Abrir las heridas. Gerber,
Meruane y Mendieta: geoescrituras de un planeta enfermo
Opening
the Wounds. Meruane, Gerber, Mendieta: Geo-Writings of a Damaged Planet
Estefanía Bournot
Universität Innsbruck, estefania.bournot@uibk.ac.at
ORCID: 0000-0003-2506-6586
DOI:
http://doi.org/10.30827/RL.v0i25.16744
A partir de las
conceptualizaciones de lo in-mundo (Andermann) y de la cosmoagonía (Galindo),
este artículo indaga en una serie de expresiones escriturales y artísticas que
conectan el imaginario patológico del cuerpo humano con la crisis ecológica. Se
abordan las estrategias de codificación de la enfermedad que despliegan textos
de Verónica Gerber y Lina Meruane, y que tienen a su vez eco en la producción
artística reciente de América Latina. Situadas en el contexto específico de la
zona de producción del sistema extractivista, sugiero que las obras aquí
analizadas emplean la enfermedad como metáfora de la degradación medioambiental
estableciendo un paralelo entre cuerpo – territorio – texto.
Palabras Clave: extractivismo; cuerpos
femeninos; paisaje; geoescritura.
ABSTRACT
Drawing on the conceptualizations of the in-mundo (Andermann) and the cosmo-agony (Galindo), this article explores
a series of literary and artistic expressions that connect the pathological
imaginary of the human body with the ecological crisis. It deals with the
strategies of codification of illness that are displayed in texts by Verónica
Gerber and Lina Meruane, and that are also echoed in recent artistic production
in Latin America. Placed in the specific context of the productive areas of the
extractivist system, I suggest that the works analyzed here use illness as a
metaphor for environmental degradation by establishing a parallel between body –
territory – text.
Key Words: extractivism; female bodies;
landscape; geologic writing.
1.
La enfermedad del (in)mundo
Ante los ojos de los xapiri,
que vuelan más allá de las espaldas del cielo, ella [la selva] parece estrecha
y cubierta cicatrices. Trae en los bordes las marcas de los incendios deforestales de los colonos y de los hacendados y, en el
centro, las manchas del lodo de los mineros. Todos la devastan con avidez, como
si quieran devorarla. Los chamanes ven que ella sufre y está enferma (Davi
Kopenawa, A queda do céu
328)[1].
En
su ya canónico libro sobre las metáforas de la enfermedad, Susan Sontag destaca
el carácter punitivo de las imágenes que generalmente han ido asociadas a las
patologías del cuerpo. Estas metáforas han ido variando a lo largo de la
historia, adaptándose a los códigos morales y religiosos específicos de cada
momento. Así, por ejemplo, en los mitos griegos y cristianos que están en la
base de la cultura occidental, la enfermedad se manifiesta como castigo divino
al comportamiento desviado de una sociedad o un individuo que ha puesto en
peligro sus valores (La enfermedad y sus
metáforas 19). Durante la Edad
Media, se imprimirá sobre enfermedades como el cólera, la peste bubónica o la
lepra un sentido moralizante que vincula la putrefacción y degradación del
cuerpo al pecado y la decadencia moral. Mientras que la Edad Moderna romantizó
en muchos casos la enfermedad, transformándola en un mal más bien individual,
colocado a menudo como prueba de superación o sublimación personal, desde
principios del siglo XX la metáfora más común para describir la enfermedad es
la guerra. Centrándose concretamente en el sida –una de las enfermedades con
mayor repercusión del pasado siglo– Sontag nos muestra en el ensayo El sida y sus metáforas, publicado diez
años después y como continuación de La
enfermedad y sus metáforas, de 1978, cómo la enfermedad del mundo
postmoderno ya no se expresa bajo la forma de una justicia divina, sino que se
encarna en los “cuerpos otros”, como una amenaza externa sobre la cual se
proyectan los miedos y horrores que enfrenta una comunidad y que viene a
disturbar el orden social/moral/biológico establecido. Con el mismo tenor biopolítico que empleó Foucault
y más tarde Giorgio Agamben y Roberto Esposito, Sontag señala que el lenguaje
netamente bélico con el cual se describe la sintomatología del virus de VIH y
los tratamientos para vencerlo revela la clara distinción entre un afuera y un
adentro del cuerpo humano y del cuerpo social: se trata de invasiones de las
que hay que “defenderse”, “luchar en contra”, “atacar”. Este, asevera Sontag, “es
el lenguaje de la paranoia política, con su típica desconfianza en un mundo
pluralista” (49).
En el contexto actual de la pandemia de COVID-19,
la rápida expansión del virus vino a exponer no solo la vulnerabilidad de la
vida humana –aun en épocas de sofisticado avance tecnológico y científico– sino
también la vulnerabilidad y deficiencia del cuerpo político-social, incapaz de
crear formas de vida comunitarias y una relación con el medioambiente que no
resulten amenazantes para la salud. El posible origen “animal” de la enfermedad
y su propagación hacia otras especies a escala global revelan el complejo y
frágil equilibrio de dependencias interespecíficas sobre las cuales se asienta
la sociedad globalizada del siglo xxi[2]. No es pues casual que la catástrofe sanitaria
actual esté siendo interpretada también como una manifestación más de la crisis
ecológica, que augura el fin de la humanidad en el planeta[3].
Así
pues, si las metáforas de la enfermedad son un reflejo de los miedos e
inseguridades que “lastiman” a la sociedad, cabe pues preguntarse cómo se
expresa patológicamente la ansiedad apocalíptica y el miedo a la catástrofe
ecológica que se avecina. Mi propuesta para leer las metáforas de la enfermedad hoy en día se deriva
de los “miedos y los fines”, que Eduardo Viveiros do Castro y Déborah Danowski
analizaron en relación a la idea del colapso ecológico instalado en las últimas
décadas, desde que el término “antropoceno” se incorporara en el lenguaje
secular del mundo occidental, fijando una cierta conciencia de responsabilidad
sobre el estado de contaminación y de pérdida inminente de los recursos
terrestres necesarios para la supervivencia (¿Hay
un mundo por venir? Ensayo sobre los miedos y los fines). Parto pues de la
hipótesis de que la enfermedad hoy en día se manifiesta en sus formas
artísticas y metafóricas –aunque quizás también biológicas– como síntoma de la
degradación medioambiental y propongo explorar la forma en que los textos y las
obras artísticas somatizan la crisis ecológica y social del sistema
extractivista.
Si bien el imaginario de la enfermedad vinculado a
los males de la tierra y a sus ecosistemas arrasados no es un resultado
exclusivo de la coyuntura actual, lo que sí es cierto es que la crisis
humanitaria que se ha desatado con la epidemia ha agudizado la lente ecocrítica
a través de la cual podemos leer una serie de expresiones culturales que en la
actualidad resultan particularmente reveladoras. Las palabras del líder y
chamán yanomami Davi Kopenawa, consignadas en el epígrafe, manifiestan la
preocupación histórica de los pueblos indígenas ante el avance voraz de la
maquinaria agroindustrial y extractivista del hombre blanco. No en vano, la
imagen a la que recurre reiteradamente Kopenawa a lo largo de su relato es a la
de la “selva enferma”, llena de cicatrices y heridas, al sufrimiento de los
árboles, del suelo y del conjunto seres vivientes que la habitan y se nutren de
ella. Especialmente en América Latina, donde el sistema extractivista ha sido
percibido desde la colonización como un virus invasor que gangrena y “desangra”
la región (Galeano, Las venas abiertas de
América Latina), son recurrentes las metáforas patológicas vinculadas a la
degradación de la naturaleza. El colapso de las necropolíticas del capitalismo
tardío, manifestado en toda su crudeza y potencia metafórica en recientes
catástrofes ecológicas como el derrumbe de las represas de Mariana y Brumadinho,
en Brasil, han llevado a cada vez más artistas y escritores a indagar en los
costados más oscuros y “corporreales” del maltratado
vínculo entre cultura capitalista y naturaleza[4].
Se podría mencionar un amplio catálogo de obras
recientes que abordan las múltiples crisis que aquejan a la región (la
ecológica, económica, simbólica, sanitaria...) a través de metáforas visuales o
literarias de la enfermedad vinculada a la tierra. Se trata, en suma, de un
arte que asume el riesgo estético y el compromiso ético de abrir las heridas de
un planeta agonizante para exhibir la putrefacción de sus entrañas, su
naturaleza corrompida y contaminada: su amenaza de muerte. Me refiero, por
ejemplo, a las impactantes fotografías de cuerpos deformes y amputados con las
que Pablo Poviano registró los efectos de los agrotóxicos en el campo
argentino, y que son, a su vez, el eco visual de la estremecedora historia que
narra Samanta Schweblin en Distancia de
rescate (2015). La misma lógica productivista que propicia la expansión de
los monocultivos y las tecnologías de control de los territorios y de los
cuerpos, sobre todo femeninos, es el eje de las novelas de Juan Cárdenas, El diablo de las provincias (2017), y de
la premiada Fruta podrida (2007), de
Lina Meruane. Del mismo modo, los quipus rojos y la escritura performática de
Cecilia Vicuña nos señalan el recorrido lloroso, casi extinto, de los ríos y
los glaciares andinos[5], mientras
que las siluetas ensangrentadas de Ana Mendieta inscritas en la tierra nos
remiten al desgarro y al dolor de los cuerpos arrancados de su medio.
Quizás una de las imágenes más explícitas de esta
estética geológica a la vez que anatómica es la del Mapa de Lopo Homem,
de Adriana Varejão (1992), donde podemos
observar un mapamundi atravesado por una gran cicatriz mal suturada, que ha
quedado expuesta, salpicando gotas de sangre sobre las antiguas colonias
portuguesas. Así mismo, el resto de pinturas ovaladas
de la serie Paisagens, de los años noventa, y las esculturas
más recientes de Azulejaria em carne viva,
nos muestran más cicatrices, salpicaduras de sangre, de órganos, manchando los
paisajes exuberantes de la vida en los trópicos; incisiones sobre la superficie
lisa y brillante de los azulejos, que dejan al descubierto las heridas mal
curadas, las vísceras sangrantes de la violenta historia colonial.
En lo que sigue, quisiera explorar cómo se
manifiestan textualmente estas metáforas anatómicas/patológicas, que en las
artes visuales han quedado tan explícitas: ¿Cuáles son los mecanismos
narrativos de subjetivación del espacio contaminado/ violentado/ despojado?
¿Qué tipo de operaciones literarias trasladan la perspectiva geopolítica hacia
una estética corporal? ¿Cómo se traduce geológicamente la vida? O bien: ¿Cómo
se inscribe la vida en la tierra?
Para responder a estos cuestionamientos propongo
empezar primero por algunas consideraciones distintivas sobre los mecanismos
biopolíticos de control fuera y dentro de las zonas de extracción. Me parece
necesario diferenciar que, así como las consecuencias ecológicas del modelo
extractivista no se perciben igual en los países productores de materias primas
que en los países industriales consumidores, tampoco se gestionan del mismo
modo los cuerpos y la salud de los mismos. Ante la
brecha que divide la administración de la vida y la muerte se posicionan las
obras de Verónica Gerber, Lina Meruane y Ana Mendieta, que analizo a
continuación de este breve prólogo teórico.
2. De
la biopolítica a la cosmoagonía
Las teorías biopolíticas
de Foucault nos han mostrado que el control y el disciplinamiento del cuerpo
social tienen un correlato geográfico en la organización del espacio urbano y
en los espacios institucionales que administran el poder sobre los
cuerpos: cárceles, psiquiátricos,
hospitales, cementerios, son los espacios de reclusión y control de las formas
de vida que se desvían de los códigos y patrones establecidos para una
comunidad en un momento histórico específico. Esta comunidad es definida por
Roberto Esposito precisamente a través de un lenguaje anatómico-patológico: los
integrantes que conforman la comunidad se caracterizan por su “inmunidad”, es
decir, cumplen una serie de requisitos vinculantes que los hacen distintos a la
vez que impermeables a los organismos “extraños” (Immunitas: protección y negación de la vida). Los elementos exógenos
representan una amenaza para la comunidad, al igual que un virus para el cuerpo
humano: su irrupción dentro de cuerpo social pone en peligro la salud del
grupo.
Tal y como resalta Paul
Preciado en un agudo ensayo sobre la pandemia de COVID-19 (“Aprendiendo del
virus”), el espacio de seguridad que
resguarda a la comunidad de las posibles amenazas externas se ha convertido, en
el actual escenario pandémico, en un espacio cada vez más acotado, que empieza
y termina en el domicilio individual, en el 1,5 m que nos protege del peligro
que encierra el prójimo. Así, el estado de emergencia pandémico revela y
magnifica los miedos arraigados de la comunidad a la invasión de un mal que
viene de la mano de lo desconocido, de lo foráneo, pero también levanta
sospechas sobre nuestro entorno más cercano: la amenaza puede ser nuestra
pareja, nuestros hijos, amigos, padres. Debido a este peligro omnipresente, las
tecnologías de biovigilancia se han expandido y adentrado en los resquicios más
íntimos de nuestra cotidianidad: “nuestras máquinas portátiles de
telecomunicación son nuestros nuevos carceleros y nuestros interiores
domésticos se han convertido en la prisión blanda y ultraconectada del futuro”
(Preciado, en línea).
La sobreexposición a los
dispositivos de control del sujeto hipertecnologizado e inmunizado de las
sociedades del norte global contrasta, sin embargo, con las vidas anónimas
libradas a la intemperie sin refugio ni ley de aquellos cuerpos extraños que
han quedado excluidos de la comunidad. La lógica del panóptico que describe
Foucault para la sociedad de control europea no se extiende, por ejemplo, a las
geografías poscoloniales, donde lo que encontramos es la nuda vida: vidas reducidas a su condición biológica, sin derecho ni
estado que las proteja. Esta forma de vida al desamparo de la ley responde a la
figura del homo sacer, recuperada de
los códigos legales del impero romano por Giorgio Agamben para describir el
estado de vulnerabilidad de los refugiados o inmigrantes ilegales en las
sociedades europeas contemporáneas (Homo sacer.
El poder soberano y la nuda vida), y puede aplicarse
–este es uno de mis argumentos– a las formas de vida que se gestan y reproducen
en las plantaciones y economías extractivistas del sur global. Estas vidas
descartables permanecen, según Macarena Gómez-Barris,
“sumergidas” a la mirada de la cultura occidental (The Extractive Zone
17) y totalmente permeables a los embates del neoliberalismo.
De modo que podríamos
decir que la división entre espacios de inmunidad y espacios de expulsión o reclusión,
que delimita Foucault en su estudio del espacio urbano europeo, se refracta a
escala global, donde las zonas productivas (en términos de extracción de
materias primas y mano de obra) son los enclaves principales donde fermentan
formas de vida desviadas de la norma de la comunidad, y donde por ende se
propagan los virus y enfermedades. Los cuerpos racializados que habitan estas
regiones se convierten así no solo en potenciales amenazas contaminantes a la
comunidad inmune del norte global, sino además en seres despojados de la
ciudadanía y, sobre todo, para lo que me interesa tratar en este artículo,
despojados de su subjetividad.
La coyuntura actual del
COVID-19 ha revelado con crudeza la distancia radical que separa la experiencia
de la enfermedad en las sociedades hipertecnologizadas y ordenadas por el poder
de la biopolítica, de aquella que experimentan los sujetos que obran y se
mueven en la sombra del sistema, contribuyendo con su mano de obra al
funcionamiento del mismo. La brecha epistemológica de
la enfermedad y el estado de enajenamiento mutuo de ambas posiciones es lo que
la artista y activista feminista boliviana María Galindo recientemente ha
denominado cosmoagonía; el
sufrimiento de un mundo que ya no puede más percibirse como uno:
La cosmoagonía sería la consciencia de no poder hablar
en términos universales, la consciencia de la necesidad de abandonar el modelo
en el que el mundo y sus procesos se explican desde el norte, desde el sujeto
hegemónico. Pero también sería la consciencia de la imposibilidad de la
explicación del mundo desde l@ despojad@/despojable,
la cosmoagonía sería la consciencia de la necesidad de construir no una visión
común, pero si visiones paralelas que deben ser concatenadas (“Recibir una epifanía para enfrentar una
agonía”, en línea).
La propuesta de Galindo, de
crear nuevos enfoques a esas formas de vida “despojadas y despojables”, que fue
esbozada justamente en respuesta al artículo sobre las lecciones de la pandemia
de Paul Preciado, guarda parentesco con las teorizaciones de Jens Andermann
sobre las estéticas de lo in-mundo.
El crítico alemán busca abordar mediante este concepto aquellas expresiones
artísticas que escapan a los códigos estéticos occidentales y que operan según
otras lógicas espaciotemporales de vidas sobrantes y precarias. Lo in-mundo responde precisamente a la
estética del despojo, de lo que ha sido desprovisto de mundo, son los vestigios
de la historia y del espacio. Ante las narrativas apocalípticas que adelantan
un fin del mundo antropogénico, Andermann sugiere que “el in-mundo, ese espacio-tiempo de
sobrevida que sucede al fin, es también y quizás ante todo una crisis del
lenguaje, un momento de enorme dificultad para hacerse entender y para
reestablecer comunidad a partir de sentidos compartidos” (“Despaisamiento,
inmundo, comunidades emergentes” 6).
Ambos conceptos, la cosmoagonía y lo in-mundo,
se refieren a una falta, al relato ausente, al desposeimiento del lenguaje y,
en el caso de Galindo, al dolor que ello provoca[6].
Las obras que analizo a continuación, producidas en el contexto latinoamericano
–es decir, desde el territorio despojado– se plantean cómo restituir esa falta,
cómo devolverle al sujeto subalterno, al homo
sacer, su poder de agenciamiento. Sin embargo, esta operación de
visibilización de la brecha social y epistémica no pone el foco en las clases
desposeídas, el sujeto proletario, los indígenas o campesinos, ni se transforma
en una suerte de relato neorrealista, como ya lo fueron ciertas novelas del boom. La cualidad particular de las
obras que me interesa analizar es que se centran en la tierra, en el espacio y
los cuerpos inscritos en ella; en su función de maquinaria productiva, pero
también como testimonio y registro de la historia. Teniendo en cuenta que no
hace muchos años la pachamama ha sido
introducida como sujeto de derecho dentro de algunas constituciones, y que
atravesamos un tiempo en el que se están discutiendo los derechos de los
animales, o incluso la entidad jurídica de los bosques o los ríos, no ha de sorprender que el arte y la
literatura se vuelquen también a la tierra y el conjunto de los seres vivos no
humanos (o no solo humanos) que la habitan, como los sujetos subalternos por
excelencia, silenciados y despojados de lenguaje por siglos.
El arte de lo in-mundo replica, como dice Galindo,
una agonía. Descender a la zona de exclusión/extracción implica también abrir
las heridas abiertas de este planeta dañado. ¿Cómo se expresa la cosmoagonía
sobre el cuerpo textual? ¿Cómo se interpolan el lenguaje del cosmos y el
lenguaje del cuerpo? Las obras de Verónica Gerber, Lina Meruane y Ana Mendieta
servirán de guía y laboratorio para responder estas preguntas.
3. Geoescrituras
y des-sedimentación
En el peculiar
ensamblaje texto-imagen que compone el libro La compañía (2019), publicado recientemente por la artista y
escritora mexicana Verónica Gerber, podemos leer la historia geológica y
patológica de San Antonio Nuevo Mercurio, en el estado de Zacatecas, donde en
la década de 1940 se instaló una empresa minera para la explotación del
mercurio. Esta suerte de fotonovela está dividida en dos partes: la primera es
la reescritura en segunda persona del cuento “El huésped” (1959), de Amparo
Dávila, donde originalmente la voz narrativa de una ama de casa relata la
irrupción de un sujeto extraño al interior de su hogar, donde convive con una
empleada y los hijos de ambas. El marido de la mujer narradora introduce al
regresar de un viaje a este “ser tenebroso” que irá ganando terreno en la casa,
atemorizando y amenazando a las mujeres y los niños, quienes forzosamente deben
convivir con esa presencia fantasmal.
La versión de Gerber de
este relato adopta un tono premonitorio al sustituir el tiempo verbal por un
futuro de advertencia que vaticina la catástrofe: “La misma noche de su llegada
suplicarás a tu marido que no te condene a esa tortura. No podrás resistirla;
te inspirará desconfianza y horror” (8). Aquí la figura masculina amenazante
que irrumpe en la intimidad de la vida familiar es sustituida por la presencia
tóxica y anónima de “La compañía”, la cual, con sus desechos contaminantes, va
degradando el paisaje de Nuevo Mercurio y la salud de sus habitantes.
La segunda parte del
libro relata esta degradación mediante una composición polifónica que reúne
cien fragmentos de informes estatales, testimonios, estudios geológicos,
químicos, médicos, reportes de periódico. Este archivo textual, acompañado de
mapas y fotografías, da cuenta de la composición geológica y la disposición
geográfica de este pequeño poblado de Zacatecas que vio crecer exponencialmente
su número de habitantes, atraídos por las promesas de trabajo y desarrollo de
una de las industrias de extracción de mercurio más grandes del hemisferio. El
contrarrelato del éxito comercial que produjo la mina son los testimonios de
los antiguos pobladores y trabajadores, quienes cuentan los síntomas de
intoxicación que comenzaron a percibir como efecto de la contaminación
radioactiva del mercurio en el agua y en la tierra: cefaleas, alucinaciones,
sangrados repentinos, cáncer... Quienes no perecieron o huyeron del lugar
fueron “relocalizados” a un “pueblo alterno”, construido a cuatro kilómetros
del antiguo pueblo, donde no estuvieran en contacto con los residuos tóxicos,
indebidamente procesados para el abaratamiento de los costes de producción. La
remanencia de sustancias tóxicas en el ambiente impidió la regeneración de los
ecosistemas haciendo del lugar un paraje inhabitable. El paisaje de por sí
árido de la región se reintegró, posteriormente al abandono de la mina, al
imaginario desértico de terra nullis, donde
las señales de vida han sido borradas o bien olvidadas.
La historia de este pueblo
se inscribe dentro de los proyectos de modernización de México a mediados del siglo
xx,
que, al igual que en otras naciones de América Latina, abrieron las puertas a
compañías transnacionales para que llevaran a cabo sus proyectos
extractivistas, sin mayores restricciones ni visión sobre la sustentabilidad de
su accionar. Para ello fue necesario disponer de territorios declarados
inhabitados, vaciados simbólica y a veces físicamente de cualquier tipo de
contenido. Este borramiento de las formas de vida (humanas y no humanas) que
resultaban residuales para las empresas fue sedimentando un imaginario del
desierto que persiste hasta hoy en día.
La escritura de Gerber,
o más bien sus reescrituras, vienen a poblar ese espacio inhóspito y
abandonado. En este punto se vuelve productivo el ensamblaje imagen-texto que
propone el libro. Las fotografías tomadas por la misma autora, que fueron,
antes de la publicación del libro, parte de la exposición La máquina distópica, presentada en 2018 en la xiii Bienal FEMSA[7], son un
reflejo borroso de los paisajes residuales de lo in-mundo: construcciones derruidas, desechos químicos, poblaciones
arrasadas, restos geológicos. La sobreexposición de la imagen, sin embargo,
vuelve difusas las siluetas y los paisajes, apenas reconocibles en el contraste
saturado del blanco y negro, como si se buscara intencionalmente una
representación frustrada. Las fotografías están además sobreimpresas con
figuras geométricas abstractas, extraídas de la obra La máquina estética (1975), de Manuel Felguérez.
Se trata de otra estrategia de reapropiación que Gerber ya había ensayado
anteriormente en sus Poemas sintéticos,
donde reescribe los haikús de Juan Tablada y remplaza las ilustraciones
originales por imágenes distorsionadas del Voyager. La superposición de
códigos, que conduce indefectiblemente a una distorsión del mensaje visual,
pone de manifiesto su propia ilegibilidad. Así, las fotografías expresan lo que
Galindo y Andermann diagnostican como la imposibilidad dolorosa de encontrar un
lenguaje común, un cortocircuito en la comunicación de la experiencia del
despojo. Los remanentes del paisaje arrasado pierden su peso ontológico y pasan
a ser pura forma, geometría abstracta, materia.
En un gesto contrario al
de la desapropiación del lenguaje y de las imágenes, los textos del libro, si
bien fragmentarios y difusos, inscriben en el paisaje desolado de las
fotografías la agonía de las vidas despojadas, como si intentaran llenar ese
vacío epistémico, de reapropiarse de ese espacio. Gracias a la escritura
podemos leer la historia detrás de las cicatrices del paisaje, rescatar los
vestigios de una maquinaria de muerte y de las sobrevidas que debieron padecer
sus efectos nefastos.
Cristina Rivera Garza había ya analizado el avance de
este tipo de escrituras “colectivas”, que se nutren de materiales y voces
ajenas para dar formas a nuevos objetos escriturales ensamblados, que rechazan
el dominio de la autoría singular (Los
muertos indóciles). En el marco de las necropolíticas que dictan el pulso
de la producción cultural en gran parte de América Latina, Rivera Garza sugiere
que el proceso de “desapropiación” y reescritura de voces ajenas corresponde
justamente a la búsqueda de un nuevo lenguaje compartido para los sujetos
subalternos:
Lejos, pues, del paternalista «dar voz» de
ciertas subjetividades imperiales o del ingenuo colocarse en los zapatos de
otros, se trata aquí de prácticas de escritura que traen a esos zapatos y esos
otros a la materialidad de un texto que es, en este sentido, siempre un texto
fraguado relacionalmente, es decir, en comunidad (23).
Yendo aún más allá de este puntapié inicial para
pensar las escrituras producidas bajo el régimen de una violencia ejercida
tanto contra los cuerpos como contra el lenguaje, recientemente Rivera Garza ha
apuntado hacia un tipo de género que ella denomina “escrituras geológicas”,
como nuevo paradigma de construcción de sentido a partir de la composición
material/social del espacio (“Fincar sobre tierra firme”, en línea).
Estrechamente relacionadas con la inquietud ecológica y un creciente
multiperspectivismo post-humano, las escrituras geológicas son definidas como
estrategias escriturales de des-sedimentación y desapropiación que buscan
escavar o atravesar verticalmente las múltiples temporalidades acumuladas que
vinculan la historia social y geológica de un lugar. Este
tipo de textualidades reconstruyen la anatomía del territorio con forma humana,
transforman el espacio en un cuerpo sensible. Un tipo de operación que se hace
particularmente explícita en la imagen de portada del libro de Gerber, donde
los mapas de las minas componen la osamenta de un tórax:
Verónica Gerber Bicecci, La compañía (Almadía,
2019).
Esta imagen que inaugura
la lectura sintetiza la labor arqueológica que asume la narradora/fotógrafa,
que irá desempolvando las capas históricas del desierto, rescatando de la
tierra los testimonios de vida. De esta manera, Gerber
reconstruye y re-dispone el discurso del poder que legitimó el proyecto
exterminador y ecocida de la mina, a la vez que recupera las voces disidentes y
silenciadas que encuentran un eco en la historia del paisaje. Las enfermedades
y deformaciones de los cuerpos que formaban parte del ecosistema de Nuevo
Mercurio hallan su origen y espejo en los sedimentos terrestres y acuáticos que
testifican la materialidad tóxica de un sistema de violencia y aniquilamiento
de la vida.
4. Paisajes
encarnados
Me
duermo sobre el mapa / por ósmosis / se me mete un país dentro: / avanzo por refrigeradas
arterias urbanas / recorro pasillos embaldosados, descosidos / en la línea difusa
del horizonte: / qué podría perder, además del rumbo / perder la vida, perder
el norte (Lina Meruane, Fruta podrida
113).
Con estos versos esgrime
Zoila, una de las protagonistas de la novela Fruta podrida (2007), de Lina Meruane, las metáforas geográficas
que dan cuenta de su padecimiento. La autora chilena recurre a menudo a este
tipo de imágenes de cuerpos que son como mapas y paisajes-cuerpos. Las primeras
líneas de esta novela esbozan ya a una geografía anatómica de lo sensible:
“Eran los buitres oteando la carnosa pulpa del campo, las garras empuñadas en
la alambrada de púa o adheridas a los ardientes techos de zinc, fijos los ojos
sobre la calurosa casa de adobe” (13). La descripción sinestésica del paisaje
productivo de los campos de cultivo (“irrespirable final del verano”, la
“maleza chamuscada”, “la piel tensa tirante” o el “agónico brillo de la tarde
que doraba los frutales afuera”, 13-14) recrea un ambiente sofocante en el cual
las imágenes se siguen mecánicamente, como en una cadena industrial sin frenos:
“Ya la cosecha estaba siendo despachada. / Ya los zorzales espantados, y los
guarenes. / Ya los gusanos exterminados, las hormigas aturdidas (14).
Situadas en la base
oprimida de un sistema piramidal que desecha las vidas, las hermanas María y
Zoila, se encuentran atrapadas en este paisaje rural, como eslabones del gran
engranaje agroindustrial, aunque asumen posiciones opuestas frente al sistema:
cuando a Zoila, la hermana menor, le diagnostican una enfermedad degenerativa
que la condena a periódicas visitas a hospitales y cuidados especiales con
medicamentos y tecnologías ‘importados del norte’; María, la mayor, comienza a
vender su cuerpo para engendrar bebés que serán utilizados para la
experimentación científica y trasplante de órganos, a modo de pago por los
costosos tratamientos de su hermana.
María, empleada de la
empresa exportadora de frutas, está encargada de combatir insectos y plagas
para que no afecten la calidad y la apariencia del producto; su empeño es
cumplir con los mandatos del poder, controlar y aplacar los reclamos de las
trabajadoras temporeras, dominar y eliminar cualquier ser vivo (humano o
animal) que presente una amenaza a la calidad del producto exportable. Zoila,
por el contrario, se niega a someterse al control escrupuloso de su vida y de
su cuerpo por parte de los médicos del pervertido sistema sanitario, que para
salvarla descartan la vida de las múltiples criaturas que su propia hermana
engendra. Así, la hermana menor denuncia la desigual valoración de ciertas
vidas frente a otras. Los cuerpos enfermos son los restos indeseados que quedan
al margen del mercado de comodidades de los países ricos, en una paulatina
decadencia y corrosión de sus funciones vitales. El ciclo biológico corre en
paralelo con el económico: los cuerpos y el territorio son máquinas reproductivas,
que sirven para generar riquezas desigualmente distribuidas.
El binomio
cuerpo-territorio se hace patente, entre otras imágenes, al mostrar a Chile
como país productor de fruta de exportación, y María, la hermana mayor, como
máquina reproductiva, que engendra hijos para el comercio de órganos,
consagrando, como apunta Zoila: “el destino clínico y hasta comercial de las
incontables criaturas que ha parido” (109).
En esta novela están ya
presentes algunas de las obsesiones dominantes de la producción literaria de
Meruane, como las patologías anómalas, las enfermedades imprevisibles, las
visitas a hospitales y médicos; elementos que serán centrales en Viajes virales (2012) y en Sangre en el ojo (2012). Estos textos
muestran cómo la enfermedad que invade y coarta al cuerpo es consustancial a
las dinámicas de explotación y marginación que se ejercen desde el norte hacia
el sur de la economía global. La vivencia de la enfermedad toma así dimensiones
geopolíticas en las relaciones de poder que se dan sobre el cuerpo y en el
tránsito de subjetividades entre los dos hemisferios. Cada uno a su manera,
todos los textos de esta autora encarnan –dan cuerpo– al sufrimiento de los
sujetos subalternos del sistema. El cuerpo es pues uno de los núcleos de su
escritura, desde donde se despliegan y desmenuzan las experiencias de sujetos
localizados en los márgenes del sistema productivo.
Con una lógica similar
operan las obras del colombiano Juan Cárdenas y la argentina Samanta Schweblin,
mencionadas anteriormente. El diablo de
las provincias y Distancia de rescate
nos posicionan ante el mismo escenario de Fruta
podrida: la plantación. Este modelo productivo esclavista heredado de la
colonización tiene su continuidad hoy en día en los monocultivos extensivos,
gestionados y empoderados gracias a las nuevas tecnologías de la agroindustria,
los agroquímicos y las semillas transgénicas. Mientras que en la novela de Cárdenas
se percibe la oscura trama de poder que se teje detrás del monocultivo de la
palma, en la narración de Schweblin el agente destructivo es tan invisible como
omnipresente, y se manifiesta precisamente a través de los efectos patológicos
que produce en quienes supuestamente se busca proteger con una prudente
“distancia de rescate”. Dominados por un ambiente ensombrecido y oprimente, los
personajes de las novelas de plantación difícilmente pueden enfrentar a su
enemigo, porque este está en el aire, en el agua, en la comida, es el continuo
tóxico que propaga la enfermedad de la tierra hacia los cuerpos humanos.
Estos textos invitan a
leer, junto con Rita Segato (La escritura
en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez), la sintaxis de
violencia patriarcal que se expresa a través de los cuerpos femeninos y su
desdoblamiento en el paisaje opresivo de la plantación. Aquí los cuerpos de las
mujeres se presentan como los escenarios contenciosos donde se libran las
batallas por la producción y el flujo de mercancías. Especialmente en el texto
de Meruane hay una somatización de los mecanismos del poder, de sometimiento,
de inhibición, que se traducen en experiencias sensitivas, en enfermedades,
dolores, en los ciclos orgánicos de generación y degeneración de la vida que
obtienen su correlato geológico en el paisaje. A través de la cualidad corpórea
que asume la escritura, se materializa la presencia, por mucho tiempo
disminuida o invisibilizada, de la mujer.
5. Siluetas.
A modo de conclusión
He estado
conduciendo un diálogo entre el paisaje y el cuerpo femenino (basado en mi
propia silueta). Creo que esto ha sido resultado directo de haber sido
arrancada de mi tierra natal (Cuba) durante mi adolescencia. Estoy abrumada por
el sentimiento de haber sido arrojada del vientre (la naturaleza). Mi arte es
la forma que restablezco los lazos que me unen al universo. Es un regreso a la
fuente materna. A través de mis esculturas de tierra/cuerpo me hago una sola
con la tierra. Me convierto en una extensión de la naturaleza y la naturaleza
se convierte en una extensión de mi cuerpo. Declaración sin publicar (Ana
Mendieta, A retrospective,
17).
Siguiendo el
contrapunteo artístico-literario con el que di inicio a esta reflexión acerca
de las posibles relaciones entre escritura, enfermedad y geología, quisiera
poner a dialogar las imágenes de Ana Mendieta con las escrituras geológicas
descritas anteriormente. Concretamente, la serie de siluetas que la artista
cubano-norteamericana imprimió con su propio cuerpo en la tierra nos permiten
reflexionar sobre al menos dos tipos de relaciones entre escritura y espacio
que me interesaría destacar a continuación, a modo de cierre.
Por un lado, como la misma
artista expresa en este texto inédito, la inscripción en la tierra responde al
deseo de fundirse con la naturaleza, de perder la forma humana para establecer
una nueva forma de “ensamblaje” (como diría Haraway) con el entorno. El acto de
reintegrarse nuevamente al medio natural del que procede repararía así,
simbólicamente, el trauma del desarraigo y del exilio. La huella o silueta
serían el testimonio de un cuerpo arrancado violentamente, cuya presencia se
inscribe en el paisaje.
La primera imagen, que
quisiera evocar es la de las “siluetas rupestres” que Mendieta talló sobre
piedras en su Cuba natal, y que nos devuelven a la anatomía ósea de la portada
de Gerber: el esqueleto de una vida que ha quedado grabado en la tierra. Estos
cuerpos que se desintegran y pasan a formar parte de los sedimentos geológicos,
pierden, en efecto, su forma humana y se convierten en materia, en vestigio,
pero en ese desintegrarse dejan también su huella. Esto es lo que observamos,
por ejemplo, en la serie de siluetas de los años setenta, donde el terreno se
“corporiza”, el espacio replica la anatomía humana[8].
Mendieta utiliza el paisaje como plataforma de escritura, y más concretamente
como bio-grafía: escritura de la vida.
En la novela de Meruane
encontramos que la pérdida de la “forma humana” va unida a la degradación del
cuerpo y su progresiva conversión en vida desechable. En el cuaderno de
de(s)composición, donde lleva apunte de su experiencia como enferma de
diabetes, Zoila expresa su miedo o deseo de morir y devenir un resto de materia
orgánica, otra forma de vida inerte:
Vendrán los tiempos en que / también / me descuelgue
del mundo / cubierta de hongos / repleta de gusanos para rodar / quién sabe por
qué caminos/ tiñendo la tierra / magullando mi piel hasta pelarla /
escurriéndome / un punto suspensivo / en el vacío, / entonces los pájaros /
también / vendrán a picotearme (33).
Los devenires corporales
de Mendieta y Meruane nos revelan la porosidad del cuerpo femenino y de las
formas de vida subalternas hacia otras existencias vegetales o animales, donde
los límites interespecíficos se muestran borrosos[9]. Nos
revelan también el abismo de lo in-mundo, del sujeto expulsado de su ecosistema
“natural”. Sin embargo, hay un segundo sentido que se opone a la semántica de
la ausencia y del enajenamiento, que es precisamente el gesto de la escritura
como permanencia y resistencia. Frente al desposeimiento del sujeto in-mundo, y
la anulación epistémica del subalterno, la escritura se encarna, el cuerpo
textual se eleva como forma de expresión y denuncia, y como vínculo solidario
para los que también padecen ese silenciamiento: “quizás una frase, una, /
mientras hable no estaré sola, / mientras me injerte adjetivos y adverbios / no
seguiré atrapada, / porque escuchándola habrá otras, otras / como yo o
diferentes a mí...” (151).
Esta doble inscripción,
por un lado, del cuerpo en el espacio, como las siluetas de Mendieta, como los
textos-ecos de Gerber, o como el diario de Zoila; y
por otro lado, del espacio en la escritura (las geoescrituras), expresan el
reclamo de memoria de los sujetos privados del paisaje, desalojados y
extirpados de su medio. La escritura como un acto de reapropiación ante el
avasallamiento y el despojo de los recursos. La literatura y el arte como las
cicatrices abiertas de un (in)mundo enfermo.
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Date of reception: 09/11/2020
Date of acceptance: 19/01/2021
Citation: Bournot, Estefanía. “Abrir las heridas. Gerber, Meruane y
Mendieta: geoescrituras de un planeta enfermo”. Revista Letral, n.º 25, 2021, pp. 54-73. ISSN 1989-3302.
Funding data: The publication of this
article has not received any public or private finance.
License: This content is under a Creative
Commons Attribution-NonCommercial, 3.0 Unported license.
[1] La traducción es mía.
[2] El ensayo del científico y divulgador David Quommen, Spillover: Animal Infections and the
Next Human Pandemic, anunciaba ya en 2012, de manera tan premonitoria
como espeluznante, el peligro de las enfermedades zoonóticas a las que debería
enfrentarse la humanidad en las siguientes décadas.
[3] Diversos artículos publicados por la National Geographic, La
Nación, o Greenpeace, ponen de
relieve la pérdida de la biodiversidad como uno de los factores que han dado
cabida al surgimiento del virus. Autores como el antropólogo Bruce Albert, el
chamán y líder Yanomami Davi Kopenawa, o el líder activista indígena Ailton
Krenak, han expresado públicamente en entrevistas y conferencias, la situación
crítica de los pueblos originarios de América Latina, los cuales una vez más se
ven acechados por la expansión de una enfermedad introducida por el “hombre
blanco” (https://www.nytimes.com/ es/2020 /04/27/espanol/opinion/coronavirus-yanomami-brasil.html).
[4] Sobre la catástrofe de Mariana y la problemática de las
empresas mineras en el Valle del Rio Doce, en el estado brasilero de Minas
Gerais ver: https://es.globalvoices.org/2015/11/26/el-rio-es-dulce-vale-es-amarga-lava-toxica-derramada-por-minera-de-brasil-llega-al-oceano-atlantico/.
La artista brasileña radicada en Berlín, Silvia Noronha, tomó barro del derrame
de Mariana para elaborar un “resto geológico para el futuro”, en el cual fuera
visible la contaminación de la tierra que, eventualmente, llevará a la
autodestrucción de la humanidad en el planeta:
https://www.designboom.com/art/silvia-noronha-future-non-natural-stones-06-26-2018/
[5] En su obra “Quipú menstrual”, la artista chilena Cecilia
Vicuña traza recorridos por el paisaje andino con hilos rojos, señalando la
“sangre de los glaciares” que lentamente se van perdiendo:
http://www.quipumenstrual.cl/index.html
[6] “Mi
cuerpo se fue convirtiendo en una especie de recipiente inflamado de palabras y
llantos ajenos que se depositaron dentro mío como en un buzón” (Galindo, en
línea).
[7] Una selección de las fotografías y expuestas y fragmentos
del libro pueden verse en el siguiente enlace:
https://www.veronicagerberbicecci.net/la-compania-the-company.
[8] Algunas imágenes de esta
serie pueden verse en el repositorio digital del Museum of Contemporary Art de Chicago y en el del Guggenheim de Nueva York: https://mcachicago.org/Collection/Items/1973/Ana-Mendieta-Untitled-From-The-Silueta-Series-1973-77-2;
https://www.guggenheim.org/artwork/5221.
[9] Ciertos aspectos de estos devenires orgánicos en la
literatura de Meruane y Rivera Garza, entre otros, han sido trabajados por
Betina Keizman (2017; 2019).