La representación de las dos Españas en Retaguardia (1937), de Concha Espina

The Representation of the “Two Spains” in Concha Espina's Retaguardia (1937)

 

 

María Álvarez Álvarez

ORCID

alalvarezmaria@gmail.com

Recibido: 11/06/2023

Aceptado: 09/10/2023

DOI 10.30827/impossibilia.262023.28240

 

Resumen

En 1937, Concha Espina publicó Retaguardia, la primera de sus obras escritas durante la Guerra Civil, en la que se hace patente el radical cambio ideológico que la autora había sufrido en los años de la República, que la acercó a los postulados de la Falange. La novela, así, refleja la nueva postura adoptada, así como la configuración de las dos Españas enfrentadas durante la contienda, desde el punto de vista de una escritora profundamente decepcionada con las políticas republicanas en las que había confiado. Dicha división del país se plasma en los personajes principales (trasunto de la propia Espina) y en la ciudad de provincias en la que se desarrolla la historia, que viene a representar la sociedad española del momento.

 

Palabras clave: Concha Espina, novela, guerra civil española, dos Españas, falangismo.

 

Abstract

In 1937, Concha Espina published Retaguardia, the first of several works written during the Spanish Civil War. In it, we can clearly observe the radical ideological change that the author had undergone in the years of the Republic, which brought her closer to the tenets of the Falange. Thus, from the point of view of a writer who felt deeply disappointed with the Republican policies she had trusted, the novel reflects the new position adopted by the author and the configuration of the “two Spains” confronting each other during the war. This division of the country is reflected through the main characters (a mirror image of Espina herself) and in the provincial city in which the story takes place, which represents Spanish society at the time.

 

Keywords: Concha Espina, Novel, Spanish Civil War, Two Spains, Falangism.

 

 

El de Concha Espina (1869-1955) es uno de esos casos de autoras que, a pesar del terrible éxito del que gozaron en vida, cayeron después en el olvido de lectores y crítica. En efecto, salvo un pequeño número de estudios relativamente recientes  más o menos extensos sobre la vida y la obra de la autora, esta no ha llamado en demasía la atención de los especialistas, a pesar del interés de su caso; asimismo, su obra no cuenta con el apoyo de unos lectores fieles, ni en general forma parte de los programas de literatura española, desplazada por la de sus compañeros de generación. Perteneciente por fecha de nacimiento al noventaiochismo, la crítica en general no suele incluirla en la nómina: su particular estilo la vincula con la prosa decimonónica, con muchos puntos en común con el costumbrismo y el realismo, a pesar de ciertos rasgos que la conectan con el modernismo o que la convierten en una de las primeras precursoras del tremendismo (ya lo menciona, entre otros, Martínez Cachero, 1983). En relación con ello, merece la pena destacar la opinión de Susan Kirkpatrick (1996: 139), que vincula a Espina con la preocupación y la crítica a la sociedad burguesa española típica de los autores del 98, no obstante su marcado nacionalismo. Quizá (como indica la mencionada autora) el hecho de ser mujer ha tenido cierto peso en esa omisión, como también pudo tenerlo que sus protagonistas sean también mujeres, o el cultivo del género sentimental, que tradicionalmente no ha contado con el respeto y el interés de parte de la crítica.[1] De hecho, ya en vida la misma autora se lamentaba con frecuencia de la poca atención que recibía por parte de los críticos e incluso de cierto maltrato por su parte, a pesar de contar con el apoyo y la admiración de un cercano grupo de amigos, intelectuales y escritores, y de la popularidad y reconocimiento oficial de los que sí gozó.[2]

Como mencionábamos, dentro de su numerosa producción literaria destacan las novelas que, desde el inicio, con La niña de Luzmela (de 1909), tienen como protagonista a mujeres que se ven obligadas a enfrentarse a un destino adverso, condicionado por las circunstancias sociales y/o familiares, que les impide alcanzar la ansiada felicidad. En general, en estas obras Espina expone su preocupación por temas de actualidad, como la educación y los derechos de la mujer, las condiciones de vida del proletariado o el racismo y el antisemitismo de su época, mostrando una postura muy progresista en estos aspectos, que se conjuga sin mayor problema con el tradicionalismo que siempre estuvo presente en su obra y que potenciará el discurso falangista al que se acerca a partir del estallido de la Guerra Civil. Tal actitud ha hecho que, al tratar de ella, la crítica hable de “feminismo cristiano” (Ugarte, 1997: 99), “republicana conservadora” (Mullor-Heyman, 1998: 95), “cristiana progresista” o de una de las principales representantes del socialismo católico español (Rojas Auda, 1998). Atendiendo a los temas y preocupaciones que plasma en su obra de preguerra y a la actitud que adopta ante ellos, es comprensible que la autora acogiese con entusiasmo la llegada de la República (así lo declaraba en una entrevista a El Sol: véase Fernández Gallo, 2019: 429), con la esperanza de la construcción de una sociedad mejor, más justa para todos. Pero, en el breve transcurso de unos años, su actitud cambia radicalmente y, decepcionada con la política republicana, abraza la causa falangista: en ella creería hallar un nuevo camino de esperanza, apoyándose en su discurso de justicia, igualdad y defensa de la unidad de España y de los principios católicos. En 1936 (si no antes, en 1934, según Ugarte, 1997: 102), entraría a formar parte de la Sección Femenina de Pilar Primo de Rivera.

En este cambio de actitud vemos uno de los puntos más interesantes en el estudio de Concha Espina, sobre todo en lo concerniente a la convivencia de la nueva ideología adoptada con sus antiguas preocupaciones y posturas. En este sentido, Retaguardia. Imágenes de vivos y de muertos (la primera del grupo de obras que escribió durante la Guerra Civil) se presenta como un excelente ejemplo para conocer mejor el pensamiento de la autora, la evolución que sufre en estos años y cómo afronta tal cambio, a lo que ahora pretendemos contribuir con un estudio de la imagen de las dos Españas que se ofrece en la novela, reflejo de la ideología falangista y resultado de sus propias experiencias durante el primer año de la contienda.

En efecto, se ha señalado ya la fuerte impronta autobiográfica presente en la obra, algo que, por otra parte, comparte con toda su producción en mayor o menor medida. Las circunstancias vividas por Espina desde el estallido de la guerra, que la sorprendió en su casa familiar de Luzmela (Cantabria),[3] pesan de forma determinante en la construcción de sus personajes y el ambiente general de la novela. Su autora pretende dibujar la vida cotidiana de una ciudad de provincias (Torremar, trasunto de Santander) durante los primeros meses del enfrentamiento, basándose para ello en su experiencia personal. La obra se presenta así como un documento de la vida durante la guerra, aunque en realidad no puede estar más lejos de ello, al estar fuertemente marcado por la radical postura ideológica adoptada ya por Espina.

En este sentido, cabe destacar que la novela viene precedida por un prólogo escrito por uno de los hijos de la autora, el también escritor y periodista Víctor de la Serna, cuyo propósito es múltiple: en un primer plano, contextualiza el proceso de escritura de Retaguardia, llevado a cabo entre abril y agosto de 1937, cuando su madre se encontraba en arresto domiciliario. Paralelamente a ello, el objetivo es realizar una defensa del bando nacional (de cuyas tropas él mismo había formado parte) y su ideario a través de la presentación idealizada de la autora y de la misma casa familiar, bastión de la resistencia nacional y católica frente al ataque y abusos de los republicanos que dominaban la localidad. Creemos que el peso de la experiencia autobiográfica debió de influir de forma crucial en el éxito de la obra, que conoció tres ediciones solo en 1937 (González-Allende, 2011: 530), a lo que también debieron de contribuir tanto la forma adoptada por la novela, que presenta una trágica historia de amor, como una voz narrativa que fomenta la aparición de un lector cómplice que fácilmente se identificaría con los sentimientos y las ideas recogidos.[4]

En lo que respecta al objeto de nuestro estudio, ya desde las primeras páginas de de la Serna se anticipa la visión de las dos Españas que desarrollará la novela. El momento de crisis vivido por el país en los últimos años de la República promovió el debate acerca de las imágenes opuestas de España que cada una de las posiciones ideológicas ahora enfrentadas proponían (Cacho Viu, 1986), y durante la Guerra Civil la radicalización de las posturas facilitó el uso maniqueo de las mismas por parte de ambos bandos. El prólogo se encarga de levantar una aureola mística en torno a Concha Espina, acompañada por su hija Josefina y una de sus nietas (hija de de la Serna) y amparada por la figura de la Virgen María: tres mujeres solas que resisten heroicamente y con las que contrasta la presencia de los soldados que registran la casa (“maleantes con patente de corso para robar”, de la Serna, 1937: 12), los milicianos alojados en ella (uno de ellos, antiguo condenado a cadena perpetua por asesinato) y, sobre todo, el comisario encargado de interrogar a Espina, “uno de esos seres resentidos, miserables, turbios, llenos de envidia hacia una civilización que no les hizo nobles, ni bellos, ni cultos, ni poderosos, […] bestia” proveniente “del gremio de dependientes de comercio” (1937: 10-11) que había ascendido aprovechando unas circunstancias que, de acuerdo con lo que expondrá la novela, favorecían a los mediocres.

La supuesta amenaza constante de la muerte vivida por Espina en este periodo convierte la novela en su “libro definitivo”, y de la Serna admite que “lo de menos” en él es su argumento (1937: 17): la trágica historia entre su protagonista, Alicia Quiroga, y su prometido, el desaparecido Rafael Ortiz, es tan solo una excusa para denunciar los abusos y atrocidades perpetrados por el bando republicano, defender el ideario falangista y justificar el levantamiento militar.

A través de nueve capítulos, plagados de analepsis y digresiones, en un recurso típicamente espiniano, conocemos la historia de amor de Alicia y Rafael y la de sus respectivos hermanos, Felipe Quiroga y Rosa Ortiz, al mismo tiempo que la autora nos muestra cuál era la realidad (su realidad) de una ciudad de provincias durante los primeros meses de la guerra, estableciendo una clara división social y dejando claro la brutalidad del bando dirigente y el sufrimiento de los sometidos, todos aquellos que no comulgaran con el credo comunista del Frente Popular, “auténtica dictadura roja” (Espina, 1937: 89). En la obra, la autora refleja la que fue su experiencia como falangista viviendo en territorio republicano, así como su decepción hacia todo lo que representaba este gobierno. Como veremos, esta visión está distorsionada, pues Espina se posiciona del lado de un bando con el que simpatiza y en clara oposición al contrario, quedando muy lejos de cualquier objetividad y negándose a reconocer ningún error o defecto dentro de su grupo.

Todo el discurso, desde el inicio, se va construyendo a base de contrastes, dividiendo la sociedad entre una “gallarda minoría, áncora y cimiento de la posible renovación humana que preserve el reino de la cultura”, y una “civilización decadente, lastre de un organismo vicioso, lleno de pecados universales” (1937: 42). A lo largo de la novela, dicha división se encarna en los protagonistas y sus familias y se extiende a toda la población de Torremar, representante a su vez de la sociedad española. Especialmente interesantes resultan los personajes de Alicia y su hermano Felipe, por lo que representa el cambio que sufren: de familia socialista, el amor hacia Rafael y Rosa, respectivamente, los transformará, los salvará, los traerá al lado correcto y sano de la historia (a pesar de los sufrimientos que esto conlleva) y abrazarán la causa de los sublevados. Alicia, de 19 años, es presentada como una joven bella que escondía en sí un gran potencial que solo es aprovechado tras el encuentro con Rafael: el bibliotecario (no es casual que Espina escoja una profesión puramente intelectual para su héroe) funciona como “guía espiritual” de la chica, “maestro y apóstol” en su formación intelectual y moral (1937: 53). Sin él, Alicia

 

hubiera sido una mujer frívola, estéril para el adelanto progresivo de la sociedad; una de esas muñecas de resorte que abundan en los bazares casamenteros, diestras en el uso del colorete y el depilatorio, el rímel y el henné. Y hasta en la aceptación de perversas costumbres malthusianas (1937: 42).[5]

 

Ahora, la antes denominada frívola mozuela se convierte en una “estudiante modelo” que “aprobó el bachillerato en dos cursos y amplió sus miras a una carrera universitaria” (1937: 46), cosa que habría sido impensable de seguir en el ambiente familiar. La educación de la mujer sigue siendo un tema de preocupación para Espina, pero ahora confía en que la mejora venga de quienes defendían la España tradicional (que había criticado en anteriores novelas), cayendo en una llamativa contradicción respecto a los principios de la Falange, que relegaba a un segundo puesto el papel de la mujer, siempre sometida a la figura dominante del hombre. Tal y como estudia Gallego Méndez (1983) en su clásico trabajo, de acuerdo con los estatutos de la Sección Femenina, la mujer servía de perfecto complemento del hombre y su misión era la de auxiliarlo y complementarlo, de ahí la “providencial” aparición de Rafael (Espina, 1937: 43).

Además, siguiendo con otro de los principios básicos del movimiento, que ponía la religión católica como uno de los pilares para la reconstrucción nacional, el personaje de Rafael también funciona como catalizador en este sentido, pues la reencuentra con su abandonada fe católica, que tanto la ayudará moralmente en el transcurso de la novela. En general, Alicia, como buena protagonista espiniana, se presenta como modelo de comportamiento, aunque con la novedad de que estas cualidades naturales no son desarrolladas de forma autónoma (como en anteriores heroínas), sino que ahora ha sido necesaria la intervención de un hombre. Otra novedad en este sentido es la presencia no decepcionante del personaje masculino: si antes las protagonistas se veían abandonadas o traicionadas por hombres (que habitualmente eran sus intereses románticos: habría que ver aquí el peso de la experiencia personal de la autora),[6] en esta ocasión tanto Rafael como Felipe o Vicente el Garrochín —marinero que socorre a Alicia en su búsqueda— cumplen con su misión, ayudando y protegiendo a la protagonista.

Rafael pertenece a una familia tradicional, más humilde económicamente que la de Alicia, pero superior desde un punto de vista moral y espiritual. Centrado en su trabajo como director de la Biblioteca Menéndez Pelayo[7] y en su novia, Espina se molesta en dejar claro que el joven nunca se había significado políticamente y que lo había evitado con especial ahínco desde el estallido de la contienda (para evitar represalias, debemos entender), aunque como “auténtico español” no había podido evitar padecer ante el “derrumbe de su patria, sin poder asistirla, amordazado por la pesadumbre y la vergüenza” (1937: 50). El catolicismo, el amor a la patria y a la familia, la seriedad, el trabajo y el mundo intelectual caracterizan al personaje, y a estos valores se vincula su ideología. Todo ello lo presenta como una víctima inocente del Frente Popular, uno más de los “sentenciados a muerte” por pertenecer a Falange Española (1937: 55): la autora se mofa con desdén del léxico utilizado habitualmente por las fuerzas republicanas para referirse a sí mismas, autodenominándose “leales”, mientras tachaban de “facciosos o rebeldes a los que tributan con el alma y el cuerpo en favor de España, indivisa, única y gloriosa, madre de veinte naciones juveniles” (1937: 56).

El mayor de los hermanos Quiroga, socio en los negocios comerciales de su padre y correligionario del partido socialista por simpatía con él, reniega de sus antiguas ideas tras el comienzo de la guerra, profundamente decepcionado con lo que contempla: “se fomenta el odio de clases, se desata el exterminio de la nación solo para que medren unos cuantos. Entre ellos nosotros; es decir, tú” (1937: 56), le recrimina a su padre. Esta es una de las obsesiones que Concha Espina manifiesta en la novela:[8] la idea de que el Gobierno recompensaba a los mediocres interesadamente, convirtiendo en una falacia el principio de igualdad y democracia proclamado por la República. Como recoge Lavergne (1986: 401), para Espina valores como la igualdad de oportunidades y la abolición de clases siempre habían formado parte de la esencia española y su tradición, y así se había demostrado durante el Imperio español, cuando hombres de proveniencia humilde habían llegado a lo más alto gracias a sus méritos, por lo que rechazaba discursos democráticos procedentes del extranjero:

 

En aquel tiempo, los hombres de más humilde procedencia tenían alas propias, y un pastor de Trujillo pudo transformarse en virrey del Perú […] Solís, Magallanes, Cortés y otros proletarios de España se convirtieron por su valor y actividades en emperadores de América. […] Es decir, mucho antes que esa revolución francesa que evocáis […] mucho antes que la revolución rusa, considerada por los comunistas como un hito mundial.[9]

 

En la misma línea, el discurso fascista proponía la vuelta al imperialismo como solución a la desigualdad social, basándose en ejemplos contemporáneos (la Italia de Mussolini, la Alemania nazi, Japón, Estados Unidos o la Inglaterra de la reina Victoria) pero también, y sobre todo, en el pasado de España, evocado también en Retaguardia. Durante estos años, el concepto de hispanidad adoptó un uso ideológico y se convirtió en “núcleo doctrinal de la idea de Imperio” propagada por las derechas, basado en una “visión providencialista de la historia de España” (Abellán, 1991: 419) según la cual el cristianismo y la hispanidad debían ir unidas y solo volviendo a dicha unión se recuperaría la fuerza y la grandeza de antaño, perdidas ahora bajo el laicismo, el federalismo y las ideas socialistas. El Movimiento Nacional propugnaba la creación de un partido único que garantizase la continuidad entre el pueblo y el Estado: el segundo debía servir al primero, tras la decepción que habían supuesto los movimientos obreros (Payne, 1965: 33-34), y se prometía con ello una mejora en todos los aspectos: prosperidad económica, justicia social, libertad cristiana… (Abellán, 1991: 414-423).

Este discurso debió de calar hondo en Concha Espina, y no solo porque vería en él reflejadas algunas de sus inquietudes (mejora social, justicia, unidad de la patria, respeto y promoción de la fe católica como la propia de los españoles…), sino porque incluso el tono y el estilo grandilocuente y emocionado típico de la retórica falangista coincidían con el de su escritura: Michael Ugarte advierte cómo “political rethoric often preceds politics” y este sería el caso de Espina (Ugarte, 1997: 111), que, creemos, se vería de alguna forma reflejada (e incluso identificada) en la expresión usada por los falangistas, coincidente en parte en tono y contenido con la suya.[10]

Así, volviendo a nuestra novela, Concha Espina pone en boca de Felipe su decepción y su denuncia de los políticos republicanos, que les habían arrebatado todo a sus contrarios: “las armas, la fortuna, la práctica religiosa, la vivienda; hasta los abrigos en la calle”; y ello “en nombre de la igualdad y la fraternidad; para conceder pistolas, atribuciones, palacios y tesoros de arte a la chusma analfabeta y homicida que os empeñáis en llamar 'pueblo'” (Espina, 1937: 57). La evolución sufrida por Espina, que había alabado a la Unión Soviética y a Marx en anteriores obras, se traslada al personaje de Felipe, que rechaza ahora enérgicamente el marxismo en el que había creído por ser “todo lo contrario de lo que pretende ser. […] Lo que admití en teoría […] veo que prácticamente es un desatino. Y que llega a lo monstruoso cuando se une a lo libertario” (1937: 59). Una vez Felipe ve la luz, se compromete a ayudar en la búsqueda de Rafael,[11] aun arriesgando su vida, y termina abandonando clandestinamente la ciudad para unirse a las tropas nacionales.

Por último, Rosa es introducida en la novela y en la vida de Alicia de la mano de su hermano, que la considera una buena influencia para la educación intelectual y, sobre todo, espiritual de su novia: seis años mayor que Alicia, se presenta como una joven “muy culta y sensible” (1937: 47), hija cariñosa y obediente, sin interés alguno en frivolidades ni devaneos amorosos, todo lo contrario que Felipe, quien, habiendo sido un tanto donjuán hasta el momento, cambia también en este sentido tras conocer a la chica, única mujer capaz de hacerle pensar en el matrimonio “por la seriedad y donosura” (1937: 92) que demuestra.

De manera similar, las cualidades innatas que Rafael descubre en Alicia hallan un ambiente propicio para su desarrollo en el hogar de los Ortiz, “mucho más apacible, modesto y agradable que el de Quiroga” (1937: 47). Como se indica, Alicia “admiraba singularmente a la madre de su novio”: en efecto, hay un duro contraste entre esta y Manolita Quiroga, “altiva proletaria” (1937: 150), frívola, materialista, insensible y, por encima de todo, ignorante. Es especialmente reveladora la escena que abre la séptima jornada, en la que, ante la desolada apariencia física de Alicia (reflejo de su profundo sufrimiento), su madre le recomienda arreglarse y maquillarse: la hija le recrimina en cambio su excesivo colorete, especialmente en tiempos tan difíciles, y con ello todos los lujos que se permitían en la casa (servicio, ropas, comida, licores, muebles…), mientras que buena parte de la población carecía de lo básico, incurriendo aquí en una profunda contradicción con los principios solidarios de los que presumían, una muestra más de la hipocresía de su clase. La generosidad de los Ortiz, que pasaban hambre, contrasta con la opulencia y el egoísmo de Manuela Quiroga. Esta, en su torpeza, no deja de ver en la guerra una oportunidad estupenda para escalar puestos que su hijo estaba desperdiciando: “No me negarás que esta guerra es una coyuntura para subir”, a lo que Alicia contesta: “Sí, tengo entendido que los inútiles mentales y los vagos de profesión tienen ahora un gran quehacer en oficios de asesinato y robo” (1937: 152). En un intento por animar a su hija, solo se le ocurre hablarle de las posibilidades de matrimonio con el recién nombrado gobernador de la provincia, antiguo camarero que “no hace medio año nos servía café y helados” y ahora era consultado por el presidente de la República, uno de esos “inútiles” que acababa de criticar Alicia (1937: 155). Manolita queda dibujada como un personaje casi grotesco de tan torpe, representante de toda su clase, que contrasta bruscamente con las madres sufridoras del bando opuesto.

La oposición entre ambos mundos se radicaliza aún más cuando ampliamos el ámbito en el que se mueve la protagonista: pasamos así a conocer la sociedad de Torremar, representante, como decíamos, de toda España, dividida en dos mitades irreconciliables: pecadores y mártires. Jato (1999-2000: 443) diferencia entre los personajes principales de la novela, pertenecientes al bando nacional, y el “personaje-masa” del bando republicano, que queda caracterizado por una serie de rasgos y comportamientos tan exagerados que llegan incluso “a caer en la caricatura”. No creemos que esa fuese la intención de Espina, ni siquiera que fuese consciente de ello, aunque es comprensible que provoque este efecto. Así, esta sociedad queda dividida entre buenos (el bloque nacional, víctimas inocentes y auténticos españoles) y malos (el bloque republicano, especialmente sus mandatarios). Este maniqueísmo no es en absoluto exclusivo de la autora, sino que fue común a ambos bandos (junto con el tono exaltado y el patetismo de muchos fragmentos), comprensible incluso dado el momento en el que se escribían estos textos.

Lo grotesco, lo burdo, lo básico habían sustituido a la belleza y la inteligencia, basándose en una supuesta igualdad de clases en la que Espina se niega a creer, haciendo gala de un clasismo que sorprende en la autora de El metal de los muertos. El pasado glorioso de la España imperial surge una y otra vez en la novela para contrastar con la actualidad gris y mediocre. Los hombres que habían cruzado el Atlántico, —“hidalgos en su proceder, católicos en su religión y en la universalidad de su gloria” (Espina. 1937: 71)—, que habían poblado América “sobre el cimiento de Cristo y bajo la profunda enseñanza de una sola Fe”, los artistas, poetas y sabios que antaño habían enorgullecido su patria se convertían ahora en las víctimas que yacían en el fondo del mismo mar que había visto partir sus barcos. La grandeza del pasado estorbaba, al igual que “todo lo sobresaliente y original […] todo lo íntimo, lo inefable y sutil” (1937: 73).

Esta “actitud elitista”, que hasta entonces había estado totalmente ausente en Espina (Rojas Auda, 1998: 120), queda patente en la novela, en la que ataca con insistencia las proclamas de igualdad social, e incluso llega a criticar la misma forma de vestir de la población republicana, símbolo de la decadencia moral del país: la “chusma” vestía “sin propiedad ni garbo”, sustituyendo el antiguo “hábito señoril” de la ciudad; ahora, en cambio, “la calle es toda un barrio obrero en día de huelga” (Espina, 1937: 98).

El ideal comunista había excluido la belleza y, de igual forma que la ciudad se había convertido en un erial en ruinas por el que vemos pasear a Alicia, también sus habitantes se habían transformado: “Desde ladrones y asesinos, hay en esta amorfa multitud toda clase de delincuentes: licenciados de presidio, viciosos profesionales […]; logreros y chulos; pícaros de oficio y vagos a miles” (1937: 99). Esos formaban las filas de la República, aunque, junto a ellos, Espina quiere salvar a otro grupo, víctima también de las políticas de izquierdas: “pobres criaturas engañadas, ignorantes de buena fe; corderos y ovejuelas del gran rebaño que es el vulgo, vendidos a los rabadanes y caciques de la política extranjera, sacrificadores del pueblo español” (1937: 99). El padre de Rafael, Julián, intelectual como él, sale en defensa del pueblo ante el ataque del desengañado Felipe:

 

Según a lo que llaméis pueblo. Yo no cuento por tal a la hez de esta revolución, la escoria de España. Sino al conjunto de marineros y aldeanos, de burgueses hacendosos; de clases medias: trabajadores, intelectuales y profesores atenidos a la estricta legalidad cristiana. […] Eso que hemos padecido hoy […] no es más que una parte mezquina de él, la peor. Y no se le debe exigir toda la responsabilidad de sus actos, que más bien corresponden a los dirigentes sociales (1937: 135-136).

 

En sus palabras creemos adivinar la voz de Espina, que no quiere abandonar del todo su fe en el pueblo, cayendo aquí en otra de las contradicciones que caracterizan esta novela, pues en ella se enfrentan la antigua y la actual ideología de la autora. Otro padre, el del Garrochín, representa a ese pueblo inocente, que cree en las políticas de la República y ha sido engañado por ella: el marinero confía en que es Rusia la que envía alimentos a España, para ayudar al pueblo, pero su hijo le hace ver que los víveres provienen de su mismo país y que a Rusia le mueven intereses egoístas.

Por su parte, el propio Vicente puede verse como otra muestra de esta fe hacia el pueblo y el proletariado que Espina desea conservar, aunque conviene matizar esta afirmación: el Garrochín, comunista, sufre un proceso de transformación similar al de Felipe, llevado por la admiración que produce en él el comportamiento de Alicia. Esta encarna, así, el modelo de mujer defendido desde la Sección Femenina, que no solo debe acompañar y apoyar al hombre, sino inspirar a través de sus actos. La actitud de Alicia consigue que Vicente rechace sus antiguas convicciones y Espina confía en que este mismo camino siga la población española cuando sepa ver la falacia que suponían las políticas de izquierdas.

A pesar de todo ello, insiste en presentar la profunda escisión existente en la sociedad, distinguiendo “dos mitades” que dividían España: “Desde luego con los militares están casi todos los profesionales de carreras libres, artistas, universitarios y médicos. […] a la derecha también, casi en su totalidad, las órdenes religiosas, el cuerpo diplomático, la Marina y toda suerte de aristocracias”. Mientras,

 

conviven con los rojos el ramo de peluquería, los horteras, obreros de fábricas y mozos de café. Con varias especies de analfabetos y haraganes: los desprovistos de méritos y valores, la gente de vida turbia, los despechados y envidiosos. […] A la izquierda, en mayoría grande, los ferroviarios, el magisterio nacional y los trabajadores de minas: siempre descontada la excepción (1937: 141).

 

El bando rojo queda retratado por su bestialidad, brutalidad y carencia absoluta de piedad, por su sed de sangre y por mostrarse profundamente irrespetuoso hacia el bando contrario, la religión católica y toda tradición española. No por casualidad los acontecimientos se desarrollan en torno a la Navidad de 1936: los republicanos impiden la celebración cristiana del nacimiento de Cristo, nueva muestra de su soberbia y de la sustitución de las tradiciones españolas por costumbres foráneas, que la autora rechaza con vehemencia.Dada la arraigada fe de Espina, adquieren especial relevancia todos los actos sacrílegos cometidos por los republicanos, desde los saqueos de las iglesias y la subasta de objetos sagrados, a los sacerdotes arrestados o fusilados, o las burlas hacia la liturgia y la simbología católica:

 

Sí, cafres. Me han asegurado que aquello es una orgía satánica desde que anochece. Figúrate que algunos de esos… camaradas se revisten con ropas sacerdotales y pasean por los salones bebiendo vino en un copón y salmodiando latines, con la mitra episcopal y una custodia en la mano… Todas las herejías, todos los sacrilegios se cometen allí, con repugnantes episodios que no pueden referirse (1937: 94).

 

Este maniqueísmo de pintar a la República como única responsable de las atrocidades perpetradas durante la guerra se corresponde con una actitud personal en Concha Espina: Lavergne (1986: 398) recoge cómo la autora rechazaba ver las crueldades cometidas por el bando sublevado y achacaba las noticias al respecto a la propaganda roja. Del mismo modo, en Retaguardia se refleja esta misma actitud, cuando sus personajes afirman que “nadie duda que en la prensa roja se debe leer precisamente lo contrario de lo que se escribe. La sinrazón y la cobardía carecen de otros procedimientos” (Espina, 1937: 164), o que “los periódicos, requisados, contrahechos, redundan en vulgaridades, repeticiones y bárbaras mentiras que nadie ha de negar ni siquiera discutir, pero que envenenan a muchos” (1937: 107).

Esta división de la sociedad española se ve reflejada también en los dos barcos que aparecen en la novela, que reproducen un microcosmos de cada una de las dos Españas: el Río Sil, en el que escapará Felipe al final del libro, representa la esperanza. Ya su nombre es significativo (recordemos que Galicia pasó a manos del bloque nacional casi inmediatamente después del levantamiento), como también lo es que un personaje como Vicente, comunista, alabe al capitán y a la tripulación, a pesar de ser fascistas. En el lado opuesto encontramos el buque-prisión Satanás, cuya presencia amenazadora atraviesa la novela: en él se desarrollan algunas de las escenas más violentas y sádicas de la obra, muestra de la crueldad y falta de humanidad del ejército republicano. Se describen con detalle las miserables condiciones de vida padecidas por los prisioneros y un largo episodio de fusilamiento a bordo, que —junto con otras escenas— convierten a la autora en una precursora del tremendismo. Retaguardia ha sido puesta en relación con el arte y la literatura antibélicos, como hace Ugarte (1997: 104-105), que saca a colación los Desastres de Goya, el Guernica de Picasso o Campo de los almendros, de Max Aub. Pero hay que señalar que, en esta ocasión, la autora no realiza una denuncia universal (todo lo contrario),[12] sino que indica claramente quién es el único culpable de todo el horror: el bando republicano.

Coincidiendo con el ideario falangista, la religión católica adquiere un lugar privilegiado en la configuración de estas dos Españas, y las víctimas del bando republicano son paragonadas constantemente con Cristo o mártires del cristianismo. A pesar del horror, los prisioneros del Satanás muestran en todo momento una dignidad ejemplar en su sufrimiento: los presos esperan su muerte “con serena mesura, digna y admirable […] y la arrostran, casi felices […], dispuestos a sucumbir como vencedores […] alentados por una fe divina y por un ideal patriótico” (Espina, 1937: 110-111). El “sadismo” y la “infamia” de los asesinos contrasta con la “exaltación religiosa”, la “hombría” y la “cristiana majestad” de los galeotes (1937: 115). Son las dos retaguardias que se mencionan y enfrentan en la novela: por una parte, la de los privilegiados mandos republicanos, como Felipe le recrimina a su padre: “Como no tenéis más armas que la calumnia, os pasáis los ocios de la retaguardia urdiendo mentiras, acusando, con despecho, a los vencedores, de los delitos que cometéis” (1937: 61). Por otra,

 

Esos fantasmas anclados en el hoyo de Cabo Grande son los cuerpos de unos hombres que ya están con Dios. […] son una retaguardia de la Quinta Columna, testigos de que Torremar ha echado por la borda su antigua honradez y se ha ido a pique, embarcado en su misma perversión (1937: 215).

 

Los fusilamientos se suceden entre gritos de “¡Viva Cristo Rey!... ¡Arriba España!” y “¡Viva Falange Española![…] santo y seña […] de la mocedad culta, revolucionaria en el sentido mejor: para recrear y corregir el mundo” (1937: 115). José Antonio Primo de Rivera es, evidentemente, presentado como el máximo ejemplo a seguir en su sacrificio por España, “copia ingente de la valentía, patriotismo y desinterés, condenado sin culpa ni causa” (1937: 50). Retaguardia se cierra con una imagen esperanzadora: Alicia rememora conmovida los versos de Cara al sol y besa una medalla de la Falange regalo de su novio, identificado entonces con la figura de José Antonio. Ambos encarnan el ideal de sacrificio por la patria, al igual que la propia Alicia desde su lugar como mujer. El sacrificio se situaba en el centro del ideario falangista (Barrera, 2019: 43-44), lo que conecta con las tradicionales protagonistas espinianas. La novedad aquí es que la heroína adopta estoicamente el papel propugnado para la mujer desde la Falange: el apoyo al hombre, la divulgación del discurso falangista con la palabra y el ejemplo y la aceptación resignada del sufrimiento. Su sacrificio es aceptado con “ánimo valiente y alegre”, piedra angular de la identidad femenina según el Movimiento Nacional (Barrera, 2019: 215), convirtiéndose entonces el personaje en un ejemplo a imitar. Alicia demuestra iniciativa y autonomía en su búsqueda de Rafael a lo largo de la novela, pero acaba convertida en un personaje mucho más pasivo y dependiente de lo que venía siendo costumbre en las heroínas de Concha Espina. Si bien estas solían también conocer un final infeliz, se mostraban insatisfechas con ello, mientras que ahora la autora pone a su criatura al servicio de la causa que defiende.

Retaguardia es una novela sentimental y, a la vez, no es solo una novela sentimental:[13] por una parte, como menciona Ugarte (1997: 98), este género se presta a la perfección a la propagación del ideario falangista (sobre todo entre la población femenina), presentando un modelo de conducta: jóvenes bellas y moralmente intachables que sufren y se sacrifican estoicamente por su amor y por una causa noble. Así, este envoltorio sirve como popular método para difundir un mensaje político, con la peculiaridad de que en este caso tanto la autora como los potenciales lectores compartirían el marco sociohistórico con los protagonistas de la historia, con lo que las ideas recogidas se potenciarían, convirtiendo la novela en un arma de propaganda falangista. Por otra parte, y relacionado con esto, el propósito perseguido no es tanto contar la historia de amor en sí, sino reflejar la división social existente y la crueldad del bando comunista, cuyo credo se había impuesto al original ideario republicano. Así, Rafael es utilizado desde las primeras páginas de la novela para criticar su deriva: como ha notado Ena Bordonada (2010: 41), frente a otros escritores y escritoras franquistas, el término “republicano” tarda en adquirir connotaciones negativas en la autora, en lo que cree ver un “resto de su inicial adhesión” al régimen, que, como se ha visto, sale a flote en algunos fragmentos de la novela. De esta forma, la conversación entre Alicia y el Garrochín que abre la obra remitiría a la antigua fe de Espina, ya perdida, en las promesas republicanas: ante la desaparición del joven, Vicente lamenta lo que la pérdida de gente como él suponía para el bien del país:  “Guapo mozo […] hombre cabal. Todo un señor que trabaja y sirve: eso da gusto. […] Si la República pierde esos ciudadanos mejores, mal parada queda”. La respuesta de Alicia plasma la desilusión experimentada por Concha Espina: “Esto de hoy no es la República” (Espina, 1937: 28).

 

 

Referencias bibliográficas

 

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[1] Aunque Espina no cultivó tan solo este género: véase El metal de los muertos, considerada una de las primeras novelas sociales de España, si no la primera. Sobre el subgénero narrativo de la novela rosa, remitimos a las palabras de Soler Gallo (2015: 248-249), que menciona los trabajos de Andrés Amorós y Díez Borque así como otros más recientes. Sobre este género y su relación con el discurso franquista, son de interés también los artículos de Andreu (1998) y Cenarro (2010) (ambos sobre Carmen de Icaza), o los trabajos de Alfonso García (2000) o Montejo Gurruchaga (2005).

[2] Merecedora de numerosos premios y galardones, como el Premio Nacional de Literatura en 1926, la Real Academia Española le concedió sus máximos reconocimientos (el premio Espinosa y Cortina, el Castillo de Chirel y el de Novela Miguel de Cervantes), a pesar de no aceptar nunca su candidatura a formar parte de ella. Fue también candidata al Premio Nobel de Literatura en numerosas ocasiones (siempre nominada desde el extranjero), llegando a ser finalista en tres años y quedando a un solo voto en 1926, cuando finalmente le fue concedido a Grazia Deledda, segunda mujer en obtener el galardón. Sobre la vida de la autora, véase Díaz Castañón (1989) o Rojas Auda (1998).

[3] La localidad cántabra de Mazcuerras adopta este nombre en 1948, como homenaje a la mencionada novela de la autora.

[4] Véase Jato (1999-2000), que realiza un interesante estudio de las relaciones establecidas entre la novela y Esclavitud y libertad (publicado en 1938), diario de Espina en el que recoge en primera persona las vivencias de este mismo periodo, aprovechadas en numerosas ocasiones en la redacción de Retaguardia. Jato muestra cómo las técnicas de ambos géneros son utilizadas en una y otra obra, ayudando a la escritura de los acontecimientos recogidos en el diario, de carácter más íntimo y personal, y potenciando algunos aspectos de la novela, como su tono confidencial. Todo ello haría de Retaguardia una obra singular en su género (451).

[5] Concha Espina había rechazado el matrimonio para sus protagonistas en anteriores novelas, entendiéndolo como un estorbo en la formación y autonomía de la mujer (quizá influyó en ello su experiencia personal), a pesar del embarazo de algunos de sus personajes femeninos (véase, por ejemplo, La virgen prudente, de 1929, y, al respecto, el estudio de Kirkpatrick, que no duda en calificar la novela de “manifiesto” feminista [1996: 131]). Este hecho puede resultar llamativo dada la profunda defensa de la autora de la religión católica, aunque da muestra del progresismo de sus ideas. Ahora, más cercana a los postulados de la Falange, rechaza tajantemente cualquier control de la natalidad, abogando por opciones tradicionales (ver Mullor-Heymann, 1998: 94): los protagonistas no solo no tienen relaciones, sino que no tienen ninguna prisa en contraer matrimonio, a pesar de llevar dos años comprometidos.

[6] Decepcionada tanto dentro de su matrimonio con Ramón de la Serna, que se desentendió de ella y su familia, como fuera de él, en su frustrada relación con el escritor Ricardo León (lo menciona, entre otros, Simón Palmer, 2008: 646).

[7] La institución nunca se menciona por el nombre, sino con alusiones del estilo “famoso centro montañés de cultura” o “la Biblioteca […] más importante de España” (Espina, 1937: 32 y 33). Además de por el renombre de la biblioteca, debemos recordar la íntima amistad de la escritora con los hermanos Enrique y Marcelino Menéndez Pelayo, que la apoyaron y la animaron a trasladarse a Madrid para proseguir su carrera.

[8] También presente en el prólogo, lo que lo señala como un tópico del discurso político de la época.

[9] Esta sería una muestra más de su fobia a lo extranjero, no como tal, sino como reacción a la supuesta amenaza de que este sustituyera lo español, lo autóctono, lo tradicional.

[10] Véase, por ejemplo, la dedicatoria de Altar mayor, de 1926, en la que canta a Covadonga como cuna de la patria y la raza española (“Prócer Asturias, yunque de mi raza, […] corona de Iberia, solar de sus príncipes cristianos, cuna de la España mayor; […]”; Ugarte, 1997: 99), o las referencias del artículo de Saldaña (2013).

[11] Lo conmueve también el sufrimiento de su hermana: sobre la relación entre ambos y las curiosas consecuencias de su tratamiento (así como las de la relación entre Alicia y Rosa) (González-Allende, 2011).

[12] De hecho, Espina ignora los discursos y actos violentos de la Falange y, en la novela, defiende y justifica las actuaciones del bando nacional en contra incluso de la población civil, que entiende como una especie de acto de justicia. Es una nueva contradicción de la autora, que siempre había mostrado su radical oposición a cualquier acto violento (en consonancia con su mentalidad cristiana), hasta el punto de que se considera que los hechos desencadenados por la revolución de octubre del 34 fueron determinantes en su cambio ideológico.

[13] Jato (1999-2000: 451-452) habla de la novela de la Guerra Civil como un “género híbrido”, a veces alejado del modelo tradicional de la novela de guerra, que combina otros subgéneros: la novela rosa, la policiaca o negra, la histórica y la de aventuras. Para ella, Retaguardia constituye una “muestra ejemplar de este nuevo género”, pues “los combina casi todos”.