“El santo de los santos del templo literario”. Acerca de Anagrama y su función consagratoria

 

“The Saint of Saints of Literary Temple”. About Anagrama and its Consecratory Function

 

Jorge Locane

University of Oslo, jjlocane@gmail.com,

ORCID: 0000-0003-4921-6163

 

DOI: http://dx.doi.org/10.30827/RL.v0i24.15221

 

 

RESUMEN

Con base en postulados de Bourdieu, este artículo propone algunos paralelismos entre Anagrama y Gallimard como editoriales que conservan una imagen pública vanguardista que no se corresponde con sus políticas editoriales actuales. Se concluye que esa imagen de Anagrama opaca la labor de las pequeñas editoriales de América Latina que apuestan por el ciclo de largo plazo y el circuito alternativo. Al mismo tiempo, se cuestiona la afirmación de Casanova que sostiene que, frente a la literatura nacional, la literatura mundial poseería un carácter más autónomo e innovador.

Palabras clave: Anagrama; consagración; capital simbólico; edición independiente; relaciones (neo)coloniales.

 

 

ABSTRACT

Based on Bourdieu’s contributions, this article proposes some parallels between Anagrama and Gallimard as publishing houses that preserve an avant-garde public image that does not correspond to their current editorial policies. It is concluded that this image of Anagrama obscures the work of small Latin American publishers that are committed to the long-term cycle and the alternative circuit. At the same time, it is discussed Casanova’s claim that world literature would have a more autonomous and innovative character than national literature.

Keywords: Anagrama; consecration; symbolic capital; independent publishing; (neo)colonial relations.

 

 

I

 

Cierta vez, después de haber dado una conferencia, un oyente se me acercó para comentarme que atesoraba un libro de Héctor Libertella con una dedicatoria dirigida a Jorge Herralde que incluía un pedido de que lo publicara “para que lo tradujeran a todas las lenguas”. Si bien no he constatado el dato, sí hay evidencias de que el fundador de Anagrama conoció al grupo de colaboradores de Literal, y entre ellos a Libertella, en un viaje que hizo a Buenos Aires en 1974 (Herralde, El optimismo de la voluntad 110-111). La anécdota, independientemente de cuál sea su nivel de veracidad, me permite ilustrar el objeto que propongo abordar en este trabajo: el poder consagratorio de la editorial Anagrama en lo que refiere especialmente a las literaturas latinoamericanas. En efecto, un texto seleccionado por la editorial catalana para su publicación, en particular si resulta destacado con el Premio Herralde de Novela, se convertirá en un libro rodeado de aura que, muy posiblemente, ingresará en circulación internacional e interlingüística. Lo que estaría sucediendo, en realidad, es que, más allá del valor literario intrínseco que se le quiera o pueda atribuir al texto en cuestión, la transferencia de capital simbólico que está en condiciones de efectuar Anagrama es de tal magnitud que solo el hecho de la publicación en sí opera como instancia consagratoria. Dicho en otros términos, este fenómeno estaría implicando que no sería necesario leer y someter a juicio crítico el texto porque el dato de que haya sido publicado por Anagrama ya constituiría garantía suficiente e irrebatible de su “calidad”. Este poder consagratorio descansa, desde ya, en un trabajo de cincuenta años en función de un sólido catálogo que ejerce como un importante banco de capital simbólico, pero, por otro lado, contrasta con las grandes dificultades que poseen las editoriales latinoamericanas, emergentes o con cierta trayectoria, para crear respaldo simbólico, comunidades de lectura y prestigio más allá de sus respectivos entornos inmediatos.

En su libro The Economy of Prestige: Prizes, Awards, and the Circulation of Cultural Value, James English analiza la evolución que ha experimentado la asignación de prestigio cultural en el contexto de la actual fase de la globalización. La reconfiguración geopolítica ha provocado –según observa– un descentramiento de las operaciones consagratorias de las literaturas nacionales. De este modo, el valor literario, en particular si la mirada se deposita en las (ex)colonias, se ha agotado como una elaboración en conformidad con proyectos nacionales o localizados, para pasar a ser parte de un programa irradiado desde los centros mundiales de producción cultural y en función del macroproyecto de fundación de una comunidad de consumidores posnacionales. Pascale Casanova, por su parte, argumenta que la “república mundial de las letras” está organizada en torno a París, como capital emblemática, y de otros espacios de gestión internacional, como Barcelona, donde la literatura puede usufructuar de una autonomía que no sería hallable en los dominios nacionales (108 y ss.), de donde, si no se activa un tamiz crítico, se extraería que la literatura latinoamericana acuñada por Anagrama poseería un carácter “más autónomo” que la que permanece arraigada a su lugar de gestación.

En los apartados que siguen voy a tratar de demostrar que, en tanto eficiente mediador entre América Latina y la recepción mundial, Anagrama efectivamente logra organizar la literatura latinoamericana para el mundo, pero que la estandariza bajo premisas propias y, así, opaca tanto la diversidad constitutiva de los ecosistemas regionales como las jerarquías estéticas que se asientan sobre la trama de pequeñas editoriales independientes y artesanales latinoamericanas. Voy a retomar algunas investigaciones de Pierre Bourdieu y afirmaciones sobre Anagrama extraídas de textos académicos, para poner en evidencia cómo la editorial fundada por Herralde conserva –aunque no se defina o interrogue lo que esto significa– una imagen “de vanguardia” que, automáticamente, asigna capital simbólico a sus publicaciones, sin que, por lo demás, se ofrezcan evidencias suficientes de que, en efecto, la escritura en cuestión esté problematizando convenciones. Para concluir, voy a contrastar algunas publicaciones de Anagrama identificadas por la crítica como aportes no estandarizados con publicaciones de arraigo latinoamericano, y sin mayor trascendencia internacional, que, de acuerdo con mis argumentos, sí dan claras evidencias formales de apartarse de las soluciones más habituales, incluso dentro de los límites de la novela como el género privilegiado por la editorial de Barcelona.

 

II

1.

 

Particularmente desde mediados de los años 90, la editorial catalana Anagrama retoma fórmulas del exitoso repertorio de estrategias editoriales de Carlos Barral y, con un sensible desplazamiento del foco hacia América Latina, redefine o afianza su catálogo como panhispanista. Desde entonces, la obtención del Premio o la simple aparición en su catálogo se han convertido en importantes mecanismos consagratorios para la literatura que suele circular por el mundo etiquetada como “latinoamericana”. Herralde, quien fuera dueño y editor por 48 años hasta la transferencia al grupo Feltrinelli en 2017, condujo, con una impronta marcadamente personalista, el proyecto bajo la consigna explícita “elegir es excluir”. De esta manera, Anagrama –un actor privado y, naturalmente, condicionado por su posición en el campo/mercado–, opera no solo como agente legitimador desterritorializado, sino también como una suerte de check point que selecciona y organiza el corpus de literatura latinoamericana autorizada para circular a escala internacional.

Observa Pierre Bourdieu que

 

el editor es el que tiene el poder totalmente extraordinario de asegurar la publicación, es decir, de hacer acceder un texto y un autor a la existencia pública (Öffentlichkeit), conocido y reconocido. Esta suerte de “creación” implica la mayoría de las veces una consagración, una transferencia de capital simbólico (análoga a la que opera un prefacio) que es tanto más importante cuanto quien la realiza está él mismo más consagrado, especialmente a través del “catálogo” –conjunto de los autores más o menos consagrados–, que ha publicado en el pasado (223).

 

El estudio de donde extraigo este pasaje tiene como objeto el campo francés, es decir, un orden nacional con sus dispositivos de selección dispuestos en función del circuito económico/cultural interno. El caso que a mí me interesa, a diferencia del que examina Bourdieu, posee una serie de complejidades subsidiarias relativas a la desterritorialización de las dinámicas consagratorias y también a que esas dinámicas consagratorias se dan en un marco de inequidad neocolonial. La cita, no obstante, bien puede ser revalidada para el caso de Anagrama: con su catálogo, uno que se distingue por contener en un lugar central varios premios Nobel, entre ellos, Kenzaburo Oé y, el más reciente, Kazuo Ishiguro, y de haber “descubierto” y acompañado a Roberto Bolaño en el despegue y afianzamiento de su consagración internacional, la editorial posee un sólido respaldo en capital simbólico para reinvertirlo en nuevas apuestas que, por influjo de esa reserva de prestigio, se van a ver automáticamente consagradas al ser lanzadas a la “existencia pública”. Ese prestigio, además, va a estar asociado con el riesgo formal y, en consecuencia, también comercial: la literatura que publica Anagrama, acaso por el solo hecho de que la publique Anagrama, va a estar, así, siempre a reparo de ser considerada convencional, mimética y orientada al mercado. Javier Lluch-Prats, por ejemplo, anota que

 

Anagrama representa la edición “sí”, tal como Einaudi denominaba a aquella que investiga, se arriesga, busca la parte oculta, lo prohibido y desvela intereses profundos. Por el contrario, la editorial “no” está ‘a favor de lo obvio, del mercado, del caballo ganador, sin más preocupación que la cuenta de resultados’ (Herralde, Opiniones mohicanas 199). Anagrama se inscribe claramente en una línea provocadora, mantenida en los ensayos y las novelas que prevalentemente configuran su catálogo. […] Con tales premisas Herralde ha sabido traspasar fronteras, vivificar el debate artístico con criterios regidos por la calidad, apostar por una literatura exigente y una cultura crítica y responsable en permanente ósmosis con el tiempo en que vive y ha vivido (3).

 

No me interesa cuestionar esta afirmación. Tampoco considero que sea exactamente equívoca. Lo que intento poner de relieve con ella es, una vez más, el nivel de convicción que el sistemático trabajo de Herralde ha logrado generar en la crítica. Un tipo de convicción que se desliza hacia la fe y que se convierte, rápidamente, en axioma general y apriorístico.

Pero la particularidad del dispositivo de consagración que encarna Anagrama es que su validez “traspasa fronteras” para cubrir todo el orbe hispanohablante, de tal manera que Barcelona queda constatada como “capital de la provincia hispanohablante de las letras” y, con ello, también el histórico régimen de dependencia ahora en clave neocolonial. Esta centralidad de Barcelona –y, como contracara, la débil soberanía para gestionar sus propias formas y significados por parte de las comunidades literarias latinoamericanas– se remonta, como observa Casanova en base a argumentos de Manuel Vázquez Montalbán, a los años del boom (246). Desde la capital de Cataluña, por lo tanto, –y en una medida no desdeñable desde las oficinas de Anagrama– se “crean” –en el sentido que le da Bourdieu– escritores y escrituras que, para el mundo, van a valer –con una densa capa de prestigio agregado– como “latinoamericanos”[1]. La consecuencia de este régimen de dependencia en la asignación de prestigio literario es que las literaturas latinoamericanas son organizadas y jerarquizadas de acuerdo con estándares exógenos, es decir, con base en premisas que responden antes a las necesidades de la recepción internacional, filtrada por las prescripciones de la industria cultural española, que a las dinámicas más estrictamente intraliterarias de los dominios vernáculos. Y, si esta afirmación tiene como referencia implícita a Planeta y Random House-Mondadori/Alfaguara, difícil sería identificar criterios que permitieran colocar en una columna aparte a Anagrama. Al respecto, precisamente, del influjo que ejerce la industria cultural metropolitana, sin distinguir entre actores puntuales, sobre el sistema de las literaturas en lengua castellana en general, Pablo Sánchez sostiene que

 

no cabe duda que la construcción de una vanguardia de lengua española en los últimos veinte años se ha podido conseguir gracias no tanto a criterios de innovación estética como a una cierta laxitud ideológica cómoda para funcionar en el mercado transnacional […]. Por todo ello, […] podemos afirmar que estas dos décadas han supuesto una reestructuración importante y significativa de la narrativa en español en la que probablemente España ha impuesto más las reglas que América Latina. Habrá que ver si en el futuro se mantiene la relación de fuerzas (2016).

 

El futuro, en lo que respecta a Anagrama, ya está aquí. Desde comienzos del 2017 Anagrama pertenece, después de un proceso progresivo inaugurado en 2010, al grupo italiano Feltrinelli, con lo cual es de esperar que haya un reacomodo estratégico en la posición que la editorial de Herralde ocupaba hasta el momento. Si la transferencia ha resultado de interés para el grupo italiano, esto se debe a la reserva de capital simbólico que posee la editorial. Pero si esta reserva se traduce como legitimidad para la literatura latinoamericana que va a presentarse como oferta en el mercado internacional no hispanohablante, la legitimidad de Anagrama también es significativa en América Latina. En otras palabras: el poder de penetración en los mercados latinoamericanos que posee Anagrama es un bien altamente codiciado, no solo porque en términos económicos resulta rentable y con potencial sino también porque, a diferencia de Planeta y Random House-Mondadori/Alfaguara, su credibilidad está intacta. Este estatus de Anagrama en América Latina es, por lo tanto, una de las razones fundamentales que la convirtieron en una inversión atractiva para la empresa de la familia Feltrinelli. Así, Carlo, el director del grupo y desde 2017 también a cargo de Anagrama, afirma:

 

Yo creo que por nuestra conexión con Anagrama, el trabajo sobre América Latina va a ser importantísimo, ahora empezamos a definir una estrategia nueva, Anagrama es muy fuerte en América Latina, es muy reconocida, tiene un prestigio gigante y hay que trabajar en este con una estrategia exitosa. Pero estoy seguro que vamos a trabajar mucho con América Latina. Tenemos que ver derechos, distribuidores, relaciones comerciales, librerías, es un mundo (cfr. Aguilar Sosa, 23 de diciembre de 2017).

 

De este modo, Anagrama concentra un doble poder: por un lado, pone en circulación mundial literatura que se va a comercializar como latinoamericana recubierta de un aura inquebrantable, mientras que, por el otro, funciona como una sólida garantía para las colocaciones que se harán en América Latina. Esta capacidad de controlar los flujos y significados de la literatura latinoamericana en tránsito hacia el mundo o, al revés, la que llega del mundo a las diferentes regiones de América Latina no sería mayormente problemática si no se diese en un marco de inequidad neocolonial: la metrópoli, en este esquema, se estaría autoatribuyendo la función de seleccionar y asignar prestigio a escrituras producidas bajo algún signo latinoamericano y a las destinadas al consumo en el subcontinente. A propósito de la centralidad de Barcelona, Casanova anota que

 

each linguistic territory has a center that controls and attracts the literary productions dependent on it. […] Barcelona, the intellectual and cultural capital of Spain, remains a great literary center for Latin Americans; Paris is still central for writers from West and North Africa as well as for Francophone authors in Belgium, Switzerland, and Canada, countries where it continues to exercise influence by virtue of its literary eminence rather than any power of political control (116-117).

 

Así, si se le da crédito a este planteo, Barcelona operaría hoy –ya lejos de la “época dorada” de la edición latinoamericana– como capital de la región hispanohablante, y París, de la homóloga de lengua francesa. Mientras que una editorial como Gallimard sería el summum en la carrera de un narrador africano de habla francesa, Anagrama lo sería para un escritor de las (ex)colonias españolas. Pero el punto crítico que subyace a este armado no consiste tanto en la desterritorialización del prestigio –y en la concomitante debilidad de la soberanía consagratoria de las (ex)colonias–, sino, antes, en que esta particular dinámica de asignación de prestigio se efectúa con base en necesidades de la demanda occidental y en función de su horizonte de expectativas, o, dicho en breve, como señala Sánchez, que desde los años 90 en adelante “España ha impuesto más las reglas que América Latina” (98).

 

2.

 

“El santo de los santos del templo literario” es la expresión que usó Bourdieu para referirse al comité de Gallimard (226). En base al testimonio desencantado de Michel Deguy como lector de la editorial francesa, Bourdieu intenta dar cuenta del fenómeno de la “creencia” en el que se funda el prestigio y la facultad consagratoria de este tipo de emprendimientos culturales/comerciales con tradición y reconocimiento. Cuando Bourdieu dio a conocer su estudio, en 1999, Gallimard tenía tras sí ochenta y ocho años de historia. Sus planteos se fundan en dos observaciones: la primera, más explícita, refiere a una “transformación profunda en el campo editorial” vinculada al reordenamiento impulsado por la globalización y una concomitante inclinación estructural del sistema de producción de literatura hacia el polo heterónomo. La segunda, por su parte, sería el hecho, más puntual y menos abordado en el trabajo, de que, en 1992, siguiendo la tendencia a la concentración característica de la época, Gallimard había sido integrada al Groupe Madrigall –también de la familia Gallimard– que, a su vez, desde 2013 cuenta con una importante participación del consorcio Moët Hennessy-Louis Vuitton especializado en bebidas alcohólicas y moda. Estos factores, sumados al natural desplazamiento posicional de los actores a medida que se consolidan en el campo, habrían dado lugar a una configuración en la que la editorial francesa, ya lejos de ser el proyecto cultural y de vanguardia que supo ser en sus orígenes, estaría usufructuando del prestigio acumulado para sostener un proyecto redefinido como simplemente comercial. Después de examinar la evolución de Gallimard y compararla con otros casos, Bourdieu anota que

 

estos acontecimientos comerciales convertidos en acontecimientos literarios (cuyo paradigma es el éxito dado a Houellebecq) constituyen, en su ambigüedad misma, una de las manifestaciones más significativas y más sutilmente enmascaradas de una transformación profunda del campo editorial. Constituyen la obra de una nueva categoría de agentes económico-literarios que, valiéndose de la familiaridad con el estado anterior del campo literario, más autónomo, pueden imitar de manera sincera o cínica, a los modelos de vanguardia en un nuevo estado del campo, caracterizado por el reforzamiento de la presión de las coacciones económicas y de la atracción ejercida por el polo comercial (253).

 

En Francia, Houellebecq es un escritor íntimamente vinculado a Flammarion –también perteneciente al Groupe Madrigall– y en casos publicado por Gallimard. En el mundo hispanohablante su editorial es Anagrama, donde hasta el momento han aparecido regularmente todos sus textos, incluso sus volúmenes de poesía para los que Anagrama no cuenta con ninguna colección especializada. Anagrama, además, acaba de ser definitivamente transferida, de un modo similar a como lo fue Gallimard en 1992, a un grupo multimedios con proyección internacional. Por otra parte, su posición actual en el campo no es la misma que ocupaba en sus comienzos a fines de los años 60 cuando evidenciaba una clara preferencia por el ensayo político de izquierda y contracultural –antes que por la narrativa hispanoamericana– y un abierto posicionamiento contra la dictadura de Franco, es decir, cuando la editorial daba muestras cabales de ser parte de un proyecto más amplio de activismo político-cultural.

Por estas razones, creo que varias de las conclusiones a las que arriba Bourdieu con respecto a la evolución y situación de Gallimard son aplicables a Anagrama. Uno de los puntos que analiza es el funcionamiento del “comité” del que fue miembro Deguy, uno de los “atributos míticos de la gran editorial”. Este círculo de “elegidos” para representar el papel de lectores con poder de aprobación y rechazo debería ser considerado no exactamente un espacio democrático de toma de decisiones sino un dispositivo para generar respaldo simbólico y activar circuitos de influencia:

 

Descubrir que el comité no cumple verdaderamente su función oficial de selección (puesto que la decisión pertenece, de hecho, al presidente y a su “secretaria” y que, según las declaraciones de los iniciados, ‘un libro para ser editado debe ‘no’ pasar por el comité’) no es, sin embargo, percibir la verdadera utilidad, la de banco de capital social y de capital simbólico a través del cual la editorial puede ejercer su imperio sobre las academias y los premios literarios, sobre la radio, la televisión y los periódicos, siendo conocidos varios de los miembros del comité por la extensión de su red de enlaces literarios (227).

 

Después de ofrecer algunas referencias concretas sobre esta afirmación en relación con Gallimard y antes de dar evidencias en lo que atañe al comité de Grasset, Bourdieu observa en una nota a pie que una de las razones por las cuales Deguy fue desvinculado del comité fue su escasa presencia mediática o, lo que es lo mismo, que su capital específico para aportar a la editorial en esa función no resultó suficiente.

El jurado del Premio Herralde de Novela bien puede ser analizado bajo la misma óptica: solo con la transferencia a Feltrinelli, el puesto fijo que siempre había ocupado Herralde fue asumido por Silvia Sesé, la nueva directora editorial, que, proveniente del grupo Planeta, ahora encabeza la editorial junto con Oriol Castanys, como gerente, y Carlo Feltrinelli, como presidente y propietario. Al margen de ese puesto siempre ocupado por el editor, el jurado se ha mantenido relativamente estable, conformado por las mismas tres figuras influyentes del campo español y, desde 1987 cuando Luis Goytisolo se hizo a un lado, un escritor reconocido con el Premio en alguna edición anterior. El Premio se otorgó por primera vez en 1983 y la novela destacada fue El héroe de las mansardas de Mansard, de Álvaro Pombo. En 1984 lo recibió Sergio Pitol, por El desfile del amor, y el jurado estuvo integrado por Salvador Clotas, Juan Cueto, Luis Goytisolo, Esther Tusquets, además del editor Jorge Herralde[2]. Escritores de origen latinoamericano, a pesar de que el Premio posee un indudable poder consagratorio en el campo correspondiente, muy pocas veces han sido parte del comité, uno de ellos es Roberto Bolaño, el otro Juan Pablo Villalobos. En 2008 se retiró Esther Tusquets y fue reemplazada por Luis Magrinyà. Los últimos dictámenes, de 2017 en adelante, estuvieron a cargo de un jurado ya sensiblemente diferente en relación con el de la primera época o la “era Herralde clásica”, los miembros fueron: Gonzalo Pontón Gijón, Marta Sanz, Jesús Trueba o Rafa Arias (como libreros), Juan Pablo Villalobos y, en el lugar de Herralde, la flamante editora Silvia Sesé. Vale recordar que Juan Cueto, solo para mencionar algunos datos, es un influyente periodista cultural vinculado históricamente al periódico El País. Mientras que Salvador Clotas, además de como director de la revista Letra Internacional, es conocido como dirigente histórico del PSOE que se desempeñó como diputado y, como tal, vocal de la Comisión Parlamentaria de Control de Radio Televisión Española (2000-2004) y vocal de la subcomisión de medidas contra la piratería y otros derechos de propiedad intelectual (2002-2003), es decir, que, antes que capital literario, en tanto especialista en medios de comunicación y derechos intelectuales con importante llegada a canales de difusión, posee capital social y técnico.

 

3.

 

Gallimard, al igual que Anagrama, se distingue de otras editoriales con influjo internacional en que su perfil público suele ser asociado con la literatura de vanguardia. En los dos casos el supuesto de que sus políticas editoriales privilegian el riesgo formal, frente a la seguridad económica que pueden ofrecer las soluciones formulaicas, opera como una certeza poco indagada. De este modo, un texto publicado por una de estas editoriales pasa automáticamente a ser reconocido como “de calidad”, “innovador” o “de vanguardia” sin que, en algún momento, se le pidan evidencias textuales concretas. Bourdieu examina este fenómeno con base en la idea de que las diferentes posiciones sincrónicas que ocupan los actores del campo se corresponden con diferentes momentos en la trayectoria diacrónica de los mismos. De este modo, una editorial emergente –según sus observaciones– se va a distinguir como “arriesgada”, frente a otras ya establecidas, mientras se mantenga en un momento previo a su consolidación, pero una vez que consiga una acumulación suficiente de capital social y simbólico va a tender a inclinar su lógica de gestión hacia el polo heterónomo. Este desplazamiento, no obstante, no siempre produce el esperable “arrastre” de su imagen, de manera que el lugar que ocupa una editorial consolidada puede quedar asociado con una imagen pretérita y, por lo tanto, desfasada. Así, de acuerdo con su evaluación, Gallimard estaría conservando una imagen que no se corresponde con la que se extrae de una evaluación de su efectiva política editorial, más bien reproductiva que innovadora: “las grandes editoriales antiguas como Gallimard”, sostiene, “canonizan autores académicos –al perpetuar las formas literarias más tradicionales– o jóvenes autores –espontáneamente ajustados a modelos antiguos o bastante poco informados de las evoluciones literarias, para ligar todavía a la vieja editorial una idea de vanguardismo–” (247). Esta disociación entre imagen pública y efectiva política editorial, particularmente notoria en el caso de Gallimard, sería, además, una herramienta de manipulación que los editores/administradores de editoriales más diestros sabrían capitalizar en favor de su proyecto:

 

Ciertos editores conocen bastante bien el juego como para ser capaces de jugar el doble juego, para ellos mismos tanto como para los otros, y producir simulaciones o simulacros del vanguardismo más o menos exitosos, con la seguridad de encontrar la complicidad, por lo tanto, el reconocimiento –de editores, de críticos y de aficionados, que estarán tanto más inclinados a la allodoxia cuanto, formados en la “tradición de la modernidad”, querrán actuar a todo precio como descubridores capaces de evitar los errores de los conservadurismos del pasado (249-250).

 

Creo que no resulta desacertado un traslado también de estas apreciaciones al caso de Anagrama. Habría que añadir, no obstante, que lo que se vería afectado –y “destituido”– con la exaltación del perfil “vanguardista” de la editorial catalana es el vasto complejo de la publicación independiente y autogestionada de América Latina. La hipótesis que propongo, por lo tanto, es que la literatura latinoamericana publicada por Anagrama ingresa en los circuitos de la industria editorial internacional prestigiada como vanguardista, pero que, en realidad, tiende a repetir fórmulas que no siempre serían distinguibles, en términos formales, de la novela clásica decimonónica. Por el contrario, la producción literaria más radical, la que sí estaría ofreciendo alternativas innovadoras o rupturistas, permanece más o menos ensombrecida en los reductos locales.

Sostiene Ignacio Sánchez Prado que

 

mientras premios como el Planeta, recientemente concedido nada menos que a Fernando Savater, sin duda apelan a intereses abiertamente comerciales y a nociones homogeneizantes de la producción literaria, el rango de posturas literarias y conceptos de estilo de autores premiados con galardones como el Herralde o el Lengua de Trapo resiste la hipótesis de la homogeneización (31).

 

A continuación, Sánchez Prado aborda tres textos contemporáneos, dos de ellos distinguidos y publicados por Anagrama –el otro por Alfaguara–, para refutar, precisamente, la hipótesis de que la industria editorial concentrada conduce a una cierta homogeneización de los productos literarios: La hora azul (2005), de Alonso Cueto; Un lugar llamado Oreja de Perro (2008), de Iván Thays, y Abril rojo (2006), de Santiago Roncagliolo. Del examen de estas tres novelas, Sánchez Prado concluye que

 

lo que produce la circulación de capital cultural en estas tres novelas no es un imperativo estético-ideológico como el formado, por ejemplo, desde la narrativa chilena de Isabel Allende a Antonio Skármeta en los ochenta. Por el contrario, el capital cultural a este nivel parece formarse en términos de diferencia comparativa: la capacidad de cada agente cultural de producir una mercancía distinguible de las otras es lo que le permite entrar al espacio del capital económico (33).

 

Con todas la diferencias que se puedan identificar en el nivel estructural y diegético de estos tres textos –que yo personalmente no considero que sean significativas, particularmente en lo que refiere a las dos publicadas por Anagrama– habría que indicar, contra la hipótesis de Sánchez Prado, que en los tres casos se trata de novelas –¿acaso no hay otro género en América Latina?–, que las tres, además, presentan un relato lineal y realista y que, por último, en términos temáticos, las tres articulan una imagen de América Latina –o de Perú– que, acaso para respetar el horizonte de expectativas del norte “civilizado” seguiría asociando al subcontinente con la violencia irracional. Creo, no obstante, que el punto más débil de esta lectura se halla en el tratamiento poco detallado del aspecto formal. Por lo pronto, porque no puede concebir un afuera del género novela –realista, lineal, finalmente, de raigambre decimonónica–, pero no solo por eso: en el año 2013 apareció La sangre de la aurora, de Claudia Salazar Jiménez, un texto que bien puede ser clasificado de novela y cuyo tema principal –aunque atravesado por una marcada perspectiva de género– no deja de ser el conflicto armado peruano. Frente a esta “novela”, publicada en Lima por la editorial Animal de invierno, las tres abordadas por Sánchez Prado reproducen claramente patrones formales más o menos convencionales. El texto de Claudia Salazar Jiménez, por el contrario, destaca por su fuerte carácter experimental: con base en una proliferante polifonía que distribuye la voz narrativa entre tres mujeres diferentes y a un sostenido juego intertextual, el relato adquiere un rasgo marcadamente fragmentario, con una sintaxis, además, convulsiva, interrumpida por onomatopeyas y una puntuación por momentos desconcertante. A la luz de este ejercicio estético –que, vale decir, retoma y profundiza postulados de Diamela Eltit–, las novelas de Anagrama sobre la violencia en Perú adquieren una apariencia mimética, acartonada: parecieran destinadas antes a constatar la hipótesis de la homogeneización que efectivamente a refutarla. Finalmente, un comentario crítico de Juan Jesús Armas Marcelo sobre la novela de Cueto, que luego se convirtió en un pequeño texto de promoción, confirma –a mi modo de ver– su carácter mimético o reproductivo: “Construida en origen sobre una historia, tan real como oscura y sórdida, que tuvo lugar […] bajo el fujimorato al mando de Vladimir Montesinos (...) La seriedad y madurez del novelista al que muchos críticos y lectores señalan como el sucesor de Vargas Llosa” (10). Así, lejos de generar una ruptura en relación con el boom, y con su sobrerepresentación del género novela en un formato más o menos estandarizado, la producción de Cueto reconocida por Anagrama con el Premio Herralde –y luego traducida a otras lenguas, destacada con premios literarios en Asia y llevada al cine– se inscribe en una vertiente que, con Vargas Llosa como insignia, ya cuenta con una recepción internacional adiestrada desde hace décadas para su asimilación. De un modo similar y para no abundar, se podría decir que la producción de Pedro Juan Gutiérrez, por ejemplo, reproduce una codificación ya altamente homologada por el mercado internacional: la de Charles Bukowski[3].

Del examen anterior, extraigo dos conclusiones: la primera es que Anagrama solo necesita sostener públicamente que su política privilegia la literatura “vanguardista”, “experimental” o “innovadora” para que se active, tanto en el público como en la crítica misma, una suerte de fe convencida a priori de que en efecto textos como La hora azul o Un lugar llamado Oreja de Perro poseen alguno de esos rasgos. La segunda –que me parece aún más problemática– es que la exaltación de Anagrama como editorial que “corre riesgos” o “de vanguardia” está opacando la actividad editorial vanguardista de América Latina, tanto en lo que respecta a las políticas editoriales alternativas de las pequeñas editoriales independientes (Astutti y Contreras 767-780) como a sus productos concretos: las novelas de Anagrama sobre la violencia en Perú, realistas, lineales, terminan, así, imponiéndose ante el público internacional, y consolidando un paradigma estético, frente a novelas sin duda más disruptivas, como La sangre de la aurora, publicadas por editoriales latinoamericanas de baja proyección de ventas y reducida cobertura territorial, pero, acaso por esto mismo, más “arriesgadas”. Lo mismo se podría sostener, en términos generales, de toda la producción menos alineada; ya sea de las publicaciones de la editorial Libros del Pez Espiral, así como de la escritura de Pablo Katchadjian, Matías Celedón o Roque Larraquy, para no mencionar la literatura menos inscripta en dinámicas de mercado como la que publica Perro de puerto, en Chile, o Catafixia, en Guatemala. Esto, finalmente, implica que ciertas jerarquías estéticas que operan hacia dentro de los campos vernáculos latinoamericanos se ven subvertidas o trastocadas en función de la proyección internacional y de los intereses de la industria editorial metropolitana centralizada en Barcelona: así, mientras que Juan Villoro, por ejemplo, no deja de ser promovido, desde Anagrama, como un “gran” escritor mexicano/latinoamericano, que incluso fue distinguido con el Premio Herralde en 2004, Heriberto Yépez, desde un locus de enunciación más arraigado en México dispara: “En el caso de Villoro, ¿qué puedo decir? Su obra es estándar, nunca despegó realmente. ¿Alguien puede decir cuál es la gran novela de Villoro?” (cfr. Montelongo, 8 de febrero de 2018).

 

III

 

Como ya he adelantado, Casanova sostiene que los centros mundiales de producción de literatura –en primer término París, pero, como “capital de la provincia hispanohablante”, también Barcelona– serían, merced al supuesto de una mayor autonomía, los espacios más favorables a la dinamización de las formas literarias; mientras que, al otro lado, los dominios nacionales, por su mayor dependencia de los correspondientes campos políticos, serían retardatarios. Esto provocaría confrontaciones entre

 

national writers –for whom literary aesthetics (because they are connected with political questions) are necessarily neonaturalistic– and international writers –cosmopolitans and polyglots who, owing to their knowledge of the revolutions that have taken place in the freest territories of the literary world, attempt to introduce new norms– (110-111).

 

Si bien en páginas posteriores (169 y ss.) Casanova va a matizar su hipótesis en vista de las evoluciones más recientes de la industria editorial internacional, esta percepción va a mantenerse dominante en su modelo. Mi propuesta, con base en los desarrollos expuestos arriba es, precisamente, la contraria: mientras que los agentes productores de literatura (latinoamericana) mundial más conspicuos, Anagrama, Random House, etc., tienden a reproducir fórmulas que van de la novela decimonónica clásica más o menos realista a las derivas del boom o del realismo sucio, es en los circuitos más locales –que habría que distinguir del nivel nacional, en casos también dominado por la industria transnacional–, el territorio en el cual las pequeñas editoriales independientes pueden influir con su reducida pero efectiva agenda de política cultural, donde la literatura latinoamericana más sugerente, la que acaso más se puede jactar de poseer un perfil de vanguardia, gracias a que las constricciones de la esfera económica se diluyen y los representantes del polo heterónomo están más o menos ausentes, encuentra su mejor espacio de desarrollo. No obstante, debido al efecto de alodoxia comentado con Bourdieu, la recepción internacional de literatura latinoamericana, ya sea en el nivel de la crítica o en el del público consumidor, estaría prestando su aval, y con ello su reconocimiento, a soluciones, aunque más estandarizadas, promovidas como de vanguardia o innovadoras, en detrimento de propuestas efectivamente más radicales, pero con escaso impacto en la esfera pública internacional.

 

 

Bibliografía

 

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Date of reception: 20/04/2020

Date of acceptance: 17/06/2020

Citation: Locane, Jorge, “‘El santo de los santos del templo literario’. Acerca de Anagrama y su función consagratoria”, Revista Letral, n.º 24, 2020, pp. 39-54. ISSN 1989-3302.

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[1] Dante Liano desdobla la centralidad de Barcelona y le asigna a Madrid una importancia equiparable. La industria editorial de la metrópoli, repartida entre Madrid y Barcelona, sería, desde su punto de vista, uno de los tres mecanismos de canonización, junto con el reconocimiento de la universidad estadounidense y el de los campos vernáculos, que sirven actualmente para jerarquizar las literaturas latinoamericanas:

Según mi parecer, existen por los menos tres ámbitos en los que un escritor recibe el espaldarazo como tal escritor. Uno de esos ámbitos lo constituye la industria editorial española, que, a partir del esfuerzo de Barral en los 60’, se constituye como uno de los centros en donde se crea un canon literario. […] De esa manera, la legitimación en España comenzó a funcionar como legitimación internacional y como legitimación latinoamericana. Con esto podemos afirmar que existe un primer canon de la literatura hispanoamericana, regido por el eje Madrid-Barcelona. Un mecanismo legitimador para un escritor hispanoamericano lo constituye la publicación de su obra en Madrid o Barcelona, como antes lo era en París, México o Buenos Aires. Consagración definitiva, la obtención de uno de los mayores premios literarios de la Península (95-96).

[2] Para mayor información sobre el Premio Herralde de Novela remito a Locane, Jorge. “El Premio Herralde de Novela: literatura latinoamericana para el mundo y desterritorialización del prestigio”. Inti: Revista de literatura hispánica, n.º 85-86, 2017, pp. 100-112.

[3] Para un estudio sobre Pedro Juan Gutiérrez en Anagrama, véase Herrero-Olaizola, Alejandro. “Edición local para el nuevo milenio: el best seller sucio y la corporación cultural”. Cuadernos de literatura, n.º 32, 2012, pp. 288-305. Escribe Herrero-Olaizola que “la obra de Pedro Juan Gutiérrez es, sin duda, uno de los máximos exponentes del ‘realismo sucio’ latinoamericano, entendido este como una nueva etiqueta local que funciona con éxito dentro de las tendencias globales del mundo editorial” (292).