Violencia sistémica y de género en La ciudad (2022) de Lara Moreno:
una aproximación
Approaching Systemic and Gender
Violence in La ciudad
(2022) by Lara Moreno
Alessia de
Filippis
Università degli Studi di Torino
alessia.defilippis@edu.unito.it
https://orcid.org/0009-0008-6793-5368
Recibido:
28/12/2023
Aceptado:
01/04/2024
10.30827/impossibilia.272024.29730
Resumen
El presente artículo se propone analizar
el tema de la violencia sistémica y de género con relación a las tres mujeres
protagonistas de La ciudad (2022) de Lara Moreno. Mediante un enfoque en
el perfil psicopatológico de Max, pareja de Oliva, se remarca de qué manera el
chantaje emocional y el control coercitivo que el hombre ejerce sobre ella se
hacen cada vez más totalizantes, repercutiendo no solo en Oliva, sino también
en Irena, su hija. Además, resulta necesario proponer unas reflexiones acerca
de la relación entre la violencia estructural y la esfera laboral que,
efectivamente, marca las vivencias de las otras dos protagonistas. Más
concretamente, a través de la recuperación de los momentos narrativos más
significativos de la novela y de las reflexiones que se plantean al respecto,
se revela cómo la(s) violencia(s) afecta(n) directamente –o indirectamente– a
Oliva, Damaris y Horía hasta reescribir sus vivencias por entero.
Palabras clave: Lara Moreno, La
ciudad, violencia de género, violencia intrafamiliar, violencia sistémica,
migración.
Abstract
This article aims to
analyse the issue of domestic and gender violence in relation to the three
female protagonists of La ciudad (2022) by Lara Moreno. By focusing on
the psychopathological profile of Max, Oliva’s partner, we remark how the
emotional blackmail and coercive control that the man exerts on her become
increasingly totalizing to the point of affecting not only Oliva, but also
Irena, her daughter. In addition, it is important to suggest some
considerations on the relationship between structural violence and labour
which, in fact, marks the lives of the other two protagonists. More
specifically, through the recovery of the most significant narrative moments of
the novel and the reflections that arise in this regard, we attempt to reveal
how violence(s) affect(s) Oliva, Damaris and Horía directly –or indirectly–, to
the point of rewriting their entire life experiences.
Keywords: Lara Moreno, La ciudad,
Gender-based Violence, Domestic Violence, Systemic Violence, Migration.
A cuántas
mujeres he visto repetir: “A mí jamás me pasaría eso”.
Y otra
vez intentando explicar que nos puede pasar a cualquiera.
Lara
Moreno (2023)
Introducción.
Violencia(s) que reescribe(n) vivencias
Considerando La ciudad (2022)
de Lara Moreno (1978) de acuerdo con la etiqueta “novela de la crisis”
(Claesson 2019), no cabe duda de que en las páginas del relato de la autora
sevillana se exploran aspectos profundos y
complejos de la sociedad y la condición humana. Más concretamente, avanzando
conforme a la propuesta de clasificación de López-Terra (2019), es
posible incluir La ciudad (2022) en las denominadas “narrativas de la
crisis” (2019: 130) que, como tales, “trascienden los límites de las esferas puramente
financiera o económica en su versión más reduccionista, e intentan desentrañar
tanto causas como consecuencias que van más allá de estas” (2019: 129-130). Con
este propósito, mediante una prosa “compleja, vigorosa [y] rigurosa”
(Guelbenzu, s.f.) que se caracteriza por “un tamaño y un aliento político”
(Busutil, 2022) que incomodan al lector, en su novela, Lara Moreno aborda temas
de candente actualidad –la violencia sistémica y de género, entre otras– que
cuentan con gran interés en el debate contemporáneo. Sin embargo, como en todas
las categorizaciones tipológicas, no hay una única compartimentación posible.
De ser así, la novela se podría enmarcar también en la categoría de “los
relatos en la crisis o durante la crisis” (López-Terra, 2019:
130). Es relevante señalar que, aunque en dicha propuesta tipológica se coloque
como telón de fondo la narración, esto no excluye que la crisis pueda ser, de
todos modos, determinante. Por lo menos en la novela de Moreno, no solo la
crisis sirve como escenario para contextualizar debidamente la vulnerabilidad
de las subjetividades femeninas y/o migrantes de las tres protagonistas, sino
que tiene un impacto significativo en sus experiencias y vidas, al influir en
sus acciones, emociones y decisiones.
Escrita en tercera
persona en estilo indirecto libre, La ciudad sigue en paralelo las
vivencias de las tres mujeres protagonistas, afincadas en un mismo edificio del
barrio madrileño de La Latina, un auténtico microcosmos donde lo colectivo y lo
individual se funden. La pluma de la autora permite a los lectores a familiarizarse
con los personajes de la novela enfocando su atención, en primer lugar, en el
que cobra especial protagonismo: se trata de Oliva, “una mujer blanca,
española, con carrera, separada, con una hija pequeña, –Irena– que está
viviendo una historia de maltrato” (Moreno, 2022b). En segundo lugar, se da a
conocer la historia de Damaris, una mujer colombiana que lleva diez años
viviendo en España. Su traslado se debe a la necesidad de encontrar mejores
condiciones laborales para sustentar económicamente a su familia, que se ha
quedado en Colombia. Por último, pero no menos importante, se presenta a Horía,
una migrante marroquí que acaba por prorrogar su estancia en España después de
enterarse de que su hijo ha cruzado el Estrecho para reunirse con ella. La
explotación laboral, la violencia de género y la invisibilización social
representan unos cuantos hilos conductores que unen a Oliva, Damaris y Horía
cuyas vidas aparentemente distintas acaban entrecruzándose en un Madrid que se
prepara para hacer frente a la pandemia por Covid-19. El móvil de la narración,
con Madrid en el centro, reside bien en la precariedad como “constante
histórica del sistema económico” (Claesson, 2019: 17), bien como consecuencia
directa o indirecta, en las recurrentes formas de violencia –conyugal, de
género, laboral– que afectan las vivencias de las tres protagonistas.
Con relación a esto, a
través de la recuperación de los episodios más incómodos de la novela, el
presente artículo propone desenmascarar la sutileza de las estrategias
manipulativas y de control que enjaulan a Oliva en una relación enfermiza,
privándola de la autonomía previamente conquistada. Además de centrarse en el
personaje de Oliva, a continuación, se presentan unas breves consideraciones
relacionadas con el desarrollo emocional de su hija Irena, víctima, a su vez,
invisible e indirecta del entorno doméstico violento en el que vive. En
conclusión, según una perspectiva comparada, se sugieren unas reflexiones
acerca de la presencia de patrones estructurales de violencia dentro del ámbito
laboral desmitificando, en el caso de Horía, su concepción previa del entorno
laboral europeo.
Manipulación
emocional y control coercitivo: el perfil psicopatológico de Max
En conformidad con la definición de
Portas Pérez (2019), la violencia de género es “un fenómeno estructural” (2019:
17) extremadamente contemporáneo que se ha desarrollado a nivel global,
prescindiendo del marco económico, político y social de referencia. Su
manifestación, que parece estar plenamente asumida e integrada, figura como
consecuencia del sistema patriarcal subyacente. Este último ocasiona formas de
subordinación que, por consiguiente, atentan a la integridad moral y física, a
la seguridad y a la dignidad de las mujeres.
Considerando en primer
lugar a Oliva, ella es el personaje que mejor encaja en la dureza de esta
realidad. “Establecida en lo profesional como trabajadora por cuenta propia,
satisfecha de su autonomía social [y] de su papel como madre” (Moreno, 2022a:
77), la mujer intenta reconstruir su vida tras separarse de su anterior pareja
con quien tuvo una hija, Irena. Oliva consigue alquilar un piso en un edificio
ubicado en la Plaza de la Paja, –“la […] más bonita de Madrid” (Moreno, 2020:
85)– que más tarde comparte con Max, el hombre con el que comienza una relación
de noviazgo. Poco a poco, en la cohabitación se revela cómo el carácter
agresivo y colérico de Max quien atrapa a Oliva en una relación tóxica en la
que, sin embargo, ella no se identifica como víctima de violencia de género.
Cabe señalar que el hecho de negarse a estar involucrada en un amor enfermizo
no se debe a su incapacidad de detectar las señales de violencia, sino a que el
empoderamiento que ha logrado tras la separación de su exmarido le impide creer
que “esto le est[é] ocurriendo a ella [porque] no es su película” (Moreno,
2022a: 13). De hecho, por mucho que Max trate de enmascarar el chantaje
emocional que ejerce sobre su pareja, para que ella lo confunda con conductas
propias del amor romántico, Oliva consigue detectar las formas de control
coercitivo y manipulativo que, según avanza la narración, se hacen cada vez más
englobantes. A raíz de esto, no debe sorprender, por ejemplo, la propensión de
Oliva a restar importancia a episodios alarmantes de violencia, relacionándolos
inconscientemente con el temperamento intrínseco de su pareja. Desde que se
conocieron, Max nunca fue verdaderamente sincero con Oliva y le mintió incluso
sobre su identidad, pues “pobrecito de mí, no me enseñaron otra cosa que a
mentir” (Moreno, 2022a: 81). Una explicación de este tipo, que parece aludir a
factores familiares y sociales que afectaron negativamente el desarrollo de la
personalidad de Max, deja entrever una forma de determinismo biológico que,
idealmente, justifica su inestabilidad emocional y su conducta manipuladora y
que es funcional para que el hombre se represente a sí mismo como víctima. Con
el tiempo, Oliva acaba por convencerse de la fragilidad de Max quien, de manera
muy sutil, consigue hacerla cómplice de sus maquinaciones, atribuyéndole un
empoderamiento falso. A este respecto, “Oliva pensó que era ella quien estaba
controlándolo todo” (Moreno, 2022a: 78). Este mecanismo de subyugación se hace
patente con respecto al binomio fiera-domadora en el que la pareja se ve
reflejada por lo menos al principio de la novela. Max se muestra como “animal”
(Moreno, 2022a: 11) y “bestia” (Moreno, 2022a: 85), esto es, como fiera, algo
que remite a la agresividad conductual extrema que lo caracteriza y que en la
narración se enfatiza a través de imágenes impactantes, como la que se refiere
a la brutalidad de sus gritos, cuya “energía […] viene de montes lejanos o de
lo más profundo de la tierra” (Moreno, 2022a: 11). Debido a un espejismo según
el cual parece que es Oliva quien lleva el control de la situación, la mujer se
siente responsable –incluso emocionalmente– hacia su pareja. Esto la lleva a
considerarse la “domadora” (Moreno, 2022a: 85) –además de la causa– del enojo
de Max, a quien le asegura que “te entiendo, te conozco, no te preocupes, no me
importa, yo sabré cómo controlarlo” (Moreno, 2022a: 81). Sin embargo, a partir
de un momento narrativo específico, el binomio fiera-domadora sufre un cambio
destacable que permite avalar la propuesta de clasificación tipológica de los
investigadores Holtzworth-Munroe y Stuart (1994) sobre hombres que ejercen una
forma reiterada de violencia contra sus parejas. Siguiendo dicha
categorización, el perfil psicopatológico de Max corresponde al del
“sobrecontrolador”, es decir, al del agresor limitado al entorno doméstico. Se
trata de una categoría de sujetos con personalidad “dependiente y obsesiva”
(Hamberger y Hastings, 1986 apud Amor, Echeburúa y Loinaz, 2009: 522)
cuya violencia, que suele ser principalmente de carácter psicológico, se limita
al marco familiar. Dichos sujetos se caracterizan por ser impulsivos,
irascibles e inestables a nivel emocional y, por lo tanto, no tardan mucho en
pasar del control al enfado más extremo. Como corroboración de lo dicho, una
noche Oliva le pide a su pareja que la ayude en las tareas rutinarias (recoger
el sofá y preparar el desayuno, entre otras) para que ella pueda acompañar a su
hija al colegio sin que la niña llegue tarde. Max se lo promete, aunque luego
no cumpla con la palabra dada. Cuando Oliva se lo señala, la reacción de Max es
excesivamente brusca:
[L]o siguiente fue una galaxia que estalla por primera
vez, una constelación de metralla formándose en las paredes, en el techo, en
los azulejos del baño y de la cocina, el peso de un puente de Mostar en plena
guerra quebrándose sobre su cabeza, algo inexplicable, algo que sucede a pesar
de todo lo demás. Un gigante que delira. El aullido fue atronador. (Moreno,
2022a: 83-84)
De lo anterior se desprende que, en
los momentos de máxima cólera de Max, “hasta las lobas –como Oliva, la
domadora– saben cuándo no tienen más remedio que ser corderos” (Moreno, 2022a:
83). La continua oscilación de domadora a cordero según las circunstancias
contribuye a remarcar aún más el control psicológico que Max ejerce sobre su
pareja. A este propósito, el hombre parece valerse de estrategias manipulativas
intrínsecamente sutiles que constituyen la que Larscorz Fumanal (2015) denomina
“violencia encubierta” (covert aggression). Se trata, por definición, de
formas de maltrato no manifiestas, de micromachismos que pasan desapercibidos
pues “como se sostienen sobre prácticas cotidianas generalizadas en las
relaciones interpersonales, resulta difícil su detección y diferenciación”
(2015: 98). Con relación a esto, entre las trampas manipulativas ejercidas por
Max, destaca, por ejemplo, su propensión a tergiversar las palabras de Oliva,
para evitar asumir la responsabilidad de sus propias acciones. Para conseguirlo,
el hombre se aprovecha de la compasión de su pareja y, a través sus propias
acciones un flujo de consciencia exasperado, lleva a
cabo un proceso de (auto)culpabilización que resulta ser paralizante para
Oliva:
[M]e vas a dejar, verdad, lo he conseguido, lo estropeo
todo, todo lo que toco lo destruyo, soy un animal, me doy asco, no puedo más,
eso es lo que me ocurre, no me hagas esto, no me dejes, no vas a querer estar
conmigo, y llanto, y llanto sin lágrimas, la boca torcida, la voz de ultratumba
ahora en falsete, Oliva no lo puede evitar, ha de consolarlo. (Moreno, 2022a:
199)
Se menciona, además, la tendencia
del hombre a infravalorar tanto los temores como los sentimientos de su pareja
que, al manifestarlos, se ve tachada de pesada y desconsiderada.[1]
Esto se ve reflejado en otro momento narrativo en el que, entre otros, el tema de
la maternidad desempeña un papel central. Oliva lleva unos días sin poder evitar extrañar a la bebé que Irena, su hija, fue
alguna vez y se siente constantemente invadida por una ola de pensamientos
contradictorios sobre la posibilidad de volver a ser madre. Aunque desee
sinceramente tener otro hijo, Oliva está perfectamente enterada de que, por la
edad que tiene, el riesgo de sufrir complicaciones durante el embarazo es
bastante alto. Además, como su relación vive más bajos que altos, “mientras la
palabra violencia esté en nuestras conversaciones, –en las suyas y de Max, como
dirá– la palabra hijo no puede estar” (Moreno, 2022a: 116). Para la misma
Oliva, el de una hipotética maternidad es un tema agobiante y mientras trata de
encontrar consuelo y comprensión en su pareja, Max juega la carta de la
invalidación emocional, haciendo hincapié en las vulnerabilidades de su pareja:
Justo hoy, en mi cumpleaños, vas a venirme con eso. Qué
injusta eres. Qué negatividad de mierda. […] Lo único que importa es tu agobio,
tu pulsión. Podríamos hablar de congelar óvulos, pero no, tú siempre tienes que
ver la peor parte, siempre con esa negatividad. Qué injusta eres. […] Es que
nunca puedes reconocer tus errores, qué problemón tienes, es acojonante, es mi
cumpleaños, joder, analiza las formas y lo que te estoy diciendo de una puta
vez, por dios, basta ya, Oliva, basta, basta, basta, para, para, no lo soporto.
(Moreno, 2022a: 232-233)
Si el abuso psicológico parece más
enmascarado, el control físico se manifiesta de forma inequívoca,
concretizándose tanto en la proxémica como en la actitud cada vez más posesiva
de Max. Según esta perspectiva, no se puede prescindir de la descripción del
hombre como “gigante” (Moreno, 2022a: 198) cuyo cuerpo es tan ineludible que
“es imposible que su sombra no lo ocupe todo cuando se acerca” (Moreno, 2022a:
26). Resulta inevitable que el carácter dominante de Max se imponga tanto en el
entorno doméstico como en el espacio público porque, prescindiendo de los
lugares en los que se encuentre, el hombre “tiene un control absoluto sobre el
cuerpo de la mujer” (Moreno, 2022a: 27). En relación con los lugares de acceso
público, merece considerar uno de los momentos en que Max manifiesta
abiertamente su manía y necesidad de control. Como el hombre se ha quedado
dormido, negándose a acompañar a su pareja al Tío Timón, el bar que se
encuentra al lado de casa, Oliva va sola. Al enterarse de esto, Max se apresura
a unirse a ella y cuando la besa para saludarla, Oliva es consciente de que
“[e]n el beso de labios gordos hay una devoción y un recordatorio” (Moreno,
2022a: 31). Se trata de un beso que deja de ser una manifestación de amor y
cariño y que se convierte en una forma enmascarada de control para dejar claro
que ella solo le pertenece a él. A lo largo de la novela, esta propensión al
control y a la posesión se ven reiteradas en muchas otras ocasiones en las que,
por ejemplo, Max envía a Oliva una avalancha de mensajes y, como no le contesta
de inmediato, el hombre empieza a llamarla sin darle tregua, hasta localizar su
móvil. Paralelamente a la agresividad incontrolable de Max, la presión
psicológica resultante concretiza la posibilidad de que él pueda en efecto hacer
daño a Oliva quien, de hecho, teme una reacción aún más violenta por parte de
su pareja. A raíz de esto, la mujer no excluye situaciones hipotéticas en las
que Max pueda ir más allá: “lo imaginó claramente. […] [A] lo mejor ahora entra
en la habitación y con el cable del cargador del móvil te estrangula, en tu
propia cama, en tu propia casa” (Moreno, 2022a: 86). Es evidente que la de Max
es una masculinidad agresiva a la que le corresponde la necesidad imperativa
“de mantener el poder y el control en todo momento o de utilizar la violencia
ante situaciones de conflicto” (Ranea Triviño, 2021: 38). Más adelante, de
hecho, tras decirle a Max que, quizás, sería mejor que terminaran su relación,
el hombre impone una vez más su voluntad a Oliva, obligándola a tener un acto
sexual no consentido.
Violencia psicológica: síntomas
emocionales y somatización física
Aun prescindiendo del enfoque en el
perfil psicopatológico de Max, la violencia psicológica de la que Oliva es
víctima no pasa desapercibida. De hecho, analizando la conducta de la mujer a
lo largo de la narración, se pueden detectar síntomas emocionales –y su
consiguiente somatización– que representan inequívocos señales de alarma en
términos de maltrato psicológico. Entre ellos, en primer lugar, se menciona la
vergüenza, “una emoción social vinculada directamente con la interacción con la
exposición pública y [que] se relaciona con situaciones de ridículo y con la
humillación” (Nussbaum, 2006: 240). En el caso de Oliva, la vergüenza se
convierte en una constante narrativa que se refiere tanto a la necesidad de
seguir guardando las apariencias como al miedo a que los demás se enteren del
acoso verbal y físico del que es víctima. Por consiguiente, al quedar con su
amiga Teresa después de muchos años sin verse, Oliva le cuenta una versión
torcida de su cotidianidad con Max, alterando algunos acontecimientos y ocultando
otros. Sin embargo, la conducta agresiva de Max no pasa desapercibida y Teresa
no tarda mucho en enterarse de la historia de maltrato en la que su amiga está
involucrada. La vergüenza y la necesidad de disimular impiden a Oliva contarle
la verdad y, por consiguiente, la mujer insiste en su versión de relación
idílica: “yo estoy bien. Nosotras –Irena y ella– estamos bien” (Moreno, 2022a:
105).
En realidad, las
situaciones de conflicto que Oliva vive cotidianamente son cada vez más
inaguantables. Para tolerarlas, la mujer empieza a hacerse daño
deliberadamente, tirándose al suelo o golpeándose los muslos y la cara
repetidas veces. El dolor físico la ayuda a concretizar y a canalizar su
malestar emocional que, de esta forma, se vuelve más soportable. Sin embargo,
cuando Max se entera de las lesiones de su pareja y decide llevarla al
hospital, Oliva empieza a preocuparse de que su presencia como acompañante
pueda levantar sospechas con respecto a su condición de víctima de violencia
doméstica. Una vez en el hospital, lo que más llama la atención es la reacción
de la enfermera que la examina, quien se centra solamente en los hematomas de
Oliva, ignorando sus palabras acerca de cómo se ha hecho daño. La falta de
empatía y de compasión de la enfermera, que no le pide ningún tipo de
explicación, la confortan bastante pues, de esta forma, Oliva puede seguir
disimulando y salvar así, una vez más, las apariencias:
Mejor que la dejasen solucionarlo por sí misma, ella
podía. Mejor encubrirlo. Aunque la realidad era, se daría cuenta mucho más
tarde, que lo único cierto era la apariencia. Su palabra, no los hechos. Los
hechos, principalmente los hechos, no importaban. (Moreno, 2022a: 147)
La confesión de Oliva acerca de su
malestar se puede interpretar como un primer e implícito intento de pedir ayuda
que, evidentemente, no surte el efecto deseado, pues “ni siquiera la sangre
descompuesta bajo los tejidos blandos sirve como vestigio del delito” (Moreno,
2022a: 147). Poco a poco, la necesidad de Oliva de mantener una imagen de
respetabilidad deja de ser tan imperativa, aunque de forma bastante ambigua. En
concreto, la protagonista le impone a su pareja que haga una terapia y que
cuente a sus amigos de los muchos altibajos de su relación, porque es
impensable que su camarada no esté enterado de su conducta problemática. Sin
embargo, ella se niega rotundamente a hacer lo mismo con su entorno, bien por
vergüenza, bien por orgullo personal. Resulta que “[no] pedirá ayuda, no
contará a sus amigas lo que ocurre. Contarlo tal cual, sin metáforas, sin paños
calientes. Comenzará una vez más su nueva vida con esa victoria de fuego entre
sus manos, pero en silencio” (Moreno, 2022a: 129). Sin embargo, la firmeza de
Oliva de terminar con las vejaciones de su pareja vacila continuamente y la
falta de un apoyo concreto por parte de sus seres queridos, que la mujer se
opone a buscar, hace que todo intento de salir sola de la relación enfermiza en
la que está involucrada tienda a fracasar.
Volviendo a los síntomas
emocionales que permiten detectar el maltrato psicológico del que la
protagonista es víctima, cabe destacar la culpa. En su acepción moral, el
sentimiento de la culpabilidad se considera “una evaluación subjetiva en la que
un individuo realiza un juicio en torno a la ‘maldad’ o la ‘bondad’ de
sus propias acciones y que se relaciona estrechamente con la retribución o
expiación del mal cometido” (Rodríguez Luna, 2015: 232). Teniendo en cuenta
esta perspectiva y refiriéndola a la novela objeto de este estudio, es
suficiente que Max se muestre irritado para que Oliva se ponga en alerta y
empiece a reflexionar sobre lo que puede haberle fastidiado. En primer lugar,
la mujer se fija en el lenguaje corporal de su pareja para identificar las
señales de nerviosismo y rigidez. Efectivamente, “[l]os movimientos de él,
cuando sube o baja la música, cuando se araña las yemas de los dedos con la
esquina de plástico del paquete de filtros, cuando se remueve en el asiento,
llevan brusquedad” (Moreno, 2022a: 117). A continuación, Oliva se convence de
que el cambio repentino de humor de su pareja está relacionado con algo
inoportuno que ella debe de haber hecho o dicho y, para comprobarlo, revisa las
conversaciones que ha tenido con Max, incluso las de los días anteriores. La
necesidad imperativa de redimirse y la inquietud del hombre, que luego
desemboca en estallidos de ira notablemente feroces, llevan a Oliva a reparar
por algo que con toda probabilidad no ha cometido: “[a] la tercera vez, quizá a
la cuarta, el límite del sonido ya chirriándole en los tímpanos, […] [Oliva]
acabó pidiéndole perdón. No sabía bien por qué. Pero lo hizo” (Moreno, 2022a:
83). Aunque de forma completamente diferente, el sentimiento de culpabilidad y
la definición que de esta ofrece por Rodríguez Luna (2015: 232) se pueden
relacionar también con el personaje de Max quien, después de casi cada ataque
violento, muestra remordimiento y pide disculpas para reconciliarse con su
pareja. Sin embargo, cabe destacar que el sentimiento de culpabilidad de Max
nunca es auténtico, pues el hombre solo aparenta arrepentimiento para luego
seguir con la misma actitud: “[v]olvió el amor tras los disparos. Siempre
volvía. Con argumentos, con psicoanálisis barato, con riadas de perdón y
desconcierto. Con mentiras” (Moreno, 2022a: 85). De todas formas, la esperanza
de que Max pueda cambiar realmente es lo que alimenta el círculo de la
violencia en el que Oliva se ha quedado atrapada. Se trata, este último, de un
fenómeno teorizado por la psicóloga Lenore E. Walker quien, en su obra titulada
The Battered Woman (1979 [2009: 57-67]), destaca las tres fases de las
que consta, es decir: 1. “The Tension-Building Stage” o fase de “acumulación de
tensión” (Cuervo Pérez y Martínez Calvera, 2013: 82), en la que la víctima
empieza a detectar las señales de un conflicto inminente; 2. “The Acute
Battering Incident” o “episodio de agresión” (2013: 82), donde el conflicto
termina en violencia; 3. “Kindness and Contrite Loving Behavior” o “luna de
miel” (2013: 82), que se caracteriza por un inusual periodo de calma durante el
cual el agresor se porta de manera encantadora y cariñosa, prometiendo a la
víctima que el episodio violento no volverá a ocurrir. La tercera fase es
precisamente la que hace que sea cada vez más complicado romper la espiral de
la violencia, pues los reiterados momentos de conciliación disuaden a Oliva de
su voluntad de apartarse de él.
El mecanismo de defensa
contra el maltrato psicológico que Oliva activa de forma inconsciente es el de
la somatización que, a largo plazo, se presenta de forma crónica,
“[convirtiendo] el malestar emocional en un síntoma físico [y] desviando así la
atención del conflicto psicológico [que] le genera ansiedad” (Muñoz, 2009: 55).
De hecho, según se lee en el informe escrito por su terapeuta, Oliva empieza a
sufrir “molestias físicas, temblor mandibular y falta de apetito” (Moreno,
2022a: 289). Más adelante, la inapetencia se convierte en disfagia, pues Oliva
apenas consigue tragar la comida y, al intentarlo, siente que se asfixia:
Se mete comida en la boca. […]. A la tercera [vez], se
atraganta un poco. Coge el vaso y bebe rápido, para que baje el bolo, pero no
baja del todo. Algo se ha quedado ahí. Se pone de pie, carraspea, tose. […]
Bebe más agua. Sigue ahí, en su garganta, atascado. Puede sentirlo. No baja. Se
lleva las manos al cuello, tose más fuerte. Le falta el aire. En el tórax, el
corazón bombea con furia. Se está mareando. […] Camina por el pasillo, a un
lado y a otro, en las sienes pinchazos, ve borroso, tose otra vez. Se le va a
cerrar la garganta. No puede respirar. (Moreno, 2022a: 290)
Cabe señalar que ella no es la única
que experimenta el trastorno de la somatización. Efectivamente, la constante exposición
a un entorno doméstico violento influye negativamente en el desarrollo
emocional y comportamental de su hija Irena, una niña de seis años que, aunque
de forma indirecta, es víctima invisible de la violencia intrafamiliar y de
género que Max ejerce sobre su madre. La relación entre Irena y Max es bastante
positiva y, de hecho, los dos parecen llevarse muy bien, pues la niña “[e]stá
encantada de […] poder disfrutar de los cuidados y los mimos de su madre y de
la atención intermitente de Max” (Moreno, 2022a: 120). El uso del adjetivo
“intermitente” no es casual pues, al enterarse gradualmente de la relación de
maltrato en la que su madre está involucrada, Irena, con toda su inocencia
infantil, manifiesta el deseo de que la presencia de Max en su casa solo sea
ocasional: “[m]amá, yo quiero que Max solo venga a casa algunas veces, como
venía antes. No todo el tiempo” (Moreno, 2022a: 239). Puede ser que la petición
de Irena surja por el miedo a que los comportamientos hostiles de Max se
intensifiquen, hasta desembocar en formas de violencia física o emocional más
severa e irremediable –incluso contra ella misma– que, a su vez, culminaría en
lo que la psicóloga Sonia E. Vaccaro define “violencia vicarial” (2021), es
decir por
interpósita persona. Evidentemente, se trata de una posibilidad plausible, pues
el hombre experimenta cambios frecuentes e impredecibles en sus emociones. La
petición de la niña desencadena una toma de conciencia en Oliva hasta el punto
de que, a su vez, ella parece enterarse de que la conducta violenta de Max ya
no pasa desapercibida. Esconderla y silenciarla es prácticamente imposible. Con
el tiempo, “[viviendo] la violencia como algo habitual en su entorno más
próximo, lo que influye fuertemente [...] en su formación humana” (Casal de la
Fuente et al., 2019: 138), el malestar de Irena va concretizándose
físicamente a través de un mecanismo inconsciente de defensa que desemboca,
como se decía, en la somatización. Desde luego, la niña tiene pesadillas
recurrentes que le impiden descansar tranquilamente por la noche y que, como
destaca precisamente Teresa, la amiga de Oliva, se deben no solo a la
separación de sus padres sino también a “toda esta nueva situación” (Moreno,
2022a: 102). La “nueva situación” a la que se refiere Teresa tiene que ver, sin
lugar a dudas, con la presencia cada vez más sofocante y opresora de Max. Poner
atención al malestar de Irena, darle voz, permite alertar sobre las posibles
repercusiones que la exposición al entorno violento ocasiona a largo plazo. Por
ejemplo, además del riesgo a que su inquietud emocional pase desapercibida, “la
familia puede llegar a convertirse en un fondo incierto sobre el que es
complicado comenzar a crecer como persona” (Casal de la Fuente et al.,
2019: 138) y, por tanto, pueden surgir problemas relacionados con la autoestima
o las interacciones interpersonales.
Violencia
sistémica: un breve enfoque en Damaris y Horía
Es la
vida de los perros. […]. Te diría que
recuerdes
que nuestra vida es la vida
de los
perros aquí y allí también.
Lara
Moreno (2022a: 158).
En el panorama literario español
contemporáneo, se destaca la presencia cada vez más manifiesta de novelas que
rescatan vivencias tendencialmente invisibilizadas de figuras que, por
simbolizar condiciones de precariedad extrema, sufren desigualdades sistémicas
de forma más directa (Claesson, 2019: 16-17). En el caso de La ciudad,
dichas injusticias estructurales se manifiestan en la esfera laboral afectando,
aunque de modo heterogéneo, a las otras dos protagonistas que, por ser mujeres
y además migrantes, desempeñan trabajos poco remunerativos y evidentemente
precarios.
Tras perder a su marido
en el terremoto de Armenia de 1999, Damaris se traslada a Madrid para sustentar
económicamente a su familia y garantizar un porvenir estable a sus hijos.
Consciente de que de ella depende “cada bocado que se comía en la casa […] [y]
el concepto mismo de futuro” (Moreno, 2022a: 141), Damaris trabaja sin cesar,
cuidando de los niños de una pareja adinerada que vive en Madrid. Al mostrarse
complaciente con sus demandas, los patrones acaban por aprovechar la
disponibilidad de Damaris reiteradamente, exigiéndole más trabajo de lo
acordado, aunque en la mayoría de los casos no sea necesario. Ya sea como
muestra de gratitud por haberla contratado, o debido a que sabe qué significa
trabajar en condiciones precarias, como las de su país de origen donde “todo
era muy inestable […] [y] [l]a palabra de algunos jefes era una mancha de barro
al menor imprevisto” (Moreno, 2022a: 141), Damaris no se atreve a oponerse a
las peticiones de sus patrones porque tiene miedo a que la despidan y, por ser la
única fuente de sustento de su familia, no puede permitírselo. Tener que
procurar constantemente que las necesidades básicas de sus seres queridos estén
satisfechas termina generando malestares emocionales y físicos que, en el caso
de Damaris, agravan sus condiciones de salud ya precarias y que, sin embargo,
ella minimiza, disimulándolas.
Horía comparte con
Damaris experiencias tanto vivenciales como laborales muy similares. Víctima de
violencia de género por parte de su exmarido, quien la inculpó duramente por
tener dificultades para quedarse embarazada para luego abandonarla con el niño
recién nacido, Horía cruza el Estrecho tras ser contratada para trabajar
durante la temporada de cosecha en Huelva. En un principio, le aseguraron que
tendría condiciones laborales dignas, casi idílicas –“casa, comida, médico,
jornada laboral de ocho horas, una finca hermosa” (Moreno, 2022a: 49)– pero,
una vez en los campos, las expectativas de Horía y de sus compañeras se vieron
completamente desatendidas. Queda patente que la
vulnerabilidad de estas mujeres radica en su situación socioeconómica precaria,
lo que hace que sean más susceptibles a ser atraídas por promesas engañosas de
empleo digno. De hecho, en el momento de comenzar la labor, se encuentran con
condiciones laborales deplorables, largas jornadas de trabajo, salarios bajos
e, incluso, situaciones de abuso físico y psicológico. Debido al control
ejercido y a la escasez de recursos, parece imposible escapar y, por tanto, no
queda más remedio que “bajar de nuevo la cabeza […] [,] doblar la espalda al
día siguiente e ir más rápido” (Moreno, 2022a: 158), anhelando que la temporada
de cosecha termine pronto.
Reflexiones
a modo de conclusión
Tras empezar una relación de
noviazgo con Max, el chantaje emocional y el control coercitivo que el hombre
ejerce sobre Oliva anulan de manera muy sutil el empoderamiento que la mujer ha
logrado posteriormente a la separación de su marido. Poco a poco, el círculo de
la violencia en el que Oliva se queda atrapada ocasiona un giro inesperado que
contribuye al total y evidente condicionamiento de su presente y que, sin
embargo, ella tiene dificultades para aceptar. Al contar la historia de Oliva,
lo que Lara Moreno consigue no es solo una forma de concienciación acerca de la
gravedad de la(s) violencia(s) que constituyen el móvil de la narración, sino
también una toma de conciencia relacionada con el hecho de que ciertas
dinámicas pueden impactar en cualquier sujeto, prescindiendo, por ejemplo, del
contexto social de procedencia. Efectivamente, aun siendo la más privilegiada
de las tres protagonistas, tanto a nivel social como a nivel económico, Oliva
–una mujer blanca, del primer mundo, que vive en un piso céntrico de la
capital– no es inmune a la violencia conyugal y de género que, entre otras,
afectan también a Damaris y a Horía. A raíz de esto, toda lectora podría
identificarse con las vivencias de las tres protagonistas, mujeres comunes que,
aunque por motivos distintos, comparten una condición de precariedad y
subalternización. Además, lo que contribuye a fomentar el pensamiento crítico
de los lectores consiste en el intento de la autora de valorar y validar la
inquietud emocional y comportamental de Irena, cuyo malestar, de lo contrario,
acabaría desapercibido o completamente asumido. En suma, como resulta patente,
la novela ofrece una eficaz radiografía social que visibiliza cuestiones de
notable actualidad frente a las que, hoy más que nunca, es impensable quedarse
indiferente.
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Esta obra está bajo
una licencia internacional Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0.
[1] A este
propósito, es interesante considerar el estudio de Ana Requena Aguilar en su
libro Intensas (2023) acerca de las palabras que los hombres usan para
invalidar la experiencia de las mujeres apodándolas de locas, histéricas,
intensas y “expresiones similares que describen una experiencia emocional que
el hombre percibe como desbordada, amenazante o excesiva” (2023: 25).