El giro ecocrítico ante Mercè Rodoreda

The Ecocritical Turn in front of Mercè Rodoreda

 

Irene Zurrón Servera

Università per Stranieri di Siena

 

irenezurronservera@gmail.com

https://orcid.org/0000-0002-8550-4384

Recibido: 16/01/2024

Aceptado: 04/05/2024

10.30827/impossibilia.272024.29882

 

Resumen

La crítica tiene capacidad de impacto en la consolidación y la trascendencia de un autor, así como en la visibilización de genealogías de escrituras no hegemónicas. También puede activar mecanismos de interpelación acercando los textos a las inquietudes vigentes. Este artículo se centra en cómo la ecocrítica actualiza el discurso sobre una escritora patrimonial, Mercè Rodoreda. Da cuenta de la evolución del estudio de la naturaleza en esta autora y también informa del auge de esta tendencia en la crítica catalana de la última década, a la vez que observa sus posibles riesgos, como la dependencia a las teorizaciones norteamericanas.

 

Palabras clave: Ecocrítica, Crítica literaria, Mercè Rodoreda, literatura catalana, cultura contemporánea.

 

Abstract

Criticism can be decisive in the consolidation and transcendence of an author, as well as in the visibility of genealogies of non-hegemonic writings. It can also activate mechanisms of interpellation by bringing the texts closer to current concerns. This article focuses on how ecocriticism updates the discourse about a heritage writer, Mercè Rodoreda. It explains how the study of nature in this author has evolved and also reports on the rise of this trend in Catalan criticism in the last decade, while observing the risks, as the dependence on North American theorizations.

 

Keywords: Ecocriticism, Literary Criticism, Mercè Rodoreda, Catalan literature, Contemporary Culture.

 

 

 

Introducción

La crítica –entendida en un sentido amplio, incluyendo tanto la crítica periodística como la académica– es esa lectura especializada que guía el camino, que lanza una propuesta sobre cómo deberíamos entender y pensar una obra –o incluso si merece la pena que lo hagamos–, o sobre los sentidos que deberían prevalecer. Al hacerlo desde cierta posición privilegiada, avalada habitualmente por una institución o una publicación de más o menos prestigio, su voz se reviste de autoridad y puede condicionar la valoración de un autor, su canonización y su ubicación en el contínuum cultural. Si quizás no es una fuerza tan rotunda en la difusión comercial de un libro –el éxito de ventas, sobre todo en el caso de las novedades, parece más condicionado por otros parámetros–, sí que lo es en su perdurabilidad y en su inclusión en los circuitos de la cultura.

Esta relevancia fue sin duda advertida por las nuevas corrientes críticas consolidadas en los años sesenta que se ocuparon de la diferencia y la alteridad, entre ellas la crítica feminista, que vio cómo la ausencia de genealogías de autoras no se debía solo a las dificultades que las mujeres habían tenido para dedicarse a la creación, sino también al silencio que había rodeado a aquellas que lo habían hecho. La poeta Maria M. Marçal lo expresaba así:

 

la immensa majoria d’obres escrites per les dones al llarg de la història han caigut en l’oblit i el mecanisme selectiu els ha estat tan estranyament, sospitosament, desfavorable. [...] sembla, precisament, que per a la perpetuació del patriarcat, hagi estat essencial aquell silenci canònic –només amb excepcions que confirmin la regla. (2004: 161)

 

Pero no es solo el silencio sobre una obra aquello que la arrincona, sino también una lectura crítica que la empequeñece, la banaliza o la desprovee de la posibilidad de trascendencia. Las relecturas de un texto pueden ser un mecanismo para actualizarlo, para reciclarlo y presentarlo de nuevo al público, una estrategia para mantener su vigencia e influencia.

A continuación, reflexionaremos sobre cómo una tendencia crítica –en este caso, la ecocrítica– puede ayudar a percibir a una autora patrimonial como a una voz actual, con un discurso que nos interpela, pero sin pasar por alto los riesgos de la dependencia de teorías en boga. Nos concentraremos en el caso de la escritora catalana Mercè Rodoreda (Barcelona, 1908 - Girona, 1983), una de las figuras más difundidas, reconocidas y estudiadas de la literatura catalana contemporánea –que podría ser la excepción a la que se refería Marçal–, con una obra tan exuberante que es posible acercarse a ella desde perspectivas muy diversas.

 

Los giros de la crítica

Aunque en los años treinta sus primeras obras son reseñadas en revistas y periódicos, podemos considerar que la crítica rodorediana se inicia en los años sesenta y setenta, cuando Rodoreda publica obras de un éxito y un valor rotundos, principalmente La plaça del Diamant (1962), El carrer de les Camèlies (1966), Jardí vora el mar (1967), La meva Cristina i altres contes (1967) y Mirall trencat (1974), y se consolida en los ochenta, cuando se acaba de publicar el conjunto de su narrativa con Viatges i flors (1980), Quanta, quanta guerra… (1980) y la novela inacabada La mort i la primavera (1986). La eclosión crítica en estos años la registra M. Isidra Mencos con su bibliografía comentada: determina que las perspectivas teóricas más recurrentes entre el 1963 y el 2001 son el análisis temático y simbólico de carácter biografista, el feminista, el psicoanalítico, el comparatista, el histórico, el lingüista y el formalista (2003: 11-16).[1]

Más allá de la metodología escogida, desde los inicios, la crítica se ha interesado por unas cuestiones que se han seguido desarrollando a lo largo de este más de medio siglo y sobre las cuales parece que existe un consenso de su relevancia: la evocación de la memoria, el mito de la infancia, el paso del tiempo, la riqueza de la simbología o los episodios biográficos ficcionados. Pero también se han producido algunos giros críticos que han impactado, con más o menos fortuna, en la interpretación de la obra rodorediana. Seguramente, el más relevante ha sido el feminista, que ha ayudado a comprender la complejidad de los textos e incluso a desvelar en ellos una postura comprometida. Es sobre todo a partir de finales de los años ochenta que la crítica literaria feminista y las tendencias afines como los estudios de la corporalidad o la subjetividad se ocupan de la autora catalana. Para Mencos, esto se debe en buena parte a los intereses de la crítica estadounidense, donde despunta la teoría feminista (2003: 13).[2] De hecho, la profusión de estudios en este período se puede medir con alguna reacción contraria. En 2002, por ejemplo, Jordi Galves publica un artículo en La Vanguardia –con el aparente pretexto de reseñar un ensayo de Francesc Massip y Montserrat Palau sobre el teatro rodorediano– con el elocuente título “Salvad a Rodoreda de las feministas”. El crítico asegura que la obra de la autora es “gran literatura, hecha por una mujer excepcionalmente dotada pero eso no es lo mismo que literatura feminista” (2002: 14), apoyándose en unas conocidas palabras de Rodoreda en que comentaba que en las mujeres tiene más valor la dedicación doméstica que la artística –que la autora escribió, por cierto, en 1934 sin desentonar con las afirmaciones que proferían muchos intelectuales frente a la presencia creciente de mujeres en espacios y cargos masculinizados, cuando ella tenía veintiséis años y se encontraba atrapada en un matrimonio que desharía pocos años más tarde–. Seguramente Galves acierta cuando cuestiona que la obra de Rodoreda sea encasillada como literatura feminista –o con cualquier otra etiqueta–, pero una cosa distinta es la posibilidad de su lectura crítica.

Que la autora en entrevistas afirmara que no se sentía parte del movimiento feminista parece que, para algunos, invalida el análisis de sus obras desde un marco teórico afín, a pesar de que en ellas abunden las reflexiones sobre los roles de género, las constricciones sociales o la sexualidad femenina, y se traten temas como la alienación de la maternidad, el aborto, el abuso, la violación o la violencia contra las mujeres, o de que Rodoreda se preocupara por citar siempre entre sus referentes a escritoras: Emily Brontë, Víctor Català, Virginia Woolf, Katherine Mansfield, Rosa Chacel…, y mencione en primer lugar a Montserrat Roig como a una de las voces jóvenes más prometedoras de la literatura catalana y a Carme Arnau de entre la crítica,[3] un gesto simbólico para la configuración de una genealogía literaria. Aunque Galves reclama “una revisión ‘lealista’ de la obra de Mercè Rodoreda” ya que “su mundo no esconde ‘mensaje’ alguno” (2002: 15), una lectura leal –sin entrar a discutir el concepto– no tiene por qué ser la que coincida con el supuesto mensaje del escritor –o con su no mensaje–, como ya advirtió la teorización barthesiana sobre la muerte del autor. Esto, además de plantear un problema sobre la posibilidad de establecer cuál es la intención auténtica del creador, constreñiría el potencial de las obras y limitaría su capacidad de perdurar, de formar parte de diálogos emergentes y de llegar a los nuevos lectores.

Así pues, que Mercè Rodoreda no sostuviera ciertos discursos[4] no invalida el atractivo que tienen –y seguramente tendrán– sus obras para explorar nuevas inquietudes, como está ocurriendo con la crítica ecológica. Después del feminista, el giro ecocrítico ha sido uno de los más relevantes –sin menospreciar a otros de considerable envergadura como las teorías del espacio o los estudios de lo fantástico–. En realidad, a menudo la lectura ecocrítica se enlaza con la de género, hasta el punto de que podríamos considerar que le sirve como campo teórico y metodológico de arraigo. Aunque el interés por la naturaleza ha sido constante en la crítica rodorediana, es desde hace una década que podemos hablar de una inclinación explícita a aplicar un marco teórico ecocrítico y de algunas tendencias afines, como los estudios animales y el posthumanismo.

 

El auge de la ecocrítica en la literatura catalana

Teniendo en cuenta el carácter propio del corpus y la abundancia de los estudios sobre la autora, las lecturas que movilizan la teoría ecocrítica no dejan de ser tardías, especialmente si tenemos en cuenta que la ecocrítica tiene un recorrido de más de tres décadas. Es en los noventa, en Estados Unidos, que se fragua, con el propósito de dar peso en el análisis crítico a la presencia de la naturaleza, tan característica de la literatura norteamericana; también de hacer confluir el discurso literario y el científico, con cierto propósito de concienciar sobre el vínculo del ser humano con el medio ambiente (Flys, Marrero Henríquez, Barella, 2010: 15-20). En 1996, Cheryll Glotfelty argumenta que, frente a la catástrofe medioambiental, el investigador literario ha sentido que su cometido podía tener “un tono de obscena frivolidad”, y entonces ha considerado que “los problemas medioambientales actuales son en gran medida fruto de nuestros actos, son, en otras palabras, un subproducto de la cultura” (Flys, Marrero Henríquez, Barella, 2010: 57). Si bien la ecocrítica, sobre todo en un primer momento, se ha preocupado por la representación de la naturaleza, es la voluntad de cuestionar esta representación lo que la diferencia de un estudio temático. Plantea que lo que entendemos por naturaleza es un discurso que hemos construido desde la presunción que el humano –y más aún, el hombre blanco, occidental, cristiano, heterosexual– está en el centro, de manera que el mundo vegetal y animal es lo opuesto que debe ser dominado. Entre estos dos polos, se sitúan otras identidades, que en algunos contextos no han entrado en la categoría de ser humano.

Aunque hemos mencionado que la lectura ecocrítica de Rodoreda es tardía, se encuentra en consonancia con un auge más generalizado en la catalanística. De hecho, aparece y evoluciona dentro de una inclinación por esta corriente y sus afines en la segunda década del presente siglo, disparándose desde el 2022.[5] Los textos que sirven como casos de estudio son de géneros variados, aunque pertenecen a la contemporaneidad y comparten la recreación del paisaje, la naturaleza y los animales. El crítico ha tendido a buscar en ellos, además de la representación de la flora, la fauna y la geografía, un discurso de defensa de la naturaleza, un acercamiento a las formas de vida no humanas, el cuestionamiento de las jerarquías con las que hemos ordenado el mundo y el reflejo del malestar por la crisis climática y la extinción de especies. No podemos obviar una de las derivaciones que aparecen: el riesgo de teñir el análisis de moralismo para juzgar los textos según su encaje con el discurso hegemónico de compromiso medioambiental. Es más evidente cuando el corpus lo integra literatura infantil, género especialmente proclive a las temáticas ecológicas, los espacios naturales y los personajes antropomórficos, al cual por el público al que se dirige a veces se le pide una ejemplaridad. Esta mirada limita la potencialidad de las teorías ecocríticas, que quedan reducidas a un sistema de clasificación de las obras entre ecológicas y no ecológicas.

Por otro lado, la convergencia de la ecocrítica con el feminismo ha sido, como decíamos, una conceptualización destacada: el ecofeminismo, que nace en los años setenta y se consolida en los ochenta –aunque se traslada a los estudios literarios a finales de siglo–, conecta la subyugación, la violencia y la alteridad que han padecido históricamente la mujer y la naturaleza, ambas alterizadas y, hasta cierto punto, asemejadas en el imaginario cultural, y establece objetivos compartidos de defensa y liberación (Rey, 2010). En el ámbito catalán, la producción crítica de esta aproximación ha sido considerable,[6] un interés que también se deja ver en la recepción de ensayos; Teresa Iribarren (2024), que analiza la traducción al catalán de las obras de no-ficción ecofeministas, concluye que, aunque las instituciones prefieren una versión descafeinada del movimiento, los lectores se inclinan por los textos con ideologías más radicales. La ecocrítica se ha introducido, además, en confluencia con otras corrientes teóricas, como los estudios de los afectos y las emociones, un encuentro que permite, por ejemplo, explorar el vínculo entre la emoción y la reacción ante el colapso medioambiental.[7]

Sobre la expansión del ecologismo cultural, es representativo que el suplemento Culturas del periódico catalán La Vanguardia haya dedicado al tema artículos con cierta periodicidad: en 2017, Mauricio Bach escribe «Regreso literario a la naturaleza», que sitúa en ​​Henry David Thoreau el inicio de una literatura que invita a volver al medio natural y a vivir en armonía, y repasa las abundantes novedades y reediciones de la literatura universal que exploran esta relación con el paisaje, próximas a la nature writing, género que evoca el medio ambiente; en esta misma línea, en 2020, Xavi Ayén publica la noticia “Libros que quieren respirar. La literatura de naturaleza vive un auge coincidiendo con la crisis climática”. Y en 2022, con el nombre “La naturaleza vuelve a ser sagrada”, Alexis Racionero lo considera el resurgir de un género, “que despierta el interés y la conciencia de los lectores” (2022: 1). Se trata de una apreciación, como ya hemos advertido, que se repite a menudo con diferentes formulaciones en los estudios críticos. La literatura se presenta como una herramienta para afrontar la crisis climática y ecológica que ha provocado el antropocentrismo. Incluso se profiere un discurso prescriptivo, donde los textos se elevan a ejemplos de conducta, a veces con cierto halo de deificación de la naturaleza que puede ser coercitivo.

Por otro lado, la reciente celebración de festivales, eventos culturales y académicos, exposiciones, conferencias y coloquios confirman el arraigo de estas propuestas en la cultura catalana y la voluntad de su divulgación. Es el caso de la muestra de cine “ForadCamp. Mostra de Cinema amb la Natura”, en el Figueró i Montmany, que se celebra desde el 2012, o del Festival de Cinema Natura de Cervelló, que ya ha superado las seis ediciones. De exposiciones como “Ciència fricció. Vida entre espècies companyes” (2021) comisariada por Maria Ptqk, del Centre de Cultura Contemporània de Barcelona, que explora el contacto y el vínculo entre especies, cuestionando la centralidad del ser humano e imaginando otros relatos para afrontar el colapso medioambiental. Del Festival Liternatura en Collserola celebrado en 2018 y en 2023, promovido por Biblioteques de Barcelona, que incluye actividades como mesas redondas, entrevistas, conciertos, rutas, exposiciones, lecturas poéticas o talleres infantiles, poniendo en el centro la escritura de la naturaleza. De la temática del Festival de Literatura MOT en 2022, que fue “Literatura i ruralitat”. O, en 2023, de la inauguración de la exposición “Art i natura” en el CaixaForum de Barcelona. Son propuestas que se caracterizan por la búsqueda de una mirada científica. Ya no es solo la constatación de que la naturaleza ha sido una fuente de inspiración para la cultura, sino que el arte o la literatura se explican a partir de conceptos que provienen del discurso ecológico y medioambiental. Y, como decíamos, expresan una preocupación por la concienciación y la sensibilización en el respeto del entorno, así como sobre los problemas medioambientales de más actualidad. Tal apogeo, pero, nos obliga a estar atentos. En palabras de José Manuel Marrero Henríquez,

 

Nada sería más pernicioso para la filología que caer en modas que más pronto que tarde habrán de mostrar que lo que parecía sólido cimiento no era más que decorado de cartón piedra. Porque hay que admitir que lo verde, lo ecológico, lo sostenible, aunque sin duda responden con seriedad académica y científica a los retos medioambientales del siglo XXI, pueden también funcionar como atractivas etiquetas al exclusivo servicio de intereses de mercado. (2021: 419)

 

 

La aproximación ecocrítica a Mercè Rodoreda

En este contexto, sorprende poco que la obra de Mercè Rodoreda sea un referente privilegiado para los estudios ecocríticos. De hecho, la presencia de la naturaleza ha sido señalada desde los primeros trabajos y no es para menos, ya que es uno de los tropos predilectos de la autora. La vegetación acompaña el sentir de los personajes, sirve como recurso para describir caracteres, funciona como símbolo y, a medida que avanza su producción, se subjetiviza y se convierte en una entidad que se hibrida con lo humano. Los estudios temáticos y biográficos de su obra, como señala Helena Buffery, han abordado a menudo su sensibilidad por el medio ambiente sobre todo desde una perspectiva feminista (2018: 15-16). Si los trabajos primerizos de Carme Arnau (1979, 1990) ya subrayaban su complejidad, encontramos un conjunto de estudios en los años ochenta y noventa –algunos de los cuales mencionamos a continuación– que, aunque aún no hacen referencia a la ecocrítica ni a sus teorizaciones, desarrollan un planteamiento muy próximo, sobre todo al del ecofeminismo esencialista, que acentúa la cercanía de las mujeres con la naturaleza.

Es el caso del trabajo de Maryellen Bieder (1982), que observa el papel central del jardín, un espacio abierto y ordenado que vincula al mito de la infancia y a la identidad individual; un enclave seguro de evasión y renovación frente a la impersonalidad de la sociedad, en especial para las protagonistas. Lo percibe como a una naturaleza feminizada –en contraposición a la ciudad y a la sociedad masculinizadas–, en la que los personajes se refugian y se fusionan en ella: “The dialectic between city and nature, between strong and weak, between male society and female nature, finds its fullest expression in Mirall trencat” (1982: 359), una dicotomía que seguramente no resiste el traslado a mundos literarios como el de Jardí vora el mar, donde los personajes masculinos son mucho más cercanos al jardín, o a Quanta, quanta guerra…, con un protagonista que envidia a las plantas y acaba con el deseo de volver a casa para dedicarse al cultivo de claveles. En Mirall trencat, como observa con acierto Bieder, el jardín desafía a la urbanización, al progreso, a pesar de que finalmente acabará sucumbiendo: “The sacred space is increasingly violated by refuse from neighboring buildings, so that the decay lies both within and without the walls” (1982: 361). Es evocador que el último capítulo de Mirall trencat, “La rata”, se narre con la focalización en este animal, que recorre la casa y el jardín advirtiendo de su abandono, de la naturaleza asalvajada que antes había sido ordenada, con miedo ante los operarios que queman en una hoguera los muebles y tiran la casa. Una mirada no humana, tan presente en Rodoreda, que rehúye la dualidad de género para explorar identidades alternativas. En el mismo volumen, Jineen Krogstad (1982), fijándose en Jardí vora el mar, insiste en la consonancia del jardín con la inocencia y también con el amor puro, porque cuando los personajes se vuelven ostentosos e interesados, se alejan del mundo natural. Además, el jardín es una entidad animada, “un ésser viu” (1982: 380), y un cobijo de inmortalidad, un paraíso edénico con el que los personajes se vinculan estrechamente y se incorporan a él y renacen. Observando precisamente estas dos novelas, Jardí vora el mar y Mirall trencat –que son las que en un primer momento despiertan más interés desde esta perspectiva–, Elizabeth Scarlett (1994) resigue los paralelismos de los personajes con la vegetación y percibe en las obras una imaginería ginocéntrica: las flores funcionan como tropo del cuerpo de las mujeres, también como símbolo de identidad y arraigo, y la vegetación puede ser antropomórfica y confundirse con los personajes. Defiende que el uso del simbolismo y la metaforización vegetal bebe del folklore y la tradición oral, donde las plantas a menudo están feminizadas y mistificadas. Pero no olvidemos que, por su complejidad, la naturaleza en Rodoreda requiere interpretaciones matizadas: los lugares comunes se esquivan, como ejemplifica el jardinero que se identifica con el eucaliptus en Jardí vora el mar o el flor masculino del texto “Flor cavaller” de Viatges i flors.

A diferencia de los trabajos de este periodo que también observan la naturaleza, estos tienen la particularidad de que no se interesan solo por la representación, sino que constatan su subjetividad y cuestionan el discurso que la construye, así como el relato del progreso. Además, de acuerdo con Buffery, son estudios que ya identifican la naturaleza como un elemento desestabilizador de las jerarquías y las hegemonías (2018: 15-16). De todas formas, nos percatamos de que estas aproximaciones ecocríticas incipientes de los años ochenta y noventa provienen mayoritariamente de la crítica estadounidense, como ocurría con los estudios feministas. Esto puede justificar que la mirada a veces ofrezca una visión más bien generalista del contexto cultural de las obras. Más adelante, como veremos, la crítica catalana ha adoptado estos postulados, una evolución que no deja de hacer patente la dependencia hacia los marcos teóricos norteamericanos, que merecería una reflexión atenta.

Es cierto que la asociación de la narrativa rodorediana con la vegetación, con una insistencia en las flores, ha sido desbordante a lo largo de este medio siglo. Es un asunto por el que ya se le preguntaba a la autora en las entrevistas, porque, aunque en algún momento se consideró que era una escritora de lo urbano,[8] pronto se apreció la imaginería vegetal que despliega. En una entrevista de 1973 para Triunfo, Montserrat Roig le planteaba que, más allá de la simbología y el onirismo, en su obra mostraba “un gran conocimiento de la fauna y de la flora”, a lo que la autora respondió que aprendió en el jardín de la casa de sus padres, con un abuelo apasionado por las flores (2013: 95). Y, por ejemplo, Baltasar Porcel escogió como título de la entrevista que le hizo en 1975 para Destino “La dama entre las flores”, Isabel Juanola, para Punt Diari en 1980, “Mercè Rodoreda: entre alzines i flors” y Blanca Berasategui, para ABC. Retratos en 1982, “Mercè Rodoreda, encerrada en su jardín”. Además de ser una pregunta recurrente –que parece, cabe decir, que complacía a la autora–, el tema floral ha sido motivo de manuales divulgativos, de propuestas didácticas, de ciclos de homenaje, de montajes teatrales, de programas de televisión, de rutas… El riesgo, seguramente, es que estas lecturas puedan neutralizar el potencial conflictivo de los textos, que simplifiquen los recursos a los que recurre Rodoreda y presenten sus obras de una manera ingenua. Mencos ya apunta que el estudio del espacio urbano ha quedado eclipsado por la atención insistente en el jardín y el mundo vegetal (2003: 18). Y en el posfacio que escribe para la edición de Jardí vora el mar en 2007, Roser Porta reivindica, ya desde el título, que Rodoreda es “Molt més que la novel·lista de les flors”. Apunta que esta novela no se ha valorado como merece, en parte, porque la crítica se ha limitado a comentar el lirismo del jardín y las flores, sin ir más allá (2012: 215).

Pese a que las lecturas ecocríticas recientes de Rodoreda son herederas de esta inclinación, persiguen un discurso problematizador que, como decíamos, converge con las líneas trazadas por la crítica norteamericana. Hace una década que podemos hablar de un enfoque de la crítica rodorediana con un marco teórico ecocrítico explícito. Las propuestas son ya considerables y, teniendo en cuenta que en el último año el asunto ha continuado siendo objeto de conferencias y comunicados en congresos, todo apunta a que no se ha agotado. Que la crisis climática y ecológica sean temas en boga parece que ha estimulado la voluntad de la crítica catalana de participar desde su campo en el debate sobre el origen del problema y las soluciones, que apuntan principalmente a la relación que el ser humano ha mantenido con su entorno. Podemos considerar que se trata, siguiendo a José Manuel Marrero Henríquez (2021), de una filología verde que responde a las condiciones medioambientales actuales. Estos trabajos sitúan las obras de Mercè Rodoreda en las inquietudes de hoy, las presentan como obras que cuestionan nuestra mirada y nuestro modo de conceptualizar, actualizándolas y, a la vez, revistiéndolas de complejidad.

Barbara Łuczak (2014) quiere superar las lecturas que ven en las plantas un reflejo de los personajes y, leyendo la novela Jardí vora el mar, el conjunto de narraciones “Flors de debò” y el cuento “Paràlisi”, identifica la subjetividad de la vegetación y defiende que posee un mundo propio que no depende del humano. Propone, además, que debería estudiarse juntamente con lo animal. El mismo año, Aina Martí (2014) aborda una lectura ecocrítica de La plaça del Diamant, entendiendo que todos los seres vivos que pueblan la novela están relacionados y dependen los unos de los otros. De todas formas, son las obras de madurez las que más interés ecocrítico han suscitado. Buffery (2018) se fija en los paisajes posthumanos y liminares de la última narrativa de la autora –principalmente la pieza teatral El maniquí (1993) y la novela Quanta, quanta guerra…– y los vincula con la ruptura por su retorno del exilio y con la transición democrática española. Al final de su trabajo sobre Mirall trencat, Petra Báder (2021) relaciona la horizontalidad a la que tienden los personajes con su animalización, además de apuntar que “la porosidad de los límites que dividen lo material de lo inmaterial” cuestiona “la noción de lo humano” (2021: 130). Hemos examinado Quanta, quanta guerra… sosteniendo que, en un entorno de violencia y de espacios alterizados, el vínculo persona-árbol revela la crisis de lo humano para dar lugar a un nuevo sujeto –un sujeto arbóreo– que es híbrido e inestable (Zurrón, 2023b). Este discurso lo hemos ampliado en la tesis doctoral –(Zurrón, 2023c)– para abarcar la última narrativa, desde Jardí vora el mar hasta La mort i la primavera: conectamos el suicidio de los personajes con el mecanismo metafórico de la fusión con la naturaleza, e intentamos complejizar la visión que se ha tenido de la vegetación en Rodoreda, a veces desmitificadora porque presenta su lado más destructor y violento. Y Neus Penalba examina el ecosistema que construye La mort i la primavera, una novela que “s’avança poèticament a la manera en què ja hem començat a experimentar la natura en temps de canvi climàtic” (2023: 15).

Junto con la última narrativa, el corpus textual que se ha prestado a más lecturas ecocríticas han sido los cuentos. Teresa Greppi (2020) ha elaborado una tesis sobre las relaciones entre lo humano y lo animal en la literatura hispánica del siglo XX y XXI, desde planteamientos de los estudios animales y del ecofeminismo. Uno de los capítulos lo dedica a la literatura con personajes infantiles y animales de Carmen Laforet, Mercè Rodoreda y Ana María Matute. De Rodoreda, se fija en el cuento “Gallines de Guinea”, donde un niño descubre con horror de dónde proviene la carne, y defiende que la empatía hacia la gallina que será ejecutada contraviene la ideología de la dictadura franquista. También es un cuento lo que le sirve a Fernando Gabriel Pagnoni (2021) para explorar, en el cauce del posthumanismo y la ecocrítica feminista, el concepto de “menos-que-humano”. Se trata de uno de los más canónicos de la autora, “La salamandra”, donde una mujer víctima de violación y de la violencia de su pueblo se transforma en el anfibio que da nombre al relato cuando la están quemando en una hoguera. Confrontándolo con “Mister Taylor” de Augusto Monterroso, Pagnoni sostiene que la transformación de los personajes en lo otro, lo no humano, es una denuncia de la noción de humanidad, que resulta excluyente.[9] Es de nuevo la cuentística el objeto de análisis de Marta Gort (2021), que establece una comparación con un conjunto de relatos de Alice Munro. Desde una perspectiva de análisis más clásica –que se asemeja a los primeros trabajos sobre la obra rodorediana, aunque se incluye en un volumen de teorización ecocrítica, Literatura y naturaleza: voces ecocríticas en poesía y prosa–, observa la función de la naturaleza como metáfora de la infancia, la vejez y el amor. Y aunque no lleva a cabo un estudio ecocrítico, cabe mencionar el ensayo de Antoni Maestre (2021), que recurre a un marco teórico afín –que se sirve del posthumanismo, los estudios animales, los estudios afectivos y la teoría queer– para observar en los cuentos las figuras masculinas que se desvían de la normatividad, que hacen oscilar los límites del género y de lo humano, junto a otras criaturas fronterizas.

Estos trabajos tienden a adoptar una metodología comparatista, que pone en relación diferentes obras de Rodoreda o, en el caso de los cuentos, a la autora catalana con escritores en otras lenguas –la castellana y la inglesa–, quedando aún por atender su poesía y la mayoría de sus piezas teatrales. Además, suelen trabajar con un marco teórico híbrido, sirviéndose de la ecocrítica pero también de la teoría feminista, de los estudios animales, del posthumanismo, de los estudios afectivos o de la crítica postcolonial. Esta hibridez, que ha sido tan productiva con los estudios de género, abre posibilidades a la ecocrítica como marco conceptual para examinar obras que, a priori, no tienen un componente ecológico.

 

Conclusiones

Si desde un primer momento la crítica sobre Mercè Rodoreda ha destacado la importancia de la sensibilidad hacia la naturaleza como un recurso lírico, temático y estilístico, hace una década que este análisis se ha vestido con un marco teórico que lo ha complejizado y ha contrastado el tono ingenuo con el que a veces se leía. Las ya considerables aproximaciones ecocríticas han advertido que la autora da cuenta de la dificultad del ser humano de encontrar el equilibrio con el entorno, la jerarquización con que funciona el pensamiento a la hora de ordenar el mundo o la devastación que conlleva el progreso, pero también que la interpretación según la cual la autora hace una representación benéfica y uniforme de la naturaleza es un reduccionismo, pues en realidad construye un mundo natural con una identidad cambiante, llena de matices, como un agente que tiene voz propia. Y estos estudios han procurado, además, alinearla con un discurso en auge. Queremos volver a subrayar que la crítica tiene la capacidad de hacer trascender a un autor, de defender su valor y su vigencia, y para esto una estrategia puede ser la de hacerlo dialogar con las inquietudes actuales.

Ahora bien, la dependencia en nuestros trabajos de las teorizaciones estadounidenses, que se da desde hace décadas, requeriría una reflexión aparte. Es encomiable que la crítica literaria no haya querido quedarse al margen de los discursos sobre el colapso medioambiental, el antropoceno o la protección animal, y haya dialogado con una teorización interdisciplinaria para enfrentarse al análisis de los textos. Pero merecerían nuestra atención los riesgos de importar discursos de moda en un momento en el que las reivindicaciones son rápidamente apropiadas y desactivadas. El estudio de caso de Rodoreda deja ver con claridad que, si en los noventa se produjo un giro feminista proveniente de la crítica norteamericana, el fenómeno ecocrítico se ha introducido de igual modo. No deja de ser paradójico que mientras reclamamos la diversidad y los márgenes tendamos a la homogeneización del pensamiento.

Aún hay líneas de estudio que se podrían desarrollar y sería especialmente interesante que partieran de marcos reflexivos enraizados en las experiencias de nuestro territorio. Las reivindicaciones ecológicas en los Países Catalanes, que han sufrido desde el siglo XIX una gran presión industrial y turística, tienen una larga tradición, además de fenómenos tan característicos como el excursionismo –muy ligado a la conservación y la revitalización de la cultura tradicional y el medio natural– o la alta afición a la meteorología. Estos acontecimientos han generado discursos e imaginarios propios que podríamos observar y, también, de los que podríamos partir. Deberíamos revalorizar movimientos culturales como el Modernismo catalán, que orienta el interés hacia la naturaleza a la vez que explora sus conflictos, como ilustra la preocupación de la protagonista de Solitud (1905) de Víctor Català cuando, después de ser violada, cree que ha aplastado a un grillo que ha interrumpido su canto –“Els grills tenen vida, i una vida, encara que sia de grill, és una vida. [...] cada grill, com cada bèstia que es cria sobre la terra, no en té més que una, de vida” (1992: 211)– o la percepción de las heridas de los alcornoques por la acción humana en El malcontent (1919) de Joaquim Ruyra –“Es diria que viuen en eterna convulsió, temorosos de la destral i de la burxa escorxadora, que tantes voltes els han ferits” (1979: 156). Trazar las (des)continuidades entre estos textos y la literatura posterior, hasta la más actual, podría aportarnos una visión más justa de la imaginería ecológica en la literatura catalana contemporánea.

Por otro lado, volviendo a Mercè Rodoreda, se insiste en que la fascinación por las flores se la transmitió su abuelo –poniendo el énfasis, como es habitual, en el carácter biográfico de su obra–, pero la cuestión reclama abordar la influencia literaria, que es sin duda un elemento clave. Pensamos, sobre todo, en el peso de la naturaleza en obras por las que expresó entusiasmo: la novela La Faute de l’abbé Mouret (1875) de Émile Zola y los relatos de Joaquim Ruyra, principalmente «Jacobé» (1902), pero también Virginia Woolf, Jacint Verdaguer, Víctor Català, la Escola mallorquina, Elsa Morante o Clarice Lispector, así como las acciones artísticas del land art de los años sesenta y setenta. Remarcar el bagaje de la autora, que impregna su escritura a menudo sin resultar obvio, es una vía para recalcar su complejidad y, también, su encaje en la gran literatura europea. Al fin y al cabo, la mirada sobre el entorno natural es, sobre todo, un asunto cultural.

 

 

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[1] Trinidad Escudero (2023), en su extenso estudio sobre la recepción y la divulgación de la narrativa rodorediana hasta Mirall trencat, confirma estas aproximaciones de análisis como las más frecuentes en el abordaje crítico de la autora.

[2] Una de las conclusiones a las cuales llega Trinidad Escudero es que la recepción crítica de Rodoreda en los Estados Unidos es determinante, “fins al punt que s’acaben convertint en el segon focus més important pel que fa a nombre de treballs publicats en relació a l’obra de Rodoreda. [...] aquests estudis fan ús d’una línia interpretativa inexistent fins ara: la dels estudis de gènere, cosa que implica la inclusió, en els estudis rodoredians, de les noves tendències en mètodes interpretatius” (2023: 532).

[3] En la entrevista concedida al Diario de Barcelona en 1975, cuando Lluís Bonada le pregunta por su opinión sobre los jóvenes escritores y quién tiene más posibilidades, ella responde que Montserrat Roig y, después, Baltasar Porcel. Y alaba a Carme Arnau como a uno de los pocos críticos literarios válidos del país en la entrevista de Lluís Busquets de 1978 para El Correo Catalán.

[4] Rodoreda rehuía posicionarse políticamente –con la excepción de la situación lingüística en Cataluña, sobre la cual siempre defendió la protección de la lengua catalana– y que se asociara su obra con una ideología determinada. Cuando en una entrevista de 1966 para la revista Serra d’Or Baltasar Porcel le preguntó si había alguna intención ideológica en sus textos, ella respondió: “si els meus llibres són bons, impliquen irremeiablement una filosofia de la vida, amb espirals sociològiques o ideològiques. Però no és la meva feina destriar-les. A mi no m’agrada mai buscar tres peus al gat” (2013: 42). O en 1978, respondió a Lluís Busquets para El Correo Catalán: “Els temes no m’interessen gaire perquè fujo dels missatges com de la pesta. No vull influir ningú, jo. [...] La moral és una qüestió personal [...]. No crec que els autors hagin de buscar una novel·lística social; en tot, és la societat que ha d’entrar dins la novel·la…” (2013: 133).

[5] Se ha observado la tensión entre el campo y la urbanización en la poesía de Jacint Verdaguer (Codina, 2010 y 2019) –autor sobre el cual, por cierto, M.ª Carme Barceló ha publicado Les plantes en l’obra de Jacint Verdaguer (2023), que combina el carácter científico con el literario, ya que entremezcla fichas botánicas con textos del escritor–. También el reflejo del movimiento de clases y ecológico en la novela L’enquesta del canal 4 de Avel·lí Artís-Gener (Andúgar, 2023); o las conexiones ecológicas en la narrativa de Francesc Serés (Trevathan, 2017). Se han dedicado dos tesis a la literatura de la Cataluña del Norte que ponen en valor la representación del paisaje, el espacio y la naturaleza –Josep Marqués (2018) se ocupa de la obra de Jordi Pere Cerdà y, Estel Aguilar (2022), de la poesía de entre 1883 y mediados del siglo XX. Y, en el campo de la literatura infantil, se han analizado las hormigas en la poesía infantil catalana (Pujol, 2018), el potencial ecológico de Abans que el sol no creme de Joan Fuster (Castellano, 2022) y los poemas y sus paratextos de Museu zoològic y Bestiari de Josep Carner (Pujol, 2023).

[6] Se han puesto en relación las novelas Solitud de Víctor Català –pseudónimo de Caterina Albert–, Pedra de tartera de María Barbal y Canto jo i la muntanya balla de Irene Solà (Ribas, 2022), esta última siendo también estudiada por Raül Sánchez (2023). Y hemos observado los discursos sobre la naturaleza y la animalidad en la novela Distòcia de Pilar Codony en comparación con el film Alcarràs de Carla Simón (Zurrón 2023a).

[7] Elisenda Marcer (2022) analiza el sentimiento de culpa enfrente de la crisis ambiental en poemarios como Nosaltres, qui de Mireia Calafell, Lianes o les rates que imiten l’Esther Williams de Núria Mirabet y Als llacs de Silvie Rothkovic.

[8] En la entrevista de 1966 de Lluís Sales para Destino, este le sugirió que había roto con la novela ruralista, y ella respondió que no era una de sus pretensiones, que simplemente su “mundo es el de la ciudad” (2013: 53).

[9] Sería necesario un estudio global de lo animal en Rodoreda, como ya apuntaba Łuczak (2014), y este podría contar con aportaciones teóricas vinculadas con la catalanística como el artículo “Animàlia o les extensions de la subjectivitat. Possibilitats d’una mirada no antropocèntrica en la interpretació del subjecte de la cultura” (2018) de Margalida Pons o el ensayo Humanimales (2022) de Marta Segarra.