Hmmmm, Abia,
Eco. Renombrar y renarrar desde el Antropoceno y la Era Ecozoica
Hmmmm, Abia, Eco.
Rename and Renarrate from Anthropocene and Ecozoic Era
Miguel
Rocha
Universidad Javeriana, nem125@yahoo.com
ORCID: 0000-0002-4992-8542
DOI: http://dx.doi.org/10.30827/RL.v0i24.13816
Palabras clave: ecocrítica; naturaleza-cultura;
poiesis; Antropoceno; Era Ecozoica, nuevas narrativas.
This article analyzes from ecocritical and intercultural literary
perspectives some inter-relationships and poiesis between what is usually
called as nature-culture. In particular, it examines the Anthropocene and the
Ecozoic Era as new names and narratives in our times of climate change and
global warming, in order to argue that every civilizational crisis begins, and
manifests itself, as a language crisis. The new names and stories are then
poiesis, or creations of the word, and have a key role to express both, the
needs of more comprehensive languages, and the aspirations of individual and collective transitions. In this
sense, mythical, poetic, oral and linguistic denominations (hmmmm, Abiayala,
oralitura) are also studied in the context of trends and movements that
question the univocity of science, as well as the idea of a better future due
to technology, virtuality and genetic manipulation.
Keywords:
ecocriticism; nature-culture; poiesis; Anthropocene; Ecozoic Era; new
narrations.
Antipoiesis y super-poiesis: anatomía de dos tendencias
Científicos de múltiples ramas analíticas
basadas en el monitoreo y la constante datación de la tierra, como geólogos y
vulcanólogos, reconocen el actual impacto planetario de las fuerzas de lo
humano. En esto coinciden con investigadores de las ciencias sociales y
humanas, como Bruno Latour y Juan Duchesne, quienes resignifican la noción de
Antropoceno para nombrar nuestro periodo geológico actual. El concepto fue
acuñado en el año 2000 por Paul J. Crutzen, investigador holandés ganador del
premio Nobel de Química, quien renombra Antropoceno al periodo también llamado
Holoceno en tanto “a diferencia de otras épocas de la historia del planeta, en
lo que va al menos desde el siglo XVIII, las actividades humanas han sido las
que han determinado el cambio fundamental, para efectos de la biosfera, en las
condiciones geológicas” (Duchesne 176-177). El creciente impacto humano sobre
los ecosistemas ha generado la necesidad de proponer herramientas y prácticas
tanto para el análisis de datos como para nuevas sensibilizaciones y pactos
sobre los roles y actividades de nuestra especie en el planeta.
Los reportes ordinarios y
científicos de millones de observadores mundiales sobre las alteraciones
climatológicas, el blanqueamiento de los corales, la contaminación petroquímica
de las fuentes del agua, el deshielo de los glaciares, el aumento de las
enfermedades urbanas causadas por el estrés y el esmog, las epidemias
originadas en mataderos y laboratorios, las afectaciones causadas por la
extracción de hidrocarburos, la deforestación indiscriminada, el incremento del
plástico en los océanos y las alteraciones en los ciclos de aves migratorias,
ballenas, osos polares y todo tipo de plantas y animales, conforman archivos
vivos, multi-experienciales e inocultables que corroboran el Antropoceno, el
cambio climático y el calentamiento global. Con todo, muros de negacionistas
sobre tales evidencias promueven imágenes sectarias, políticas y cientificistas
que apoyan o sirven a los intereses económicos de sus países y corporaciones.
Muchos de los detractores del cambio climático se fundamentan en antiguas
visiones sobre la superioridad humana, como las expresadas en lecturas
literales y soslayadas tanto de libros religiosos como del giro antropocéntrico
generado desde el renacimiento occidental europeo. Algunos grupos y sectas
religiosas defienden ideas exclusivistas sobre un mundo irreal pasajero, así
como al servicio de humanos “elegidos”, lo cual sirve de excusa para la
depredación sistemática directa e indirecta de todas las demás especies
“inferiorizadas”. Por otro lado, no son pocos los políticos y magnates que han
procurado desviar y hasta confundir la atención pública, como en el caso de
Donald Trump en Estados Unidos, el segundo país con mayor responsabilidad por
emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) tras China, así como uno de los
pocos que no acepta el Acuerdo de París para el Cambio Climático, además de no
haber ratificado el protocolo de Kioto. Por su parte, Jair Bolsonaro, en su
presidencia de la aún emergente e hiper-acelerada mega-economía del Brasil,
negó al inicio la gravedad del covid-19 e incluso insinúo irónicamente que los
ambientalistas causan los incendios en la Amazonia al tiempo que gobiernos como
el suyo son modelos de explotación de la selva. En consecuencia, Finlandia e
Irlanda amenazaron en 2019 con promover un veto sobre la alianza comercial de
la Unión Europea y Mercosur, si el país suramericano no cumplía con sus
compromisos medioambientales.
Desde otros palcos,
científicos que se hacen célebres desde el optimismo sobre una nueva
ilustración y fe en el progreso, como Steven Pinker, autor de Enlightenment Now (2018), consideran que nuestro mundo y nuestra
vida están mejor ahora. Esta tendencia posee un gran éxito internacional debido
a su visión sobre un futuro positivo en donde seremos más felices gracias a
“la” ciencia. De allí que Yuval Noah Harari, autor del best seller Homo deus (2015), imagine incluso que seremos capaces
de vencer a la muerte gracias a la tecnología, e incluso que dejaremos de ser
animales para convertirnos en dioses con una religión dominante centrada en el big data. Es en tal sentido que las
representaciones y perspectivas sobre naturaleza y cultura, así como la manera
en que están siendo narrados nuestros presentes y futuros, son claves no sólo
para corroborar o negar el Antropoceno y el cambio climático, sino para ofrecer
alternativas críticas y prácticas en momentos en que, si Otro posible es posible, requerimos de transiciones del proyecto de
un único mundo (Escobar 42) a un pluriverso o mundo donde quepan muchos mundos,
nombres, lenguas e historias.
Uno de los posibles posibles
en los actuales procesos de choque entre diseños de mundo e inocultables crisis
de las relaciones inter-especies se vislumbra al reconsiderar los dualismos en
las representaciones de naturaleza y cultura. Aunque aquí no planteo un
panorama comparativo de tales representaciones (Gudynas), sino el análisis de
algunas perspectivas y renombramientos de la tierra en las coyunturas de
nuestro tiempo, es evidente que la supuesta, o pasada, separación
naturaleza/cultura ya ha quedado en entredicho (Descola) puesto que la cultura,
aun si la entendiéramos de manera simple como el conjunto de invenciones y
agregados humanos, no se puede entender hoy en día sin sus configuraciones de
naturaleza, ni de sus impactos negativos y positivos sobre el planeta. En
realidad, parte de lo que se encuentra en entredicho es el hecho social mismo,
la noción de humanidad, y las definiciones estables de sociedad, cultura y
civilización. Esto ha implicado a su vez cambios en las percepciones y
denominaciones de y sobre la llamada naturaleza, que expresa tanto lo no creado
por el hombre como al hombre no creado por sí mismo (al menos en su
corporalidad básica), así como a todas las formas de vida orgánicas e
inorgánicas, y también a las materias de las que provienen las invenciones humanas,
entre otras manifestaciones.
El Antropoceno es un
renombramiento, una poiesis nominal, incluso antes que un nuevo concepto
científico. El Antropoceno es un renombramiento relacional y tenso de cultura
naturaleza. Así pues, en tanto el acto básico de nombrar es mito-poético, es
decir etiológico, fundacional y proveedor de sentido, símbolo dialogante, los
estudios literarios con perspectiva ecológica e intercultural están llamados a
aportar en las actuales reflexiones eco-civilizatorias. Incontables poiesis,
haceres creadores o procesos creativos operan en nuestra época de cambios
climáticos, virus y redefiniciones ontológicas, a modo de anti-poiesis
nominales, es decir, como actos nombrantes de creación sobre la
homo-descreación, a saber: la capacidad destructiva de determinadas fuerzas
humanas sobre el planeta. De otro lado, autores influyentes de una nueva
ilustración interponen inquietantes positivismos sobre fuerzas o super poiesis,
en tanto procesos antropocéntricos optimistas unificadores, que celebran un
desarrollo tecnológico ad infinitum
basado en el exitoso predominio humano.
Una tendencia afirma que el
predominio e impacto humano tiene una faceta positiva de actual y futuro
beneficio para la humanidad (tecnologías de la comunicación, intervenciones en
las disposiciones genéticas para ciertas enfermedades, manipulación de virus en
laboratorios, mayores beneficios en los usos de las energías nucleares, mayor
longevidad y crecimiento demográfico, etc.). Otra tendencia, que no se opone a
las tecnologías y beneficios científicos, explicita, en cambio, una crítica al
Antropoceno, así como la necesidad de investigar y confrontar sus efectos
negativos (alteraciones climáticas, peligros en los usos de las energías
nucleares, usos políticos y militares de virus manipulados en laboratorios,
impacto de la extracción de minerales sobre la explotación de lo que llaman
“recursos” naturales, etc.). Es de notar que ambas tendencias coinciden, desde
perspectivas diferentes, en asumir la gran escala, poder o impacto pasado,
presente y futuro de las fuerzas humanas sobre el planeta y el devenir de
nuestra especie. Con todo, es evidente que los intereses económicos y
nacionalistas de corporaciones, empresas y países con gran capacidad
extractivista, condicionan las actitudes hiper-positivas presentes en las super
poiesis celebradas por algunos de sus best
sellers. Así pues, ante las interpretaciones privilegiadas de best sellers, fake news y políticos de twitter, es necesario interponer
narrativas, evidencias y experiencias personales y comunales. En tiempos de
supuesta democracia comunicativa vale proponer que no sean los intereses
particulares (aunque se trate de países supuestamente más desarrollados), sino
colectivos, ecológicos e interculturales, los que nos ayuden a discernir y
decodificar lingüística y sensorialmente nuestra situación actual como especie
a nivel planetario.
“Todo es una belleza de literatura”
Antropoceno es sólo una de las formas posibles
de nombrar nuestro periodo actual. Y cuando se lo nombra usualmente es asociado
con el cambio climático y el calentamiento global. Su denominación coexiste con
otras previas que, aunque descartadas por algunos debido a sus dimensiones
míticas, se adelantaron en la expresión de algunas de los problemáticas
sociales y ambientales actuales. “Kali Yuga” es otra denominación célebre que
enfatiza más los aspectos negativos o problemáticos de nuestro tiempo, aunque
en una escala temporal superior a cinco milenios. Al comentar el Visnu Purana, pensadores hindúes e
indólogos denominan Kali Yuga a una edad de “disputa, disensión” (Zimmer 25);
una larga y cuarta era de degradación social en donde las relaciones entre los
seres son conflictivas, prima lo material sobre lo espiritual, y los valores de
convivialidad se encuentran disminuidos y relativizados.
En un orden comparable de
visiones cosmológicas, los gunadule, nación indígena ubicada a ambos lados
caribeños de la frontera entre Colombia y Panamá, cuentan que nuestra era
actual también es la cuarta, y la llaman Abiayala. Por lo común es traducida
como Tierra en Plena Madurez. Esta denominación, proveniente de la lengua
chibcha dulegaya, sirve como uno de los nombres pan-indígenas para el
continente. En tal orden de ideas, Abiayala es una cosmo-poiesis gunadule y
transnativa que emergió paradójicamente de dos anti-poiesis: 1) Una debacle
natural, causada por maremotos y diluvios, de la cual se habrían salvado los
gunadule según los relatos míticos cantados del Babigala (Wagua 275). 2) Una debacle social, causada por el
encuentro y desencuentro genético, viral y militar con los colonizadores
europeos y sus descendientes. En el primer contexto Abiayala es traducida como
Tierra Salvada mientras que en el segundo es Tierra Sangrante. Según
Manibinigdiginya, en cuyo trabajo pedagógico confluyen los estudios sobre el
impacto de la colonización sobre la lengua, los cuerpos y las narrativas de la
que llama Madre Tierra, Abiayala también es Tierra Sangrante en tanto alumbra, continúa
pariendo y da constantemente vida (Rocha 2018 56-58). En suma, Abiayala es una
poiesis nominal con diferentes renombramientos a modo de capas mito-poéticas.
La poesía es una de las
formas verbales por excelencia de la poiesis. Para numerosos pensadores y
creadores de los pueblos indígenas lo que llamamos poesía es una herramienta
verbal para nombrar, articular y sanar, así como para renombrar mundos
intervenidos por las colonizaciones y los extractivismos. El acto de nombrar y
renombrar, y por lo tanto de fundar y reinstaurar, es característico, aunque no
exclusivo de la especie humana; las aves y muchos animales establecen
cartografías nominales del espacio mediante la repetición cíclica y sistemática
de emisiones vocales asociadas con lugares, como árboles y refugios, así como
con germinaciones de plantas y semillas. Según Steven Mithen, prehistoriador de
la Universidad de Reading, incluso las vocalizaciones animales anunciadoras de
depredadores y del hallazgo de alimentos son “simbólicamente significantes”
(283). Sin embargo, lo que desde grandes conjuntos civilizatorios como el
chino, el japonés, el árabe, el indoafroamericano o el europeo se entiende y
considera como poesía (lírica, épica, métrica, verso libre, etc.) no coincide
necesariamente con las consideraciones y praxis de otros pueblos. En efecto, en
numerosas comunidades del mundo fuera de las concentraciones masivas urbanas y
de la escritura como notación del habla, las nociones y prácticas verbales se
diferencian significativa y funcionalmente. Sin embargo, los actos de nombrar y
renombrar, con todas las dimensiones y acentuaciones posibles, son transversales
en nuestras lenguas y experiencias como especie. A esto, en parte, se refería
el poeta colombiano Jorge Zalamea Borda cuando, tras seleccionar un conjunto de
textos del mundo, afirmaba, en su libro ganador del Premio Casa de las Américas
de Cuba: “En poesía no hay pueblos subdesarrollados” (3). No obstante, no
dejaba claro qué era eso de poesía, y si se podía hablar de “la” poesía con un
sentido mundial. Hoy en día sabemos que no hay una noción transversal, única y
de consenso sobre lo que es o “debiera” ser “la” poesía. Existen, en cambio,
notables reflexiones sobre los haceres o creaciones humanas en diferentes
lenguas a través de infinidad de estructuras composicionales. A esto se suma
que el planteamiento de nociones y conceptos para entender las poiesis desde
diversas lenguas nativas se encuentra actualmente en debate e investigación.
Como creador y crítico
participante en tales reflexiones dialogantes he constatado la tendencia de
diversos escritores/as y narradores/as en lenguas nativas del mundo por
concebir la poesía como una herramienta de indagación, recuperación e invención
de lenguajes. El pedagogo gunadule Manibinigdiginya considera que la
recuperación de las propias historias y de las etimologías, o significados de
las palabras en las lenguas nativas es uno de los propósitos de la presencia de
investigadores comunitarios tanto en las universidades como en sus comunidades
de origen. Entre tanto, Wiñay Mallki / Fredy Chikangana, escritor quechua
yanakuna de los Andes en Colombia, afirma que “los verdaderos poetas y cantores
son los ancianos” (81) y que la poesía es canto, ofrenda, tejido e incluso
trabajo en la tierra (82). Por su parte, Anastasia Candre, cantora e
investigadora okaina-murui (uitoto), cuando comenzó a escribir textos bilingües
usando modelos de versos poéticos, se percató aún más sobre la relevancia de
las oralidades y grafías comunitarias. Al preguntarse “qué es eso de
literatura” en conversación radial conmigo, concluyó: “todo es una belleza de
literatura” (68). El ejercicio de
escribir lo que otros llamaban poesía la hizo pensar además sobre los géneros
verbales propios de los cantos tradicionales de frutas así como en los tipos de
palabras usadas en la educación propia y en otros rituales:
La palabra de la abundancia
hace trabajar, hace sembrar,
no deja dormir
ya no es sueño, ya es una
realidad (Candre 74).
Cuando Candre afirma que
“todo es una belleza de literatura”, tras reflexionar sobre los legados
colectivos de sus pueblos, lo hace desde una certeza profunda sobre el vínculo
sapiencial que propician las verbalidades comunitarias con el territorio y
entre la gente en múltiples continuos naturaleza-cultura. Su “todo es una
belleza de literatura” es una de las formas estéticas y éticas de nombrar y
narrar tales relaciones y continuos, aunque lo hiciera en una lengua suya y
foránea, el castellano, y mediante una denominación de origen extranjera: la
“literatura”.
Explicitadas las aparentes
contradicciones, características inevitables e iniciales de diálogos inter-nominales,
es importante recalcar que aun desde el interior de nuestras sociedades de
raíces lingüísticas latinas, afirmar que “todo es una belleza de literatura”
también resultaría extraño, en parte debido a nuestros actuales compartimientos
y especializaciones científicas y artísticas. Así pues, moviéndose en el
extrañamiento entre múltiples orillas, para Candre el modelo era la sabiduría
tradicional basada en el ciclo hortícola de siembra y recolección. Este ciclo
también se expresa en la subsiguiente transformación social de alimentos y
plantas (yuca brava, tabaco, coca) mediante figuras poéticas como palabra
dulce, palabra de abundancia, palabra fuerte, etc. La
sabiduría de lo poético verbal se ratifica en convertir el decir en hacer
(poiesis). Y ese hacer, el amanecer en obra del pensamiento y la palabra (todo
un modelo mítico amazónico), en el contexto
okaina-murui de los ancestros de Candre se traduce primero en el cuerpo concebido como canasto en donde se recogen las
hojas del saber, y segundo en los
diferentes soportes de la palabra: canto, huerta, baile, propiciación de los
alimentos, pintura sobre tela de yanchama, y más recientemente, sobre el libro
con escritura fonética bilingüe en tinta sobre papel o incluso en formato web.
En “Soy mujer-sueño”, una
poética escrita al cierre y no al comienzo de su vida, como el árbol amazónico
que sólo florece cuando está mayor, la cantora amazónica autoreflexionó:
Fue bien plantada
tuve buen retoño
crecí bien
florecí bien
di buenos frutos
me cosecharon bien
finalicé en abundancia (74).
Las literaturas, en tanto
poiesis o haceres creadores con la palabra, preceden a la invención del
alfabeto greco-fenicio así como a la imprenta de Gutenberg. En su origen no
eran sólo las formas específicas de composición escrita con que las asociamos
en la actualidad, sino polifacéticas artes verbales sapienciales, ligadas en
muchos casos, entre otras posibilidades, a genealogías narrativas del poder y
del conocimiento preservado; de allí que hoy en día nos sigamos refiriendo a la
bibliografía o conocimiento sobre un campo como la “literatura” sobre el tema.
Para Candre lo nuclear de la literatura es el énfasis en la palabra (voz), acto
seguido en sus soportes complementarios (yanchama, papel, piel), y todo esto en
el contexto de las prácticas rituales (canto, composición escrita, conjuro,
oración, baile, yagé, tabaco y coca). Se trata de énfasis verbales
reiterativos, estacionales y prácticos que se conectan con la recurrencia en
las expresiones como palabra obra, palabra que hace amanecer, palabra de vida y
palabra de la abundancia. En tal orden de sentidos, su afirmación, “todo es una
belleza de literatura”, traduce una certeza propiamente murui, y okaina (dos de
las etnias de los ancestros de Candre) y en gran medida amazónica: todo es
palabra. Todo es saber. O también: todo pensamiento amanece primero en palabra
para luego convertirse en obra. Todo es generador de saber en la medida en que
el pensamiento amanezca en palabra y fructifique en obra. Tal es en el fondo
una descripción del ritual de la palabra con los mayores, celebrado cada noche,
en el mambeadero y/0 en la maloca (casa comunitaria), en donde tradicionalmente
se reflexiona en antesala al trabajo del día siguiente, mientras se comparten
las preparaciones provenientes del tabaco (ambil) y la coca (mambe).
La sabiduría, en tal
sentido, es expresión tanto de la conciencia sobre nuestras palabras-acciones
como manifestación de las acciones orientadas por las palabras. Las palabras de
vida son interpretadas como hojas y frutos del árbol de la abundancia. Naturas
y culturas, palabras y obras, cuerpos y lenguas, plantas y espiritualidades,
saberes y haceres, forman modelos de continuos usualmente inseparables en
Candre, en los murui y okaina, y en numerosas comunidades que fueron llamadas
salvajes (inicialmente con un sentido peyorativo) por su cercanía física y/o
psicológica con una selva (silva) de la cual emergen, y a la cual transforman
mediante los modelos de vida y coexistencia que comparten con ella. El
enunciado, “todo es una belleza de literatura”, así traducido, nos retorna la
imagen espejo del ideal social sobre una historia y palabra no fragmentada
(dulce, abundante) que en tal sentido se opone a la fragmentación genocida
causada por la explotación del caucho en su territorio. A su vez, el énfasis en
la belleza de la palabra genera y reitera otro posible posible al de la
incesante segmentación de las modernidades, colonialidades y racialidades.
Candre nos ofrece, y se
ofreció a sí misma, la posibilidad de la poesía y de la vida como ciclo
(siembra, retoño, crecimiento, florecimiento, fructificación, cierre en
abundancia). Su sueño de mujer reintegra y revitaliza a la literatura entendida
holísticamente como palabra, como cuerpo, y ante todo como continuo
naturaleza-cultura. Tal reintegración es a la vez una crítica, y no una
subordinación, en tanto sus sueños verbales colaboran en devolverle organicidad,
y en tal sentido fuerza de vida, abundancia y sentido a los restos del lenguaje
fragmentado y cooptado con que muchos escritores y narradores indígenas asocian
algunas literaturas actuales. Candre, a través de sus poiesis holísticas e
irreductibles, aunque versátiles, resalta el cuidado y cultivo de la palabra y
la vida también (no sólo) a través de una letra (del latín litterae) que
es asiento de la palabra, banco de saber, y en tanto letra orgánica: imagen,
pintura, conjuro, oración, invocación y canto.
En un sentido semejante,
Chikangana y Jamioy, quienes forman parte de una generación que precedió
públicamente a la aparición de Candre, cuando se refieren al acto de escribir
poesía enfatizan su relación con la oralidad
de su gente (Rocha 2018). Asimismo, para el oralitor mapuche Elicura
Chihuailaf, quien a mediados de los noventa fue uno de los primeros en
referirse a la oralitura, su práctica expresa el espacio móvil e indefinido
entre la oralidad de sus orígenes familiares-comunitarios y la escritura-lectura
alfabética característica de su contacto con la educación letrada y las
sociedades no indígenas. “La oralitura
es como el espacio entre las dos piernas al caminar”, afirma Chihuailaf, al conversar sobre la misma[1].
Chihuailaf, Chikangana y Jamioy, en tanto originarios de comunidades agrícolas
andinas, se muestran cómodos con la actividad y metáfora del cultivar, imagen
subyacente en las denominaciones agricultura, cultura y literatura. Al mismo
tiempo destacan la importancia de la palabra, en particular del nombrar y
vincular a través suyo, incluso antes que el acto y la figura de escribir y
fijar. En tal orden de prácticas lo oral precede y se articula con lo escrito
mediante su noción y praxis de oralitura. Esta aclaración es importante dado
que las oralituras, al igual que las literaturas, comienzan a adquirir nuevos
significados públicos. Hoy en día se escucha a estudiantes y profesores
comparar la oralitura con la literatura oral, pero ésta última se diferencia
ante todo por su énfasis en el transvase o transcripción; no es una escritura al lado de la oralidad, sino al centro
de una práctica escritural fonética que reemplaza y fija la oralidad. Ahora
bien, aunque la oralitura evoque y provoque lo colectivo oral (desde lo gestual,
lingüístico, proverbial), también es autorial y, en muchos casos, urbana. Por
último, es necesario aclarar que la mencionada noción andina y suramericana de
oralitura expresa sólo una de las dos principales corrientes; la otra es la de
origen africano, teorizada por el senegalés Yoro Fall, quien, al reflexionar
desde la importancia de la historia oral y poscolonial africana, afirmó que la
oralitura era tanto un calco como una oposición a la literatura (21). Es decir,
un movimiento tan elástico como el del espacio entre las piernas al caminar
señalado por Chihuailaf, y tan paradigmático y sorprendente como el de Candre
al afirmar en un tono cantado: “todo es una belleza de literatura”.
Humano-no-humano
El debate sobre la fijación de la oralidad
mediante grafismos fonético-alfabéticos también nos remite a los orígenes
mismos de lo que de forma tan general han llamado “la filosofía occidental”. En
efecto, para Platón la filosofía se consolida en el acto reflexivo escritural
del pensamiento que al escribirse alfabéticamente se libera de las fórmulas de
la oralidad (clichés). Así lo reitera acríticamente Walter Ong (2009 32) al
referirse a las oralidades primarias de los que considera pueblos primitivos en
tanto carentes de escritura y por tanto de un pensamiento abstracto complejo.
El prejuicio que identifica unívocamente a los salvajes (literalmente los
habitantes del bosque, del latín silva) como orales, y por tanto
primitivos e inferiores, resume siglos y capas de prejuicios a partir de los
paradigmas de fijación, archivo, transmisión y emancipación con que numerosas
sociedades letradas del mundo se han auto-representado etnocéntricamente. Al
respecto vale recalcar que la imagen colonial sobre los llamados salvajes se
basó en parte en la falsa noción de formas de vida ideales en las cuales el ser
humano no transforma ni afecta su entorno, sino que vive en equilibrio estático
con el mismo. Esto les permitiría hablar a pensadores como Rousseau de un “buen
salvaje”, así como de culturas en armonía con la naturaleza. Con todo, incluso
para los murui, la cultura es una forma de propiciación y recreación de la
naturaleza. Anastasia Candre misma es, desde su poética tradicional, el fruto
de una siembra y una cosecha (72-74).
Según la educación
tradicional murui un niño no nace siendo gente, sino que tiene que formarse
como tal, y por eso la palabra de vida y abundancia es evocada como materia
alquímica de transformación. Así que no nace siendo bueno, y ni siquiera
salvaje, pues una relación adecuada con la selva y la comunidad debe ser
fomentada y atraviesa por numerosas etapas de formación e iniciación. En
efecto, investigaciones como la de Charles Mann en su libro 1491 presentan argumentos serios sobre
el impacto y la remodelación paisajística por parte de sociedades nativas
previas al contacto europeo, como las mayas clásicas de las tierras bajas de
Guatemala, las del Misisipi, las nahuas del Valle de México y las
Centro-Andinas, entre otras. Claro, esto no quiere decir que sus impactos sean
comparables a los generados por el Antropoceno y las fuerzas crecientes de las
revoluciones industriales de los últimos siglos. Los múltiples fenómenos que
englobamos en el concepto mundial de cambio climático y calentamiento global
también podrían llamarse alteraciones ecosistémicas. Con todo, la imagen de
cambio, connatural en un planeta vivo, no nombra del todo la realidad, puesto
que estamos experimentando disímiles aceleraciones mediante mega-cambios en los
que las fuerzas humanas son un factor determinante.
Ahora bien, mucho antes de
ciertos puntos de partida críticos sobre el renacimiento y el eurocentrismo,
que se encuentran en las bases mismas de los estudios sobre el colonialismo y
la modernidad (Mignolo), se vislumbran las tensas relaciones entre homínidos como
cromañones y neandertales, quienes hace 40 mil años atrás ya se diferenciaban
(no sólo en disputas y relaciones) sino en el énfasis que los primeros daban a
un lenguaje composicional de palabras mientras que los segundos supuestamente
enfatizaban las gestualidades y musicalidades verbales para interpelar,
alertar, imitar y conseguir cambios en la conducta de sus interlocutores
(Mithen 228). En esta perspectiva, las crecientes descorporalizaciones y
desensitivaciones están en parte ligadas a nuestra marcada dependencia de
herramientas de procesamiento numérico y abstracto como es el caso de numerosas
escrituras y sistemas de control-notación, que a su vez han sido consideradas
rasgos infaltables en grandes núcleos civilizatorios de la antigüedad (Mesopotamia,
Egipto, China, Valle del Indo, Mesoamérica y los Andes centrales). Tales
núcleos también han sido datados y caracterizados como precursores y
generadores de conglomerados urbanos. Y si bien es cierto que el Antropoceno
alude directamente al impacto creciente de las fuerzas homo sapiens en el
planeta a partir de las revoluciones industriales del siglo XVIII, es evidente
que el fenómeno de predominio humano está ligado en diferentes grados al
desarrollo paulatino de las ciudades en tanto centros de acopio de fuerza de
trabajo y transfiguraciones antropocéntricas: desde la producción masiva de
trigo, soya, arroz, maíz y papa hasta el acaparamiento de las fuentes de agua,
los animales, plantas, minerales y más recientemente de las energías
eléctricas, transgénicas y atómicas.
La ecuación
civilización/cultura-ciudad-escritura/fonética, planteada con recurrencia en la
arqueología y la historia del arte, además de evidenciar el deseo de
superioridad de unas sociedades y especies sobre otras, fundamenta la
hiper-optimista representación social de la modernidad triunfante con el
desarrollo tecnológico, el libre-mercado y el mito la de “la” ciencia como
codas y marcadores evolutivos de las naciones dominantes. Sin embargo, en
tiempos en que los límites de las civilizaciones y sus herramientas
extractivistas han sido llevados al extremo de la polución global, el
desequilibrio ecosistémico y, en suma, el Antropoceno o la anti-poiesis
descreadora, crecen en respuesta los movimientos tendientes a redescubrir y
realizar formas de vida en que se reconsideren y sanen las relaciones
humano-no-humano. En tal sentido, mientras corrientes como las expresadas en
las oralituras y el performance apelan al lenguaje oral y corporal, ciertos
usos masivos de las tecnologías de la virtualidad han llevado a limites
inalcanzables e inaguantables el alcance de la burocracia, el control social,
el monitoreo de los ciudadanos usuarios y de sus pautas de consumo estimuladas
globalmente. Mientras “medio” mundo muestra crecientes índices de migración y
desplazamiento, frecuentemente criminalizados por el llamado “primer mundo” o
sus políticas dominantes, aumentan las problemáticas por la sobrepoblación, las
epidemias, el agotamiento del agua, los racismos, las violencias urbanas, el
total de partículas suspendidas (TPS) en el aire, y la insuficiencia en los
sistemas de salud y de transporte público, entre otros problemas de primer
orden.
En un mundo en contacto
biológico y cultural permanente, una de las grandes limitaciones que aún deben
analizarse en los estudios interculturales y descoloniales es, sin duda, la de
las generalizaciones. Por la vía de la construcción colonial del indio, el
aborigen, el primitivo, el negro, y el salvaje, se generalizaron los prejuicios
raciales e inferiorizantes sobre las poblaciones colonizadas, ante todo por los
poderes europeos en el último medio milenio. Considerar salvajes a
civilizaciones como las incas y aztecas, e identificarlas en la misma etiqueta
con los murui, nukak o yagán, es un rezago de la “otrificación” colonial generalizante.
Si hoy en día es posible referirse a pueblos y naciones indígenas, esto se debe
al aval, renombramiento, renarración y por tanto resignificación que sus
propios movimientos sociales contemporáneos les han otorgado. Descola señala
que el modo de identificación analógico se adjudica “a las culturas asiáticas y
las zonas de influencia azteca, maya e incaicas, así como a la Europa
premoderna” (Duchesne 183), mientras que el modo de identificación animista que
“adjudica interioridad psíquica común a humanos y no humanos, pero no así una
corporalidad común” (ibid. 182) se expresa particularmente en los pueblos
amazónicos. Esta situación nos enfrenta por un lado con nuevas
generalizaciones, al tiempo que devela nuevas rutas comprensivas. Es evidente
que las actuales selvas del Guaviare, por prístinas que parezcan, en parte son
producto de las rutas de nomadismo de comunidades como los nukak makú, quienes
en sus ciclos estacionales iban sembrando su paso con las semillas de las
frutas recolectadas así como con las plantas que favorecían para usos de
refugio, alimentación y medicina. Tales jardines y huertas, que al naturalista
le parecen selvas naturales y consubstanciales, son parte de una creación
cultural de naturaleza. Por otro lado, sociedades tan arcaizadas y
colectivistas como los yagán y los selknam, aunque en apariencia no dejaron
huellas en los litorales e islas de Tierra del Fuego y los archipiélagos
meridionales, configuraron a través de sus narrativas, lenguas y pautas de
supervivencia los paisajes mentales que la colonización buscó borrar
afanosamente. Como expresaba Rosa Yagán, una de las últimas herederas de este
pueblo de las canoas y las ballenas: “Cada yagán lleva el nombre del lugar en
que nace (…) Somos nombrados según la tierra que nos recibe” (15).
Todo conjunto humano-no-humano
posee sus propias poiesis, configurando así su naturaleza, y siendo nombrado
por la misma, en diferentes dimensiones y mediante diversos legados e impactos,
que a su vez delimitan sus cuerpos individuales y colectivos, como los
macro-organismos andantes en la selva formados por miles de hormigas
sembradoras recolectoras en estrecha relación con ciertos árboles y plantas de
donde cortan las hojas que en sus refugios subterráneos se convertirán en
hongos, mediante el cultivo, para alimentar a sus larvas. Otro aspecto del
espectro ocurre cuando los individuos o cuerpos colectivos buscan en cambio
diferenciarse de sus entornos y de unos con respecto a otros. Ahora bien,
contrario a lo que podría esperarse, los archivos narrativos de muchos pueblos
señalados como salvajes resaltan, y en muchos casos auto-cuestionan, tanto la
antropomorfización como la separación de lo humano de lo no-humano.
En el Babigala, conjunto de narrativas sapienciales cantadas por los
gunadule en Colombia y Panamá, el corte del árbol Paluwala es ordenado por el
héroe Ibeléle (Tad Ibe) a su hermano, y/o auxiliares hombres-animales, causando
así la tensión, disyunción y semi-ruptura de las relaciones menos diferenciadas
entre los humanos, el árbol, y todos los animales que también se beneficiaban
del gigante verde (Rocha El sol babea, 484-491). El asesinato del tigre,
la serpiente y la rana, todos guardianes del árbol de la abundancia, es para
los gunadule uno de los hechos traumáticos y diferenciadores entre cultura y
naturaleza, arriba y abajo, y hombres de animales: “habiendo matado a todos los
animales que venían al árbol, se dieron los hombres a cortar de nuevo” (ibid. 490).
Si el gran crimen mítico del Génesis
bíblico es el de un humano que aniquila a otro humano (Caín y Abel), en el Babigala un crimen trascendental es el
del tigre, la rana y la serpiente del árbol, aunque el más renombrado siga
siendo el despedazamiento e ingestión de la madre de los mellizos por parte de
hombres-peces (47). En tal orden de ideas, la disyunción humano-animal y
cultura-naturaleza, aunque en apariencia no es tan marcada como en las modernas
y tajantes separaciones antropocéntricas, según los gunadule, y otros pueblos indígenas,
habría sido causada tanto por gente humana como por gente animal. Es un hecho
constatable que, en la gran mayoría de relatos indígenas, desde
relacionalidades diferentes, los animales poseen agencia y son gente (aunque
esto no significa que se confundan con las sociedades humanas en cuanto
representativas de la especie Homo sapiens). En efecto, muchos de sus
relatos contemporáneos contradicen el imaginario moderno de los animales como
seres pasivos, mudos, devorables, y salvajes o domesticables.
Los crecientes movimientos
mundiales en contra de la sujeción animal son sintomáticos de civilizaciones
que en cuestión de siglos, y como resultado de múltiples revoluciones
industriales y tecnológicas (entre las que se encuentra la industria del libro
y la mercantilización académica), han pasado de la domesticación de los
animales (que define numerosos rasgos económicos culturales: pastores,
ganaderos, jinetes exploradores, etc.) a la masificación co-utilitaria de los
congéneres (hoy en día conciudadanos y connacionales) así como a la
otrificación de quienes se encuentran por fuera de las líneas de artificiosos
“nosotros” exclusivos e identitarios (migrantes, primitivos, nómadas,
analfabetas, etc.). El creciente predominio sobre otros cuerpos, otras vidas, y
otras formas de ser y estar también se caracteriza por aglomerar/clasificar a
personas, plantas y animales mediante estereotipos acríticos de lo salvaje, a
la vez que celebra las patentes y domesticaciones de los semejantes (migrantes,
mascotas, semillas transgénicas).
Algunos
aspectos de la teoría animal y la teoría de plantas, como la propuesta de que
estas formas de vida poseen culturas y agencia, nos ofrecen nuevas perspectivas
de relacionamiento con las múltiples especies que también poseen derecho de habitar
el planeta. Esto no significa idealizar o negar las ya tensas relaciones de
convivencia, e incluso de competencia entre especies, pero desde puntos de
vista jurídico-filosóficos aporta a la comprensión inter-especies y debería
colaborar también en imponer límites al desmesurado y desequilibrante
extractivismo antropocéntrico. Sin embargo, las posturas optimistas y
editorialmente más exitosas que reafirman el antropocentrismo y el discurso de
una única y salvacional ciencia, se oponen tendencialmente a perspectivismos,
transiciones y deconstrucciones como los propuestos por Descola, Escobar y
Duchesne, quienes señalan lo ficcional de una noción autónoma de la naturaleza,
así como las limitaciones de lo humano por sí solo, por sí mismo. Aunque sus trabajos no sean
tan conocidos por el público general, como tampoco es el nuestro, es importante
reconocer que estos y otros críticos vienen sentando las bases epistémicas para
el diálogo desde los giros eco, bio, cosmo, y relacional ontológicos.
Juan Duchesne, profesor y
editor puertorriqueño en la Universidad de Pittsburgh, explica que “a cada
territorio corresponden aproximaciones políticas, que por involucrar, además de
los humanos, a una gran variedad de no humanos, se les llama cosmopolíticas”
(7). Por su parte Arturo Escobar, investigador colombiano jubilado como
profesor kenan en la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill, define
las ontologías como “las diversas formas de ser, existir, habitar y construir
mundos” (41), que con frecuencia “se manifiestan como relatos”, las cuales se
conectan con “nuevos conceptos” que intentan “hacer visible la interdependencia
y la relacionalidad —de poner lo humano y lo no-humano de nuevo en relación
dinámica—(41). Escobar aclara que la ontología política se sitúa “en el espacio
que se abre entre las tendencias críticas en la academia y las actuales luchas
por la defensa de territorios y mundos” (42). El giro biocéntrico, con el cual
se relacionan estas aportaciones, aunque no puedan ser enmarcadas en el mismo,
es tan o más relevante para el pensamiento humano como lo fue en su tiempo el
giro heliocéntrico que cuestionaba la creencia sobre el sol y los astros
girando en torno a la tierra. Las críticas situadas, actuantes y también
científicas de los giros biocéntricos, en contraste con las celebraciones
optimistas del poder unívoco de la tecnociencia, abren posibilidades para
reorientar las transiciones legislativas, educativas y existenciales necesarias
para la continuidad y digna existencia de las presentes, diversas y futuras
generaciones en este planeta.
Transiciones
Una de las más importantes cuestiones actuales
para las humanidades es justamente la de las transiciones hacia modelos,
pesquisas y comunidades de sentido en donde lo humano dialogue e interactué
comprensivamente con lo no-humano. Estamos, entonces, ante un doble movimiento:
por un lado, la desantropomorfización del planeta, es decir, del predominio
extractivo y egocéntrico de nuestra especie sobre las demás especies y
ecosistemas. Y, por otro lado, las rehumanizaciones de las personas y
agrupaciones de personas (sociedades, comunidades, países, etc.) a partir de
múltiples reconsideraciones y acciones críticas y creativas para deconstruir
los predominios y explotaciones de unos humanos sobre otros humanos y sobre el
planeta. En ambos casos las transformaciones pasan por el giro de nuestras
relaciones, sentires, pensares y actuares inter-especies (o inter-culturales en
un sentido amplio) bajo horizontes que trasciendan los muros separadores
jerarquizantes entre “naturaleza” y “cultura” y entre “humanos” y “subhumanos”.
En términos generales, aunque apenas comparables, ambos movimientos se conectan
con lo que la ecocrítica ha identificado como justicia social y ambiental (Flys
85-119).
En un sentido propositivo, o
quizás menos desalentador y electrizante que el de global warming (tan parecido al de global alarming), también es justo reconsiderar otro tipo de
renombramiento, planteado por Thomas Berry, quien denomina “ecozoica” a nuestra
era. La Era Ecozoica emerge al final de la gran fase cenozoica, que aunque se
encuentra en su fase terminal, inició hace unos 65.000, según este ecoteólogo
de Carolina del Norte. En su renombramiento la palabra eco, proveniente del
griego oikos (casa, hogar), es la que
precede u orienta la era geológica, o zoica: relativa a la vida. Así, pues, el
énfasis no está puesto sobre el impacto negativo humano del antropoceno, que él
mismo anunciaría, aunque sin ese nombre; sino en el necesario giro ecozoico, es
decir, en la comprensión de este tiempo de tránsito hacia el reconocimiento y realización
de esta tierra como nuestra verdadera casa común. En tal sentido el giro
ecozoico es tanto una ética como una práctica con todos los plurales posibles.
Según Berry,
los poetas y artistas pueden
ayudar a restaurar este sentido de sintonía y compenetración con el mundo
natural. Es este sentido renovado de reciprocidad con la naturaleza, en toda su
complejidad y notable belleza, el que puede ayudarnos a proveer las energías
psíquicas y espirituales necesarias para el trabajo que está por delante (The Sacred Universe 48)[2].
En efecto, es importante
recalcar que el uso de lenguajes poéticos, que muchos consideran
anti-científicos, es en sí mismo una de las transiciones propuestas por Berry, quien,
en una conversación con Brian Swimme, reflexiona y propone: “Hasta ahora hemos tenido un lenguaje centrado
en el ser humano. Necesitamos un lenguaje centrado en la Tierra” (Swimme y
Berry 258). Esto implica una crítica de base al lenguaje centrado en el ser
humano que hemos desarrollado por milenios pasando del holístico al
composicional y que luego se gramaticalizó y sistematizó con escrituras
fonocéntricas; un lenguaje que hoy en día se iconiza y que exige cada vez más
virtualización y menos cuerpo y gestualidad.
Ahora bien, al analizar la propuesta de restauración de las necesarias energías
psíquicas y espirituales, no debe sorprender que en este hemisferio del mundo sean
teólogos y sacerdotes reformadores de raíz cristiana como Thomas Berry,
Leonardo Boff y Ernesto Cardenal quienes a modo de precursores han propuesto
reorientaciones civilizatorias tras lecturas críticas del antropocentrismo domesticador que caracteriza ciertas
interpretaciones dogmáticas de las tres grandes religiones semíticas
monoteístas (judaísmo, cristianismo e islam). Estas relecturas antecedentes de la encíclica Laudato Si del Papa Francisco, en 2015,
se basan en perspectivas relacionales con lo biológico planetario y ayudan a
abrir la irreductible e inabarcable experiencia de lo vivo hacia poiesis
constructivas y conscientes de las conexiones e impactos para lo humano y lo no
humano. Incluso, tal binarismo podría descentrarse en circunstancias
específicas en la medida en que reconociéramos nuestras relaciones de infinita
interdependencia que expresan más bien continuidades entre las especies, así
como con las manifestaciones orgánicas e inorgánicas de la vida. Si
consideramos que el planeta es un gran organismo, en la perspectiva de la
teoría Gaia y de pronunciamientos precursores como el del Jefe Seattle, tan
justamente citado hoy día (“la tierra no pertenece al hombre; es el hombre el
que pertenece a la tierra”), coincidiremos al menos en que toda manifestación
planetaria es orgánica y viviente. Y por tanto tendremos que reconsiderar los
límites ético-espirituales de nuestra especie para dar o quitar vida.
Es un
hecho que muchos de los intereses políticos, nacionalistas, militaristas,
comerciales y corporativos multinacionales obstaculizan las acciones necesarias
para reconocer y afrontar el Antropoceno. Además, es un hecho que el
reconocimiento de las evidencias sobre las alteraciones ecosistémicas debe
acompañarse con legislaciones y acciones concretas, al tiempo que, por un lado,
es necesario disminuir las asimetrías socio-económicas (como las necesidades de
primera mano de cazadores-pescadores que dependen de especies en peligro),
mientras que, por otro lado, es importante cuestionar las cooptaciones de los
discursos ecologistas por parte de políticos y corporaciones (por ejemplo
industrias automotrices y tecnológicas que a la vez que aumentan la producción
de unidades se publicitan cínicamente como comprometidas con el ambiente). Es
cierto que el permanente bombardeo de noticias internacionales sobre el cambio
climático ha generado respuestas que van desde la completa negación de las
evidencias hasta el ecopesimismo y el temor paralizante. Los políticos
negacionistas de las alteraciones climáticas han sacado provecho de esta
situación al promover, al mejor estilo del “coaching”, actitudes
hiper-positivas, del tipo volveremos a
ser los mejores y las cosas nunca han
estado tan bien como ahora. En tal sentido, algunas respuestas creativas
entre culturas aportan en tanto promueven las -turas (cultivos,
acciones, cuidados) y no las taras (culpas, obstáculos). Afrontar creativamente
las alteraciones ecosistémicas no sólo exige reciclar o reducir la emisión de
gases; también implica resentir y repensar las relaciones con nuestros cuerpos,
con la tierra y con los demás seres. Además, como lo proponen Berry y Mithen, y
nosotros mismos, ello invita a reconsiderar, y hasta a reinventar nuestros
lenguajes, es decir, la manera en que nos comunicamos y relacionamos con todo y
con todos en continuos naturalezas-culturas. Pero para hablar de continuidades
también debemos señalar las discontinuidades.
Recuperar
la palabra hoy en día, como también plantean Candre, Escobar y los oralitores
(Chihuailaf, Jamioy, Chikangana), requiere luchar por la continuidad de los
territorios y las epistemes culturales y lingüísticas. Mithen afirma:
Hoy en día estamos relativamente
insensibles a la sutileza de los gestos y los movimientos corporales, en parte
porque dependemos mucho del lenguaje y, por lo tanto, tenemos dificultades para
imaginar el poder de un sistema de comunicación gestual basado en el movimiento (157).
Estas
afirmaciones son claves comprensivas, sobre todo en épocas en donde la
sobrepoblación, la hiper-competitividad, los sistemas masivos de transporte,
las burocracias virtuales y los remecanizados sistemas de salud operan sobre la
aceleraciones y alteraciones de nuestros ritmos vitales. El estrés es una de
las afecciones que más causa cambios “climáticos”, es decir, alteraciones
psico-fisiológicas en las personas. Los incrementos de la hormona de cortisol
secretada por la glándula suprarenal, los desarreglos de la presión arterial, las
afectaciones en los sistemas hormonales, autónomos y nerviosos, son algunos de
los síntomas de tales desequilibrios. De hecho, alteraciones semejantes también
afectan a ciertas poblaciones de animales que viven en o cerca de entornos
urbanos: aves afectadas por el esmog; mascotas encerradas en casas; cachorros
confinados en minúsculas peceras de vidrio; animales de consumo restringidos a
espacios estrechos (peces y mariscos), impedidos en su movilidad (vacas y
cerdos) e inyectados con hormonas (pollos).
Tras un recital de poesía,
una oyente se acercó y me habló sobre la urgencia de que los indígenas nos
orienten en una transición civilizatoria. Le preocupaba especialmente verlos
hacinados, como todos, en los buses de transporte público. Y me preguntaba cómo
creía que nos iban a ayudar con los tremendos problemas de transporte urbano.
Para sorpresa de mi interlocutora, le dije que soluciones más inmediatas sobre
el transporte público podían ser halladas en múltiples colectivos urbanos de la
ciudad, así como en países europeos de pasado colonialista como Holanda y
Dinamarca, en donde los sistemas de transporte masivo en bicicleta son
centrales, y no periféricos, además de encontrarse interconectados con otros
sistemas móviles como autos, buses y trenes.
Me pareció que, en este caso, como podría analizarse en tantos, es
angustioso esperar que los otros por definición externa, a quienes llamaron
salvajes, sean renombrados como salvadores. Para muchas de estas sociedades
industriales los nativos fueron primero el problema y ahora, ante la
desorientación sociocultural, son sujetos de nuevas cargas coloniales: nada más
ni menos que la de llevar en sus hombros gran parte del peso salvacional de la
naturaleza y del planeta mismo. Los estudios descoloniales han mostrado el
avanzado estado de desarticulación, impacto psicológico y explotación sobre
estos pueblos, incluso con la participación de muchos de sus miembros, tras
siglos de colonialismo (Tuhiwai 1999). Al tiempo que son numerosos los actos de
resiliencia, así como reales los saberes ecosistémicos vivos en muchos pueblos
indígenas, también es evidente que las desarticulaciones sociales, los
extractivismos locales y las luchas internas de poder son parte de la causa en
el aumento de sus migraciones a las ciudades, así como de las dificultades que
se presentan en muchos de sus territorios de origen (suicidio, alcoholismo,
pérdida de sentido).
El trabajo evidencial,
conceptual y narrativo realizado por numerosos estudiosos, artistas y
conversadores con sabedores en numerosas comunidades del mundo demuestra y
revela algunas motivaciones e inquietudes constantes en los encuentros con los
pueblos indígenas del mundo por parte de las audiencias e interlocutores en
países del paradigma civilización/cultura-ciudad-escritura/fonética que se
completa con la actual e indisoluble relación ciencia/tecnología. Muchas
personas a quienes no se ha preguntado sobre el paradigma en el que viven (pero
sí sobre el político que desea su voto) anhelan la recuperación de una
relacionalidad más dialógica y psicológicamente estable con lo que ha dado en
llamarse binariamente lo “no” humano (animales, plantas, montañas, ríos,
piedras, estrellas, etc.). Como se anhela tal reequilibrio, pacto antes que
impacto, se lo proyecta acríticamente sobre los otros racializados y
colonizados de ahora y otrora. Lo paradójico es que muchos de los otrificados
anhelan justamente lo contrario: un desasimiento de tales relacionalidades a
cambio del ideal de un mundo superior y benéfico de ciencia/tecnología y libre
mercado en donde pasamos de animales a dioses (Harari). Tal anhelo compartido
sin restricciones étnicas o nacionales ratifica el predominio generalizado de
la representación homogenizante, supuestamente neutra y hasta paliativa, del
mito de “la” ciencia y “la” tecnología.
Devorar o conseguir lo que
uno quiera, a la hora y en la estación del año que desee, sin restricciones
rituales, ni filtros socio-religiosos; moverse a antojo por un supuesto mundo
único y a voluntad individual; y alcanzar la promesa de la igualdad social; son
todos cantos de sirenas demasiado tentadores para personas provenientes de
comunidades tradicionales y en muchos casos no urbanas. Sin embargo, para
sorpresa de numerosos etnógrafos, los saberes tradicionales no siempre son conocidos
ni respetados por todos los miembros originarios de esos pueblos antes llamados
salvajes y primitivos ahora étnicos e indígenas. Las desarticulaciones
parciales de sus algunos de sus modos de vida, los fracasos o afianzamientos de
ciertas estructuras de poder, los influjos del colonialismo, la verticalidad de
ciertas jerarquías internas, los desplazamientos forzados y voluntarios son y
han sido factores que explican por qué muchas personas de tales orígenes no
están exentas de participar en las reflexiones y transiciones ontológicas
planteadas ante los retos del Antropoceno; en todo caso los impactos de estas
fuerzas destructoras, como se ha visto con la pandemia, son comunes a todos los
seres humanos aunque en diferentes escalas.
Para personas y sociedades
intervenidas por agentes coloniales, el poder de la palabra puede ser
descolonizante en la medida en que responde al borramiento y la sobreposición
nominal-material con anti-poiesis que buscan descrear la sujeción a partir de
nuevos nombres y prácticas. El poder de nombrar y renombrar es el de instaurar
y reinstaurar, y por extensión, el de crear y recrear. Mediante nuevos nombres,
y las prácticas que se derivan o de las que derivan, se proponen corregir,
reinventar y rehacer sus propias realidades, espacialidades, temporalidades.
Esto no significa que el solo acto de nombrar y renombrar garantice procesos
descoloniales o ecológicos, pero en muchos casos tales actos son el inicio,
marca diseño y concreción de acciones recohesionadoras y reorientadoras. Linda
Tuhiwai, intelectual maorí de Aotearoa, llamada Nueva Zelanda por los
colonizadores, afirma que nombrar es una de las más importantes metodologías
descolonizantes para los pueblos indígenas (157-158). En numerosas comunidades
del mundo la palabra posee una eficacia simbólica que se traduce en hechos
concretos como la curación de enfermedades y la propiciación de la caza y los
cultivos. A pesar de los logros técnicos y cuantitativos, nuestros actuales
lenguajes masivos se han empobrecido significativamente en la misma proporción
en que cada vez se han especializado, racionalizado y sistematizado más. Según
las pesquisas de Mithen sobre la infancia y la prehistoria, en la medida en que
los niños crecen, una de cuyas características es la adquisición del lenguaje,
se disminuyen las habilidades musicales y gestuales (197). Tal sería a mi modo
de ver una metáfora que podría servir para referirse a las adquisiciones y
pérdidas de nuestra especie en la medida en que nos hemos diferenciado de los
demás primates y animales. De acuerdo con Mithen, la creciente
desensitivización en el lenguaje sería en parte resultado de cambios graduales
en el comportamiento y la comunicación que se vienen presentando, según
análisis arqueológicos, desde hace más de 100.000 años. La milenaria transición
hacia un lenguaje composicional basado en palabras, y no en vocalizaciones y
gestos, se debió solo en parte a su mayor efectividad en la transmisión de
información. Las salidas de nuestros antepasados remotos de los bosques hacia
las sabanas del África debido a presiones demográficas y previos cambios
climáticos, entre otros factores, habrían motivado reconfiguraciones corporales
como el bipedalismo, desarrollado en parte para avizorar a potenciales
presas/depredadores, resultante además en la trascendental liberación de las manos,
así como en una mayor resonancia sonora de la laringe al ubicarse más abajo de
la garganta, a diferencia de los chimpancés (146). La dispersión de los grupos
humanos en espacios más abiertos y desprotegidos, en comparación con los
bosques, así como los nuevos retos de articulación social e, incluso, choque
con otros grupos, estimularon y complejizaron la comunicación oral y las
posteriores tecnologías escriturales.
Mithen sostiene que nuestro
lenguaje actual se derivó de uno previo que denomina “hmmm”, en tanto
holístico, manipulativo, multimodal, musical y mimético. Tal modo de
comunicación, algunas de cuyas características al parecer compartíamos hace
miles de años con otros homínidos, como los neandertales, derivaría de unos
antepasados en común que no se encontraban tan diferenciados de los demás
animales, lo cual no es necesariamente un rasgo de inferioridad teniendo en
cuenta que en los procesos evolutivos también hemos perdido múltiples
habilidades relacionadas con la comunicación y la interacción con la
naturaleza. Si bien es cierto que para Mithen la mente humana se basa en
múltiples inteligencias, o lo que denomina fluidez cognitiva (263), lo cual nos
diferencia de los demás animales, no debe sorprender que para este
prehistoriador sea necesario traer de vuelta el “hmmmm” (271). No se trata de
una idealización del hombre prehistórico, cuyas marcas y tecnologías define
como conservadoras. Tampoco se trata de una nostalgia del pasado, sino de
hallazgos clínicos sobre pacientes con afasia y amusia, así como de
experimentos y observaciones sobre el poder de la música y el movimiento en la
comunicación con bebés y entre parejas humanas, así como en manadas animales.
En tiempos inmemoriales el
hmmmm nos habría permitido expresarnos con mayor preeminencia mediante diversos
sistemas de comunicación gestual oral, fundamentados en cadencias, ritmos y
entonaciones articuladas y/o derivadas del movimiento corporal, la musicalidad
y la mimesis. Tal eficacia multimodal comunicativa se habría reducido considerablemente
por nuestra dependencia del lenguaje composicional. De allí en parte la postura
del historiador africano Yoro Fall de oponerse al concepto de literatura,
una de las expresiones gramaticales por excelencia del lenguaje composicional
escritural en el mundo de influencia “civilizada”. Ahora bien, en la vida real
esto no implica negar el lenguaje composicional o escritural, sino en lo
posible complementarlos, amplificarlos e impedir que nuestra comunicación se
empobrezca y sea cooptada. Como se reflexionó antes, y a modo de redondeo, es
de conocimiento general que la arqueología y la historia suelen coincidir en
que la lengua y el acto de escribir son rasgos fundamentales civilizatorios. No
es casual que la escritura privilegiada sea justamente la fonética, es decir,
la herramienta capaz de fijar la lengua. A su vez, tales gramáticas de la
composición y la fijación glotográfica se encuentran estrechamente ligadas al
desarrollo de los sistemas urbanísticos, la sujeción animal, la agricultura, el
control poblacional, la contabilidad comercial, y en suma, lo que suele
entenderse por desarrollo civilizatorio: pretensión de progreso acumulativo ad infinitum a partir de
clasificaciones, sujeciones y extracciones de lo que se denomina como
naturaleza: materia prima: recurso natural, etc.
El hmmm es un lenguaje más
próximo al de otros animales en tanto se basa en la capacidad de manipular el
comportamiento de otros (como al alertar a la manada sobre una presa) a la vez
que se basa en mímesis gestuales y comportamentales (como las que se reiteran
en los movimientos de manadas, los patrones de supervivencia y las
transmisiones sapienciales de padres a crías). Si bien es cierto que el hmmmm
no es en tal sentido idealizable, sobre todo en nuestras sociedades de masas,
el énfasis musical y rítmico de numerosas vocalizaciones animales (ballenas,
primates) habría sido mucho más protagónico en los orígenes y estadios previos
de nuestros lenguajes humanos. Para Mithen, algunas lenguas y poblaciones
humanas, “que todav
Consideraciones
finales
En los ambientes alterados y alterantes,
pandemizados o controlados por el miedo, en las inocultables crisis
civilizatorias que estamos presenciando hace varios siglos en mayor o menor
medida, en las evocaciones de lenguajes que buscan ir más allá de los discursos
cooptados, politizados, publicitados y desgastados, las personas se encuentran
de nuevo frente a la necesidad de renombrar el mundo en que viven y en el cual
se desea que vivan las siguientes generaciones. Aunque se trate de un mundo y
tierra que sangra (Abiayala) y de una clase de multi-tumor cuyas células
hipertrofiadas y con pretensiones de inmortalidad requieren atención
(Antropoceno), también es cierto que es necesario tanto analizar como proponer
panoramas amplios y esperanzadores, aunque no paliativos, como el de la Era Ecozoica,
los diseños de transición, las cosmopolíticas, las oralituras y las ontologías
relacionales. Es notorio que muchas de nuestras crisis comienzan por
manifestarse como crisis del lenguaje. Como el dadá de Alfred Jarry y los
artistas refugiados en Suiza ante la desgarradura inefable e irracional de la primera
guerra mundial. Como el lenguaje perdido que Artaud creyó reencontrar entre los
tarahumaras o rarámuris de la Sierra Madre Occidental en México (1984). Como el
hmmmm de Mithen al comparar los lenguajes de nuestra especie con los de otros
homínidos.
Aquí como antes, allá como
ahora, estas palabras que hablamos, y que nos hablan, nos permitirán sentir,
ver, pensar y actuar, si en verdad estamos dispuestos a quitarnos las máscaras
de los logos manipulativos, de los formatos y de las antipoiesis descreadoras.
Y así recuperar, o no perder al menos, las prosodias, las sensibilidades y las
gestualidades que son nuestras formas multimodales de comunicación cuando somos
bebés y nos encontramos desprotegidos a la vez que seguros de la protección
real de quienes nos aman aun sin
haber escuchado nunca semejante palabra tan inmensa y tan pequeña donada por la
cultura-naturaleza, y que como al bebé nos nombrará y formará en la medida en
que sepamos cultivarla en nosotros, y en las generaciones que vienen.
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Date of reception: 01/03/2020
Date of acceptance: 18/05/2020
Citation: Rocha, Miguel. “Hmmmm, Abia, Eco. Renombrar y renarrar desde el antropoceno y la era
ecozoica”, Revista
Letral, n.º 24, 2020, pp. 237-161. ISSN 1989-3302.
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