Jorge por Jorge: las Coplas de Manrique analizadas y repoetizadas por Borges

 

Jorge by Jorge: The Coplas of Manrique Analyzed and Repoetized by Borges

 

 


Javier Roberto González

Universidad Católica Argentina – CONICET, Facultad de Filosofía y Letras – Centro de Estudios de Literatura Comparada–Academia Argentina de Letras, javier_gonzalez@uca.edu.ar

ORCID: 0000-0002-3389-1992

DOI: http://doi.org/10.30827/RL.v0i25.15792


 

 

RESUMEN

Mediante un análisis del ensayo que Jorge Luis Borges dedicó a las Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique, conjuntamente con las varias reescrituras que el autor argentino hace de ellas en su poesía, nos proponemos demostrar que no es en el logos argumentativo o analítico donde Borges interpreta mejor sus lecturas, sino en el mythos de su praxis poética y en la reescritura creativa de sus fuentes. Borges, incomparable poeta y narrador pero crítico arbitrario y rebatible, solo lee bien repoetizando, y solo poetiza bien releyendo, porque para él leer y poetizar constituyen un único acto creativo.

Palabras clave: Jorge Manrique; Jorge Luis Borges; muerte; reescritura.

 

ABSTRACT

Through an analysis of Jorge Luis Borges’ critical essay devoted to Jorge Manrique’s Coplas a la muerte de su padre, together with the various rewritings of them along the poetical works of the Argentinian writer, we aim to demonstrate that Borges does not interpret his readings by arguing or analyzing them logically but rewriting them mythically and poetically. Borges, unparalleled poet and storyteller but high-handed and refutable critic, reads well just by repoetizing, and poeticizes well just by rereading, because he understands reading and poetizing as an only creative act.

Keywords: Jorge Manrique; Jorge Luis Borges; death; rewriting.

 

 

1. Borges analiza a Manrique

 

Los nombres de Jorge Manrique y de su obra más célebre, las Coplas a la muerte de su padre, aparecen en el corpus borgeano desde los años veinte hasta los ochenta, mediante una gama de referencias que van desde la breve y ocasional mención hasta un ensayo íntegramente dedicado al análisis de la figura del poeta y de su texto. No es nuestro propósito ocuparnos de cada una de estas menciones[1], sino centrarnos en un artículo de 1928 en el que por única vez Borges condesciende a un análisis y a una valoración crítica fundamentada de las Coplas de Manrique, para interpretar y poner seguidamente en contraste las opiniones y los juicios allí formulados con la praxis literaria del propio Borges, quien en su mester poético recae en ideas, actitudes y procedimientos muy similares a los que le merecen reprobación o escasa valoración en el poema de Manrique. Como casi siempre sucede con Borges, la mejor –la única– forma de leer es reescribir, y es generalmente en la reescritura, más que en el análisis crítico, donde su poder de captación de los valores y las posibilidades de un texto suele alcanzar su máxima manifestación. Cuando más y mejor analiza Borges un poema, cuando más lejos llega en su interpretación, es cuando lo repoetiza en su propia escritura.

            En su ensayo de 1928, “Las coplas de Jorge Manrique”, Borges parece acometer su análisis munido solamente de dos guías críticas previas –no había muchas más en aquellos tiempos–, la de Manuel Quintana, que avala, y la de Menéndez y Pelayo, a quien refuta en su refutación de Quintana:

 

La más escuchada voz que [en] verso español habló de la muerte, es la de Manrique. Manuel José Quintana, decente crítico y poeta ilegible, censuró esa voz; Menéndez y Pelayo, crítico justicieramente famoso, censuró la censura. Arguye Quintana: “Al ver el título de esta obra, se esperan los sentimientos y la intención de una elegía, tal como el fallecimiento de un padre debía inspirar a su hijo. Pero las coplas de Jorge Manrique son una declamación, o más bien un sermón funeral sobre la nada de las cosas del mundo, sobre el desprecio de la vida y sobre el poderío de la muerte.” Menéndez y Pelayo lo ataja, señalándole que de las cuarenta y tres coplas que son el total de la composición[2], diecisiete se contraen al elogio fúnebre del Maestre. Dice también que el pudor filosófico y señoril con que Manrique reprime sus lágrimas y anega su propio dolor en el dolor humano, es el mejor mérito de la obra. Llama doctrinal de la cristiana filosofía a las coplas y alude a Bossuet. Por su ademán, esos pareceres de Menéndez y Pelayo son una refutación de Quintana; bien mirados, son su confirmación (El idioma de los argentinos 81-82).

 

El fragmento no solo se endereza al análisis de Manrique, sino al de Quintana y, sobre todo, al de Menéndez y Pelayo; no se trata solo de mostrarle al lector cómo son las Coplas mediante un aval a Quintana y una censura a Menéndez y Pelayo, sino también de mostrarle simbólicamente a este último, a quien con ironía se calificó antes de crítico justicieramente famoso, que como crítico no ha entendido nada, pues creyendo deprimir la postura de su rival no ha hecho otra cosa, con sus argumentos, que fortalecerla y confirmarla. Adviértase de paso la obviedad con que Borges determina su estrategia discursiva a todas luces parcial, al recurrir a la cita textual del reivindicado Quintana, y en cambio a una más imprecisa y relajada paráfrasis de las opiniones del impugnado Menéndez y Pelayo[3]. Para Borges, como para Quintana, las Coplas son antes un sermón funeral que una elegía, antes una meditación doctrinal sobre la fugacidad de la vida y la vanidad de las cosas de este mundo que un lamento sinceramente llorado por la muerte de un ser querido; deplora en ellas el exceso de un elogio impersonal y frío, y el defecto de una explícita manifestación de dolor:

 

[…] ¿no es todo eso, acaso, sermonero a más no poder y nada elegíaco? El elogio fúnebre, por ejemplo, y más en el sentido civil en que lo encara Jorge Manrique, no es directa queja filial, es justificación ante forasteros […]. Una cosa es la foja de servicios del conde de Paredes […], y otra es la intimidad del dolor que su muerte debió inferir al ánimo de un hijo suyo. No por mucho batallar con todos los moros de la morería, acrecienta un hombre el amor filial que deben profesarle (El idioma de los argentinos 82-83).

 

            Para Borges el dolor expresamente confesado es un ingrediente inexcusable de la elegía, un tipo de textualidad mortuoria que viene así a diferenciarse del mero epitafio, más centrado en la síntesis biográfica puramente laudatoria, según distingue el propio Borges en un prefacio de 1931[4]. No podemos ahondar mucho más aquí en estos deslindes, que nos llevarían a tratar con demora sobre la cuestión, largamente debatida, del género de las Coplas; baste con señalar que, tras las huellas de Quintana y Menéndez y Pelayo, los estudiosos han seguido dividiéndose entre los partidarios de una genericidad dominante de índole doctrinal, y quienes ven ante todo y pese a todo en el poema un genuino temple elegíaco[5]. Sigamos, mejor, escuchando a Borges:

 

No descreo de la eficacia estética de las Coplas. Afirmo que son indignas de la Muerte: eso es todo. En ellas está la forzosidad del morir, pero nunca lo disparatado de ese acto ni el azoramiento metafísico a que nos invita ni un esperanzarse curioso en la inmortalidad (El idioma de los argentinos 84).

 

Releo las Coplas y compruebo que es el pensamiento de que lo pasajero no existe. Para Manrique (y para todo español en trance de filosofar), la perdurabilidad es la única forma del Ser. El esqueleto sobrevive a su portador, luego el esqueleto es más real que el hombre. Las ruinas de Itálica sobreviven (sobremueren) a la ciudad, luego su intemperie de hoy es verídica y su gentío de ayer es una ficción (El idioma de los argentinos 84-85).

 

Según la primera cita, la prevalencia de la admonición sobre lo forzoso del morir y su ineludible aceptación por encima de cualquier atisbo de azoramiento existencial ante semejante escándalo convierte a las Coplas antes en un texto moral que metafísico –de nuevo, lo doctrinal y lo sermonario ahogan a lo genuinamente vital–; pero el caso es que la segunda cita viene a contradecir y desmentir a la primera, pues la idea que Borges achaca a Manrique –y a toda España– de que solo lo eterno existe realmente, de que la perdurabilidad es la única forma del ser, es a todas luces, cual Parménides redivivo, un postulado metafísico. Borges, sin advertir que ha caído en su propia trampa, dice no entender esta convicción, y afirma en cambio que lo que de veras existió, lo que existió con pasión o con intensidad, más allá de su duración aparente, no muere nunca:

 

Dejemos las absurdas y patéticas interrogaciones sobre la perfumería y sobre los trajes guarnecidos con láminas de metal y sobre las bien templadas cítolas y vihuelas y vayamos a la terrible interrogación: ¿Qué se ficieron las llamas / de los fuegos encendidos / de amadores? Es decir, ¿qué se hizo la pasión, qué se hará? […]. Hay una […] respuesta que he vislumbrado y que me está gustando y que se deja presentir o indicar por esta sentencia: Lo que de veras fue, no se pierde; la intensidad es una forma de eternidad (El idioma de los argentinos 85-86).

 

Apelando a su misma preterición, dejemos de lado el injusto menosprecio con que pasa por sobre dos estrofas unánimemente valoradas entre las más memorables de todo el poema, aquellas de los esplendores de la corte de Juan II, reduciéndolas a un mero catálogo de ropas metálicas e instrumentos de nombres cacofónicos –nombres, por cierto, que son de Borges, no de Manrique– y retengamos su tesis de que la verdadera realidad de algo no radica en su ser perdurable, sino en su ser intenso, pues hemos de volver sobre esta idea para contrastarla con la praxis poética del propio Borges. Acabado así su comentario de las Coplas, podemos enumerar tres hechos inherentes a estas que al Borges crítico se le han escapado por completo:

1) El dolor, el llanto filial, que Borges no advierte, no están en absoluto ausentes en el poema, sino apenas velados tras una elegante sobriedad, tamizados por una expresión que no condesciende a la queja estentórea o al trenos enfático, escondidos –para decirlo con palabras de Menéndez y Pelayo que Borges leyó sin compartir– tras “aquella especie de pudor filosófico y señoril con que reprime sus lágrimas y anega su propio dolor en el dolor humano” (II 402).

2) Tal como sugiere la cita antedicha, la elegía en que consisten las Coplas no es solo personal o individual sino general, mas no de una generalidad abstracta y universal que apunte –como cree Borges– a la mera doctrina de que todos somos mortales y por lo tanto nadie existe de veras, sino a una generalidad de clase o estamento: lo que Manrique llora no es solamente la muerte de su padre, sino el ocaso de aquella vieja aristocracia guerrera y terrateniente que, en tiempos del naciente centralismo monárquico de los Reyes Católicos, está también herida de muerte, y cuya desaparición queda en cierto modo asumida y simbolizada por la del maestre don Rodrigo, uno de sus más conspicuos representantes, quien suscita en el hijo una estrategia elegíaca absolutamente adecuada a este doble lamento y este doble dolor: la de un elogio no solo de su padre en cuanto persona, no solo de sus virtudes individuales, sino del caballero representativo de toda la clase y de su correspondiente ethos estamental condenado a extinguirse[6]. Solo a partir de esta premisa de la doble dimensión personal y clasista del dolor y del encomio manriqueños puede comprenderse cabalmente el porqué de su asordinado y sobrio llanto, cual conviene a un guerrero que habla de guerreros, y de aquella imprescindible enumeración de los puntos principales de la “foja de servicios del conde de Paredes” ironizada ciegamente por un joven Borges incapaz de advertir que dicha foja no es “una cosa”, y “otra” cosa es la “intimidad del dolor”: el concepto de intimidad que asumimos, todavía en el siglo xxi, los hijos del xx –y nietos del xix, inficionados aún de los detritos de la subjetividad romántica, devotos de una pura sentimentalidad personal y víctimas de toda reivindicación individualista extrema, no se corresponde con la idea de dolor íntimo que podía concebir un noble poeta-soldado del siglo xv, para quien nada existe más íntimo y personalísimo que la sincera identificación de los valores individuales con los de su clase.

3) Es precisamente en relación con la doble vertiente personal y estamental guerrera de la elegía y del encomio que debe postularse y valorarse otro elemento capital en la semántica de las Coplas por el que Borges pasa de largo: la memoria. Es en la memoria donde, según la ética propia de la aristocracia militar que el poema refleja, puede radicar una primera victoria posible sobre la muerte. Una legítima fama ganada a través de la vida es, para todo buen caballero, no solo un simulacro de inmortalidad apenas consistente en la consoladora y evanescente perduración en el recuerdo de los demás –idea de raigambre clásica, como bien se sabe–, sino también un fuerte indicio de santidad personal y por tanto un reaseguro de salvación y de vida eterna. Quien ha sabido ganarse un buen nombre, quien ha dejado buena memoria en sus pares –vox populi, vox Dei– casi con certeza lo ha logrado porque ha sido de suyo bueno, y en consecuencia Dios lo pondrá por siempre en el cielo. Si toda memoria posee el poder de modificar el pasado hasta mejorarlo e incluso eternizarlo en el recuerdo –a nuestro parescer / cualquiera tiempo pasado / fue mejor–, la buena fama allana realmente el camino hacia la vida eterna (Mancini 15-16), y por eso el poeta no duda en colocar a la vida de la fama como una instancia intermedia entre las vidas terrena y celestial[7]. Solo esta inadvertencia sobre el real valor de la memoria y de la fama en el texto puede explicar que asevere Borges algo tan errado como que en las Coplas no haya “azoramiento metafísico” ni “un esperanzarse curioso en la inmortalidad”.

Pues bien, estos tres aspectos que no ve el crítico Borges en el texto de Manrique –que el dolor bien puede hacerse presente bajo expresión pudorosa y reticente, que la elegía no se endereza solo al lamento de una muerte individual sino también por la desaparición de una íntegra clase, y que la memoria y la fama son garantes e índices de vida eterna– sí las ha visto el Borges poeta, no solo cuando explícitamente se aboca a una evidente práctica hipertextual creadora a partir de las Coplas, sino inclusive en otros textos suyos donde su mythos poético se permite fecundar estas mismas ideas que en aquellas inadvertía su logos meramente analítico.

 

2. Borges repoetiza a Manrique

a. Cómo a nuestro parescer / cualquiera tiempo pasado / fue mejor

En su volumen de 1965 Para las seis cuerdas, Borges incluye una milonga, “¿Dónde se habrán ido?”[8], cuyo empleo del tópico del ubi sunt es de indiscutible inspiración manriqueña:

 

¿Dónde están los que salieron

a libertar las naciones

o afrontaron en el Sur

las lanzas de los malones?

¿Dónde están los que a la guerra

marchaban en batallones?

¿Dónde están los que morían

en otras revoluciones?

[…]

¿Dónde está la valerosa

chusma que pisó esta tierra,

la que doblar no pudieron

perra vida y muerte perra,

los que en el duro arrabal

vivieron como en la guerra,

los Muraña por el Norte

y por el Sur los Iberra? (OC II 580).

 

A diferencia de Manrique, que utiliza el ubi sunt tan solo para radicar en él su constatación de las mudanzas de la fortuna, de la fugacidad de todos los esplendores y de la crueldad con que la muerte se ensaña con los más encumbrados, y reserva en cambio su elogio para la parte final del poema dedicada a su padre y a la caballería, Borges integra en su tratamiento del tópico ambos cometidos: la azorada pregunta por los poderosos súbitamente derribados por la muerte y la fortuna, y el encomio de esos mismos poderosos. Manrique no elogia donde se pregunta, y no se pregunta donde elogia; Borges reúne ambas acciones en una única instancia poética. Lo interesante es que, también diferenciándose del Manrique del ubi sunt, pero siguiendo de cerca al del elogio fúnebre final, Borges no pregunta aquí por individuos, no se interesa por el destino de ningún concreto rey don Juan, de ningunos explicitados infantes de Aragón, de ningún don Enrique, de ningún condestable don Álvaro de Luna, sino de una clase, de un estamento social identificable solo genéricamente: el de los gauchos[9]. No los menciona así[10], pero los alude inequívocamente mediante la clara referencia a las dos funciones arquetípicas que ese tipo humano desempeñó en forma sucesiva dentro de la historia argentina: la de soldado de las guerras de independencia, civiles o contra el indio –principios y mediados del siglo xix–, y la de matón y malviviente –a fines del mismo siglo y comienzos del siguiente. Cada una de las estrofas nos presenta, así, al gaucho en su doble cara noble y sórdida, en su esplendor guerrero y en su posterior degradación delictiva, en su fase de expansión rural y bélica, y en su fase de reclusión suburbana y criminal. Con su migración de la pampa al suburbio, con su obligada semiurbanización, paralela a la desaparición de su ámbito natural de las guerras, el gaucho no tuvo más remedio que reformular su única virtud, el coraje, dedicándolo al delito y a la pelea clandestina al servicio de indignos jefes políticos de barrio (cfr. Lizabe 206-207); con todo, Borges no establece condena moral alguna, y valora sin distinción la única y perdurable valentía de esa clase humana a través de las mutaciones sociales e históricas que le impusieron un cambio de modalidad o de forma, mas no de ethos. ¿Acaso no se trata de un proceso parcialmente homologable al sufrido por la vieja caballería terrateniente castellana a fines del siglo xv? Lo de parcialmente, desde luego, debe destacarse porque a diferencia de los gauchos aquellos aristócratas guerreros no se convirtieron en delincuentes al liquidarse definitivamente los últimos restos del sistema feudal y establecerse la monarquía centralizada, pero sí sufrieron una similar mutación que los obligó a abandonar sus posesiones rurales y radicarse en las ciudades, a ponerse al servicio del nuevo poder político como cortesanos, y a abandonar toda iniciativa militar. Es a esta clase otrora guerrera, libre y con iniciativa propia, y ahora reducida a servir al rey como mera burocracia ornamental, a la que Manrique dedica su elogio y su elegía encarnándola, personificándola en la figura individual y concreta de su padre, y es por ella que el llanto elegíaco de las Coplas adquiere una velada pero perceptible dimensión estamental, colectiva, que el Borges crítico no advierte. Sí lo advierte en su praxis poética el Borges creador, según vemos, pues endereza su llanto y su encomio en esta milonga a un mismo tipo de objeto humano grupal al que le llega su ocaso en similares trances históricos, tanto en la Castilla de fines del xv cuanto en la Argentina de fines del xix: la organización de un estado nacional centralizado y el punto final de las guerras civiles.

            La clarividencia del Borges poeta respecto de su hipotexto manriqueño, tan abiertamente contrastante con las limitaciones de su previo abordaje crítico, encuentra mayor y mejor confirmación en las dos cuartetas que operan como estribillo:

 

–No se aflija. En la memoria

de los tiempos venideros

también nosotros seremos

los tauras y los primeros.

 

El ruin será generoso

y el flojo será valiente:

no hay cosa como la muerte

para mejorar la gente (OC II 50).

 

La postulación expresa de la memoria como rescate meliorativo –y no solo reproductivo– de la realidad pasada, esto es, de lo muerto, remite inequívocamente al modelo manriqueño; también en este se decía claramente que “a nuestro parescer / cualquiera tiempo pasado / fue mejor”, vale decir, se afirmaba que la bondad de las cosas ya desaparecidas o muertas no es objetiva, sino subjetiva, y que el pasado no fue per se bueno, sino que nuestra memoria lo mejora en su acto de recordarlo. Este principio, deslizado al pasar en esos tres simples y fugaces versos de la primera estrofa de las Coplas, son un magistral guiño del poeta, que nos ofrece así una verdadera clave de lectura de su texto, y sobre todo de su parte última y capital dedicada al elogio de su padre y de la caballería. Es este mismo guiño, esta misma clave de lectura la que recoge Borges aquí para decirnos en definitiva que no debemos tomar demasiado en serio los encomios respectivos, que en realidad tanto las Coplas como la milonga reclaman una interpretación en clave irónica y distanciada, por la cual advierta el lector que ni don Rodrigo, ni sus comilitones nobles de Santiago, ni los gauchos de las guerras o de los entreveros suburbanos han sido tan ejemplares y excelentes, que no es de ellos la bondad que se les predica en los versos, sino del emocionado recuerdo, de la agradecida e infiel memoria que los evoca. Y es precisamente en esta infidelidad, en esta deslealtad a los hechos que entraña en rigor, paradojalmente, una máxima lealtad a esas personas y categorías de personas a las que cabalmente se ama, donde radica el elemento afectivo, el sentimiento –filial o de cualquier índole– que el Borges de 1928 le reclamaba a Manrique, sin advertir que lo tenía frente a las narices. ¿Existe acaso mayor signo de adhesión cordial, de involucramiento emotivo con respecto a alguien, que el que se traduce en una voluntaria obliteración de la verdad objetiva –ni el maestre don Rodrigo fue caballero tan intachable, según se ha empeñado en demostrar la crítica más reciente con sus consabidos afanes desmitologizantes, ni los gauchos fueron tan abnegados y valientes– para construir en cambio un mito ejemplar que postule como paradigmas a aquellos que, no siendo mejores ni peores que todos, han sido y son sin embargo merecedores de nuestro amor? “No hay cosa como la muerte / para mejorar la gente”, traducción borgeana del antiquísimo axioma de mortuis nihil nisi bonum, bien podría ser la divisa y clave interpretativa no solo de las Coplas de Manrique, sino de toda elegía y de todo discurso funeral. Y no es solo la muerte, en su abstracta condición de tal, la que mejora a la gente, sino el talante parcial de la emoción con la que obra el recuerdo de los supérstites, el amor de quienes lloran: así es como siente y plañe a su padre Jorge Manrique, y así es como le rinde homenaje filial, no con lágrimas teatrales, sino con el tributo de una memoria meliorativa a fuer de enamorada, infiel a fuer de fiel. Más que declamar su cariño y dolor de hijo, según podrían hacer los hipócritas, según harán un siglo después las sinuosas hijas de Lear, don Jorge –como Cordelia– lo demuestra. Y así también Borges, tan en sintonía poética con su incomprendido modelo.

Pero la idea de una memoria, no solo reproductiva sino también constructiva cuando se aplica a los muertos, implica en el texto de Borges algo más que la obliteración de los defectos y el énfasis de las virtudes, implica una virtual igualación entre buenos y malos: “El ruin será generoso / y el flojo será valiente”, y “también nosotros seremos / los tauras y los primeros”. Es decir, la memoria asociada a la muerte no solo vuelve mejores individualmente a las personas, sino las equipara relacionalmente, las empareja en virtudes y méritos. Se trata de una vuelta de tuerca por demás interesante de otro tópico abordado por Manrique, el de la muerte igualadora, identificada en las Coplas con ese omnívoro mar que traga por igual a los ríos caudales, a los medianos y a los chicos (Manrique 110, III 25-36), tratando de idéntico modo “a papas y emperadores y perlados” y a “los pobres pastores de ganados” (Ibid. 117, XIV 164-168). Ciertamente, no se trata en Manrique y en Borges del mismo tipo de igualación: en el primero la igualdad que trae la muerte es escatológica, es el idéntico desenlace de desaparición física y tránsito de este mundo que aguarda tanto al poderoso como al miserable; en Borges, en cambio, se trata de una igualación apenas lógica, de una realidad no objetiva sino subjetiva, de una construcción del pensamiento y del sentimiento, de una percepción antes que de un hecho; por eso mismo, no es en Borges la muerte en sí la que iguala –ni la que mejora–, como sucede en Manrique, sino la memoria acerca de los muertos, el recuerdo suscitado por la muerte; con todo, esa memoria solo existe y opera sus efectos meliorativos y equiparativos en íntima asociación –por no decir en consustancial identificación– con la muerte misma[11]. De nuevo, el creador Borges sabe cómo extraer los nutrientes semánticos más raigales a partir de un modelo literario que, leído poéticamente, resulta en sus manos mucho más elocuente que en su recepción latamente crítica.

Fuera del poema que hemos comentado, la licitud de una memoria selectiva y meliorativa orientada a la praxis retórica de la laus de un familiar o de un antepasado, según el modelo de Manrique, ha sido puesta de manifiesto por Borges en infinidad de textos dedicados a sus abuelos militares, verdadera obsesión a lo largo de toda su obra. No hay espacio para detenernos aquí en la consideración de estas páginas[12], pero cumple afirmar que la exaltación de sus ancestros guerreros no se aleja demasiado de la estrategia seguida por Manrique en el encomio de su padre el maestre, de la consignación rimada y medida del mismo tipo de foja de servicios que tanta sorna le merecía al Borges crítico de 1928, y de la misma manipulación afectiva y meliorativa de los datos históricos mediante el tamiz de idéntica memoria selectiva y embellecedora. Sin descender a un rastreo detallado de las pruebas textuales, bástenos señalar la conocida maniobra, heredada de su abuela Fanny Haslam, mediante la cual Borges inventa para su abuelo paterno una muerte heroica que jamás existió[13]. Por lo demás, se verifica también la presencia del modelo manriqueño en la dimensión colectiva y estamental que subyace a la elegía personal, por cuanto junto a la alabanza y al recuerdo emotivo del individuo concreto se superpone la añoranza de una entera estirpe de soldados y hombres de acción que alguna vez fue honra de su familia, y se extinguió con el tiempo.

Pero lo que más identifica y hermana las estrategias discursivas de ambos poetas en sus evocaciones laudatorias de parientes es aquello que tanto censuraba Borges en Manrique: la supuesta carencia de efusión sentimental, la moderación emotiva, el elegante pudor con que se evitan la queja y el énfasis. Este tono de mesura –jamás de ausencia– afectiva es una de las características más salientes de toda la literatura de Borges, como bien se sabe, y no extrañan por lo tanto su presencia y vigencia en los textos dedicados a sus mayores[14]; lo que sí extraña –o no tanto– es la inadvertencia y la incomprensión con que nuestro autor se refería a esa misma marca de estilo, tan suya, cuando la descubría y denunciaba en Manrique. El tratamiento demorado del tema nos llevaría al planteo de uno de los aspectos probablemente capitales en Borges, todavía pendiente de un estudio exhaustivo y sistemático: el de su ostensible voluntad de –según los casos– negación, reprobación, enmascaramiento, racionalización o sublimación de las pasiones y las pulsiones, tanto en su obra cuanto en su vida. No podemos, naturalmente, avanzar aquí en pos de esta verdadera clavis arcus de la estética borgeana, que a nuestro entender a la vez determina y relativiza el pretendido carácter intelectual y abstracto de su literatura, de su estilo y aun de sus posiciones ideológicas. ¿Está tan de acuerdo Borges consigo mismo cuando reprime sus afectos? La saña con que censura esta misma contención de los afectos en los demás bien puede ser indicio de que en ese objetivado disimulo emotivo acechan una sombra y un espejo.

 

b. Y pues vemos lo presente / cómo en un punto se es ido / y acabado, / si juzgamos sabiamente / daremos lo no venido / por pasado

 

Recordemos otro de los reparos de Borges a las Coplas: en estas –nos dice– alienta el pensamiento típicamente español de que solo lo eterno es real, de que lo pasajero no existe, de que, si algo es fugaz o mortal, es que no es, o, en otros términos, de que nada es, salvo la muerte. Y proporciona una imagen: “El esqueleto sobrevive a su portador, luego el esqueleto es más real que el hombre” (El idioma de los argentinos 84), como más reales son las ruinas de Itálica que Itálica misma. Reinterpretemos ahora estos asertos a la luz de los siguientes versos del poema de Borges “Adán es tu ceniza” (Historia de la noche, OC III 311):

 

Las cosas son su porvenir de polvo.

El hierro es el orín. La voz, el eco.

Adán, el joven padre, es tu ceniza.

El último jardín será el primero.

El ruiseñor y Píndaro son voces.

La aurora es el reflejo del ocaso.

El micenio, la máscara de oro.

El alto muro, la ultrajada ruina.

Urquiza, lo que dejan los puñales.

[…]

Qué dicha ser el agua invulnerable

que corre en la parábola de Heráclito…

 

Bien puede Borges, si lo prefiere, ahijarle el río a Heráclito y no a Manrique, pero lo cierto es que hay versos aquí que no son más que copias fieles de sus frases sarcásticas de 1928 sobre las Coplas, solo que ahora ennoblecidas por la dignidad endecasílaba y el halo metafísico que –precisamente– nuestro autor se negaba a reconocer en Manrique. ¿No remite acaso el postulado de que la realidad de Urquiza equivale a sus despojos, a lo que dejan los puñales que lo han matado, a aquella ironía de que el esqueleto es más real que el hombre? ¿Y no hay en el aserto de que la ultrajada ruina es más real que el alto muro previo el evidente eco de la Itálica ruinosa, más verdadera que la viva y real?[15] Una vez más vemos al poeta Borges recoger y prolongar en su literatura aquellas mismas ideas que en su crítica había censurado y menoscabado cuando las hallaba en otro poeta; una vez más, como decíamos, asistimos a la denuncia rencorosa de la propia sombra, a la que puede momentáneamente domeñar el logos analítico, pero nunca el mythos del canto. La poderosa postulación que subyace a estos versos de Borges no es sino lo que Manrique enuncia en las palabras que encabezan este parágrafo: que lo presente se define por su acabamiento, que la única realidad posible siempre es pasada, jamás actual, o en todo caso, que la realidad actual no es más que el despojo, la ruina, la muerte misma de la pasada. Solo es real la muerte. El esqueleto. Lo que dejan los puñales. ¿Puede haber coincidencia mayor entre dos poetas –y dos poéticas– que esta entre Manrique y Borges? En Borges, por lo demás, la idea recurre con cierta frecuencia en otros textos, como los poemas “A quien está leyéndome” (El otro, el mismo, OC II 476[16]), “Alguien” (Ibid., OC II 478[17]), y sobre todo en la copla popular que incorpora en su “Muertes de Buenos Aires” (Cuaderno San Martín, OC I 184), cuya epigramática clausura bien podría aspirar a sintetizar aquella visión castellana y manriqueña de la muerte como única realidad existente, tan abominada por el Borges crítico: “la vida no es otra cosa / que muerte que anda luciendo”. Acaso nunca han llegado a sentir y pensar tan al unísono ambos Jorges como en esta anónima copla, que, sin ser de ninguno de los dos, el uno hace propia al incluirla en un poema suyo, y el otro la posee legítimamente como acervo compartido de la vieja tradición hispánica a la que pertenece y tributa, de aquella ancestral convicción –de Séneca y Quevedo hasta Borges mismo– de que solo hay muerte, de que la vida misma es muerte a plazos. Para ambos cada cosa se define no por su ser actual, sino por su ser final, no por lo que es –pues lo que es, es simple apariencia, no realidad–, sino por lo que será, por lo que quedará –o no quedará– de ella; la vida equivale a la muerte, el ser consiste en no ser[18].

            Pero volvamos a su artículo de 1928. Afirma en él, contra la impugnada posición manriqueña de considerar como real solo a lo eterno, que también lo intenso lo es, que “lo que de veras fue, no se pierde; la intensidad es una forma de eternidad” (El idioma de los argentinos 86). Andrés Lema-Hincapié –en el único trabajo que, hasta donde sepamos, analiza con un mínimo de detenimiento la lectura borgeana de Manrique– deplora que Borges no explique dónde ni cómo perdura esa intensidad que, aunque efímera de suyo, puede por su propia fuerza devenir eterna, y arriesga la posibilidad de que se trate de una huella del conatus essendi spinoziano, por el cual cada cosa tiende naturalmente a seguir siendo ella misma (Lema-Hincapié 228). Sorprende que el crítico proporcione la respuesta a su pregunta y no lo advierta, pues cita a continuación el poema “Ewigkeit” (El otro, el mismo, OC II 480), donde Borges ofrece sin ambages la clave de aquella intensidad eterna. Tras invocar: “Torne en mi boca el verso castellano / a decir lo que siempre está diciendo / desde el latín de Séneca: el horrendo / dictamen de que todo es del gusano” –reedición de su ya sabida denuncia contra Manrique y contra todo el orbe hispánico por su afición a la idea, a la que el mismo Borges sucumbió según vimos, de que la realidad de cada cosa se halla en su muerte y en su ruina–, el poeta se rectifica, se autorrefuta en su intención primera de adherir a ese pensamiento al que ya lo habíamos visto adherir en otros textos, y concluye:

 

Sé que una cosa no hay. Es el olvido;

sé que en la eternidad perdura y arde

lo mucho y lo precioso que he perdido:

esa fragua, esa luna y esa tarde.

 

Lema-Hincapié debió citar también el poema que precede a este en El otro, el mismo, titulado “Everness” (OC II 479); desde el título mismo, que repite mediante un neologismo inglés el mismo significado del alemán “Ewigkeit”, se advierten dos circunstancias: en primer término la evidente afinidad semántica de ambos textos, pero también la ostensible intención de evitar la lengua castellana, de escamotear precisamente aquello mismo que el poeta invocaba –o fingía invocar– en la cita precedente, el “verso castellano”. Borges rehúye el castellano “eternidad”, y recurre al inglés y al alemán, no por mero esnobismo, sino para ponerse a salvo por vía lingüística de aquella tradición hispánica que no lo convence ahora y aquí –y a la que sí se plegaba en aquellos otros textos que señalábamos–, a la idea senequista, quevediana y manriqueña de que todo es del gusano, de que cada cosa consiste en su propio después de muerte y de ruina, de que vivir es morir. Borges está –una vez más como tantas veces en su vida y en su obra– tratando de deshispanizarse, cometido que él mismo reconoció en ocasiones como absurdo e inútil, desde luego –máximo testimonio del intento y del fracaso: Menard–, pero ante el cual cede muy a menudo. Vengamos al primer cuarteto de “Everness”:

 

Solo una cosa no hay. Es el olvido.

Dios, que salva el metal, salva la escoria

y cifra en su profética memoria

las lunas que serán y las que han sido

 

Solo una cosa no hay. Es el olvido (“Everness”); sé que una cosa no hay. Es el olvido (“Ewigkeit”); casi idéntico verso en ambas versiones, la anglizante y la germanizante, de la eternidad castellana que Borges esquiva. He aquí la clave de la intensidad devenida eterna, he aquí cómo y dónde lo intenso puede vencer a la muerte: por la memoria, en la memoria. ¿No es acaso la misma respuesta de Manrique, según hemos argüido? La memoria es cifra de eternidad, porque del mismo modo que convierte lo malo en bueno, también transfigura lo efímero en perdurable. La memoria no es meliorativa –decíamos– solo por mejorar en el recuerdo los hechos y las personas, volviéndolos más buenos y bellos de como fueron en realidad, sino también por conferir a esos hechos y a esas personas la eternidad misma, por mejorarlos entitativamente, por abrirles las puertas del cielo. Lo intenso-eterno de Borges, en consecuencia, lo es porque la intensidad de algo vuelve ese algo memorable, y su memorabilidad lo sustrae al tiempo y a la muerte. Surge aquí una diferencia entre ambos Jorges: para el medieval, la clave para que algo acceda a la memoria y por tanto a la eternidad no es intensiva, sino extensiva: la perdurabilidad de alguien o de algo no radica en la intensidad, sino en la fama, en cuánto y a cuántos se expande su recuerdo; para el maestro contemporáneo, en cambio, es la intensidad con que se ha vivido un momento la puerta de acceso a su perduración y a lo eterno, aunque el recuerdo sea solo de uno, y sobre todo si es de uno y ese uno es Dios mismo, con su profética memoria. Para su pretendido escape de la tradición hispánica del gusano y de la ruina, Borges no ha encontrado mejor camino que el también hispánico de la memoria meliorativa y eternizante, según lo atestigua el impugnado Manrique. Como un Edipo que recae en Corinto huyendo de Corinto, Borges es la prueba de lo que asevera en su poema dedicado a España: “podemos profesar otros amores, / podemos olvidarte / como olvidamos nuestro propio pasado, / porque inseparablemente estás en nosotros, […] / incesante y fatal” (El otro, el mismo, OC II 483-484)[19].

 

c…allegados, son iguales…

 

Para Manrique –como para Horacio, como para el anónimo redactor de la Danza de la Muerte, como para tantos otros– la muerte iguala a ricos y a pobres, a poderosos y desvalidos, porque llama por igual a unos y a otros, porque engulle en su mar tanto los ríos caudales como los pequeños. Se trata, como se ve, de una igualdad de fin o de destino, no de una igualdad de identidad; quienes mueren son todos iguales en cuanto están muertos y despojados de sus diferencias de poder o riqueza, pero siguen siendo distintos en sus identidades personales, siguen siendo Juan, Pedro o María. Esto en Manrique y en las versiones tradicionales del topos. No así en Borges, quien nos ofrece una sugerente vuelta de tuerca del lugar común en algunos de sus textos de raigambre bíblica, como los dedicados a Caín y Abel:

 

Fue en el primer desierto.

Dos brazos arrojaron una gran piedra.

No hubo un grito. Hubo sangre.

Hubo por vez primera la muerte.

Ya no recuerdo si fui Abel o Caín

(“Génesis, IV, 8”, El oro de los tigres, OC II 786;

también La rosa profunda, OC III 133).

 

Abel y Caín se encontraron después de la muerte de Abel. Caminaban en el desierto y se reconocieron desde lejos, porque los dos eran muy altos […] A la luz de las llamas, Caín advirtió en la frente de Abel la marca de la piedra y dejó caer el pan que estaba por llevarse a la boca y pidió que le fuera perdonado su crimen.

Abel contestó:

–¿Tú me has matado o yo te he matado? Ya no recuerdo; aquí estamos juntos como antes (“Leyenda”, Elogio de la sombra, OC II 650).

 

A diferencia de los textos previamente aducidos, no puede decirse que en estos dedicados a Caín y Abel[20] opere inequívocamente el hipotexto de las Coplas de Manrique, pero hemos querido citarlos porque sí se observa en ellos una radicalización extrema del tópico de la muerte igualadora, que constituía una de las piedras angulares del poema manriqueño. Aquí ya no iguala la muerte a pobres y a ricos, a poderosos y a humildes, sino al culpable y al inocente, a Caín y a Abel; no se trata de una equiparación solo social, funcional o estamental, sino moral, y más aún, ontológica. La muerte diluye la frontera entre los méritos y las culpas, entre la inocencia y el pecado, y como en la economía del relato bíblico son la inocencia y la culpa las que definen a las personas mismas de Abel y Caín, acaba por lo tanto diluyendo también la identidad de ambos, identificándolos como una única e indistinta persona y sancionando la inexistencia del yo[21]. Huelga señalar que semejante idea habría horrorizado al cristiano Manrique, para quien la muerte no solo no puede borrar la frontera entre virtud y pecado, sino que consiste precisamente en la sanción definitiva y eterna de la una o del otro como destinos del todo separados e inconfundibles. En todo caso, bien podría decirse que Borges transfiere al acontecimiento involuntario e impersonal de la muerte los efectos que la sacramentalidad cristiana reserva a los actos personales y voluntarios del arrepentimiento y la confesión: el perdón de toda culpa, y la recreación de la inocencia perdida.

 

A modo de conclusión

 

No aportaremos aquí ninguna conclusión no adelantada antes en el transcurso de nuestros análisis, sino que nos limitaremos a iterar y resumir lo que proponíamos de entrada y entendemos haber comprobado: que la inconmensurable clarividencia de Borges como lector encuentra su terreno natural no en la nota crítica, en el análisis pretendidamente filológico o estético, en el logos que discurre mediante pruebas y argumentos, sino en el mythos de su praxis poética, en su labor como creador literario y deslumbrante alquimista de las más encontradas tradiciones y herencias culturales. Allí es donde Borges sabe leer, donde quiere ver, donde puede afirmar y valorar lo que su ocasional parcialidad o ceguera crítica le habían hecho antes negar o censurar. Más allá de lo que haya pensado críticamente sobre las Coplas, solo logra Borges encontrar su secreta y verdadera afinidad con ellas cuando las repoetiza y, al hacerlo, asume su pertenencia cordial y fatal a esa misma estirpe hispánica que tanto repele a su elección y su razón. Borges solo lee bien reescribiendo –y solo escribe bien releyendo–, lo cual es, de él tratándose, una afirmación tautológica, pues para Borges leer y escribir constituyen –como largamente se ha razonado en la bibliografía crítica sobre su obra y su poética (Rest, Molloy, Lafon, Pauls, Bravo, Riera)– un solo y único acto.

 

 

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Date of reception: 14/08/2020

Date of acceptance: 31/12/2020

Citation: Javier Roberto González. Jorge por Jorge: las Coplas de Manrique analizadas y repoetizadas por Borges, Revista Letral, n.º 25, 2021, pp. 167-192. ISSN 1989-3302.

Funding data: The publication of this article has not received any public or private finance.

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[1] Enumeramos los lugares de su obra donde Borges menciona o comenta a Manrique; remitimos a la edición de las Obras completas del autor anotada por Rolando Costa Picazo mediante la sigla OC, a las Obras completas en colaboración mediante la sigla OCC, y a los Textos recobrados mediante la sigla TR seguida de los años abarcados por cada tomo: “Los traductores de Las mil y una noches” (Historia de la Eternidad, OC I 736, n. 1); “H. Bustos Domecq” (Seis problemas para don Isidro Parodi, en colaboración con Adolfo Bioy Casares, OCC 13); “Ulfilas” (Literaturas germánicas medievales, en colaboración con María Esther Vázquez, OCC 865); “La jonction” (Atlas, OC III 733); “Sir Thomas Browne” (Inquisiciones 35); “R. Esguerra Barry y otros. El niño y el joven, motores de desarrollo” (El círculo secreto 122); “Francisco de Quevedo. Antología poética” (El círculo secreto 228); “La metáfora” (Arte poética. Seis conferencias 42-43); “El culteranismo” (El idioma de los argentinos 61); “Un soneto de don Francisco de Quevedo” (El idioma de los argentinos 70); “Las coplas de Jorge Manrique” (El idioma de los argentinos 81-86); “Trascendentalismo” (Introducción a la literatura norteamericana, en colaboración con Esther Zemborain de Torres Duggan, 44); “Las coplas acriolladas” (El tamaño de mi esperanza 75); “Wally Zenner. Encuentro en el allá seguro. Prefacio” (TR, 1931-1955 13); “Una sentencia del Quijote” (TR, 1931-1955 62); “Homenaje a don Luis de Góngora. Discurso” (TR, 1956-1986 81); “Siete poemas. Prólogo” (TR, 1956-1986 133); “La sepultura” (TR, 1956-1986 207).

[2] Errada cuenta de Menéndez y Pelayo: las coplas son solo cuarenta.

[3] Curiosamente, podemos sospechar que la cita de Quintana que Borges reproduce no la ha extraído directamente de aquel, sino de Menéndez y Pelayo, pues se trata del único fragmento del comentario que Quintana dedica a Manrique en su obra Poesías selectas castellanas que Menéndez y Pelayo traslada textualmente en su propia crítica (II 400).

[4] “El epitafio […] es biográfico esencialmente: su materia es la personalidad del que falleció, no las emociones generadas por su muerte […]. La elegía, en cambio –sin otra memorable infracción que las varoniles coplas de Manrique–, interroga el puro hecho fúnebre, su operación de maravilla y de perplejidad en los supervivientes. El individuo cuyo fin se deplora, queda subordinado por ella al misterio fundamental de que haya un morir” (“Wally Zenner. Encuentro en el allá seguro. Prefacio”, TR, 1931-1955 13). A escasos tres años del artículo que aquí analizamos, como se ve, Borges continúa negándole a Manrique toda condición cabalmente elegíaca.

[5] El incremento de la doctrina o la reflexión a expensas de la emoción y el llanto resulta tan notable en las Coplas que buena parte de la crítica moderna no ha dudado en asimilar la identidad textual y la estructura del poema al género del sermón doctrinal; así Orduna (139-151), Beltrán (apud Manrique 65-166), y Royo Latorre (249-260).

[6] La presencia de esta doble dimensión, personal y clasista, en el elogio y el lamento de Manrique ha sido destacada por algunos estudios abocados a leer políticamente las Coplas (Monleón 116-132; Pueyo Zoco 4-21). Bien pueden aceptarse estas lecturas políticas del poema, a condición de señalar y denunciar sus límites y sus simplezas: no se trata solamente –ni principalmente– de una reivindicación política y social del estamento guerrero, sino también –y sobre todo–, de una postulación sincera de la dimensión espiritual de la caballería y de la guerra, dimensión que escapa a cualquier mirada fuertemente condicionada, como la de estos estudios, por la perspectiva corta y limitante del materialismo histórico. Véanse para otro enfoque Darst 197-205, y González, “Mediación y estructura” 149-162.

[7] “[…] pues otra vida más larga / de fama tan gloriosa / acá dexáis; / aunque esta vida de honor / tampoco no es eternal / ni verdadera, / mas con todo es muy mejor / que la otra temporal, / pereçedera” (Manrique, Poesía 132, Coplas XXXV 411-420).

[8] Incluida inicialmente en El otro, el mismo. Obra poética 1923-1964, Buenos Aires, Emecé, 1964.

[9] La ocasional referencia a apellidos personales como los Muraña o los Iberra no invalida lo dicho, pues aparecen pluralizados y presentados antes como estirpes arquetípicas, o como antonomasias, que como individuos concretos.

[10] En un poema anterior dedicado al tango Borges había utilizado ya la fórmula del ubi sunt para evocar a este perdido linaje de hombres de la tierra de indecible valentía, a los que denominaba malevaje y calificaba de chusma valerosa: “¿Dónde estarán? pregunta la elegía / de quienes ya no son, como si hubiera / una región en que el Ayer pudiera / ser el Hoy, el Aún y el Todavía. // ¿Dónde estará (repito) el malevaje / que fundó en polvorientos callejones / de tierra o en perdidas poblaciones / la secta del cuchillo y del coraje?” (“El tango”, El otro, el mismo, OC II 440). Estrofas después evocará los mismos apellidos antonomásticos que habrán de reaparecer en la milonga que comentamos, Muraña e Iberra, y para aludir a la transformación del soldado en matón a sueldo sentenciará: “una canción de gesta se ha perdido / en sórdidas noticias policiales” (Ibid. 440).

[11] Mas allá del evidente valor subjetivo de la expresión borgeana, que entiende aludir nada más –y nada menos– que a la memoria que mejora a los muertos mediante un rescate selectivo de los recuerdos más adecuados a su encomio, la postulación de la muerte como factor meliorativo de la realidad conlleva un innegable sentido ontológico y existencial, si nos atrevemos a leer el sintagma en sus máximos alcances semánticos posibles: paradójicamente, la muerte mejora a la gente precisamente porque la mata y la libera de la contingencia de una vida mortal, situándola así en la trascendencia, en la eternidad, en el más allá del cielo. De nada vale aducir que seguramente Borges no pensó en este significado religioso al proponer sus versos. ¿Significa acaso un texto poético solo lo que la intención y la conciencia de su autor han querido? En vista del subyacente texto manriqueño que nutre todo el poema, la licitud de una lectura cristiana y trascendente de estos versos no resulta imposible como horizonte hermenéutico, malgré Borges même.

[12] Remitimos a ellas: “Inscripción sepulcral” (Fervor de Buenos Aires, OC I 26); “Dulcia linquimus arva” (Luna de enfrente, OC I 129); “Isidoro Acevedo” (Cuaderno San Martín, OC I 179); “Alusión a la muerte del coronel Francisco Borges” (El hacedor, OC II 320); “Página para recordar al coronel Suárez, vencedor en Junín” (El otro, el mismo, OC II 424); “Junín” (Ibid., OC II 493); “1972” (La rosa profunda, OC III 146); “Coronel Suárez” (La moneda de hierro, OC III 207).

[13] El coronel Francisco Borges, involucrado en el golpe de estado de Mitre contra el gobierno de Sarmiento en noviembre de 1874, murió de dos balas recibidas en la batalla de La Verde, en la que los rebeldes fueron derrotados. En numerosas declaraciones periodísticas, en libros de entrevistas y en un bello poema, Borges adornó estos grises sucesos convirtiéndolos en un cuasi suicidio por honor cuya veracidad no atestiguan fuente ni indicio algunos. Según él –y de acuerdo con la versión ya mitificada que escuchó de su abuela Fanny– el coronel, al saber de la orden de retirada impartida por Mitre, decidió sustraerse a esa desdorosa rendición y avanzó en solitario, al trote lento y vestido con un poncho blanco que lo hacía fácilmente identificable, hacia las líneas enemigas, para hacerse matar (cfr. Williamson 46-48). Así relatará el episodio nuestro escritor a Roberto Alifano en un libro de entrevistas: “Mi abuelo murió muy joven; apenas había pasado los cuarenta años. Curiosamente se hizo matar. Esto fue así: desencantado por la capitulación de Mitre, él se envolvió en un poncho blanco, montó un caballo tordillo y avanzó al trote hacia el frente enemigo. Dos balas de Remington lo hirieron mortalmente (era la primera vez que esos rifles se usaban en la Argentina). Mi abuelo murió un par de días después. Fue una forma de suicidio” (Alifano 55). Con menor precisión, pero con idéntico gesto de leyenda, construye los hechos en su poema “Alusión a la muerte del Coronel Francisco Borges” (El hacedor, OC II 320): “Lo dejo en el caballo, en esa hora / crepuscular en que buscó la muerte […]. / Avanza por el campo la blancura / del caballo y del poncho. La paciente / muerte acecha en los rifles. Tristemente / Francisco Borges va por la llanura”. El poeta es buen ejecutor de su axioma: no hay cosa como la muerte / para mejorar la gente.

[14] Señala Chibán (235) a propósito de las elegías de Borges: “[…] dominan en los versos la ausencia de los tópicos de la lamentación o bien su asordinamiento: si por acaso ellos asoman, lo hacen de una manera fugaz y reticente, […] en la sobria manifestación de la congoja, detrás de un mero anuncio […]. Inusuales son, también, las referencias al llanto y en ellas, el sentido del duelo se anula por la negación”. En su excelente análisis de “El Aleph”, cuento que descansa enteramente en un gigantesco esfuerzo por disimular una pasión, Schvartzman (107) relaciona la ausencia de efusiones afectivas en Borges con lo que este mismo señalaba en “El escritor argentino y la tradición”, esto es, con “el pudor argentino, la reticencia argentina […]; las dificultades que tenemos para las confidencias, para la intimidad” (Discusión, OC I 440). Por su parte, Alazraki (“Borges o el difícil oficio de la intimidad” 449-463) ha advertido que la represión afectiva de Borges, su natural y épico sentido del pudor, van cediendo en su poesía última, que se hace más confesional y condesciende a una manifestación más abierta, directa y menos acomplejada de su intimidad y sus sentimientos. Alazraki interpreta así este giro estilístico en el poeta anciano y ya próximo a la muerte: “Borges viola su recato porque sabe que en esa hora de aceptaciones y reconciliaciones el pudor puede ser una miseria más de nuestra vanidad” (460).

[15] No se pierda de vista que el mismo Borges que denuncia en los españoles un excesivo regodeo en la ruina como única cifra de realidad posible es el que compone, prologa y edita en Italia un Libro de las ruinas (cfr. Libro de las ruinas. Prólogo”, El círculo secreto 156-164), amén de abundar en este tópico a lo largo de toda su obra (Balderston 55-64).

[16] “¿No te han dado / los números que rigen tu destino / certidumbre de polvo? […] / Te espera el mármol / que no leerás. En él ya están escritos / la fecha, la ciudad y el epitafio. / […]. Piensa que de algún modo ya estás muerto”.

[17] “[…] un hombre que no ignora que el presente / ya es el porvenir…”.

[18] Juan de Mena, pocas décadas antes de Manrique, ya había sentenciado en un poema que Anna Krause (54) consideraba fuente directa de las Coplas: “La vida pasada es parte / de la muerte advenidera, / es pasado por est’arte / lo que por venir s’espera; / ¿quién no muere antes que muera? / ca la muerte no es morir, / pues consiste en el bevir, / mas es fin de la carrera” (Coplas de los pecados mortales, Obras completas, 52 III 33-40, 306). Mil cuatrocientos años antes, Séneca –otro español– había formulado axiomáticamente la misma idea: cotidie morimur; con arte y calado jamás igualados, Francisco de Quevedo la glosará y llevará en el Barroco a su expresión lírica más consumada.

[19] Añádase a todo lo dicho que también la idea de que lo intenso es en sí mismo eterno y garantía de victoria contra la muerte no es en absoluto original de Borges, sino –de nuevo– hondamente hispánica. ¿No es acaso ella la que informa la memorable conclusión del soneto de Quevedo: “serán ceniza, mas tendrán sentido; / polvo serán, mas polvo enamorado”? Están, sí, more hispanico, el polvo y las cenizas, hermanos del gusano, el esqueleto y la ruina denunciados por Borges, pero una ceniza enamorada, antes que ceniza, es amor, es vida, es triunfo sobre la muerte. Es una intensidad que no muere. Lo que pretendía Borges buscar en otros lares allí estaba, en su Hispania, incesante y fatal.

[20] Textos bien analizados desde la hermenéutica bíblica y judía por Salvador (129-136) y Aizenberg (99-108).

[21] Sobrevuela aquí la recurrente tesis borgeana de que “un hombre es todos los hombres”, que algunos adjudican a su panteísmo spinoziano, y otros a su supuesto –discutido y discutible– platonismo. En todo caso, la idea de la disolución de la persona individual encuentra en nuestro autor una de sus formulaciones arquetípicas en el motivo del doble, del otro, del espejo, y en el axioma, ya consagrado en un título de 1925, de “La nadería de la personalidad” (Inquisiciones 93-104). En “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz” (El Aleph, OC I 1012-1014) el sargento que debía prender al desertor Martín Fierro se pasa de su lado porque en el reo se descubre a sí mismo como en un espejo; en “El fin”, el moreno que acaba de matar a Fierro comprende que “ahora era nadie. Mejor dicho era el otro” (Ficciones, OC I 911); en “Los teólogos”, los enemigos Aureliano y Juan de Panonia advierten al llegar al cielo que, para Dios, ambos son una misma y única persona (El Aleph, OC I 1003-1008); dice de Shakespeare nuestro autor que “nadie fue tantos hombres como aquel hombre”, quien creyó que “todas las personas eran como él” (“Everything and Nothing”, El hacedor, OC II 295); afirma en el poema “Tú” que “un solo hombre ha nacido, un solo hombre ha muerto sobre la tierra” (El oro de los tigres, OC II 808); en “La forma de la espada” que “lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres” (Ficciones, OC I 887); y en “El inmortal” que “nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres” (El Aleph, OC I 995). Cfr. Barrenechea 69-70; Alazraki, Versiones 78-82; González, “Algunas consideraciones” 112-115.