Jorge por
Jorge: las Coplas de Manrique analizadas y repoetizadas por Borges
Jorge by
Jorge: The Coplas of Manrique Analyzed and Repoetized by
Borges
Javier Roberto González
Universidad Católica Argentina – CONICET, Facultad
de Filosofía y Letras – Centro de Estudios de Literatura Comparada–Academia
Argentina de Letras, javier_gonzalez@uca.edu.ar
ORCID: 0000-0002-3389-1992
Mediante un análisis del
ensayo que Jorge Luis Borges dedicó a las Coplas
a la muerte de su padre de Jorge Manrique, conjuntamente
con las varias reescrituras que el autor argentino hace de ellas en su
poesía, nos proponemos demostrar que no es en el logos argumentativo o analítico donde Borges interpreta mejor sus
lecturas, sino en el mythos de su
praxis poética y en la reescritura creativa de sus fuentes. Borges,
incomparable poeta y narrador pero crítico arbitrario y rebatible, solo lee
bien repoetizando, y solo poetiza bien releyendo, porque para él leer y
poetizar constituyen un único acto creativo.
Palabras clave:
Jorge Manrique; Jorge Luis Borges; muerte; reescritura.
ABSTRACT
Through an analysis of Jorge Luis Borges’ critical
essay devoted to Jorge Manrique’s Coplas
a la muerte de su padre, together with the various rewritings of them along
the poetical works of the Argentinian writer, we aim to demonstrate that Borges
does not interpret his readings by arguing or analyzing them logically but
rewriting them mythically and poetically. Borges, unparalleled poet and
storyteller but high-handed and refutable critic, reads well just by
repoetizing, and poeticizes well just by rereading, because he understands
reading and poetizing as an only creative act.
Keywords: Jorge Manrique; Jorge Luis Borges; death; rewriting.
1. Borges analiza
a Manrique
Los nombres de
Jorge Manrique y de su obra más célebre, las Coplas a la muerte de su padre, aparecen en el corpus borgeano
desde los años veinte hasta los ochenta, mediante una gama de referencias que
van desde la breve y ocasional mención hasta un ensayo íntegramente dedicado al
análisis de la figura del poeta y de su texto. No es nuestro propósito
ocuparnos de cada una de estas menciones[1],
sino centrarnos en un artículo de 1928 en el que por única vez Borges
condesciende a un análisis y a una valoración crítica fundamentada de las Coplas de Manrique, para interpretar y
poner seguidamente en contraste las opiniones y los juicios allí formulados con
la praxis literaria del propio Borges, quien en su mester poético recae en ideas, actitudes y procedimientos muy
similares a los que le merecen reprobación o escasa valoración en el poema de
Manrique. Como casi siempre sucede con Borges, la mejor –la única– forma de
leer es reescribir, y es generalmente en la reescritura, más que en el análisis
crítico, donde su poder de captación de los valores y las posibilidades de un
texto suele alcanzar su máxima manifestación. Cuando más y mejor analiza Borges
un poema, cuando más lejos llega en su interpretación, es cuando lo repoetiza
en su propia escritura.
En su ensayo de 1928, “Las coplas de
Jorge Manrique”, Borges parece acometer su análisis munido solamente de dos
guías críticas previas –no había muchas más en aquellos tiempos–, la de Manuel
Quintana, que avala, y la de Menéndez y Pelayo, a quien refuta en su refutación
de Quintana:
La más escuchada voz que [en] verso español habló de la
muerte, es la de Manrique. Manuel José Quintana, decente crítico y poeta
ilegible, censuró esa voz; Menéndez y Pelayo, crítico justicieramente famoso,
censuró la censura. Arguye Quintana: “Al ver el título de esta obra, se esperan
los sentimientos y la intención de una elegía, tal como el fallecimiento de un
padre debía inspirar a su hijo. Pero las coplas de Jorge Manrique son una declamación,
o más bien un sermón funeral sobre la nada de las cosas del mundo, sobre el
desprecio de la vida y sobre el poderío de la muerte.” Menéndez y Pelayo lo
ataja, señalándole que de las cuarenta y tres coplas que son el total de la
composición[2], diecisiete se contraen al
elogio fúnebre del Maestre. Dice también que el pudor filosófico y señoril con
que Manrique reprime sus lágrimas y anega su propio dolor en el dolor humano,
es el mejor mérito de la obra. Llama doctrinal
de la cristiana filosofía a las coplas y alude a Bossuet. Por su ademán,
esos pareceres de Menéndez y Pelayo son una refutación de Quintana; bien
mirados, son su confirmación (El idioma
de los argentinos 81-82).
El fragmento no solo se endereza al análisis de Manrique,
sino al de Quintana y, sobre todo, al de Menéndez y Pelayo; no se trata solo de
mostrarle al lector cómo son las Coplas
mediante un aval a Quintana y una censura a Menéndez y Pelayo, sino también de
mostrarle simbólicamente a este último, a quien con ironía se calificó antes de
crítico justicieramente famoso, que
como crítico no ha entendido nada, pues creyendo deprimir la postura de su
rival no ha hecho otra cosa, con sus argumentos, que fortalecerla y
confirmarla. Adviértase de paso la obviedad con que Borges determina su
estrategia discursiva a todas luces parcial, al recurrir a la cita textual del
reivindicado Quintana, y en cambio a una más imprecisa y relajada paráfrasis de
las opiniones del impugnado Menéndez y Pelayo[3].
Para Borges, como para Quintana, las Coplas
son antes un sermón funeral que una elegía, antes una meditación doctrinal
sobre la fugacidad de la vida y la vanidad de las cosas de este mundo que un
lamento sinceramente llorado por la muerte de un ser querido; deplora en ellas
el exceso de un elogio impersonal y frío, y el defecto de una explícita
manifestación de dolor:
[…] ¿no es todo eso, acaso, sermonero a más no poder y nada
elegíaco? El elogio fúnebre, por ejemplo, y más en el sentido civil en que lo
encara Jorge Manrique, no es directa queja filial, es justificación ante
forasteros […]. Una cosa es la foja de servicios del conde de Paredes […], y
otra es la intimidad del dolor que su muerte debió inferir al ánimo de un hijo
suyo. No por mucho batallar con todos los moros de la morería, acrecienta un
hombre el amor filial que deben profesarle (El
idioma de los argentinos 82-83).
Para Borges el dolor expresamente
confesado es un ingrediente inexcusable de la elegía, un tipo de textualidad
mortuoria que viene así a diferenciarse del mero epitafio, más centrado en la
síntesis biográfica puramente laudatoria, según distingue el propio Borges en
un prefacio de 1931[4]. No podemos ahondar mucho
más aquí en estos deslindes, que nos llevarían a tratar con demora sobre la
cuestión, largamente debatida, del género de las Coplas; baste con señalar que, tras las huellas de Quintana y
Menéndez y Pelayo, los estudiosos han seguido dividiéndose entre los
partidarios de una genericidad dominante de índole doctrinal, y quienes ven
ante todo y pese a todo en el poema un genuino temple elegíaco[5]. Sigamos, mejor, escuchando
a Borges:
No descreo de la eficacia estética de las Coplas. Afirmo que son indignas de la
Muerte: eso es todo. En ellas está la forzosidad del morir, pero nunca lo
disparatado de ese acto ni el azoramiento metafísico a que nos invita ni un
esperanzarse curioso en la inmortalidad (El
idioma de los argentinos 84).
Releo las Coplas y
compruebo que es el pensamiento de que lo pasajero no existe. Para Manrique (y
para todo español en trance de filosofar), la perdurabilidad es la única forma
del Ser. El esqueleto sobrevive a su portador, luego el esqueleto es más real
que el hombre. Las ruinas de Itálica sobreviven (sobremueren) a la ciudad,
luego su intemperie de hoy es verídica y su gentío de ayer es una ficción (El idioma de los argentinos 84-85).
Según la primera cita, la prevalencia de la admonición sobre
lo forzoso del morir y su ineludible aceptación por encima de cualquier atisbo
de azoramiento existencial ante semejante escándalo convierte a las Coplas antes en un texto moral que
metafísico –de nuevo, lo doctrinal y lo sermonario ahogan a lo genuinamente
vital–; pero el caso es que la segunda cita viene a contradecir y desmentir a
la primera, pues la idea que Borges achaca a Manrique –y a toda España– de que
solo lo eterno existe realmente, de que la perdurabilidad es la única forma del
ser, es a todas luces, cual Parménides redivivo, un postulado metafísico.
Borges, sin advertir que ha caído en su propia trampa, dice no entender esta
convicción, y afirma en cambio que lo que de veras existió, lo que existió con
pasión o con intensidad, más allá de su duración aparente, no muere nunca:
Dejemos las absurdas y patéticas interrogaciones sobre la
perfumería y sobre los trajes guarnecidos con láminas de metal y sobre las bien
templadas cítolas y vihuelas y vayamos a la terrible interrogación: ¿Qué se ficieron las llamas / de los fuegos
encendidos / de amadores? Es decir, ¿qué se hizo la pasión, qué se hará? […]. Hay una […] respuesta que he vislumbrado y
que me está gustando y que se deja presentir o indicar por esta sentencia: Lo que de veras fue, no se pierde; la
intensidad es una forma de eternidad (El
idioma de los argentinos 85-86).
Apelando a su misma preterición, dejemos de lado el injusto
menosprecio con que pasa por sobre dos estrofas unánimemente valoradas entre
las más memorables de todo el poema, aquellas de los esplendores de la corte de
Juan II, reduciéndolas a un mero catálogo de ropas metálicas e instrumentos de
nombres cacofónicos –nombres, por cierto, que son de Borges, no de Manrique– y
retengamos su tesis de que la verdadera realidad de algo no radica en su ser
perdurable, sino en su ser intenso, pues hemos de volver sobre esta idea para
contrastarla con la praxis poética del propio Borges. Acabado así su comentario
de las Coplas, podemos enumerar tres
hechos inherentes a estas que al Borges crítico se le han escapado por
completo:
1) El dolor, el llanto filial, que
Borges no advierte, no están en absoluto ausentes en el poema, sino apenas
velados tras una elegante sobriedad, tamizados por una expresión que no
condesciende a la queja estentórea o al trenos enfático, escondidos –para decirlo con palabras de
Menéndez y Pelayo que Borges leyó sin compartir– tras “aquella especie de pudor
filosófico y señoril con que reprime sus lágrimas y anega su propio dolor en el
dolor humano” (II 402).
2) Tal como sugiere la cita antedicha,
la elegía en que consisten las Coplas
no es solo personal o individual sino general, mas no de una generalidad
abstracta y universal que apunte –como cree Borges– a la mera doctrina de que todos somos mortales y por lo tanto nadie existe de veras, sino a una generalidad
de clase o estamento: lo que Manrique llora no es solamente la muerte de su
padre, sino el ocaso de aquella vieja aristocracia guerrera y terrateniente
que, en tiempos del naciente centralismo monárquico de los Reyes Católicos,
está también herida de muerte, y cuya desaparición queda en cierto modo asumida
y simbolizada por la del maestre don Rodrigo, uno de sus más conspicuos
representantes, quien suscita en el hijo una estrategia elegíaca absolutamente
adecuada a este doble lamento y este doble dolor: la de un elogio no solo de su
padre en cuanto persona, no solo de sus virtudes individuales, sino del
caballero representativo de toda la clase y de su correspondiente ethos estamental condenado a extinguirse[6]. Solo a partir de esta premisa de la doble dimensión personal y clasista
del dolor y del encomio manriqueños puede comprenderse cabalmente el porqué de
su asordinado y sobrio llanto, cual conviene a un guerrero que habla de
guerreros, y de aquella imprescindible enumeración de los puntos principales de
la “foja de servicios del conde de Paredes” ironizada ciegamente por un joven
Borges incapaz de advertir que dicha foja no es “una cosa”, y “otra” cosa es la
“intimidad del dolor”: el concepto de intimidad que asumimos, todavía en el
siglo xxi, los hijos del xx –y nietos del xix–, inficionados aún de los detritos de la
subjetividad romántica, devotos de una pura sentimentalidad personal y víctimas
de toda reivindicación individualista extrema, no se corresponde con la idea de
dolor íntimo que podía concebir un noble poeta-soldado del siglo xv, para quien nada existe más íntimo y
personalísimo que la sincera identificación de los valores individuales con los
de su clase.
3) Es precisamente en relación con la doble vertiente
personal y estamental guerrera de la elegía y del encomio que debe postularse y
valorarse otro elemento capital en la semántica de las Coplas por el que Borges pasa de largo: la memoria. Es en la
memoria donde, según la ética propia de la aristocracia militar que el poema
refleja, puede radicar una primera victoria posible sobre la muerte. Una
legítima fama ganada a través de la vida es, para todo buen caballero, no solo
un simulacro de inmortalidad apenas consistente en la consoladora y evanescente
perduración en el recuerdo de los demás –idea de raigambre clásica, como bien
se sabe–, sino también un fuerte indicio de santidad personal y por tanto un
reaseguro de salvación y de vida eterna. Quien ha sabido ganarse un buen
nombre, quien ha dejado buena memoria en sus pares –vox populi, vox Dei– casi con certeza lo ha logrado porque ha sido
de suyo bueno, y en consecuencia Dios lo pondrá por siempre en el cielo. Si
toda memoria posee el poder de modificar el pasado hasta mejorarlo e incluso
eternizarlo en el recuerdo –a nuestro
parescer / cualquiera tiempo pasado / fue mejor–, la buena fama allana
realmente el camino hacia la vida eterna (Mancini 15-16), y por eso el poeta no
duda en colocar a la vida de la fama como una instancia intermedia entre las
vidas terrena y celestial[7]. Solo esta inadvertencia
sobre el real valor de la memoria y de la fama en el texto puede explicar que
asevere Borges algo tan errado como que en las Coplas no haya “azoramiento metafísico” ni “un esperanzarse curioso
en la inmortalidad”.
Pues bien, estos tres aspectos que no ve el crítico Borges
en el texto de Manrique –que el dolor bien puede hacerse presente bajo
expresión pudorosa y reticente, que la elegía no se endereza solo al lamento de
una muerte individual sino también por la desaparición de una íntegra clase, y
que la memoria y la fama son garantes e índices de vida eterna– sí las ha visto
el Borges poeta, no solo cuando explícitamente se aboca a una evidente práctica
hipertextual creadora a partir de las Coplas,
sino inclusive en otros textos suyos donde su mythos poético se permite fecundar estas mismas ideas que en
aquellas inadvertía su logos
meramente analítico.
2. Borges repoetiza a Manrique
a. Cómo a nuestro
parescer / cualquiera tiempo pasado / fue mejor
En su volumen de
1965 Para las seis cuerdas, Borges
incluye una milonga, “¿Dónde se habrán ido?”[8],
cuyo empleo del tópico del ubi sunt
es de indiscutible inspiración manriqueña:
¿Dónde están los que salieron
a libertar las naciones
o afrontaron en el Sur
las lanzas de los malones?
¿Dónde están los que a la guerra
marchaban en batallones?
¿Dónde están los que morían
en otras revoluciones?
[…]
¿Dónde está la valerosa
chusma que pisó esta tierra,
la que doblar no pudieron
perra vida y muerte perra,
los que en el duro arrabal
vivieron como en la guerra,
los Muraña por el Norte
y por el Sur los Iberra? (OC II 580).
A diferencia de Manrique, que utiliza el ubi sunt tan solo para radicar en él su
constatación de las mudanzas de la fortuna, de la fugacidad de todos los
esplendores y de la crueldad con que la muerte se ensaña con los más
encumbrados, y reserva en cambio su elogio para la parte final del poema
dedicada a su padre y a la caballería, Borges integra en su tratamiento del
tópico ambos cometidos: la azorada pregunta por los poderosos súbitamente
derribados por la muerte y la fortuna, y el encomio de esos mismos poderosos.
Manrique no elogia donde se pregunta, y no se pregunta donde elogia; Borges
reúne ambas acciones en una única instancia poética. Lo interesante es que,
también diferenciándose del Manrique del ubi
sunt, pero siguiendo de cerca al del elogio fúnebre final, Borges no
pregunta aquí por individuos, no se interesa por el destino de ningún concreto
rey don Juan, de ningunos explicitados infantes de Aragón, de ningún don
Enrique, de ningún condestable don Álvaro de Luna, sino de una clase, de un estamento social identificable solo genéricamente: el de los
gauchos[9]. No los menciona así[10], pero los alude
inequívocamente mediante la clara referencia a las dos funciones arquetípicas
que ese tipo humano desempeñó en forma sucesiva dentro de la historia
argentina: la de soldado de las guerras de independencia, civiles o contra el
indio –principios y mediados del siglo xix–,
y la de matón y malviviente –a fines del mismo siglo y comienzos del siguiente.
Cada una de las estrofas nos presenta, así, al gaucho en su doble cara noble y
sórdida, en su esplendor guerrero y en su posterior degradación delictiva, en
su fase de expansión rural y bélica, y en su fase de reclusión suburbana y
criminal. Con su migración de la pampa al suburbio, con su obligada
semiurbanización, paralela a la desaparición de su ámbito natural de las
guerras, el gaucho no tuvo más remedio que reformular su única virtud, el
coraje, dedicándolo al delito y a la pelea clandestina al servicio de indignos
jefes políticos de barrio (cfr.
Lizabe 206-207); con todo, Borges no establece condena moral alguna, y valora
sin distinción la única y perdurable valentía de esa clase humana a través de
las mutaciones sociales e históricas que le impusieron un cambio de modalidad o
de forma, mas no de ethos. ¿Acaso no
se trata de un proceso parcialmente homologable al sufrido por la vieja
caballería terrateniente castellana a fines del siglo xv? Lo de parcialmente,
desde luego, debe destacarse porque a diferencia de los gauchos aquellos
aristócratas guerreros no se convirtieron en delincuentes al liquidarse definitivamente
los últimos restos del sistema feudal y establecerse la monarquía centralizada,
pero sí sufrieron una similar mutación que los obligó a abandonar sus
posesiones rurales y radicarse en las ciudades, a ponerse al servicio del nuevo
poder político como cortesanos, y a abandonar toda iniciativa militar. Es a
esta clase otrora guerrera, libre y con iniciativa propia, y ahora reducida a
servir al rey como mera burocracia ornamental, a la que Manrique dedica su
elogio y su elegía encarnándola, personificándola
en la figura individual y concreta de su padre, y es por ella que el llanto
elegíaco de las Coplas adquiere una velada pero perceptible dimensión estamental, colectiva, que
el Borges crítico no advierte. Sí lo advierte en su praxis poética el Borges
creador, según vemos, pues endereza su llanto y su encomio en esta milonga a un
mismo tipo de objeto humano grupal al que le llega su ocaso en similares
trances históricos, tanto en la Castilla de fines del xv cuanto en la Argentina de fines del xix: la organización de un estado
nacional centralizado y el punto final de las guerras civiles.
La clarividencia del Borges poeta
respecto de su hipotexto manriqueño, tan abiertamente contrastante con las
limitaciones de su previo abordaje crítico, encuentra mayor y mejor
confirmación en las dos cuartetas que operan como estribillo:
–No se aflija. En la memoria
de los tiempos venideros
también nosotros seremos
los tauras y los primeros.
El ruin será generoso
y el flojo será valiente:
no hay cosa como la muerte
para mejorar la gente (OC II 50).
La postulación expresa de la memoria como rescate meliorativo –y no solo reproductivo– de
la realidad pasada, esto es, de lo muerto,
remite inequívocamente al modelo manriqueño; también en este se decía
claramente que “a nuestro parescer / cualquiera tiempo pasado / fue mejor”,
vale decir, se afirmaba que la bondad de las cosas ya desaparecidas o muertas
no es objetiva, sino subjetiva, y que el pasado no fue per se bueno, sino que nuestra memoria lo mejora en su acto de
recordarlo. Este principio, deslizado al pasar en esos tres simples y fugaces
versos de la primera estrofa de las Coplas,
son un magistral guiño del poeta, que nos ofrece así una verdadera clave de
lectura de su texto, y sobre todo de su parte última y capital dedicada al
elogio de su padre y de la caballería. Es este mismo guiño, esta misma clave de
lectura la que recoge Borges aquí para decirnos en definitiva que no debemos
tomar demasiado en serio los encomios respectivos, que en realidad tanto las Coplas como la milonga reclaman una
interpretación en clave irónica y distanciada, por la cual advierta el lector
que ni don Rodrigo, ni sus comilitones nobles de Santiago, ni los gauchos de
las guerras o de los entreveros suburbanos han sido tan ejemplares y
excelentes, que no es de ellos la bondad que se les predica en los versos, sino
del emocionado recuerdo, de la agradecida e infiel memoria que los evoca. Y es
precisamente en esta infidelidad, en esta deslealtad a los hechos que entraña
en rigor, paradojalmente, una máxima lealtad a esas personas y categorías de
personas a las que cabalmente se ama, donde radica el elemento afectivo, el
sentimiento –filial o de cualquier índole– que el Borges de 1928 le reclamaba a
Manrique, sin advertir que lo tenía frente a las narices. ¿Existe acaso mayor
signo de adhesión cordial, de involucramiento emotivo con respecto a alguien,
que el que se traduce en una voluntaria obliteración de la verdad objetiva –ni
el maestre don Rodrigo fue caballero tan intachable, según se ha empeñado en
demostrar la crítica más reciente con sus consabidos afanes desmitologizantes,
ni los gauchos fueron tan abnegados y valientes– para construir en cambio un
mito ejemplar que postule como paradigmas a aquellos que, no siendo mejores ni
peores que todos, han sido y son sin embargo merecedores de nuestro amor? “No
hay cosa como la muerte / para mejorar la gente”, traducción borgeana del
antiquísimo axioma de mortuis nihil nisi
bonum, bien podría ser la divisa y clave interpretativa no solo de las Coplas de Manrique, sino de toda elegía
y de todo discurso funeral. Y no es solo la muerte, en su abstracta condición
de tal, la que mejora a la gente, sino el talante parcial de la emoción con la
que obra el recuerdo de los supérstites, el amor de quienes lloran: así es como
siente y plañe a su padre Jorge Manrique, y así es como le rinde homenaje
filial, no con lágrimas teatrales, sino con el tributo de una memoria
meliorativa a fuer de enamorada, infiel a fuer de fiel. Más que declamar su
cariño y dolor de hijo, según podrían hacer los hipócritas, según harán un
siglo después las sinuosas hijas de Lear, don Jorge –como Cordelia– lo
demuestra. Y así también Borges, tan en sintonía poética con su incomprendido
modelo.
Pero la idea de una memoria, no solo reproductiva sino
también constructiva cuando se aplica a los muertos, implica en el texto de
Borges algo más que la obliteración de los defectos y el énfasis de las virtudes, implica una virtual igualación entre buenos y
malos: “El ruin será generoso / y el flojo será valiente”, y “también nosotros
seremos / los tauras y los primeros”. Es decir, la memoria asociada a la muerte
no solo vuelve mejores individualmente
a las personas, sino las equipara relacionalmente,
las empareja en virtudes y méritos. Se trata de una vuelta de tuerca por demás
interesante de otro tópico abordado por Manrique, el de la muerte igualadora,
identificada en las Coplas con ese
omnívoro mar que traga por igual a los ríos caudales, a los medianos y a los
chicos (Manrique 110, III 25-36), tratando de idéntico modo “a papas y
emperadores y perlados” y a “los pobres pastores de ganados” (Ibid. 117, XIV 164-168). Ciertamente, no
se trata en Manrique y en Borges del mismo tipo de igualación: en el primero la
igualdad que trae la muerte es escatológica,
es el idéntico desenlace de desaparición física y tránsito de este mundo que
aguarda tanto al poderoso como al miserable; en Borges, en cambio, se trata de
una igualación apenas lógica, de una
realidad no objetiva sino subjetiva, de una construcción del pensamiento y del
sentimiento, de una percepción antes que de un hecho; por eso mismo, no es en
Borges la muerte en sí la que iguala –ni la que mejora–, como sucede en
Manrique, sino la memoria acerca de los muertos, el recuerdo suscitado por la
muerte; con todo, esa memoria solo existe y opera sus efectos meliorativos y
equiparativos en íntima asociación –por no decir en consustancial
identificación– con la muerte misma[11].
De nuevo, el creador Borges sabe cómo extraer los nutrientes semánticos más
raigales a partir de un modelo literario que, leído poéticamente, resulta en
sus manos mucho más elocuente que en su recepción latamente crítica.
Fuera del poema que hemos comentado, la licitud de una
memoria selectiva y meliorativa orientada a la praxis retórica de la laus de un familiar o de un antepasado,
según el modelo de Manrique, ha sido puesta de manifiesto por Borges en
infinidad de textos dedicados a sus abuelos militares, verdadera obsesión a lo
largo de toda su obra. No hay espacio para detenernos aquí en la consideración
de estas páginas[12], pero cumple afirmar que la
exaltación de sus ancestros guerreros no se aleja demasiado de la estrategia
seguida por Manrique en el encomio de su padre el maestre, de la consignación rimada
y medida del mismo tipo de foja de
servicios que tanta sorna le merecía al Borges crítico de 1928, y de la
misma manipulación afectiva y meliorativa de los datos históricos mediante el
tamiz de idéntica memoria selectiva y embellecedora. Sin descender a un rastreo
detallado de las pruebas textuales, bástenos señalar la conocida maniobra,
heredada de su abuela Fanny Haslam, mediante la cual Borges inventa para su
abuelo paterno una muerte heroica que jamás existió[13].
Por lo demás, se verifica también la presencia del modelo manriqueño en la
dimensión colectiva y estamental que subyace a la elegía personal, por cuanto
junto a la alabanza y al recuerdo emotivo del individuo concreto se superpone
la añoranza de una entera estirpe de soldados y hombres de acción que alguna
vez fue honra de su familia, y se extinguió con el tiempo.
Pero lo que más identifica y hermana
las estrategias discursivas de ambos poetas en sus evocaciones laudatorias de
parientes es aquello que tanto censuraba Borges en Manrique: la supuesta
carencia de efusión sentimental, la moderación emotiva, el elegante pudor con
que se evitan la queja y el énfasis. Este tono de mesura –jamás de ausencia–
afectiva es una de las características más salientes de toda la literatura de
Borges, como bien se sabe, y no extrañan por lo tanto su presencia y vigencia
en los textos dedicados a sus mayores[14];
lo que sí extraña –o no tanto– es la inadvertencia y la incomprensión con que
nuestro autor se refería a esa misma marca de estilo, tan suya, cuando la
descubría y denunciaba en Manrique. El tratamiento demorado del tema nos
llevaría al planteo de uno de los aspectos probablemente capitales en Borges,
todavía pendiente de un estudio exhaustivo y sistemático: el de su ostensible
voluntad de –según los casos– negación, reprobación, enmascaramiento,
racionalización o sublimación de las pasiones y las pulsiones, tanto en su obra
cuanto en su vida. No podemos, naturalmente, avanzar aquí en pos de esta
verdadera clavis arcus de la estética
borgeana, que a nuestro entender a la vez determina y relativiza el pretendido
carácter intelectual y abstracto de su literatura, de su estilo y aun de sus
posiciones ideológicas. ¿Está tan de acuerdo Borges consigo mismo cuando
reprime sus afectos? La saña con que censura esta misma contención de los
afectos en los demás bien puede ser indicio de que en ese objetivado disimulo
emotivo acechan una sombra y un espejo.
b. Y pues vemos lo presente / cómo en un punto se es
ido / y acabado, / si juzgamos sabiamente / daremos lo no venido / por pasado
Recordemos otro
de los reparos de Borges a las Coplas:
en estas –nos dice– alienta el pensamiento típicamente español de que solo lo
eterno es real, de que lo pasajero no existe, de que, si algo es fugaz o
mortal, es que no es, o, en otros
términos, de que nada es, salvo la muerte. Y proporciona una imagen: “El
esqueleto sobrevive a su portador, luego el esqueleto es más real que el
hombre” (El idioma de los argentinos
84), como más reales son las ruinas de Itálica que Itálica misma.
Reinterpretemos ahora estos asertos a la luz de los siguientes versos del poema
de Borges “Adán es tu ceniza” (Historia
de la noche, OC III 311):
Las cosas son su porvenir de polvo.
El hierro es el orín. La voz, el eco.
Adán, el joven padre, es tu ceniza.
El último jardín será el primero.
El ruiseñor y Píndaro son voces.
La aurora es el reflejo del ocaso.
El micenio, la máscara de oro.
El alto muro, la ultrajada ruina.
Urquiza, lo que dejan los puñales.
[…]
Qué dicha ser el agua invulnerable
que corre en la parábola de Heráclito…
Bien puede Borges, si lo prefiere, ahijarle el río a
Heráclito y no a Manrique, pero lo cierto es que hay versos aquí que no son más
que copias fieles de sus frases sarcásticas de 1928 sobre las Coplas, solo que ahora ennoblecidas por
la dignidad endecasílaba y el halo metafísico que –precisamente– nuestro autor
se negaba a reconocer en Manrique. ¿No remite acaso el postulado de que la
realidad de Urquiza equivale a sus despojos, a lo que dejan los puñales que lo
han matado, a aquella ironía de que el esqueleto es más real que el hombre? ¿Y
no hay en el aserto de que la ultrajada ruina es más real que el alto muro
previo el evidente eco de la Itálica ruinosa, más verdadera que la viva y real?[15] Una vez más vemos al poeta
Borges recoger y prolongar en su literatura aquellas mismas ideas que en su
crítica había censurado y menoscabado cuando las hallaba en otro poeta; una vez
más, como decíamos, asistimos a la denuncia rencorosa de la propia sombra, a la
que puede momentáneamente domeñar el logos
analítico, pero nunca el mythos del
canto. La poderosa postulación que subyace a estos versos de Borges no es sino
lo que Manrique enuncia en las palabras que encabezan este parágrafo: que lo
presente se define por su acabamiento, que la única realidad posible siempre es
pasada, jamás actual, o en todo caso, que la realidad actual no es más que el
despojo, la ruina, la muerte misma de
la pasada. Solo es real la muerte. El esqueleto. Lo que dejan los puñales.
¿Puede haber coincidencia mayor entre dos poetas –y dos poéticas– que esta
entre Manrique y Borges? En Borges, por lo demás, la idea recurre con cierta
frecuencia en otros textos, como los poemas “A quien está leyéndome” (El otro, el mismo, OC II 476[16]), “Alguien” (Ibid., OC II 478[17]),
y sobre todo en la copla popular que incorpora en su “Muertes de Buenos Aires”
(Cuaderno San Martín, OC I 184), cuya
epigramática clausura bien podría aspirar a sintetizar aquella visión
castellana y manriqueña de la muerte como única realidad existente, tan
abominada por el Borges crítico: “la vida no es otra cosa / que muerte que anda
luciendo”. Acaso nunca han llegado a sentir y pensar tan al unísono ambos
Jorges como en esta anónima copla, que, sin ser de ninguno de los dos, el uno hace
propia al incluirla en un poema suyo, y el otro la posee legítimamente como
acervo compartido de la vieja tradición hispánica a la que pertenece y tributa,
de aquella ancestral convicción –de Séneca y Quevedo hasta Borges mismo– de que
solo hay muerte, de que la vida misma es muerte a plazos. Para ambos cada cosa
se define no por su ser actual, sino por su ser final, no por lo que es –pues
lo que es, es simple apariencia, no realidad–, sino por lo que será, por lo que
quedará –o no quedará– de ella; la vida equivale a la muerte, el ser consiste
en no ser[18].
Pero volvamos a su artículo de 1928.
Afirma en él, contra la impugnada posición manriqueña de considerar como real
solo a lo eterno, que también lo intenso lo es, que “lo que de veras fue, no se
pierde; la intensidad es una forma de eternidad” (El idioma de los argentinos 86). Andrés Lema-Hincapié –en el único
trabajo que, hasta donde sepamos, analiza con un mínimo de detenimiento la
lectura borgeana de Manrique– deplora que Borges no explique dónde ni cómo
perdura esa intensidad que, aunque efímera de suyo, puede por su propia fuerza
devenir eterna, y arriesga la posibilidad de que se trate de una huella del conatus essendi spinoziano, por el cual
cada cosa tiende naturalmente a seguir siendo ella misma (Lema-Hincapié 228).
Sorprende que el crítico proporcione la respuesta a su pregunta y no lo
advierta, pues cita a continuación el poema “Ewigkeit” (El otro, el mismo, OC II 480), donde Borges ofrece sin ambages la
clave de aquella intensidad eterna. Tras invocar: “Torne en mi boca el verso
castellano / a decir lo que siempre está diciendo / desde el latín de Séneca:
el horrendo / dictamen de que todo es del gusano” –reedición de su ya sabida
denuncia contra Manrique y contra todo el orbe hispánico por su afición a la
idea, a la que el mismo Borges sucumbió según vimos, de que la realidad de cada
cosa se halla en su muerte y en su ruina–, el poeta se rectifica, se
autorrefuta en su intención primera de adherir a ese pensamiento al que ya lo
habíamos visto adherir en otros textos, y concluye:
Sé que una cosa no hay. Es el olvido;
sé que en la eternidad perdura y arde
lo mucho y lo precioso que he perdido:
esa fragua, esa luna y esa tarde.
Lema-Hincapié debió citar también el poema que precede a
este en El otro, el mismo, titulado
“Everness” (OC II 479); desde el título mismo, que repite mediante un
neologismo inglés el mismo significado del alemán “Ewigkeit”, se advierten dos
circunstancias: en primer término la evidente afinidad semántica de ambos
textos, pero también la ostensible intención de evitar la lengua castellana, de
escamotear precisamente aquello mismo que el poeta invocaba –o fingía invocar–
en la cita precedente, el “verso castellano”. Borges rehúye el castellano
“eternidad”, y recurre al inglés y al alemán, no por mero esnobismo, sino para
ponerse a salvo por vía lingüística de aquella tradición hispánica que no lo
convence ahora y aquí –y a la que sí
se plegaba en aquellos otros textos que señalábamos–, a la idea senequista,
quevediana y manriqueña de que todo es del gusano, de que cada cosa consiste en
su propio después de muerte y de
ruina, de que vivir es morir. Borges está –una vez más como tantas veces en su
vida y en su obra– tratando de deshispanizarse,
cometido que él mismo reconoció en ocasiones como absurdo e inútil, desde luego
–máximo testimonio del intento y del fracaso: Menard–, pero ante el cual cede
muy a menudo. Vengamos al primer cuarteto de “Everness”:
Solo una cosa no hay. Es el olvido.
Dios, que salva el metal, salva la escoria
y cifra en su profética memoria
las lunas que serán y las que han sido
Solo una cosa no hay. Es
el olvido (“Everness”); sé que una cosa no hay. Es el olvido (“Ewigkeit”); casi idéntico
verso en ambas versiones, la anglizante y la germanizante, de la eternidad
castellana que Borges esquiva. He aquí la clave de la intensidad devenida
eterna, he aquí cómo y dónde lo intenso puede vencer a la muerte: por la memoria, en la memoria. ¿No es acaso
la misma respuesta de Manrique, según hemos argüido? La memoria es cifra de
eternidad, porque del mismo modo que convierte lo malo en bueno, también
transfigura lo efímero en perdurable. La memoria no es meliorativa –decíamos–
solo por mejorar en el recuerdo los hechos y las personas, volviéndolos más
buenos y bellos de como fueron en realidad, sino también por conferir a esos
hechos y a esas personas la eternidad misma, por mejorarlos entitativamente, por abrirles las
puertas del cielo. Lo intenso-eterno de Borges, en consecuencia, lo es porque
la intensidad de algo vuelve ese algo memorable, y su memorabilidad lo sustrae
al tiempo y a la muerte. Surge aquí una diferencia entre ambos Jorges: para el
medieval, la clave para que algo acceda a la memoria y por tanto a la eternidad
no es intensiva, sino extensiva: la perdurabilidad de alguien o de algo no
radica en la intensidad, sino en la fama, en cuánto y a cuántos se expande su
recuerdo; para el maestro contemporáneo, en cambio, es la intensidad con que se
ha vivido un momento la puerta de acceso a su perduración y a lo eterno, aunque
el recuerdo sea solo de uno, y sobre todo si es de uno y ese uno es Dios mismo,
con su profética memoria. Para su
pretendido escape de la tradición hispánica del gusano y de la ruina, Borges no
ha encontrado mejor camino que el también hispánico de la memoria meliorativa y
eternizante, según lo atestigua el impugnado Manrique. Como un Edipo que recae
en Corinto huyendo de Corinto, Borges es la prueba de lo que asevera en su
poema dedicado a España: “podemos profesar otros amores, / podemos olvidarte /
como olvidamos nuestro propio pasado, / porque inseparablemente estás en
nosotros, […] / incesante y fatal” (El
otro, el mismo, OC II 483-484)[19].
c…allegados, son iguales…
Para Manrique
–como para Horacio, como para el anónimo redactor de la Danza de la Muerte, como para tantos otros– la muerte iguala a
ricos y a pobres, a poderosos y desvalidos, porque llama por igual a unos y a
otros, porque engulle en su mar tanto los ríos caudales como los pequeños. Se
trata, como se ve, de una igualdad de fin o de destino, no de una igualdad de
identidad; quienes mueren son todos iguales en cuanto están muertos y
despojados de sus diferencias de poder o riqueza, pero siguen siendo distintos
en sus identidades personales, siguen siendo Juan, Pedro o María. Esto en
Manrique y en las versiones tradicionales del topos.
No así en Borges, quien nos ofrece una sugerente vuelta de tuerca del lugar
común en algunos de sus textos de raigambre bíblica, como los dedicados a Caín
y Abel:
Fue en el primer desierto.
Dos brazos arrojaron una gran piedra.
No hubo un grito. Hubo sangre.
Hubo por vez primera la muerte.
Ya no recuerdo si fui Abel o Caín
(“Génesis, IV, 8”, El
oro de los tigres, OC II 786;
también La rosa
profunda, OC III 133).
Abel y Caín se encontraron después de la muerte de Abel.
Caminaban en el desierto y se reconocieron desde lejos, porque los dos eran muy
altos […] A la luz de las llamas, Caín advirtió en la frente de Abel la marca
de la piedra y dejó caer el pan que estaba por llevarse a la boca y pidió que
le fuera perdonado su crimen.
Abel contestó:
–¿Tú me has matado o yo te he matado? Ya no recuerdo; aquí
estamos juntos como antes (“Leyenda”, Elogio
de la sombra, OC II 650).
A diferencia de los textos previamente aducidos, no puede
decirse que en estos dedicados a Caín y Abel[20]
opere inequívocamente el hipotexto de las Coplas
de Manrique, pero hemos querido citarlos porque sí se observa en ellos una
radicalización extrema del tópico de la muerte igualadora, que constituía una
de las piedras angulares del poema manriqueño. Aquí ya no iguala la muerte a
pobres y a ricos, a poderosos y a humildes, sino al culpable y al inocente, a
Caín y a Abel; no se trata de una equiparación solo social, funcional o
estamental, sino moral, y más aún, ontológica. La muerte diluye la frontera
entre los méritos y las culpas, entre la inocencia y el pecado, y como en la
economía del relato bíblico son la inocencia y la culpa las que definen a las
personas mismas de Abel y Caín, acaba por lo tanto diluyendo también la
identidad de ambos, identificándolos como una única e indistinta persona y
sancionando la inexistencia del yo[21].
Huelga señalar que semejante idea habría horrorizado al cristiano Manrique,
para quien la muerte no solo no puede borrar la frontera entre virtud y pecado,
sino que consiste precisamente en la sanción definitiva y eterna de la una o
del otro como destinos del todo separados e inconfundibles. En todo caso, bien
podría decirse que Borges transfiere al acontecimiento involuntario e
impersonal de la muerte los efectos que la sacramentalidad cristiana reserva a
los actos personales y voluntarios del arrepentimiento y la confesión: el
perdón de toda culpa, y la recreación de la inocencia perdida.
A modo de
conclusión
No aportaremos
aquí ninguna conclusión no adelantada antes en el transcurso de nuestros
análisis, sino que nos limitaremos a iterar y resumir lo que proponíamos de
entrada y entendemos haber comprobado: que la inconmensurable clarividencia de
Borges como lector encuentra su terreno natural no en la nota crítica, en el
análisis pretendidamente filológico o estético, en el logos que discurre mediante pruebas y argumentos, sino en el mythos de su praxis poética, en su labor
como creador literario y deslumbrante alquimista de las más encontradas
tradiciones y herencias culturales. Allí es donde Borges sabe leer, donde
quiere ver, donde puede afirmar y valorar lo que su ocasional parcialidad o
ceguera crítica le habían hecho antes negar o censurar. Más allá de lo que haya
pensado críticamente sobre las Coplas,
solo logra Borges encontrar su secreta y verdadera afinidad con ellas cuando
las repoetiza y, al hacerlo, asume su pertenencia cordial y fatal a esa misma
estirpe hispánica que tanto repele a su elección y su razón. Borges solo lee
bien reescribiendo –y solo escribe bien releyendo–, lo cual es, de él
tratándose, una afirmación tautológica, pues para Borges leer y escribir
constituyen –como largamente se ha razonado en la bibliografía crítica sobre su
obra y su poética (Rest, Molloy, Lafon, Pauls, Bravo, Riera)– un solo y único
acto.
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Date
of reception: 14/08/2020
Date
of acceptance: 31/12/2020
Citation: Javier Roberto González. “Jorge
por Jorge: las Coplas de Manrique analizadas y repoetizadas por Borges”, Revista Letral, n.º 25, 2021, pp. 167-192. ISSN 1989-3302.
Funding data: The publication of this article
has not received any public or private finance.
License: This content is under a Creative Commons
Attribution-NonCommercial
3.0
Unported license.
[1] Enumeramos los lugares de su obra donde Borges menciona o
comenta a Manrique; remitimos a la edición de las Obras completas del autor anotada por Rolando Costa Picazo mediante
la sigla OC, a las Obras completas en
colaboración mediante la sigla OCC, y a los Textos recobrados mediante la sigla TR seguida de los años
abarcados por cada tomo: “Los traductores de Las mil y una noches” (Historia
de la Eternidad, OC I 736, n. 1); “H. Bustos Domecq” (Seis problemas para don Isidro Parodi, en colaboración con Adolfo
Bioy Casares, OCC 13); “Ulfilas” (Literaturas
germánicas medievales, en colaboración con María Esther Vázquez, OCC 865); “La
jonction” (Atlas, OC III 733); “Sir Thomas Browne” (Inquisiciones 35); “R. Esguerra Barry y
otros. El niño y el joven, motores de
desarrollo” (El círculo secreto
122); “Francisco de Quevedo. Antología
poética” (El círculo secreto
228); “La metáfora” (Arte poética. Seis
conferencias 42-43); “El culteranismo” (El
idioma de los argentinos 61); “Un soneto de don Francisco de Quevedo” (El idioma de los argentinos 70); “Las
coplas de Jorge Manrique” (El idioma de
los argentinos 81-86); “Trascendentalismo” (Introducción a la literatura norteamericana, en colaboración con
Esther Zemborain de Torres Duggan, 44); “Las coplas acriolladas” (El tamaño de mi esperanza 75); “Wally
Zenner. Encuentro en el allá seguro.
Prefacio” (TR, 1931-1955 13); “Una sentencia del Quijote” (TR, 1931-1955 62); “Homenaje a don Luis de Góngora.
Discurso” (TR, 1956-1986 81); “Siete poemas. Prólogo” (TR, 1956-1986 133); “La
sepultura” (TR, 1956-1986 207).
[2] Errada cuenta de Menéndez y Pelayo: las coplas son solo
cuarenta.
[3] Curiosamente, podemos sospechar que la cita de Quintana que
Borges reproduce no la ha extraído directamente de aquel, sino de Menéndez y
Pelayo, pues se trata del único fragmento del comentario que Quintana dedica a
Manrique en su obra Poesías selectas
castellanas que Menéndez y Pelayo traslada textualmente en su propia
crítica (II 400).
[4] “El epitafio […] es
biográfico esencialmente: su materia es la personalidad del que falleció, no
las emociones generadas por su muerte […]. La elegía, en cambio –sin otra
memorable infracción que las varoniles coplas de Manrique–, interroga el puro
hecho fúnebre, su operación de maravilla y de perplejidad en los
supervivientes. El individuo cuyo fin se deplora, queda subordinado por ella al
misterio fundamental de que haya un morir” (“Wally Zenner. Encuentro en el allá seguro. Prefacio”, TR, 1931-1955 13). A
escasos tres años del artículo que aquí analizamos, como se ve, Borges continúa
negándole a Manrique toda condición cabalmente elegíaca.
[5] El incremento de la doctrina o la reflexión a expensas de
la emoción y el llanto resulta tan notable en las Coplas que buena parte de la crítica moderna no ha dudado en
asimilar la identidad textual y la estructura del poema al género del sermón
doctrinal; así Orduna (139-151), Beltrán (apud
Manrique 65-166), y Royo Latorre (249-260).
[6] La presencia de esta doble dimensión, personal y clasista,
en el elogio y el lamento de Manrique ha sido destacada por algunos estudios
abocados a leer políticamente las Coplas
(Monleón 116-132; Pueyo Zoco 4-21). Bien pueden aceptarse estas lecturas
políticas del poema, a condición de señalar y denunciar sus límites y sus
simplezas: no se trata solamente –ni principalmente– de una reivindicación
política y social del estamento guerrero, sino también –y sobre todo–, de una
postulación sincera de la dimensión espiritual de la caballería y de la guerra,
dimensión que escapa a cualquier mirada fuertemente condicionada, como la de
estos estudios, por la perspectiva corta y limitante del materialismo
histórico. Véanse para otro enfoque Darst 197-205, y González, “Mediación y
estructura” 149-162.
[7] “[…] pues otra vida más larga / de fama tan gloriosa / acá
dexáis; / aunque esta vida de honor / tampoco no es eternal / ni verdadera, /
mas con todo es muy mejor / que la otra temporal, / pereçedera” (Manrique, Poesía 132, Coplas XXXV 411-420).
[8] Incluida inicialmente en El otro, el mismo. Obra poética 1923-1964, Buenos Aires, Emecé,
1964.
[9] La ocasional referencia a apellidos personales como los
Muraña o los Iberra no invalida lo dicho, pues aparecen pluralizados y
presentados antes como estirpes arquetípicas, o como antonomasias, que como
individuos concretos.
[10] En un poema anterior dedicado al tango Borges había
utilizado ya la fórmula del ubi sunt
para evocar a este perdido linaje de hombres de la tierra de indecible
valentía, a los que denominaba malevaje
y calificaba de chusma valerosa:
“¿Dónde estarán? pregunta la elegía / de quienes ya no son, como si hubiera /
una región en que el Ayer pudiera / ser el Hoy, el Aún y el Todavía. // ¿Dónde
estará (repito) el malevaje / que fundó en polvorientos callejones / de tierra
o en perdidas poblaciones / la secta del cuchillo y del coraje?” (“El tango”, El otro, el mismo, OC II 440). Estrofas
después evocará los mismos apellidos antonomásticos que habrán de reaparecer en
la milonga que comentamos, Muraña e Iberra, y para aludir a la transformación
del soldado en matón a sueldo sentenciará: “una canción de gesta se ha perdido
/ en sórdidas noticias policiales” (Ibid.
440).
[11] Mas allá del evidente valor subjetivo de la expresión
borgeana, que entiende aludir nada más –y nada menos– que a la memoria que
mejora a los muertos mediante un rescate selectivo de los recuerdos más
adecuados a su encomio, la postulación de la muerte como factor meliorativo de
la realidad conlleva un innegable sentido ontológico y existencial, si nos
atrevemos a leer el sintagma en sus máximos alcances semánticos posibles:
paradójicamente, la muerte mejora a
la gente precisamente porque la mata y la libera de la contingencia de una vida
mortal, situándola así en la trascendencia, en la eternidad, en el más allá del
cielo. De nada vale aducir que seguramente Borges no pensó en este significado
religioso al proponer sus versos. ¿Significa acaso un texto poético solo lo que
la intención y la conciencia de su autor han querido? En vista del subyacente
texto manriqueño que nutre todo el poema, la licitud de una lectura cristiana y
trascendente de estos versos no resulta imposible como horizonte hermenéutico, malgré Borges même.
[12] Remitimos a ellas: “Inscripción sepulcral” (Fervor de Buenos Aires, OC I 26);
“Dulcia linquimus arva” (Luna de enfrente,
OC I 129); “Isidoro Acevedo” (Cuaderno
San Martín, OC I 179); “Alusión a la muerte del coronel Francisco Borges” (El hacedor, OC II 320); “Página para
recordar al coronel Suárez, vencedor en Junín” (El otro, el mismo, OC II 424); “Junín” (Ibid., OC II 493); “1972” (La
rosa profunda, OC III 146); “Coronel Suárez” (La moneda de hierro, OC III 207).
[13] El coronel Francisco Borges, involucrado en el golpe de
estado de Mitre contra el gobierno de Sarmiento en noviembre de 1874, murió de
dos balas recibidas en la batalla de La Verde, en la que los rebeldes fueron
derrotados. En numerosas declaraciones periodísticas, en libros de entrevistas
y en un bello poema, Borges adornó estos grises sucesos convirtiéndolos en un
cuasi suicidio por honor cuya veracidad no atestiguan fuente ni indicio
algunos. Según él –y de acuerdo con la versión ya mitificada que escuchó de su
abuela Fanny– el coronel, al saber de la orden de retirada impartida por Mitre,
decidió sustraerse a esa desdorosa rendición y avanzó en solitario, al trote
lento y vestido con un poncho blanco que lo hacía fácilmente identificable,
hacia las líneas enemigas, para hacerse matar (cfr. Williamson 46-48). Así relatará el episodio nuestro escritor a
Roberto Alifano en un libro de entrevistas: “Mi abuelo murió muy joven; apenas
había pasado los cuarenta años. Curiosamente se hizo matar. Esto fue así:
desencantado por la capitulación de Mitre, él se envolvió en un poncho blanco,
montó un caballo tordillo y avanzó al trote hacia el frente enemigo. Dos balas
de Remington lo hirieron mortalmente (era la primera vez que esos rifles se
usaban en la Argentina). Mi abuelo murió un par de días después. Fue una forma
de suicidio” (Alifano 55). Con menor precisión, pero con idéntico gesto de
leyenda, construye los hechos en su poema “Alusión a la muerte del Coronel
Francisco Borges” (El hacedor, OC II
320): “Lo dejo en el caballo, en esa hora / crepuscular en que buscó la muerte
[…]. / Avanza por el campo la blancura / del caballo y del poncho. La paciente
/ muerte acecha en los rifles. Tristemente / Francisco Borges va por la
llanura”. El poeta es buen ejecutor de su axioma: no hay cosa como la muerte / para mejorar la gente.
[14] Señala Chibán (235) a propósito de las elegías de Borges:
“[…] dominan en los versos la ausencia de los tópicos de la lamentación o bien
su asordinamiento: si por acaso ellos asoman, lo hacen de una manera fugaz y
reticente, […] en la sobria manifestación de la congoja, detrás de un mero
anuncio […]. Inusuales son, también, las referencias al llanto y en ellas, el
sentido del duelo se anula por la negación”. En su excelente análisis de “El
Aleph”, cuento que descansa enteramente en un gigantesco esfuerzo por disimular
una pasión, Schvartzman (107) relaciona la ausencia de efusiones afectivas en
Borges con lo que este mismo señalaba en “El escritor argentino y la
tradición”, esto es, con “el pudor argentino, la reticencia argentina […]; las
dificultades que tenemos para las confidencias, para la intimidad” (Discusión, OC I 440). Por su parte,
Alazraki (“Borges o el difícil oficio de la intimidad” 449-463) ha advertido
que la represión afectiva de Borges, su natural y épico sentido del pudor, van
cediendo en su poesía última, que se hace más confesional y condesciende a una
manifestación más abierta, directa y menos acomplejada de su intimidad y sus
sentimientos. Alazraki interpreta así este giro estilístico en el poeta anciano
y ya próximo a la muerte: “Borges viola su recato porque sabe que en esa hora
de aceptaciones y reconciliaciones el pudor puede ser una miseria más de
nuestra vanidad” (460).
[15] No se pierda de vista que el mismo Borges que denuncia en
los españoles un excesivo regodeo en la ruina como única cifra de realidad
posible es el que compone, prologa y edita en Italia un Libro de las ruinas (cfr. “Libro de las ruinas. Prólogo”, El círculo secreto 156-164), amén de
abundar en este tópico a lo largo de toda su obra (Balderston 55-64).
[16] “¿No te han dado / los números que rigen tu destino /
certidumbre de polvo? […] / Te espera el mármol / que no leerás. En él ya están
escritos / la fecha, la ciudad y el epitafio. / […]. Piensa que de algún modo
ya estás muerto”.
[17] “[…] un hombre que no ignora que el presente / ya es el
porvenir…”.
[18] Juan de Mena, pocas décadas antes de Manrique, ya había
sentenciado en un poema que Anna Krause (54) consideraba fuente directa de las Coplas: “La vida pasada es parte / de la
muerte advenidera, / es pasado por est’arte / lo que por venir s’espera; / ¿quién
no muere antes que muera? / ca la muerte no es morir, / pues consiste en el
bevir, / mas es fin de la carrera” (Coplas
de los pecados mortales, Obras
completas, 52 III 33-40, 306). Mil cuatrocientos años antes, Séneca –otro
español– había formulado axiomáticamente la misma idea: cotidie morimur; con arte y calado jamás igualados, Francisco de
Quevedo la glosará y llevará en el Barroco a su expresión lírica más consumada.
[19] Añádase a todo lo dicho que también la idea de que lo
intenso es en sí mismo eterno y garantía de victoria contra la muerte no es en
absoluto original de Borges, sino –de nuevo– hondamente hispánica. ¿No es acaso
ella la que informa la memorable conclusión del soneto de Quevedo: “serán
ceniza, mas tendrán sentido; / polvo serán, mas polvo enamorado”? Están, sí, more hispanico, el polvo y las cenizas,
hermanos del gusano, el esqueleto y la ruina denunciados por Borges, pero una
ceniza enamorada, antes que ceniza, es amor, es vida, es triunfo sobre la
muerte. Es una intensidad que no muere. Lo que pretendía Borges buscar en otros
lares allí estaba, en su Hispania,
incesante y fatal.
[20] Textos bien analizados desde la hermenéutica bíblica y
judía por Salvador (129-136) y Aizenberg (99-108).
[21] Sobrevuela aquí la recurrente tesis borgeana de que “un
hombre es todos los hombres”, que algunos adjudican a su panteísmo spinoziano,
y otros a su supuesto –discutido y discutible– platonismo. En todo caso, la
idea de la disolución de la persona individual encuentra en nuestro autor una
de sus formulaciones arquetípicas en el motivo del doble, del otro, del espejo, y en el axioma, ya
consagrado en un título de 1925, de “La nadería de la personalidad” (Inquisiciones 93-104). En “Biografía de
Tadeo Isidoro Cruz” (El Aleph, OC I
1012-1014) el sargento que debía prender al desertor Martín Fierro se pasa de
su lado porque en el reo se descubre a sí mismo como en un espejo; en “El fin”,
el moreno que acaba de matar a Fierro comprende que “ahora era nadie. Mejor
dicho era el otro” (Ficciones, OC I
911); en “Los teólogos”, los enemigos Aureliano y Juan de Panonia advierten al
llegar al cielo que, para Dios, ambos son una misma y única persona (El Aleph, OC I 1003-1008); dice de
Shakespeare nuestro autor que “nadie fue tantos hombres como aquel hombre”,
quien creyó que “todas las personas eran como él” (“Everything and Nothing”, El hacedor, OC II 295); afirma en el
poema “Tú” que “un solo hombre ha nacido, un solo hombre ha muerto sobre la
tierra” (El oro de los tigres, OC II
808); en “La forma de la espada” que “lo que hace un hombre es como si lo
hicieran todos los hombres” (Ficciones,
OC I 887); y en “El inmortal” que “nadie es alguien, un solo hombre inmortal es
todos los hombres” (El Aleph, OC I
995). Cfr. Barrenechea 69-70;
Alazraki, Versiones 78-82; González,
“Algunas consideraciones” 112-115.