El Eros amenazado: cuerpos y territorios ganados en Un mundo huérfano de Giuseppe Caputo
The Threatened
Eros: Bodies and Territories Won in Un Mundo Huérfano by Giuseppe Caputo
Sergio
A. Mora Moreno
Universidad Santiago de Cali, sergio.mora00@usc.edu.co,
ORCID: 0000-0002-5175-2793
Jorge M. Sánchez Noguera
Universidad Santiago de Cali, jorge.sanchez02@usc.edu.co,
ORCID: 0000-0002-9931-7256
DOI: http://dx.doi.org/10.30827/RL.v0i24.11544
Este artículo indaga el lugar que se le otorga a los cuerpos
diversos y las luchas que estos enfrentan en Un mundo huérfano (2016) de Giuseppe Caputo. En la obra, se pone de
manifiesto un tropo que ha atravesado la historia de la literatura: la relación
entre Eros y Tánatos. Sin embargo, aquí la muerte no es producto del amor fatal
entre los amantes, sino que esta es infligida por quienes consideran que
ciertos cuerpos, el Eros que se produce entre estos, no son lícitos, por tanto,
deben ser borrados del territorio. La novela enuncia la orfandad y precariedad
en la que se encuentran los individuos que no solo están marginalizados por
romper la matriz patriarcal y heteronormativa, sino que se encuentran en los márgenes
de las ciudades. No obstante, el Eros, posibilita la creación de un territorio
propio, en el que estos cuerpos se resisten al poder soberano.
Palabras clave: Territorio; precariedad; Eros y
Tánatos; homoerotismo.
This article
investigates the place that is awarded to diverse bodies and the struggles that
these face in Giuseppe Caputo’s Un mundo huérfano (2016). In this work, we see a trope that is
present throughout the history of literature: the relationship between Eros and
Thanatos. Here, however, death is not a product of fatal love between lovers,
rather, it is inflicted by those who consider that certain bodies, the Eros
that is produced between them, are illicit, and they must, therefore, be erased
from the territory. The novel manifests the orphanhood and precariousness in
which individuals are found and who are not only marginalized for violating
patriarchal and heteronormative standards but are relegated to the city limits.
Nevertheless, the Eros enables the creation of a personal territory in which
these bodies resist sovereign rule.
Keywords: Territory; precariousness; Eros and Thanatos; homoeroticism.
Introducción
En la primera novela del escritor colombiano Giuseppe
Caputo (Barranquilla, 1982), Un mundo
huérfano (2016), asistimos a la construcción de un espacio ficcional en el
que sujetos diversos y marginales como gays, queers, transexuales, drag
queens, ancianos y ancianas solitarias habitan un
territorio precario en la periferia de una ciudad costera en, lo que se intuye,
puede ser el caribe colombiano. Allí, estos otros cuerpos, los cuales han sido
expulsados de la ciudad debido a la orfandad económica y social en la que se
encuentran, los lleva a habitar un territorio en el que apenas logran suplir
algunas de las necesidades básicas con gran dificultad. Sin embargo, la
condición de precariedad a la que están sujetos estos cuerpos no solo se debe a
los azares económicos que los han llevado hasta allí (como el caso del narrador
y su padre); esta también se halla atravesada por la sexualidad no normativa y
la forma de habitar y vivir el género de muchos de los habitantes y visitantes
de la zona.
Por lo anterior, muchos
de estos sujetos están amenazados por construir un Eros que trasgrede el
vínculo “natural” que une a los cuerpos desde una heterosexualidad impuesta,
junto a todo el sistema de valores que esta representa. Pero, al hablar de
Eros, de la pulsión de vida, así mismo no se puede olvidar la pulsión de muerte
(Tánatos), de destrucción, las cuales están estrechamente vinculadas. Sin
embargo, en la novela, si bien las dos pulsiones coexisten en los sujetos, la
pulsión de destrucción se manifiesta principalmente en aquellos individuos –que
en la narración se encuentran de manera tácita– que consideran que aquel Eros
transgresor es impúdico y, por lo tanto, no es lícito dentro del territorio,
por lo que estos sujetos deben ser eliminados.
En la obra, asistimos a
una masacre la cual tiene fines aleccionadores con los individuos que la
sobrevivan: el deseo, su expresión en la esfera pública, debe ser reprimido y
erradicado. Pero es allí donde el Eros que transgrede el vínculo sexual y
amoroso heteronormativo se presenta como una pulsión que logra cohesionar los
vínculos filiales y comunitarios, lo que permite que se configure un territorio
propio desde la multiplicidad de los sujetos que lo habitan. De esta manera, el
Eros, en la obra, se convierte en una pulsión de resistencia que busca que
estos cuerpos puedan hacerse una vida pública y un territorio desde su propia
diferencia, para lograr salir del lugar de precariedad que se les ha otorgado.
Por tanto, en un primer momento, plantearé cómo se desarrolla el Eros en la
novela; luego, discutiré cómo estos cuerpos son marginalizados y violentados
por un poder que los expulsa y los elimina debido al peligro que representan
para la “buena salud” del territorio para, por último, plantear cómo en la
novela el Eros, que es inicialmente amenazado, pasa a ser la única posibilidad
para reafirmar otras subjetividades dignas de hacerse un cuerpo otro y un
territorio propio.
La
construcción del Eros
La novela inicia en un lugar propicio para la pulsión
erótica: el bar de Luna, una drag queen que abrió una discoteca gay en aquel barrio
deprimido. Es a partir del roce de los cuerpos festivos al ritmo de la música,
erotizados por el contacto de los unos con los otros, que se desenvuelve la
historia a narrar: un hombre descubre que del cuello del narrador cuelga una
estrella de cartón, que hace las veces de dije, sostenida por una lana. Ese
gesto, simple y humilde, fue hecho por el padre del narrador como muestra de
amor en la peor crisis económica que ha sufrido su núcleo familiar, “[p]ara que
recuerdes, luz, que hay cariño” (Caputo 13). Así, este episodio presenta dos
caras del Eros en la novela. Por un lado, el Eros responde a las pulsiones
homoeróticas de los sujetos; en este caso, de un joven gay que, al parecer,
está aún descubriendo su sexualidad no normativa en medio de un ambiente
marginal. Por otro lado, está el eros filial, un eros inhibido, sin pasar por
el deseo sexual, que permite que se generen vínculos amorosos que posibilitan
la vida en esas condiciones de precariedad:
La Calle de las Luces
atravesaba la ciudad. Ahí estaban los parques iluminados y las casas como castillos.
Llamaron así a la calle por sus faroles, que eran comunes al inicio, abundantes
en el centro y distanciados al final, cada vez más distantes a medida que la
calle se acercaba a nuestro barrio. Iban apagándose los faroles, o quedándose
atrás, simplemente como evitando el margen o como si la calle fuera
entristeciéndose a medida que se acercaba a las zonas de nuestra casa (Caputo
11-12).
Sigmund Freud, en El malestar de la cultura, plantea cómo
Eros y Ananké (amor y necesidad) fueron fundamentales para que surgiera la vida
en comunidad. Freud señala que el Eros surge como una pulsión que buscaba, en
un primer momento, la satisfacción genital, pues los mayores placeres se
encuentran ligados a esta. Sin embargo, el Eros evolucionó hacia vínculos dados
por un amor inhibido, es decir, uniones entre los individuos que no buscan como
fin último la satisfacción sexual:
Aquel impulso amoroso que
instituyó la familia sigue ejerciendo su influencia en la cultura, tanto en su
forma primitiva, sin renuncia a la satisfacción sexual directa, como bajo su
transformación en un cariño coartado en su fin. En ambas variantes perpetúa su
función de unir entre sí a un número creciente de seres con intensidad mayor
que la lograda por el interés de la comunidad de trabajo (Freud 43).
Así pues, el Eros debe
ser comprendido en dos vías: la búsqueda de la satisfacción sexual, la cual
culturalmente se restringió a la unión monógama heterosexual, y los lazos libidinales
inhibidos, como las relaciones entre familiares y los lazos de amistad, las
cuales, necesariamente, también deben restringir la actividad sexual. En ese
sentido, el Eros es una pulsión que lleva al individuo hacia afuera, hacia el
objeto de deseo. Como lo señala Byung-Chul Han, “[e]l Eros arranca al sujeto de
sí mismo y lo conduce fuera, hacia el otro” (11).
La relación que se
establece en la novela entre el narrador y su padre deja entrever cómo se
configura el Eros inhibido, o al que llamamos “Eros filial” en la novela. Como
se señaló, para que pueda haber vínculo erótico, es necesario que el sujeto
salga de sí mismo para poder tener una experiencia del otro en su diferencia.
Si bien hay una identificación en el otro, en la que existe una afirmación del
ser, es necesario salir de sí mismo para que se dé el encuentro.
Por ejemplo, cuando el
narrador recuerda cómo iniciaron los problemas económicos, antes de tomar la
decisión de mudarse al barrio al final de La Calle de las Luces, narra que, al
no tener dinero para decorar la casa, usaban un proyector de videos y filminas
para apoderarse del vacío de un espacio cada vez más desprovisto de objetos.
Ese proyector, que estaba incrustado al techo, pasaba imágenes de ambos, a las
que hacían referencia en sus discusiones o en sus encuentros:
En ocasiones, la sucesión
de imágenes coincidía con nuestro sitio en la sala, y las fotos, entonces,
quedaban por un momento proyectadas en nuestro cuerpo: así, el rostro de mi
padre, su cuerpo, quedaba en mi rostro (segundos) y en mi pecho, y mi cara en
la suya (segundos), mi cuerpo en el suyo, el uno sobre el otro, el uno sobre el
otro, mi padre en mí y yo en él, un segundo, sobre mí, sobre él, un segundo, el
uno sobre el otro, el uno sobre el otro (Caputo 50).
Esta imagen, que se
construye de un cuerpo superpuesto a otro, ilustra el Eros filial en la novela,
tanto padre e hijo se proyectan el uno sobre el otro; salen de sí mismos al
encuentro con la otredad. Además, que la imagen del hijo se proyecte sobre el
padre y viceversa da cuenta sobre el tipo de relación que se construye en el
relato. Esta no solamente se desarrolla desde la relación que comúnmente se da
entre padre e hijo, sino que en la novela el vínculo entre ambos deviene en una
inversión de roles: el hijo se convierte en el padre de su propio papá.
La inversión se da debido
a la situación de precariedad a la que se ven enfrentados. El padre, quien
tiene el lugar histórico de proveer el sustento a la familia, no puede
continuar supliendo esta necesidad. Esta situación lleva a que el padre enferme
y se deprima: “Convivíamos todos en la sala –los hombres que fue mi padre, los
hijos que fui, Papi, yo– y podía ser doloroso verlo a él radiante en la pared
[…] y en la sala, sin embargo, con la cabeza gacha” (Caputo 49). El hijo es
consciente del rol que se le ha entregado y el Eros también se modifica: ambos
son protectores el uno del otro, cada uno se vuelve el ancla del otro ante un
mundo que les arrebata lo poco que tienen, que los deja en la orfandad. Sin
embargo, como se explicará más adelante, es este Eros el que permite crear y
configurar un nuevo lugar desde la resistencia que se gesta en el vínculo
filial.
Si bien hay una
transgresión en el Eros filial en el orden de la relación padre-hijo, el Eros
de los cuerpos (en términos de Bataille) es el que desestabiliza el orden
“natural”. La obra se configura desde otros cuerpos que viven el género y la
sexualidad de manera disidente: no solo hay una drag queen como Luna, sino que quien
atiende el bar “El Baboso”, en el que se reúne la comunidad, es un personaje queer: Ramón-Ramona, de quien nadie
tiene certeza sobre su sexo. Sin embargo, la actividad erótica, es decir, las
prácticas sexuales que se narran en la obra, se dan
desde la experiencia del narrador, quien explora su deseo sexual desde su
individualidad y, también, desde la comunidad homosexual a la que pertenece.
En esta medida, como lo
señala Freud, la cultura restringió el Eros a la práctica
heterosexual-monógama:
La cultura actual nos da
claramente a entender que sólo está dispuesta a tolerar las relaciones sexuales
basadas en la unión única e indisoluble entre un hombre y una mujer, sin
admitir la sexualidad como fuente de placer en sí, aceptándola tan sólo como
instrumento de reproducción humana que hasta ahora no ha podido ser sustituido
(46).
El deseo homosexual u
otras prácticas que se han visto como perversiones han sido expulsadas de la
esfera pública. Es por esto que dicha comunidad ha
creado espacios en los que el Eros pueda ser vivenciado, como bares, saunas,
cabinas, entre otros.
En la obra, el narrador
transita por algunos de estos espacios, tanto físicos como virtuales, en el
capítulo “La ruleta”. En este, el narrador habita dos espacios y dos momentos
distintos que están marcados por el antes y después de la masacre de
homosexuales y queers que vivían y
transitaban por el bar de Luna. Un primer escenario físico que se describe es
una sauna gay: “Vapores”. Allí, el narrador llega después de que su padre le ha
contado que deben mudarse al barrio al final de la Calle de los Faroles. El otro
espacio que descubre el narrador es virtual, “La ruleta”, una página web en la
que puede desplegar su deseo sexual, pues, después de la masacre, el miedo a
ser y tomarse la calle está más latente que nunca.
En “Vapores”, el
narrador, que parece ser la primera vez que visita uno de estos sitios, se
percata de cómo es la dinámica del lugar: un gran laberinto en el que los
hombres se pierden entre su deseo. La primera escena con la que se encuentra es
un hombre que rechaza las caricias de otro, pero, en cuestión de dar unos
pasos, acepta las de otro. Sin embargo, el rechazado se une a la escena a
través de la mirada: los observa masturbarse, él se une masturbándose mientras
los mira:
Yo los miraba, y los
miraba a él mirarlos; me veía en ellos y en él. Y entendí, pues los códigos del
sitio: estábamos en un laberinto, y los hombres adentro éramos puertas, paredes
o espejos. Caminos, todos, en sí mismo. Túneles, en fin: túneles (Caputo 57).
El espacio, aquí, como lo
señala el narrador, se construye a través de los cuerpos, es decir, del deseo
que transita a través de los cuerpos constitutivos de este territorio que se
escapa a las restricciones al Eros. Así, los espacios que edifica una comunidad
que se reconoce a sí misma como gay, desde las prácticas sexuales, son también
lugares de resistencia y de identificación con otro que es igual a sí mismo:
Vi a un hombre: estaba a contra luz y me gustó su figura. Caminé hacia él, decidido a
hablarle, o mirarlo, quizás, de frente, en busca de que pasaba algo. Él también
caminó en mi dirección, cauto, al principio, como despegando sus pies del piso.
[…] cada vez más cerca, ambos, más cerca, cerca, hasta que…Un espejo (Caputo
73).
Según Freud, la pulsión
erótica se genera por un objeto externo, es decir, que requiere que el sujeto
salga de sí mismo hacia el encuentro con la otredad. Byung-Chul Han, quien
retoma la discusión planteada por Bataille[1], señala:
“Eros hace posible una experiencia del otro en su alteridad, que saca al uno de
su infierno narcisista. El Eros pone en marcha un voluntario desreconocimiento
de sí mismo, un voluntario vaciamiento de sí mismo” (12). Es decir, que para
que exista Eros se debe vaciar al ser de su mismidad, de su estado de
discontinuidad[2].
En “La Ruleta”, se da la
posibilidad de pasar de un cuerpo a otro; allí asistimos a un consumo de los
cuerpos a través de la pantalla: se pasa de un hombre a otro hombre, de fragmentos
de cuerpos (penes, anos, torsos, rostros) dispuestos para la reconstrucción del
deseo de quien está al otro lado del monitor. El espacio virtual se proyecta
como un lugar en el que, si bien hay un contacto con el otro, y se despliega un
juego erótico con este (al igual que en la sauna), hay un Eros que se repliega
sobre sí mismo:
Le hago una foto –a él, a
la escena, que me incluye– y la guardo enseguida en mi colección: queda ahí con
los demás pantallazos. Me escribe: “Culo, Muéstralo”, y vuelvo a complacerlo.
En el recuadro me busco todo el tiempo: salgo recostado, abierto de piernas. A
veces parezco incómodo, o inseguro, y a veces, lleno de mí (Caputo 71).
Así, estos dos episodios
que están intercalados entre sí dan cuenta de una actividad homoerótica que
transgrede el orden impuesto entre sexo-género-deseo, además de configurar un
espacio para que el deseo pueda ser vivido sin restricciones ni reacciones punitivas
por parte de quienes participan de la actividad erótica, muestran una
particularidad en la forma en que el deseo se da: este se vuelca sobre sí, se
convierte en un deseo por la mismidad.
Al seguir la discusión
que propone Bataille y que retoma Han, se podría decir que allí, en el momento
en el que Eros se repliega en quien desea, este se anula, pues ya no hay un
encuentro con la otredad, no se da una ruptura de la discontinuidad, sino que
hay una afirmación de sí mismo; ya no hay Eros, sino consumo de otros cuerpos,
dinámica propia de una época netamente neoliberal. Sin embargo, esta afirmación
del uno a partir del salir hacia otro que es objeto de deseo, para volver sobre
sí mismo, permite que los sujetos diversos se afirmen en su deseo que les ha sido
vedado por el patriarcado y la matriz heterosexual. En esa medida, esa
afirmación del yo como sujeto que desea uno que puede ser similar a sí mismo
(homoerotismo), se podría plantear como necesario para poder comprender la
transgresión que implica desear a alguien del mismo sexo y, también, para
irrumpir en la función “natural” del Eros: la unión para la reproducción. Tanto
en la sauna como en La Ruleta, asistimos a un exceso de Eros, a un desborde del
placer sexual que se da con el encuentro virtual y físico con múltiples sujetos
en los que el único fin es el placer mismo.
De esta manera, el Eros
de los cuerpos, un Eros propiamente homosexual, rompe con límites impuestos al
deseo, por lo que la actividad sexual que no persigue la monogamia y cuyo único
fin en sí mismo es la consecución del placer, se convierte en un acto de
resistencia al hacerse un cuerpo por fuera de la norma heterosexual, al luchar
y construir un espacio en el que el deseo puede vivirse libremente, sin
castigo, ni vergüenza, ni censura, de afirmación propia al encontrarse en su
mismidad como sujeto deseante.
También, en esa
afirmación de sí que se realiza entre ese flujo de encuentros con otros, el
cuerpo se abre y se significa, se piensa a sí mismo y se escribe. Como lo
plantea Julieta Yelin, en novelas contemporáneas donde el cuerpo no es una
superficie en la que se inscribe el mundo, sino que es desde donde el mundo se
ve y cobra sentido, el cuerpo que se escribe y se hace en su devenir, en su
deseo, en su carácter perecedero rompe con la dualidad cartesiana entre mente y
cuerpo. De esta manera, el cuerpo que se escribe permite ver los procesos por
los que la vida se piensa sí misma, se autoafirma, se convierte en una
forma-de-vida: “Un espacio que se abre por el lenguaje y en el lenguaje.
Escribir el cuerpo es, en estas ficciones, explorar el mundo desde la
perspectiva imaginaria de una forma-de-vida” (Yelin 100). Así, las pulsiones
eróticas y demás afectos corpóreos no solo configuran la vida nuda; estos
generan sentido, crean una voz, una subjetividad.
El Eros
amenazado
Antes de que el narrador ingresara a La Ruleta, como se
mencionó, en el barrio se cometió una masacre de la comunidad que frecuentaba
la zona de los bares, en los que se incluía el bar de Luna. La masacre fue selectiva:
fue dirigida contra los hombres homosexuales que se encontraban bailando en los
espacios construidos por ellos, para ellos:
[…] estos muertos estaban intervenidos para parecer mujeres: les
pusieron piedras en el pecho, como senos; les cercenaron la verga. […] Al
final, los penetrados: en ese estar sin estar, parecían esculturas, estos
cuerpos insertados a una estaca. Unos, debajo, estaban en cuatro, dispuestos en
círculos, como si cada uno estuviera dentro de otro. Más lejos, la rama de un
árbol –el propio árbol– violaba a un cuerpo para siempre. ‘Sigan bailando,
mariposas’. Habían escrito con sangre (Caputo 42-43).
No es fortuito que la masacre ocurriera precisamente en el
territorio que –como se explicó en el apartado anterior– fue ganado desde el
Eros que transgrede el mandato heterosexual. De esta manera, lo que se busca
eliminar no es solo un cuerpo que incomoda y cuestiona la “normalidad”
impuesta, sino que es el deseo que atraviesa y mueve a esos cuerpos, que se
manifiesta de manera pública, lo que se considera una amenaza para la “buena
salud” del territorio y de la población, por lo que se hace necesario inmunizar, en términos de Esposito[3],
a la comunidad para que no se contamine de esa presencia extraña que corrompe
al cuerpo social desde unas prácticas eróticas históricamente prohibidas. En
ese sentido, el territorio también está en disputa, pues es visto como un
espacio cerrado, que solo le pertenece a una mayoría hegemónica en el que es
impensable que exista una multiplicidad de presencias que se lo apropien y
reconfiguren.
Es importante mencionar, como lo señala Agamben, que, en el
mundo moderno, la vida misma –la zoé– está en el
centro de todos los procedimientos políticos. La regulación y el cuidado de la
vida nuda, de su entidad biológica, depende del poder soberano o de quienes lo
usurpen y ostenten en un territorio determinado. En la novela, si bien no se
señala directamente quién cometió la masacre, se puede inferir que puede ser un
grupo al margen de la ley que controla el territorio. Sin embargo, lo que sí es
explícito es la intervención de la policía en la escena del crimen, quienes se
encargan de limpiar el lugar de los cadáveres. Allí, los cuerpos, al ser
reconocidos y señalados como homosexuales, pierden su valor, se precarizan: son
vidas que, al haberse construido desde los márgenes, pierden su humanidad.
Cuando el narrador, al no tener que comer, decide salir a la calle, se acerca
al lugar de la masacre con temor, donde están los policías levantando los
cuerpos:
Hay cintas rojas y amarillas que anuncian peligro: “cuidado, no
pase”. […] “¿Se van a llevar los cuerpos?” –Quieto –grita y camina hacia mí– “¿Qué
está haciendo?” […] El primer policía me agarra el mentón y me examina; acerca
la cara para seguirme observando. Fingiendo interés, pregunta –al otro, al
aire–: “¿Y cómo es que a éste lo dejaron vivo?”. Un silencio. Después, sus
carcajadas (Caputo 102).
En una sociedad como la colombiana, la cual históricamente ha
estado atravesada por el conflicto armado, la población disidente ha estado en
condición de vulnerabilidad, no solo por los grupos al margen de la ley, sino
por el mismo poder estatal que se descompone, que ha abandonado ciertos
territorios o ha auspiciado violencia hacia la población que no entra dentro
del proyecto de nación que se ha construido ideológicamente. En ese sentido, la
obra pone de manifiesto cómo el poder estatal, representado por la policía como
fuerza pública, no garantiza la seguridad ni las condiciones mínimas para que
ciertos individuos tengan plenas garantías sobre su derecho a vivir en paz[4].
Así, según Butler, hay poblaciones que, debido a sus condiciones étnicas,
sexuales o ideológicas, se las induce a un estado de precaridad[5];
es decir, tienen una mayor posibilidad de ser violentados, desplazados y caer
en cinturones de miseria sin la debida protección por parte del Estado.
Los cadáveres dispuestos en la calle,
como muestra del castigo ejemplarizante a los sobrevivientes, por un lado, dan
cuenta del porqué de la masacre, del repudio a toda relación que se establezca
por un Eros que desafíe la productividad, orden y moral que ostentan las
uniones heterosexuales; por otro lado, dan cuenta de cómo el duelo individual y
de la comunidad también es objeto del poder:
–Ya está lleno –grita el
conductor–. ¿Cuánto más falta?
–Todo eso, mire –responde
el policía, y señala una calle muerta, negra, con la boca.
Un ruido, entonces. De
tuercas de fábrica. Como compuertas abriéndose.
–¡Eso! –grita otro–.
Comprima, comprima.
El conductor alza el
pulgar; lo muestra, sonriente, por la ventana del camión (Caputo 149).
Así, como lo afirma Butler, el duelo
es objeto de control por parte del poder soberano. Es decir que los afectos,
las agencias que los sujetos crean, son condicionados y redireccionados
por aquellos que ostentan el poder, pues aquellas vidas que no merecen ser
lloradas pierden su valor, al no ser merecedoras de duelo, no fueron del todo
una vida:
“Hay una vida que nunca habrá sido
vivida”, que no es mantenida por ninguna consideración, por ningún testimonio,
que no será llorada cuando se pierda la aprehensión de la capacidad de ser
llorada precede y hace posible la aprehensión de la vida precaria. Dicha
capacidad precede y hace posible la aprehensión de la vida precaria. Dicha
capacidad precede y hace posible la aprehensión del ser vivo en cuanto vivo,
expuesto a la no-vida desde el principio (Butler 32-33).
La sonrisa del conductor que recoge
los cuerpos, las burlas de los policías hacia el narrador al darse cuenta de
que es un hombre gay que se salvó de ser asesinado, o el reproche a
Ramón-Ramona por estar allí presenciando el levantamiento de los cuerpos
condiciona las posibilidades de la comunidad para hacer un duelo de aquellos
que ya no están, de las vidas que se perdieron y que aún en la muerte se siguen
precarizando.
Es tal el control, que la población presente es amedrentada una vez más: “‘Váyanse.
No estén buscando problemas’. Y otro, más lejos ‘Dígales que, a la cuenta de
tres, saco el arma. Dígales eso’. La gente los abuchea” (Caputo 13).
Al controlar el dolor, no solo se le resta humanidad a
esa vida que se fue, sino que el resto de la población, una vez más, se ve
envuelta en el miedo, en el silencio que la masacre impuso. Entonces, si el
duelo es controlado por el poder estatal, los afectos también y, en esa medida,
la posibilidad de recordar, de mantener una memoria colectiva sobre lo
ocurrido, se imposibilita, lo que permite que se imponga ese orden que se desea
instaurar. Como lo señaló el padre del narrador: “Los cuerpos. Han debido
dejarlos ahí. Para acordarnos de ellos” (Caputo 175).
En este episodio, Eros y
Tánatos están estrechamente vinculados. Por un lado, el instinto de destrucción
se evidencia en quienes cometieron la masacre. Volviendo a Freud, quien señala
que el instinto de destrucción por fuera de los propósitos sexuales “aun en la más ciega furia
destructiva, no se puede dejar de reconocer que su satisfacción se acompaña de
extraordinario placer narcisista, pues ofrece al yo la realización de sus más
arcaicos deseos de omnipotencia” (62), tanto los victimarios como la policía
buscan imponer un orden a través de la violencia, de desestabilizar la unión de
una comunidad que se erige desde un Eros libidinal inhibido que mantiene
vínculos más allá de la necesidad de estar en una comunidad, o la productividad
propia de una sociedad de trabajo. Por otro lado, al narrador también lo invade
el instinto de destrucción:
Cuando estoy en estado de odio, me extingo y me
amplifico. Primero siento que la violencia que recibo borra el tiempo previo y
cualquier futuro. Lo único que hay es presente y el presente es solamente esa
violencia. […] Me vacío, entonces, y el odio que me dirigen se convierte en el
odio que soy. Me amplifico: deseo el mal, quiero –puedo– matar (Caputo 107).
Como bien lo
dice el narrador, la violencia borra el tiempo, todo se hace presente, el
instinto de muerte lo vuelca al otro, al deseo de destrucción que lo ocupa
todo. Sin embargo, es el Eros, en este caso, el Eros filial que le devuelve el
tiempo al narrador: su padre, quien sale a buscarlo pues está preocupado por la
seguridad de su hijo después de la masacre, se encuentra en peligro al sufrir
una caída después de las amenazas de la policía para que abandonara el lugar:
“Empezamos a caminar, despacio; y mientras hablan y se entristecen y lamentan
la muerte de tantos –“¡Tantos!”, dicen, “¡y tan jóvenes!”–, abrazo a mi padre.
Me acuesto en su hombro, caminamos: lo escucho respirar, moverse” (Caputo 156).
El instinto de destrucción, entonces, es aplacado por el
Eros, sobre todo, por el temor a la pérdida del amor, en este caso, de perder a
su padre. Así, el actuar mal (violentar y destruir), se cohíbe debido al temor
de esa pérdida. A pesar de que Eros y Tánatos están vinculados, para que una
comunidad pueda mantenerse a sí misma, para que esta sea sostenible, la lucha
entre estos dos instintos se da, pero es necesario que Eros se superponga a la
muerte, pues “[e]sta lucha es, en suma, el contenido
esencial de la misma, y por ello la evolución cultural puede ser definida
brevemente como la lucha de la especie humana por la vida” (Freud 63).
En estos episodios de la obra, en los que se intercala
la narración del levantamiento de los cuerpos después de la masacre con la
historia de la llegada del narrador y su padre al barrio y las relaciones que
establecen con los habitantes de ese lugar, como Olguita (quien encuentra en
estos dos personajes un refugio que le da sostén en medio de la soledad y
debilidad física en la que se encuentra), los vínculos que se establecen entre
la comunidad son los que permiten que exista un foco de resistencia frente a
las condiciones de precariedad, violencia y represión que viven en la zona. Es
más, esa narración intercalada da cuenta de un momento previo a la masacre: una
pelea en El Baboso. Si bien hay disputas entre la misma comunidad, esta misma,
a través de los vínculos que ha forjado, logra salir del estado de violencia y
se reafirma en su sentido de comunidad. Una vez más, las tensiones entre Eros y
Tánatos están presentes durante la narración; sin embargo, es el Eros, los
vínculos forjados, el que se hace paso en medio del hambre, de la pobreza, del
olvido y la muerte.
El
territorio ganado
En el capítulo “Versiones de la
noche”, la narración vuelve de nuevo a El Baboso y al bar de Luna. El Baboso,
por su parte, es el lugar donde se gesta la mayoría de los vínculos que se
establecen entre los sujetos que habitan esa zona deprimida: ancianos y
ancianas, mujeres y hombres solitarios se reúnen en medio del alcohol, los shows eróticos de Briseida y la calidez y enigma que
representa Ramón-Ramona. El bar de Luna, en cambio, es un sitio que frecuenta,
en su mayoría, hombres homosexuales. Este lugar, en especial, es el que desafía
el mandato heterosexual: allí no solo los hombres se reúnen a bailar; Luna
dispone el sitio para que sea un espacio de trasgresión, en el que públicamente
se pueda dar rienda suelta al homoerotismo:
Entonces, Luna, invisible, se dejó
oír: “Esta noche no se va nadie de acá sin que toque un verga”. (…) Lanzaron
luces sobre los hombres y oscuridad sobre el resto: durante segundos existieron
sólo ellos, bailando –las manos en la nuca, la cintura en movimiento–, y
bailando, sudados, mientras se seguían moviendo, tirando con el aire, o con lo
oscuro: tirando con la noche –tirando con la noche–, y la noche éramos el
resto” (Caputo 168).
Antes de que se produjera la
masacre, el bar de Luna ya estaba bajo la mira del poder estatal, una vez más,
representado por la fuerza policiaca:
[…]iban policías a
inspeccionar –vigilar, como ellos mismos decían– los andares del sitio. Se la
pasaban cerrándolo –a veces no dejaban abrir las puertas semanas enteras–,
diciendo que Luna –el lugar, la persona– violaba ciertos códigos (Caputo 171).
Tanto las subjetividades
disidentes, no binarias, como los espacios creados por estos resultan
incómodos, pues cuestionan los vínculos “naturales” y el lugar y función que se
les ha dado en el espacio común. Por tal motivo, actos como cerrar
constantemente el bar y la masacre posibilitan que no solo se eliminen y
amedrenten a esos otros, sino que, a través de la intimidación, de
imposibilitar el uso del espacio, se busca abolir toda posibilidad de otras
agencias políticas que buscan darles un lugar a los cuerpos que encarnan la
diferencia.
En ese sentido, el Eros,
tanto filial como sexual que se crea, circula y cohesiona a la comunidad,
permite que un lugar deprimido como La calle de las Luces logre configurarse
como un territorio en el que la diferencia pueda ser y estar. Massey plantea
que el espacio debe repensarse desde las diversas entidades que lo conforman,
desde las relaciones que estas establecen:
[E]l espacio es la esfera de
la posibilidad de la existencia de la multiplicidad; es la esfera en la que
coexisten distintas trayectorias, la que hace posible la existencia de más de
una voz. Sin espacio, no hay multiplicidad; sin multiplicidad, no hay espacio.
Si el espacio es en efecto producto de interrelaciones, entonces debe ser una
cualidad de la existencia de la pluralidad. La multiplicidad y el espacio son co-constitutivos (105).
Entonces, al ser el espacio una
condición para la existencia de la multiplicidad, a su vez se edifica desde la
diversidad de subjetividades que lo habitan, lo construyen y significan. Por
tanto, La Calle de las Luces como territorio cobra valor en la obra desde las
interrelaciones que se establecen en la comunidad, las cuales pasan por lugares
como El Baboso o el bar de Luna como espacios que reúnen a la comunidad.
Sin embargo, este territorio se le
negó a la comunidad desde el poder estatal y paramilitar con el constante
hostigamiento por parte de la policía y la masacre. Si se niega el territorio,
siguiendo lo propuesto por Massey, se cierra la posibilidad de lo político, de
que allí habiten, se erijan otros cuerpos, se enuncien y vivan nuevas
posibilidades de ser, puesto que el territorio también constituye las
subjetividades, las potencializa, les da un lugar y función en lo común, les
permite autodeterminarse como individuos y comunidad.
Una vez llegó la masacre, la
Calle de las Luces se llenó de oscuridad: las calles estaban desiertas y los
bares cerraron. El miedo, el hambre y horror se apoderaron del territorio.
Pero, con el paso del tiempo, luego de que se instalara una feria en las
inmediaciones de la zona, la comunidad vuelve a la calle: hay un retorno al
espacio negado, una reapropiación del lugar que se tomó la violencia:
En la Plaza de la Masacre, un
hombre en bicicleta reparte flores. Hay burbujas en el aire y luces de colores
tiñendo el cielo: de morado pasa a azul, y de azul a rojo, y a verde, a
amarillo. Hay parlantes en los postes y faroles: la música; sin embargo, no ha
empezado a sonar. (…) Recibo una flor. La huelo, contento de estar aquí (Caputo
181).
De esta manera, el territorio
no debe pensarse simplemente como un espacio donde reposan los entes, sino que
este, al ser también objeto de disputa, está en constante proceso de
construcción. La multiplicidad de sujetos se reafirma, se celebra, los sujetos se
unen dentro de este territorio ganado:
En la plaza, la multitud se
ha vuelto un río que desemboca en la luna: las personas entran por la puerta
que separa y conecta a la calle con la pista, y al hacerlo –como antes, como
siempre, la luna se vuelve a su mitad. El río fluye, aunque lento. Yo soy parte
de ese río (Caputo 91).
Al apropiarse del espacio
público, los sujetos se hacen políticos desde sus singularidades, a la vez que
se reconocen como parte de una colectividad, de ese río que fluye lentamente,
como dice el narrador.
La calle, el espacio público,
se une con un espacio construido para una comunidad específica, como el bar de
Luna: una amalgama de espacios que legitima la posibilidad de ser otros
públicamente sin miedo a ser cercenado del cuerpo social. Además, el espacio se
muestra abierto, inacabado, en palabras de Massey: “la espacialidad es también
una fuente para la producción de nuevas trayectorias, nuevas historias. Es una
fuente de producción de espacio nuevos, identidades nuevas, relaciones y
diferencias nuevas” (121).
Si el espacio es producto de
las interrelaciones entre los sujetos, es debido al Eros filial, a las
relaciones que se establecen dentro de esa comunidad, pero, como se ve en la
reapertura del bar, es también debido al Eros con fines sexuales que una
comunidad como la homosexual, la cual fue violentada, logra hacerse un lugar
propio que les permite ser y estar: “la fiesta se prende, el narrador conoce un
hombre, lo corteja, se besan. Hay jaulas con hombres semidesnudos, estas se
abren: “¡Vuelen!”, grita Luna. “Vuelen, vuelen… ¡mariposas!” (Caputo 192). El
sujeto deseante, una vez más, sale al encuentro de uno que es igual a sí mismo,
al encuentro con la mismidad para reafirmarse dentro de ese Eros que le ha sido
prohibido. A su vez, al estar en presencia de otros que están expresando el
mismo deseo, no solo se configuran diversas subjetividades, sino que estas
también logran reafirmarse como comunidad que se hace a un territorio ganado
que los congrega.
Al recuperar el espacio, se
gesta un acto de resistencia frente a los actos de violencia que buscaron
borrar y aleccionar a la comunidad:
Durante mucho tiempo
permaneció la amenaza en el muro –‘sigan bailando, mariposas’–,
como un monumento a los muertos, quizás, o como una forma de no tentar más a
los asesinos: nadie se atrevía a quitarla. (…) En lugar de la amenaza había
ahora una placa que decía: “En memoria nuestra (Caputo 198).
De esta manera, la
colectividad se adueña de su propio relato, de su memoria colectiva. Al
apropiarse del insulto –como lo hace Luna con la palabra “mariposa”– y al hacer
ese palimpsesto en el muro donde reposaba la amenaza, no se borra la historia,
sino que se genera un despertar de la conciencia colectiva, de la memoria, que
se resiste a través del Eros que logra configurar un espacio desde y para sí
mismos. Es por esto que es importante señalar que –según la discusión planteada
por Horacio Legras en relación al debate sobre el concepto de biopolítica y su
ejemplificación en la obra de José María Arguedas–, las resistencias de la
comunidad en una obra como esta no solo buscan preservar la vida (lo cual sería
pensar la política como biopolítica en el término más estricto), sino que, ante
todo, es una forma-de-vida lo que se quiere salvaguardar, lo que cohesiona e
identifica los individuos de un comunidad.
Conclusiones
Luego de hacer un análisis de la obra
a la luz del Eros, tanto sexual como filial –o libidinal inhibido–, se pudo ver
cómo estos vínculos son los que permiten que se den agencias entre los sujetos
excluidos y diversos para resistir a las condiciones de precariedad a las que
se les ha inducido. La comunidad, las relaciones que se establecen entre ellos,
el vínculo entre el padre y el narrador dan cuenta de la posibilidad de
construir relaciones en un espacio que se apropia y se configura a partir de
las interrelaciones que se establecen. Así mismo, esas diversas subjetividades
que habitan el territorio son posibles debido a las interrelaciones que se
crean con el espacio, por lo que, al negarle espacio a la comunidad, se busca
eliminar la posibilidad de otras existencias.
También, la actividad erótica
de la comunidad gay presente en la obra muestra cómo el sexo que desafía la
matriz heteropatriarcal, el cual es visto por el Estado y el poder al margen de
la ley como una amenaza contra la buena salud del territorio, se convierte en
la posibilidad de hacerse un espacio propio que trasgreda y desafíe la
violencia (las técnicas del biopoder), que intenta acallar esos otros cuerpos,
lo que posibilita que aparezcan, se creen y resistan otras subjetividades que
se vieron amenazadas debido al Eros que fundan.
Es por eso que,
desde el Eros, desde el deseo en el que se escriben y se piensan los cuerpos,
no solo se da un lugar a una conciencia sobre el cuerpo, sino que esta
literatura pone al cuerpo como un lente para comprender los límites, los afectos,
las agencias que surgen del cuerpo propio, de su encuentro con otros y con el
mundo. El cuerpo, por tanto, su escritura como un espacio que se abre en su
construcción lingüística nos muestra cómo desde los afectos se constituyen y se
entienden diversas formas-de-vida que surgen desde la vida nuda, desde la zoé. En esa
medida, el cuerpo, como lo propone Yelin, si bien es un campo de batalla
biopolítico, desde su escritura, desde su pensarse a sí mismo, posibilita
repensar la distinción de bíos/zoé. Así, “lo humano se muestr[a]
como efecto precario del lenguaje, la literatura latinoamericana reciente
interviene activamente en la discusión filosófico-política actual acerca del
estatuto de lo viviente” (Yelin 111), por lo que las escrituras del cuerpo
también deben ser pensadas como una herramienta transformadora para repensar lo
que es constitutivo de la vida.
Esta mirada permite revisar
la literatura contemporánea cuya lente es el cuerpo, especialmente el cuerpo queer. Desde esas obras, como La mucama de Omicunlé, de Rita Indiana,
o Las malas de Camila Sosa Villada,
el cuerpo que se escribe no solo piensa las técnicas del biopoder, las formas
de disciplinamiento, sino los límites del cuerpo, su relación y crítica a la
economía política, y sus posibilidades de hacerse otras subjetividades por
fuera de la normalidad impuesta.
Para concluir, Un mundo huérfano propone formas de
comprender cómo la literatura aborda, desde su función estética, la posibilidad
de enunciar y visibilizar esos otros que se silencian, que se olvidan, que son
víctimas de violencia estructural que busca borrarlos del territorio y de la
historia. Así, la obra de Caputo evidencia las relaciones entre estética y
política en el siglo XXI, la autonomía del arte frente a su potencial crítico,
para repensar el lugar que ocupa la literatura en la repartición de lo
sensible. Como lo señala Rancière:
Las artes no prestan nunca a las empresas de la
dominación o de la emancipación más que lo que ellas pueden prestarles, es
decir, simplemente lo que tienen en común con ellas: posiciones y movimientos
de cuerpos, funciones de la palabra, reparticiones de lo visible y de lo
invisible. Y la autonomía de la que ellas pueden gozar o la subversión que
ellas pueden atribuirse, descansan sobre la misma base (19).
De esta manera, al enunciar la obra esos cuerpos que se
reconocen como distintos, al mostrar cómo se precarizan en medio del abandono
estatal, vuelca la mirada al lector y posibilita que lo crítico surja, pues al
poner la mirada sobre los diversos sujetos que son marginalizados, logra
generar conciencia sobre los diferentes mecanismos de opresión de que son
víctimas las personas que no hacen parte de un proyecto de nación
homogeneizador. Por lo tanto, se hace posible pensar el potencial político y
transformador de la literatura en sociedades que, si bien se autodenominan como
democráticas, debido a las dinámicas del mercado y del poder que lo rodea,
olvidan y eliminan a todo aquel que resulta incómodo para el proyecto que se
pretende edificar.
Referencias bibliográficas
Agamben, Giorgio. Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida
I. Valencia, Pre-Textos, 2010.
Bataille, Georges. El erotismo. Barcelona, Tusquets, 2007.
Butler, Judith. Marcos de guerra. Las vidas lloradas.
Bogotá, Paidós, 2017.
Caputo, Giuseppe. Un mundo huérfano. Bogotá, Penguin
Random House, 2016.
Esposito, Roberto. Bíos. Biopolítica y filosofía. Buenos Aires,
Amorrortu Editores, 2006.
Freud, Sigmund. El malestar en la cultura. Biblioteca
libre OMEGALFA, 2010.
Han, Byung-Chul. La agonía del eros. Barcelona, Herder,
2014.
Legrás, Horacio. “Biopolítica.
Vicisitudes de una idea”. Heridas
abiertas: biopolítica y representación en América Latina, Mabel Moraña y
Ignacio M. Sánchez Prado (eds.), Madrid, Iberoamericana Vervuert, 2014, pp.
31-46.
Massey, Doreen. “La filosofía y la política de la espacialidad:
algunas consideraciones”. Pensar este tiempo: espacios, afectos,
pertenencias, Leonor Arfuch (comp.), Buenos Aires, Paidós, 2005, pp.
103-127.
Rancière, Jacques. El reparto de lo sensible. Estética y
política. Santiago de Chile, LOM Ediciones, 2009.
Villalobos-Ruminott, Sergio. “Biopolítica y soberanía: notas sobre la
ambigüedad del corpus literario”. Heridas
abiertas: biopolítica y representación en América Latina, Mabel Moraña y Ignacio
M. Sánchez Prado (eds.), Madrid, Iberoamericana
Vervuert, 2014, pp. 47-64.
Yelin, Julieta. “La voz
de nadie. Sobre el pensamiento del cuerpo en la literatura latinoamericana
reciente”. Pasavento. Revista de Estudios
Hispánicos, n.°1, vol. VII, 2019, pp. 97-113.
Zupančič, Alenka.
What is sex? Cambridge, The MIT Press, 2017.
Date of reception: 30/11/2019
Date of acceptance: 17/06/2020
Citation: Mora
Moreno, Sergio A. y Sánchez Noguera, Jorge M., “El Eros amenazado: cuerpos y
territorios ganados en Un mundo huérfano de Giuseppe Caputo”, Revista Letral,
n.º 24, 2020, pp. 120-138.
ISSN 1989-3302.
Funding data: The publication of
this article has not received any public or private finance.
License: This content is
under a Creative Commons Attribution-NonCommercial 3.0 Unported license.
[1] Bataille, en El erotismo, plantea que todo acto erótico busca romper con el
estado de discontinuidad en el que se encuentra el ser:
Toda la operación del erotismo tiene como fin alcanzar al ser en
lo más íntimo, hasta el punto del desfallecimiento. El paso del estado normal
al estado del deseo erótico supone en nosotros una disolución relativa del ser,
tal como está constituido en el orden de la discontinuidad. […] Toda la
operación erótica tiene como principio una destrucción de la estructura de ser
cerrado que es, en su estado normal, cada uno de los participantes del juego
(22).
En esa medida, el encuentro erótico
también es un salto hacia la muerte, hacia la continuidad.
[2] Zupančič, en su obra What is sex?, revisita la pulsión de
muerte o Tánatos desde lo planteado por Freud. La autora propone que solo la
pulsión sexual puede romper el círculo de vida y muerte, pues siempre buscamos
el retorno a lo inanimado:
They
thrive on (at least some) excitement and tension, and are, biologically
speaking, related to the “endless” continuation of life, and maintained by its ‘tension’.
They also, whether we speak of reproduction (union of two different cells), of
love (in all its various forms), or of all great sublimations (such as art), go
out of their way and embrace some alterity, difference, the Other (or at least
a scent of the other) (99).
En ese sentido, se hace
necesaria la alteridad para poder romper el impulso hacia lo inanimado.
[3] Esposito (2006) señala que
el paradigma de la inmunización permite entender la paradoja entre la
protección de la vida desde su negación. A través de quitar y negar la vida de
otro invasor, se afirma y se conserva la vida como se conoce o como se quiere mantener
y, de paso, se vigila y se le advierte las consecuencias de romper la norma al
resto de los individuos.
[4] Sergio Villalobos-Rumminot
en su ensayo “Biopolítica y soberanía: notas sobre la ambigüedad del corpus
literario” pone de manifiesto cómo en la narrativa contemporánea,
explícitamente en las imágenes de masacres, de cuerpos descuartizados, se
cuestiona la presencia del poder soberano que recae en el Estado:
Desde las manos desterritorializadas hasta los cuerpos
fragmentados, mutilados y sometidos a una extraña forma de abyecta violencia
corporal (desde Lamborghini hasta Chejfec, Bolaño, Castellanos Moya, Eltit, y
muchos otros), lo que habría que destacar es la descomposición del otrora
corpus del poder y del Estado, clásicamente identificado con la figura del
dictador (El señor presidente; Yo, el Supremo, por ejemplo) y la emergencia de
un cuerpo fragmentado, literal y literariamente, relativo a las narrativas
contemporáneas del narcotráfico, la violencia, las migraciones y las formas
biopolíticas del control y la inmunización (55).
De
esa manera, en una obra como Un mundo
huérfano, se evidencia la descomposición del poder estatal y de la ley, al
estar los cuerpos a la merced de las dinámicas de la violencia impuestos por
grupos que imponen e inscriben su propio orden.
[5] Judith Butler señala como la
precariedad y la precariedad son conceptos que se cruzan. Por un lado, la
precariedad es un rasgo de todas las vidas humanas: todas son igualmente
susceptibles a desaparecer. Por otro lado, la precariedad “designa esa
condición políticamente inducida en la que ciertas poblaciones adolecen de
falta de redes de apoyo sociales y económicas y están diferencialmente más
expuestas a los daños, la violencia y la muerte (46).