Ojos enfermos:
discapacidad, escritura y biopolítica en Halfon, Nettel y Meruane
Sick Eyes: Disability, Writing and Biopolitics in Halfon, Nettel and
Meruane
Marta Pascua Canelo
Universidad de Salamanca, marta.pascua@usal.es
ORCID: 0000-0002-0959-1084
DOI: http://doi.org/10.30827/RL.v0i26.16225
Las poéticas de la mirada
han derivado en lo que podemos identificar hoy como poéticas del ojo. En el
seno de las narrativas del cuerpo y en paralelo a las poéticas de la
enfermedad, las autoras latinoamericanas han desarrollado en la última década
una narrativa que atiende a las patologías del órgano de la vista para abordar,
desde ahí, la discapacidad del cuerpo femenino junto con sus posibilidades
reivindicativas. Este trabajo plantea un análisis de El cuerpo en que nací (Nettel, 2011), Sangre en el ojo (Meruane, 2012) y El trabajo de los ojos (Halfon, 2017) desde un enfoque
comparatista, con el objetivo de observar el diálogo que establecen entre
enfermedad, biopolítica y escritura. A partir de una reflexión sustentada en
los estudios de la discapacidad y en los estudios de género, se concluye que
las tres obras desafían tanto el sistema normativo de la salud como la mirada
hegemónica patriarcal.
Palabras clave: estudios de la
discapacidad; cuerpos enfermos; narradoras latinoamericanas; visión femenina.
ABSTRACT
The poetics of sight have resulted in what we can
identify today as poetics of the eye. Within the body narratives and in
parallel to the poetics of disease, Latin American female authors have
developed in the last decade a narrative that addresses the pathologies of the
organ of sight to address, from there, the disability of the female body and
its claim possibilities. This work proposes an analysis of El cuerpo en que nací (Nettel, 2011), Sangre en el ojo (Meruane,
2012) and El trabajo
de los ojos (Halfon, 2017) from a comparative
approach, with the aim of observing the dialogue that they establish between
disease, biopolitics and writing. Based on a reflection supported by disability
studies and gender studies, it is concluded that the three works challenge both
the normative health system and the patriarchal hegemonic gaze.
Keywords: disability
studies; sick bodies; Latin American female writers; female vision.
Yo creo que
cuando nacemos, los que vamos a hacer versos traemos en el ojo una viga
atravesada. Esa viga atravesada nos deforma, ya sea transfigurándolo o en otra
forma, todo lo que miramos.
Gabriela Mistral
El cuerpo está
también directamente inmerso en un campo político; las relaciones de poder
operan sobre él una presa inmediata; lo cercan, lo marcan, lo doman, lo someten
a suplicio, lo fuerzan a unos trabajos, lo obligan a unas ceremonias
Michel Foucault
Este es un ojo
que flaquea, un ojo que cojea, un ojo o dos ojos irreversiblemente enfermos
Lina Meruane
Yvette Sánchez y
Roland Spiller constataron en su introducción a La poética de la mirada que a principios del siglo XXI se había
producido en las letras hispánicas “un auge significativo de textos que habla[ba]n del ojo, la mirada y la visualidad” (24). Me aventuro
a afirmar que este auge que ellos advirtieron en 2004 es aún más significativo
hoy, cuando tras un rápido rastreo podemos identificar varios títulos
publicados en la última década que sitúan al ojo en su centro de mira. Tal es
el caso, en el ámbito de la narrativa, de obras como Sangre en el ojo (2012) de Lina Meruane, Un ojo de cristal (2014) de Miren Agur Meabe, El nervio óptico (2017) de María Gainza o El trabajo de los ojos (2017) de Mercedes Halfon; estos se
encuentran acompañados, además, por ensayos como Ojos y capital (2015) de Remedios Zafra y los recién publicados El ojo y la navaja (2019) de Ingrid
Guardiola y Ojos que no ven (2019) de
Paz Errázuriz y Jorge Díaz. En esta nómina de títulos, hay dos cuestiones en
las que es fácil reparar a primera vista: por un lado, la destacada
participación de las escritoras en este acercamiento a la visión, el ojo y la
mirada. Por otro lado, la inclinación especial de las autoras latinoamericanas
hacia lo que podríamos considerar ya como un nuevo tema literario que se viene
consolidando en los últimos años en el seno de las llamadas poéticas del
cuerpo: las poéticas del ojo.
Tomando como base estas dos
características extraídas —la autoría femenina y latinoamericana— y acotando
cronológicamente el corpus en obras publicadas en la última década, el objetivo
de este trabajo es acercarse al tema de estudio a partir de un análisis de tres
obras fundamentales en la configuración de estas narrativas del ojo y la visión: El cuerpo en que
nací (2011), de la mexicana Guadalupe Nettel, Sangre en el ojo (2012) de la chilena Lina Meruane y El trabajo de los ojos (2017) de la
argentina Mercedes Halfon. Puesto que es la discapacidad visual lo que
condiciona la perspectiva desde la que se observa el ojo en las tres obras,
serán los estudios de la discapacidad, junto con los estudios de género, los
estudios de la corporalidad y las teorías del biopoder, los que sustentarán el
análisis. Como es sabido, el cuerpo es un concepto fundamental para el
pensamiento biopolítico. Los sistemas políticos han volcado su poder regulador
sobre los cuerpos y, especialmente, sobre los cuerpos enfermos y desviados de la norma. La literatura
latinoamericana reciente ha dado cuenta de este fenómeno explorando las
relaciones entre literatura y enfermedad; así, reformulando las palabras de
Guadalupe Maradei, podríamos decir que los problemas en torno a la enfermedad,
lejos de haberse saldado, se configuran como una tensión que interpela con
insistencia diversas subjetividades y modos de enunciación (22). Además, la
crítica argentina advierte que entre las nuevas estrategias de enunciación “se
vuelve significativa, por su insistencia y versatilidad, la apelación a un
discurso del cuerpo, que narra hasta las transformaciones más micro que sobre
él ejercen las fuerzas de la reproducción, del trabajo, del erotismo o de la
enfermedad” (Maradei 3).
Uno de los cuerpos sobre los que se ha volcado esta última
narrativa es el cuerpo total o parcialmente cegado. En este repliegue hacia la
enfermedad se ha originado lo que podríamos denominar una narrativa de los
cuerpos cegados que atiende a las patologías del ojo desde su materialidad
orgánica. Hasta ahora la literatura había abordado la cualidad de la visión, su
oposición que es la ceguera y los múltiples vínculos y diálogos que establece
la literatura con la mirada y el punto de vista, estableciendo lo que se ha
conocido hasta ahora como poéticas de la
mirada. Sin embargo, no se había parado a analizar las condiciones
materiales de esa mirada, sus posibles fallas o deficiencias y la relación de
esta discapacidad visual con la escritura y con la condición de cuerpo enfermo.
Esta reflexión que se ha producido en los últimos años del lado de la
literatura escrita por mujeres conduce necesariamente a un análisis que parte
del feminismo y une enfermedad ocular, género y escritura para estudiar las producciones
corpotextuales de estas nuevas poéticas de la visión que se configuran como
instancias de resistencia frente a los sistemas de normativización de los
cuerpos.
La visión femenina: discapacidad
y escrituras personales
¿Es posible
hablar de una enfermedad propia?
Gabriel Giorgi
Las tres obras
que proponemos estudiar en este artículo presentan varios nexos evidentes:
todas narran vidas marcadas por la enfermedad, que es, además, una enfermedad
ocular, y presentan narradoras en primera persona que se identifican con las
propias autoras. Estas narradoras engendran, por tanto, un doble ficcional de
sus autoras reales que, como ellas, se dedican a la escritura. En los tres
casos se trata, a su vez, de ficciones en mayor o menor medida autobiográficas.
Sin embargo, si bien El cuerpo en que
nací está más próximo a una novela autobiográfica, Sangre en el ojo se acerca más a una novela autoficcional, mientras
que El trabajo de los ojos ostenta un
marcado tono ensayístico. Si bien la obra de Halfon no cuenta aún con trabajos
críticos por su todavía reciente publicación, no sucede así con las de Nettel y
Meruane; pese a no haber pasado siquiera una década desde su lanzamiento, ambas
han recibido una notable atención crítica. Este interés se ha visto reflejado
en la publicación de numerosos trabajos de investigación que se acercan a ellas
desde distintos enfoques, entre los que destaca el genológico, a partir del
cual se han abordado sus vínculos con la autoficción y las escrituras del yo.
No obstante, las relaciones directas entre la discapacidad visual y el
ejercicio de la escritura continúan siendo una de las vías menos exploradas y
más interesantes para aproximarse tanto a Sangre
en el ojo[1] y El cuerpo en que nací como
para realizar un primer acercamiento a El
trabajo de los ojos. Y es que
estamos ante tres obras que tienen como protagonistas indiscutibles los cuerpos
enfermos a partir de estos ojos discapacitados, pero cuya coprotagonista es,
sin duda, la escritura.
En un trabajo sobre el ejercicio autoficcional precisamente
en Un ojo de cristal, Sangre en el ojo y El cuerpo en que nací, Ana Casas ha señalado que el histórico
vínculo de las mujeres con la escritura autobiográfica se mantiene en la
actualidad y se expresa “en el predominio de la primera persona y en el uso de
la experiencia autobiográfica transformada en material novelesco en un buen
número de narrativas producidas por mujeres” (41). Si bien más adelante veremos
cómo se configura este vínculo en el corpus seleccionado, es preciso señalar
ahora que este lazo no solo ha devenido en material novelesco, sino también en
material ensayístico. Prueba de ello son dos de los libros mencionados en la
introducción. La experiencia autobiográfica se infiltra, así, en Ojos y capital, donde si bien la
ensayista Remedios Zafra se pregunta por los vínculos entre la visualidad, la
economía y la sociedad-red, evidencia también que este interés hacia la visión
y la mirada nace de su propia experiencia como miope:
Cuando llego a casa me gusta quitarme la parafernalia social
del cuerpo. No solo los zapatos y la ropa […], sino también la capa superficial
del ojo que me permite vivir en el mundo […]. Encuentro en el gesto con el que
el dedo corazón de mi mano, primero izquierda y luego derecha, rozan mis ojos
para arrastrar y extraer las lentillas una analogía de esta capa de la que les
hablo. Especialmente en casa y frente al ordenador y los libros, siento que mis
ojos aflojan la presión entre sus capas, lo hacen protegiéndose tras unos
gruesos y pesados cristales […]. Seguramente desde afuera o desde el espejo los
ojos tras estos pesados cristales parezcan averiados, ojos miniatura, meros
puntos negros, pero con sus infinitas dioptrías esos cristales pesados o esas
finas láminas como de plástico los hacen operativos (63-64).
En este fragmento vemos, además, cómo las tecnologías
reguladoras de la discapacidad imprimen su poder sobre los individuos. Es
precisamente por este peso que ejercen los dispositivos de mejora de la visión
defectuosa sobre los cuerpos por lo que Remedios Zafra siente ese alivio
inmenso al llegar a casa y desprenderse de esas lentes que, unidas directamente
a su organismo, condicionan de algún modo su percepción y su mirada y
convierten sus ojos averiados en
órganos operativos para el engranaje
social. Algo parecido sucede también en Ojos
que no ven, el ensayo de Paz Errázuriz y Jorge Díaz. En este caso, es el
compañero de Paz quien narra la discapacidad visual de la fotógrafa y coautora
del libro, sugiriendo que es su propia enfermedad la que la ha llevado a
interrogarse por la ceguera y a retratarla una y otra vez en su trabajo
fotográfico, con el objetivo de explorar otros modos de mirar el mundo
determinados por la discapacidad:
Paz se pincha los ojos cada ciertos días
por un problema en su mácula, se los inyecta al menos una vez al mes con un
líquido que en su efecto intraocular le permite mirar mejor el mundo y no
perder la nitidez de la realidad. La degeneración macular es una condición muy
común que ocurre con la edad, porque en la mácula, donde se encuentra también
la fóvea, es donde están las células ultraespecializadas
que permiten enfocar las imágenes en colores y en tonos de grises. Nunca dejo
de pensar en sus ojos, en su mirada inclinada, en el recorrido de estas cámaras
que son sus ojos: ojos que han rescatado justamente lo que la sociedad no
quiere ver y lo ha puesto a completa luz hasta llegar a los ciegos (68).
Pero no solo se alude aquí a la intervención que ejerce la
medicina sobre el cuerpo de la autora, sino que también es posible extraer otra
cuestión fundamental para este trabajo: esa mirada inclinada que, partiendo de la apelación a la enfermedad ocular, y
al igual que sucede en las obras de Halfon, Nettel y Meruane, se proyecta como
una metáfora del trabajo escritural —o fotográfico— desde el lado de la visión
femenina. Desde este planteamiento inicial, vamos a ver de qué modos se
vinculan entonces la discapacidad, la escritura del yo y la mirada feminista,
tres pilares fundamentales para el corpus de estudio[2].
Como ha señalado Mirta Suquet, “la representación literaria
de la enfermedad desde inicios de los noventa generó a nivel global numerosos
textos escritos en primera persona, fundamentalmente autobiografías y/o
autoficciones” (265). Es en este contexto de imbricación de la enfermedad/discapacidad
con las escrituras del yo en el que podemos situar las poéticas del ojo que
cultivan nuestras autoras. Y es que señalan Guerrero y Bouzaglo que “la
enfermedad como condición, como estilo de vida es una constante en la
autorrepresentación de escritores y artistas” (27). Parecen evidentes,
entonces, los lazos de la enfermedad con el relato íntimo, con el “giro
autobiográfico” percibido por Giordano[3]
y, a fin de cuentas, con las narrativas del yo en la medida en que los propios
discursos de la enfermedad hacen pensar que no se puede narrar la enfermedad
fuera de ella, esto es, lejos del padecimiento.
La enfermedad es, junto con la anomalía y la representación
de los cuerpos no-normativos, uno de los temas que atraviesan toda la
producción literaria de Guadalupe Nettel y de Lina Meruane. Este tema, cuya
máxima expresión se da probablemente en los dos libros que analizaremos aquí,
también es el motivo central de la obra con la que Mercedes Halfon irrumpe en
el terreno de la narrativa, tras haber publicado previamente cinco poemarios.
De este modo, El trabajo de los ojos
también se posiciona en la estela de estas obras que problematizan el cuerpo
desde sus discapacidades y vulnerabilidades, inscribiéndose en lo que podríamos
llamar una genealogía de la enfermedad femenina. Las tres autoras trabajan en
sus textos desde la materialidad misma del órgano defectuoso de la vista y
ponen en juego las metáforas de la enfermedad desde la propia biología, lo que
convierte esta discapacidad en mucho más que un correlato simbólico y evidencia
un propósito común: narrar la enfermedad visual y los conflictos derivados de
ella desde la propia experiencia de las autoras.
En El cuerpo en que
nací, situada en un terreno liminal entre la autobiografía y la autoficción,
Guadalupe Nettel narra la historia de su propia infancia, marcada por la
discapacidad y condicionada por múltiples factores que orbitan en torno a ese
estado patológico. La protagonista nace con una mancha sobre la córnea de su
ojo derecho que obstruye la entrada de la luz por la pupila; de este modo,
desarrolla una catarata que limita con mucho su visión. Su condición de
discapacitada desde el momento mismo de su nacimiento le augura un futuro
aflictivo. Por un lado, se entregará durante mucho tiempo al disciplinamiento
de su cuerpo por parte tanto del sistema médico como, en su extensión, del
sistema familiar, con el objetivo último de desarrollar en la medida de lo
posible el ojo deficiente para aproximarlo al imperativo de la norma. Por otro
lado, el uso de un parche en el ojo sano para obligar al ojo defectuoso a
corregirse posiciona su identidad en el terreno inhóspito de la anomalía y, por
ende, de la exclusión social. La narración, que podría llegar a interpretarse
como un “soliloquio terapéutico”, tal y como lo ha hecho Berit Callsen (233),
no es, sin embargo, un soliloquio. Aunque sí tiene un carácter terapéutico, se
construye a modo de diálogo, del supuesto diálogo clínico que mantiene la
protagonista ya en su etapa adulta con su psicoanalista, —aunque no podemos
obviar que la narrataria se mantiene muda durante
todo el texto, lo que intensifica la naturaleza intimista del relato—: “Quiero
que me diga sin tapujos, doctora Sazlavski, si un ser
humano puede salir indemne de semejante régimen. Y si es así, ¿por qué no fue
mi caso?” (Nettel 16). Este carácter sanador que toma la narración, tanto en el
plano mismo de la escritura del relato que nos presenta la autora, como en las
reflexiones que incorpora acerca de la profesión de escritora, será lo que
determine el tránsito desde la anomalía, la marginalidad y la asunción del
estado patológico hacia no solo su superación, sino incluso la puesta en valor
de sus virtudes.
Por su parte, Sangre
en el ojo también tiene como protagonistas unos ojos enfermos. Se trata de
unos ojos que podemos identificar, además, con los de la misma autora, Lina
Meruane, pues son varios los estudios que identifican los rasgos
autobiográficos del texto, inspirado en un acontecimiento real en la vida de la
autora[4], y que lo etiquetan como
autoficcional (Casas, Walst, Bizzarri). En esta
línea, Vázquez-Medina inscribe la novela en lo que categoriza como narrativas del padecimiento, que
estarían conformadas por “aquella[s] historia[s] que articula[n] la experiencia
personal de la enfermedad”[5] (306). Así pues, la segunda
obra de la ya considerada una tetralogía de la enfermedad, integrada por Fruta podrida (2007), Sangre en el ojo (2012), Viajes virales (2012) y Sistema nervioso (2018), cuenta el
proceso por el que una mujer, el doble ficcional de la autora, se va quedando
ciega. El comienzo in medias res de
la novela nos sitúa en el momento justo en que se rompen los capilares de uno
de sus ojos y una repentina bruma de sangre empaña su visión. Después del
accidente, vamos descubriendo que la hemorragia vítrea se produce a causa de
una retinopatía ocular que sufre como síntoma de otra enfermedad: la diabetes.
La visión borrosa y parcialmente opacada y la descripción literaria exenta de
la percepción visual a causa de la disfunción ocular de la protagonista/narradora
se convierten desde el fatídico episodio inicial en hilos conductores del
relato. A estos se añaden, además, otros tres aspectos: el razonamiento sobre
la identidad discapacitada, las formas de lidiar con un sistema médico
neoliberal que se descubre como extensor del biopoder institucional y la
reflexión sobre los vínculos entre la vista y la escritura, desarrollada en el
texto gracias al juego autoficcional.
Al hilo de las transformaciones genológicas que ha
experimentado la literatura hispánica en el siglo XXI, Francisca Noguerol ha
advertido que “los tradicionales diarios de vida han derivado paulatinamente en
cuadernos de apuntes en forma de dietarios del mismo modo que las clásicas
autobiografías están siendo progresivamente superadas por las autoficciones”
(303). De este modo, al igual que el carácter autoficcional y/o autobiográfico
es clave en El cuerpo en que nací y
en Sangre en el ojo y también va a
ser nuclear en la obra de Mercedes Halfon, este último caso se asienta, además,
en este otro distintivo que ha apuntado la crítica española para buena parte de
la producción literaria de los últimos años: su carácter híbrido y misceláneo. El trabajo de los ojos es un libro
fragmentario compuesto casi a modo de diario, dietario o cuaderno de apuntes en
torno a una de las obsesiones de la autora: la enfermedad ocular. Se trata de
una obra heterogénea y heterodoxa en su forma donde lo único que parece claro
es el sustrato autobiográfico de la misma, de tal manera que quizás la única
definición posible para ella sea la de un ensayo autobiográfico o bien la que
ha propuesto el artista argentino Eduardo Stupía: una
“delicada autobiografía ocular”. A partir de una inmersión en su propia vida,
completada con toda una investigación acerca de la oftalmología y de las
enfermedades visuales, Halfon arma un texto con un solo objetivo: “constatar la
relación entre los ojos y la escritura” (Halfon 59). Así, El
trabajo de los ojos está compuesto por un total de cuarenta y siete
fragmentos numerados que construyen una arqueología de la mirada y la identidad
enferma. De este modo, el texto se subleva contra la industria médica y contra
los dispositivos que determinan no solo la salud de la vista, sino también la
graduación, el enfoque, los modos de mirar y la subjetividad misma.
Si hay otro rasgo esencial compartido también por estas
obras es la necesidad que presentan las narradoras/autoras de apelar a la
identidad y, más concretamente, a la construcción de esa identidad a partir del
rastreo médico y familiar de su pasado y su presente, lo que convierte a los
textos en una reconstrucción de su identidad personal, que se configura en los
tres casos como una identidad anómala y marginal a causa de la enfermedad. En
este sentido, adquieren un carácter primordial los estudios de la discapacidad
y, más concretamente, los llamados feminist disability studies o estudios
feministas de la discapacidad, cuyas herramientas se descubren fundamentales
para un acercamiento a estas obras.
Como ha afirmado Garland-Thomson,
una de las máximas exponentes de este campo de estudio, “feminist
disability studies reimagines disability” (1557).
Los estudios de la discapacidad, adscritos en sus inicios tan solo al ámbito de
la medicina “en tanto en cuanto ‘discapacidad’ se relacionaba exclusivamente
con ‘enfermedad’” (Viñuela 33), se abrieron a finales del siglo XX a las
humanidades, que los consideró un ámbito de estudio en el que era crucial
introducirse para poder analizar las implicaciones culturales de la discapacidad.
Fue a partir de esa atención humanística que recibió la discapacidad cuando
esta pudo encontrarse con los estudios feministas de la mano de
Garland-Thomson. Hasta este punto, ni los estudios feministas habían centrado
su atención en la discapacidad, ni los estudios de la discapacidad habían
tenido en cuenta las necesidades específicas de las mujeres (Viñuela 34).
Desde luego no deja de
ser curioso este hecho, pues en el momento en que ambos campos de estudio
confluyeron se manifestaron inmediatamente sus insoslayables relaciones. Los
estudios de la discapacidad y los estudios de género comparten una
característica trascendental: la posición marginal o subalterna que ocupan en
el marco social los sujetos que estudian y las implicaciones o fuerzas que esa
marginalidad ejerce sobre sus identidades vulnerables. En esta misma dirección,
Silvers ha advertido que “the interplay of biological and
social identities […] has become a subject of first-order importance in
disability studies as well as in feminist theory […]. Feminists have been, by far, the
most numerous of philosophical writers on the topic of disability identity” (párr. 26). Y es que la teoría
de la discapacidad también es, al igual que la teoría feminista, la teoría de
la opresión de unos cuerpos por parte de una sociedad y su cultura (Wendell 121). Por tanto, la profesora Susan Wendell afirma que “we need a feminist theory of disability […]
because the oppression of disabled people is closely linked to cultural oppression
of the body. Disability is not a biological given; like gender, it is socially
constructed from biological reality. Our culture idealizes the body and demands
that we control it” (“Toward a Feminist Theory” 104).
Esta idea última del control de los cuerpos al que la
sociedad somete a los individuos es sin duda una cuestión fundamental para
nuestro corpus de estudio. Las tres narradoras, conscientes de esa doble
opresión que sufren, luchan de diversos modos contra las tentativas de
normativización de sus cuerpos. Y es que vivimos inmersos en un sistema en el
que la norma es lo deseable y en el que, como señala Viñuela,
se idealiza a las personas
que, siendo distintas al modelo predominante, se esfuerzan al máximo por
ajustarse a él […] tratando de acomodar su apariencia a los cánones, ocultando
sus diferencias y negando sus dificultades. De este modo, se refuerza como
deseable el modelo dominante y se evita que las personas ‘normales’ tengan que
confrontar la existencia de la desviación que, en último término, cuestiona ese
modelo (43-44).
Desde esta consideración,
es evidente que la enfermedad y la discapacidad son percibidas por el sistema
como desviaciones de la norma que atentan contra el orden social o, en términos
de Susan Wendell, contra las “disciplinas de la
normalidad” (The rejected body 88). Por ello, El
cuerpo en que nací, Sangre en el ojo y
El trabajo de los ojos manifiestan una
firme propuesta: contar, desde la experiencia personal, el desarrollo de una
identidad determinada por la enfermedad y, al mismo tiempo, alzarse contra el
sistema biopolítico que las convierte en víctimas y las relega a los márgenes
de la sociedad. Se enfrentan, de este modo, al dictamen de la “compulsory able-bodiedness” o integridad corporal obligatoria identificada
por Robert McRuer. Esta integridad corporal no es,
como afirma McRuer, una característica neutral del
ser, ni mucho menos una elección, sino más bien “algo que el sistema hace
parecer deseable y obligatorio” (Moscoso y Arnau 140).
Mientras que en Sangre en el ojo la protagonista sí
quiere alcanzar ese estado de integridad corporal perdido a causa de la ceguera
que le provoca la diabetes, la lucha de las protagonistas de El cuerpo en que nací y El trabajo de los ojos por lograr esa
condición se ve interrumpida en el momento en que aceptan su cuerpo
discapacitado y su identidad no-normativa. No obstante, pese a que la
protagonista de Meruane no se rebela contra el sometimiento al dictado de la
normatividad corporal, tampoco se identifica con la construcción identitaria
del sujeto discapacitado. Como señala Ávalos, “la autora elabora un discurso
que desestructura la percepción tradicional de la discapacidad como condición
que condena a la discapacitada a un estado de dependencia, debilidad y
pasividad” (38). De igual manera que busca remediar su ceguera a cualquier
precio para insertarse de nuevo en las dinámicas sociales del rendimiento —más
en términos de capital cultural que de capital económico—, también combate la
extendida asunción que asimila la discapacidad y la femineidad con la
debilidad, oponiéndose a la imagen de un cuerpo, por tanto, doblemente pasivo,
frágil y disfuncional.
Desde este planteamiento,
las tres obras establecen a su manera una batalla contra la imagen social de la
discapacidad y contra el poder que se ejerce sobre los cuerpos. Además,
constatan que la escritura del yo es un modelo más que propicio para abordar la
discapacidad, la función terapéutica y reivindicativa de la escritura y la
crisis de la identidad a partir de la enfermedad. Identidad, corporalidad,
enfermedad y escritura personal se unen en estas obras para tratar la
subjetividad femenina y la subjetividad creadora desde sus fallas, sus
vulnerabilidades y sus potencias subversivas.
El control del cuerpo enfermo: biopolítica y feminismo
La integridad
corporal obligatoria que plantea McRuer y cuyo
mandato sufren las protagonistas de El
cuerpo en que nací, Sangre en el ojo y
El trabajo de los ojos es sin duda
uno más de los síntomas del sistema biopolítico descrito por Foucault, cuyo
centro de acción es el cuerpo. Las prácticas biopolíticas contemporáneas,
además de decidir sobre la vida y la muerte, dominan también las formas de
vida; esto es, controlan y regulan las vidas individuales en pro de un
horizonte común: la articulación y el rendimiento del engranaje social a partir
de la funcionalidad de cada uno de sus individuos. Tal y como observó Foucault:
Ese poder sobre la vida se desarrolló desde el siglo XVII en
dos formas principales […]. Uno de los polos […] fue centrado en el cuerpo como máquina: su
educación, el aumento de sus aptitudes, el arrancamiento de sus fuerzas, el
crecimiento paralelo de su utilidad y docilidad; su integración en sistemas de
control eficaces y económicos, todo ello quedó asegurado por procedimientos de
control característicos de las disciplinas:
anatomopolítica del cuerpo humano (168).
Desde este punto de partida, parece indudable que los
cuerpos enfermos, sometidos a estos mecanismos y disciplinas de control, quedan
al margen de un gran cuerpo social válido en el que deben reinsertarse. Pero,
además, el biopoder atraviesa de manera más acusada los cuerpos de las mujeres,
cuyas vidas administra, jerarquiza y somete doblemente a los mandatos sociales.
De ahí que sea necesario “profundizar en cómo el biopoder actúa específicamente
sobre las mujeres, generando un dispositivo de poder patriarcal” (Fernández 7).
Es evidente que el cuerpo se ha convertido hace mucho en materia política, pero
como han señalado Giorgi y Rodríguez:
ese ser viviente, vuelto objeto de tecnologías de
normalización e individuación, es también el umbral
que amenaza y resiste esos mismos dispositivos de sujeción: si el individuo
coincide con su cuerpo, si el biopoder superpone los mecanismos de control con
la inmanencia de lo vivo, ese mismo cuerpo y ese mismo ser viviente se pueden
tornar línea de desfiguración, de anomalía y de resistencia contra las
producciones normativas de subjetividad y comunidad (10).
Este movimiento del cuerpo domesticado en primera instancia
y rebelado y volteado después hacia el descubrimiento de su propia anomalía
como poder de resistencia frente a las instancias de normativización de su
corporalidad y de su subjetividad es lo que vamos a explorar aquí para el caso
de las obras que nos atañen. Como bien decíamos, las relaciones de poder
penetran en los cuerpos, y sus heridas son mucho más profundas en los cuerpos
femeninos en tanto que el control del cuerpo individual femenino es esencial
para el control del cuerpo social al que aspira la biopolítica. Existe, por
tanto, una anatomopolítica, en términos de Foucault,
del cuerpo femenino que es eminentemente patriarcal. Además, a este control del
cuerpo se une para nuestro corpus de estudio otro hecho fundamental: que la
vista se haya configurado históricamente como el más noble y fiable de los
sentidos —solo habría que pensar en que cuando nos enseñan los cinco sentidos
su orden descendente es vista, oído, olfato, gusto y tacto—. Es por ello que el sentido de la vista se ha visto sometido a un proceso
disciplinatorio mayor, en la medida en que los modos
de ver y de mirar implican también los modos de estar en el mundo y en el
cuerpo social.
Desde este planteamiento, parece claro que los cuerpos
cegados de las tres narradoras sufren una doble opresión por parte de los
sistemas de control biopolíticos. Sus cuerpos discapacitados se descubren como
cuerpos-máquina reparables y en continuo devenir hacia su reinserción en el
sistema de cuerpos funcionales. En este proceso, las dobles ficcionales de
Halfon, Nettel y Meruane se enfrentan a dos instancias opresoras que pretenden
reparar sus cuerpos. Por un lado, está la industria médica y, por otro, la
entidad familiar que, imbuida en ese sistema de integridad corporal
obligatoria, ejerce también sus fuerzas de control sobre los sujetos
discapacitados.
El saber médico, en tanto en cuanto sus herramientas se
revelan hoy como una prolongación de los sistemas de poder,
entiende la enfermedad como un dispositivo que favorece el dominio de los
cuerpos. Y es que este control sería, siguiendo a Roberto Espósito (111), una
forma de inmunización frente a la amenaza y el desequilibrio que suponen para
el orden social los cuerpos no disciplinados ni sujetos a la norma de la salud.
Las vidas de las tres narradoras se encuentran determinadas por la enfermedad y
sometidas, por tanto, a las órdenes de la medicina que, de algún modo,
capitaliza sus cuerpos-ojos. Es más que reseñable, además, que en las tres
obras la institución médica esté representada por sujetos masculinos. Esto es,
sin duda, una manifestación más de que las autoras establecen una relación
directa entre el sistema patriarcal que domina los cuerpos de las mujeres y el
sistema médico regulador, gracias al biopoder, de todos los cuerpos.
La presencia de los oftalmólogos se manifiesta como un
contrapunto fundamental de las narraciones, en la medida en que representan a
la industria médica patriarcal. Este fuerte diálogo que se establece con los
respectivos oculistas de cada una de las protagonistas permite una abierta
conversación entre la medicina como institución normalizadora y las pacientes
en tanto sujetos dominados por ese sistema médico opresor y desubjetivizador.
Y es que, como ha apuntado Canguilhem, “la pareja médico-enfermo solo rara vez
ha sido una pareja armoniosa en la que cada uno de los participantes se
declarase plenamente satisfecho con la conducta del otro” (17). El trabajo de los ojos comienza
directamente con la referencia a la muerte de su oculista, lo que otorga a esta
figura un papel determinante:
El año pasado murió mi oculista. Balzaretti era especialista
en niños, una orientación que suelen tener los que tratan el estrabismo. Es una
de las enfermedades que tengo y, como a todos los que la padecen, me apareció
en la infancia. Hoy la acompañan el astigmatismo y la hipermetropía. Como uso
lentes de contacto y me toco los ojos continuamente, es común que tenga
conjuntivitis. Virales, inflamatorias, papilares, con gigantismo. Las
enfermedades oculares se reproducen (Halfon 17).
Este comienzo posiciona ya al lector frente a dos aspectos
fundamentales para entender la propuesta de Halfon: la enfermedad como elemento
regulador de una vida y la medicina como institución determinante en la
conformación de una identidad. Además, la entidad médica es, como decíamos,
eminentemente patriarcal. Comienza atendiendo a esta protagonista el doctor
Balzaretti; tras su muerte, enseguida debe cambiar de oftalmólogo. Le atenderá
entonces la doctora Horvilleur, aunque esta abandona
a su paciente porque decide retirarse para “pasar más tiempo con sus nietos”
(96), es decir, para seguir cumpliendo con las exigencias sociales impuestas al
género femenino. De este modo, la paciente vuelve a ser tratada por un doctor,
ahora sin nombre, que representará a toda esa industria falomédica que, además, trata a
los pacientes como cuerpos sin identidad:
Estamos en penumbras, él apenas iluminado por la pantalla de
su computadora. Empiezo a contarle mi historia […] Me dice que no va a poder
recetarme anteojos porque, al haber llevado puestos lentes de contacto, mis
retinas están achatadas. Que pida un nuevo turno y que la próxima vez venga
directamente con gafas. […] Me pregunta cuál fue la última gradación de mis
anteojos. No lo sé, pero debería estar en mi historia clínica. ‘Es que hace
tanto que no venís que tu historia no se digitalizó, no la tengo’, me dice
mientras mueve hacia arriba y hacia abajo las flechitas del teclado. No puedo
creer lo que estoy escuchando. […] No estaba en ningún lado (Halfon 97-98).
Sin su historia clínica, sin su informe médico, la paciente
no es nadie, es tan solo un sujeto que debe ser devuelto al marco normativo de
la salud a partir de lo que dicta su ficha clínica. De hecho, a la paciente ni
siquiera se la ve, es un cuerpo en penumbra al que la luz no alcanza, un sujeto
invisible frente a su oculista. Así, Canguilhem advierte que “frente al médico
y para este, un organismo enfermo es solo un objeto pasivo dócilmente sometido
a manipulaciones e incitaciones externas” (18). Algo similar sucede también en Sangre en el ojo, donde Lucina no es
frente al doctor Lekz, su oftalmólogo, más que un cuerpo sin identidad al que
Lekz identificará tan solo por las anomalías o defectos que presenta su cuerpo
(Adrada 183) y, particularmente, sus ojos: “Lucina, doctor, ya sé que no se
acuerda, le dije prometiéndome que llegaría a conseguir que nunca me olvidara. […] Pero su olvido no era yo. Eran todos […] Los
sentaba y bajo su lente se disponía a leer la crónica íntegra de cada ojo.
Sobre esa superficie se le revelaba la identidad de cada paciente” (Meruane
164-166).
Ante el doctor Lekz, Lucina es un cuerpo desposeído de
subjetividad, un cuerpo-máquina dañado en el que él, como garante de la salud,
debe intervenir. Así sucede cuando le impide realizar determinados ejercicios
que podrían comportar el estallido de la sangre en sus ojos: “Que dejara de
fumar, lo primero, y segundo, que no aguantara la respiración, que no tosiera,
que por ningún motivo levantara paquetes, cajas, maletas […] Prohibidos los arrebatos
carnales porque incluso en un beso apasionado podían romperse las venas”
(Meruane 13). Pero también se manifiesta la extensión del biopoder foucaultiano
cuando el doctor actúa directamente sobre el cuerpo enfermo de Lucina en la
sala de quirófano, momento en el que la vulnerabilidad de la paciente es
absoluta y su cuerpo se reduce aún más a ser objeto de trabajo gracias a la
anestesia:
Esto lo vieron otros ojos. Que desde el primer minuto Lekz
enganchó mi párpado hacia atrás para mantenerlo abierto. Que se asomó por mi
pupila distendida. Que abrió tres agujeros en triángulo, uno arriba, uno a cada
lado. Que en cada boquete introdujo un aparato diferente: un alambre coronado
por una lupa potentísima, una pinza multifuncional que cortaba venas y
cauterizaba heridas, un cable de luz para iluminar la retina. Tres filamentos
de metal actuando en conjunto, para podar y quemar y parchar durante muchas más
horas que las tres o cuatro prometidas (Meruane 136).
Los ejercicios que Lucina no puede realizar para evitar la
rotura de sus capilares se contraponen a los que, por el contrario, sí debe
realizar el alter ego de Nettel en El
cuerpo en que nací para domesticar su visión; sin embargo, ambos
mecanismos, el de prohibición y el de obligación, buscan un mismo efecto: el
control de los cuerpos. En este caso, los oftalmólogos de la narradora —que
son, además, nuevamente hombres, primero el doctor Pentley
y después el doctor Zaidman— la obligan a realizar
una serie de ejercicios rutinarios para luchar contra el estrabismo:
Les aconsejaron [a sus padres] someterme a una serie de
ejercicios fastidiosos para que desarrollara, en la medida de lo posible, el
ojo deficiente. Esto se hacía con movimientos oculares semejantes a los que
propone Aldous Huxley en El arte de ver,
pero también […] por medio de un parche que me tapaba el ojo izquierdo durante
la mitad del día. […] Llevarlo me causaba una sensación opresiva y de
injusticia. Era difícil aceptar que me lo pusieran cada mañana y que no había
escondite o llanto que pudiera liberarme de aquel suplicio. Creo que no hubo un
solo día en que no me resistiera (Nettel 12).
El control que ejerce la
medicina como una extensión del poder político se encuentra, además, respaldado
por el poder represor o controlador que ejerce la familia como instrumento
también de control del cuerpo femenino. Este hecho es extensible a las tres
obras, pues todas presentan figuras maternales y paternales opresoras que, en
lugar de negarse al mandato de la medicina y defender la autonomía de sus
hijas, ejecutan sobre sus cuerpos las mismas fuerzas que dicta el sistema
biopolítico. El cuerpo femenino se descubre entonces como un lugar donde
confluyen diversas opresiones, también la familiar. Así sucede, especialmente,
en El cuerpo en que nací, donde la
madre se descubre como un sujeto autoritario que quiere, por encima de todo,
devolver a su hija a un estado no patológico:
Su idea consistía en
llevarme allá [un hospital en Filadelfia] en cuanto empezaran las vacaciones y
esperar, instaladas ahí, a que hubiera un donante. Sin embargo, doctora, esos
planes no tomaban en cuenta un factor de cierta relevancia: mi opinión. De modo
que cuando –en vez de las palabras arreboladas de gratitud y consentimiento que
ella esperaba oír– mis labios profirieron una tajante negativa, mamá se quedó
sin habla. Aun así no se detuvo. […] De cualquier
forma yo era menor de edad y haría lo que ella dijera. La ley lo ordenaba así.
Le expliqué para provocarla que a mí me gustaba mi aspecto de Cuasimodo y que
quedarme con él era mi manera de oponerme al establishment (Nettel 190).
Pero no solo va a luchar
contra la enfermedad ocular de su hija, sino también contra cualquier
desperfecto que pueda situarla fuera de la norma, sea esto una enfermedad
propiamente dicha o cualquier tipo de anomalía que atente contra el ideal de
salud y belleza: “a mí se me entrenaba a ver con la misma disciplina con que
otros preparan su futuro como deportistas. Pero la vista no era la única
obsesión en mi familia. Mis padres parecían tomar la infancia como una etapa
preparatoria en la que deben corregirse todos los defectos de fábrica con que
uno llega al mundo” (Nettel 15). No obstante, pese a la actitud crítica y
desconfiada que manifiesta al inicio, viéndose sometida por mucho tiempo a esta
presión disciplinatoria, la propia narradora acaba asimilando en cierto punto
de la narración esos mismos mecanismos de control que ejercen sobre ella; este
proceso supone, sin duda alguna, uno de los mayores logros del sistema
biopolítico, que termina inoculando sus doctrinas a los mismos individuos que
las padecen:
Ahora sospecho que detrás
de todos mis argumentos revolucionarios se escondía una razón más poderosa: el
miedo terrible al fracaso de esa posibilidad, es decir a que operaran con
resultados nulos o desastrosos. Hay que admitir que mi madre hablaba desde la
tribuna del sentido común. Por lo menos en nuestra escala de valores, la salud
siempre ha estado antes que la belleza. Permitir que mi ojo se anquilosara por
completo no solo era echar por la borda los esfuerzos y los ejercicios de la
infancia, el suplicio del parche, las gotas de atropina, sino renunciar al buen
funcionamiento de mi cuerpo (Nettel 190-191).
Sin embargo, en el
momento en que se confirma que la deseada operación[6] no podrá finalmente
realizarse, se produce un giro decisivo en la psicología del personaje. Pese a
los frutos que han dado los ejercicios a los que se ha sometido para
desarrollar el nervio óptico, su córnea está pegada a su cristalino, de forma
que es imposible extraer la catarata sin correr demasiados riesgos (Nettel
193). Cuando debe entonces asumir la imposibilidad de corregir su defecto a
pesar de los esfuerzos realizados, termina aceptando su cuerpo enfermo y
anómalo y renunciando a esa obligada pertenencia al establishment
y al marco normativo de la salud:
Mis ojos y mi visión
siguieron siendo los mismos, pero ahora miraban diferente. Por fin, después de
un largo periplo, me decidí a habitar el cuerpo en el que había nacido, con
todas sus particularidades. A fin de cuentas era lo
único que me pertenecía y me vinculaba de forma tangible con el mundo, a la vez
que me permitía distinguirme de él (Nettel 194-195).
Esta misma asunción y
reivindicación del cuerpo-ojo enfermo se descubre también en El trabajo de los ojos. La narradora ha
pasado toda su vida imbuida en la batalla contra la discapacidad, entre sus
innumerables visitas a hospitales y consultas oftalmológicas y las
investigaciones que realiza, motivada por su propio padecimiento, sobre la historia
de la oftalmología y de las enfermedades oculares. Sin embargo, hacia el final
del libro, cambia su forma de entender la enfermedad; se apropia de ella y la
convierte en un símbolo de su identidad: “Abandono, en cierto modo, mi obsesión
por los ojos suyos, míos, de los que me rodean. Una nueva luz baja con los años
hace cambiar la perspectiva, los focos de importancia” (Halfon 96). También
ella se libera del mandato de la integridad corporal obligatoria que ha
desplegado el régimen biopolítico. Este orden ha sometido las vidas de las
narradoras de El cuerpo en que nací y
El trabajo de los ojos a la industria
médica, pero ambos personajes logran escapar de esa visión normativa y
coercitiva de los cuerpos mediante la rebelión frente al sistema y la
aprobación final de su visión, una
visión desviada, deforme o extraviada.
No sucede así, por el contrario,
en Sangre en el ojo, pues Lucina
perseguirá hasta la última posibilidad de recuperar la visión, sin importar lo
que cueste. De este modo, el libro de Meruane termina con la petición por parte
de la narradora a su doctor de que, agotadas ya todas las posibilidades
previas, le realice incluso un trasplante de ojos para alcanzar una visión
hegemónica. Sin embargo, en ninguna de las tres obras, pese a los diversos
procesos médicos que experimentan las narradoras, se logra devolver esos ojos
enfermos a la normalidad[7]. Es
más, ese es el punto más interesante que tienen en común. No en vano, este
fracaso se revela precisamente como la derrota del régimen biopolítico que
aspira a gobernar los cuerpos de estas tres mujeres y a devolverlos a la norma.
Estas diferencias que se advierten entre El
cuerpo en que nací y El trabajo de
los ojos, por un lado, y Sangre en el
ojo por otro tienen que ver muy posiblemente con la distinción de lo
anormal frente a lo patológico (Canguilhem, “Lo normal y lo patológico” 137).
El estado de anomalía es el que manifiestan las dobles ficcionales de Nettel y
Halfon porque sus desórdenes visuales no derivan de ninguna otra enfermedad y
las sitúan, por tanto, más como sujetos discapacitados que como sujetos
propiamente enfermos. En contraposición, el estado patológico se manifiesta en
la narradora de Sangre en el ojo
porque su deficiencia visual, que terminará en ceguera absoluta, se descubre
como un síntoma de una enfermedad propiamente dicha: la diabetes. Por tanto,
esta disparidad es decisiva en la medida en que determina no solo diferentes
posicionamientos respecto a la identidad enferma o discapacitada, sino también
respecto a la actitud creadora que presenta cada una de las narradoras.
Por ello, el ojo enfermo
se descubre en las tres obras no solo como una instancia de resistencia frente
a los sistemas de normativización de los cuerpos, sino también como una
metáfora de la posibilidad de otras miradas escriturales desde un enfoque o
des/enfoque de género. Y es que, como ya ha apuntado Pallasmaa: “la mirada
defensiva y desenfocada de nuestro tiempo, sobrecargada sensorialmente, puede
finalmente abrir nuevos campos de visión y pensamiento liberados del deseo
implícito de control y poder del ojo. La pérdida de foco puede liberar al ojo
del dominio patriarcal histórico” (Pallasmaa 13).
Escribir gracias
a/escribir a pesar de: el ensayo clínico
de la literatura
La enfermedad
supone en las tres obras una potencia de producción discursiva. No en vano, las
tres narradoras tienen en común tanto las enfermedades oculares que padecen
como la relación estrecha que establecen con el ejercicio de la literatura. Es
posible afirmar que la discapacidad visual conduce a las protagonistas de El cuerpo en que nací y de El trabajo de los ojos a la práctica de
la escritura, que se convierte en un punto de fuga y en una vía de rebelión
contra la domesticación de los cuerpos y su doblegamiento
ante las fuerzas de control de la medicina. Por su parte, la relación que
establece la narradora de Sangre en el
ojo con la literatura es otra.
La salud se entiende hoy como la condición ideal para la
producción; por ello, Lucina se niega a escribir mientras esté enferma. Rechaza
la obligación de ser un individuo funcional para el sistema y busca, así,
escapar del circuito del capital. Sin embargo, tanto para Nettel como para
Halfon, la literatura supone una forma de alejarse del sistema de gobernabilidad
de la salud y los cuerpos. Sus dobles ficcionales escriben porque entienden
precisamente la literatura como una forma de producción improductiva que las
sitúa en un afuera de los circuitos del capital y del trabajo. De este modo,
cada obra se establece, a su manera, como un ejercicio de resistencia frente al
imperio del capital y la norma de la salud. Tanto la escritura como la
no-escritura se alzan en estas narradoras como mecanismos de insurrección
frente a una doble opresión: por un lado, la de género y, por otro, la de la
discapacidad.
A las narradoras que construyen Halfon y Nettel, la
discapacidad visual les permite encontrar, desde esa discapacidad, un mayor
sentido a su proyecto escriturario. Y es que en estas obras la enfermedad se
reivindica como el derecho a la producción de “capital literario”, de manera
que, en esas vidas marcadas por la enfermedad, la práctica de la escritura
otorga una posibilidad de resistencia ante las biopolíticas que pugnan por
volver a introducir esos cuerpos-ojos en el sistema normativo de la salud. El
desbordamiento identitario que genera la enfermedad es lo que inocula en ellas
el impulso creativo. Pero es importante volver a un punto por el que hemos
pasado muy rápidamente: el de la discapacidad de las narradoras de Halfon y
Nettel en oposición a la enfermedad de la narradora de Meruane. Esta cuestión
es determinante porque prescribe de algún modo la actitud de estas mujeres
frente a la escritura. De hecho, la misma narradora de Halfon repara en esto
cuando reconoce lo siguiente: “no puedo imaginarme cómo será no ver en
absoluto, por más que sin lentes mi visión sea insuficiente” (21).
Desde este planteamiento, parece acertado observar
precisamente en esta diferencia la antítesis que se descubre entre la improductividad
que genera la enfermedad en la novela de Meruane y la productividad literaria
que origina la discapacidad en El cuerpo
en que nací y en El trabajo de los
ojos. El estrabismo que padecen las narradoras de estas últimas obras es
diferente a la ceguera progresiva de Lucina porque en estos casos, aunque los
ojos están extraviados y tienen, por ello, una visión parcial o desviada, sí
pueden ver. De este modo, la doble ficcional de Halfon afirma que “la escritura
sería una forma de orientación posible, un mapa, una suerte de prótesis que
conecta el interior con el exterior” y que ayuda a esos ojos extraviados a
descubrir hacia dónde deben dirigirse (57).
Ella misma se pregunta por su propia inclinación a la
lectura y la escritura. Cuenta que le apareció de niña —etapa en la que
habitualmente se produce el estrabismo—, a los 8 años, y la relaciona con la
marginalidad en que la posicionaba el uso de anteojos, que provocó que sus
compañeros de colegio la llamaran Chilindrina
por el parecido que advertían en ella con el personaje de El Chavo del 8 (38-39). Por tanto, si algo está claro es que la
discapacidad visual y física ubica su identidad en los terrenos de la anomalía
y de la exclusión social:
Deseo para mi hijo, como quien desea que no le falte nada,
que no le falte visión. Supongo que toda la gente valiosa en este mundo ha sido
hostigada en la infancia por alguna razón. Ser el nuevo en la escuela, no usar
zapatillas de marca, tener ortodoncia, tener piojos, ser gordo, ser petiso,
tener rulos. Los niños perfectamente adaptados a la escolaridad deben ser los
perfectamente adaptados al sistema de adultos […] Usé anteojos en mi infancia.
Anteojos muy gruesos debajo de los cuales había unos ojos cruzados. Quiero salvarme.
Pensar que esto me hizo especial (Halfon 86).
Esta misma posición marginal también la ocupa en su infancia
la narradora que construye Guadalupe Nettel. A causa de su defecto visual y, en
consecuencia, físico, se sitúa en un lugar excéntrico y se somete también a la
burla de sus compañeros de colegio. Su situación marginal es la que genera en
ella la inclinación por la lectura y la escritura. Pero no solo eso. La
literatura también se va a configurar de algún modo como una instancia no solo
de resistencia, sino también de desmarginalización, lo que le otorga un lugar
primordial en la narración:
Apuntaba historias en las que los protagonistas eran mis
compañeros de clase […]. Aquellos relatos eran mi oportunidad de venganza y no
podía desperdiciarla. La maestra no tardó en darse cuenta y […] decidió
organizar una tertulia literaria para que pudiera expresarme. No acepté leer en
público sin antes asegurarme de que algún adulto se quedaría a mi lado esa
tarde hasta que mis padres vinieran a buscarme […]. Sin embargo, las cosas
ocurrieron de una forma distinta a como yo esperaba: al terminar la lectura
[…], los niños de mi salón aplaudieron emocionados. Quienes habían
protagonizado la historia se aproximaron satisfechos a felicitarme, y quienes
no, me suplicaron que los hiciera partícipes del siguiente cuento. Así fue como
poco a poco adquirí un lugar particular dentro de la escuela. No había dejado
de ser marginal, pero esa marginalidad ya no era opresiva (Nettel 19-20).
La desmarginalización parcial de la protagonista se produce,
entonces, gracias a la literatura. Esa identidad nerd de la narradora de algún modo la salva del escarnio que
provoca en sus compañeros su aspecto físico; la escritura se convierte,
entonces, en “una suerte de prótesis que le permite adaptarse mejor a un mundo”
(Martínez 83). No en vano, Gutiérrez y Sánchez han señalado incluso que Nettel
“dirige el relato como un retorno al pasado para mostrar la constitución de una
identidad relacionada con la vocación por la escritura” (86) y han identificado
como uno de los ejes vertebrales del libro “la búsqueda y [el] hallazgo
personal de la escritura como ‘lugar en el mundo’” (87). Si bien la literatura
ayuda a combatir la marginalidad de la autora/narradora, sin duda el elemento
más determinante continúa siendo su aspecto físico. Corregir la visibilidad de
su estrabismo es fundamental durante su etapa de formación. Pero sus ojos
vuelven a desviarse cuando ella deja de usar el parche corrector. Por ello, la
ausencia de la anomalía física que comporta el uso del parche deriva
irremediablemente en la discapacidad de su visión nuevamente torcida:
El efecto corrector del
parche había dado resultados sobre todo en lo que se refiere al estrabismo.
Gracias a él, durante casi diez años mis ojos estuvieron alineados. Sin
embargo, cuando dejé de ponérmelo, el ojo se fue acostumbrando a las delicias
de la pereza y, cada vez más anquilosado, se acercaba a la nariz con una
languidez exasperante. Obligarlo al movimiento habría requerido que me tapara
el ojo trabajador y, por lo tanto, que me infligiera mí misma aquello que tanto
detesté y sufrí durante la primera infancia. Debía entonces elegir entre la
disciplina del suplicio en aras de una normalidad física –que de todas formas
jamás será absoluta– o la resignación. […] Otra vez había vuelto a ser una outsider –si es
que alguna vez había dejado de serlo (Nettel 117-118).
Así pues, no le queda
otro remedio que asumir definitivamente su discapacidad y, con ello, su
anomalía física y su posición en los márgenes de una sociedad que se rige por
la norma de la salud. La escritura se convierte nuevamente en su refugio, y se
ampara en ella para emprender una batalla en búsqueda de la aceptación de su
identidad: “Estoy escribiendo una novela sobre mi infancia, una autobiografía”
(180). Por tanto, la literatura se descubre como un ejercicio terapéutico y
sanador con el que saldar cuentas con su infancia: “Por fin he vuelto a
escribir con disciplina. Se trata de una sensación renovadora y tonificante,
como tomar una sopa caliente en una tarde de gripe” (188). Lo mismo sucede
también en El trabajo de los ojos,
donde la narradora confiesa: “Pienso en escribir más, todos los días, encontrar
una rutina” (Halfon 59). De ahí que sea posible afirmar que este estado
discapacitado y a medio camino entre la salud y la enfermedad propicia en ambas
narradoras tanto la vocación por la literatura, motivada por la marginalidad,
como el ejercicio de la escritura en tanto práctica terapéutica.
En contraposición a estos
dos personajes, el cuerpo completamente enfermo de Lucina en Sangre en el ojo y su ceguera derivada de la diabetes obstaculizan la
escritura. Lucina practica tanto la escritura académica, pues se encuentra
realizando su tesis doctoral sobre la enfermedad en la literatura
latinoamericana, como la escritura literaria. Pero el acontecimiento que supone
la patología visual en tanto síntoma de su enfermedad genera en ella, como bien
anota Nerea Oreja, “reflexiones sobre la posibilidad de seguir o no escribiendo
y de seguir siendo a través de la escritura” (“La escritura del desarme” 9):
“me había quedado un momento pensando en la palabra escritora junto a un verbo
puesto en pasado, en el pasado de los libros que había escrito y que ya no
estaba segura de poder seguir escribiendo” (Meruane 118). Como escritora de
ficción utiliza el pseudónimo Lina
Meruane, de manera que establece su figura autorial como un ente
diferenciado. Este juego le sirve, además, para incluir la identidad de autora
de la Lina Meruane real, fuera del plano de la ficción y consolidar, así, su
figura. Pero la retinopatía que le hace perder la vista le obliga también a
abandonar su profesión de escritora y, con ello, su identidad escritural:
Escribir era un ejercicio
formal, puro malabarismo. Sería más fácil aprender el braille, que requería
dedos, que intentar trabajar de oídas. Pero por qué no lo intentás,
dijo ella, muy resuelta […]. No, Silvina, […] le dije, sombría, sintiendo que
mis palabras reticentes rechinaban en el silencio que entonces se produjo. ¿Vos
te das cuenta de que estás haciendo desaparecer a Lina Meruane? Y yo, sin
titubear, le dije que Lina Meruane resucitaría en cuanto la sangre quedara en
el pasado y yo recuperara la vista (Meruane 156).
Lucina se opone a
escribir mientras no recupere la visión. La ceguera motiva en ella un ejercicio
consciente de autocensura porque, en tanto sujeto enfermo, se niega a fungir
como un individuo productivo para el sistema. De este modo, concentra todas sus
energías en la batalla contra la enfermedad y dirige sus esfuerzos a buscar una
cura para su patología. Por tanto, mientras que la identidad escrituraria de las
narradoras de El cuerpo en que nací y
de El trabajo de los ojos se conforma
a partir de su discapacidad visual, la identidad de la Lina Meruane ficticia,
aquella que se descubre como el pseudónimo de escritora de Lucina,
se desvanece a causa de la ceguera. Con todo, ambas posturas descubren un
ejercicio de rebeldía frente al sistema que impulsa la normativización y
domesticación de sus cuerpos; y, a su vez, desenmascaran la escritura y su
rechazo, la no-escritura, como dispositivos para resistirse al control de sus
vidas y de sus discapacidades. Desde este planteamiento, la inscripción en
estas obras de la vocación literaria, del conflicto con la escritura o de la
profesión de escritora se manifiesta como un ensayo clínico o una puesta en
escena de la literatura y sus posibilidades tanto rupturistas con el statu quo como, al mismo tiempo,
resilientes y cicatrizantes.
Enfermedad,
visión y escritura: a modo de conclusión
La tríada conformada por enfermedad,
visión y escritura construye una literatura que se levanta contra el sistema
médico y sus mecanismos normativizadores, pero
también contra la mirada hegemónica patriarcal. Los cuerpos-ojos enfermos de
Halfon, Nettel y Meruane se desvían de su trayectoria y se sitúan en un afuera
del campo de visión establecido. Así, estas poéticas del ojo sitúan en el
centro “la materialidad de los
cuerpos de las mujeres” (Gallego 92) porque, “en
última instancia, la subjetividad y el punto de vista tienen un principio
fisiológico antes que psíquico” (Halfon 31). Por tanto, estos cuerpos
no-normativos con una mirada disfuncional se descubren como organismos de
resistencia frente a los poderes institucionales que aspiran a gobernarlos.
Partiendo de una
escritura en mayor o menor medida autobiográfica, las tres obras aúnan la
perspectiva de género y la reflexión sobre la enfermedad y los mecanismos
biopolíticos para enfrentarse, desde la literatura, a esa doble opresión que
sufren las narradoras. Como hemos visto en este análisis, mientras que la
ceguera casi total de Lucina le impide seguir escribiendo, la ceguera parcial,
la visión deficiente o la discapacidad visual de las dobles ficcionales de
Halfon y Nettel las impulsa a escribir. En cualquier caso, las tres narraciones
nos descubren formas insumisas de vivir con
la enfermedad, como sería el caso de El
trabajo de los ojos y de El cuerpo en
que nací, o contra la enfermedad,
como sucede en Sangre en el ojo.
Desde este planteamiento, manifiestan no solo que la literatura sea un
instrumento capaz de alumbrar nuevos ángulos desde los que mirar la enfermedad,
sino también que la escritura es capaz de despatologizar
en cierta medida a los sujetos discapacitados.
En definitiva, es posible
alegar que aquello que para el sistema médico es un desajuste que hay que
corregir, arreglar o remediar para volver a insertar ese cuerpo disfuncional en
el sistema de salud-visión normativa, se muestra sin embargo como una condición
favorable para la práctica de la escritura o para el sistema literario mismo,
que ve en los ojos enfermos o extraviados uno de esos puntos ciegos que busca
continuamente para pensar la realidad de otros modos. Por tanto, lo que para la
medicina es un defecto que posiciona a esos individuos en un espacio de
vulnerabilidad y marginalidad, para la literatura supone, de algún modo, un
des/enfoque que le permite mirar al mundo desde el cuerpo, el género y la
no-normatividad del sujeto enfermo. Así, no hay mejor manera de concluir este trabajo
que mostrar el final de El trabajo de los
ojos, donde Halfon ofrece una imagen impactante en la que ese órgano
discapacitado que ha motivado la intervención disciplinatoria de la medicina se
convierte, para la literatura, en absoluta belleza:
Voy a un almuerzo de trabajo en el restaurante de un museo.
[…] Entre los presentes hay un escritor y editor de cierta edad al que respeto
mucho. Es la primera vez que lo veo en persona. […] Lo más extraño sucedió al
principio, cuando llegué, acalorada y tímida, después de unas largas cuadras a
pie bajo el sol de enero. ¡Qué lindos
ojos! Me dijo. ¿A verlos? Y los abrí (99) [8].
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Date of reception: 19/10/2020
Date of acceptance: 31/12/2020
Citation: Pascua Canelo,
Marta. “Ojos enfermos: discapacidad,
escritura y biopolítica en Halfon, Nettel y Meruane”. Revista Letral, n.º 26, 2021, pp. 75-106. ISSN 1989-3302.
Funding data: Esta investigación ha podido realizarse gracias a la financiación del
programa de contratos predoctorales FPU del Ministerio de Innovación, Cultura y
Deporte del Gobierno de España (FPU17/00485) y forma parte de los resultados de
investigación del proyecto “Exocanónicos: márgenes y
descentramiento en la literatura en español del siglo XXI”
(PID2019-104957GA-I00) concedido por el Ministerio de Ciencia e Innovación
(España) y del GIR de Estética y Teoría de las Artes (Universidad de Salamanca,
Instituto de Iberoamérica).
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is under a Creative Commons Attribution-NonCommercial,
3.0 Unported license.
[1] En el caso específico de Sangre en el ojo sí existe algún trabajo que atiende a estas
relaciones entre escritura y discapacidad visual, como es el caso de los
artículos firmados por Nerea Oreja “Sangre
en el ojo. Reflexiones en torno a la enfermedad, la postmemoria y la
escritura” y “La escritura del desarme como punto de encuentro entre la
enfermedad y la memoria en Sangre en el
ojo”.
[2] Si bien este trabajo pone el foco en la literatura
latinoamericana, es preciso señalar que el auge de la enfermedad y la
discapacidad como tema literario es extensible a la literatura española. Prueba
de ello son, por ejemplo, Clavícula,
de Marta Sanz o Lectura fácil, la
aclamada novela de Cristina Morales. Además, es reseñable aquí que, pese a que
la novela de Morales se centra en la discapacidad intelectual, también la
enfermedad ocular ostenta cierto peso en el libro en la medida en que varias de
las protagonistas presentan algún defecto visual.
[3] Cabe apuntar que Giordano inscribe su teoría en el contexto
de la literatura argentina, si bien este giro resulta extensible en buena
medida a la literatura escrita en español en los últimos años. Define el giro
autobiográfico, más concretamente, como un “movimiento perceptible no solo en
la publicación de escrituras íntimas […], sino también en relatos, en poemas y
hasta en ensayos críticos que desconocen las fronteras entre literatura y ‘vida
real’” (Giordano 13).
[4] Sobre este punto se remite a Susana Reisz.
[5] La cursiva es mía.
[6] En relación con la cirugía médica, es interesante apuntar
otra reflexión que se extrae de estas obras, vinculada a las relaciones
actuales entre la medicina y el neoliberalismo. Si bien no es posible
profundizar en ello, “en la actualidad el motor de la medicalización neoliberal
resulta ser, no ya la optimización biopolítica de la población, como lo
enfocará primordialmente Foucault, sino la incorporación de la vida y la salud
al proceso mercantil” (Suquet 270). Este es un aspecto que también abordan Sangre en el ojo y El cuerpo en que nací. En la primera de ellas el seguro médico no
está dispuesto a pagar la millonaria operación que se le ha realizado a la
paciente, y en la segunda se revelan los esfuerzos económicos que ha realizado
la familia para poder costear la futura operación de la hija: “había ahorrado
[la madre] desde mi nacimiento para poder costear el precio de una cirugía en
el mejor hospital de Estados Unidos” (Nettel 189).
[7]
En Sangre en el ojo realmente no se
llega a saber porque la novela presenta un final abierto. No obstante, la única
certeza es que la primera operación no funciona porque no le devuelve la vista
a Lucina y que la posibilidad del trasplante de ojos es tan remota que la
crítica ha llegado a percibir aquí los posibles nexos con las categorías de
siniestro, grotesco o monstruoso por el deseo que vierte la narradora sobre la
posesión de los ojos de Ignacio, su pareja, para el trasplante.
[8] La cursiva es mía.