“Todos tenemos la obligación de vaciarnos antes de desvanecernos”[1]. A propósito de Rafael Barrett y la tuberculosis

 

“Todos tenemos la obligación de vaciarnos antes de desvanecernos”. On Rafael Barrett and the Tuberculosis

 

 

Jorge J. Locane

Universidad de Oslo, j.j.locane@ilos.uio.no

ORCID: 0000-0003-4921-6163

DOI: http://doi.org/10.30827/RL.v0i26.16442

 

 

RESUMEN

Este artículo propone un examen de las cartas escritas por Rafael Barrett a su mujer, Francisca, y a su amigo Peyrot, atento a la tuberculosis que lo acosó desde 1906 hasta su fallecimiento en 1910. Se argumenta que esas cartas revelan que la tuberculosis, concebida en aquel entonces como terminal, fue un factor determinante para que la escritura de Barrett ganara en vigor, se multiplicara y recibiera el reconocimiento de los lectores. De este modo, se busca despegar a Barrett de cualquier retrato decadente y tomar distancia de la centralidad que se le concede a su activismo político. Se sostiene la idea de que esta fase de su vida, dominada por la enfermedad, es determinante para el desarrollo y consolidación de su proyecto literario.

Palabras clave: Rafael Barrett; tuberculosis; escritura; cartas.

 

ABSTRACT

This article proposes an examination of the letters written by Rafael Barrett to his wife, Francisca, and to his friend, Peyrot, attentive to the tuberculosis that plagued him from 1906 until his death in 1910. It is argued that these letters reveal that tuberculosis, then conceived as terminal, was a determining factor for Barrett's writing to gain strength, multiply and receive recognition from his readers. In this way, it seeks to detach Barrett from any decadent portrait and to take distance from the centrality given to his political activism. The idea is that this phase of his life, dominated by illness, is decisive for the development and consolidation of his literary project.

Keywords: Rafael Barrett; tuberculosis; writing; letters.

 

 

I

 

La biografía de Rafael Barrett (1876-1910) no escasea en datos propios de un escritor decadente o romántico trasnochado. Nace en Torrevalega, España, como hijo de George Barrett Clarke, un ciudadano británico que representa intereses de la Corona en Europa, y Carmen Álvarez de Toledo, descendiente de la tradicional Casa de Alba. Cursa educación básica en París, y hacia 1896 se establece con su familia en Madrid donde va a morir su padre. Cuatro años más tarde, morirá su madre en Bilbao. Mientras tanto, el “señorito” Barrett estudia ingeniería y, sin mayores preocupaciones materiales, se vincula a los círculos intelectuales y bohemios de la capital española. Conoce a Ramón del Valle Inclán y a Ramiro de Maetzu. Para 1902 su fortuna material está liquidada y su pertenencia a la aristocracia resulta no menos que dudosa. Se bate a duelo y protagoniza escándalos en los salones de la alta burguesía más exclusivos. En 1903 parece aceptar su nueva condición y se embarca rumbo a Buenos Aires donde comenzará una nueva vida como periodista –o, vale decir, intelectual jornalero– y activista político comprometido con las luchas de los sectores subalternos. A partir de 1903, Barrett el desclasado iniciará un largo periplo por Paraguay, Brasil y Argentina signado por el yugo de las dificultades económicas, la enfermedad y la persecución por razones políticas. A fines de 1906 su cuerpo empieza a mostrar los primeros síntomas de tuberculosis. En 1907 muere su hermano. Mientras le hace frente a la enfermedad, su pluma no descansa. Colabora con numerosos periódicos y se gana la admiración incondicional de la intelectualidad uruguaya. En busca de una cura, con el cuerpo sin duda maltrecho, llega a París a fines de septiembre de 1910. El 17 de diciembre de ese año expira en un hotel de la pequeña localidad costera de Arcachón. Dejó –para que el cuadro decadente sea acabado– solo un libro publicado, las Moralidades actuales (1910), y también una larga lista de declamaciones admirativas de su prosa pronunciadas por algunos de los escritores, acaso, más prestigiosos del campo intelectual de lengua hispana, entre quienes se cuentan José Enrique Rodó, el mismo Valle Inclán, Jorge Luis Borges o Augusto Roa Bastos.

Este retrato, no obstante, resulta sesgado o tendencioso, tal vez demasiado aferrado al Zeitgeist finisecular que enmarca su vida y menos a los testimonios escritos que en efecto dejó Barrett. Una semblanza centrada en su compromiso político y convicción anarquista sería también un recorte forzado, una hagiografía, una adaptación a posteriori a la figura icónica del mártir que entrega su existencia a la lucha por los oprimidos. El inadaptado poeta decadente y el abnegado intelectual ácrata son reducciones sensacionalistas o panfletarias. El Barrett del que me interesa dar cuenta en estas páginas, en todo caso, contiene estas dos figuras, pero las supera a fuerza de crudo realismo: es el que enfrenta la enfermedad y que, ante todo, se propone vivir. Es el Barrett vitalista que se revela con mayor contundencia en las cartas enviadas a quien sería su mujer desde 1906, Francisca López Maíz de Barrett, y a su amigo José Eulogio Peyrot. Se trata del Barrett tardío: uno íntimo, poco atraído por los placeres mundanos y siempre acompañado por los síntomas de una cabalgante tuberculosis.

La idea que anima las páginas que siguen es que el período que va de 1906 a 1910 es el que le otorga significado a toda la existencia de Barrett. Sería esta instancia tardía, dominada por la enfermedad, pero también por una firme voluntad de sobrevivencia, la que le habría dado notoriedad como prosista excelso, lo que, a su vez, más tarde habría despertado el interés de sus biógrafos por la etapa bohemia e incluso también por su faceta más comprometida. Dicho en otros términos, la hipótesis que impulsa este trabajo sostiene que habría sido la tuberculosis –o más precisamente la lucha contra ella– un impulso determinante para que Barrett se convirtiera en el escritor a la vez compulsivo y refinado, el “gran escritor” –de acuerdo con un jovencísimo Borges–, que fue. Nadie, desde luego, está en condiciones de mostrar qué habría sido de Barrett si no hubiese padecido una enfermedad terminal como lo era la tuberculosis en los albores del siglo XX, pero sí es posible consignar de qué manera el anuncio de una muerte prematura, cuando Barrett recién había contraído matrimonio y tenido un hijo, afectó su percepción del mundo y más concretamente su régimen de escritura. En las próximas páginas, por lo tanto, voy a tratar de demostrar que la vitalidad que exhibe la prosa de Barrett está fuertemente atada a la imperiosa necesidad de vivir.

 

II

 

1906 es bisagra. Ese año, el Barrett aristocrático y pendenciero termina por ser sepultado. También el que alterna el trabajo periodístico con otros más estables o rentables, como el de agrimensor. En 1906 nace el Barrett periodista a tiempo completo. El dato es llamativo porque el 20 de abril de ese año contrae matrimonio con Francisca y pocos meses después se anuncia su embarazo. También porque por esos mismos meses acusa los primeros síntomas de tuberculosis. La fórmula –cabe remarcar– no es la habitual: ante el matrimonio, la inminente paternidad y la amenaza de una enfermedad terminal, Barrett abandona la seguridad de un trabajo estable como secretario general del ferrocarril nacional de Paraguay y opta por la inseguridad económica propia de “un simple escritor periodista” (Barrett, “A Peyrot” 83). Este rediseño radical en su vida va a llevar a Barrett a una actividad febril repartida entre el cuidado de sí, el cuidado de la familia y la escritura sistemática. Como ha observado Scott MacDonald Frame, los años que van de 1907 a 1910 “corresponden a la lucha que Barrett emprendió en vano contra los estragos de la tuberculosis”, pero son también “su época más productiva” (104). Esta producción desbordante se va a manifestar en la forma de colaboraciones para diversos periódicos y revistas del Río de la Plata, cartas para amigos y familiares y en la compilación de los textos que van a conformar los únicos volúmenes que él mismo llegó a organizar como libros: Moralidades actuales (1910), que efectivamente llegó a ver publicado, y El dolor paraguayo (1911).

La correspondencia más íntima, la dirigida a su mujer durante los momentos de separación obligada y a sus amigos más constantes, pone al descubierto un Barrett absolutamente humano, acorralado entre la enfermedad y el deseo de sobrevivencia. Se trata, en términos generales, de un tipo de escritura no concebida para la publicación y que, como señala Michel Foucault, constituye “una manera de manifestarse a sí mismo y a los otros”: “la carta hace ‘presente’ al escritor” (299). De modo que las cartas de Barrett documentan sin espectacularizaciones, libres de cualquier ademán heroico o histriónico, la evolución de una subjetividad de un enfermo terminal que no se rinde y procura prolongar su existencia ya sea a través de su hijo o por medio de su obra.

El seguimiento de los avatares de su enfermedad es, por consiguiente, un tópico de su correspondencia. Las primeras referencias explícitas a su salud comienzan a aparecer a mediados de 1908, particularmente a partir de octubre cuando, después de haber asistido, en la capital paraguaya, a heridos durante la rebelión del 4 de julio, se embarca como exiliado con destino a Corumbá para, luego, seguir hacia Montevideo. Según argumenta, el clima húmedo y los contratiempos naturales de una huida no le sientan bien: un viaje de ocho horas, desde Corumbá a Puerto Esperanza, “no resulta prudente para mi salud” (Íntimas 42), le escribe a “Panchita”. Y ya desde Montevideo, el 15 de noviembre, “Tengo el convencimiento de que voy a recobrar aquí la salud” (Íntimas 48). Los altibajos, la alternancia entre el optimismo y el pesimismo, van a ser una constante: incluso en sus últimos meses de vida, en Francia, todavía va a conservar la fe en una superación de la enfermedad. El espacio dedicado a la documentación de los síntomas y de los tratamientos, en cambio, va a ir en aumento, al igual que los detalles al respecto.

A fines de 1908 la salud de Barrett entra en crisis, lo que deriva en una internación en el hospital Fermín Ferreira, de Montevideo, desde el 7 de enero hasta el 26 de febrero del siguiente año. El 16 de enero le escribe a su esposa:

 

Resolví retirarme a un sanatorio, sitio admirable, fuera de Montevideo, alto, aire magnífico, el mar enfrente, eucaliptos soberbios. En fin, me cuido, esperando que pase el verano. Sorbo huevos crudos, como carne ídem, tomo leche por litros – los amigos, dos de ellos sobre todo, Frugoni y Medina, se ocupan mucho de mí. Por una coincidencia extraña, ambos firman sus últimas cartas: “su hermano”. Tengo médico todos los días. Los demás enfermos son para mi espíritu más bien motivo de estudio y de reflexión que no de asco ni tristeza. Ya estoy mejor: las fuerzas vuelven, no hay fiebre y tengo excelente apetito. Hoy me pesé –del peso sacarás que la crisis no ha sido grave ni poco ni mucho– sin ropa peso 59 kilos 1/4. Aquella famosa “zamarra”, botines, chaleco, pantalón, etc., pesarían 3 ó 4 kilos. Resulta pues que he perdido en un año unos dos o tres kilos, y eso en medio de una continua y espantosa agitación! De modo que no hay por qué inquietarse demasiado, y sí luchar con ánimo y paciencia. Te he hecho un cuadro exacto (65-66).

 

El reporte sanitario, desde entonces, va a ser un componente más o menos regular de las cartas. Y la alimentación, el peso, el esfuerzo diario, tópicos recurrentes. Barrett se observa a sí mismo, se monitorea, y le transmite las observaciones a su mujer y amigos. “La situación es esta:” –escribe el 1 de marzo del mismo año– “el pulmón derecho bien; el izquierdo con una infiltración bastante extensa. Apenas esputo; no hay todavía reblandecimiento ni menos destrucción de tejido; el pulmón respira; en resumen: una tuberculosis de primer grado, de forma lenta, muy curable. ¿Te animas, amor mío? Remedio: lo de siempre, ¡ay! campo, sobrealimentación, tranquilidad profunda” (71).

Articula, así, un cuidado de sí atento a los hábitos cotidianos y –como veremos– en creciente tensión con el saber médico autorizado. La observación de otros internados, de otros enfermos y la reflexión sobre la muerte y lo que hoy llamaríamos las disposiciones biopolíticas van a dar lugar, a su vez, a textos narrativos y periodísticos, como, ejemplarmente, da cuenta “Del natural”, escrito posiblemente durante su estancia en el sanatorio e incluido, luego, en Cuentos breves (del natural) (1911).

El cuidado de sí y la atención por la salud se proyectan, además, hacia su mujer y, en particular, hacia su hijo. Las demandas de información y las recomendaciones al respecto se hacen frecuentes, incluso, por momentos, obsesivas. Desde Montevideo, a fines de 1908, le escribe a Francisca:

 

Cuídate mucho, mi cariño, vuestra salud es mi constante inquietud. No te digo que cuides al nene porque sería injuriar tu ternura de madre, más bien te pido que no le cuides demasiado. Hay que dar a sus órganos libertad y juego. ¡Nada de plantas de estufa! Que sea un vigoroso machito, sin temor a lo imprevisto, y dispuesto a todos los ataques. Mándame el último balance de sus dientes (57).

 

Y en Paraguay, a mediados de 1910, le aconseja:

 

Vida tranquila, aireada, ¡procurar nutrirse bien (Emulsión Scott si no la rechaza el estómago), pasear extramuros. Inyecciones de agua de mar en cuanto las mande, y con arreglo a mis prescripciones. Evitar todo medicamento.

Evitar fatigas y preocupaciones inútiles. No trasnochar.

Para el nene: paseos al aire libre y puro. Pocas excitaciones.

Para los desarreglos digestivos: dieta, lavajes moderados de intestino o estómago. Alimentación sana, sin forzar nunca el apetito. No apurarse si adelgaza y crece. Evitar médicos y botica (92).

 

Sucede que el nacimiento de su hijo, Alex, al ser rigurosamente contemporáneo de las primeras manifestaciones de su enfermedad, adquiere un valor singular, una sobresignificación: Barrett va a observar cómo la inexorable extinción de su propia existencia física se corresponde de manera inversamente proporcional con el despertar y los primeros desarrollos de su hijo. De ahí que la atención por momentos obsesiva que le depara pueda ser explicada como un fenómeno que excede la responsabilidad natural de cualquier padre. “Alex” –escribe Barrett a fines de 1908– “realizará alguno de los sueños locos de su padre” (50). El cuidado de sí, por lo tanto, se prolonga en el cuidado de su hijo, pues velar por la salud de su descendencia y de Francisca, en tanto quien la puede garantizar (cfr. 50), es también asegurarse una sobrevida para sí y la posibilidad de que la narración –para decirlo de algún modo– no se agote con el fin de la existencia individual(izada). Este velar por una continuidad de la narración o la vida se va a manifestar, no obstante, de diferentes maneras y va a implicar una creciente discrepancia con el saber autorizado: “evitar médicos y boticas”.

Uno de los aspectos más críticos de la correspondencia de Barrett es el que refiere al aislamiento preventivo. La separación de Francisca y Alex –de ahí, vale señalar, el surgimiento de la correspondencia– se explica no solo por el exilio sino también por razones sanitarias. En tanto enfermedad transmisible por los aerosoles del infectado, el diagnóstico de tuberculosis implicaba un aislamiento del paciente que en el caso de Barrett va a entrar en tensión con su fuerte necesidad de presenciar los desarrollos tempranos de su hijo y experimentar sin mediaciones la contención que su familia significaba. Así, el gran drama vital de esta parte de su biografía se va a dirimir, fundamentalmente, entre el determinante afectivo que lo impulsa a pasar los que acaso serían sus últimos tiempos con su familia y el opuesto, el racional, que establece que, para evitar el contagio de sus personas queridas, deben mantener la distancia. Desde las primeras cartas, de 1908, se queja ante su mujer de “la atrocidad de no verte y de no verle” (50). También a su amigo José Peyrot le comunica esta angustia en la segunda carta que, con fecha del 29 de mayo de 1909, le envía: “Sigo sin mi nene por miedo a un contagio posible. ¿Horrible, verdad?” (68). El aislamiento va a tomar diferentes formas, en su estancia en el sanatorio de Montevideo, va a ser comunitario, como disponían las convenciones médicas del momento (cfr. Armus, Ciudad impura): “Figúrate” –le cuenta a Francisca– “que he llevado dos meses –los últimos– de aislamiento higiénico, sin ver a casi nadie, mandando mis artículos a ‘La Razón’, al ‘Liberal’ y a las principales revistas orientales” (72). Una vez que abandone el sanatorio, se va a trasladar de manera clandestina a una estancia de la familia de Francisca en Yabebyry, Paraguay, donde su cuñado le va a deparar ciertas atenciones. El aislamiento ahora pasa a ser individual: “Me dices que estás sola. ¡Qué diré yo, que vivo como un extraño en la casita de madera!” (87). En cualquier caso, el aislamiento va a resultar propicio para la contemplación, la meditación y la escritura. Barrett evita, así, las distracciones mundanas y las agitaciones de las barricadas políticas. Cada vez más, no obstante, quizás debido a la percepción de que su salud empeoraba, sí va a insistir en un reencuentro con su familia, el que va a conseguir –medidas preventivas mediante: “yo vivir en pieza aparte, al aire libre cuanto pueda, servicio aparte, letrina aparte, etc., etc.” (79)– a fines de julio de 1909. Decide, así, romper con ciertas disposiciones médicas que prescribían como primera medida sanitaria ese asilamiento comunitario que tanto alimentó la especulación literaria de la época, desde La ciudad de los tísicos (1911) hasta La montaña mágica (1924). Pero también, a riesgo de contagiar a su descendencia, pone en cuestión el régimen de aislamiento individual. En realidad, lo que logra configurar Barrett es una suerte de régimen híbrido, atento tanto a ciertas regulaciones biopolíticas impersonales como a las necesidades afectivas de un enfermo terminal: “¡Ah!, pasaremos una temporada sublime. No temas por el niño. De tal modo he arreglado mis cosas con Pepe [su cuñado], que el contagio es imposible” (88).

Pero –como anoté arriba– la progresiva discrepancia o relación de tensión que va a desarrollar Barrett frente al saber autorizado se va a expresar también en otros planos. Uno de ellos va a ser la opción por terapias alterativas. Otro, emparentado, la insistencia en la escritura. A través de su amigo Emilio Frugoni, el fundador del Partido Socialista de Uruguay, va a conocer el tratamiento con inyecciones de agua de mar que, desde fines de diciembre de 1909, va a reemplazar el que le había recomendado, presumiblemente, Rufino Blanco Fombona a base de inyecciones de ricotina (cfr. Íntimas 73): “El gran Frugoni” –le escribe a Peyrot– “me manda agua de mar para darme inyecciones” (77). Con la aparición de estas inyecciones, indicadas para mejorar la salud en general, Barrett también va a abrir un diálogo consigo mismo sobre los tratamientos y la posibilidad de autogestionar la terapia. Esta indagación es la que, finalmente, lo llevará a Francia a seguir un tratamiento alternativo con René Quinton, quien defendía las propiedades curativas del agua marítima con el argumento de que la vida había comenzado en los océanos y de que la sangre humana posee características compartidas con ella. En la misma carta dirigida a Peyrot, Barrett se preguntaba: “[¿]Hay un punto de verdad en la naturología? Seguramente; lo malo es que no está constituido científicamente; hoy por hoy, tiene un carácter religioso más que científico. En lo que apruebo de todo a Carbonell, es en reclamar libertad de ejercicio. Sin la libertad, no hay manera de comprobar el error. El Estado se mete a tirano si coarta los ensayos de los hombres inteligentes” (77). Con base en esta idea de raigambre ya sea liberal o anarquista, en cualquier caso, anticoercitiva, Barrett se va a decidir a experimentar con un método curativo que, del mismo modo que los más oficiales, no ofrecía ninguna garantía, pero que tampoco había sido desmentido por completo. Ante la incertidumbre de una enfermedad sin cura cierta, siguiendo un impulso acaso propio de cualquier enfermo terminal, Barrett se va a permitir otorgarle cada vez más crédito a Quinton y, al mismo tiempo, acentuar su desconfianza frente a los dispositivos biopolíticos. El 25 de noviembre de 1910, poco antes de su muerte, en carta a Francisca va a citar a Quinton: “Las estadísticas se fabrican a fuerza de imaginación, y el método estrictamente científico –el observado por nosotros los químicos y los biólogos– es sencillamente ignorado por los médicos”, y, a continuación, va a comentar: “Recordé la obra de Quinton, ese monumento de paciencia, de probidad, de exactitud, y te confieso que creo que Quinton no se equivoca. Convinimos en que tomara una serie de inyecciones” (103).

Pero va a ser la escritura la terapia alternativa –disidente, incluso– que Barrett va a seguir con mayor perseverancia. Al respecto, la lectura de su correspondencia resulta reveladora. Las cartas no solo son en sí mismas testimonio material de esa compulsión escrituraria, también informan sobre el método, las pautas y la programática que la regulan. Para Barrett, escribir es, por lo pronto, trabajar. Y el trabajo, dado su cuadro clínico, es una actividad que desaconsejaban los médicos, de modo que su impulso hacia a la escritura –y con ella una proyección más allá de la existencia material– es algo que se verá obligado a defender en contra de las prescripciones de los especialistas. “Digan lo que quieran los médicos, me parece que esa labor –muy metódica por otra parte– me es más beneficiosa que perjudicial” (83), le va a comunicar a su mujer a mediados de 1909. Hasta en los últimos momentos de su vida, cuando las señales de su cuerpo son concluyentes, Barrett no deja de pensar en la escritura como redención. En septiembre de 1910, va a escribir: “Pero trabajaré, mi amor, trabajaré a tu lado y al de mi hijo divino, ¡¡trabajaré, trabajaré!! Suceda lo que quiera y piense el mundo lo que quiera” (99). Entre la gesticulación dramática y desesperada, Barrett repite y hace prevalecer, no obstante y más de lo que recomienda la estilística, el verbo de acción enunciado en futuro, en ese tiempo que vendrá. Lo enmarca, además, entre dobles signos de exclamación, lo cual –si se considera que, por regla general, elide las exclamaciones e interrogaciones de apertura– puede ser considerado el grito más visceral, más enérgico y voluntarista, de toda su correspondencia.

No obstante, Barrett va a aceptar, progresivamente, los designios de la tuberculosis y su condición física. Su cuerpo –es cierto– va a ingresar en un bucle de deterioro inexorable, pero la escritura –y esto en abierta confrontación con las disuasiones del discurso médico– va a operar como una vía de realización capaz de prolongar su existencia más allá de la inminente desaparición material. Jamás va a renunciar a intentar salvarlo, pero, ante las señales cada vez más visibles de que el fin de ese cuerpo ya ha sido decretado, apuesta por la garantía de una vida en y por medio de la actividad intelectual y la escritura. Para mediados de 1910, observa que su cuerpo, prácticamente, está perdido. Desde Montevideo le solicitan un retrato y, en respuesta, le escribe a Peyrot: “Proyecto sacarme un retrato de la cabeza, (mi cuerpo es una pavesa, un pretexto físico) y les mandaré a ustedes esas fotografías con todo mi cariño fraternal” (84). Anuncia, así, que, para ese entonces, solo queda la “cabeza”, esto es, su dimensión intelectual, que esa parte de su ser es la única que se encuentra en funciones, “sana”, y que es la única que aún merece ser expuesta ante sus lectores. Ya en diciembre del año anterior le había transmitido la misma idea a Peyrot: “Vivo... sobre todo con el pensamiento” (76). Esta apuesta tan radical como desesperada por la escritura y las ideas se va a traducir en productividad, en una obra en constante expansión y en un creciente reconocimiento por parte de sus lectores y los círculos letrados del Río de la Plata. Pero la sensación de vitalidad que va a experimentar a través de su escritura y de los efectos de ella va a entrar en tensión con la irrefutable evidencia de su cuerpo maltrecho; la intensidad de su producción intelectual, con la incontestable debilidad corporal. En marzo de 1909, le va a escribir a Francisca: “¡Me siento a la vez tan fuerte, tan lleno de ideas, y tan débil, tan colgado de un hilo sobre el abismo negro! ¡Sé que mi pluma es un mundo, sí, y que mi mano apenas puede sostenerla!” (73). Mientras el cuerpo se marchita, las ideas y la escritura florecen. Barrett apuesta todo lo que le queda a la realización inmaterial, al triunfo de esa pluma que es un mundo; finalmente, a la supervivencia, por medio de una escritura que lo trascienda.

De ahí que la producción de este último periodo de su vida, el que se inaugura con la enfermedad y la paternidad, sea la que mejor lo identifica, la más cuantiosa y contundente. En este sentido, no es menor el dato de que la única publicación que Barrett logró organizar y ver en vida como libro, las Moralidades actuales, haya sido concebida por él como una compilación de textos del periodo que va de 1907 a 1909 –aunque en realidad también incluye textos escritos a fines de 1906–. De hecho, si el editor, Orsini Bertani, hubiera respetado la voluntad de Barrett, el libro habría salido –lo que no sucedió– con la indicación de los años como subtítulo y en la portada (cfr. Barret, “A Peyrot” 73). Su obra, como fuere, en los últimos años de su vida va a concentrar su atención y la va a custodiar con celo. La publicación de sus artículos lo va a colmar de expectativas, va a pedir que le envíen los periódicos donde aparecen y a recortarlos. La de su libro va a ser su mayor anhelo, y la posibilidad de no llegar a verlo publicado lo llena de ansiedad. El 9 de septiembre de 1909 le va a escribir a Peyrot:

 

Que Bertani se dé prisa, si es posible, no sea que resulte obra, [¡]ya!, póstuma. Figúrese, mi excelente amigo, a un inválido que no tiene otros placeres que los puramente intelectuales, solo con su mujer y su hijo en un desierto terrible, a un mes casi de distancia mental con el resto del mundo, sin más horizonte que la selva paraguaya, sin más público que los toros, las ovejas y las gallinas, abandonado, perdido en el último rincón de la tierra, y en eterno coloquio con la sombra que me invade – figúrese usted a los 3/4 de cadáver, como dice con tanta gracia, con su libro en las manos, recién venido de Montevideo, de la civilización, de la luz, de allá, fresco, casi húmedo, con ese olor voluptuoso de la tinta de imprenta acabada de estampar... pero no sigo, no quiero llegar esta noche a los 40°. ¡A usted le encomiendo mi sueño! (73).

 

Escribir, trabajar, publicar. A ese terreno traslada Barrett su existencia a medida que su cuerpo se consume. Sabe que pronto se va a despedir del mundo de los vivos, pero confía en que su hijo va a continuar ahí y a tomar su posta; también en que su escritura es una forma (terapéutica) de congelar el mundo en una intensidad presente y postergar el anunciado fin. El resultado de la escritura, la obra, –conjetura en última instancia– habrá de sobrevivirlo como testimonio de su paso por la Tierra. Por eso, en junio de 1909, en carta a su mujer, afirma: “Quiero dejar la mayor cantidad de obra posible” (82).

 

III

 

Como ha argumentado Susan Sontag en su seminal Illness as Metaphor (1978), la tuberculosis, junto con el cáncer y más tarde el sida, es una enfermedad particularmente prolífica en lo que refiere a la generación de metáforas asociadas[2]. Si bien las investigaciones muestran que la tisis ha estado presente en toda la historia de la humanidad, el siglo XIX va a ser un momento clave en lo que respecta al florecimiento de narrativas que la tienen como objeto y también en el viraje conceptual en su etiología. Durante la primera mitad del siglo, corrió por cuenta del romanticismo cristalizar y divulgar una serie de fórmulas argumentativas que insertaban la enfermedad en un régimen semántico que la vinculaba con un espíritu elevado, creativo y melancólico. La apariencia pálida y débil, el carácter “etéreo” del cuerpo tísico, se convertirían en ideal de belleza; y los poetas, los músicos, los pintores tendrían propensión a la tuberculosis. “The myth of TB”, escribe Sontag,

 

constitutes the next-to-last episode in the long career of the ancient idea of melancholy—which was the artist’s disease, according to the theory of the four humours. The melancholy character—or the tubercular—was a superior one: sensitive, creative, a being apart. Keats and Shelley may have suffered atrociously from the disease. But Shelley consoled Keats that “this consumption is a disease particularly fond of people who write such good verses as you have done…” So well established was the cliché which connected TB and creativity that at the end of the century one critic suggested that it was the progressive disappearance of TB which accounted for the current decline of literature and the arts (32-33).

 

Con el desarrollo de la medicina científica y el higienismo finisecular, el saber médico comenzaría a crear nuevos significados y a disputarle al romanticismo la hegemonía sobre la definición de la enfermedad. A los estudios de Jean Antoine Villemin, se agregarán los descubrimientos de Robert Koch y Karl Flügge con lo cual la tuberculosis ingresará en el siglo XX como una enfermedad transmisible por medio de las micropartículas de saliva de un infectado, que se aloja en diferentes órganos y que la provoca un único agente bacteriano. El carácter contagioso que adquiere desde entonces va a determinar el surgimiento y propagación de los sanatorios de aislamiento comunitario, por regla general, ubicados o en zonas elevadas o cercanas al mar. Si bien la habitual indicación de reposo, retiro y aire libre ya había dado lugar a la aparición de algunas “casas de curación” para tuberculosos, a fines del siglo XIX estos lugares se multiplican con el fin de cortar la cadena de transmisión, se convierten en espacios de aislamiento y adquieren ese carácter enigmático favorable a esa nueva especulación literaria que encontraría su mejor exponente en La montaña mágica.

Pero va a ser recién a mediados del siglo XX, con el descubrimiento e implementación terapéutica de la isoniacida, que la tuberculosis va a dejar de ser terminal. La aparición de este tratamiento y la consecuente reconceptualización de la enfermedad van a constituir también el dique de contención final a la febril imaginación narrativa y artística que la tuvo como objeto: a la larga serie que atraviesa todo el siglo XIX, desde novelas como La dama de las camelias (1848), pasando por las de Dostoievski, Victor Hugo o Chejov, hasta llegar a los poemas de Nicolás Olivari y, acaso como clausura del corpus, a Boquitas pintadas (1969), sin olvidar, por lo demás, las pinturas de Edvard Munch o de Cristóbal Rojas. Se trata de un vasto continuo discursivo que da cuenta de las íntimas y prolíficas conexiones entre artes, particularmente literatura, y enfermedad. La literatura ha participado decididamente en la negociación de los significados asociados con el por mucho tiempo inquietante significante de la tuberculosis, al punto de que, como sugiere Diego Armus (“Curas de reposo” 116), incluso se pueden identificar subgéneros como el del aislamiento comunitario de los tísicos. Este desborde discursivo, alimentado hasta mediados del siglo XX por el vuelo imaginativo de la sociedad en creciente tensión con el saber autorizado, es el que despertó las alarmas de Sontag, quien escribió su célebre ensayo menos para describir que para cuestionar los usos alegóricos –acaso, irresponsables– de la enfermedad[3].

La escritura en primera persona de Barrett que he comentado arriba tal vez podría ser considerada parte de ese corpus, pero una mirada algo más que ligera no se demoraría en concluir que poco tiene que ver con los poemas moralizantes sobre prostitutas o costureras tísicas, con las imágenes a caballo entre la fantasía y el deseo de los regímenes de aislamiento que estudia Nouzeilles o con el voluntarismo romántico e idealizante de un Percy B. Shelley. Sucede que Barrett –acaso, para beneplácito de Sontag– elude las metáforas. No hay en su escritura idealización ni mucho menos exaltación romántica de la tuberculosis. No la hay en su correspondencia, pero tampoco cuando la enfermedad es objeto de un texto de ficción como en “Del natural”. Su textualidad, en este sentido, es plana, sin doble espesor semántico: retrata a una víctima de un padecimiento que, simplemente, intenta sobrevivir. La escritura, en su caso, no es producto de un espíritu hipersensible y melancólico, sino del trabajo; de un trabajo que opera como basamento de la vida. Lo que ocurre es que su aproximación a la enfermedad es testimonial, se funda en la propia experiencia, en la realidad material de su cuerpo afectado, y se desmarca, así, de los relatos y metáforas en circulación, particularmente de las de cuño romántico o decadente, que dan cuenta de la incertidumbre que rodeó a la enfermedad desde mediados del siglo XIX hasta cuando se descubrió un tratamiento efectivo a mediados del XX. Sortea la asociación entre tuberculosis y creatividad, pero también la que en su contexto más inmediato establecía el subgénero del aislamiento comunitario entre la reclusión colectiva que se indicaba para los enfermos y la autonomía, la vida disoluta o bohemia y el quiebre con el orden burgués.

Al no haber sido concebidas para la publicación y estar apoyadas en el principio de correspondencia entre el sujeto de la enunciación y el del enunciado, las cartas de Barrett, como sucede con las epístolas y los diarios de otros tísicos célebres como Franz Kafka o Katherine Mansfield, permiten escuchar la voz de un enfermo sin mayores contaminaciones o distorsiones discursivas. Revelan a una persona concreta, con toda su singularidad biográfica, que exhibe las vacilaciones naturales de cualquier paciente terminal, y despliega estrategias para conceptualizar y hacerle frente a su padecimiento. Sobre el diario de Emily Shore, una joven inglesa que falleció de tuberculosis en Madeira en 1839, Barbara Gates escribió que:

 

Shore’s autobiographical writing took the form of a journal not meant for publication. It was composed by a young polymath and written alongside plays, novels, and histories that have disappeared. Precisely because this journal was never intended for others’ eyes, nor rewritten, nor self-edited except through small corrections, it not only tests the limits of various kinds of narratives; it also provides insight into unresolved human tensions and conditions—like questions of faith, or hopes for a longer life, or the physical trials of mortal illness (90).

 

En esta misma zona de introspección e intimidad confesional se resuelve la escritura de Barrett; en un territorio menos dominado por la imaginación y los lugares comunes de su época que por la evidencia del propio cuerpo en inapelable extinción. La escritura, en este sentido, además de ser una proyección en un más allá de los límites existenciales del cuerpo, es un laboratorio donde se objetiva el yo y se lo somete a examen. No es, en cualquier caso, producto de un espíritu particularmente sensible, como querían los románticos. Es, sí, resultado de una firme confianza en el trabajo; un trabajo que, en última instancia, sirve como instrumento paliativo para combatir ni más ni menos que a la muerte.

 

IV

 

¿Cómo afecta la enfermedad la escritura? Y al revés, ¿qué efecto produce la escritura en la enfermedad? Sobre estas preguntas se apoyan las ideas expuestas arriba. El elemento articulador sería el cuerpo: uno que está enfermo y escribe o que está enfermo, pero escribe o, acaso, que escribe porque está enfermo. Sea cual fuere la partícula copulativa, entre la enfermedad y la escritura hay un cuerpo afectado, disfuncional. El trazo, por lo pronto, sería la expresión más material de esa simbiosis, como advierte Gates cuando, al examinar el diario de Shore, se refiere a “The manuscript journal’s last words, formed in an extremely deteriorated cursive rather than in her usual printlike hand” (90). Esa dimensión –aunque desde luego interesante– se pierde cuando se trabaja con documentos impresos. Queda, tal vez, un pulso que variaría con cada caso particular, pero que se distinguiría del pulso “sano”. Un “pulso asmático” en José Lezama Lima. Uno “trepanado” en Héctor Viel Temperley. No he querido, en estas páginas, ir tan lejos. Me he detenido en las cartas de Rafael Barrett porque son fuentes que no han sido concebidas para la publicación y, por lo tanto, revelan un yo desafectado, relativamente libre de sobreactuaciones. Son documentos que, al margen de cuál sea su pulso, informan sobre el devenir de una subjetividad acosada por la enfermedad y la inminencia de una muerte anticipada.

Como propone Philip Sandblom, el vínculo entre enfermedad y artes es estrecho y constante. No se trata, como sugerían algunas especulaciones irresponsables, de que la enfermedad –la tuberculosis, la sífilis, la esquizofrenia– trae consigo mayor “creatividad” o de que los “espíritus creativos” son propensos a la enfermedad. Se trata de que la escritura producida por un cuerpo enfermo estaría condicionada materialmente por ella. Un cuerpo sometido por la enfermedad no escribe de la misma manera que uno que no lo está o que cree que no lo está. El trazo irregular, discontinuo o evanescente de Shora sería la última y más contundente prueba de este axioma. En el caso de Barrett, la compulsión, la intensidad y la vitalidad de las páginas de sus últimos años –las que componen lo que él, operación sinecdótica mediante, denominaba su “obra”– serían manifestación de que su cuerpo estaba jugando una carrera con la muerte y que sus expectativas de trascendencia, ante la certeza de la derrota, se habían trasladado a la escritura. El diagnóstico irreversible y concluyente habría sido, así, el gran impulso para que Barrett invirtiera sus últimos años de vida en componer una “obra” susceptible de ser admirada por los lectores, sus contemporáneos y nosotros. Así lo resume Luis Hierro Gambardella en el “Prólogo” a las Cartas íntimas: “hay […] algo que significa mucho para que cada uno, hoy, comprenda la angustia vital que dominaba al gran escritor en todas esas horas jadeantes, muchas de agonía, todas de soledad. Y es su ambición de crear, su fiebre de realizar luchando contra la inflexible brevedad de las horas” (XXIX). Trabajar, escribir se imponen, entonces, como estrategia paliativa; producir una obra que se sobreponga a la muerte. Se trata de “crear”, sí, una zona de realización posible, una sobrevida en la página y en el encuentro de esa página con los lectores presentes y futuros.

Como he intentado mostrar, las cartas de Barrett emancipan la enfermedad de sus connotaciones metafóricas que, ante la falta de respuestas por parte del saber autorizado, dominaban el imaginario de su época. Es una escritura en primera persona, sin trucos, plana, sin alegorías. Permite, así, escuchar la voz “real” de un enfermo de tuberculosis en un momento de apogeo de la enfermedad. Ofrece un tipo de saber que los dispositivos biopolíticos tienden a ocultar tras números, estadísticas y protocolos. “La literatura”, escribe Wolfgang Bongers, “tiene […] un valor ‘patognóstico’, lo que quiere decir que produce un saber con y a través de la enfermedad” (26). Las cartas de Barrett, particularmente, ponen en escena un yo integral, que es al mismo tiempo padre y marido, escritor/periodista jornalero y tísico. Un cuerpo que se consume y una pluma que florece, un mar de afectos y sentimientos viscerales. Producen, de este modo, un saber holístico que, en contraste con el autorizado, no disecciona el yo para destilarlo como paciente –sujeto pasivo entregado al designio del aparato médico–. Son un material, como herramienta crítica, relevante para la medicina narrativa en tanto discurso que se ha propuesto disputarle la hegemonía a la medicina clínica: “narrative medicine seeks to critique a type of biomedical clinical practice that has become desensitised to the needs and stories of patients” (Novillo-Corvalán 5). Barrett es un paciente al que se le recomienda aislamiento y reposo, pero también es un padre que desea mantener el contacto con su familia y un escritor que necesita un escritorio porque ha confiado en su trabajo tanto para subsistir materialmente como para trascender la temporalidad que le concede su cuerpo deteriorado. De acuerdo con planteos de Patricia Novillo-Corvalán, la zona más autotestimonial de la producción de Barrett, podría ser caracterizada como una patografía literaria: “Theliterarypathography would correspondingly convey a writer’s battle with an incurable disease or chronic condition, reflecting on the self-conscious confessions that emanate from the body and its relationship with the writing process” (Novillo-Corvalán 11). Pero no solo eso: porque, muy lejos de cualquier ademán esnob, las cartas de Barrett no solo reflexionan sobre la escritura. Le conceden un espacio a ella, porque, al fin y al cabo, Barrett es un escritor, pero también es un padre, un marido, un activista político y un enfermo terminal. Es una subjetividad plural, habitada por las necesidades y deseos, no siempre compatibles entre sí, de todos estos yos. Esta perspectiva plural, holística, que muestra al yo como un caleidoscopio y que no lo reduce a ninguna de sus dimensiones –mucho menos a la de un paciente más, un número en los reportes oficiales– interesa. Es un saber que, en el contexto histórico signado por la virulencia de otra enfermedad que hoy –más de cien años después de redactadas las cartas– hace vacilar a todos los Estados del mundo, puede resultar, tal vez, iluminador.

 

 

Bibliografía

 

Armus, Diego. La ciudad impura. Salud, tuberculosis y cultura en Buenos Aires, 1870-1950. Buenos Aires, Edhasa, 2007.

 

Armus, Diego. “Curas de reposo y destierros voluntarios. Narraciones de tuberculosis en los enclaves serranos de Córdoba”. Literatura, cultura, enfermedad, Wolfgang Bongers y Tanja Olbrich (eds.), Buenos Aires/Barcelona/México, Paidós, 2006, pp. 115-137.

 

Barrett, Rafael. “Cartas a Peyrot”. Hispamérica, n.º 32, 1982, pp. 65-85.

 

Barrett, Rafael. Cartas íntimas. Con notas de su viuda, Francisca López Maíz de Barrett. Montevideo, Biblioteca Artigas, 1967.

 

Bongers, Wolfgang. “Literatura, cultura, enfermedad. Una introducción”. Literatura, cultura, enfermedad, Wolfgang Bongers y Tanja Olbrich (eds.), Buenos Aires/Barcelona/México, Paidós, 2006, pp. 13-27.

 

Foucault, Michel. “La escritura de sí”. Estética, ética y hermenéutica, Barcelona/Buenos Aires/México, Paidós, 1999, pp. 289-305.

 

Gates, Barbara T. “When Life Writing Becomes Death Writing: The Journal of Emily Shore”. Literature and Medicine, vol. 24, n.º 1, 2005, pp. 70-92.

 

Guerrero, Javier. “La literatura enferma”. Relatos enfermos, Javier Guerrero (ed.), México, Literal Publishing/CONACULTA, 2015, pp. 9-13.

 

Hierro Gambardella, Luis. “Prólogo”. Cartas íntimas. Con notas de su viuda, Francisca López Maíz de Barrett, Rafael Barrett, Montevideo, Biblioteca Artigas, 1967, pp. VII-XXXII.

 

MacDonald Frame, Scott. “Un fino velo negro: la muerte y los escritos de Rafael Barrett”. Castilla: Estudios de literatura, n.º 21, 1996, pp. 105-116.

 

Nouzeilles, Gabriela. “La ciudad de los tísicos: tuberculosis y autonomía”. Anales de la literatura española contemporánea, vol. 23, n.º 1/2, 1998, pp. 295-313.

 

Novillo-Corvalán, Patricia, ed. Latin American and Iberian Perspectives on Medicine and Literature. Londres y Nueva York, Routledge, 2015.

 

Saítta, Sylvia. “Costureritas y artistas pobres: algunas variaciones sobre el mito romántico de la tuberculosis en la literatura argentina”. Literatura, cultura, enfermedad, Wolfgang Bongers y Tanja Olbrich (eds.), Buenos Aires/Barcelona/México, Paidós, 2006, pp. 95-114.

 

Sandblom, Philip. Creativity and Disease: How Illness Affects Literature, Art and Music. Nueva York, Marion Boyars, 1995.

 

Sontag, Susan. Illness as Metaphor. Nueva York, Farrar, Straus and Giroux, 1978.

 

 

Date of reception: 29/10/2020

Date of acceptance: 14/01/2021

Citation: Locane, Jorge J.Todos tenemos la obligación de vaciarnos antes de desvanecernos. A propósito de Rafael Barrett y la tuberculosis. Revista Letral, n.º 26, 2021, pp. 29-48. ISSN 1989-3302.

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[1] La cita proviene de carta de Barrett a su amigo José Eulogio Peyrot, con fecha 19 de marzo de 1910.

[2] Sobre la narración y la narrativa de la tuberculosis, además de Sontag, se pueden consultar los estudios de Armus, Saítta y Nouzeilles. Todos estos trabajos examinan de qué modo fue narrada la tuberculosis en diferentes tradiciones culturales. Con sus diferencias, coinciden en asignarles a esas narrativas un despliegue semántico desbordante apoyado en imágenes, metáforas o clisés de raigambre decimonónica.

[3] En la introducción a Relatos enfermos (2015), una selección de narrativa latinoamericana sobre enfermedades, Javier Guerrero escribe que “la enfermedad constituye un tópico fundamental para la literatura contemporánea y tal reaparición representa una oportunidad para repensarla, desechar su función alegórica y comprender su peligrosa capacidad de enfermar y estar enferma” (10). A la luz de la larga lista de textos que de algún modo u otro abordan la tuberculosis, habría que decir que, en realidad, la enfermedad siempre ha sido un elemento constituyente de la literatura. Sí cambia la enfermedad en la medida que mientras que una deja de ser una preocupación social o una cuestión de salud pública, otra aparece, ocupa su lugar y le usurpa el protagonismo en la literatura. A fines del siglo XIX el protagonismo lo tuvo la tuberculosis, a fines del XX, el sida. Más acertada es la observación de que, en comparación con la que la precede, la ficción actual –la posterior al ensayo de Sontag, vale decir– tiende a eludir las metáforas.