva de un infectado, que se
aloja en diferentes órganos y que la provoca un único agente bacteriano. El
carácter contagioso que adquiere desde entonces va a determinar el surgimiento
y propagación de los sanatorios de aislamiento comunitario, por regla general,
ubicados o en zonas elevadas o cercanas al mar. Si bien la habitual indicación
de reposo, retiro y aire libre ya había dado lugar a la aparición de algunas
“casas de curación” para tuberculosos, a fines del siglo XIX estos lugares se
multiplican con el fin de cortar la cadena de transmisión, se convierten en
espacios de aislamiento y adquieren ese carácter enigmático favorable a esa
nueva especulación literaria que encontraría su mejor exponente en La montaña mágica.
Pero
va a ser recién a mediados del siglo XX, con el descubrimiento e implementación
terapéutica de la isoniacida, que la tuberculosis va a dejar de ser terminal.
La aparición de este tratamiento y la consecuente reconceptualización de la
enfermedad van a constituir también el dique de contención final a la febril
imaginación narrativa y artística que la tuvo como objeto: a la larga serie que
atraviesa todo el siglo XIX, desde novelas como La dama de las camelias (1848), pasando por las de Dostoievski, Victor
Hugo o Chejov, hasta llegar a los poemas de Nicolás Olivari
y, acaso como clausura del corpus, a Boquitas
pintadas (1969), sin olvidar, por lo demás, las pinturas de Edvard Munch o de Cristóbal
Rojas. Se trata de un vasto continuo discursivo que da cuenta de las íntimas y
prolíficas conexiones entre artes, particularmente literatura, y enfermedad. La
literatura ha participado decididamente en la negociación de los significados
asociados con el por mucho tiempo inquietante significante de la tuberculosis,
al punto de que, como sugiere Diego Armus (“Curas de reposo” 116), incluso se
pueden identificar subgéneros como el del aislamiento comunitario de los
tísicos. Este desborde discursivo, alimentado hasta mediados del siglo XX por
el vuelo imaginativo de la sociedad en creciente tensión con el saber
autorizado, es el que despertó las alarmas de Sontag, quien escribió su célebre
ensayo menos para describir que para cuestionar los usos alegóricos –acaso,
irresponsables– de la enfermedad[3].
La
escritura en primera persona de Barrett que he comentado arriba tal vez podría
ser considerada parte de ese corpus, pero una mirada algo más que ligera no se
demoraría en concluir que poco tiene que ver con los poemas moralizantes sobre
prostitutas o costureras tísicas, con las imágenes a caballo entre la fantasía
y el deseo de los regímenes de aislamiento que estudia Nouzeilles o con el
voluntarismo romántico e idealizante de un Percy B. Shelley. Sucede que Barrett
–acaso, para beneplácito de Sontag– elude las metáforas. No hay en su escritura
idealización ni mucho menos exaltación romántica de la tuberculosis. No la hay
en su correspondencia, pero tampoco cuando la enfermedad es objeto de un texto
de ficción como en “Del natural”. Su textualidad, en este sentido, es plana,
sin doble espesor semántico: retrata a una víctima de un padecimiento que,
simplemente, intenta sobrevivir. La escritura, en su caso, no es producto de un
espíritu hipersensible y melancólico, sino del trabajo; de un trabajo que opera
como basamento de la vida. Lo que ocurre es que su aproximación a la enfermedad
es testimonial, se funda en la propia experiencia, en la realidad material de
su cuerpo afectado, y se desmarca, así, de los relatos y metáforas en
circulación, particularmente de las de cuño romántico o decadente, que dan
cuenta de la incertidumbre que rodeó a la enfermedad desde mediados del siglo
XIX hasta cuando se descubrió un tratamiento efectivo a mediados del XX. Sortea
la asociación entre tuberculosis y creatividad, pero también la que en su
contexto más inmediato establecía el subgénero del aislamiento comunitario
entre la reclusión colectiva que se indicaba para los enfermos y la autonomía,
la vida disoluta o bohemia y el quiebre con el orden burgués.
Al
no haber sido concebidas para la publicación y estar apoyadas en el principio
de correspondencia entre el sujeto de la enunciación y el del enunciado, las
cartas de Barrett, como sucede con las epístolas y los diarios de otros tísicos
célebres como Franz Kafka o Katherine Mansfield, permiten escuchar la voz de un
enfermo sin mayores contaminaciones o distorsiones discursivas. Revelan a una
persona concreta, con toda su singularidad biográfica, que exhibe las
vacilaciones naturales de cualquier paciente terminal, y despliega estrategias para
conceptualizar y hacerle frente a su padecimiento. Sobre el diario de Emily
Shore, una joven inglesa que falleció de tuberculosis en Madeira en 1839,
Barbara Gates escribió que:
Shore’s autobiographical writing took the form of a
journal not meant for publication. It was composed by a young polymath and
written alongside plays, novels, and histories that have disappeared. Precisely
because this journal was never intended for others’ eyes, nor rewritten, nor
self-edited except through small corrections, it not only tests the limits of
various kinds of narratives; it also provides insight into unresolved human
tensions and conditions—like questions of faith, or hopes for a longer life, or
the physical trials of mortal illness (90).
En
esta misma zona de introspección e intimidad confesional se resuelve la
escritura de Barrett; en un territorio menos dominado por la imaginación y los
lugares comunes de su época que por la evidencia del propio cuerpo en
inapelable extinción. La escritura, en este sentido, además de ser una
proyección en un más allá de los límites existenciales del cuerpo, es un
laboratorio donde se objetiva el yo y se lo somete a examen. No es, en
cualquier caso, producto de un espíritu particularmente sensible, como querían
los románticos. Es, sí, resultado de una firme confianza en el trabajo; un
trabajo que, en última instancia, sirve como instrumento paliativo para
combatir ni más ni menos que a la muerte.
IV
¿Cómo afecta la
enfermedad la escritura? Y al revés, ¿qué efecto produce la escritura en la
enfermedad? Sobre estas preguntas se apoyan las ideas expuestas arriba. El
elemento articulador sería el cuerpo: uno que está enfermo y escribe o que está
enfermo, pero escribe o, acaso, que escribe porque está enfermo. Sea cual fuere
la partícula copulativa, entre la enfermedad y la escritura hay un cuerpo
afectado, disfuncional. El trazo, por lo pronto, sería la expresión más
material de esa simbiosis, como advierte Gates cuando, al examinar el diario de
Shore, se refiere a “The manuscript
journal’s last words, formed in an extremely deteriorated
cursive rather than in her usual printlike hand” (90). Esa
dimensión –aunque desde luego interesante– se pierde cuando se trabaja con
documentos impresos. Queda, tal vez, un pulso que variaría con cada caso
particular, pero que se distinguiría del pulso “sano”. Un “pulso asmático” en
José Lezama Lima. Uno “trepanado” en Héctor Viel Temperley. No he querido, en
estas páginas, ir tan lejos. Me he detenido en las cartas de Rafael Barrett porque
son fuentes que no han sido concebidas para la publicación y, por lo tanto,
revelan un yo desafectado, relativamente libre de sobreactuaciones. Son
documentos que, al margen de cuál sea su pulso, informan sobre el devenir de
una subjetividad acosada por la enfermedad y la inminencia de una muerte
anticipada.
Como
propone Philip Sandblom, el vínculo entre enfermedad
y artes es estrecho y constante. No se trata, como sugerían algunas
especulaciones irresponsables, de que la enfermedad –la tuberculosis, la
sífilis, la esquizofrenia– trae consigo mayor “creatividad” o de que los
“espíritus creativos” son propensos a la enfermedad. Se trata de que la
escritura producida por un cuerpo enfermo estaría condicionada materialmente por ella. Un cuerpo
sometido por la enfermedad no escribe de la misma manera que uno que no lo está
o que cree que no lo está. El trazo irregular, discontinuo o evanescente de Shora sería la última y más contundente prueba de este
axioma. En el caso de Barrett, la compulsión, la intensidad y la vitalidad de
las páginas de sus últimos años –las que componen lo que él, operación
sinecdótica mediante, denominaba su “obra”– serían manifestación de que su
cuerpo estaba jugando una carrera con la muerte y que sus expectativas de
trascendencia, ante la certeza de la derrota, se habían trasladado a la
escritura. El diagnóstico irreversible y concluyente habría sido, así, el gran
impulso para que Barrett invirtiera sus últimos años de vida en componer una
“obra” susceptible de ser admirada por los lectores, sus contemporáneos y
nosotros. Así lo resume Luis Hierro Gambardella en el “Prólogo” a las Cartas íntimas: “hay […] algo que
significa mucho para que cada uno, hoy, comprenda la angustia vital que
dominaba al gran escritor en todas esas horas jadeantes, muchas de agonía,
todas de soledad. Y es su ambición de crear, su fiebre de realizar luchando
contra la inflexible brevedad de las horas” (XXIX). Trabajar, escribir se
imponen, entonces, como estrategia paliativa; producir una obra que se sobreponga
a la muerte. Se trata de “crear”, sí, una zona de realización posible, una
sobrevida en la página y en el encuentro de esa página con los lectores
presentes y futuros.
Como
he intentado mostrar, las cartas de Barrett emancipan la enfermedad de sus
connotaciones metafóricas que, ante la falta de respuestas por parte del saber
autorizado, dominaban el imaginario de su época. Es una escritura en primera
persona, sin trucos, plana, sin alegorías. Permite, así, escuchar la voz “real”
de un enfermo de tuberculosis en un momento de apogeo de la enfermedad. Ofrece
un tipo de saber que los dispositivos biopolíticos tienden a ocultar tras
números, estadísticas y protocolos. “La literatura”, escribe Wolfgang Bongers,
“tiene […] un valor ‘patognóstico’, lo que quiere decir
que produce un saber con y a través de la enfermedad” (26). Las cartas de
Barrett, particularmente, ponen en escena un yo integral, que es al mismo
tiempo padre y marido, escritor/periodista jornalero y tísico. Un cuerpo que se
consume y una pluma que florece, un mar de afectos y sentimientos viscerales.
Producen, de este modo, un saber holístico que, en contraste con el autorizado,
no disecciona el yo para destilarlo como paciente –sujeto pasivo entregado al
designio del aparato médico–. Son un material, como herramienta crítica,
relevante para la medicina narrativa en tanto discurso que se ha propuesto
disputarle la hegemonía a la medicina clínica: “narrative
medicine seeks to critique a type
of biomedical clinical practice that has become desensitised to the needs and stories
of patients” (Novillo-Corvalán 5). Barrett es un
paciente al que se le recomienda aislamiento y reposo, pero también es un padre
que desea mantener el contacto con su familia y un escritor que necesita un
escritorio porque ha confiado en su trabajo tanto para subsistir materialmente
como para trascender la temporalidad que le concede su cuerpo deteriorado. De
acuerdo con planteos de Patricia Novillo-Corvalán, la zona más autotestimonial
de la producción de Barrett, podría ser caracterizada como una patografía
literaria: “The ‘literary’ pathography would correspondingly convey a writer’s battle with an incurable disease or chronic
condition, reflecting on the self-conscious
confessions that emanate from the
body and its relationship with the writing process”
(Novillo-Corvalán 11). Pero no solo eso: porque, muy lejos de cualquier ademán
esnob, las cartas de Barrett no solo reflexionan
sobre la escritura. Le conceden un espacio a ella, porque, al fin y al cabo,
Barrett es un escritor, pero también es
un padre, un marido, un activista político y un enfermo terminal. Es una
subjetividad plural, habitada por las necesidades y deseos, no siempre
compatibles entre sí, de todos estos yos. Esta perspectiva plural, holística,
que muestra al yo como un caleidoscopio y que no lo reduce a ninguna de sus
dimensiones –mucho menos a la de un paciente más, un número en los reportes oficiales– interesa. Es un saber
que, en el contexto histórico signado por la virulencia de otra enfermedad que
hoy –más de cien años después de redactadas las cartas– hace vacilar a todos
los Estados del mundo, puede resultar, tal vez, iluminador.
Bibliografía
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su viuda, Francisca López Maíz de Barrett, Rafael Barrett, Montevideo, Biblioteca
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Sandblom, Philip. Creativity and Disease:
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Boyars, 1995.
Sontag, Susan. Illness
as Metaphor. Nueva York, Farrar, Straus and Giroux, 1978.
Date of reception: 29/10/2020
Date of acceptance: 14/01/2021
Citation: Locane, Jorge J. “Todos tenemos la obligación de vaciarnos antes de desvanecernos. A
propósito de Rafael Barrett y la tuberculosis”. Revista
Letral, n.º 26, 2021, pp. 29-48. ISSN 1989-3302.
Funding data: The publication of this
article has not received any public or private finance.
License: This content is under a
Creative Commons Attribution-NonCommercial, 3.0 Unported license.
[1]
La cita proviene de carta de Barrett a su amigo José Eulogio Peyrot, con fecha
19 de marzo de 1910.
[2] Sobre la narración y la
narrativa de la tuberculosis, además de Sontag, se pueden consultar los
estudios de Armus, Saítta y Nouzeilles. Todos estos trabajos examinan de qué
modo fue narrada la tuberculosis en diferentes tradiciones culturales. Con sus
diferencias, coinciden en asignarles a esas narrativas un despliegue semántico
desbordante apoyado en imágenes, metáforas o clisés de raigambre decimonónica.
[3] En la introducción a Relatos enfermos (2015), una selección
de narrativa latinoamericana sobre enfermedades, Javier Guerrero escribe que
“la enfermedad constituye un tópico fundamental para la literatura
contemporánea y tal reaparición representa una oportunidad para repensarla,
desechar su función alegórica y comprender su peligrosa capacidad de
enfermar y estar enferma” (10). A la luz de la larga lista de textos que de
algún modo u otro abordan la tuberculosis, habría que decir que, en realidad,
la enfermedad siempre ha sido un elemento constituyente de la literatura. Sí
cambia la enfermedad en la medida que mientras que una deja de ser una
preocupación social o una cuestión de salud pública, otra aparece, ocupa su
lugar y le usurpa el protagonismo en la literatura. A fines del siglo XIX el
protagonismo lo tuvo la tuberculosis, a fines del XX, el sida. Más acertada es
la observación de que, en comparación con la que la precede, la ficción actual
–la posterior al ensayo de Sontag, vale decir– tiende a eludir las metáforas.