El fin de la historia del siglo XX del folclore musical argentino: el surgimiento del folclore joven

The End of the History of 20th Century of Argentinean Folk Music: The Emergence of Young Folklore

 

Juliana Guerrero

Universidad de Buenos Aires / CONICET

 

julianaguerrero@gmail.com

https://orcid.org/0000-0001-9134-6434

Recibido: 20/04/2024

Aceptado: 23/09/2024

https://doi.org/10.30827/impossibilia.282024.30619

 

Resumen

Este trabajo aborda el surgimiento del folclore joven argentino en la década de los noventa del siglo pasado. Se sostiene como hipótesis principal que es posible delimitar como fin de la historia del siglo XX del folclore musical la emergencia de este fenómeno. En primer lugar, se presenta una ajustada síntesis de la historia del folclore en la Argentina durante el siglo XX. En segundo lugar, se describe y analiza el folclore joven a través de sus características más distintivas. En tercer lugar, se examina el lugar del folclore joven en la escena musical folclórica. Por último, el foco está puesto en el concepto de juventud y su relación con esta música en particular.

 

Palabras clave: juventud, folclore joven, Argentina.

 

Abstract

The emergence of the young Argentinean folklore in the nineties of the past century is the subject of this paper. The main hypothesis is that the emergence of this phenomenon marks the end of the history of twentieth century folk music. Firstly, the history of Argentinean folk music in the twentieth century is summarized. Secondly, the description and analysis of the main characteristics of young folklore is presented. Thirdly, its place within the folk music scene is examined. Finally, there is a consideration of the concept of youth and, in particular, to this music.

 

Keywords: Youth, Young Folk Music, Argentina.

 

El folclore musical argentino durante el siglo XX

A pesar de la abundante bibliografía sobre el folclore musical en la Argentina (Chamosa, 2012; Díaz, 2009; Gravano, 1985; entre otros), en dos trabajos anteriores[1] propuse una lectura de su historia durante el siglo XX a partir de la idea de siglo corto de Eric Hobsbawm (1994). Dicha noción permite referirse a un siglo histórico en lugar de uno cronológico y, de esa manera, acotar el lapso a un tiempo menor a cien años, si se consideran dos hitos cardinales que dan principio y fin a esa historia. Se trata de la llegada de Andrés Chazarreta a Buenos Aires en 1921 y la entrega del Premio Mención Especial SADAIC del Festival Nacional de Folklore de Cosquín a Soledad Pastorutti en 1996.

Esta historia tiene, a comienzos del siglo XX, dos antecedentes que dieron lugar a que el folclore se transformara en una de las escenas más importantes dentro de la música popular argentina. El primero de ellos consiste en las grabaciones de música popular “criolla” realizadas por Robert Lehmann-Nitsche en 1905 (García, 2012). Ellas formaron parte del trabajo de recolección que el antropólogo alemán efectuó durante su estancia en Argentina y que se complementa con las grabaciones de músicas indígenas. Estas fijaciones sonoras pueden considerarse las primeras impresiones de esas músicas, cuyo fin era conservar las prácticas musicales de la época. Durante ese período de entre siglos, Argentina atravesó un proceso migratorio interno y de Europa –especialmente de España e Italia– que estaba vinculado a las promesas de progreso y modernidad del plan de industrialización estatal. El crecimiento demográfico exponencial fue acompañado de cambios transformadores, tales como la conectividad que brindaba la extensa red del ferrocarril, el proyecto educativo que proponía revertir las altas tasas de analfabetismo y la búsqueda de una identidad nacional desde esa perspectiva culturalista. La pretensión de una unidad nacional apeló al folclore para construir un ideal de argentinidad, en el que estuvieran expuestas las costumbres, la lengua, las prácticas culturales, la música, etcétera. El folclore se constituyó, así, en una caja de herramientas para forjar la consolidación del ser nacional.

La cultura criollista se conformó como epítome de la nueva construcción idiosincrática de argentinidad. En ese nuevo escenario político y social de comienzos de siglo, el consumo musical abarcaba una producción poético-musical de manifestaciones folclóricas y de tradición oral en las que abundaban las décimas, coplas y romances, que formaban parte de esa cultura popular integrada. Luego del proceso de organización en la segunda mitad del siglo XIX, los campesinos fueron considerados “las bases de una floreciente argentinidad” (Kaliman, 2004: 32). Tal como señala Oscar Chamosa: “El campesino varón, antes reprobado por su falta de civilidad, se convirtió en poseedor de una sabiduría natural” (2012: 27). Fue así que, a lo largo de la primera mitad del siglo XX, la región del Noroeste se transformó en “la mejor candidata a título honorífico de cuna de la argentinidad” (Chamosa, 2012: 46), y como consecuencia de ello, y con el apoyo del Estado, se difundieron géneros como la zamba, la chacarera, el gato, la milonga, la vidala, la cueca y la tonada. Algunos de estos géneros eran también repertorio de la región pampeana. Para completar el mapa folclórico, con el correr de los años se introdujeron, aunque en menor medida, el chamamé, el valseado y el schottis, propios de la región del Nordeste. El interés en la tradición por parte de las clases dominantes terratenientes dio lugar a lo que podría denominarse una espectacularización de esa música y eso es lo que, en mi lectura, da comienzo al “siglo corto” mencionado anteriormente.

El segundo antecedente se produjo en 1911, con la creación de la Compañía de Arte Nativo por parte de Chazarreta (1876-1960), en su ciudad natal de Santiago del Estero. Se trataba de un conjunto musical y teatral, que representaba la cultura de esa provincia, “diseñado para espectáculos teatrales parecidos a los de la tradición de Teatro Criollo” (Carlson, 2013: 129). De allí que Nagano lo considere un “ejemplo de mediación cultural entre la Argentina rural y urbana” (en Carlson, 2013: 129).

La historia del siglo XX del folclore argentino comienza diez años después de este debut. En marzo de 1921, la compañía llegó a Buenos Aires y realizó una temporada en el teatro Politeama, que “lo catapultó a la aclamación nacional. Durante la década siguiente, el conjunto emprendió más de media docena de giras nacionales, actuando a través del país hasta principios de los años 30” (Carlson, 2013: 130). Su paso por Buenos Aires fue determinante. Esa recepción exitosa fue acompañada, según señala Julius Carlson (2013), por otras dos circunstancias propias de la “modernidad primitiva”. La primera remite a las grabaciones realizadas por Chazarreta para el sello Victor entre los años 1929 y 1940 en 175 discos, y la segunda es su participación en programas radiales dedicados a la tradición, luego de que en los años 30 se disolviera su compañía y conformara la Orquesta de Arte Nativo.

A partir del desembarco de la Compañía de Chazarreta y durante ese período, 1921-1996, la música folclórica estuvo caracterizada por las ideas de identidad, tradición y espectacularización, producto de un creciente star system, que se forjó en Buenos Aires y se extendió a lo largo y ancho del país con artistas provenientes de una gran cantidad de provincias (aunque durante su historia surgieron propuestas alternativas con cambios e innovaciones). De este modo, el folclore estableció un vínculo inquebrantable con su audiencia a través de las actuaciones en vivo y los medios masivos. La radio, la industria discográfica, las revistas especializadas y la televisión conformaron una constelación en la que el folclore consiguió producirse, difundirse y consumirse como una práctica musical que evocaba al ser nacional. Esta música tuvo unos años de auge en el primer lustro de 1960, con solistas y conjuntos que reivindicaron el folclore con distintos estilos (Buenaventura Luna, Atahualpa Yupanqui, Los Chalchaleros, Los Fronterizos, Jorge Cafrune, Los Trovadores, José Larralde, y un largo etcétera). En los años 70, decayó su consumo hasta el período de silenciamiento y censura durante la dictadura cívico-militar que comenzó en 1976 y culminó en 1983. Con el advenimiento de la democracia, la escena folclórica se fue recuperando paulatinamente. Un hito fundamental aún en dictadura y posterior a la Guerra de las Malvinas (1982), fue el regreso de Mercedes Sosa de su exilio, marcado por la realización de trece conciertos en el teatro y dos en un estadio de fútbol, que convocaron a más de noventa mil espectadores.[2] Esos conciertos masivos mostraron cómo, además del valor estético, su música transmitía una postura ideológica explícita, que visibilizaba a los olvidados, denunciaba injusticias y apelaba a un público joven en busca de un mundo con mayor igualdad. A pesar del éxito de la cantora tucumana, los grupos de folclore más vinculados a la tradición, con un repertorio que respondía a las ideas de patria, pasado y mundo rural, no tuvieron esa respuesta por parte del público.

Fue recién a mediados de los años noventa el momento en el que surgió una “revitalización” con una generación de músicos que se conoció como “folclore joven”. Esos artistas apelaron a una nueva audiencia para convertirse en un fenómeno de masas, que trascendió las fronteras de Argentina. Por sus características innovadoras en la escena, la fusión con otros géneros, la masividad que obtuvo en muy poco tiempo y el debate que generó al interior de la escena musical, es posible marcarlo como el fin de la historia del siglo XX del folclore musical argentino.

 

El folclore joven

Figuras solistas como Soledad Pastorutti, Luciano Pereyra, Facundo Toro y Abel Pintos, y grupos como Los Nocheros, Los Alonsitos y Los Tekis fueron los más destacados de este fenómeno. Su repertorio se caracterizó por textos con una temática amorosa muy explícita y por un tipo de arreglo musical, que buscaba acercarse a la música “melódica-romántica”, con una potencia mayor a la que se usaba hasta entonces. La prensa y la industria musical denominaron al fenómeno que surgía de la mano de estos artistas como folclore joven, puesto que se trataba de un recambio generacional que proponía un “renacimiento” en esa escena. Este se alcanzó a través de su participación en el Festival Nacional de Folclore, el más importante del país que se lleva a cabo en la ciudad de Cosquín (Córdoba).[3] La posibilidad de actuar en la Plaza Próspero Molina, donde se realizan las funciones, fue la plataforma de descubrimiento no solo para el público presente, sino también para los telespectadores que seguían el espectáculo desde sus hogares. Asimismo, la prensa y las radios coadyuvaron a generar un espacio propicio de visibilización y escucha de los nuevos músicos. A modo de ejemplo, dos notas del diario de mayor tirada de la época son elocuentes para señalar el cambio que se produjo en el antes y después del folclore joven:

 

“El Festival de Cosquín se encuentra, quizás, en un momento de transición, debatiéndose entre la pureza de su cultura y su comercialización irremediable”, escribía el periodista Mariano del Mazo en el diario Clarín en una nota periodística en 1993 (Giordano y Mareco, 2010: 181, resaltado del autor).

“Impresionante. Ese es el calificativo que mejor se ajusta a lo que sucedió en la noche del martes en Cosquín: la pequeña Soledad Pastorutti –de tan sólo 16 años– y Los Nocheros tomaron por asalto el escenario Atahualpa Yupanqui y convirtieron la Plaza en un apabullante hervidero de jóvenes (y no tanto) que los vivaron como si estuvieran en un concierto de rock, escribía Marta Platía en su crónica de la noche del martes para Clarín (Giordano y Mareco, 2010: 196, resaltado del autor).

 

Además de Soledad, los solistas y grupos arriba mencionados obtuvieron durante la década de 1990 el Premio Revelación y/o el Premio Consagración que cada año entrega la organización del Festival.[4] Esos galardones, en la mayoría de los casos, fueron la piedra de toque para que la industria les diera un espacio de actuación en otros escenarios, los contratara para grabar discos y los convirtiera en estrellas de la música popular, en varios casos con proyección internacional. Entre 1992 –año en el que Los Alonsitos ganaron el Premio Consagración de Cosquín– y 1999, esos grupos y solistas grabaron 25 discos. La mayoría de ellos llegaron a vender centenares de miles de copias. En síntesis, el Festival Nacional de Folklore de Cosquín, que lleva más de sesenta ediciones, es un dato significativo para la consagración de estos artistas, porque es allí donde el público, junto a los medios de comunicación –que televisan y siguen a través de la prensa y la radio las actuaciones–, dan su visto bueno u ofrecen sus críticas de lo que la industria acecha para producir y promover.

El peso de los festivales no es un tema menor en el estudio del consumo del folclore argentino. En un trabajo reciente sobre los festivales de verano en Córdoba, Claudio Díaz (2020), afirma lo siguiente:

 

[El Festival Nacional de Folklore de] Cosquín vino a ocupar un espacio vacío y rápidamente mostró ser algo que el campo del folclore necesitaba: un espacio en el interior que funcionara como instancia de legitimación y consagración, y contribuyera al mismo tiempo al afianzamiento del campo como tal (89).[5]

 

Y en cuanto al folclore joven asegura:

Cosquín, además de ser muchas otras cosas, se fue convirtiendo en la gran vidriera del mercado del folclore dando lugar a un sistema de ‘estrellas’ que ya se había manifestado desde el principio, pero que hizo eclosión en la década del noventa con la aparición del llamado ‘folclore joven’ (Díaz, 2020: 95-96).

 

El mecanismo de consagración se produjo a través del apadrinamiento artístico a estos músicos adolescentes por parte de otros ya consagrados. Soledad, Abel Pintos y Luciano Pereyra fueron acogidos por César Isella, León Gieco y Horacio Guarany respectivamente. Estos apoyos fueron fundamentales para el lanzamiento de sus óperas primas.

Si bien los artistas mencionados fueron los que alcanzaron mayor reputación, es importante aclarar que como parte de esa generación surgieron también otros artistas, tales como Raly Barrionuevo, Roxana Carabajal y Mariana Carrizo, aunque sus propuestas musicales, la estética y el posicionamiento ideológico fueron distintos. Algunos de ellos provenían de familias de músicos, que tenían una extensa trayectoria en la escena. Es por esa razón, tal vez, que sus repertorios incluyeran una mayor variedad de géneros folclóricos (copla, huayno, chamamé, etc.) y sus arreglos estuvieran más vinculados a las danzas tradicionales, es decir, un repertorio más propenso al baile, con letras cuyas temáticas se referían al paisaje, la añoranza por el pago y también al amor, y un posicionamiento en el escenario más definido políticamente, en especial con respecto a la defensa de la tierra, las necesidades de los olvidados y un mercado opresor.

 

Repertorio

Como se anticipó, su repertorio ahondaba en una temática amorosa muy distinta a las temáticas que hasta ese momento tenían las músicas folclóricas. Un acercamiento a las letras de los primeros discos, evidencian campos semánticos vinculados al amor, los sentimientos, el placer, etcétera. A continuación, se analizan los tres primeros discos de Los Nocheros, Soledad y Pintos como ejemplos de esta característica. El primer caso es Con el alma, de Los Nocheros (1994), en él priman vocablos tales como “amor”, “corazón”, “alma”, “piel” y “cuerpo”:

Fig. 1. Nube de palabras de Con el alma. Elaboración propia.

 

Las letras vinculadas al acto amoroso describen escenas como la siguiente:

 

“Quiéreme, no guardes ganas para después

la pasión nace en el alma y brota en la piel

tócame, solo el deseo te hará mujer

el temor junto a la ropa caerá a tus pies”.[6]

 

Los Nocheros era un cuarteto de muchachos, que aspiraba al éxito no solo por su condición de músicos sino también por una aprobación por parte del público por su atractivo físico y la sensualidad desplegada. El deseo, la pasión, el erotismo, el acto sexual y la consumación del amor –siempre descriptos de manera explícita entre una pareja hetereosexual– en las letras de sus composiciones, respondían a una búsqueda por atraer a una audiencia femenina, que se manifestaba en las actuaciones con gritos, aullidos, aplausos y coros.

Junto a ese repertorio, también incluían otras obras con una temática de fiesta, por ejemplo, a través del Carnaval en Salta, su provincia de origen:

 

Carpas de Salta

las vuelvo a recordar

bandoneón y guitarra

zambas para bailar

[…]

Chicha y aloja

vinito pa’ chupar

ramas de albahaca verde

olor a carnaval.[7]

 

De esta manera, la vida amorosa y la fiesta ocupan la mayoría de los temas de sus discos. El segundo ejemplo del cambio temático propuesto por este folclore es Poncho al viento, de Soledad (1996), en el que también surgen en los primeros lugares de la lista las palabras “alma”, “vida”, “corazón”, “amor”, “cantar”, “recuerdo”:

Fig. 2. Nube de palabras de Poncho al viento. Elaboración propia.

 

Soledad Pastorutti, o La Sole, como rápidamente fue apodada, se presentó en sus comienzos como una niña “gauchita”, proveniente de un pueblo de la provincia de Santa Fe, Arequito, que transmitía felicidad y alegría por cantarle al pago, recordar las tradiciones y las costumbres de los habitantes del campo y mostrar entusiasmo sin mencionar ningún tipo de problema social, político o económico. Los campos semánticos de su repertorio buscaban un acercamiento con el público a partir de sentimientos compartidos, al tiempo que enfatizaban el placer y la diversión que podían estar asociados a momentos de festejo.

El último caso es Para cantar he nacido, de Abel Pintos (1997). Su repertorio es un poco más tradicional que el resto y aparecen mencionadas ciudades del interior del país, nombra la chacarera como sinécdoque del folclore y se destacan términos relacionados con la geografía y el paisaje tales como “viento”, “tierra” y “monte” de manera repetida:

 

Fig. 3. Nube de palabras de Para cantar he nacido. Elaboración propia.

 

Por su parte, Pintos, provenía del sur de la provincia de Buenos Aires, de una ciudad portuaria, y fue “descubierto” por el cantante Raúl Lavié. Era un niño que aún no había cambiado su voz cuando se subió a los primeros escenarios y grabó Para cantar he nacido. El cambio temático en las letras de las composiciones marcó un quiebre con el folclore que hasta entonces estaba asociado a la vida de campo, el gaucho, la tierra, las costumbres y los hábitos de las poblaciones del interior del país. La manera de cautivar a un público coetáneo fue a través de temas con los que sintieran atraídos e identificados, que trascendieran las fronteras del mundo rural y que sus letras se corearan hasta el cansancio en cualquier fiesta o evento social con espíritu festivo.

Junto con el cambio en la temática de las composiciones, los arreglos musicales también tuvieron innovaciones, ya que incorporaron instrumentos que no estaban asociados a la escena folclórica más tradicional. Es importante señalar que, a partir de los años sesenta, se produjeron, en el folclore, cambios significativos con respecto a la instrumentación y la fusión con otros géneros, aunque ello no fue un cambio de paradigma ni logró transformar la escena general. Por ejemplo, el “Chango” Farías Gómez creó el grupo Los Huanca Hua, que se caracterizó por arreglos vocales en los que primaban el contrapunto y una conducción de voces distinta a la manera tradicional de líneas vocales a distancia de terceras. Además, algunas de las voces imitaban el sonido de instrumentos o acompañaban la voz principal con onomatopeyas. Junto con estos arreglos novedosos, esos grupos incorporaron instrumentos eléctricos como la guitarra y el bajo, y la batería. Estos cambios e innovaciones, sin embargo, no fueron los que predominaron en la escena del folclore, que siguió manteniendo en gran medida un repertorio asociado a la tradición, el ser nacional y el mundo campesino. Desde el boom del folclore que, como se mencionó en el apartado anterior, se manifestó a comienzos de los años sesenta, los espacios dedicados a esta música tuvieron pocas transformaciones, mantuvieron un repertorio que remitía a la tradición, conservaron la forma de los géneros para poder danzar esas músicas siguiendo las coreografías habituales y ofrecían los arreglos tradicionales de conjuntos instrumentales de guitarra y bombo, y voces moldeadas por un canto a intervalos de terceras.

En síntesis, el folclore joven volvió a sacudir la escena musical con un repertorio que incluía composiciones nuevas y arreglos de músicas consideradas propias del folclore, aunque con una sonoridad muy distinta. En general, respondían a géneros tales como chacarera, zamba, chamamé, cueca, etc. Si bien las letras de las obras remitían a nuevas temáticas, en sus discursos sobre y fuera del escenario, los músicos apelaban a una identidad nacional común, hacían referencia a sus provincias de procedencia y promulgaban ciertos valores del ser nacional.

 

Tapas de los discos

Las tapas de los discos también son elocuentes sobre la nueva estética que pretendían establecer. Pueden ser comprendidas como dispositivos enunciativos que apelaban a la audiencia buscando que ésta se identificara con sus ídolos. Por ejemplo, mientras Los Nocheros y Luciano Pereyra posaban sensualmente con peinados y vestimenta de moda, los adolescentes Abel Pintos y Soledad aparecían más relajados con actitudes propias del evento musical, él con la boca abierta como si estuviera cantando y ella con el brazo levantado revoleando un poncho. Estas últimas actitudes pueden leerse como epítomes de otra de las características del folclore joven:

 

Fot. 1 y 2. Tapas de los discos Con el alma de Los Nocheros y Amaneciendo de Luciano Pereyra.

 

Fot. 3 y 4. Tapas de los discos Para cantar he nacido de Abel Pintos y Poncho al viento de Soledad Pastorutti.

 

La estética visual era muy importante tanto en las presentaciones en vivo como en su condición de figuras estelares en las tapas de los discos. En éstas, Abel Pintos y Soledad se presentaban con un atuendo que no estaba completamente definido. Ella vestía bombachas de gaucho, aunque sin faja, que estaba considerada como una prenda masculina. En la foto de su primer disco, además, lucía un chaleco, al igual que Pintos. Esta prenda solía usarse tanto como parte del traje del hombre citadino como por el hombre de campo. Mientras tanto, Los Nocheros y Luciano Pereyra vestían ropa que no estaba asociada a los trajes del gaucho.

 

Puesta en escena

Otra de las características de este folclore es que en los conciertos se destacaba una espectacularidad dirigida a miles de seguidores que llenaban grandes teatros, estadios y canchas de fútbol. Los escenarios estaban armados con luces y sonido amplificado propios de conciertos de otros géneros musicales. El star system creado por la industria durante el siglo XX se profundizó y acrecentó. La figura del productor fue fundamental en este sentido. Por ejemplo, en el caso de Soledad, ella tuvo contrato desde su primer disco con Sony Music y el productor de su cuarto disco fue el cubano Emilio Estefan. El consumo del folclore joven fue sorprendentemente masivo a través de la venta de millones de discos compactos, la difusión por radio y televisión, y la participación de algunos de estos artistas en películas. También, en algunos casos, se destacaron por alcanzar la internacionalización de su música en América Latina.

Además de los espacios específicos del folclore como lo eran los escenarios de los festivales y las peñas, estos artistas proponían espectáculos en los que los espectadores bailaban, coreaban, gritaban, durante todo el show. Los músicos los arengaban a seguirlos con el canto y el público revoleaba alguna prenda cuando Soledad lo hacía con su poncho y les proponían un ambiente de euforia, fiesta y diversión. La alegría era el signo de la época y los espectáculos eran verdaderos espacios de algarabía y exaltación. De manera similar a lo que ocurría con otras músicas populares, existió un mercado paralelo a los discos que ofrecía vestimenta, accesorios y objetos con la cara de los artistas; así los músicos se convirtieron en verdaderas celebridades. La cultura del fan emergió en toda su extensión.

 

¿Un resurgimiento en la escena musical folclórica?

Esta revitalización permite entonces revisar el debate sobre el folclore musical argentino. En particular, ¿qué es lo que estos músicos conservaban del folclore que había marcado un boom en la década de 1960?, ¿cómo se posicionaban los sujetos? y ¿qué aspectos de la música popular argentina y latinoamericana contemporánea se inmiscuyeron en este fenómeno?

Los cambios e innovaciones en el folclore argentino se habían producido a lo largo de todo el siglo XX. Esta práctica musical, como se dijo, había conformado una industria, un star system, al tiempo que había habido cambios en torno al repertorio y los arreglos musicales. Con el correr de los años, la temática reservada para el paisaje, la nostalgia por el terruño y las prácticas campesinas habían sido desplazadas por algunas propuestas alternativas y habían surgido composiciones en las que los sujetos, en especial, los hombres, tomaban protagonismo, como fue el caso paradigmático de Yupanqui. Esas músicas denunciaban injusticias, visibilizaban condiciones precarias de vivienda y trabajo y mostraban un mundo desigual y necesitado. En especial, los músicos más cercanos al Movimiento del Nuevo Cancionero fueron quienes levantaron esta bandera, aunque no fueron los únicos. Durante la época del boom, surgieron también una gran cantidad de grupos corales que eligieron un repertorio folclórico con una pretensión vanguardista en sus arreglos. También aparecieron en escena músicos como Eduardo Lagos, Manolo Juárez, el “Chango” Farías Gómez, el “Cuchi” Leguizamón y los grupos Huerque Mapu y Anacrusa, entre otros, cuyas músicas fueron concebidas como proyección folclórica (Marchini, 2008: 145-146).

Ahora bien, la propuesta del folclore joven era totalmente distinta. En una época política donde primaban, en el país, las ideas neoliberales y se acrecentaba la falta de expectativas laborales para los jóvenes, el modo de apelar a la nueva audiencia fue a través de temáticas completamente distintas. En este momento se destacaron el amor, el deseo, la conquista amorosa explícita, la pasión y la devoción por un romanticismo que se hacía eco en otras músicas populares de la época. Es importante recordar, por ejemplo, que en 1991 el músico mexicano Luis Miguel batió récords con la grabación del disco Romance.[8] El auge del bolero y la miamización de la música latina (Party, 2018),[9] se fundía con parte del repertorio de este folclore para aumentar ventas e internacionalizar la carrera de los artistas. La fusión podía darse con la canción pop y otros géneros latinoamericanos, pero, a diferencia de los músicos que habían dado una respuesta al canon folclórico de los sesenta, estos jóvenes músicos no se definían políticamente ni traían una agenda de denuncias. Su posicionamiento artístico fue un aggiornamento de la escena tradicional del folclore con una estética propia de la época. Es importante remarcar que, en esa década, la escena cultural atravesó transformaciones y renovaciones entre las que se destacaron el Nuevo cine argentino, la poesía de los 90, el rock barrial, la cumbia villera y la consagración de la música de cuarteto en un escenario nacional.

 

Juventud, divino tesoro”

El fenómeno del nuevo folclore de la década de 1990 lleva a examinar, por último, el concepto de juventud. Este ha sido estudiado como una categoría social emergente surgida después de la Segunda Guerra Mundial (Clarke et al., 2014; Grossberg, 1993). Tal como afirman John Clarke, Stuart Hall, Tony Jefferson y Brian Roberts, el concepto “‘Juventud’ surgió como categoría en la Inglaterra de postguerra como una de las asombrosas y visibles manifestaciones de cambio social del período” (2014: 61). Es decir:

 

[E]n los años cincuenta [del siglo XX], la ‘juventud’ vino a simbolizar el punto más avanzado del cambio social: el término “juventud” era empleado como metáfora de cambio social. […] la juventud era la vanguardia de la sociedad venidera desclasada, postprotestante, consumista. […] [En los años sesenta, en Inglaterra] la ‘juventud’ era catalogada, no solo como agente consciente del cambio, sino como impulsora deliberada de la sociedad hacia la anarquía: la juventud como la minoría subversiva (138-140).

 

Específicamente en la vinculación de la juventud con la música, Simon Frith afirma que:

 

La música conecta con un tipo de concreto de turbulencia emocional, asociada a cuestiones de identidad individual y de posicionamiento social, en la cual lo que más se valora es el control de los sentimientos públicos y privados. […] Los jóvenes [no solo] necesitan la música, sino también que el ser ‘joven’ se define a partir de la música. […] La música juvenil es socialmente importante no porque refleje la experiencia de los jóvenes (auténtica o no), sino porque define para nosotros lo que es la ‘juventud’ (2001: 425-426).

 

Esta relación propia de la identidad entre la música y la categoría de joven, se verifica en el posicionamiento de otro estudioso en la materia al analizar el rock. Me refiero a Lawrence Grossberg, quien sostiene que:

 

Objetivamente, el rock es una cultura musical de posguerra, producida por una industria musical reconfigurada, para una audiencia, autoconscientemente definida (por la industria, el público y otras instituciones sociales) por un sistema de diferencias generacionales y sociales. Según este modelo, el rock es música hecha explícitamente para la juventud, aunque sigue sin estar claro si la juventud se define por la aparición siempre repetida de generaciones más jóvenes o por la aparición histórica de una generación específica de jóvenes. En cualquier caso, el campo sociocultural dividido por la diferencia de la juventud siempre está también dividido por estructuras de clase, raza y género (1993: 171).[10]

 

Este mismo binomio música-juventud estudiado en el mundo anglosajón, también tiene un recorrido en la historia de la música popular argentina. Según detalla Valeria Manzano, en los años sesenta, la “nueva ola” remitía a “los nuevos estilos musicales que impulsaban una vertiginosa transformación del consumo cultural, las modas y el esparcimiento de los jóvenes. El término denotaba renovación y condensaba en un significante los cambios de una cultura de masas cada vez más juvenilizada” (2017: 115). En otras palabras, es posible afirmar parafraseando a Manzano que la “juventud” en la Argentina de los años sesenta se creó a sí misma y adquirió reconocimiento a través de sus estilos musicales, sus actividades de esparcimiento y sus consumos específicos (2017: 150).

 

La juventud y el folclore argentino

En el año 1948, debutó el grupo Los Chalchaleros, cuarteto emblemático salteño, que pasó a la fama durante el período del boom. En el momento de su debut, dos de sus integrantes, los primos Saravia (Aldo y Juan Carlos) tenían apenas 18 años. A comienzos de esa misma década, el pianista santafecino Ariel Ramírez comenzó una larga gira por el país hasta que llegó a Buenos Aires, donde brindó una serie de conciertos y fue contratado por Radio el Mundo. Tenía poco más de veinte años.

En cuanto a la figura destacada del Movimiento del Nuevo Cancionero, Mercedes Sosa tenía solo 24 años cuando grabó su primer disco, La voz de la zafra, en 1959. Por otro lado, la eclosión de grupos vocales que ofrecían un repertorio folclórico fue también característico de esa época. Uno de los primeros fue el que lideró Farías Gómez, que por aquel entonces tenía 23 años. Retomando las palabras de Manzano, en esos años, los cambios musicales también se incorporaban al folclore: “[e]l gusto de los jóvenes por el folclore explica en gran medida su auge a principios de los años sesenta” (2017: 126).

Las edades de los artistas del folclore joven, en algunos casos, eran similares a éstas: Jorge Rojas, voz líder de Los Nocheros, tenía 21 años cuando se unió al grupo. En cambio, los tres solistas arriba mencionados eran aún adolescentes cuando subieron por primera vez al escenario del Festival y fueron reconocidos con los Premios de Cosquín: Soledad había cumplido 15 años, Pintos, 12 y Pereyra, 18.

La lista de casos de músicos folclóricos jóvenes es más extensa, pero mi reflexión está relacionada con la denominación de esa generación que irrumpió en la década de 1990 y que se la conoció con ese nombre. Entonces, si la relación entre la juventud y el folclore ya se había producido treinta años antes, la pregunta es: ¿por qué la condición de juventud fue la elegida para que fuera parte del nombre del fenómeno en la última década del siglo XX?

Si ahondamos un poco más en el análisis de este fenómeno, advertimos que Natalia Díaz desde una perspectiva socio-semiótica, describe el escenario y afirma que “el folklore de los años 90 fue un discurso realizado por jóvenes para jóvenes, que posibilitó una reapropiación de la tradición folklórica a partir de lenguajes sonoros, estéticos y corporales pertenecientes a otros mundos musicales” (2015: 52). La autora señala que: “[e]l Folklore Joven ofrecía al público una idea de comunidad mercantilizada, donde los recortes del pasado y los valores enunciados eran construidos por el mercado” (Díaz, 2015: 55). Y agrega: “[e]l Folklore Joven era una mercancía que, para acrecentar su valor de cambio, volvió difusas las diferencias con otros géneros musicales” (2015: 61). En cuanto a las características sonoras, Díaz asegura que: “[e]n pos de favorecer la potencia, las dinámicas vocales se volvieron planas: no se jugaba con instantes donde la voz fuera un susurro y luego se colocara en su máxima potencia…” (2015: 61).

A pesar de la descripción recién detallada, es importante marcar que la eclosión de Soledad o Los Nocheros en la escena argentina generó un furor creciente no solo entre adolescentes y jóvenes si no que alcanzó un público más amplio. Algunas declaraciones de los protagonistas son indicadoras:

 

Yo vengo luchando hace ocho años para que la gente me vea y me de bolilla, de alguna manera…y realmente, que hasta la gente grande se enganche en eso de revolear [el poncho o alguna prenda]…para mí es un logro importantísimo, además de una satisfacción personal.[11]

 

Las palabras de Soledad en su primera temporada de giras ratifican la importancia de los festivales y una audiencia más amplia que a la que se refiere Natalia Díaz cuando afirma: “El folklore de los años 90 fue un discurso realizado por jóvenes para jóvenes” (2015). Soledad y otros artistas de ese fenómeno cautivaron a un público familiar transgeneracional.

Tal vez una pista que responda a la pregunta se encuentra en la argumentación de Beatriz Sarlo (1994) sobre esa época. La autora señala que la categoría de joven, en los años noventa, no remite a una edad sino a una estética de la vida posmoderna. Es decir, este cambio conceptual que propone Sarlo se explica, en parte, con las características descriptas del fenómeno: la música pasó a privilegiar el individualismo y una melosa subjetividad por sobre las ideas de autenticidad, tradición, patria o una intervención política colectiva que había tenido el folclore durante algunas décadas. Ahora más que conservar costumbres o difundir un programa político, se buscaba develar la intimidad. La fiesta, la alegría y el desborde parecían ser los ejes de este nuevo fenómeno. Si se trataba de re-versionar composiciones pasadas, la propuesta era a un volumen desmedido, saltando en el escenario y revoleando “el poncho al viento” como símbolo de época. Si, por el contrario, se proponían nuevas composiciones, la mano de productores musicales que conocían el mercado latino y las letras sobre el deseo de relaciones heterosexuales que duraran por siempre fueron las elecciones más sobresalientes por parte de la industria para que el fenómeno cosechara innumerables escuchas. Ello se vio reflejado en las giras que convocaron a miles de personas, la venta de millones de discos y una música que sonaba en los más diversos escenarios. No solo se trataba de los espacios específicos, también era la música elegida para cumpleaños, casamientos y otras fiestas sociales, para sonorizar supermercados y negocios, para representar actos escolares o cantar frente al Papa en un festejo de jubileo.[12] El folclore joven fue toda esa euforia, potencia y fuerza que puede estar asociada a la juventud y que no necesariamente responde a una edad determinada, sino a una actitud que se vincula a posibilidades físicas y un estado de ánimo particulares.

 

Palabras finales

En un trabajo anterior (Guerrero, 2014), al revisar los criterios utilizados por los investigadores a fin de abordar la denominación del folclore desde una perspectiva terminológica-conceptual, remarqué la importancia –apropiándome de la propuesta de Luis Díaz Viana (1997)– de incorporar un cambio epistemológico que diera cuenta del modo en que habían sido producidas estas prácticas musicales. En particular, se debía incluir en su conceptualización el proceso de creación, el código y las normas expresivas que las han hecho posibles y sus funciones dentro de un determinado sistema social. No se trata solo de examinar la música en sí, sino también de incorporar al estudio, el momento histórico, las condiciones de producción, las respuestas de la audiencia, los roles de los sujetos intervinientes, etcétera.

La historia del siglo XX del folclore musical está indudablemente asociada a una adelantada industria discográfica nacional, a los medios masivos –en especial, primero la radio y después la televisión–, que fueron piezas fundamentales para la producción, la difusión y el consumo, y a una sociedad que acompañó la construcción de una identidad nacional, que buscaba un origen común. La condición ínsita del concepto de folclore asociado a las costumbres, la tradición y el pueblo estuvo fusionada en el folclore musical argentino del siglo XX con un mundo mercantilizado que se desarrollaba tecnológicamente. Esa fusión marcó una tensión que generó de principio a fin discursos en torno a su autenticidad. La emergencia del folclore joven como fenómeno dentro de esa escena mantuvo abierto el debate y no faltaron las voces más conservadoras que cuestionaban si esta práctica podía incluirse o no dentro de esa denominación. Sin embargo, eso no fue óbice para que, en poco menos de diez años, las carreras artísticas de estos jóvenes alcanzaran su máximo esplendor.

Ahora bien, a diferencia de lo que había ocurrido en el mundo anglosajón de posguerra, estos jóvenes no fueron punta de lanza de un cambio social; quizás lograron revolucionar la escena folclórica atrayendo no solo a sus congéneres, sino también a un público más amplio etario y heterogéneo, que no había consumido folclore hasta ese momento. Ello fue posible, en parte, por el escenario posmoderno circundante, en el que, por un lado, en lugar de que la música lograra el control de sentimientos públicos y privados –como dice Frith (2001)–, permitió una exposición del mundo íntimo y nadie se ruborizaba con las nuevas temáticas adoptadas en las letras. Por otro lado, esa posmodernidad amplió la brecha generacional y no solo se trataba de músicos jóvenes que actuaban para jóvenes, sino que consistió en una nueva estética y, de esta manera, los protagonistas del fenómeno lograron que la escena folclórica se mantuviera viva.

 

 

Referencias bibliográficas

 

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[1] Se trata de los trabajos inéditos: “Un siglo de cambios constantes. Apuntes sobre el folclore musical argentino”, conferencia de cierre del I Encuentro Nacional de Músicas Tradicionales y Folclóricas. Universidad Mayor, Santiago de Chile, 16-17/6/22 y “Soledad Pastorutti, epítome del folclore joven en el fin de la espectacularización”, ponencia en las XI Jornadas de Sociología de la Universidad Nacional de La Plata. Argentina, 5-7/12/22.

[2] La figura de Mercedes Sosa estuvo vinculada a un repertorio que, en la década de 1960, intentó alejarse de los discursos más tradicionales y fue emblema del Movimiento de Nuevo Cancionero.

[3] Para una historia detallada del Festival Nacional de Folklore de Cosquín, cf. Girodano y Mareco (2010) y Florine (2016).

[4] De acuerdo con Giordano y Mareco (2010), la nómina de ganadores del Premio Consagración de Cosquín es: Los Alonsitos (1992), Los Nocheros (1994), Los Tekis (1995), Soledad (1997), Abel Pintos (1998), Facundo Toro (1999) y Luciano Pereyra (2000).

[5] Es importante también la posición que Díaz le otorga al folclore dentro de la música popular argentina. En sus palabras: “En la música popular el folclore fue, al interior, lo que el tango fue a Buenos Aires. Por eso, desde el primer momento, el festival se presentó como festival ‘Nacional’ del folclore, tanto por el alcance interprovincial que se pretendía darle como por su anclaje en ese imaginario de nación” (2020: 90).

[6] Fragmento de “Al rojo vivo”, Con el alma (1994).

[7] Fragmento de “Carpas salteñas”, Con el alma (1994).

[8] En el álbum, Luis Miguel versiona doce boleros, originalmente publicados entre 1944 y 1986. Los dos primeros sencillos, “Inolvidable” y “No sé tú”, alcanzaron el primer lugar de la lista Billboard Hot Latin Songs en Estados Unidos y se mantuvieron seis meses en la cima de las listas mexicanas. Romance fue un éxito comercial, ya que vendió más de 13 millones de copias en todo el mundo. Su éxito animó a Luis Miguel lanzar tres discos más de boleros.

[9] Daniel Party señala un tipo de “crossover ofrecido por los productores de Miami [que] consiste en internacionalizar la carrera de un artista dentro de la América Latina” (2018: 6). Y explicita: “Defino la miamización como un proceso de cambio que incluye la norteamericanización y la adopción de una cualidad latina particular que es propia de la ciudad de Miami” (2018: 8).

[10] “Objectively, rock is a postwar musical culture, produced by a reconfigured music industry, for an audience, self-consciously defined (by the industry, the audience and other social institutions) by a system of generational and social differences. On this model, rock is music made explicitly for youth, although it remains unclear whether youth is defined by the ever-repeating appearance of younger generations or by the historical appearance of a specific generation of youth. In either case, the socio-cultural field divided by youth’s difference is always also divided by structures of class, race and gender” (171).

[11] Entrevista en el programa Crónica Musical, Festival de Baradero (Buenos Aires), 1997. Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=ofMZW5ocDYY

[12] En el año 2000 Pereyra cantó “Sólo le pido a Dios” al Papa Juan Pablo II frente a dos millones de personas. (https://www.lmneuquen.com/luciano-pereyra-recordo-el-dia-que-le-canto-al-papa-juan-pablo-ii-fue-muy-fuerte-n855615)