Una visión crítica de
la maternidad contemporánea en las novelas de Eva Baltasar
A Critical Vision of Contemporary Motherhood
in the Novels of Eva Baltasar
Sara Zerrouti Holguín
Universidad de La Rioja
https://orcid.org/0000-0002-5204-9311
Recibido: 04/09/2023
Aceptado: 08/11/2023
DOI 10.30827/impossibilia.262023.28817
Resumen
Este trabajo
propone una revisión de las obras en prosa de Eva Baltasar a partir de sus
críticas a un concepto de maternidad heterocentrado e inscrito en una sociedad
que pretende asimilar lo maternal con los valores tradicionales.
Estas tres obras
se plantean como ejemplos literarios del conflicto sujeto-sociedad de un Yo
escindido a causa de sus deseos de libertad y autenticidad y de la debilidad
sentida frente a una sociedad que lo transforma en miembro de una masa informe.
Dicha sociedad propone una maternidad normativa que solo halla su representación
discursiva mediante un lenguaje heteronormativo, que tres subjetividades
lesbianas tratan de rearticular y resignificar. Esta dificultad de contar con
un discurso propio resulta alienante para los sujetos, que han de proponer una
crítica a los discursos tradicionales desde los márgenes.
Palabras clave: Maternidad, crítica, discurso, representación,
lenguaje, rearticulación.
Abstract
This paper
is a review of the works in prose by Eva Baltasar, based on their critique of a
heterocentred concept of motherhood within a society that seeks to assimilate
maternity into traditional values.
The three
works are presented as literary examples of the subject-society conflict of an
ego split due to its desire for freedom and authenticity together with the
weakness it feels when confronted with a society that transforms it into part
of a formless mass. This society proposes a normative motherhood that only
finds its discursive representation through a heteronormative language, which
three lesbian subjectivities try to re- articulate and re-signify.
The
difficulty of having one’s own discourse is alienating for subjects, who end up
having to propose a critique of traditional discourses from the margins.
Keywords: Motherhood, Critique, Discourse, Representation, Language,
Rearticulation.
Eva Baltasar y la ruptura del silencio de las madres
Olga Albarrán
Caselles (2018) advierte que la literatura cuenta con importantes obras que
relatan paternidades, desde el Edipo Rey, de Sófocles (h. 429 a.C.)
hasta Carta al padre, de Franz Kafka (1919). Sin embargo, asevera que no
poseemos apenas obras en las que las mujeres profundicen en sus vivencias
maternales. Estas observaciones se hacen eco de las que realiza Laura Freixas
en El silencio de las madres (2015), texto en el que podemos leer su
desazón al comprobar que cuando fue madre no halló obras en las que las mujeres
expusieran sus perspectivas acerca de las formas múltiples y proteicas de
ejercer la maternidad.
Eva Baltasar
(Barcelona, 1978) contribuye a romper este silencio retratando a tres mujeres
que deconstruyen su experiencia. Cabe mencionar no obstante que Baltasar ha
publicado varios libros de poesía en catalán, todos ellos galardonados con
importantes premios, y que es precisamente en el poemario titulado Poemes
d`una embarassada, (2012) donde se inicia dicha deconstrucción. Por ello,
en este trabajo planteamos la tesis de que sus tres novelas, se inscriben en lo
que Albarrán ha denominado “histerografías
o escrituras del útero”, esto
es, se insertan en el panorama de una escritura femenina que mira lo materno
con nuevas lentes.
El hecho de que Baltasar se sirva de tres personajes
puramente literarios para tratar este asunto de manera crítica es reseñable porque,
a diferencia de Silvia Nanclares, Carme Riera y Gabriela Wiener, las tres
autoras que estudia Albarrán, que circunscriben sus relatos a formas más o
menos próximas al diario o a la autobiografía, Baltasar lo hace desde la
ficción.
Marta Pascua Canelo observa que Eva Baltasar es una
autora que podría incluirse en las llamadas “novelas de la crisis” o “novelas
del desencanto” (Pascua Canelo, 2020: 31). Añade, además, que se escoge un
género legitimado por la tradición y, por tanto, la escritora no se muestra
rupturista en ese sentido. No queda claro si esto se plantea como un demérito
de la obra de Baltasar o no. Quizá lo más ajustado sea notar que hay
más riesgo y mayor efecto cuando se escribe desde la autoficción, como lo hace
Annie Ernaux, por ejemplo. Cuando Ernaux relata sus experiencias con asuntos
tan íntimos como la intensidad de su deseo sexual, lo hace en primera persona,
exponiéndose de un modo directo a los juicios ajenos. Por eso, afirmamos que
una voz en primera persona asume más riesgo.
No obstante, como pretendemos mostrar en las siguientes páginas, en este caso, la novela resulta uno de los mejores cauces literarios para rearticular un discurso tradicional, en tanto que es un medio efectivamente legitimado por el poder heteropatriarcal.
Nuestra hipótesis
es que la nueva visión feminista que contempla el tema que nos ocupa posiciona
a la mujer frente a un acto de habla propio e independiente del punto de vista
centrado en el hombre. Un modo de ver femenino nos remite a la crítica de
Martin Jay (2007) y a lo que llamó en el capítulo 9 de su obra falogocularcentrismo,
un neologismo que se refiere a la deconstrucción de la preeminencia de la
mirada patriarcal a todo lo que orbita en torno a lo femenino.
La maternidad temida: Permafrost como ejemplo de matrofobia
Antes de abordar
el análisis de la cuestión que nos ocupa, consideramos necesario esbozar el
panorama social y económico en el que se desenvuelven los personajes. La mujer
anónima que protagoniza Permafrost (2018) inicia su historia residiendo
en una urbe bulliciosa y masificada (Barcelona). La narradora observa que hasta
“Las entidades indivisibles también merecen un descanso, como yo, como todos
los genios del país. Trabajar con ellos me fuerza a asimilarme a ellos, a ser
como ellos dentro de esta preciosa cerca de vidrio, un pececito rojo
impersonal” (Baltasar, 2018: 6).
En este escenario
teñido de amargura, la madre se presenta como una mujer dominante. El padre no
ejerce funciones y no se le menciona más que de forma tangencial. La voz
autodiegética nos permite saber que dicha figura materna ocupa el espacio
doméstico y en este sentido, su función estructural es la de recordarle a su
hija el lugar que la estructura social tradicional le reserva. Se siente
encantada con la idea de que su hija pequeña, Cristina, haya estudiado
fisioterapia y farmacia, esté casada, haya engendrado un hijo y espere otro,
mientras que solo se siente “satisfecha” con una hija mayor que ha ocupado un
lugar estable en la sociedad casi a los 40, tras licenciarse en historia del
arte, una carrera difícil de encasillar en una profesión concreta.
En este sentido,
Baltasar entiende que la resistencia a las estructuras asimiladas desde la
infancia establece el modo más auténtico de vivir, al estilo en que un flâneur
de los estudiados por Walter Benjamin pensaba que ser un paseante solitario,
invisible y anónimo, le otorgaba la distancia necesaria para constituirse ya no
en objeto mirado, sino en sujeto de la mirada crítica, como observa Victoria
Mateos de Manuel (2019: 247-256).
Las imágenes de nodriza y de mujer fértil
aterran a la hija, que pasa la infancia tomando vasos de leche que para ella no
hacen más que producir, poco a poco, su matrofobia. Vive temiendo el momento en
que un imperativo social la haga sentir obligada a reproducirse. Dicha vivencia
no se muestra aquí como un deseo asumido libremente, sino como un requerimiento
social.
A este respecto, María Larrambere Bogino
(2020) comenta varios textos de Adrienne Rich para concluir que dicha autora,
desde una óptica feminista occidental, captó el modo en que la matrofobia no
era solo el miedo a ejercer de madre, sino el miedo a convertirse en la propia
progenitora, pues ejercer ese papel supondría, en nuestra época, una elección
para la mujer, que se debatiría entre cumplir con el supuesto deber de criar
hijos o una vida creativa independiente.
En la obra que comentamos, de hecho, es la
madre la que convence a la
narradora de que lo mejor es que se licencie en historia del arte, ante su
supuesta incapacidad como creadora. El temor se identifica con el recuerdo de
lo maternal y dicho miedo parece ser para la narradora el verdadero artífice de
que los sujetos se integren por completo en la sociedad. Hallamos un claro
ejemplo en la observación de que el miedo es “madre dominante. Resulta casi
imposible despegarse de su pezón” (Baltasar, 2018: 28).
Comprobamos que la
decisión de concebir se vincula con un imperativo externo que provoca terror.
Ante la llamada de su hermana Cristina para comunicarle que tendrá un sobrino,
la protagonista solo acierta a impostar una desmedida alegría, que al lector le
llega de un modo sarcástico, amargo e intercalado con los deseos suicidas de la
voz narrativa.
Sus referencias al proceso de gestación, a los
avances que permiten registrar cada fase del desarrollo del bebé,
convirtiéndolo ya en espectáculo antes de nacer, y sus alusiones a lo feliz que
será con unos padres con un trabajo estable nos remiten a juicios que proceden
de la mirada masculina que ha definido siempre a la mujer.
La subjetividad que se despliega en la obra se
siente excluida de esos deseos, solo puede tomar prestado el lenguaje de la
futuridad condensado en el niño que está por venir, como observa Lee Edelman
(2014: 17-62). Su hipótesis es que el futuro que proyectamos mediante la imagen
del niño privilegia las estructuras reproductivas en el interior de un marco
heteronormativo. Por ello, el cuestionamiento de la futuridad que este autor
realiza a partir de las teorías queer pretende ofrecer perspectivas de
resistencia.
Por tanto, se
incide en la crianza como requisito social necesario para constituirse en un
sujeto femenino construido, independiente y con futuro, como si dicha opción
fuera un eslabón necesario de la cadena significante que colocaría a la mujer
dentro del orden simbólico de una manera completa y perdurable.
En contraposición
a la mirada masculinista referida, en el texto la familia se compara con un
“disolvente” y se contempla como un impedimento para la creación de una
subjetividad libre, de manera que atendiendo a Bogino (2020), en el trabajo
objeto de estudio se sintetizan los enfoques de autoras como Firestone o
Beauvoir, que vieron en la maternidad una alienación más del capitalismo, con
la salvedad de que solo afectaba a las mujeres.
Cuando nuestro personaje mira las fotos
familiares, lo que describe es su sensación de extrañamiento, en el sentido de
que las estructuras sociales y económicas la hacen sentir en un afuera
constante. El permafrost no es sino una metáfora para describir los parámetros
en que la conciencia de dicha sumisión actúa como capa de hielo protectora de
un sujeto oculto debajo. Es el propio acto de narrar lo que nos desvela la
adquisición de esa conciencia desde la infancia.
A propósito, uno
de los elementos estructurantes de los que se apercibe es el del amor maternal.
Se refiere a los reproches que su madre le hace, a todas esas veces en las que
le recuerda todo aquello a lo que ha renunciado en favor de su bienestar, y la
narradora “piensa en navajas cuando mamá habla así” (Baltasar, 2018: 44).
Lo que cuestiona es la idea de que el amor
maternal sea siempre el mismo, en todos los casos, y de que deba ser un afecto
sin fisuras. Además, el modo en que la madre habla de sus sacrificios le sirve
para plantearse, desde su terror a traer hijos al mundo, si realmente la
experiencia que ha conocido es la única posible y hasta qué punto es verdadera.
Al fin y al cabo, en su relación con su
progenitora lo que se aprecia es una línea sacrificial en la que la hija debe
reproducir la estructura e integrarse en la generación siguiente. De hecho,
cuando nace su sobrina, la autora se detiene en el modo en que el discurso
dispensado por el heteropatriarcado se vuelve una suerte de armazón que resulta
carcelario e impone el amor por un nuevo ser, que a su vez recibe la imposición
de un género.
Así, se apunta que la sobrina será “Intocable
y querida, claro. Querida desde el primer momento, con su piercing en cada oreja y un
nombre. El nombre es nuestra primera propiedad, igual de dolorosa o más que un
piercing” (Baltasar,
2018: 94).
Cristina ha
memorizado ese amor y cuida a su hija con diligencia, pero el debate. emerge
cuando la narradora se da cuenta de que tras esos cuidados no hay comunicación
real, más bien nos topamos con la interpretación de un rol.
De ahí que Cristina
se plantee retrasar su tratamiento con ansiolíticos porque piensa que eso la
convertirá en una mala madre. La narradora es la que nos pone frente a la
fragilidad de la estructura identificando la culpa, culpa aprendida y no
propia, y proponiendo que su amor puede construirse desde la sinceridad y la
comunicación. Dicho amor posee diversas maneras de mostrarse sin que ello
implique renunciar a un tratamiento por temor a no poder continuar dando el
pecho a su hija.
No hemos de olvidar, en cualquier caso, que en Permafrost se atisba que la medicación sostiene al individuo a cambio de anular toda resistencia para integrarlo en las precarias estructuras sociales que lo conforman y lo interpelan, produciéndolo como a un ilusorio sujeto autónomo, liberado y sometido al mismo tiempo. Esta es la idea central en torno a la que pivota Narcocapitalismo de Laurent de Sutter (2021). En su ensayo, el pensador reflexiona sobre una sociedad que se ha convertido en un teatro psicopolítico para la depresión contemporánea, o más bien para evitar reconocer que la depresión hace tiempo que dejó de ser, como también estudia Mark Fisher (2016) un problema individual para pasar a la esfera política.
Sea como fuere, si retomamos el tratamiento literario del
amor materno en la obra comentada, vislumbramos un retorno crítico a lo que
Betty Friedan (2016) llamaba la “mística de la feminidad”, entendida desde
una vertiente que responsabiliza a la mujer de la necesidad de hacer siempre lo
mejor para su hijo, aun a costa de su salud, discurso que puede retornar en
forma de sentimiento de culpa cuando algo falla. Resulta interesante que esta
obra se centre en las prácticas discursivas que sitúan a la maternidad dentro
de un orden heterosexual.
Por otra parte, tras una conversación en la que Cristina aclara que, a causa de su homosexualidad y como madrina, la protagonista solo tendrá la función de regalar monas de pascua, la maternidad queda circunscrita a una estructura heteropatriarcal.
El parto y los
cuidados de los niños, de acuerdo con el orden sancionado, se reservan a la
pareja heterosexual. Toda la novela cuestiona esta idea, mediante el recurso
del humor y de la desromantización de momentos como el del alumbramiento, que
se muestran en el cine idealizados. Sirva de ejemplo esta descripción:
El pelo
sucio de haber parido, la piel grasienta, el camisón blanco de puntitos rosados
con la barriga que se desprende debajo, la niña mamando con restos amnióticos
en los pliegues del cuello y las muñecas, ligeramente hedionda como la bandeja
sangrienta de los bistecs en la basura de la noche, intocable, con aquel bulto
aberrante en el lugar del ombligo, tierno y pinzado con una especie de aguja de
plástico de esas para cerrar las bolsas de cereales (Baltasar, 2018: 93-94).
La novela, que
hacia el final cobra la forma de un pequeño diario en el que se suceden tres
días termina con la muerte de Cristina, que por razones que no se explican,
acaba confiándole sus hijos a una hermana a la que consideraba poco capacitada
por no amoldarse a la norma heterocentrada.
Es esa maternidad alternativa y casi
accidental, ejercida en un afuera del sistema, aunque nunca hay un completo
afuera, la que funde ese
permafrost que la separaba de una sociedad alienante. Hemos visto que la
matrofobia venía de la mano de unos códigos aprendidos, que una mirada
feminista ha tratado de desmantelar.
Boulder: el discurso de la no maternidad
Un aspecto que hay que tomar en cuenta en el estudio de Boulder
se relaciona con que nuestras tres novelas muestran a personajes que viven en
una sociedad mercantilizada, masificada, impersonal y consumista, construida
sobre la producción y reproducción del capital casi sin objeto, o al menos sin
un objeto más allá de la reificación de sujetos e ideas. Se pretende que sirvan
a la pervivencia del propio sistema, asunto que percibieron desde Gyorgy Lukacs
hasta Theodor Adorno y Max Horkheimer (2018).
En Boulder, el tema que tratamos
aparece hacia la mitad de la obra, mientras la protagonista trata de llenar
mediante el deseo sexual una vida conyugal que cada vez le resulta más
insatisfactoria. Así se describe el momento en que Samsa le propone tener un
hijo:
[…] sucede. Eso que no tiene nada que ver con mi
vida ni con el perímetro kilométrico de vida que iba a protegerme de esas leyes
indelebles y atemporales que desafían la contingencia. Llega a casa como un
invitado mortal. Inesperado e infausto. La enfermedad que sólo padecían los
demás. Quiero un hijo, dice Samsa, un hijo nuestro. Tuyo (Baltasar, 2020: 41).
Así, lo que se perfila es una maternidad no deseada, porque
si bien Boulder accede a los deseos de su pareja, deja claro al lector que lo
que desea “es no ser madre” (Baltasar, 2020: 43). Lo que descubrimos aquí es un
acercamiento diferente al paradigma heteronormativo establecido, dado que se ve
en el futuro hijo un colonizador que invade, molesto y demandante, cada rincón
de la casa y de la mente, rejuveneciendo falsamente a su pareja, una mujer de
40 años que se dispone a ser madre casi fuera de tiempo en términos biológicos.
Hemos de señalar que las condiciones
laborales y económicas, precarias en el caso de Boulder y muy favorables en el
de Samsa, cobran especial relevancia en la articulación de este discurso,
enfocado desde la crítica a unas leyes consideradas inmutables.
En este contexto, el trabajo constituye un
encadenamiento, pues un sueldo “supone un cambio en mi relación con el trabajo.
Dejo de sentirlo mío, pasa a ser de alguien que lo valora y me lo cede”
(Baltasar, 2020: 18).
Boulder presenta un certero juicio a la
reificación del empleado, puesto que las empresas están ocupadas en reclutar
trabajadores que asciendan en la compañía en función de los títulos universitarios
que hayan podido obtener, condenando a personas como Boulder, que no poseen
formación reglada, a posiciones laborales mal pagadas. Dichos puestos no son
menos impersonales ni menos alienantes que posiciones más altas, representadas
en el personaje de Samsa, una alta ejecutiva que necesita siempre un nuevo
ascenso, aunque en su cuenta tiene dinero de sobra y sus jornadas de trabajo
obstaculizan otro tipo de realizaciones más allá de lo profesional.
Sin embargo, la desahogada situación
económica de Samsa motiva que a diferencia de lo que ocurre en la Yerma de
García Lorca (2016), donde la mujer infértil se obsesiona hasta el punto de que
ese deseo desemboca en el asesinato de su marido, en Boulder Samsa
cuenta con las ventajas de lo que Paul B. Preciado (2020) denomina “sociedad
farmacopornográfica”. Este régimen se sustenta sobre la idea de que ha surgido
una nueva forma de economía capitalista. Dicha economía se relaciona con los
nuevos modos de producción y gestión de los cuerpos y de la sexualidad, a
partir de los avances científicos que sostienen al tecnocapitalismo. Ciencias
como la endocrinología ejercen una importante autoridad material sobre
conceptos como la maternidad. La ciencia puede, por ejemplo, convertir la
posibilidad de ser madre en un bien comercializable, siempre que la venta se
efectúe dentro de los parámetros del saber científico hegemónico.
El
dispositivo farmacopornográfico toma cuerpo en la clínica de fertilidad, que
vende la maternidad a cambio de una buena suma de dinero. Si en los relatos
bíblicos que narran la historia de la estéril esposa de Abraham se advierte que
tras la maldición a la que Yahvé somete a Eva, es un dios masculino el que
determina a qué mujeres concederá el don de la fertilidad, ahora es el capital
el que ejerce ese poder. Boulder, que asiste con espanto al proceso de
inseminación, describe un agresivo tratamiento hormonal y ve cómo la gestación
se ha cosificado y rentabilizado.
De
acuerdo con María Inmaculada Alcalá García (2015) los discursos y saberes médicos
más modernos no siempre contribuyen a que la mujer controle su propio proceso
de gestación y parto. Dichos saberes médicos continúan viéndola como un
recipiente que contiene la vida sin controlar el proceso que supone y sin poder
tomar decisiones sobre él. Las hormonas aceleran la producción de óvulos con
violencia y Boulder afirma que “El ovario se ha convertido en un piso patera”
(Baltasar, 2020: 50).
La autora hace una interesante crítica a
estos procesos biopolíticos cuando menciona que incluso “una lesbiana en una
clínica de reproducción asistida es un caballo ganador” (Baltasar, 2020: 59).
Los instrumentos construidos por la sociedad farmacopornográfica logran así que
incluso una subjetividad lésbica encuentre un espacio en la maquinaria heterocapitalista.
Dicho lugar le ofrece la engañosa posibilidad de ejercer su “propia maternidad”
cuando en realidad la única posibilidad ofertada es ejercerla en consonancia
con los esquemas ya dados.
A este respecto, se alude al estado
hipnótico bajo el que parece hallarse Samsa, que asiste impasible a una escena
que los ginecólogos controlan por entero y de la que Boulder se siente aislada.
El lenguaje y el aspecto de negocio continúan incluso cuando Samsa es
fecundada, vuelve a casa con Boulder y le dice que deben practicar sexo, porque
“las contracciones postcoitales pueden ser determinantes para
rentabilizar el dineral que hemos invertido en esta empresa” (Baltasar, 2020:
61).
Tras una acerada revisión del modo en que el capitalismo plantea la comprensión de la experiencia femenina mediante charlas, cursos de preparación al parto y todo tipo de clases de gimnasia para madres primerizas, asistimos al instante en el que el médico comunica, sin consultarlo, que adelantará el parto.
Aquí, incluso Samsa, el personaje que
representaría los valores tradicionales, se rebela ante la epistemología médica
dominante y decide parir en casa, aunque la imagen que la narradora ofrece
trata de desmitificar las corrientes New Age que monetizan el anhelo de algunas
madres que desean vivir alejadas de los aparatos y los discursos médicos,
integrándose finalmente en procesos igual de construidos y mediatizados por
discursos que recuperan una perspectiva ancestral de la femineidad. Así, esos procesos supuestamente liberadores
del discurso médico corren el riesgo de transformar a la mujer en un ser que
vive exclusivamente para su bebé, anulando los logros del feminismo en favor de
un retorno a lo que Alcalá García denomina “imagen femenina de misticismo y
naturaleza” (2015: 68).
En este sentido, Joseph Campbell (2017)
ofrece un completo estudio de la evolución de la diosa madre. Subraya que la
mitología es una de las muchas construcciones culturales que permean la vida
humana y que atraviesan y construyen la subjetividad de hombres y mujeres. En Mecanismos
psíquicos del poder (2010) Judith Butler recalca esta misma idea, aunque lo
hace a partir del concepto de interpelación de Althusser
La función de la diosa era la de
transformar el semen en vida. La diosa era la transformadora y la intermediaria
entre padres e hijos, mientras que el hombre era la realidad transformada. Esto
continuó siendo así hasta que los pueblos semíticos despreciaron a las diosas
de la fertilidad. No habría que olvidar, no obstante, que este privilegio de lo
sagrado concedido a la mujer procede de ese hombre transformado.
Volviendo a nuestro texto, Boulder lo recuerda
cuando describe el modo en que el papel materno de Samsa se convierte en su
única misión vital. No trabaja y no tiene vida social. El bebé se compara con
una criatura vampírica, aunque los vampíricos serían los deseos culturalmente
edificados que Samsa acata, por mucho que los miércoles, único día en que
comparte su rol de madre con Boulder, le parezcan un remanso de libertad.
Es la misma Boulder la que establece una
diferencia entre su difícilmente asumido rol, pues se conforma con tratar a su
hija unos días al mes, con el de Samsa, que socialmente invalida el suyo.
Así, asevera lo siguiente:
Lo peor son las miradas, la malla de complicidad que entreteje la
mirada que cada acompañante lanza a cada acompañante, cada preñada a cada
preñada. Un peso da consistencia a esa construcción y es la consciencia de
grupo, de clase, casi de casta. Las elegidas, todas con su fruto centáurico
aún inacabo en su interior, y en segundo término, los protectores, suerte de
vínculo humano con el mundo real, prescindible (Baltasar, 2020: 66-67).
El párrafo citado
concede una trascendencia capital a la mirada, en tanto que escuchamos una voz
femenina que se siente excluida. Esto nos devuelve a las propuestas del
falogocularcentrismo ya referidas, en la medida en que la voz del relato mira
de reojo, desde los márgenes y con unas gafas que permiten contemplar desde un
nuevo ángulo aspectos que solo habíamos mirado desde los ojos masculinos.
Así, este texto podría tratarse como un
instrumento que deconstruye la mirada canónica y la subvierte mediante las
lentes feministas. Se mira de soslayo, desde el margen, pero al mismo tiempo
esa forma de ver resulta una herramienta esencial para la creación de un
espacio crítico.
Después de este análisis, apreciamos que esta novela aborda la
realidad de que la única narrativa que la sociedad heteropatriarcal parece
admitir, incluso cuando es una mujer lesbiana la que queda embarazada, es la de
la madre gestante, como si una biología esencialista produjera unos discursos
excluyendo a las demás alteridades existentes.
Mamut: el deseo de gestar
La última novela que analizamos, Mamut, es quizá el texto más
novedoso, porque su protagonista no desea ocuparse de un niño, sino que solo
anhela su gestación. Lo que necesita es el embarazo, pero no ser la madre de la
criatura.
En este caso, la narradora también es lesbiana, pero no recurre a las
clínicas de reproducción asistida, sino que escoge a hombres con los que se
acuesta con el único objetivo de quedar encinta y con los que no mantiene una
relación amorosa.
Esta decisión, que no se justifica de manera explícita, podría conectarse con la crítica a la masificación y a la precariedad que resurge en esta obra. Por ejemplo, la narradora lo atisba cuando afirma que “reducir una vida a una plantilla de Excel le parece un delito” (Baltasar, 2022: 10). Además, se siente utilizada por unas instituciones que la emplean como instrumento para continuar autofinanciándose.
En cualquier caso, inicia la novela así: “El día que iba a
preñarme, cumplía veinticuatro años y organicé una fiesta de cumpleaños que, en
realidad, era una fiesta de fecundación encubierta” (Baltasar, 2022: 11).
Agrega poco después que su deseo es ser madre soltera, que no quiere que ningún
padre reclame nada y que desea convertir su “vientre en una capilla”. Advertimos ya que el útero se ve aquí como un
espacio consagrado a la fertilidad, pero no a una que desembocará en la crianza
del niño, sino a la mera fecundidad, esto es, a la posibilidad de dar vida.
Para ello, pasa la noche con un hombre, a
pesar de que lo considera un trámite casi insoportable. Sin embargo, en Mamut
comprobamos que lo que se entiende por gestación no es solo el embarazo, sino
también el coito.
En
el primer intento, practica sexo con un joven cuyo pene le parece “un báculo”,
un símbolo freudiano de poder al que se somete por un bien mayor. El posible
padre se nos presenta como “un animal movido por el celo, una bestia de
músculos acuáticos procedente del reino más antiguo, la vida, la fuerza
inteligente” (Baltasar, 2022: 18). Con estas expresiones, parecería que la
protagonista perpetúa el discurso heteropatriarcal que colonizó los escasos
relatos sobre la maternidad, pero nada más lejos.
Ante su sensación de que ha vivido siempre
para complacer las expectativas de otros, como un mamífero trabajador concebido
para alimentar animales más grandes, se pregunta si no es esa la manera en que
la cultura educa a las mujeres. Ella quiere dar vida, sí, pero sin someterse,
así que concluye que
No fue el deseo de un hijo lo que me secuestró, sino
el deseo de gestarlo, de que la vida me pasara a cuerpo través. Para lograrlo,
debía desenjaularme. Como si la única manera de continuar fuera la huida. Como
si no hubiera salvación, sólo la lana fósil del pasado (Baltasar, 2022:25).
La segunda parte de la novela narra el tiempo en el que
Mamut reside en una masía alejada de la civilización, creando un contraespacio,
una heterotopía, en términos foucaultianos, en la que es ella la que controla
cada aspecto de su vida, e incluso la experiencia sexual con hombres se le
antoja mucho más excitante. En los espacios heterotópicos, Foucault encontró
que tenían cabida experiencias y deseos fuera de lo socialmente normativo, por
lo que este concepto nos ayuda a comprender la manera en la que pueden
producirse cambios en las estructuras que rigen aspectos como la vida sexual,
de modo que podamos comprender que Mamut se sienta cómoda dentro de los nuevos
juegos de poder que puede crear, aun si lo hace en un espacio marginal como la
masía. Su vecino, el pastor, denomina a la ciudad capitalista “el charco
grande” (Baltasar, 2022: 53). La masía apartada se transforma entonces en un
espacio heterotópico liberador.
La
narradora trabaja de camarera en el pueblo, limpia la casa del pastor
escogiendo su propio horario y prescinde de casi todas las necesidades creadas
por el sistema. Afirma que la felicidad se alcanza pareciendo normal y siendo
salvaje. Este estado le hace descubrir partes de un Yo que la vida y los
discursos prefabricados anteriores habían fosilizado.
No se sorprende demasiado cuando accede a
prostituirse para el pastor. En este aspecto se aleja del discurso patriarcal
sobre la prostitución y se inserta en uno diferente, en el que es una enfermera
que cumple una función social para un anciano cuyo pene apenas responde a
estímulo alguno pero que curiosamente es el que consigue fecundarla, en un vínculo
en el que ella ejerce el control casi todo el tiempo.
Durante el embarazo, asistimos de nuevo a
la visión del feto como una criatura fagocitante, que se alimenta de la madre y
gobierna cada uno de sus deseos, transformándola en un receptáculo, en una
despensa.
El temor de Mamut se manifiesta sobre todo
en sus sueños. Su miedo a que su futuro hijo la encadene para siempre a las
estructuras sociales preestablecidas para las madres y a que ese mismo hijo
pase a formar parte de una sociedad capitalista y desnaturalizada se hace
palpable. Para ella, el mundo circunscrito a los bosques y a los clanes es
perfecto y teme que esa perfección se ensucie.
Tras apañárselas durante nueve meses para
fingir que no está embarazada, acude a un hospital para dar a luz y asistimos
al final de la narración, en el que se nos muestra que efectivamente el deseo
de la protagonista era solo procrear, ya que cuando su hija nace, intenta,
durante tres días, reproducir las condiciones húmedas del interior del útero,
evitando que el bebé la vea y eso la obligue a convertirse en madre. Una vez
finalizada su función gestante, “da” a su hija, suponemos que en adopción, y
regresa a la heterotopía anticapitalista y casi fuera de los discursos
sociales que atraviesan la maternidad, no sin sentir por ello temor y angustia.
Esta novela ofrece una crítica radical a
la imagen de la mater dolorosa de acuerdo con María José Gámez Fuentes
(2001: 118), pues la mujer no desea convertirse en una madre sacrificada, sino
parir, dar vida, sin que ello implique un compromiso posterior.
La maternidad, por tanto, no se ve en esta
historia como una posesión. El hijo no se tiene sino que se gesta, puesto que a
ojos de la narradora el deseo de dar vida que la movía hasta entonces se ha
disipado con el parto. No quería poseer la vida, sino crearla, negando la idea
de que la vida del niño pertenece a la madre.
Conclusiones
Los tres trabajos analizados nos sitúan
ante una indagación acerca del sujeto y su sociedad. Se enmarcan en el desencanto
vivido por los jóvenes tras la crisis de 2008. Los sujetos pueblan un mundo que
los transforma en actores que simulan sus propias vidas que, como observaron
Guy Debord (2010) o Baudrillard (2006), forman parte de un simulacro dentro de
una sociedad convertida en pantalla para sí misma.
Por otro lado, la función social de la
mujer ha estado siempre circunscrita a la reproducción. No hay más que observar
las distintas visiones que los mitos presentan de la mujer madre sometida al
arbitrio de un dios masculino para darnos cuenta de que todos los modos de
hablar de maternidad casi hasta nuestro siglo han dado la palabra al hombre y
han silenciado la experiencia particular de cada mujer.
La maternidad ha estado acallada en la
literatura casi hasta nuestra época y las tres novelas de Eva Baltasar suponen
excepciones. Responden a la necesidad de que las propias mujeres deconstruyan
sus propias maternidades y dejen de tomar prestados discursos patriarcales que
no las han reconocido como a una otredad con pleno derecho a subjetivarse. Los
tres textos revisan el temor a la maternidad, la maternidad no deseada y el
deseo de gestar, y repiensan las condiciones discursivas que atraviesan al
sujeto materno.
Judith Butler, en obras como El género
en disputa (2007), Mecanismos psíquicos del poder (2010) y Cuerpos
que importan (2022) recurre al concepto de la interpelación propuesto por
Louis Althusser en Ideología y aparatos ideológicos de estado: Freud y Lacan
(2005) para presentar su idea de la construcción performativa de la
subjetividad, que concluye que el sujeto autónomo es una producción social que
se va reproduciendo performativamente. La salida de este orden simbólico se
hallaría en actos discursivos como los presentados en estas novelas que, por un
lado, reproducen parte de los discursos sobre la maternidad, pero por otro,
introducen una pequeña pero importante novedad en dicha repetición
performativa.
El sexo y el género nos integran en un
orden simbólico, idea en la que se aprecia la influencia de Lacan en el
pensamiento feminista de los años 80 y 90, como observa Sean Homer (2016:
139-143).
Estos tres libros también nos recuerdan la división sexual del trabajo,
que tratan Silvia Federici (2010), Simone de Beauvoir (2017) o Paul B. Preciado
(2020). Estas propuestas se resumen en la idea de que tradicionalmente se
prefiere que el hombre trabaje y produzca mientras que la mujer ha quedado
relegada al espacio doméstico, en el que solo le queda la reproducción que
vendría, en la mayoría de los casos, a perpetuar dicho sistema.
Baltasar propone una fractura del orden en
el que se inscribe la maternidad. Esto nos lleva a la teoría de Barthes (2012)
de que el lenguaje que hablan los sujetos es siempre un préstamo del poder y
esa certeza es la que permite afirmar a Boulder que “El lenguaje es y será
siempre un territorio ocupado” (Baltasar, 2020: 28). Al mismo tiempo “Sólo el
lenguaje puede lograr que pertenezcas a algún lugar, que no te extravíes”
(Baltasar, 2020: 28).
En
estas creaciones se reclama una mirada y un lenguaje para las nuevas
experiencias de la maternidad que viven las mujeres en nuestra época, pues como
se sugiere desde el feminismo lacaniano, puede que la mujer también precise
inscribirse en el orden simbólico para reformularlo.
Esto nos devuelve al principio, pues
cuando hablábamos de una mirada feminista en la literatura de Baltasar
queríamos presentar la posibilidad de que la escritura femenina comporte una
mirada oblicua, como propone Eva Lootz (2018). Este modo de ver se sitúa al
margen del ojo masculino, lo que permite analizar y dar voz a lo que había sido
excluido del discurso dominante.
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