“El ojo al borde del abismo”: Héctor A. Murena y una
filosofía de la historia entre Europa y
Latinoamérica
“The Eye on the Edge of the Abyss”:
Héctor A. Murena’s Philosophy of History Between Europe and Latin America
Juan
Torbidoni
Universidad Católica Argentina, juantorbidoni@gmail.com
ORCID: 0000-0001-5689-6828
DOI: http://dx.doi.org/10.30827/RL.v0i24.15479
Este artículo se centra en la filosofía de la historia
de Héctor A. Murena, formulada en su colección de ensayos El pecado original de América (1954). Desarrolla e interpreta los
temas principales del libro: parricidio, destierro metafísico, desposesión,
desplazamiento geográfico, soledad, abismo y transobjetividad. Recupera la
olvidada pero decisiva influencia de Schiller en Murena, especialmente la
oposición entre lo ingenuo y lo sentimental. Compara la secularización del
relato bíblico de la caída y expulsión del paraíso de Heinrich von Kleist con
la versión de Murena, para argumentar que la teorización de este sobre la
identidad latinoamericana presenta rasgos fundamentales de la visión de la
historia del romanticismo alemán. Finalmente, señala que la mirada histórica de
Murena está en realidad centrada en Buenos Aires.
Palabras clave: H. A. Murena;
filosofía de la historia en Latinoamérica; Schiller; Kleist; ensayo argentino
de identidad nacional; destierro metafísico.
This article focuses on Héctor A. Murena’s philosophy
of history, as rendered in his essay collection El pecado original de América (1954). It
interprets and elaborates on the book’s main topics: parricide, metaphysical
banishment, dispossession, geographical displacement, solitude, abyss, and transobjectivity.
It recovers the decisive yet overlooked influence of Schiller upon Murena,
especially the former’s opposition between naivete and sentimentality. It
compares Kleist’s secularization of the biblical narrative of the fall and
banishment from Eden with Murena’s own version, arguing that his theorization
on Latin American identity bares key elements of the German romantic view on
history. Finally, it points out that Murena’s reflections on history are
actually centered on Buenos Aires.
Keywords: H. A. Murena;
philosophy of history in Latin America; Schiller; Kleist; Argentine essay on
national identity; metaphysical banishment.
Introducción
En
El Pecado Original de América, publicado en 1954, Héctor A. Murena reúne ensayos de tono polémico en los
que colisionan elementos de tradiciones dispares y a menudo incompatibles. En
la advertencia al libro, Murena explica que su método será la introspección y
su único propósito el autodescubrimiento, para desarrollar “una especie de
autobiografía mental” (Murena El Pecado
11). Sus reflexiones se inscriben en lo mitológico, confiando en la “intuición”
y renunciando explícitamente al rigor de la razón instrumental que Adorno y
Horkheimer habían colocado en el banquillo post-iluminista —crítica que Murena
conoció de primera mano[1].
No organización, sino exploración; no “un sistema más coherente” sino un estado
de autoconsciencia (12), tal es la agenda que se impone a sí mismo
Murena al retratar al americano en su condición “metafísica” de criatura caída.
Una simple mirada al índice revela que el volumen se articula como una
narrativa exegética-secular: la idea de culpa, ya latente en el primer ensayo
(“Los parricidas”), va cobrando fuerza hasta constituirse en realidad palpable.
Cada pieza es un peldaño en una espiral descendente, que comienza en el
parricidio, pasa a la soledad y al resonar del verbo, se detiene en el
sacrificio y la desposesión, recorre la soledad y el silencio, y concluye en el
pecado original. Como en una novela policial, la causa primera se revela al
final del libro.
Pero si el género de El pecado es
claramente el ensayo, resulta en cambio difícil encasillar su materia en una
disciplina específica. Contiene crítica literaria —o más ampliamente una teoría
estética—, una teología secular, una sociología geográfica y hasta una
lingüística. Estos múltiples enfoques son en realidad emergentes de una
corriente profunda que atraviesa el libro en su conjunto: la filosofía de la
historia. Lejos de ofrecer una evolución lineal, sin embargo, Murena propone
una temporalidad vacilante, interrumpida, atravesada por la ambigüedad y el
conflicto. Contra la perspectiva unívoca y simplista que late en la certeza
incuestionable de progreso, el libro abre con una fórmula desestabilizante: “La
historia es un criptograma que quizá tenga una sola interpretación
definitivamente valedera”, pero los seres humanos “nos servimos para
descifrarlo de claves diversas”. América se le presenta a Murena como caso
“escandaloso”, un continente que a pesar de tener realidad propia —nombre,
tierra, gente— ha sido interpretado siempre en clave “puramente europea” (15).
La crítica ha visto en El pecado una construcción mítica que representa a América como “el
Anti Edén, la contra-inocencia, el territorio del pecado, el aborrecimiento, la sospecha” (Lojo
601). Asimismo, se ha resaltado el aspecto punitivo de la caída de América, su
“condena de una filiación fallida” (Cristófalo 111). Desde una ontología
política, este fracaso se ha interpretado acertadamente como una figuración
melancólica, producto de la imposibilidad de fundar una comunidad humana
(Cabanchik). Por otra parte, se ha señalado la heterogeneidad del pensamiento
de Murena: “se lo reconoce como americanista, espiritualista, o como
benjaminiano, incluso heideggeriano, o como orientalista esotérico” (Djament, La vacilación 13). Pero más relevante
para el presente estudio son los puntos de conexión que se han trazado entre
Murena y el pensamiento alemán del siglo XIX: por un lado, se establecieron
puntos en común entre la estética de Murena y la de los románticos alemanes,
como Schelling y Friedrich Schlegel (Djament, “Una teoría”); por otro lado, se
ha interpretado la idea de transobjetividad de El pecado como “asomo de una dialéctica hegeliana trasplantada”
(Mattoni 268) y la relación entre Europa y América en términos del amo y el
esclavo (273-274). El presente trabajo se inscribe en esta línea, puesto que
busca recuperar en Murena la olvidada influencia de la estética de Schiller y
la afinidad con la filosofía de la historia de los románticos alemanes, citando
el caso de Heinrich von Kleist.
Este artículo parte de la figuración mureniana del sujeto americano
como un desterrado, para ahondar en su desplazamiento ontológico, deteniéndose
en el “parricidio” de Edgar Allan Poe como operación fundacional de la
autoafirmación americana e identificando los efectos y afectos traumáticos de
este desplazamiento: angustia y humillación. Luego, rescato una fuente clave en
la filosofía de la historia de Murena: la noción de lo sentimental de Friedrich
Schiller, componente indispensable en la crítica de nuestro autor a la poesía
nacionalista y su intrínseca carencia de sentimiento, que abre el abismo de la
nada. Señalo, además, una afinidad entre el relato del destierro y retorno al
paraíso de Kleist y el de Murena, sugiriendo que éste podría llegar a leerse como
reescritura de aquél[2].
Finalmente, el artículo aborda los dos arquetipos negativos americanos de
Murena —el europeizante y el nacionalista— y su superación en la
transobjetividad, argumentando que en el ensayo El pecado original de
América el exilio es bidireccional y en cuanto tal produce una doble
dislocación. En última instancia, la visión
de la historia de “América” que propone Murena se ciñe en realidad a Buenos
Aires.
El destierro en América: expulsión sobre expulsión
El
americano aparece como un personaje ficticio que se quedó afuera de su propia
novela, un sujeto desencajado de la historia. No es que su pensamiento se
sustraiga al devenir histórico por estar enfrascado en abstractas cuestiones
científicas. Más bien, su aislamiento temporal se comprende en categorías
espaciales: la desposesión histórica del americano, para Murena, se presenta
como una carencia fundamental de algo que alguna vez le correspondió y que por
un designio inefable le fue sustraído. En
virtud de ese arrebato, el americano se halla des-terrado, des-amparado, se
podría decir des-ubicado.
Pero para Murena este desplazamiento no es achacable, en primer lugar,
a una fuerza colonial que hubiera podido someter a América a una dominación
económica de tipo marxista o a una hegemonía cultural de corte gramsciano. No
se trata, en otras palabras, de un mero discurso funcional a estructuras
materiales de poder, sino de un estado ontológico
de cosas, cuya génesis Murena intenta reconstruir en las páginas de sus
ensayos. Por otra parte, es cierto que los orígenes de este relato metafísico
no se hallan en América sino en Europa, como se ve en el caso de Edgar Allan
Poe, a quien, señala Murena, se lo ha presentado erróneamente como “un
incidente de la literatura europea que, por accidente, se produjo en América”
(Murena 15). Sin embargo, el spleen
que dominaría a Europa en la segunda mitad del siglo diecinueve tiene su origen
medio siglo antes en América: lejos de pasar por alto la situación geográfica
de Poe, Murena enfatiza el origen americano de aquello que sólo más tarde
emergerá en los poetas malditos franceses:
Sensación de soledad histórica y martilleo contra los muros de la
historia; asco por Europa y vómito sobre Europa; nostalgia por una residencia
perdida, nostalgia que apela a los arietes de la cólera y la destrucción para
poder regresar; en suma sentimiento de un europeo que
se siente desterrado en Europa: eso es lo que se respira en todo Rimbaud (16).
Es este exilio metafísico —que cobra consciencia de sí primero en
América— lo que subyace al nihilismo contemporáneo. En una dialéctica reflexiva
de fuerte reminiscencia hegeliana, Murena describe a la consciencia europea
saliendo de sí, distanciándose de sí misma, y regresando a su lugar de origen.
América es el no-lugar adonde Europa se entiende a sí misma. Pero no debemos
confundir a este refluir dialéctico con una toma de consciencia constructiva y
positiva: el pensamiento del americano vuelve a Europa “para minar y romper la
vieja residencia” (18). Es este componente destructivo —por momentos
iconoclasta— el que domina el viaje de regreso, en la medida en que el proceso
de autoafirmación se plantea como conflicto, como emancipación y ruptura con un
vínculo demasiado fuerte.
Expulsión del recinto paterno, culpa
constante, tragedia del destierro: las piezas que componen el drama humano se
encuentran acentuadas e intensificadas en América. Si la narración bíblica del
pecado original presenta el destierro del edén, “América es el destierro del
recinto de la historia, o sea nueva expulsión del ámbito del espíritu —que eso
es la historia—, expulsión sobre expulsión” (20). De allí que aquella ruptura,
aquella violencia dirigida contra el origen, sea el paso necesario para
recomponer la propia identidad. Por momentos, Murena parece simplemente
resaltar un telos detrás del ímpetu
de destrucción y proponer, así, la imagen de la regeneración vital: “barrer las
células muertas”, “matar lo muerto para vivir” (22). Daría entonces la
impresión de que el momento destructivo quedaría disuelto y asimilado en el de
la recomposición. Pero esta idea pasa a segundo plano desde el momento en que
Murena le da al principio de ruptura carácter de crimen:
La
voluntad de parricidio espiritual, de parricidio histórico, de aniquilación de
la paterna Europa. El mensaje de Poe es un veredicto contra la historia, tal como lo entendieron
los europeos que lo entendieron, pero no para rejuvenecer a Europa, sino para
acabar con ella, para abrir paso a la existencia de América (Murena, “Los
parricidas” 137).
Lo muerto da lugar a
lo vivo, lo viejo a lo nuevo. Transpuesto en desplazamiento espacial, este
nacimiento parricida representa la situación del desterrado que, después de
fantasear largamente su regreso, comprende que el suyo ha sido un viaje de ida.
“Para vivir en este orbe hay que quemar las naves, hay que desautorizar espiritualmente
lo que quedó atrás, pues éste es el nuevo mundo” (137). Sólo después del acto
incendiario, puede reconvertirse la energía espiritual de la obsesión por el
regreso hacia la afirmación de la nueva morada. El asilo se constituye entonces
en residencia permanente.
Resulta difícil no vislumbrar en el planteo de Murena un marcado
componente freudiano. ¿Cómo no oír resonancias edípicas en la propuesta del
parricidio como única salida a una relación fatídica? Sus formulaciones dejan
poco margen de duda — “Matar o morir: no hay alternativa” (24).
Llamativamente, Murena mismo desestima de antemano aquella interpretación, por
considerarla un intento de reducir a términos psicoanalíticos lo que constituye
“un insoluble problema metafísico”. Sin embargo, es poco lo que él mismo
explicita sobre esta dimensión ontológica del parricidio. Simplemente indica
que es consecuencia de que el espíritu humano, siendo ilimitado, no tolere la
limitación del origen que le imponen los padres. Sí se detiene, en cambio, en
los aspectos “psicosexuales” que se había apresurado a descalificar.
Conscientemente o no, Murena se nutre del imaginario psicoanalítico
cuando se refiere al “cordón umbilical” o al sueño de “la destrucción de la
casa natal” (25). La narrativa edípica se articula del siguiente modo: Europa
es el padre, que desposó a América, la madre; el americano, en tanto hijo del
europeo, debe matar a su padre y consumar su relación con la madre tierra
americana. No es un detalle menor que Murena asocie el parricidio a una
“ardorosa penetración del espíritu” (28). La misma idea resuena cuando le
atribuye a Poe “fantasías” que se expresan como “anhelo de ruptura, profundo
tajo en la malla de la historia” (29). ¿Qué se debe esperar de esta nueva
unión? La identidad americana pugna por un lugar en la intersección del viejo y
el nuevo mundo. Ni simplemente europeos, ni simplemente indígenas: “Somos
europeos desterrados, y nuestra tarea consiste, en lograr que nuestra alma
europea se haga con la nueva tierra” (31).
La idea reaparece ocho años más tarde en Ensayos sobre subversión: lo que en El Pecado Murena atribuía a América, aquí lo restringirá a
Latinoamérica, cuya identidad —tal como se la ve desde Europa— deviene una
obsesión. Un episodio casual adquiere dimensiones abismales: en 1961 Beckett y
Borges comparten el Premio Internacional de Editores, pero mientras que a aquel
se lo identifica correctamente como irlandés, a este se lo toma por mejicano.
Lo que otros podrían interpretar como un mero desliz cartográfico, en la
angustiada prosa de Murena ratifica el desposeimiento latinoamericano. En efecto,
Murena monta una sátira que confronta a un “acusador” latinoamericano con un
“defensor” de la indiferencia europea, ambos implicados en una dialéctica de
tipo amo-esclavo:
Acusación (cortante): Aún hoy nos ignoran. Nos mantienen en oscuridad y abatimiento,
fuera de la historia. Defensa
(rápida): ¿No es que ustedes se fueron de la historia? Acusación: Nos expulsó la intolerancia, el hambre. Vinimos a fundar
un mundo más humano. Defensa (lenta,
irónica): ¿Y qué fundaron? Southamerica […]. Acusación (en tono desesperado): ¡No
queremos servir de esperanza de nadie! ¡Queremos existir por nuestra propia
cuenta, pesar en la historia! ¡Queremos ser! Defensa (con repentina reserva): Ah, en tal caso es distinto […].
Porque para existir, pesar en la historia, para ser, en suma, ustedes verán
[…], antes que nada hay que ser (Ensayos sobre subversión 52-53).
Lo que la humillación del latinoamericano pone al desnudo no es otra
cosa que la incapacidad para definirse a sí mismo. Tan acuciante es la pregunta
sobre la identidad como patente la ausencia de una respuesta satisfactoria.
Murena vuelve una y otra vez sobre la insalvable ambigüedad de esta cuestión:
“¿Somos europeos? ‘Sí y no’. ¿Somos indígenas? ‘Sí y no’. ¿Somos algo nuevo?
‘Sí y no’. ¿Somos algo viejo? ‘Sí y no’. En fin… Ahí comienza nuestro
estrabismo” (59).
Con un ojo puesto en Europa y el otro en Latinoamérica sería, pues,
difícil caminar sin extraviarse. Más aun, a este doble registro visual
corresponde un dualismo traumático en la identidad psíquica del
latinoamericano: Murena le diagnostica esquizofrenia. Asimismo, sus productos
culturales, precisamente por alternar entre los modelos parciales de europeísmo
e indigenismo, carecen de significado propio, lo cual se hace patente en la
monotonía imitativa de la arquitectura de Buenos Aires y Montevideo, que
representan este inexorable vacío: “Es el ojo al borde del abismo, que, por
supuesto, tiene al abismo debajo” (63). Lo mismo sucede con las formas vacías
de la literatura hispanizante de Larreta y de Rodó —“sublimes cabalgatas del
espíritu, arielismo, españolerías” (64)— en las que
Murena no ve más que una triste carencia de expresión, producto de ignorar la
tierra que se pisa.
El abismo de “estar ante la nada” y el nacionalismo
Si
volvemos a “Los parricidas”, hacia el final del ensayo encontramos un modelo de
aquel crimen liberador en el ámbito literario: en el Martín Fierro José Hernández se atrevió a matar las formas
europeas. Pero mientras que Murena alaba al poema por haber ejecutado el
momento negativo de parricidio, condena en cambio a “los poetas gauchescos y
martinfierristas” por haberse limitado a repetirlo de manera mecánica, sin
entender que la tarea era producir el momento afirmativo. Esta insistencia
vacía, esta “fría reiteración” conduce a un nacionalismo impostado, una suerte
de fijación evolutiva, que detiene al continente en el estadio pre-adulto:
América es un hijo crecido y sin experiencia, un joven senil que vive
a la sombra de sus padres, estancado, en cuyos días se alternan los banquetes
brutales y silenciosos y las interminables peroratas huecas y eruditas, que simbolizan
lo mismo: falta de vida, falta de espíritu (El
pecado 40).
La metáfora del “joven viejo”, que indica no que América carezca de
energía, sino que no se aventura a la experiencia de la vida, extiende la idea
que había conducido a Murena seis años antes a la “Condenación de una poesía” —a
saber, la de Jorge Luis Borges[3].
Al momento de incluir este ensayo en El
pecado, le cambia el título por uno menos beligerante pero aún más
significativo: “El acoso de la soledad”.
Allí cuestiona Murena la convención de definir una obra literaria como
nacional simplemente a partir de su tema. El escritor nacionalista se
caracteriza por confiar ciegamente en que la elección de un motivo nacional lo
acerca a su propia tierra, y puebla así su obra de elementos telúricos para
darle un aspecto marcadamente localista. Sin embargo, ese escenario
cuidadamente natural, precisamente por no estar incorporado al ser del autor,
permanece siempre ajeno, extrínseco. Además, distingue Murena a este
nacionalismo impostado de lo que él denomina “sentimiento nacional”, que
consiste en el pathos genuino que surge cuando el entorno “inunda” al artista y
configura su obra internamente, es decir, cuando éste permite que el paisaje y
su gente lo impregnen. De ello brota un sentimiento profundo que exime al
artista de esforzarse por ser, porque
ya es —a tal punto que el tema
nacional pasa a ser superfluo[4].
A diferentes modos de relacionarse con el entorno espacial
corresponden distintas percepciones del tiempo: mientras que el artista
nacional dirige su mirada al presente, al ahora, el nacionalista intenta —y no
logra— volver a lo tradicional, a formas ya conocidas que no le presentan
desafío alguno. De allí que su identificación con el pasado revele no tanto una
búsqueda como una fuga, menos un afán que una retracción. ¿Por qué huye el
poeta nacionalista del presente? ¿Qué temores lo llevan a refugiarse en un
pasado petrificado y sin vida? En primer lugar, hay que comprender que para
Murena el nacionalismo no denota una exuberancia de emoción, sino una carencia,
y que por lo tanto funciona como el Ersatz simbólico con el que se busca suplir una falta. Nos
enfrentamos, pues, a una paradoja:
El artista nacionalista carece, hablando en términos absolutos, de
sentimiento nacional. De ahí, de esa falta de fundamento, procede la voluntad
nacionalista. En ese hiato de la inspiración la voluntad introduce lo intelectivo,
tipo de sensibilidad de segunda categoría, que, si bien es capaz de determinar
precisamente los integrantes de la realidad, no logra comprenderlos en sus
últimas raíces y en sus ocultas correspondencias (48).
Lo sugestivo de este texto se halla en la doble caracterización del
sentimentalismo: Murena lo asocia, por un lado, al distanciamiento intelectivo
y volitivo, por el otro, a una irremediable “falta de fundamento”. Es necesario
examinar en detalle cada una de estas dos asociaciones para comprender la
lógica que las vincula.
La oposición de Murena entre poesía nacional y nacionalista en
términos de sentimiento y sentimentalismo esconde una referencia decisiva a la
teoría estética de Friedrich Schiller. En efecto, la referencia al ensayo
“Poesía ingenua y poesía sentimental” es tan marcada que sorprende que Murena
no la haga explícita[5].
Schiller había opuesto a la poesía “ingenua” de los antiguos la “sentimental”
de los modernos, basándose en el modo en que cada época se relacionaba con la
naturaleza. Los antiguos —Schiller pensaba en los griegos— estaban en contacto
genuino y directo con la naturaleza, y por lo tanto su propia poesía reflejaba
fielmente el entorno que los contenía. Los poetas modernos, en cambio,
distanciados de la naturaleza por el progreso social y el avance de la técnica,
sólo podían regresar al mundo natural por la mediación de la razón: “El poeta,
he dicho, o es naturaleza o la buscará; de lo uno resulta el poeta ingenuo, de
lo otro el sentimental” (Schiller 90). Debe notarse, sin embargo, que Schiller
no coloca el tipo de poesía sentimental por debajo de la ingenua; antes bien,
considera que el poeta sentimental puede regresar a la naturaleza sólo
avanzando hacia delante, hacia el ámbito de lo ideal, porque es allí adonde su
reflexión y su libertad pueden espiritualizar la materia. Así, mientras que
para Schiller la naturaleza da unidad al hombre y el arte lo divide, sólo el
ideal le devuelve su estado primordial: “La naturaleza lo pone de acuerdo
consigo mismo; el arte lo divide y desgarra; por el ideal vuelve a la unidad”
(92).
Murena, por su parte, ve en la mediación racional la confirmación de
que el sentimentalismo del autor nacionalista es impostado, y que su carácter artificioso
se traduce en impotencia: los poetas nacionalistas del grupo “Martín Fierro” comprendían perfectamente el valor de
ese sentimiento, pero no lograban sentir
(El pecado 53). Borges, por ejemplo, “describe los símbolos del sentimiento
nacional, pero no experimenta el sentimiento nacional” (56). No llama la
atención, pues, que Murena transponga el binomio de lo ingenuo y lo sentimental
a la poesía nacional y a la nacionalista, indicando así la impugnación de esta
última. Pero no se contenta con acusar a los poetas nacionalistas de practicar
un turismo bienintencionado o con señalar que tienen ojos sólo para lo
pintoresco (54). Aún más significativo que el desprecio estético es el modo en
que lo imputa a una carencia constitutiva —Murena diría metafísica. Su
explicación apunta a la raíz más profunda, a la no-realidad que constituiría el
sustrato del ser americano. Es, pues, en este atribuir la voluntad nacionalista
a una “falta de fundamento” que asoma su causa última: la ausencia de ser —o
más inquietantemente, la presencia del abismo.
Para Murena la falta de fundamento se expresa en clave histórica como
una falta de pasado, y esta ausencia engendra una irremediable soledad. Abismo
y soledad representan el vacío del cual el escritor argentino debe extraer su
propia vida y poesía. Su condición metafísica configura su situación espacial:
¿Cuál es, pues, la nota dominante de nuestro paisaje? Murena sostiene que ha
sido dicho muchas veces y toda sensibilidad alerta lo descubre sin tardanza: la
soledad, una soledad absoluta, una soledad inhumana y que es incluso como la
presencia de un elemento sobrenatural (60). La llanura desolada y ese “estar
ante la nada” nos abren un abismo que se expresa en la negación. Solo contra
ese trasfondo negativo, contra esa ausencia oceánica, puede el hombre afianzar
su propia existencia. Seguramente no sea un detalle que Murena —a pesar de
rechazar el existencialismo sartreano— acuda al verbo existir para indicar la tarea del escritor argentino: etimológicamente,
el término denota separación (“ex”), un estar colocado fuera de la nada. Pero esa nada que apremia, esa soledad que acosa,
para Murena no debe entenderse meramente como ausencia espacial, sino sobre
todo como desposesión histórica.
Borges, por su parte, se hace eco de la crítica de Murena en su ensayo
“El escritor argentino y la tradición”[6]. Tras
descartar como tradiciones literarias argentinas primero a la poesía gauchesca
y luego a la literatura hispánica, Borges menciona una tercera opinión que juzga
errónea y a la que caracteriza como insólita, según la cual los argentinos se
encontrarían separados de su pasado europeo y “como en los primeros días de la
creación”, lo cual haría que el intentar cultivar temas europeos fuera
engañarse, ya que los argentinos estarían “esencialmente solos”. No es difícil
identificar al autor de esa tercera postura: se trata de Murena, que había
arremetido contra Borges en su ensayo de 1948 “Condenación de una poesía”,
incorporado luego a El pecado original de
América como “El acoso de la soledad”. Sin mencionar a su autor, Borges
rechaza la postura de Murena, pero dice comprender su atractivo, atribuyéndolo
al existencialismo y “los encantos de lo patético”. Asocia de este modo a
Murena con la afectación de cierta pose intelectual, que desestima con
lacerante ironía: “Muchas personas pueden aceptar esta opinión porque una vez
aceptada se sentirán solas, desconsoladas y, de algún modo, interesantes”
(Borges 159). Para Borges, el hecho de que Argentina sea joven hace que posea
un agudo sentido del tiempo, lo cual acerca al país tanto a los acontecimientos
históricos europeos como al propio pasado nacional. Murena propone una
teorización muy diferente sobre la historia y el devenir de América en la
elaboración de su propio relato histórico-filosófico, subrayando el concepto de
una culpa originaria.
El destierro del Edén y los dos arquetipos negativos
de Latinoamérica
El pecado original de América empieza con el relato de la caída. El racconto
de los “hechos”, con su exagerado tono épico, sugiere un subtexto paródico: “He
aquí los hechos: en un tiempo habitábamos en una tierra fecundada por el
espíritu, que se llama Europa, y de pronto fuimos expulsados de ella, caímos en
otra tierra, en una tierra en bruto, vacua de espíritu, a la que dimos en
llamar América” (163). Más que un desplazamiento
puramente geográfico, más, incluso, que una desterritorialización,
para Murena caer en América desde Europa es una transposición temporal: es caer
desde el ámbito de la historia en el de la cruda ahistoricidad.
Nuevamente, hallamos elementos cercanos al romanticismo alemán, en este caso
tomados del género de la historia universal (Universalgeschichte). A diferencia
de la historia mundial (Weltgeschichte),
que tiene por objeto la totalidad de las historias particulares, aquélla
constituye una narrativa metafísica a partir de la secularización del relato
bíblico. Es un rasgo común a autores como Lessing, Herder y el mismo Schiller,
el estructurar la filosofía de la historia en tres etapas sucesivas: se parte
de un estadio inicial armonioso (paraíso), la libertad humana introduce luego
una ruptura por el uso de la razón (caída) y finalmente el ansia de recuperar
la felicidad perdida conduce nuevamente al estado inicial (restitución)[7].
El exilio que Murena le atribuye al americano debería insertarse después de la
caída, pero antes de la restitución. Es por eso que en
su ensayo sobre Poe habla Murena de “expulsión sobre expulsión”: además de
haber sido exiliado del paraíso, el americano ha sido expulsado de la historia.
Pero este nuevo esquema presenta a su vez un doble problema.
En primer lugar, los románticos alemanes describían el paso del
paraíso a la actual condición como una caída en la historia. El hombre pasó del idilio paradisíaco, del estado
de absoluta naturaleza, a tener que lidiar con una temporalidad problemática
por estar cargada de eventos y conflictos. La caída de El pecado original de
América parece, a simple vista, revertir este proceso: en efecto, el
americano cae de una tierra colmada de cultura y de historia, en “una tierra en
bruto” —para decirlo con Sarmiento, en la pura barbarie. El americano sería de
este modo un relapso, un sujeto que, tras haber alcanzado el estatus de
criatura espiritual, recae ahora en la más cruda naturaleza. Sin embargo, no es
exactamente esto lo que sugiere Murena, para quien la caída en América no
revierte aquel primer exilio, sino que agrava y complica el anterior. Es la
caída del europeo de una tierra saturada de historia a otra no solamente lejana
sino completamente vacía y atemporal. Si Europa se presentaba como un
palimpsesto en el cual se superponían una infinidad de tradiciones, América
sería el texto aún no escrito, la amenazante página en blanco que suscita en el
autor el terror del vacío.
Aún más significativo es el hecho de que Murena, sin llegar a negar la
forma cíclica de la filosofía de la historia de los románticos, la reinterpreta
de manera novedosa. En efecto, encontramos en Kleist la idea de que, tras la
expulsión del paraíso, la puerta detrás de nosotros quedó trabada y que por lo
tanto debemos avanzar hacia delante y recorrer un trayecto circular, para ver
si la puerta trasera nos permite un nuevo acceso: el de la razón: “El paraíso
está cerrado con siete llaves y el ángel detrás de nosotros; tenemos que dar la
vuelta al mundo para ver si por la parte de atrás, en algún lugar, ha vuelto a
abrirse” (Kleist 31-32). Murena emplea una imagen llamativamente similar,
cuando dice sobre la “expulsión” que el hombre primitivo “al seguir adelante
con el deseo de volver atrás, fundó la cultura”
(El pecado 200). Pero al aplicar
luego este esquema a la “segunda expulsión”, si bien mantiene su carácter
cíclico —ya que se vuelve no hacia atrás sino hacia adelante—, Murena enfatiza
que el punto de partida (Europa) es completamente distinto al de llegada
(América). Precisamente del hacer consciente esta diferencia depende la
vocación del americano, ya que en este nuevo sentido el viaje deja de ser
circular, para convertirse en lineal, unidireccional y por lo tanto
irreversible. Es un viaje de ida solamente y recién cuando el americano
comprenda esto, recién cuando se sobreponga a la nostalgia de mirar hacia
Europa, podrá asumir su situación existencial y abrazar plenamente todas sus
“potencialidades”. Pero Murena señala que lo habitual es que suceda lo
contrario: el americano se evade de su propia realidad.
El ensayo de Murena se inclina
entonces hacia el enfoque sociológico, y asocia esa negación, esa no aceptación
del lugar propio, a dos “arquetipos” americanos: el europeizante y el bárbaro.
El primero “hubiera preferido no nacer en estas tierras”, pues todo en su historia
personal —sus padres, sus lecturas, su entorno— lo han llevado a despreciar su
propio mundo como bárbaro y exaltar al europeo como civilizado (El pecado 200). Esa configuración de su
identidad lo lleva a aplicar sus rígidas categorías no sólo a la tierra en la
que nació y que pisa, sino también a aquel mundo que ve como originario:
“Cuando al cabo —si puede— vaya a Europa y vea, verá lo que quiera, esto es, lo
mismo que pensaba, pues la misma voluntad idealizadora se pondrá en marcha para
que su visión perciba sólo los rasgos de su ideal, y lo demás pase callada, sofocadamente” (182-183). Se insinúa en este texto que la
realidad del americano europeizante está marcada por una Spaltung, un divorcio entre el
lugar adonde vive y el lugar adonde cree vivir. Idealmente se halla en Europa; realmente se encuentra en América. Esta
condición abre una nueva versión del doble exilio: se puede complementar
aquella “expulsión sobre expulsión”, que constituye el argumento central del
ensayo, con la noción de un exilio bidireccional. El americano europeizante se
halla en América como exiliado europeo y en Europa como exiliado americano.
Esta doble no pertenencia, esta “bi-dislocación”
transatlántica, sume al primer arquetipo en la más profunda soledad y convierte
su cultura en cerrazón absoluta al pensamiento vivo —nunca lee a sus
compatriotas.
En las antípodas de este modelo y —enfatiza Murena— a menudo en las
clases menos intelectuales, se encuentra el otro arquetipo: el “bárbaro”. Ya
sea patrón o peón, general o soldado, es netamente realista y se jacta de
entregarse a la acción y a todo lo que exija despliegue de fuerza y
transformación de la materia. Exalta todo lo nacional y rechaza todo lo
extranjero; es machista y patriarcal —Murena parece tener in mente la
figura de Juan Manuel de Rosas. Pero lo distintivo de este segundo arquetipo
nacionalista es que se identifica siempre con la tierra, hasta quedar
absorbido, sepultado y transformado en ella. Ahora
bien, aunque se presenten como antitéticos, para Murena los dos arquetipos
coinciden en un rasgo fundamental: ambos falsean —cada uno a su modo— la
relación fundacional del americano con la tierra. Mientras que el europeísta la
rehúye y la ignora, el nacionalista, al fundirse en ella, elimina toda
posibilidad de relación. Si desestimamos, pues, ambos arquetipos como
negativos, ¿cuál sería el modo positivo de relación entre el americano y su mundo?
Para Murena, la clave está en el proceso de intelectualización.
El intelectualizar no sería otra cosa que dar
al espíritu su justo lugar, ya que aquello que constituye al hombre en su ser
propio es la capacidad de trascender la materia e “interponer una distancia
anímica entre él y la realidad que lo circunda” (199) —idea que Murena va a revisitar una década más tarde, cuando represente a la
cultura con la imagen del eco[8].
Llegamos así a la propuesta filosófica más sugestiva que presenta El pecado
original: las implicancias gnoseológicas que surgen de la caída del
americano. Para Murena, la primera caída había sustraído al hombre de la
inmersión en la cruda materialidad, distanciándolo de su entorno inmediato.
Así, por medio de la abstracción intelectual, el hombre se había tornado
consciente de la objetividad que lo rodeaba. Pero lo peculiar del americano es
que su condición de desposeído le otorga una “nueva posición de la
consciencia”, que lo coloca más allá, no simplemente del mundo natural, sino de
toda objetividad: el hombre americano es “transobjetivo”. América se convierte
en el lugar adonde el género humano se ve forzado a mirar “hacia el horizonte
ulterior”.
El espíritu transobjetivo tiene como rasgo central el abandono del
mundo objetivo científico y el colocarse “más allá”, en un (no) lugar que
encierra una nueva paradoja: allí donde se da la fatalidad, se vuelve a
encontrar a dios. Murena, por lo tanto, deja a un lado a los Estados Unidos,
adonde sostiene que un desarrollo incipiente de la transobjetividad (en autores
como Melville y Hawthorne) fue sofocado por conflictos sociopolíticos como la
guerra civil y especialmente por la explosión de la ciencia y la técnica.
Vuelve, en cambio, su mirada al sur de América y cita como ejemplos del
espíritu transobjetivo nuevamente al Martín
Fierro, por su grado de abstracción y su contenido metafísico, a Los Sertones,
de Euclides Da Cunha, donde la abstracción se combina
con la violencia y el colorido verbal, y a la obra de Borges, de Mallea y de Neruda —todas ellas dominadas por la
“fatalidad”.
El pecado original de América
se extiende en sus últimas páginas en la aplicación de la idea de
transobjetividad al mundo de la fe. Entre esperanzado y fatalista, pero sobre
todo melancólico, Murena se esmera en profetizar el advenimiento de una nueva
era en que dios —Cristo concretamente— pueda manifestarse en un mundo liberado
del efecto petrificante de la ciencia. La transobjetividad de Murena parece así
estar atravesada por una suerte de pesimismo espiritualista. Sabiendo el curso
que tomaría el ensayo de Murena en los años sesenta, no es difícil ver asomar
hacia el final de este libro los temas que iban a acercar su pensamiento al de
la Escuela de Frankfurt: la crítica de la ciencia, la tecnificación del mundo y
la sociedad de masas.
El pecado original de Buenos Aires
Podemos
cerrar este recorrido volviendo a aquel ensayo adonde Murena se indignaba con
la Europa altanera que le daba la espalda a América:
Pero en el caso latinoamericano esa amargura mundial se ve exasperada
hasta dimensiones apocalípticas por el hecho de que espiritual e históricamente
se la mantiene segregada, se la aliena, como testigo inútil o huésped
indeseable (Ensayos 60).
Esta
sensación de humillación inexorable, de hiriente desposesión y ninguneo
asociada al aislamiento geográfico dejaría una marca en el pensamiento
argentino. Esta versión resuena aún a principios de los años 80, cuando Tomás
Abraham sentencia que la filosofía argentina tiene “la desdicha de no haber
aportado al mundo de la magna ciencia una escuela que haya hecho época ni un filósofo
que haya hecho escuela”, imputando este fracaso a “la ubicación de nuestro
territorio y nuestra impúber historia” (Pensadores
bajos 25). En realidad, la aflicción que denuncia Murena no tiene por
sujeto real al latinoamericano: más aún, no llega a ser válida siquiera para
Argentina entera. El pecado original es una condición porteña y, dentro de
Buenos Aires, de un círculo específico.
Como relata en su ensayo “La lección de los desposeídos” —también
contenido en El pecado—, Murena, a
pesar de su origen social simple, entró desde temprana edad en contacto directo
e intenso con la cultura a través de la revista Sur. Es oportuno
recordar que su fundadora, Victoria Ocampo, expresó: “Hombres y mujeres que
sufrimos del desierto de América porque llevamos todavía en nosotros Europa, y
que sufrimos del ahogo de Europa porque llevamos ya en nosotros América.
Desterrados de Europa en América; desterrados de América en Europa” (Testimonios 299). Al igual que el resto
del grupo de Sur, Murena percibía en él mismo lo que había denunciado
como primer arquetipo negativo. No obstante, sus ensayos indican que él —acaso
como ningún otro— llegó a advertir la esterilidad de una cultura anquilosada en
su pasado europeo.
Es conocida la indignación de Victoria Ocampo cuando, al proponer la
edición de un libro sobre T. E. Lawrence, Murena le respondió: “¿Por qué no uno
sobre Sarmiento?” Para él lo que necesitaba la cultura argentina eran libros
“sobre nosotros mismos” (Los penúltimos
días 30). Ahora bien, en qué consistía exactamente ese
“nosotros”, es un problema que Murena no logró responder —pero tampoco dejó
nunca de indagar. A menudo incomprendido, criticado y hasta burlado, Murena
permaneció siempre —aun dentro del grupo Sur—
como una isla. Si Buenos Aires se hallaba sola y abandonada de Europa, Murena
se hallaba solo y abandonado de Buenos Aires. Practicó en su obra ecléctica la mise en abyme que distancia al pensador
de su propio entorno y lo proyecta en la profundidad amenazante del (no)
ser. Murena se atrevió a mirarla.
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Date of reception: 10/06/2020
Date of acceptance: 23/06/2020
Citation: Torbidoni,
Juan, “‘El
ojo al borde del abismo’: Héctor A. Murena y una filosofía de la historia entre Europa y Latinoamérica”, Revista Letral, n.º 24, 2020, pp. 22-38. ISSN 1989-3302.
Funding data: The publication
of this article has not received any public or private finance.
License: This content is
under a Creative Commons Attribution-NonCommercial 3.0
Unported license.
[1] En 1969, el sello Sur publica traducciones al español
por Héctor Murena de dos obras clave de la Escuela de Frankfurt: Dialéctica del Iluminismo, de Horkheimer
y Adorno, y Crítica de la razón
instrumental, de Horkheimer.
[2] Es probable —aunque ciertamente no es demostrable— que Murena haya
conocido el ensayo de Kleist “Sobre el teatro de marionetas”. En cualquier
caso, debía estar familiarizado con el autor, ya que una traducción de Pentesilea (por Alberto Luis Bixio) apareció en Sur en 1954, el
mismo año que El pecado original de América. También cabría indagar si pudo haber
leído “El terremoto en Chile”, otro relato en el que Kleist desarrolla la idea
del paraíso en la naturaleza.
[3] El ensayo había
aparecido en la revista Sur, no
164-165, junio-julio de 1948.
[4] Pasa igualmente a
un segundo plano el tema extranjero de excelentes obras nacionales: Murena
señala que ni Hiperión de Hölderlin,
ni Adonaïs de Shelley, ni Cándido de Voltaire transcurren en la
tierra de su autor, y sin embargo encarnan admirablemente su espíritu.
[5] En “El acoso de
la soledad” Murena cita dos pasajes de Schiller, mencionando al autor pero no
el título de las obras a las que pertenecen las citas. Éstas son: “Sobre la
gracia y la dignidad” (62) y las Cartas estéticas
sobre la educación del hombre (64).
[6] El ensayo se origina en una conferencia que Borges dictó
en 1951 en el Colegio Libre de Estudios Superiores, cuya versión taquigráfica
apareció en 1953, y fue luego publicado en la Revista Sur en 1955. Fue incorporado
en 1957 a la segunda edición de Discusión,
de donde cito en este trabajo.
[7] Véase M. H. Abrams, Natural Supernaturalism, capítulo 4:
“The circuitous journey: through alienation to reintegration”.
[8] En el ensayo “Le
mot juste”, declara: “Lo fundamental para que exista eco de cualquier clase es
la distancia. Y la distancia queda implantada y mantenida por la cultura” (Herrschaft 31).