Perpetradores y víctimas en Las bicicletas son para el verano
de Fernando Fernán Gómez y Jueces en la noche de Antonio Buero Vallejo
Perpetrators and victims in Las bicicletas son para el verano by Fernando Fernán
Gómez and Jueces en la noche by Antonio Buero Vallejo
Roberta Narcisi
Universitá
di Pisa
https://orcid.org/0000-0001-5873-4363
Recibido: 01/07/2024
Aceptado: 23/09/2024
https://doi.org/10.30827/impossibilia.282024.31191
Resumen
El presente artículo se propone profundizar en las caracterizaciones
dramáticas de los responsables de los crímenes cometidos a partir de la Guerra
Civil en la primera dramaturgia de la transición democrática española. Se ha
elegido la figura del perpetrador para rescatar de los márgenes a uno de los
actores imprescindibles de una realidad marcada por la violencia sin omitir su
relación con las víctimas. A través de un análisis dramático y comparativo se
destacarán dos diferentes caracterizaciones de esta figura en Las bicicletas son para el verano de
Fernando Fernán Gómez y Jueces en la
noche de Antonio Buero Vallejo; se señalará,
además, cómo estas dos obras teatrales impulsan una primera aproximación al
proceso memorialista en el nuevo y frágil contexto democrático.
Palabras
clave: teatro, Perpetrator studies, violencia política, transición
democrática, memoria histórica.
Abstract
This article aims to delve into the dramatic characterizations of those
responsible for the crimes committed from the beginning of the Spanish Civil
War in the first dramaturgy of the Spanish democratic transition. The figure of
the perpetrator has been chosen to rescue from the margins one of the essential
actors of a reality marked by violence without disregarding his relationship
with the victims. Through a dramatic and comparative analysis, two different
characterizations of this type of character will be highlighted in Las bicicletas son para el verano by
Fernando Fernán Gómez and Jueces en la
noche by Antonio Buero Vallejo; it will also be
pointed out how these two plays promote a first approach to the memorial
process in the new and fragile democratic context.
Keywords:
Theatre, Perpetrator Studies, Political Violence, Democratic Transition,
Historical Memory.
La literatura ha dedicado un amplio margen a la figura de la víctima
gracias al hecho de que, sobre todo con la llegada de la democracia en España,
han salido a la luz numerosos testimonios, muchos de ellos de los escritores
exiliados, que pudieron finalmente devolver sus obras a su tierra de origen.
Sucesivamente y a partir de los primeros años del siglo XXI las nuevas
generaciones, los nietos de la guerra, se han comprometido a sacar a la luz las
versiones heredadas en los hogares familiares por sus padres y abuelos,
protagonistas e hijos de la guerra. A través de los movimientos de la posmemoria
(Hirsch, 2015) y de la memoria afiliativa (Faber, 2011) son cada vez
más las iniciativas sociales y artísticas que se producen en este sentido;
memorias silenciadas y parcialmente descoloridas y dañadas por el tiempo han
inundado páginas, escenarios, pantallas. Por otro lado, a los
victimarios, es decir, a los responsables de los delitos cometidos durante la
Guerra Civil y la dictadura franquista, se les ve y oye muy poco porque muy
pocos fueron los testimonios efectivos principalmente porque habían muerto ya o
porque los pocos que quedaron decidieron no hablar o negar. Además, con el clima de silencio e impunidad
impuesto durante la transición democrática se animaba a pasar página y no darle
vueltas al pasado; la promulgación de la Ley de Amnistía (1977) y la
correspondiente falta de procesos judiciales hizo más difícil forjar un retrato
más hondo de las verdaderas identidades de los responsables de la perpetración de
la violencia. Por estas razones, las visiones y las representaciones teatrales
de los victimarios se construyeron a partir, sobre todo, de las miradas y las
palabras de las víctimas.
Con respecto al contexto español, durante el periodo
de la transición se verificaron una serie de “tímidos acercamientos culturales
y periodísticos a las figuras de los perpetradores, que cuestionaban el
discurso hegemónico franquista que responsabilizaba de todos los males de la
Guerra Civil a los republicanos” (Pericet, 2023: 313), pero sin llegar a
erigirse por encima del clima de olvido y silencio impuesto. El parcial interés
historiográfico y literario hacia las figuras de los perpetradores de la Guerra
Civil y la dictadura franquista empezó a verse en concomitancia con el
desarrollo de los movimientos de reparación y recuperación de la memoria
histórica a lo largo del siglo XXI (Pericet, 2023). Hans Lauge Hansen aclara
cómo entre 2000 y 2016 se escribieron unas cuantas novelas sobre la Guerra
Civil y la dictadura en las que se hace explícita de manera más o menos patente
la perspectiva del perpetrador; pero, al mismo tiempo, algunos narradores como
Cercas y Méndez “tienen sus dificultades ético-políticas para defender este
enfoque” (Hansen, 2018). En el panorama dramatúrgico se observa, también, una
significativa escasez de aproximaciones a la perspectiva del perpetrador; en
este sentido Hernando Vázquez aclara cómo en la producción teatral se ha vuelto
imperativa la urgencia de visibilizar a las víctimas de la guerra y del
franquismo mientras que a los perpetradores se los suele generalizar como
“monstruos” o seres ausentes evocados a través de las palabras de las víctimas
(2017: 44-70). Hay, en definitiva, una continuidad en privilegiar el punto de
vista de la víctima con el objetivo de otorgarle el reconocimiento y cumplir
con la justicia que la democracia no restituyó a partir de la transición.
La categoría del
perpetrador despierta la atención no solamente por su escasa presencia, sino
también por su naturaleza antropológica y sociológica. Así, la literatura
y la dramaturgia recurren a mecanismos imaginarios de representación gracias a
los cuales pueden “abrirnos los ojos para ver cómo se presenta el mundo visto a
ojos de las personas en camino de convertirse en victimarios” (Hansen, 2018).
Hannah Arendt empleó la expresión “banalidad del mal” a partir de su visión
crítica del proceso al oficial y criminal alemán Adolf Eichmann en 1961; a
través de sus anotaciones ha trazado un perfil del victimario al que no define
como “monstruo” o “ser excepcional” sino como un ser “terroríficamente normal”
(2003: 282). La capacidad de ejercer el mal es una condición que acomuna a
todos los seres humanos y que, incluso, difumina los límites entre las
categorías de perpetradores y víctimas según los niveles de violencia que
varían conforme a los contextos políticos. Pero si se quiere efectivamente
llevar a cabo un giro hacia el victimario, hay que centrarse tanto en la
naturaleza antropológica como en las razones individuales y sociales que mueven
a cada perpetrador a actuar y si estas llegan a explicitarse en la obra
teatral. En definitiva, para analizar la caracterización textual y escénica hay
que tomar en consideración factores contextuales y antropológico-sociales junto
a los mecanismos propiamente empleados por los dramaturgos.
En este trabajo se pone la atención en las primeras
representaciones de la transición democrática y se adopta un enfoque inclusivo
que hace hincapié en los retratos de los perpetradores y la dialéctica
relacional con las víctimas para vislumbrar el interés teatral que se demostró
hacia ambas figuras en ese nuevo contexto. Se ha elegido focalizar la atención
sobre la construcción dramática de la figura del perpetrador, ya que ampliar su
estudio a las puestas en escena merecería un espacio más amplio para poder
abordarse con debida consideración.
Representaciones del
perpetrador en la transición democrática: entre el espacio público
institucional y el espacio íntimo de la conciencia
La transición democrática es un periodo histórico que en general comprende
el periodo que va desde el 20 de noviembre de 1975 hasta el octubre de 1982,
año en que ganó las elecciones y fue presidente del gobierno Felipe González,
miembro del Partido Socialista Obrero Español. Se puede adoptar el término transición tanto por la situación
política, que tras una larga dictadura intentó lentamente avanzar hacia la restauración
de la democracia, como por la situación dramático-escénica, principalmente
porque la censura tuvo que esperar el año 1977 para desaparecer completamente y
nuevas medidas, sobre todo económicas, debieron emplearse para normalizar los
avances teatrales (Muñoz, 2005). El interés hacia la memoria de la pasada
guerra y la dictadura tuvo que esperar la mitad de los años ochenta y,
principalmente, el principio del siglo XXI para empezar a ver su auge (Aszyk,
2016: 33).
Sin embargo, al reinstaurarse la democracia, se adelantaron dos posturas
importantes en el panorama teatral: por un lado, Ruiz Ramón aclara cómo se
“rescataron” del olvido las obras paralizadas por el estallido de la guerra y
se “restituyeron” los textos del exilio y los censurados durante el franquismo
(de Paco, 2018); por el otro, se escribieron y estrenaron nuevos textos
teatrales en los que se abordaron temas tabúes con cierta libertad, al margen
de las alusiones veladas del periodo dictatorial. Dentro del variado panorama
teatral (teatro independiente, comedia burguesa de evasión, etc. [García
Lorenzo, 1981]) algunos dramaturgos empezaron a dedicarse a la causa
memorialista. En este trabajo se analizarán dos
textos teatrales representativos de este periodo: Las bicicletas son para el verano (1977) de Fernando Fernán Gómez y Jueces
en la noche (1979) de Antonio Buero Vallejo. En ellos se destacan dos
figuraciones dramáticas del perpetrador: el victimario que desde el espacio
público y/o institucional irrumpe en el espacio privado de la víctima y el
espacio íntimo en el que el perpetrador se enfrenta a su conciencia. En el
primer caso, el perpetrador corresponde a las figuras del militar nacional, del
miliciano republicano y de todos los criminales de la Guerra Civil, en el
segundo, al represor durante la dictadura y al político corrupto de la transición. Se han
elegido estas dos obras porque, como se profundizará en este apartado,
vehiculan dos primeras aproximaciones diferentes con respecto a la dialéctica
relacional entre víctimas y perpetradores, si bien ambas son representativas
del nuevo contexto sociopolítico y dramatúrgico en el que se representan.
Las bicicletas son
para el verano, escrita en 1977 y
estrenada en 1982, es una obra de teatro en dos partes de quince cuadros que
ofrece un retrato intimista de una familia madrileña de la clase media, desde
la normalidad de los días previos a la guerra hasta la realidad desfigurada de los
primeros días después del fin de la contienda. Si se analiza la caracterización
del personaje del perpetrador se destaca generalmente una significativa
ausencia de protagonismo. Ya en el reparto del dramatis personae no aparece ningún militar o miliciano. Todos son
vecinos y familiares que sufren las consecuencias cotidianas de la guerra: el
encierro, el ocultamiento, el miedo, el hambre y la pobreza. La elección de
esta ausencia no depende del hecho de despreciar a los responsables de la
contienda, sino de mostrar esa tercera España impotente que no pudo esquivar
los golpes del enfrentamiento bélico (Ros Berenguer, 2000: 440-446). Al mismo
tiempo, si bien Fernán Gómez parece adoptar una aptitud reconciliadora que
reduce al mínimo el protagonismo del enfrentamiento ideológico del combate,
“críticos como Amestoy vieron, sin embargo, un justo trasfondo de ‘amargura
incontenible’ que se iba imponiendo en el desarrollo de la tragedia”
(García-Abad, 1999: 411), a medida que esta va avanzando.
Analizando dramáticamente los grados de
representación de los personajes (García Barrientos, 2017), los perpetradores
no son personajes patentes, es decir caracterizados y presentes en el texto y
en la escena, sino que, por el contrario, son personajes ausentes (aludidos), a
los que se hace referencia a través de los diálogos, y latentes (ocultos), que
pertenecen a un espacio contiguo, parcialmente visible para los personajes
representados.
En el cuadro I aparece una casa iluminada y abierta
en la que la cotidianidad se ve interrumpida por la llegada del padre de
familia, Don Luis, que trae malas noticias: “No sabéis cómo está Madrid. ¡Y el
puñetero periódico! [...] No abre uno una página en la que no haya un muerto,
un incendio” (Fernán Gómez, 2010: 110). El periódico es el primer objeto que se
hace intermediario de la violencia institucional que se insinúa en el espacio
íntimo y familiar y que va aportando noticias sobre la guerra durante todo el
desarrollo de la historia. El segundo objeto que irrumpe es la radio, leitmotiv y elemento de interconexión
entre el espacio abierto y el cerrado. Se escucha el locutor de la radio que
anuncia el golpe de estado, la sublevación de los militares y el estallido de
la guerra, interponiéndose a las conversaciones y los comentarios de los
familiares. Sucesivamente sigue aportando noticias básicas como la no
intervención de las potencias democráticas o el traslado del gobierno a
Valencia; se emite el discurso de la Pasionaria, los himnos republicanos de la
Internacional y la Varsoviana, la llegada de las Brigadas Internacionales. La
familia escucha las radios de ambas zonas, Unión Radio (republicana) y Radio
Burgos (nacional). A las noticias de la radio se interpone la visión desde el
balcón de los milicianos que desfilan por la calle para ir al frente (visible
solo para los personajes patentes).
La violencia de la guerra se acerca cada vez más
irrumpiendo progresivamente en el espacio íntimo del vecindario a través de
explosiones y disparos: “Luis se agacha. Inmediatamente suena
un disparo. La bala rompe el vidrio del balcón. Todos se levantan de la mesa de
un salto” (Fernán Gómez, 2010: 152); “Suenan al mismo tiempo las explosiones,
los disparos de fusil, el tableteo de las ametralladoras, ‘la Varsoviana’ y la
música sinfónica. Todos se sientan a escuchar la radio” (175). Los ruidos, los desastres y las
heridas causados por las armas introducen la dimensión más directa y concreta
de la perpetración violenta que ejercen desde fuera. Arendt
aclara que la violencia posee un carácter instrumental, es decir, exige una
serie de herramientas o medios para realizar un fin que puede o menos
justificar, pero nunca legitimar, su empleo; oponerse a la violencia quiere
decir, en la mayoría de los casos, enfrentarse “no con hombres sino con
artefactos de los hombres, cuya inhumanidad y eficacia destructiva aumenta en
proporción a la distancia que separa a los oponentes” (Arendt, 2006: 63-73). Con
relación a ello, en Tratado sobre la violencia, Wolfgang Sofsky
puntualiza cómo las armas constituyen una autoextensión de los cuerpos humanos
que hacen percibir su presencia. Se caracterizan por cruzar las barreras del
espacio y el tiempo, por la destrucción con una violencia “objetivada” e
indiscriminada; en la mayor parte de los casos el verdugo no se deja ver, se
mantiene alejado y ejerce, a través de sus armas, una violencia que sorprende y
aterroriza a las víctimas (1998: 20-35).
De cualquier modo, en la obra no aparece la
dramatización de una ejecución directa en la que se puedan discernir las
figuras de los responsables. Aparte de la radio y los periódicos, es a través
de las conversaciones entre familiares y vecinos como se desprenden
comunicaciones sobre ajusticiados, torturados y desaparecidos: al hijo de
Revenga los comunistas “le han atado a un árbol, han hecho una hoguera debajo y
le han quemado las piernas hasta las rodillas” y “los de la Falange han
asesinado a tiros a un guardia” (Fernán Gómez, 2010: 111); “se han cargado a
Calvo Sotelo” (127); “una represalia por lo del teniente Castillo” (130); “el
padre de Romera ha desaparecido” (168); al primo Antonio “le dieron el paseo”
(186); “Juan murió en la batalla del Ebro” (234); etc. A lo largo de la pieza no se caracteriza a unos responsables en
concreto sino que se emplean expresiones indeterminadas, tales como “uno de las
Brigadas internacionales”, “estos rojos”, “los militares”, etc. “Los asesinos
no tienen nombre” (Sánchez Zapatero, 2021: 24), porque tienen importancia los
actos violentos y sus consecuencias y no los responsables y las razones por las
que los cometen. Los únicos nombres de miembros institucionales que aparecen
son el teniente José Castillo, militante socialista, y José Calvo Sotelo,
representante del partido monárquico conservador, ambos asesinados al explotar
la guerra. Se van citando algunos nombres comunes de las víctimas y solo en el
epílogo se cita el Caudillo. Todos estos elementos constituyen los únicos
medios que el autor emplea para representar la violencia que desde los espacios
públicos y exteriores, también dramáticamente ausentes y latentes, es decir,
mencionados o contiguos, no representados y visibles solo parcialmente para los
personajes, se abate sobre el espacio íntimo y patente del hogar familiar. “El
enemigo aparece representado como una masa uniformada de destrucción, casi como
una maquinaria en la que no se detectan rasgos humanos”, aclara Sánchez
Zapatero, con la intención de “ceder el primer plano de la narración al
colectivo intrahistórico que vio truncados sus proyectos vitales por culpa de
la guerra” (2021: 24). Se asiste, en definitiva, a un proceso de
descorporeización y cosificación que convierte al perpetrador en una figura
desplazada e intermediada. En esta obra la responsabilidad es de los
victimarios, vencedores y vencidos, que han trastocado la cotidianidad de las
víctimas, representadas por las familias que deciden no tomar parte en la
contienda y cuyas existencias llevan inevitablemente la marca de la violencia y
el sufrimiento. Y terminada la guerra, la bicicleta tan deseada al principio de
la pieza por el protagonista, el joven adolescente Luisito, se convierte en un
recuerdo lejano, así como lejano es el recuerdo de un verano de paz.
Esta dirección es retomada parcialmente por el
dramaturgo José Sanchis Sinisterra en su obra Terror y miseria en el primer franquismo, que empezó a escribir en
1979, durante la transición, y se estrenó en 2002. Inspirada en Terror y miseria del Tercer Reich (1938)
de Brecht, el autor muestra desde una perspectiva intrahistórica nueve retratos
de vida cotidiana en los que se insinúa el primer franquismo. Dentro de un
clima general de terror y miseria, muestra una serie de motivos que
caracterizaron las vivencias de los que sobrevivieron a la guerra: la
incomunicación y el miedo en la primavera del 1939; el control del sistema
escolar; el hambre, la hipocresía y la corrupción, la incomprensión y la
violencia; el encierro y la falta de intimidad; la dialéctica del exilio
físico-interior; el esconderse por miedo a la represalia. Son retratos de
mundos separados que se entrecruzan y en los que, al igual que en la pieza de
Fernán Gómez, nunca se ve al perpetrador entrar físicamente en el espacio
íntimo de los personajes pero se escucha y percibe su presencia, así como se
reflejan en sus existencias las marcas del sufrimiento de la derrota, por un
lado, y el miedo y la hipocresía para salir adelante, por el otro.
Si en la obra de Fernán Gómez los perpetradores
están dramáticamente ausentes y latentes, porque se mencionan y no llegan a
hacerse visibles en el escenario y solo se perciben las consecuencias de sus
actos, mediados, sobre las existencias íntimas de las víctimas, Antonio Buero
Vallejo toma otra dirección y dramatiza el espacio íntimo patente del
perpetrador en otro contexto, entre la transición democrática y la pasada
dictadura. Jueces en la noche,
escrita y estrenada en 1979, es una obra de teatro en dos partes en la que
Buero Vallejo aborda cuestiones histórico-políticas y morales por primera vez
en modo directo, concreto y libre de la censura. Al mismo tiempo, los
personajes dramatizados son ficticios como medida de precaución debido a la
fragilidad transitoria del contexto. El dramaturgo trata principalmente el
terrorismo y el camaleonismo de algunos gobernantes en la transición de un
sistema a otro.
El protagonista de la pieza, el diputado democrático
Juan Luis Palacio, está obsesionado por sus malas acciones como ministro
durante el franquismo hasta el punto que, entre sueño y realidad, se someterá a
un juicio con su propia conciencia de perpetrador. El evento que trastoca su
tranquilidad conyugal y su conciencia dormida es básicamente el encuentro con
el expolicía Ginés Pardo, que no solo le recuerda su pasado oscuro, sino que lo
involucrará en un atentado en contra de un general bajo amenaza de revelar su
verdadera identidad.
Es preciso analizar la caracterización dramática de
Juan Luis teniendo en cuenta las dimensiones real y onírica en las que se
mueve. Juan Luis es un marido fiel, un político respetable, pero excesivamente
oportunista. Al llegar la democracia, declara: “Ahora tenemos que jugar esta
partida miserable de la democracia, pero con la esperanza de recobrar un día la
España verdadera. Y si para ello hay que llegar a la violencia, Dios nos
perdonará” (Buero Vallejo, 1981: 72). Quiere cambiar de partido y convertirse
en izquierdista, con la única intención de elevar su posición social. Pero
Buero Vallejo muestra cómo en el período transitorio que se estaba viviendo en
España no se podía pasar página sin enfrentarse con el pasado a través de una
concienciación imprescindible en cada hombre. Es
precisamente en la dimensión onírica como Juan Luis se encuentra a partir de la
primera escena con algunas figuras misteriosas que se convierten en jueces, de
ahí el título de la pieza. En realidad dos tienen la apariencia de los músicos
que tendrían que tocar el violín y el violonchelo durante el aniversario de
boda con Julia, su esposa, y son metafóricamente fragmentos de su conciencia
que vuelven del pasado para someterlo al juicio más arduo: el enfrentamiento
con sus recuerdos y consigo mismo. El primer recuerdo que le traen a la
conciencia es el día en que intercedió en favor de Julia al ser supuestamente
delatada por su novio, Fermín Soria, un joven aspirante a médico de ideología
republicana. Junto a la aparición de los dos músicos, otro elemento llama la
atención del protagonista: el sonido de una viola y la ausencia de un tercer
músico.
A lo largo de la pieza se descubre que otro de los
fantasmas que aparece en sus sueños recurrentes tiene la apariencia de Don
Jorge, su jefe, aunque no se trate de él ni por su vestuario ni por su
conducta. Este declara que el que toca el violín y tiene “cara de cadáver” es
su hijo, al que le mataron al finalizar la guerra, pero Juan Luis no le
reconoce y declara su inocencia:
¡Ni yo fui culpable, ni los míos! Él infringió las leyes. Si después
tropezó con unas fieras que acabaron con él, lo lamento con toda mi alma.... En
todos los bandos las ha habido. Y otros asesinos habían matado a familiares
míos antes de la victoria (Buero Vallejo, 1981: 99).
Sucesivamente se descubre la identidad de la figura que toca el
violonchelo; se trata del ex miliciano Eladio González: “Usted votó mi muerte
en el consejo de ministros. Cuando lo hizo, me estaban golpeando. Ya no me
duele” (Buero Vallejo, 1981: 125). Los tres le amonestan continuamente sobre la
urgencia de decir la verdad para salvarse de los mismos recuerdos que le están
obsesionando.
Amenazado por Ginés Pardo en la realidad y por su
misma conciencia en el sueño, decide confesarse con el sacerdote pero no logra
decirle toda la verdad, aunque le revela el pasado como asesino de Pardo así
como su parcial involucramiento: “La agresividad nos parecía un deber, una
defensa de España contra la subversión... En alguna ocasión... llegué a
disparar” (Buero Vallejo, 1981: 106). Pero el protagonista es abandonado a su
suerte y tiene que asumir ese cargo de conciencia porque no pueden salvarle ni
la religión ni los sacerdotes.
A través de las declaraciones y
las confesiones de Juan, se deduce que la tipología de perpetrador que nos
propone Buero es la de un criminal burocrático, un “hombre ordinario” (Ferrer y Sánchez Biosca, 2019) que interviene y
justifica su implicación pasada en actos delictivos apoyándose en los discursos
del Poder del tiempo. La falta de admisión de responsabilidad agrava su actitud
presente de perpetrador cuya impunidad es favorecida por su oportunismo o camaleonismo
dentro del nuevo sistema burocrático de la transición. Junto a él hay otro agente del mal en la historia:
el personaje igualmente patente de Ginés Pardo. El expolicía, a diferencia de
Juan Luis, no cuestiona en ninguna ocasión su naturaleza violenta e inmoral; al
contrario, es un criminal que actúa en función de su beneficio personal sin
mostrar remordimientos. A este
propósito, maquina un atentado e involucra a Juan Luis, reprochándole su
complicidad por silenciar: “Tú has matado conmigo porque no avisaste y porque
no hablarás. Y eso es lo único que me importa” (Buero Vallejo, 1981: 143). Le
recrimina, además, su hipocresía al renegar de sus acciones pasadas:
Pardo.- Tú disparaste hace muchos años contra un muchacho y le heriste
[...] porque tienes peor puntería que yo, no mejores intenciones. Y habrías ido
de todos modos a la cárcel si no es porque tu fiel amigo Pardo arregló papeles
y evitó la detención.
[...]
J. Luis.- Fascista.
Pardo.- No me hagas reír. Crees haber cambiado por escupirme una palabra
que antes venerabas y con ella te insultas a ti mismo (Buero Vallejo, 1981: 141-143).
Julia se ha enterado de la verdadera naturaleza de su pareja y le
reprocha también la culpa. Inicialmente Juan Luis consigue mantener su posición
firme apelando a las circunstancias contextuales del tiempo: “Fue un tiempo de
favores y de impunidad, ya lo sé. Pero entonces no eran ilegales, y yo habría
sido muy tonto de no aprovecharlos, como lo hizo todo el que pudo” (Buero
Vallejo, 1981: 149). Pero Julia llega a conocer un secreto oscuro que Juan Luis
no puede negar: él no solamente participó en la detención de Fermín Soria, sino
también la engañó diciéndole que Fermín la había delatado a ella y a sus
amigos; esta mentira respondía a la intención de Juan Luis de casarse con Julia
y, una vez más, pensar en sus propios intereses. Julia no soportará esta traición
y la culpa por haber matado ambos a Fermín y su redención consistirá en
suicidarse.
Buero Vallejo alterna y funde
las dimensiones temporales de presente y pasado a través de una serie de flashbacks y visiones futuras. Los
primeros sirven para vislumbrar hechos pasados como, por ejemplo, el primer
encuentro entre Juan Luis y Ginés Pardo, y las segundas para presagiar hechos
como el asesinato del general planeado por Ginés Pardo y el fracaso del aniversario
de boda que se convierte, por el contrario, en los funerales de Julia. Ambos
recursos toman lugar esencialmente en el sueño, en el que el protagonista
dialoga con su conciencia desnuda. En la escena onírica inicial aparecen una
serie de elementos epifánicos recurrentes a lo largo de la pieza y que vuelven,
adquiriendo un sentido dramático, en la escena final. Se descubre que los
personajes presentes en la escena final, e igualmente en la escena inicial,
están muertos y sus delitos cargan sobre la conciencia de Juan Luis. Además de
Eladio González, el general y la figura con la apariencia de Don Jorge, se
descubre que el músico que toca el violín es Fermín Soria que, finalmente,
vuelve a unirse con Julia, a quien corresponde tocar esa viola abandonada del
principio, simbolizando una reconciliación con un pasado reprimido.
La vertiente onírica posee una dimensión
calderoniana tanto por su capacidad de confundirse con la realidad como por la
connotación moral que conlleva. El Segismundo calderoniano a través de su
experiencia llega a una consideración didáctico-moral: hay que adoptar un buen
comportamiento tanto en el sueño como en la realidad. De igual manera, el sueño
constituye para Juan Luis una dimensión necesaria para poder enfrentarse
libremente con sus oscuros secretos y adoptar una responsabilidad moral que
sigue acallando. No solamente no
evita las muertes del general y de su mujer por temor a admitir su culpa, sino
que en el mismo día de los funerales de Julia accede al rol de consejero,
satisfaciendo su beneficio personal. Ante su delirio de grandeza, los jueces le
reprochan al final de la pieza: “Tú no puedes ayudar a nuestra patria” porque
“tu pasado te lo impide” (Buero Vallejo, 1981: 162-163); al final quedan solo
el vacío y una oscuridad que “devora la imagen de Juan Luis” junto a sus jueces
que, al contrario, siguen brillando en “una victoriosa luz” (Buero Vallejo,
1981: 166).
Si se vuelve al contexto
político y cultural en el que el autor se encontraba al escribir esta obra, se
percibe como fueron muy pocos los testimonios de los perpetradores cuando a
partir de la transición democrática era necesario rendir cuentas con el pasado.
A través del sueño Buero Vallejo imagina una situación posible, necesaria y al
mismo tiempo ausente en la realidad de su tiempo: el ajuste de cuentas y la
admisión de la culpabilidad. En general, el teatro de Buero Vallejo es moral, ya
que tiene que ver “con el deseo de revelar las responsabilidades humanas y las
consecuencias de los actos de cada uno. Son los suyos dramas de conciencia, que
profundizan cada vez más hondamente en el enigma de la culpabilidad” (Iglesias
Feijoo, de Paco, 1994: XIX). Jueces en la noche es un drama en el que la conciencia es la verdadera protagonista que
dialoga con el personaje en la pieza y con los receptores del drama. Si en la
obra de Fernán Gómez la figura intermediada del perpetrador entra en el espacio
de las víctimas, ahora son estas últimas las que entran en su espacio pero no
por su propia voluntad, sino que es su conciencia la que las llama: “Usted nos
ha llamado” (Buero Vallejo, 1981: 126), le reprochan los dos músicos. Al
desnudar su conciencia atormentada, el autor muestra el sentir de su época e
imagina una situación alternativa a través de su obra.
Después de su estreno, Jueces en la noche recibió varios ataques por su naturaleza
bipartidista, síntoma de la persistencia de una escisión política (Sánchez
Sánchez, 2003). En la historia los culpables son los simpatizantes de derechas
y los rojos son las víctimas a los que hay que temer durante la transición
democrática. Sin embargo, a Buero Vallejo le interesa
dramatizar la figura de Juan Luis, cuya ideología política es esencialmente
falaz; se
trata de un funcionario ordinario perfectamente integrado en el aparato
político que actúa por encima de los valores humanos e ideológicos simplemente
para conseguir su propio beneficio tanto como ministro durante el franquismo
como diputado corrupto durante la transición.
Juan Luis, junto con Ginés Pardo, son los hombres comunes de los que
habla Arendt que están dispuestos a ejercer el mal y a silenciar sus acciones
por una razón que aparece clara a lo largo de la pieza: salvar sus propios
intereses. Por otro lado, hay que reconocer que Buero Vallejo nunca
negó haber dejado filtrar en sus obras unas referencias a la Guerra Civil, así
como nunca perdió esa sensación de vencimiento y derrota de la República
(Bravo, 2020); pero, al mismo tiempo, también aceptó el posibilismo de la
dictadura para mostrar a través de su dramaturgia la cara más humana y crítica
de su país (de Paco, 1984). Este primer
drama despojado de la censura no se puede tachar simplemente de “bipartidismo
político” porque el autor aborda unas cuestiones candentes en su época,
asumiendo una posición intermedia.
En primer lugar, las figuraciones de los dos
perpetradores, aunque sí parciales y desdibujadas por la imaginación, sirven
para evidenciar la fragilidad de la transición democrática, donde no solo se
blanquearon los crímenes anteriores de los perpetradores, sino que estos mismos
se mantuvieron al poder y se dio rienda suelta al terrorismo. En segundo lugar,
el autor se hace portavoz de una dirección que empezaba a vislumbrarse en esa
época y que habría inspirado a sus contemporáneos y sucesores: la urgencia de
un proceso de memoria, verdad y justicia. Juan Luis acusa a los jueces de ser
“rojos hambrientos de venganza” y el músico que toca el violín le contesta:
“eres tú quien sigue enarbolando como un garrote el fantasma de las dos
Españas” (Buero Vallejo, 1981: 163). El tiempo se ha parado y la memoria del
pasado detenido; en ese período transitorio que es la vuelta a la democracia,
recordar y cambiar es un compromiso necesario para curar y seguir adelante.
La figura del perpetrador aparece ya en un drama
precedente del autor escrito en 1963, La
doble historia del doctor Valmy, censurado y estrenado en España en 1976.
En esta obra en dos actos Buero Vallejo dramatiza en un contexto inventado, el
país de Surelia (recurso posibilista utilizado para evitar la censura), la
práctica de la tortura y sus consecuencias a través de la figura del policía
Daniel Barnes, haciendo alusión al sistema represivo del contexto dictatorial
en que escribe la obra. El objetivo del autor es condenar la tortura, mostrando
cómo la dialéctica víctima/verdugo se sobrepasa en el momento en que el
perpetrador padece las mismas consecuencias de sus actos, convirtiéndose en
víctima de su propio mal. Otra vez un drama de conciencia.
El doctor Valmy es una figura intermediaria de la
que se sirve el autor para narrar y dramatizar, a través de una serie de flashbacks, la vida de Daniel Barnes,
que se mueve entre el espacio
institucional del trabajo, donde se dedica a la tortura de los presos
políticos, y el espacio íntimo del matrimonio y la familia. El autor nos
muestra que cuando los dos espacios se entrecruzan, inevitablemente el
personaje pierde el control de su vida. Al mutilar los genitales de un preso,
Aníbal Marty, Daniel se queda igualmente impotente y empieza su trastorno
mental. Acude al doctor Valmy para curarse y recibe la siguiente diagnosis:
“usted ha elegido arrepentirse mediante la enfermedad, precisamente por no
estar arrepentido” (Buero Vallejo, 1978: 86).
Al igual que Juan, Daniel es un
funcionario público, un hombre ordinario que a fin de obtener un buen trabajo,
acepta ejercer el mal y convertirse en un perpetrador. A este propósito Santos
aclara que “las torturas no son la expresión de una anomalía o perversión, es
decir, de una patología, la regla es que la tortura se ejerza por sujetos
normales, que, a diferencia del resto, tienen un trabajo peculiar” (2020: 62).
Pero, al contrario de Juan, esta vez es el cuerpo que reacciona, se enferma y
cuestiona la aparente capacidad de ignorar las secuelas de los actos
criminales; “el cuerpo de los perpetradores se rebela y ofrece una resistencia
inconsciente al discurso justificativo que les ha inculcado el Estado represor”
(Morant, 2023: 215). De ahí que a lo largo de la pieza el trastorno
psicosomático de Daniel se complique al enterarse de la muerte de su víctima y,
al mismo tiempo, se complique la relación con su mujer, al enterarse esta de su
naturaleza de torturador. Pese el arrepentimiento de Daniel, Mary, al contrario
de Julia, dispara y mata al perpetrador para que su hijo (la nueva generación)
no pueda convertirse en la copia de su padre, cumpliendo con la justicia
bíblica de la ley del talión y renunciando a la aceptación cómplice de los
delitos cometidos. Morant aclara que esta reacción constituye, también, “un
contrapeso” para que el espectador no empatice con el perpetrador (2023: 217).
En definitiva, Juan y Daniel se convierten en
victimarios a través de sus propias decisiones, razón por la cual no se les puede privar de la
responsabilidad de sus acciones así como nunca se puede legitimar el uso de la
violencia (Arendt, 2006: 72) ni tampoco silenciarlo porque como admite el mismo
Daniel: si la tortura fuera normal, “se incluiría en el código en lugar de
callarla” (Buero Vallejo, 1978: 148). Si a través de la Doble historia del
doctor Valmy Buero denuncia la estructura represiva durante la dictadura,
en Jueces en la noche hace un llamado a los responsables directos de los
delitos cometidos para que admitan su culpabilidad y a la sociedad entera para
que asuma el compromiso de la verdad y la memoria en el frágil contexto de la
transición democrática.
Conclusiones
Al llegar la transición democrática, Las
bicicletas son para el verano muestra un primer retrato con referencias concretas, y no alusivas, a la
situación más íntima de la Guerra Civil. Fernán Gómez decide poner el foco en
la condición de las víctimas de una España derrotada; es en el espacio
doméstico de la cotidianidad y el espacio íntimo de las vivencias personales e
interpersonales donde entran abusivamente las figuras mediadas y deshumanizadas
de los perpetradores desde un espacio igualmente latente y narrado.
En Jueces en
la noche Buero Vallejo caracteriza dramáticamente la identidad del
perpetrador, pero de manera parcial y a través del recurso a lo onírico,
rescatándole solo en parte del espacio del olvido en que se ha confinado y
siempre en virtud de su relación con las víctimas. Sánchez León aclara que “al silencio del perpetrador solo se puede poner voz construyéndola con
aportes procedentes de la imaginación” (2018: 14); efectivamente Buero Vallejo
recurre a la técnica de lo imaginario
para construir un diálogo posible entre el perpetrador y su conciencia y las
conciencias de los que leen, ven y escuchan. En este caso se cumple un giro
“incompleto” hacia el victimario, porque sí se presentan y se hacen explícitas
las razones del origen de los actos violentos de los dos perpetradores, Juan
Luis y Ginés Pardo, pero no se profundiza en ellas, en virtud de una ausencia
de testimonios reales y admisión de culpa por parte de los responsables, ni se pone el foco
en la responsabilidad de los republicanos durante la guerra y se destaca, una
vez más, la perspectiva de las víctimas.
Sin embargo, los dos dramaturgos forjan dos retratos que expresan unas primeras direcciones
memorialistas en el nuevo contexto democrático vacilante. Sus obras permiten
mostrar finalmente dos caras ocultas: Fernán Gómez privilegia la realidad más
íntima de las víctimas indefensas de la Guerra Civil suprimida durante largos
años; Buero Vallejo dramatiza el contexto de la transición caracterizado por
una dimensión real y una dimensión imaginada, en las que toman forma la
apariencia pública e íntima del perpetrador respectivamente. Desde la intimidad
asediada de las víctimas de la guerra a la crisis de conciencia del perpetrador
durante la transición, los dos dramaturgos cumplen con la intención de oponerse
al olvido y al silencio impuestos al finalizar la dictadura.
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