NARRACIÓN Y
GÉNERO EN LA NOVELA ESPAÑOLA DE PREGUERRA PEREGRINOS
DE CALVARIO (1928), DE LUISA CARNÉS
NARRATION AND
GENDER IN LUISA CARNÉS’ PRE-WAR SPANISH NOVEL PEREGRINOS DE CALVARIO (1928)
Cristina Jiménez Gómez
Universidad de
Córdoba
https://orcid.org/0000-0003-4684-2142
Recibido:
11/06/2023
Aceptado:
29/09/2023
DOI
10.30827/impossibilia.262023.28050
Resumen: Este
trabajo trata de analizar los mecanismos literarios empleados por Luisa Carnés
en su primera obra Peregrinos de Calvario
(1928). La autora, contemporánea del Grupo del 27, se inscribe dentro de la
narrativa social y comprometida de la preguerra civil española. El estudio de
este volumen, compuesto por tres relatos, es importante porque anuncia la
perspectiva de género y el potencial narrativo que, más tarde, Carnés utilizará
en sus obras de madurez.
Palabras clave:
Luisa Carnés, narrativa social, género, Peregrinos
de calvario.
Abstract: This paper attempts to analyze the literary mechanisms used by
Luisa Carnés in her first work Pilgrims
of Calvary (1928). The author, a contemporary of The Generation of 1927, is
framed inside the social and committed narrative of the Spanish Civil War. The
study of this collection, composed of three stories, is important because it
prefigures the gender perspective and narrative potential used by Carnés will
later on her mature work.
Keywords: Luisa Carnés, social narrative, gender, Pilgrims of Calvary.
1. INTRODUCCIÓN
Tras el exilio
obligado, después de la derrota del bando republicano en la Guerra Civil
Española, la escritora Luisa Carnés (Madrid, 1905 – Ciudad de México, 1964) quedó
relegada al olvido durante mucho tiempo. No ha sido hasta hace unas décadas que
se ha iniciado un proceso de visibilización y reconocimiento de su figura y
obra en España. Ha recibido la atención del mercado editorial, crítica y
público en los últimos años, siendo el editor barcelonés Antonio Plaza (1992:
47:58; 2003: 315-330; 2019: 62-77) el principal promotor en dar a conocer las
diversas obras de la autora a lo largo del tiempo. En este contexto editorial,
también Nieto (2021: 109-129), Sánchez Zapatero (2021: 54-76) o Martínez (2022:
77-105) ponen de manifiesto el creciente interés por la evolución de la obra
carnesiana, donde aspectos como la narración introspectiva, la importancia de
la colectividad, la militancia, el compromiso social, la escritura femenina, el
retraimiento existencialista y la experiencia exílica son elementos
constitutivos de sus textos.
La
necesidad de reivindicar y hacer visible la figura de Luisa Carnés, como se
demuestra en los calificativos que muchos autores han utilizado para referirse
a ella —“escritora olvidada”, “postergada”, “relegada” (Plaza, 1992, 2016 y
2019) o “la sinsombrero olvidada”—, obedece, en opinión de Sánchez Zapatero
(2022: 56), tanto al creciente interés[1]
que desde hace dos décadas se ha generado en torno a la literatura escrita por
mujeres y por la literatura de las y los exiliados, como por el descubrimiento
de material inédito de estos. En el caso de Luisa Carnés, la difusión del feminismo
ha contribuido a indagar en las escritoras de la Generación del 27, las
llamadas “sinsombrero”, y en un “narrar femenino” que quedaba fuera del canon
literario de la época establecido eminentemente por los varones. A ello se
sumaba el hecho de que Carnés, además de ser mujer, republicana y de clase
trabajadora, no se había formado académicamente y todo lo que sabía lo había
aprendido de forma autodidacta a través de la observación crítica de la
realidad y la lectura de folletones de la literatura rusa –Los hermanos Karamazov de Dostoievski y Crimen y castigo de Tolstoi– y de los clásicos de la literatura
españoles, entre ellos Cervantes.
Así
pues, además de la desigualdad de género, se sumaba la desigualdad de clase[2],
lo que no le permitió tener una posición privilegiada como las autoras del 27
ni acceder a la universidad porque “mientras Concha Méndez y sus amigas se
quitaban el sombrero para contradecir los dictados sociales, Carnés, Soledad
Real y las obreras de Tea rooms, se
conformaban con conseguir ropa adecuada a la estación” (Olmedo, 2014: 133). De
ahí que familiares de la autora y estudiosos hayan afirmado categóricamente que
Carnés “no era una sinsombrero porque
nunca tuvo que hacer el gesto de quitarse el sombrero como las demás mujeres de
este grupo, ella los había cosido” (Becerra Mayor, El Diario, 28 de marzo 2021), en alusión a uno de sus primeros
trabajos en el taller de sombreros de su tía Petra. Esta conciencia de género y
clase es la que se pone de manifiesto en su ópera prima Peregrinos de calvario (1928) por medio de las estrategias
narratológicas.
2. PEREGRINOS DE CALVARIO
Aunque había
publicado algunos cuentos sueltos en la prensa de la época, es en 1928 cuando
Luisa Carnés publica su primera gran obra de envergadura, Peregrinos de calvario. Coincide con su ingreso en la Compañía
Iberoamericana de Publicaciones como mecanógrafa, abandonando así el trabajo
manufacturado y adentrándose en el circuito literario. Constituye un volumen
con tres novelas cortas: “El pintor de los bellos horrores”, “El otro amor” y
“La ciudad dormida”. Bajo el referido título, que anuncia el peregrinaje y el
deambular errático de unos individuos rechazados por la sociedad o que se
encuentran en situaciones de desigualdad, se aglutinan tres historias sobre la
mediocridad existencial y el determinismo social y familiar. Sus protagonistas
son, respectivamente, Gonzalo de Vargas, un joven acomodado, huérfano y con
sueños de pintor que se aleja en el tren de la casa señorial donde todavía
resiste el recuerdo de su abuela aristócrata recién fallecida; Mara, una mujer
que percibe el cambio acaecido en su marido Luciano y la degradación de su
matrimonio por la deslealtad de este; y Candelas, la joven vendedora de flores
y sustento de su familia que tiene que enfrentar una situación de miseria,
injusticia y precariedad laboral.
Nos
encontramos con un andamiaje discursivo y unos personajes y motivos temáticos
que luego perfeccionará en Natacha
(1930) y Tea Rooms: Mujeres obreras
(1934). Las propias vivencias de Carnés se traslucen en las de unos entes
ficcionales que, por diversas razones, forman parte de una colectividad[3]
social invisible y marginada a la que consiguió dar voz a través de sus textos.
De ahí que el escritor y crítico José Francés, en el prólogo de la obra,
afirmara que “es como si detrás de todas las siluetas dolorosas, de todos estos
ilusionados peregrinos que ella evoca ante nosotros con tanta vitalidad
literaria, siguiese la silueta de la autora, esta muchacha humilde, tímida”
(Francés, 1928: 10).
Calviño
(2019: 14) explica que se retoma la idea del deambular urbano de unos tipos
marginados a través de un “camino de calvario”. En el discurso se plasma por
medio de la potencialidad narrativa[4] y
la experimentación literaria donde es notable la influencia que recibió de los
autores universales de la literatura rusa, como Tolstoi y Dostoievski,
especialmente en el retrato psicológico de sus personajes y la representación
de la pobreza, la desigualdad social y el desamparo en el Madrid de la II
República. De ahí que la crítica haya vinculado el estilo de Carnés con las
vanguardias[5]
y el neorrealismo:
el fragmentarismo asociado con unos
capítulos a menudo cortos e intensos gracias a las elipsis, las sugerencias y las
frases breves; el interés por la ciudad moderna y sus conflictos
socioeconómicos y políticos; la mirada a pie de calle, que filtra ese mundo con
mecanismos cinematográficos y buscada sencillez, donde las voces populares
conviven con las metáforas más rupturistas que, casi de modo repentino,
introducen desplazamientos semánticos nunca ajenos a las angustias de las
gentes más desfavorecidas son, en su conjunto, indicios de la estirpe
neorromántica de Carnés (Alfonso, 2021: 576)
Como ha señalado Marta
Sanz (El País, 29 septiembre 2016),
“Carnés utiliza la literatura como arma cargada de futuro sabiendo que en su
destreza para controlar la clave retórica reside su eficacia”. A este respecto,
los recursos narrativos empleados en Peregrinos
de calvario resultan tremendamente eficaces para trasladar un “narrar”
ligado a una profunda conciencia social y de género.
2.1. Ambigüedad
narrativa y metaficción
Desde el comienzo, Peregrinos de Calvario se inscribe en
una marcada ambigüedad narrativa. Nos encontramos con dos narradores que
pertenecen a tiempos y espacios ficcionales distintos: una narradora testigo,
representada por la mendiga ya fallecida que presenció los hechos que se van a
contar; y la voz narrativa heterodiegética del presente con la que da comienzo
el texto y a quien la mendiga contó los referidos hechos. De esta manera, se
produce un relato fragmentario no solo por las tres historias y los puntos de
vista contenidos en estas, sino también por la diversificación narrativa a
partir de la existencia de un narrador ambivalente y plural que rompe la unidad
vocal del relato. Como estudia Pimentel (1998: 134-135), tan importante es
atender a la voz y focalización narrativa como a la identidad y unidad vocales
del relato, es decir, no solo quién narra y desde qué punto de vista, sino
también cuál es el origen de la información narrativa. De ello se derivan
consecuencias de significación narrativa importantes: por una parte, los grados
de presencia/ausencia, y, por ende, los grados de subjetividad y confiabilidad
de un narrador; por otra, la unidad o fragmentación de la información narrativa
como resultado de la información “autorizada” que nos ofrece un solo narrador,
o de la información “relativa” proveniente de varios narradores delegados.
No
obstante, pese a la inicial estructura fragmentaria, las tres historias
contenidas en el volumen quedan enmarcadas bajo la mirada de la vieja mendiga,
quien fue conocedora de las vidas de estos individuos que “peregrinan” de forma
miserable por Madrid. Por tanto, el punto de vista que, en primera instancia,
irrumpe en el relato obedece a la visión dolorida y apesadumbrada de la
anciana, fruto de sus vivencias en el mundo, el cual definía como un vastísimo
calvario, donde nadie se hallaba exento de la cruz. En ese momento, las
funciones de narrador y narratario fueron asumidas, respectivamente, por la
mendiga testigo y el personaje, destinatario implícito o sugerido de su acto de
enunciación. Por el contrario, en el marco temporal del presente en el que se
relatan las tres historias, este último personaje asumirá no solo la función de
narrador, sino también la de autor ficcional, puesto que ha decidido poner por
escrito, en un libro, aquello que la anciana le contó antes de fallecer:
Así los hombres y las mujeres de mi
libro, hermanos de las otras mujeres y de los otros hombres, contemplados por
la anciana mujer que hace años dejara la vida; iguales éstos y aquéllos […]
caminan aquí, como en el sueño de la vieja mendiga, cada uno con su cruz
(Carnés, 1928: 12).
El juego de
narradores y autores en la línea temporal de la historia y el recurso
metaficcional de impronta cervantina, mediante el que se engarzan unos relatos
dentro de otros, propician una ambigüedad narrativa que difumina las fronteras
entre ficción y realidad al mismo tiempo que ponen de manifiesto la
consideración del texto como un artefacto o una construcción artificial. Todo
ello nos hace también atender, siguiendo a Pozuelo Yvancos (1989: 234), al
pacto narrativo que define el objeto —la novela— como verdad y en virtud del
mismo el lector aprehende y acepta una retórica por la que la situación
comunicativa que se ofrece dentro de la novela —narrador-narratario y autor
ficticio-lector ficticio— es distinguible de la que se da fuera de la misma —autor
real y lector real—. De esta manera, Luisa Carnés se despoja de toda
responsabilidad autorial en Peregrinos de
calvario porque, aunque sabemos evidentemente que ella es la autora real de
la novela, debemos atribuir esta —ahí reside el pacto— a la instancia
intratextual que funciona como autor.
Carnés
acaba disfrazándose y cediendo su papel a diversas instancias discursivas
(narradores, autor ficticio y personajes). A ello se suma el empleo de diversas
modalidades discursivas para expresar el habla y pensamiento de personajes de
distintas clases sociales y con credos existenciales e ideologías que discrepan
entre sí. Por tanto, la escritura carnesiana se inscribe dentro del discurso
dialógico y la novela polifónica en términos bajtinianos. Es por ello por lo
que, en algunas ocasiones, aparece la voz imperiosa del autor implícito
—término difundido por Wayne Booth en The
Rhetoric of Fiction (1961)— que supera y anula la del narrador, lo que no
quita que esta sea la configuradora fundamental del discurso. Se trata, pues,
del autor textualizado, es decir, la imagen del autor que proyecta el texto y
que se trasluce durante la lectura de la obra, a partir de sus juicios éticos y
posicionamientos frente a los personajes y sus acciones. Lo comprobamos en el
primer relato del volumen, “El pintor de los bellos horrores”:
Al nacer, le había ganado a él doña
María Blanca. Después, había sabido resarcirse y ganarse a sí mismo. Por
último, ganaba unas lágrimas y un beso (¿sincero?) y hasta la inmensa fortuna
de aquella dama aristocrática que fuera la pesadilla de sus primeros años de
humanidad, cuando todavía él no pensaba y la vida no se había insinuado a él
(Carnés, 1928: 18).
La pausa digresiva,
que en el texto se introduce entre paréntesis y en enunciado interrogativo,
transmite al lector la duda sobre los últimos gestos de doña María Blanca de
Guzmán quien, en su lecho de muerte, se despide con lágrimas y un beso de su
nieto Gonzalo de Vargas. Es una técnica en la que “el discurso se pone al
servicio de las indicaciones hermenéuticas, metanarrativas o ideológicas,
asumidas generalmente por la voz del autor implícito, consumiendo por lo tanto
texto sin avanzar en el tiempo de la historia, cuyo fluir queda momentáneamente
en suspenso” (Villanueva, 1989: 195).
En
este caso, se insinúa la falsedad de los gestos de la aristócrata, quien se ha
encargado de educar a su nieto adolescente desde que este quedara huérfano. Él
se fue a vivir con aquella desconocida cuando su padre, marqués y teniente de
navío, acababa de morir en un accidente y su madre, de clase obrera, lo hizo
años antes durante su alumbramiento. Desde el principio se contrapone el
autoritarismo, fervor religioso y clasismo de la señora con el carácter apocado
y trémulo del joven hasta derivar, paulatinamente, en el comportamiento
contestatario y libertario de este, quien desea convertirse en pintor y dejar
la vida parasitaria de la nobleza. Mediante la modalidad discursiva de la
psiconarración[6],
esto es, “la narración indirecta de la intimidad psíquica de los personajes a
cargo del narrador omnisciente” (Villanueva, 1989: 196), descubrimos lo que
Gonzalo piensa sobre su abuela:
Aquella mujer que acababa de morir y
cuya sangre, seca en este momento, había sido gemela de su sangre; fue el gran
enemigo en la vida de Gonzalo, un enemigo inflexible que se había creado por el
solo “delito de nacer”. “Doña María Blanca de Guzmán, no existe ya”. Fríamente
consideraba el yo consciente de Vargas esta desaparición. ¿Redentora? No. Hacía
años que él había sabido redimirse del poder autoritario de la difunta. Gonzalo
de Vargas era ÉL.
“No-existe-ya.
No existe-ya…”
Lo decía también la herrumbre
trepidante del convoy en medio de su carrera dislocante (Carnés, 1928: 17).
La voz del protagonista se
restituye mediante el estilo indirecto libre y el uso del entrecomillado y se
inserta, de manera abrupta, en la voz del narrador. En este pasaje se utiliza
para mostrar la conciencia de Gonzalo sobre la aversión que su abuela siempre
le había tenido, desde su nacimiento. Pero también muestra la distancia
afectiva, la autoridad y el temor que la aristócrata infunde en el joven,
incluso después de muerta. La articulación completa del nombre propio, Doña
María Blanca de Guzmán, lo evidencia. Y es que, en cuanto al estudio del punto
de vista narrativo, el estructuralista ruso Boris Uspensky (1973: 101-108)
explica que no solo hay que atender al plano ideológico, sino también al plano
psicológico, espacio-temporal y fraseológico. El uso de apodos, diminutivos,
nombres de pila y apellidos refleja la actitud de un personaje sobre otro. Algo
que encontramos en la escritura periodística, pero también en las novelas de
Dostoyevski como Los hermanos Karamazov
(1880).
La forma en la que el protagonista se refiere a su abuela
revela su temor aun cuando ya ha fallecido. De ahí el intento de
autoconvencerse de su no existencia. Se manifiesta ortotipográficamente en el
texto mediante, además de la repetición, el empleo de los puntos suspensivos y
del guion para unir las palabras dentro del enunciado “No-existe-ya. No existe
ya…”. El signo ortográfico del guion acelera el ritmo prosódico del enunciado
al producirse la ilación gráfica y fonética de las palabras contenidas en
aquel. A ello se suma el ritmo trepidante que introduce la imagen del convoy,
donde Gonzalo va montado en su intento de huir de aquel lugar que relaciona con
la difunta. La aliteración de la vibrante múltiple en “herrumbe” y “carrera”
expresan el temor que Gonzalo siente internamente. Sin embargo, a continuación, el autor implícito pone en duda
este sentimiento de temor mediante una estructura interrogativa para aseverar,
posteriormente, que Gonzalo hacía tiempo que había sabido desasirse del control
y poder de la anciana aristócrata: “¿Redentora? No. Hacía años que él había
sabido redimirse del poder autoritario de la difunta. Gonzalo de Vargas era ÉL”
(Carnés, 1928: 2). Ahora, al contrario de lo que aparecía en las oraciones
anteriores, la marca tipográfica de la mayúscula se emplea para enarbolar la
fortaleza y seguridad de Gonzalo, cuyo destino no estaba escrito de antemano.
Es un individuo que se ha hecho a sí mismo como lo hizo la propia Luisa Carnés,
trabajadora y de formación autodidacta. No podemos obviar, por tanto, la
impronta autobiográfica que vertebra la mayor parte de su obra.
Este discurso contrasta con el de la propia Doña María,
asentado en el sometimiento familiar, social y religioso del individuo, el cual
ponía en práctica con su mayordomo Emilio. Gonzalo conocía bien su discurso a
través de las epístolas que la aristócrata le envió durante su niñez al colegio
de frailes donde se educó bajo la imposición de aquella:
Sin
saber todavía, ya presentía él cómo habrían de ser la voz y el ademán de
aquella “señora” […] le llamaba “querido nieto” y le hablaba de muchos deberes que
había en la vida, y por los cuales debía de aprender a sentirse arbitrado. El
“deber” de amar a Dios. El “deber” de anteponer el honor del nombre a todo. El
“deber” de someterse absolutamente a la superioridad… (Carnés, 1928: 18).
Su
influencia y poder terminan cuando, por medio del mayordomo Emilio, que provee
los utensilios de pintura al adolescente, se produce la transgresión de
Gonzalo. El criado será, por tanto, el auspiciador de la rebelión en el
protagonista, lo que se confirma años después cuando le acompaña en su huida a
Madrid para consagrarse como un exitoso pintor. La relación de servidumbre
entre criado y señorito, con la que da comienzo el relato, se transmuta por un
instante en una relación paternofilial que consigue postergar y desvanecer
momentáneamente el férreo sistema social de clases representado y afianzado
durante años por la antigua aristócrata en el caserón donde ambos habían
residido:
Penetró
en el estudio con paso tácito e ingrávido, como siempre que se permitía entrar
en él, y vio a Gonzalo abstraído en su trabajo.
Se detuvo.
Para el
anciano criado era este trabajo algo tan excelso, tan divino, que absorto en
él, se imaginaba al artista un coloso.
El Arte
transfiguraba, divinizaba a Gonzalo de Vargas a los ojos grises y penetrantes
de su criado y confidente.
— Pero
¿por qué será este hijo mío así?
Lo
pensaba Emilio… “este hijo mío”.
— Le
enorgullecía unirle a él espiritualmente por un pensamiento fugaz (Carnés,
1928: 43).
El
narrador nos transmite el punto de vista del anciano sirviente para mostrar el
orgullo casi paternal que siente por Gonzalo y su desarrollo artístico como
pintor. Se motiva un giro afectivo en el texto mediante la intensificación del
interés por las emociones, lo que se ilustra en la mirada grisácea y penetrante
de Emilio que, abstraído, idealiza la figura del protagonista. Ello se acentúa
con la repetición “este hijo mío”, la pausa y el suspense discursivo que
introducen los puntos suspensivos y el empleo del estilo directo que introduce,
literalmente, el pensamiento del sirviente. Despunta, por tanto, un
cuestionamiento de la superioridad de la razón y la objetividad por la que se
rigen el orden y la jerarquía social sobre lo emocional y lo subjetivo del
individuo.
2.2.
La conciencia de género
La
militancia y el compromiso social de Carnés nacen, en gran medida, de la
situación de la mujer obrera y de la necesidad de la mujer moderna o mujer nueva
(Nieto, 2021). En sus textos aparecen nuevas identidades femeninas que
cuestionan lo establecido y que atañen a la maternidad, el matrimonio y el
trabajo fuera del hogar. En el relato “El otro amor”, incluido en Peregrinos de calvario, el narrador
heterodiegético, por medio de la psiconarración, nos relata el punto de vista
de Maravillas, una esposa de clase media que se percata del proceso de
degradación de su matrimonio debido a la frialdad y distancia de su marido
arquitecto Luciano. Este, enarbolando su lealtad como defensa, acaba
confesándole su infidelidad. Nieto observa el nacimiento de una nueva mujer en
Maravillas y su abnegación y amor inquebrantables iniciales por Luciano se
tornan en libertad y autonomía. En este proceso, la maternidad acaba por
“salvar” a la protagonista de volver a sucumbir a los chantajes emocionales de
su marido. El amor maternal que sustituye al otro, pulsional, aparente e
ilusorio, y da paso a una mujer diferente:
Tras el
engaño y la desilusión, Mara, el personaje principal, escribe una carta a
Leonardo Roses, el padrino de su marido, en la que plantea la pérdida de
ilusión y la deriva en la que se ha embarcado el matrimonio, en la que ella se
siente una mujer diferente: … “me parece que ilumina mi vida una nueva aurora,
y soy otra mujer. […] Amo a mi marido sin aquellos ímpetus, sin aquellas
vehemencias adorables y profundas de antes” (Nieto, 2021: 117).
No
obstante, en dicho proceso, Mara tendrá que desprenderse de los amarres del
Patriarcado. En ciertos momentos, el lenguaje, pensamiento y actitud de la
protagonista dejan ver a la esposa abnegada, cuidadora, redentora, sufriente,
expectante y culpable. Mara, en el matrimonio, se autopercibe como objeto y
posesión del varón (“Tú sabes cómo soy de tuya”); como una mujer sumisa y
sufriente que espera las cartas de Luciano tras la separación física del
matrimonio (“Maravillas le arrebató la misiva a la anciana /—¡No es de él! /
Había palidecido, y rasgaba el sobre con intuitivo terror”, p. 137); y como
esposa-madre de Luciano, cuya infantilización busca llamar la atención,
propiciar el cuidado y generar la culpa femenina (“rechazaba la ropa que le
cubría, con mimosos enfados de niño”; “No te destapes ¡Luciano, eres una
criatura!”, “Empezó
a acariciarle como lo hubiese hecho con un hijo de su sangre” pp. 140-142).
Luciano ejerce su dominación en la relación matrimonial
mediante el vínculo de dependencia que establece con su esposa, confinando a
esta a lo doméstico, los afectos, lo maternal y la ética del cuidado. Algo que
fomenta también el padrino de Luciano, el anciano y ciego escultor Don Leonardo
Roses, a quien Mara acude tras el descubrimiento del adulterio:
—Me
parece que concedes demasiada importancia al capricho sensual de tu marido. A
mi juicio, prolongas demasiado esta situación… equívoca. Esta separación que,
transitoria hubiese coadyuvado a enlazaros con más fuerza que antes,
indefinida, concluiría por apartaros para siempre. No des lugar a que tu marido
(que podrá haber sido imprudente, pero que no es perverso), confunda tu prurito
de susceptibilidad, por desamor, que no es sino un exceso de cariño hacia él
(Carnés, 1928: 134-135).
Ahijado
y padrino legitiman el discurso hegemónico que, basado en un sistema binario y
una organización dicotómica, ya denunció la pensadora del feminismo francés de
la diferencia Hélène Cixous (1995: 13-14), por el que lo femenino se asocia a
la naturaleza, el cuerpo, los afectos, la subjetividad y lo privado, mientras
que lo masculino se vincula con la cultura, la razón, la objetividad y lo
público. Ello se observa en el matrimonio de Luciano y Mara, donde se preserva
la libertad y dominación del primero frente a la sujeción y subordinación de la
segunda. Poco a poco esta situación se va resquebrajando. El momento de
inflexión llega cuando Mara deduce que la mujer que se encuentra en el café
donde ella y Luciano están reunidos con el constructor Alcira es la amante de
su marido. En ese momento un sentimiento de rivalidad y competencia femenina
asalta a la esposa frente a la otra: “Y entonces se irguió con altivez, y la
miró desde su majestad de honradez; esa mirada desafiante que tienen las mujeres
decentes para las que dejaron de serlo. […] solo por humillar a la otra” (Carnés, 1928: 153-154). Ante
la necesidad de ser reconocida y legitimada dentro del sistema patriarcal, Mara
necesita descalificar a la otra. Depende así del valor que le confiere su
marido. De ahí que aparezca la rivalidad femenina por el varón y la falta de
sororidad ante una situación de engaño que es común en ambas.
Este pensamiento se desvanece pronto cuando la protagonista
toma conciencia de sí misma y de la verdad. Emerge entonces una nueva mujer
motivada por la verdadera y voluntaria maternidad con el nacimiento de su hijo:
“aquel otro amor que se perdió en este amor a mi hijo; aquel otro amor, más
complejo y torturador” (Carnés, 1928: 157-158). El orden simbólico patriarcal es
sustituido, siguiendo a L. Muraro (1994), por el orden simbólico de la madre,
el punto de referencia desde el cual pensar y actuar conforme a un lenguaje
propiamente femenino.
2.3.
Expresionismo literario
En el último relato,
titulado “La ciudad dormida”, Candelas, trabajadora en una tienda de moda,
regresa a casa en la noche. En su rutinario caminar por la ciudad empieza a
despertarse en ella una sensación pasada, un recuerdo que enterró en lo más
recóndito de su memoria. Emerge cuando se percata de que un hombre, desconocido
a primera instancia para el lector, la está siguiendo. El agobio, la agitación
y desesperación que siente la protagonista se traduce en un lenguaje hondamente
expresionista con el que se pretende exteriorizar el horror del momento vivido.
En la literatura expresionista[7] se
persigue objetivar los sentimientos y sensaciones de angustia, soledad y
desesperación mediante la exageración y la distorsión de la realidad
circundante, el feísmo y lo grotesco, la visión apocalíptica, el uso de un
lenguaje fragmentado o elíptico y sintácticamente deformado, así como la
presencia de temas como la vida en ciudad moderna, la soledad, la locura, el
vacío existencial y la angustia.
En
“La ciudad dormida” las sensaciones negativas de Candelas repercuten en su
visión mortífera, decadente y claustrofóbica de la ciudad. Veamos un fragmento:
Bajo el cielo enrojecido, las calles
céntricas, con sus comercios suntuosos y sus fulgentes letreros anunciadores,
sobre las fachadas oscurecidas de los edificios, destacaban en la neblina
incierta de la noche, apenas cuajada, de la otra parte vieja de la ciudad, la
de los callejones estrechos y negros como ataúdes, donde la lengüeta de algún
farol roto, temblaba venteada por el cierzo; de las otras calles modernas y
arboladas, con algún jardinillo escueto y raquítico, donde los chicos iban a
sorber polvo para sus pulmones infantiles los atardeceres del estío y las
mañanas vernales (Carnés, 1928: 160).
La sensación
mortífera se transmite por medio del color rojizo
del atardecer, último momento del día. A ello se suma la metáfora por
comparación y las alusiones de enclaustramiento, confusión y perdición que
sugieren “los callejones estrechos, sinuosos y negros como ataúdes”. Asimismo,
el pánico de la protagonista se expresa mediante la personificación contenida
en el verbo temblar con relación a la iluminación intermitente de un faro roto.
Se busca así expresar el miedo de la protagonista en los elementos urbanísticos
de su realidad circundante bajo un punto de vista expresionista: la intensidad
del color rojo, el juego de luces y sombras y la descripción grotesca y
mortuoria de la ciudad moderna. Obsérvese aquí cómo, incluso en el verano, se
muestra la visión negativa del entorno mediante la imagen de sorber polvo frente
a la fragilidad infantil. Esta visión enfermiza se potencia también por la
menudencia y enfermedad de los elementos naturales en la urbe. De ahí el
diminutivo –illo en jardinillo y los adjetivos escueto y raquítico.
Sabemos
que Candelas ha crecido en una familia disfuncional, su madre murió y su padre
no se hizo cargo de ella ni de su hermana Soledad. Creció al lado de una abuela
huraña y déspota, que la sometía a maltratos e interminables trabajos
domésticos, y de una hermana aparente y desafecta. A lo largo del relato
descubriremos quién es este misterioso hombre y por qué ejerce tal pavor en la
joven. Se trata de Gregorio, apodado el “Chico de la Goya”, el hombre con quien
se casó Soledad y que violó a Candelas siendo una niña. La impotencia y mutismo
de Candelitas se manifiesta en un lenguaje fragmentado y elíptico, así como en
una imagen corporal cercenada y metonímica, mediante la que se exterioriza el
deseo de la niña de desprenderse de su cuerpo en aquel terrible momento:
(Ella recibió en pleno rostro una
tufarada de alcohol). “¡Déjame, Gregorio!” “¡Qué pesada te pones!” “¡Pues ahora
no me voy… hasta que me des un beso!” “¡Abuela!” (Clamó en un grito
inarticulado, que murió antes de nacer, a la otra indefensa infeliz). Y ya no
le fue posible hablar más; no pudo defenderse siquiera de los brazos enérgicos
del “Chico de la Goya”. Se sintió helar la sangre en el corazón; sintió como si
los ojos se le quedaran sin luz de repente y la cabeza se le desprendiera del
tronco, y cayera, y cayera (Carnés,1928: 176).
En este caso, la
oscuridad y el mutismo exteriorizan el trauma y el intento de evasión de la
víctima. El abismo y la ralentización subjetiva del tiempo quedan sugeridos por
la repetición “y cayera, y cayera”.
Tiempo
después de lo ocurrido, Gregorio, que abandonó a Soledad y se marchó de la
ciudad, vuelve a la vida de Candelas como una sombra que la persigue en las
noches a su salida del trabajo. En ese momento, la ciudad dormida, en
referencia a esta vivencia traumática que la protagonista mantiene aletargada,
comienza a despertar y el hotelito donde se refugia se humaniza: “la tristeza
gris de aquel hotelito hermético, de frontis sucio, del polvo de muchos
veranos, sobre cuya superficie habían resbalado las aguas lloronas de muchos
inviernos, surcándolo de venas negruzcas” (Carnés, 1928: 179). Las sensaciones
visuales (tristeza gris, venas negruzcas), auditivas (aguas lloronas) y
olfativas (la humedad que se sugiere por el hermetismo y el agua caída en el
invierno) desesperanzadoras personifican el sufrimiento, el miedo y el llanto
de la joven ante el recuerdo y la presencia amenazante de Gregorio. Sin
embargo, Candelas sabrá sobreponerse al miedo y desprenderse del hostigamiento
físico de Gregorio:
Le vio rodar las escalerillas fangosas,
silencioso como un balón de ropa que hubiese resbalado, tal vez crujieron las
ampollas del bolsillo y empaparon el hilo blanco y perfumado del pañuelo. Le
vio luego inmóvil abajo. La cabeza había rebotado sobre un cajón vacío, caído en
el arroyo (Carnés, 1928: 219).
Inversamente a cómo
se describía a Candelas durante la agresión sexual, ahora aparece la
cosificación y desmembración de un Gregorio enfermo. La sangre que provoca la
caída se sugiere por el líquido de las ampollas para las inyecciones que
llevaba en el bolsillo. Ahora es su cabeza la que rebota sobre el vacío y el
abismo. Se cierra así el círculo traumático y de violencia que instauró el
hombre en la vida de Candelas. Aparece una mujer nueva, con autonomía y
capacidad de decisión para proseguir con su vida.
3. A MODO DE
SÍNTESIS
A lo largo del
análisis de los tres relatos incluidos en Peregrinos
de calvario, hemos comprobado cómo la escritura comprometida de Luisa Carnés
se configura a partir de una clara conciencia social y de género. Nuestra
autora construye un espacio textual abierto y dialógico, que permite la
inclusión de puntos de vista y voces discordantes a partir de los cuales se
cuestiona el discurso hegemónico que sojuzga principalmente a mujeres de clase
trabajadora. Por ello, la configuración específica del relato se torna
significante para retratar la realidad de la clase obrera y de las mujeres en
la España de la preguerra civil. La potencialidad narrativa, la agudeza y
plasticidad descriptiva, la ambigüedad narrativa, el fragmentarismo y el
vanguardismo comprometido permiten desviar o vulnerar las normas establecidas
en función de la clase social, sexo, procedencia y situación. Es así como los
personajes de las tres historias, Gonzalo, Maras y Candelas, consiguen superar
y sobreponerse a la precariedad e injusticia social que determinadas
situaciones de su existencia –tales como la orfandad y la educación clasista,
la infidelidad y el matrimonio, y la violencia de género– han provocado.
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[1] Véase Iliana Olmedo (2020), Narrativas periféricas. Historia e
historiografía del exilio español en México. La autora estudia que, en la
exclusión y restitución o recuperación de los autores del exilio español de
1939, fueron determinantes las condiciones sociales, políticas y culturales de
México y España. Así pues, el canon literario establecido o las políticas de la
memoria han determinado enormemente el reconocimiento de autoras como Luisa
Carnés.
[2] Así lo considera también la poeta
y editora Elena Medel que, con motivo del proyecto “Cien de cien”, por medio
del cual se está recuperando a las autoras silenciadas de nuestra historia,
explica que en el caso de Carnés o Lucía Sánchez-Saornil su origen y condición
obrera las expulsa de las reuniones intelectuales de la época y del entorno de
la Generación del 27.
[3] Gutiérrez Navas (2005: 65)
destaca, con referencia a la novela Tea
Rooms. Mujeres obreras, su calidad literaria fundamentada, entre otros
aspectos, en el protagonismo colectivo que será “una avanzada de la novela
social” que se dará en España en la década de 1950. El reflejo de la
colectividad social toma asiento también en Peregrinos
de calvario con tres relatos independientes, pero también muy relacionados
entre sí formal y temáticamente por medio de un personaje-autor ficticio que
pone por escrito las penurias existenciales de tres sujetos en el Madrid
prebélico.
[4] Con relación a este término,
seguimos la explicación que estudiosas como Martínez (2022: 78) han realizado
para referirse a la fuerza escritural de Carnés. Radica en varias claves: la
experiencia vital de la autora, el mundo laboral precario donde se ubica la
acción, la trama argumental, el desarrollo ficcional de la protagonista, que
resulta determinante para la construcción de una imaginación política
alternativa, y el sentido de denuncia social en la obra. L. Vicens (2021: 216)
también apunta que técnicas narratológicas como el carácter sensorial de las
descripciones o el diálogo interior o interiorizado que realizan los personajes
y la figura autoral consigo mismos mediante preguntas retóricas dan énfasis a
las experiencias del colectivo social y aumentan la capacidad reflexiva del
discurso.
[5] Véase el trabajo de Plaza-Agudo
(2020: 59-80).
[6] Dorrit Cohn (1978) denominó esta
modalidad discursiva como monólogo narrado, que se da cuando el discurso mental
de un personaje aparece disfrazado como discurso del narrador.
[7] Según explica el comparatista
belga Jean Weisgerber (1986, I: 230), la obra Asesino, esperanza de las mujeres (1909) de Oskar Kokoschka, se
puede considerar uno de los primeros textos literarios expresionistas
atendiendo a la composición de movimientos, gestos, colores y sonidos que se
funden en un todo tumultuoso donde prima la emoción.