Más allá de las cualidades: una aproximación al
sentimiento amoroso desde el lenguaje poético
Beyond Qualities: An Approach
to the Sentiment of Love from the Poetic Language
Sebastián Pereira Restrepo
Universidad del Rosario, sebastian.pereira@urosario.edu.co,
ORCID: 0000-0002-1924-3032
DOI: http://dx.doi.org/10.30827/RL.v0i24.11180
Se expone la idea de que las cualidades
valiosas de la persona amada son el fundamento del sentimiento amoroso (“teoría
de las cualidades”). Se señala en qué medida esta idea permitiría explicar
ciertos rasgos centrales del sentimiento amoroso: sus aspectos racionales e
irracionales, su orientación al descubrimiento de la belleza y la excelencia de
la persona amada, así como su tendencia a singularizarla y distinguirla entre
todas las demás personas. Se presentan algunas objeciones a la teoría de las
cualidades, especialmente en relación con su concepción de las personas como
agregados de cualidades. Se sugiere restringir la teoría de las cualidades,
pero conservando la idea de que el sentimiento amoroso permite una percepción
del valor y la belleza de la persona amada. Se muestra que el lenguaje de las
cualidades es un “juego del lenguaje” inadecuado al sentimiento amoroso.
Finalmente, a través de un ejemplo de la poesía de Pablo Neruda, se indica cómo
el “lenguaje del amor” puede referirse al valor y la belleza de la persona amada
sin recurrir al lenguaje de las cualidades.
Palabras clave: amor; teoría de las cualidades; valor
de la persona amada; juego del lenguaje; poesía.
The article
begins by presenting the idea that the valuable qualities of the beloved person
are the ground of the sentiment of love (“theory of qualities”). It is pointed
out that this idea would allow to explain certain central features of the
sentiment of love, namely some of its rational and irrational aspects, its
orientation towards the discovery of the beauty and excellence of the beloved
person as well as its tendency to singularize and distinguish the beloved one
from among every other person. Some objections against the theory of qualities
are exposed, particularly those related with its conception of persons as
aggregates of qualities. It is proposed that the theory of qualities should be
restricted but maintaining the idea that the sentiment of love allows a
perception of the value and beauty of the beloved person. It is showed that the
language of qualities is a “language game” inadequate to the sentiment of love.
Finally, through an example of Pablo Neruda’s poetry it is indicated how the
“language of love” can refer to the value and the beauty of the beloved person
without recurring to the language of qualities.
Keywords: love;
theory of qualities; value of the beloved person; language game; poetry.
I. La teoría de las cualidades
De acuerdo con una posible lectura de El Banquete,
es nada menos que Platón –en la voz de Diotima– quien inauguró lo que de ahora
en adelante llamaremos la teoría de las cualidades en relación con el
amor. Así, en El Banquete Platón caracteriza el amor, en sus niveles más
elevados, como la aspiración a la cualidad de lo absolutamente bello, de
“la belleza en sí” (211d). Según esa idea, lo bello es el objeto mismo, o si se
quiere, la base o el fundamento del eros. Si restamos a la formulación
platónica el adjetivo “absoluto” y añadimos en lugar de “la belleza en sí” una
pluralidad de cualidades que de alguna percibimos como excelentes, obtenemos
una concepción más bien prosaica de aquello que en realidad amamos
cuando amamos a alguien: anhelamos un conjunto de cualidades que
percibimos como excelentes, nos atraen y despiertan en nosotros el sentimiento
amoroso.
En uno de los aforismos
que componen sus Pensamientos, Pascal formula con claridad la anterior
idea, ampliándola en varias direcciones:
Y si se me ama por mi juicio, por mi memoria, ¿se me ama a mí? No, pues yo puedo perder estas cualidades sin perder mi yo. ¿Dónde está, pues, ese yo,
si no reside ni en el cuerpo ni en el alma?, ¿y cómo
amar el cuerpo o el alma, sino por estas cualidades, que no son lo que hace al yo,
puesto que son perecederas? Porque ¿se amaría la sustancia del alma de una
persona abstractamente, cualesquiera fuesen las cualidades que tuviera? Esto no
puede ser, y sería injusto. No se ama, pues, jamás a nadie, sino solamente a
las cualidades
(213).
No amamos un yo puro,
imperecedero, que se encuentre más allá de las cualidades. Semejante objeto del
amor no sólo es imposible –“Esto no puede ser”–, sino además “injusto”: amar de
esa manera significaría ser indiferente a las cualidades de la persona amada,
con lo cual el sentimiento amoroso no sería más que un movimiento del alma del
todo arbitrario e irracional. Pues si la sustancia del alma, al estar
desprovista de cualidades, es la misma en cada ser humano, ¿no resultaría acaso
completamente arbitrario el que yo me incline amorosamente hacia esta o hacia
aquella persona? Para Pascal es claro que el amor debe fundamentarse en
cualidades si queremos salvarlo de la acusación de una perfecta irracionalidad.
Esto significa, sin embargo, que el amor está sujeto a la transitoriedad de las
cualidades, que son “perecederas”, como escribe Pascal. Además, hemos de
conformarnos con que, en estricto sentido, no es posible amar a alguien, sino
tan sólo a sus cualidades. Cuando alguien dice sinceramente amarnos, en
realidad está diciendo que ama tales y cuales cualidades nuestras. En relación
con el objeto del amor, nuestro lenguaje nos induce sistemáticamente a error. O
quizás, como pareciera sugerirlo Pascal, la idea de un yo inmutable, más allá
de las cualidades, es una quimera filosófica y el yo no es nada más que un
cúmulo de cualidades. En tal caso, amar a alguien efectivamente no es otra cosa
que amar un determinado conjunto de cualidades.
En cuanto a la percepción
de las cualidades del ser amado, el teórico de las cualidades afirmará que es
perfectamente posible errar en ello e inventar cualidades y excelencias
y proyectarlas donde no las hay. Podemos creer equivocada y
sistemáticamente que una determinada persona posee un conjunto de cualidades
irresistibles para nosotros y de las cuales nos enamoramos. La observación de
que en el amor con frecuencia inventamos y proyectamos cualidades es el punto
de partida de la famosa teoría de la “cristalización”, expuesta por Stendhal en
Del amor. Según Stendhal, la persona real tan sólo proporciona el
material bruto que, mediante una operación constante de la mente del que ama,
es transformado en excelencias y “perfecciones” que en realidad no existen,
pero que quienes aman toman por reales y que son justamente el fundamento de su
amor. El proceso mediante el cual la mente de quien ama fabrica una imagen
irreal del ser amado, es lo que Stendhal llama “cristalización”:
Si se deja a la cabeza de
un amante trabajar durante veinticuatro horas, resultará lo siguiente:
En las minas
de sal de Salzburgo, se arroja a las profundidades abandonadas de la mina una
rama de árbol despojada de sus hojas por el invierno; si se saca al cabo de dos
o tres meses, está cubierta de cristales brillantes; las ramillas más
diminutas, no más gruesas que la pata de un pajarillo, aparecen guarnecidas de
infinitos diamantes, trémulos y deslumbradores; imposible reconocer la rama
primitiva.
Lo que yo
llamo cristalización es la operación del espíritu que en todo suceso y en toda
circunstancia descubre nuevas perfecciones del objeto amado (98).
Pese a que en este pasaje
Stendhal habla de “descubrir” en lugar de “inventar”, a lo largo de su tratado
queda claro que las supuestas “perfecciones” del ser amado no son otra cosa que
invenciones de quienes aman. Así, en uno de muchos pasajes semejantes de Del
amor, Stendhal escribe lo siguiente acerca del funcionamiento de la mente
de quienes aman: “ven esas cosas no como son, sino como ellos las han creado, y
gozando la apariencia imaginada de esas cosas creen gozar de la cosa misma”
(134). Anticipando a Freud, Stendhal identifica en el deseo el mecanismo
responsable de la cristalización: “Este fenómeno que yo me permito llamar cristalización
viene de la naturaleza que nos ordena el placer […] del sentimiento de que los
placeres aumentan con las perfecciones del ser amado y de la idea de que este
me pertenece” (99). En todo caso, si bien aquí se trata de cualidades siempre
fantaseadas por una mente dominada por el “principio del placer”, la teoría de
la cristalización es también una teoría de las cualidades, pues asume que el
amor se fundamenta en las “perfecciones” del ser amado.
Asimismo, las cualidades
que constituyen el fundamento del sentimiento amoroso pueden ser relevantes
para la identidad de la persona amada –como podría ser, por ejemplo, el
caso de la generosidad–, o pueden ser cualidades que tendemos a considerar como
superficiales, como por ejemplo el color del pelo. Este último caso es el que
describe William Butler Yeats en uno de sus poemas:
Para Anne Gregory
Nunca un joven podrá, desesperado
por esos murallones
de color miel junto a tu oreja
amarte por ti misma
y no por tu pelo rubio.
—Pero puedo teñírmelo
y ponérmelo de color castaño, negro o zanahoria
para que los mozos desesperados
me amen por mí misma
y no por mi pelo rubio.
—anoche oí declarar
a un religioso
que había hallado un texto que prueba que sólo Dios, querida,
te podría amar por ti misma
y no por tu pelo rubio (Yeats 274).
Aquí no se trata, por lo
menos desde la perspectiva de Anne Gregory, de una cualidad relevante para su
identidad, y sin embargo parece constituir, según las palabras del “religioso”,
el fundamento del amor que pueda sentir cualquier joven hacia ella. Tan pronto
como Anne cambie su pelo rubio por un color menos llamativo, los “mozos
desesperados” dejarán de amarla, tal parece ser la idea expresada por el
religioso, quien en el poema figuraría como defensor de la teoría de las
cualidades: según él, sólo el buen Dios es capaz de amarnos por nosotros
mismos.
Sin embargo,
independientemente de que las cualidades correspondan a aspectos relevantes o
irrelevantes de la persona, y de que efectivamente sean cualidades de la
persona (y no meras fantasías e invenciones del que ama), e independientemente
de si las cualidades son la base de un amor superficial y efímero, o de un amor
permanente y profundo, son en todo caso cualidades hacia las que se dirige y en
las cuales se fundamenta el sentimiento amoroso, tal es la idea de la teoría de
las cualidades. Hay amores de amores, pero común a todos ellos es el hecho de
que se dirigen a estas o a aquellas cualidades.
Como toda teoría, la
teoría de las cualidades parte de algunos supuestos, que en este caso
corresponden a algunas de las características fundamentales que solemos
atribuir al amor, y busca explicar a partir de allí otras características
consideradas también como constitutivas del sentimiento amoroso. Algunos de los
presupuestos centrales de los cuales parte la teoría de las cualidades, así
como las características que estaría en capacidad de explicar, o al menos de
incorporar, son los siguientes:
a.
Racionalidad.
Pese a que muchos sostengan lo contrario, para el teórico de las cualidades el
sentimiento amoroso no es irracional, puesto que se rige por una racionalidad
mínima. El amor cumple con una condición mínima de racionalidad en el
sentido de que se basa o se fundamenta en algo en lugar de en nada. ¿Qué más
natural que decir que amamos a alguien por…y a continuación nos refiramos a
algunas de las cualidades en las que se fundamenta nuestro amor?, señala el
teórico de las cualidades. Las cualidades de la persona amada figurarían,
entonces, como razones del amor, en la medida en que dan cuenta
del origen, de la permanencia y del final del sentimiento amoroso[1].
b. Belleza. El amor
no sólo es racional en el sentido mínimo de que se fundamenta en algo, a saber,
en las cualidades del ser amado. Las cualidades en que se basa el amor son,
además, esencialmente las cualidades valiosas de la persona amada. Ahora
bien, quizás el término más apropiado para designar esa constelación de
excelencias y “perfecciones” que despiertan el sentimiento amoroso y lo
alimentan a cada momento sea el de la belleza. Así, el teórico de las
cualidades puede afirmar, siguiendo una tradición que se remonta a Platón, que
el amor se basa en una percepción de la belleza del ser amado.
Pero,
además, al amor suele atribuírsele el poder de abrirnos los ojos a la
belleza de la persona amada. Para Platón, el amor es precisamente una forma
elevada de conocimiento de la belleza. Esto quiere decir que la belleza del ser
amado no se encuentra ahí simplemente, a la vista de todo el mundo. La idea es,
más bien, que el amor es la capacidad que tiene el alma de transformar la
mirada de tal manera que quien ama puede percibir la belleza del ser amado en
toda su magnitud, en todo su resplandor. La belleza así descubierta es una
belleza completamente real que sin embargo no es visible para todo el mundo, al
menos no como lo es para quien ama.
“Belleza”
no ha de entenderse aquí de forma restrictiva, en términos de “belleza física”,
sino mucho más ampliamente, como símbolo de la especial configuración de
aquello que percibimos como esencialmente valioso y excelente en la persona
amada. Para quien ama, esa excelencia se transluce también en la corporalidad de la persona
amada, de manera que su belleza nunca será sólo física: a los ojos del que ama,
la corporalidad y gestualidad de la persona amada, su “físico” siempre
trasciende la belleza meramente exterior, pues es ante todo expresión de
una humanidad excelente y única. O como escribe Ortega y Gasset en sus Estudios
sobre el amor: “Amar es algo más grave y significativo que entusiasmarse
con las líneas de una cara y el color de una mejilla; es decidirse por un
cierto tipo de humanidad que simbólicamente va anunciado en los detalles del
rostro, de la voz y del gesto” (141).
Al
tenor de la anterior idea, no es pese al amor que el amante ve con mayor
claridad a la persona amada, sino todo lo contrario: es gracias al amor que
quien ama está en capacidad de abrir sus ojos a la otra persona, a su
particular belleza humana. En su versión más radical, esta concepción sostiene
que sólo a través del amor somos capaces de descubrirnos como realmente
somos. Ello significaría, a la inversa, que quienes no aman sólo tienen una
visión difusa de los no amados por ellos.
c.
Selectividad. “Encuentro en mi vida millones de cuerpos; de esos millones
puedo desear centenares; pero, de esos centenares, no amo sino uno” (Barthes, Fragmentos
27). ¿Cómo se explica que, de entre el vasto número de personas que
conocemos a lo largo de la vida, sólo unas pocas despierten en nosotros el
sentimiento amoroso? Responder esta pregunta significa dar una explicación a
uno de los grandes misterios del amor, a saber, el referente a su selectividad.
En el vocabulario que hemos estado empleando, la selectividad del amor puede
plantearse así: las razones del amor no son generalizables, “no existe ninguna
cualidad que enamore universalmente”, como escribe Ortega y Gasset (104). No
hay –por fortuna– un único tipo de belleza humana a la cual seamos susceptibles
todas las personas. ¿Qué es lo que hace, pues, que el amor nos abra los ojos a
la belleza de sólo unas pocas personas en el transcurso de la vida?
Desde
el punto de vista de una teoría de las cualidades podría intentarse la
siguiente respuesta. Cada uno de nosotros posee una perspectiva valorativa
única, o, para ser más específicos: cada uno de nosotros encarna una perspectiva
única sobre la belleza humana. Dicha perspectiva limita la belleza
que podemos percibir en cada caso: “nuestra visión de los valores, al igual
que nuestra visión del universo, no nos dejan ver en cada caso más que un
sector del mundo […] lo que hace que nos encontremos, por tanto, vinculados
a la perspectiva” (Frankl 71-72).Viktor Frankl plantea esta idea para
señalar de qué manera lo que cada uno de nosotros debe hacer con su vida está
condicionado en cada caso por los valores que podemos percibir desde una
determinada perspectiva, que siempre es única. Sin embargo, la idea es
perfectamente trasladable a la esfera del amor: a quién podemos amar está
condicionado por la perspectiva, única e irrepetible, que cada uno de nosotros
tiene sobre lo humanamente bello. En la formación de dicha perspectiva
intervienen, por lo demás, los mismos elementos culturales, biográficos y
biológicos encargados de moldear nuestro carácter de manera única a lo largo de
la vida.
d. Unicidad. El amor
singulariza a la persona amada, destacándola de entre todas las demás y
haciendo que quien ama la perciba como única e irremplazable. El
sentimiento amoroso contrasta aquí marcadamente, por ejemplo, con el deseo
sexual, capaz de excitarse ante una pluralidad de posibles “objetos del deseo”.
El carácter único que adquiere el ser amado a los ojos de quien ama es la
contraparte objetiva del fenómeno subjetivo de la selectividad. Si la
selectividad del sentimiento amoroso significa que poseo una perspectiva
singular sobre lo humanamente bello, la unicidad del ser amado designa esa
determinada persona –el ser amado–, cuya belleza puedo descubrir desde mi
particular perspectiva.
Para
el teórico de las cualidades, la unicidad del ser amado no es, sin embargo, un
hecho absoluto. No debe interpretarse como si, por principio, ninguna otra
persona pudiera reemplazar al ser amado. El que amemos a una determinada
persona no debe interpretarse como si ello significara que la amemos “más allá
de sus cualidades”, “independientemente de sus cualidades”, etc. Para el
teórico de las cualidades esto tan sólo significa que esa persona “actualiza” o
“ejemplifica” la belleza humana en una determinada forma para la cual somos
receptivos dada nuestra particular perspectiva valorativa. Esto quiere decir, a
su vez, que cada uno de nosotros posee un determinado rango o espectro
de visión de la belleza humana. Para cada persona existe un determinado
conjunto de cualidades a las cuales somos susceptibles, de manera que las
personas cuya belleza cae dentro de ese rango, son objetos del amor potenciales.
e.
Irracionalidad. La teoría de las cualidades esbozada hasta ahora
brinda una reconstrucción del amor que destaca sus rasgos más racionales. La
teoría de las cualidades daría, sin embargo, una imagen sesgada del amor si no
integrara los aspectos irracionales de este fenómeno. Veamos brevemente algunos
tipos de irracionalidad típica del amor y la manera como podrían comprenderse a
partir de la teoría de las cualidades.
Es
posible amar a alguien pese a que sabemos que esa persona, o la relación que
tenemos con ella, posee cualidades predominantemente negativas. Ese escenario
constituye por cierto un caso paradigmático de la irracionalidad del amor y de
su faceta más desdichada: pese a que una parte de nosotros sabe de las
consecuencias nefastas de ciertas cualidades de la otra persona o de su
incompatibilidad con las nuestras, ese conocimiento no basta para alejarnos de
esa persona, ni mucho menos para poner punto final al sentimiento amoroso. Aquí
amor y conocimiento siguen sendas opuestas. En tal caso diremos quizás que
nuestro amor es fallido. Pero sólo es posible hablar aquí de un amor o
de una relación amorosa fallida, porque tenemos un concepto de las formas
logradas del amor, de lo que solemos llamar “amor verdadero”, en las cuales el
amor se fundamenta en cualidades que son y que percibimos como valiosas.
Otra
forma conspicua de irracionalidad en el amor tiene que ver con el fenómeno de
la cristalización descrito por Stendhal, en el cual el ser amado no es la
persona real, sino una construcción de la fantasía de quien ama. De modo
semejante, también podría hablarse de una irracionalidad amorosa cuando quien
ama no es en modo alguno consciente de las verdaderas razones del amor y sólo
puede referir pseudo-razones. Estas otras dos formas de irracionalidad se
explicarían, sin embargo, ante la posibilidad de percibir correctamente
cualidades y excelencias, por contraposición a lo que ocurre en la cristalización,
o de ser al menos parcialmente conscientes de las verdaderas razones del amor.
Llevadas
al extremo, estas formas de irracionalidad pueden constituirse en patologías
del amor: saber a ciencia cierta que la persona amada es, por ejemplo,
moralmente repugnante y sin embargo seguir con ella, es una forma de akrasia
o incontinencia, una fractura interna en el alma de quien ama, en la cual el
sentimiento amoroso no se pliega al conocimiento correcto que el amante tiene
del ser amado. Pretender amar a alguien, pero en lugar de esa persona amar a
una imagen enteramente construida por la propia fantasía, es una forma de
autoengaño, como también es un autoengaño brindar razones del amor que no
corresponden en absoluto con las verdaderas razones en que este se fundamenta.
Lo
anterior no quiere decir en modo alguno que esas formas de irracionalidad sean
negativas sin más y por lo tanto no tengan cabida en las formas logradas del
amor. ¿No implica amar verdaderamente a alguien amar también algunas de sus
cualidades negativas? En la primera etapa del amor, que llamamos enamoramiento,
¿no es acaso indispensable ilusionarnos en alguna medida sobre las cualidades
de la otra persona? ¿No hace parte de la bondad y benevolencia del amor el
practicar, mediante la fantasía, algunos retoques a las cualidades del ser
amado, o al menos interpretarlas de la mejor manera posible? Y si queremos
dejar intacto el misterio del amor, ¿no necesitamos dejar en la sombra algunas
de sus razones? ¿Quién desea iluminar todo el fondo del amor y tener ante sí el
conjunto total de sus razones?
En resumen, la teoría de
las cualidades afirma que no es necesario recurrir a un vocabulario distinto
del referente a las cualidades para determinar el fundamento del sentimiento
amoroso.
II. Dos objeciones a la teoría de las cualidades
Sin embargo, la teoría de las cualidades puede resultar
decepcionante para algunos, no sólo porque desencanta el amor y proyecta una
imagen demasiado racional de él, sino porque en últimas no puede hacer justicia
a por lo menos dos de las características esenciales del amor que he mencionado
anteriormente: el conocimiento que proporciona el amor y la unicidad del ser
amado. Por más que el teórico de las cualidades se esfuerce en brindar una
caracterización convincente de esos rasgos, falla en comprender ambos
fenómenos, y con ello en últimas al amor mismo. Por un lado, es equivocado
concebir a las personas como meros “paquetes de cualidades”, que es lo que
sugiere la explicación de la unicidad del ser amado por parte del teórico de
las cualidades. Individuum est ineffabile: el carácter único e
irrepetible del ser humano no es comprensible en términos de cualidades
generales. La persona es un todo que no puede descomponerse y analizarse en un
“listado” de cualidades.
Esto nos permite
entroncar con la segunda objeción a la teoría de las cualidades: si el
individuo no es conocible mediante conceptos generales (cualidades), y el amor
es “conocimiento del individuo”, como escribe, por ejemplo, Iris Murdoch (Murdoch 34), entonces el conocimiento del ser amado como individuo debe de
ser de un tipo diferente al que tiene lugar en la simple captación de
cualidades generales. En todo caso, el sentimiento amoroso apunta más allá de
lo general, y se dirige al individuo como a una totalidad única, como lo
expresa p. ej. Georg Simmel en su “Fragmento sobre el amor”:
Pues el amor […] es aquel
sentimiento que está enlazado a su objeto más estrecha e incondicionalmente que
cualquier otro sentimiento […] Lo decisivo es el hecho de que ninguna instancia
de tipo más general se desliza en medio. Cuando admiro a alguien, esto es
mediado por la propiedad, en cierto modo general, de lo digno de ser admirado
[…] Pero es propio del amor, cuando este ya ha surgido, excluir de su objeto la
cualidad mediadora, siempre relativamente general, que, por ejemplo, ha hecho
surgir el amor para su objeto. Está ahí como una intención orientada inmediata
y centralmente a este objeto y muestra su esencia auténtica e incomparable
precisamente en los casos en los que incluso sobrevive la eliminación
inequívoca de la razón de su surgimiento (46-47, traducción modificada).
Si bien Simmel reconoce
aquí que el amor tiene razones por las cuales surge –“la cualidad mediadora,
siempre relativamente general”–, se refiere sin embargo al amor como a un
sentimiento que, una vez que ha surgido, deja tras de sí las cualidades
generales que inicialmente podrían haberlo motivado. Para Simmel, el momento
determinante del amor consiste justamente en la referencia, la “intención”
directa e inmediata del sentimiento amoroso a la persona amada.
La objeción que presento
aquí a la teoría de las cualidades no se refiere, sin embargo, al amor de eros
frente al amor de ágape, el amor cristiano, cuyo modelo es el amor de Dios a
los seres humanos. El amor de Dios, el ágape, ciertamente no se fundamenta en
modo alguno en las cualidades valiosas del ser humano. No es un amor
“carencial”, que anhele “completar” con las cualidades del ser amado aquello de
lo cual carece y que por lo tanto desea. Es indiferente al valor o desvalor de
nuestras cualidades y merecimientos. Se prodiga tanto al virtuoso como al
pecador. El amor de Dios es, contrario al eros, creador de valor: no
somos amados por Dios porque él anhele en nosotros estas o aquellas cualidades
valiosas, es porque somos amados por Dios que adquirimos valor en primer lugar[2].
La razón por la cual
considero que el ágape no constituye una verdadera alternativa a la teoría de
las cualidades es la misma que he atribuido antes al “religioso” del poema de
Yeats: sólo Dios es capaz de amarnos independientemente de nuestros aspectos valiosos.
En el amor humano, y especialmente en el contexto del amor erótico o romántico,[3]
que es el que nos ocupa aquí, el valor que percibimos en la otra persona sí que
juega un papel determinante en el sentimiento amoroso.
La objeción se refiere,
más bien, a la idea de que el amor se dirige a la persona amada entendida como
un “paquete de cualidades”, de las cuales podamos hacer una suerte de listado
que agote las razones del amor. Ciertamente hay algo profundamente inadecuado e
incómodo en esta idea. Sin embargo, rechazarla no implica en modo alguno asumir
que el sentimiento amoroso sea independiente del valor y la belleza percibidos
en la otra persona, o lo que es aún más radical, que el amor no tenga
fundamento alguno, como lo sostiene la posición irracionalista mencionada
antes. Rechazar esa idea tampoco implica desechar sin más la teoría de las
cualidades. En ese sentido, la propuesta que pienso desarrollar a continuación
consiste más bien en restringir la teoría de las cualidades. Para ello,
trataré de mostrar en qué medida el “juego del lenguaje” de las cualidades es
hasta cierto punto inadecuado al lenguaje del amor, a los distintos
juegos del lenguaje que lo componen.
III. El “juego del lenguaje” de las cualidades y el
lenguaje del amor
Nuestro lenguaje
puede verse como una vieja ciudad: una maraña de callejas y plazas, de viejas y
nuevas casas, y de casas con anexos de diversos períodos; y esto rodeado de un
conjunto de barrios nuevos con calles rectas y regulares y con casas uniformes.
L. Wittgenstein, Investigaciones filosóficas
§18.
La idea de un “juego del lenguaje” fue formulada por
Ludwig Wittgenstein, especialmente en sus Investigaciones filosóficas.
Según Wittgenstein, es incorrecto pensar el lenguaje como si a cada palabra le
correspondiera un significado fijo y único que residiera en una suerte de
esfera ideal y fuera independiente del contexto práctico en que usamos las
palabras. Por el contrario, el concepto de juego del lenguaje permite a
Wittgenstein estudiar el lenguaje como un vasto y complicado entramado de
prácticas –un sinfín de “juegos del lenguaje”–, cada una de las cuales está
gobernada por reglas y se encuentra entretejida con actividades no
lingüísticas. Los juegos del lenguaje son, entonces, actividades reglamentadas
que encadenan palabras con acciones, con miras a una finalidad práctica:
“Llamaré también ‘juego del lenguaje’ al todo formado por el lenguaje y las
acciones con las que está entretejido” (Wittgenstein §7). De este modo, el
significado de las palabras viene a ser una función del uso que les damos
dentro de un determinado contexto práctico, dentro de un juego del lenguaje.
Hablar del vocabulario
referente a las cualidades en términos de un juego del lenguaje, o de un
conjunto de tales juegos, implica, al tenor de lo anterior, pensarlas en
relación con el uso y la finalidad que les damos dentro de determinados
contextos prácticos. Esos contextos prácticos de uso –esos juegos del lenguaje–
nos son familiares a todos, hacen parte de nuestra “forma de vida”, por usar
otra expresión empleada por Wittgenstein en relación con la idea de juegos del
lenguaje[4],
y sin embargo no reflexionamos demasiado acerca de ellos. El Wittgenstein de
las Investigaciones pretendía investigar el lenguaje más o menos de ese
modo, es decir, visibilizando los distintos juegos del lenguaje para dar una
“representación sinóptica” de ellos (§122).
De este modo, al afirmar
que el lenguaje de las cualidades es hasta cierto punto inadecuado al lenguaje
del amor, quiero decir que los usos que solemos hacer del vocabulario de los
atributos y cualidades son en buena medida extraños y opuestos al
contexto del sentimiento y la relación amorosa. Allí, el lenguaje –o lo que
suele ser una experiencia más común en el amor: la ausencia, los límites, la
inadecuación misma del lenguaje– tiene una finalidad y un uso bien distintos de
los que tenemos en mente cuando usamos el vocabulario de las cualidades,
incluso cuando empleamos este mismo vocabulario.
¿Cuáles son, pues,
algunas de las características de los conceptos que empleamos cuando
hablamos de “las cualidades de una persona”? ¿Cómo y para qué los usamos? ¿Qué
función tienen en nuestras prácticas comunicativas cotidianas? Aunque de manera
bastante fragmentaria, quiero señalar aquí algunos de los usos y las características
de nuestro vocabulario referente a las cualidades en la medida que resultan
relevantes para mi exposición.
a)
Algunas cualidades –por ejemplo, aquellas que expresamos con las
palabras “inteligente”, “divertido”, “con sentido del humor”, “generoso”–
denominan rasgos o disposiciones de carácter, mientras que otras se
refieren a características del aspecto físico, tales como bajito,
enjuto, atlético, grande, etc.
b)
Al atribuir rasgos de carácter registramos regularidades
en el comportamiento de otras personas que de alguna manera resultan relevantes
para nosotros y nos llaman la atención. En ese sentido, las cualidades tienen
un significado retrospectivo. Abrevian diversos tipos de experiencias
que hemos acumulado con una persona. Pero también tienen un sentido prospectivo
y predictivo en la medida en que expresan la expectativa de un
determinado comportamiento bajo determinadas circunstancias. Si A nos pregunta
cómo es B y respondemos describiendo las cualidades de B, nuestro interlocutor
puede formarse, aunque sea vagamente, una imagen del comportamiento futuro de A
en determinados sentidos relevantes.
c)
El lenguaje de las cualidades abstrae de las situaciones
concretas con base en las cuales determinamos esta o aquella cualidad y de la
forma específica que adquieren las cualidades en una determinada persona. Al
hablar de una cualidad –en el sentido de una disposición de carácter–, no se
está diciendo nada de la situación con base en la cual establecemos esa
cualidad en alguien. Tan sólo comunicamos que existe una regularidad respecto a
algo.
d)
La descripción de alguien mediante cualidades es claramente inespecífica.
Si alguien nos comunica que A es una persona “divertida”, podemos asociar las
cosas más diversas a esa cualidad: que ríe fácilmente, que cuenta bromas, que
tiene historias interesantes para contar y por eso no nos aburriremos con ella,
etc. Este carácter inespecífico de las cualidades con las cuales expresamos
rasgos de carácter también aplica a las cualidades referentes a las
características del aspecto físico de una persona. Decir, por ejemplo, que
alguien es “atlético” nos da una idea de su complexión física, pero omite por
completo especificar los detalles particulares en que consiste su atleticidad.
A
partir de lo anterior es posible circunscribir los límites del lenguaje de las
cualidades y sus posibles usos: el lenguaje de las cualidades nos permite, con
una y la misma palabra, abarcar una gran cantidad de fenómenos y situaciones
distintas. Como conceptos para disposiciones de carácter, las cualidades tienen
la finalidad de orientarnos de manera rápida y práctica en
nuestro trato e intercambio cotidiano con otras personas. Atribuir cualidades a
una persona tiene, las más de las veces, la finalidad de delimitar un posible
rango de interacción con ella en función de ciertas expectativas generales
referentes a su comportamiento. No sólo son útiles para nuestra propia
orientación, sino también para la de otras personas a quienes eventualmente
comunicamos nuestros hallazgos.
El
grado de generalidad y abstracción de las cualidades las hace una herramienta
de orientación indispensable en el ámbito de las relaciones impersonales, en
las que en buena medida la persona no interesa en cuanto individuo, sino más
como un agregado de funciones. En ese sentido, la esfera del trabajo constituye
por ejemplo un escenario paradigmático del uso típico del lenguaje de las
cualidades y su función social. Piénsese en el texto de un posible anuncio de
empleo: “Se busca persona entusiasta y extrovertida, seria y responsable,
comprometida, rigurosa, con espíritu de equipo…”. Aquí efectivamente basta con
que las cualidades de la persona “encajen” en forma general con lo que ha dado
en llamarse el “perfil laboral”, que no es otra cosa que un listado de
cualidades que han de habilitar a una persona para desempeñar un trabajo. Esto
quiere decir que, en el ámbito de las relaciones impersonales –por ejemplo, en
la esfera del trabajo–, la persona no es en modo alguno “única e
irremplazable”, como lo pretende el sentimiento amoroso[5]. Aplicado
al trabajo, el dicho de que “nadie es imprescindible”, es del todo cierto y
significa simplemente que, debido al grado de generalidad con que son
requeridas ciertas funciones en la esfera laboral, muchas personas pueden
ejemplificar las cualidades generales exigidas por un “perfil”.
La
irritación que se deriva de equiparar a la persona amada con un agregado de
cualidades proviene en gran medida, creo yo, de que con ello se importa la
lógica de las relaciones impersonales, que en últimas obedece a una lógica
económica del cálculo y de la utilidad –entre más y mejores cualidades, mayor
precio en el mercado laboral– al campo de las relaciones íntimas y personales.
La concepción de la persona amada como una sumatoria de cualidades sugiere, en
todo caso, que quien ama se comporta a la manera de un seleccionador de
personal: la persona amada cumple provisionalmente los requisitos, pero otra
persona con las mismas cualidades, o incluso otras mejores, también podría
cumplirlos. La exclusividad del amor y su carácter individualizador ceden así a
una lógica de la provisionalidad y del carácter remplazable de la persona
amada. De igual manera, si el sentimiento amoroso está mediado sólo por un
interés en lo general, difícilmente podría caracterizársele al tenor de Iris
Murdoch como una atención a lo particular y un “conocimiento del individuo”.
Sin
embargo, esta interferencia de una lógica impersonal y utilitaria, representada
en el lenguaje de las cualidades, con la lógica individualizante del
sentimiento amoroso y su atención a lo particular, quizás no sea algo que venga
de afuera del amor, sino que hasta cierto punto ha llegado a convertirse en interna
al fenómeno amoroso mismo. A fin de cuentas, las páginas de contactos de
parejas funcionan bajo la misma lógica de las bolsas de empleo. En unas y en
otras se procura seleccionar a un candidato en función de determinadas
cualidades. Según esa idea, el sentimiento amoroso no se encontraría en modo
alguno en un estado “puro”, sino que más bien, entremezclado con él, se hallan
el interés pragmático, condensados, por ejemplo, en la idea de encontrar un
“buen partido”. Como sea, en el amor estas dos lógicas coexisten en una tensión.
Y si la concepción de la persona amada como un cúmulo de cualidades resulta
incómoda es porque al menos una parte del sentimiento amoroso se resiste a
someterse a los dictados del interés y la utilidad.
Hasta
ahora hemos visto los usos del lenguaje referente a las cualidades y las
razones por las que estas se encontrarían en una tensión frente al sentimiento
del amor. Falta explicitar cuáles son las limitaciones del lenguaje de las
cualidades. Esto es fácilmente deducible a partir de la exposición anterior: el
lenguaje de las cualidades no nos permite obtener ni expresar un conocimiento
diferenciado de otra persona. Es propio de las cualidades brindar una
caracterización compacta, pero gris y genérica, de las personas. Como expresión
de un saber genérico referente a personas y situaciones, las cualidades
expresan en realidad una cierta indiferencia frente a ellas: entre más
impersonales sean nuestras relaciones, tanto más tendemos a pensar en la otra
persona a través de un nebuloso esquema de cualidades y cuanto más nos
distanciaremos de su realidad concreta. No obstante, hemos visto que el
lenguaje de las cualidades es imprescindible dentro del ámbito de las
relaciones impersonales que abundan en el mundo moderno.
Siguiendo
la metáfora de Wittgenstein que sirve de epígrafe a esta sección y compara el
lenguaje con una “una vieja ciudad”, el lenguaje de las cualidades
correspondería a las “calles rectas y regulares” en las que circulan a toda
prisa las relaciones impersonales y muchas veces grises del mundo moderno. La
“maraña de callejas y plazas” ofrece, en cambio, una imagen acertada del
lenguaje del amor, más antiguo por su anclaje al sentimiento, de caminos
sinuosos y apacibles recovecos donde quienes aman gustan de perderse y
demorarse.
El
lenguaje del amor se comporta en todo caso de manera bien distinta al lenguaje
de las cualidades. Por “lenguaje del amor”, entiendo diversas prácticas:
por ejemplo, las maneras como quienes aman cuentan sobre la persona
amada y como la describen, bien sea para sí mismos, para otras personas
o para la persona amada; las formas de pensar en la persona amada en
cuanto ser amado, es decir, como objeto del sentimiento amoroso; las
maneras de pensar y de referirse a uno mismo en cuanto que amante, y por
supuesto también las maneras de interpelarse la pareja amorosa. Esas
variedades del lenguaje del amor son ellas mismas prácticas del amor, y,
además, se trata de prácticas centrales, pues si la forma de vida humana es
indisociable del lenguaje, el amor también se articula y se configura de manera
esencial en el habla.
Dentro
de esa perspectiva del amor como fenómeno del lenguaje y del sentimiento
amoroso como una percepción de valor y excelencia del ser amado, puede decirse
que las cualidades comprenden un ámbito restringido de lo que quienes aman
quieren decir, intentan decir y de hecho dicen en su “discurso amoroso”[6].
Las cualidades no son apropiadas para caracterizar a la persona amada en su
humanidad singular, no pueden satisfacer el impulso hacia la individualización
que es propio del sentimiento amoroso. Y, sin embargo, dado que la persona
amada es percibida como valiosa, quien ama experimenta una tensión entre la
necesidad de colmar a la persona amada con cualidades y al mismo tiempo
alejarla, ponerla a salvo de ellas, como lo expresa Roland Barthes en sus Fragmentos
de un discurso amoroso: “Industriosa, infatigable, la máquina de lenguaje
que resuena en mí […] fabrica su cadena de adjetivos: cubro al otro de
adjetivos, desgrano sus cualidades, su qualitas” (230). Y escribe unas
líneas más adelante: “Es preciso que el otro devenga a mis ojos puro de toda
atribución […] seré semejante al infans que se contenta con una palabra
vacía para mostrar alguna cosa: Ta, Da, Tat (dice el sánscrito). Tal,
dirá el enamorado: tú eres así, precisamente así” (231).
Ante
esta inconmensurabilidad de la persona amada, el medio adecuado para hablar de
ella consiste, por un lado, en contar historias en lugar de enumerar
cualidades. Tan pronto como una persona nos importa en alguna medida,
tenderemos hacia alguna forma de narración. Ello no significa en modo alguno
prescindir del lenguaje de las cualidades, pero sí implica ponerlo al servicio
de una perspectiva narrativa que dé cuenta de nuestras prácticas comunes, de
las situaciones únicas que hemos vivido, en las que brilla lo que podríamos
llamar con Walter Benjamin el “aura” de la otra persona, su ser irrepetible
reflejado en su particular manera de ver y de abordar el mundo.
Por
otro lado, el lenguaje poético es una forma excelsa de evocar a la
persona amada en su valor inconmensurable, liberándola de las ataduras de un
lenguaje genérico como es el lenguaje de las cualidades. En sus Cien sonetos
de amor, Pablo Neruda llama la atención sobre esa intención del lenguaje
poético desde la dedicatoria misma de los sonetos:
Tú
y yo caminando por bosques y arenales, por lagos perdidos, por cenicientas
latitudes, recogimos fragmentos de palo puro, de maderos sometidos al vaivén
del agua y la intemperie. De tales suavizadísimos vestigios construí con
hacha, cuchillo, cortaplumas, estas madererías de amor y edifiqué pequeñas
casas de catorce tablas para que en ellas vivan tus ojos que adoro y canto.
Así establecidas mis razones de amor te entrego esta centuria: sonetos de madera
que sólo se levantaron porque tú les diste la vida (47).
Aquí,
Neruda presenta sus sonetos como una morada construida exclusivamente “para que
vivan tus ojos que adoro y canto”, que simbolizan la expresión corpórea y más
transparente de su ser interior. Asimismo, el “material” de esa morada poética
proviene de los momentos transcurridos juntos, únicos e irrepetibles –“tú y yo
caminando por bosques y arenales […] recogimos fragmentos de palo puro”–, que
sin embargo no se vierten aquí como historia y narración, sino que son
destilados en su esencia poética. Al final de la dedicatoria, la palabra
poética figura como un lenguaje exclusivo, que existe sólo para la persona
amada, porque esta le ha dado vida en primer lugar.
El
soneto que da inicio a la “centuria”, es igualmente emblemático del deslinde
del lenguaje poético respecto del lenguaje de las cualidades:
Matilde, nombre de planta o
piedra o vino,
de lo que nace de la tierra y
dura,
palabra en cuyo crecimiento amanece,
en cuyo estío estalla la luz de los limones.
En ese nombre corren navíos de
madera
rodeados por enjambres de fuego
azul marino,
y esas letras son el agua de un
río
que desemboca en mi corazón calcinado.
Oh nombre descubierto bajo una
enredadera
como la puerta de un túnel
desconocido
que comunica con la fragancia del mundo!
Oh invádeme con tu boca
abrasadora,
indágame, si quieres, con tus
ojos nocturnos,
pero en tu nombre déjame navegar
y dormir (48).
Este
primer soneto es una evocación de la persona amada a partir de su nombre. Ahora
bien, dentro del lenguaje, el nombre propio ocupa un lugar singular por cuanto
es capaz de hacer referencia a un objeto independientemente de cualesquiera
sean sus determinaciones particulares, sus cualidades. El nombre “Matilde” hace
referencia a Matilde sin necesidad de referirse a ninguna de las características
o cualidades de Matilde. En esta medida, el nombre propio contrasta con lo que
en filosofía del lenguaje se denomina “descripciones definidas” del objeto,
expresiones como la siguiente: “la mujer que conoció a Pablo Neruda en el
Parque Forestal en 1946 y se casó con él en 1966”, que también designa a
Matilde.
Tanto
los nombres propios como las descripciones definidas se les conoce como
“expresiones referenciales singulares”. La función de esas expresiones es
designar un único objeto. Sin embargo, mientras que la descripción definida se
refiere a su objeto destacando una de sus determinaciones (cualidades), el
nombre propio lo hace de forma directa, sin destacar esta o aquella cualidad
suya. Así, el nombre propio mantiene una conexión íntima con su objeto,
refiriéndose a él, pero dejándolo intacto en su totalidad[7].
El
nombre propio es, por lo tanto, un elemento esencial del lenguaje del amor que
se define justamente en oposición al lenguaje de las cualidades por cuanto
permite a quien ama referirse a la persona amada sin descomponerla en sus
determinaciones particulares. Justo de ese modo funciona el nombre de Matilde
en este primer soneto, que articula una consciencia plena del poder evocador
del nombre, capaz de llamar una totalidad sin reducirla a esta o a aquella
cualidad. Así, el nombre “Matilde” figura en el soneto como “la puerta de un túnel
desconocido que comunica con la fragancia del mundo”. El nombre, como “puerta
de un túnel”, es un medio que conecta con la totalidad de la persona amada, totalidad
simbolizada aquí como “la fragancia del mundo”. La amada es un todo inabarcable, igual a un océano en el
que “corren navíos de madera”. Si el poema es un refugio de amor, el nombre de la persona amada cumple
entonces la función de resguardarla en su totalidad como persona, poniéndola
más allá de cualquier cualidad.
Bibliografía
Barthes, Roland. Fragmentos de un discurso amoroso.
México, Siglo veintiuno editores, 1982.
Frankfurt, Harry. Las razones del amor.
Barcelona, Paidós, 2004.
Frankl, Viktor. Psicoanálisis y existencialismo. México, FCE, 1978.
Helm,
Bennett. Love, Friendship, and the Self: Intimacy, Identification and the
Social Nature of Persons. Oxford, Oxford University Press, 2010.
Jollimore,
Troy. Love´s Vision. Princeton, NJ, Princeton University Press, 2011.
Kripke, Saul. El nombrar y la necesidad. México,
UNAM, 2005.
Luhmann, Niklas.
El amor como pasión: hacia una codificación de la intimidad. Barcelona,
Ediciones Península, 1985.
Murdoch, Iris. “La idea de perfección”. La soberanía
del bien, Iris Murdoch (ed.), Madrid, Caparrós Editores, 2001, pp. 11-49.
Neruda, Pablo. Antología poética. Córdoba,
Ediciones del Sur, 2003.
Nygren, Anders. Eros y ágape: La noción cristiana del
amor y sus transformaciones. Barcelona, Sagitario, 1969.
Ortega y Gasset, José. Estudios sobre el amor.
Madrid, Edaf, 1995.
Pascal, Blaise. Pensamientos. Madrid, Alianza,
1981.
Platón. El Banquete, Fedón, Fedro. Barcelona,
Labor, 1995.
Simmel, Georg. El individuo y la libertad: ensayos de
crítica de la cultura. Barcelona, Ediciones península, 1986.
Stendhal. Del amor. Madrid, Alianza, 1968.
Velleman, J. David. “Love
as a Moral Emotion”, Ethics, nº 109, 1999, pp. 338-74.
Wittgenstein, Ludwig. Investigaciones filosóficas.
Madrid, Altaya, 1999.
Yeats,
William B. Poesía reunida. Valencia, Pre-Textos, 2010.
Date of reception: 28/09/2020
Date of acceptance: 29/07/2020
Citation: Pereira
Restrepo, Sebastián, “Más allá de las cualidades: una aproximación
al sentimiento amoroso desde el lenguaje poético”, Revista Letral, n.º 24, 2020, pp. 262-280. ISSN 1989-3302.
Funding data: The publication of
this article has not received any public or private finance.
License: This content is
under a Creative Commons Attribution-NonCommercial 3.0 Unported
license.
[1] Estas razones en que se fundamentaría
el amor difieren de las razones que brinda el amor como una fuente de razones
para actuar para y por la persona amada. En su obra Las razones del amor,
el filósofo Harry Frankfurt ha desarrollado ampliamente la idea del amor como
fuente de razones. La temática acerca de las razones del amor, tanto en el
sentido que Frankfurt le da a esta expresión como en el que empleo a lo largo
de este artículo, ha sido explorado en tiempos recientes por la filosofía
analítica, p. ej. en los trabajos de Helm (2010), Jollimore (2011) y Velleman
(1999).
[2] Una exposición clásica del contraste entre el amor de
eros y el de ágape se encuentra en la obra Eros y ágape, de Anders
Nygren.
[3] El amor de padres a hijos, por el contrario, se presta
más a una interpretación desde la perspectiva del ágape. En Las razones del
amor, el filósofo Harry Frankfurt desarrolla esa perspectiva.
[4] “La expresión ‘juego del lenguaje’ debe poner de
relieve aquí que hablar el lenguaje forma parte de una actividad o de
una forma de vida” (§23).
[5] El interés sociológico en el fenómeno del amor, del que
Simmel nos brinda un ejemplo, se entiende en parte justamente a partir del
carácter individualizante del amor a diferencia de las relaciones impersonales
que tienen lugar en la sociedad de masas propia del mundo moderno. El contraste
entre relaciones impersonales y el amor como un medio de intensificar las
relaciones personales es precisamente uno de los puntos de partida de Niklas
Luhmann en su Amor como pasión.
[6] Ese es el término que usa Roland Barthes en sus Fragmentos
de un discurso amoroso y que en buena medida se corresponde con lo que,
desde la filosofía del Wittgenstein tardío, llamo aquí los juegos del lenguaje
del amor.
[7] El contraste entre los nombres propios y las
descripciones definidas es elaborado en la obra clásica de Saul Kripke El
nombrar y la necesidad.