El sembrador sembró su semilla (1923), de Isabel Oyarzábal de Palencia: educación, cuerpo y maternidad

El sembrador sembró su semilla (1923), by Isabel Oyarzábal de Palencia: education, body, and maternity

 

María Paz Cepedello Moreno

Universidad de Córdoba

 

 

fe2cemom@uco.es

https://orcid.org/0000-0002-0480-4394

Recibido: 26/04/2023

Aceptado: 07/10/2023

DOI 10.30827/impossibilia.262023.27965

 

Resumen

El objetivo de este trabajo es poner de manifiesto los elementos que la novela de Oyarzábal, El sembrador sembró su semilla (1923), presenta para reivindicar un tratamiento diferente del cuerpo femenino vertebrado a partir del motivo temático de la maternidad. La autora había practicado la escritura desde 1907 y la fama le llegó con el seudónimo de Beatriz Galindo, con el que firmaba los artículos que publicaba en el diario El Sol. Desde estos primeros años, Isabel Oyarzábal se muestra especialmente preocupada por la educación, las desigualdades entre sexos y el feminismo. En esta línea de denuncia se encuentra la novela cuyo estudio pretendemos abordar, centrada en la educación, la sexualidad y su implicación en la maternidad. Con ello se persigue demostrar que la escritora recoge en este texto presupuestos e ideas que serán objeto de amplia reflexión varias décadas después de la mano del feminismo de la diferencia.

 

Palabras clave: Isabel Oyarzábal, novela corta, cuerpo femenino, educación, maternidad.

 

Abstract

The aim of this work is to highlight the elements that Oyarzábal's novel, El sembrador sembró su semilla (1923), presents in order to claim a different treatment of the female body forged by motherhood. The author had been writing since 1907 and her fame came through the pseudonym Beatriz Galindo, a name she used to sign the articles she published in the El Sol newspaper. Since these early years, Isabel Oyarzábal has been especially concerned about education, gender gaps and feminism. It is under this framework of denouncement that we find the novel whose study we intend to address, focused on education, sexuality and its involvement in motherhood. We intend to show that the writer reflects upon ideas that will be the subject of extensive reflection several decades later by the Feminism of Difference movement.

 

Keywords: Isabel Oyarzábal, Novella, Female Body, Education, Maternity.

 

 

 

 

Introducción

La figura de Isabel Oyarzábal de Palencia ha recibido una atención creciente en los últimos años, en el contexto de esa labor necesaria de recuperación de voces de mujeres que dedicaron su vida y parte de su obra a la explicación y reivindicación del papel de la mujer en el devenir histórico.[1] La labor de esta intelectual ha interesado especialmente en su dedicación periodística y autobiográfica pero su obra no ha sido objeto de un estudio de conjunto (Paloma, 2022: 139), entre otras razones por la dispersión de esta, y menos aún ha interesado su escasa pero significativa obra de ficción entre la que se encuentra el texto que abordaremos en este trabajo. [2] 

Isabel Oyarzábal fue una mujer polifacética que transitó por diversas ocupaciones como consecuencia de su inquietud intelectual y de las posibilidades que se le abrieron por su formación y posición social. Así, dedicó parte de sus esfuerzos a la interpretación, en su deseo de ser actriz, pero pronto desecharía este objetivo para centrarse en el periodismo, la traducción y el cultivo de diversos géneros literarios, entre los que destaca la narrativa y el teatro. Por otra parte, la desahogada situación económica que disfrutó desde niña y el hecho de tener una madre escocesa, que no solo permitió sino que impulsó intensamente el ansia de independencia de Oyarzábal, explica que alcanzara puestos como el de inspectora de trabajo y que fuera la primera mujer Embajadora de la República Española en Suecia junto a Alexandra Kollontay, que lo fue de Rusia (Lizarraga, 2011: 40).

Paz Torres (2009: 57) propone una división en cuatro periodos de la biografía de la autora que nos ocupa, a saber: 1878-1918, 1918-1931, 1931-1939 y 1939-1974, etapas que transcurren en distintos lugares geográficos y, por tanto, diferentes contextos históricos. El primer periodo se inicia en Málaga, donde Oyarzábal nace y pasa sus primeros años de vida, pero antes de que finalice esta etapa, en 1906, la escritora se traslada a Madrid donde, por esos años, está surgiendo un importante movimiento de reivindicación feminista al amparo de sindicatos, movimientos asociacionistas y partidos políticos como el PSOE. En el año 1918 se inicia el segundo periodo en el que, como señala Olga Paz Torres:

 

se admite, por el Estatuto del Funcionario, el acceso de la mujer a la función pública, y en el que Isabel Oyarzábal empieza su militancia en la Asociación Nacional de Mujeres Españolas (ANME), de la que llega a ser presidente. Más tarde, en 1926, es vicepresidente del Lyceum Club, al lado de Victoria Kent y María de Maeztu. Esta institución supone un gran avance en la cultura y liberación de las mujeres de la época, aunque fuertemente criticado por los sectores conservadores, y especialmente por la Iglesia (Paz, 2009: 58).

 

Justamente en esta etapa, que transcurre esencialmente en Madrid, y antes de que su implicación política con el Partido Socialista se materialice en su presentación como candidata a la Cortes Constituyentes (1931) —hito que marca el inicio del tercer periodo de su trayectoria biográfica—, aparece publicado el texto narrativo objeto de este estudio. Antes de ocuparnos de él vale aclarar que estos años están marcados por una intensa actividad de colaboración con los principios de la República que se ve truncada en 1939, año de inicio de la cuarta y última etapa, cuando ha de marchar al exilio donde continuará con la lucha por los derechos de la mujer, a nivel social, y del que nunca regresará.

Amparo Hurtado, al ocuparse de las escritoras del noventa y ocho en el quinto volumen colectivo coordinado por Iris M. Zavala, Breve historia feminista de la literatura española (1998), señala que en el panorama literario español del primer tercio del siglo XX es posible reconocer dos grupos de autoras con planteamientos ideológicos y socioculturales distintos aunque su dedicación al mundo de las letras, en términos cronológicos, no dista tanto.[3] Las integrantes del primer grupo, entre las que se encuentra Isabel Oyarzábal, a juicio de Hurtado (1998: 142-144), se caracterizan, entre otros rasgos, por comenzar a publicar antes de que finalizara la Primera Guerra Mundial si bien el periodo más importante de su actividad narrativa se desarrolla en la década de los veinte, cuando la mayor parte de ellas ya había contraído matrimonio y rondaba o superaba los cuarenta años.

Más allá de las cuestiones ideológicas que unen, en mayor o menor medida, a las integrantes de ambos grupos, se vislumbra una serie de conexiones en el ámbito literario entre las que destacan, por un lado, la concepción del arte como instrumento que más que imitar el mundo habría de reflejar la colisión entre sujeto y realidad y, por otro, el gusto por la nouvelle frente a la novela extensa decimonónica. Tal y como indica José Carlos Mainer, la poética de la novela corta se sustentaba sobre una trama lineal y nítida, centrada en un fragmento de vida, pocos personajes, intensificación del tiempo y el espacio y la concentración de la tensión narrativa en aras de la sorpresa final (Mainer, 1995: 15). Aunque los temas tratados por las escritoras de esta generación en la novela corta también supusieron, en cierta medida, una novedad —se vislumbra ya una corriente feminista—, lo cierto, como recuerda Hurtado (1998: 152), es que las historias planteadas en los textos resultan mucho menos avanzadas y más convencionales de lo que cabría esperar en mujeres con trayectorias vitales tan poco frecuentes.

En el marco de este contexto histórico y literario Isabel Oyarzábal publica El sembrador sembró su semilla en el año 1923. Apenas dos años antes había visto la luz El alma del niño, consejos de una madre para la educación de los hijos. Ensayos de psicología infantil, un tratado sobre la infancia que había constituido objeto de reflexión de las primeras colaboraciones de la autora en el diario El Sol bajo el pseudónimo de Beatriz Galindo, nombre que también utilizaría para las dos obras mencionadas. [4]

Estos primeros libros, que pertenecen a géneros diferentes, están vinculados por el abordaje que ambos llevan a cabo de temas políticos, científicos y culturales axiales en la década de los veinte y que se extenderán en los años de la República. Desde distinto lugar la figura materna emergerá como el centro del problema de la regeneración nacional y, además, la ignorancia se contemplará como el gran obstáculo para el crecimiento de la mujer. Así, según Capdevila-Argüelles:

 

La mujer se va definiendo en estos dos textos como el ente que puede resolver el conflicto entre tradición y modernidad. […] Sus ideas sobre la capacitación para la maternidad y vinculación de la mujer con tierra y naturaleza apoyan para ella la no cosificación de la mujer sino su papel decisivo en la regeneración de la patria y la creación de un nuevo Estado en el que ambos sexos se respeten en su diferencia siendo a la vez iguales ante la ley que garantiza su bienestar. (Capdevila-Argüelles, 2017: 75-76)

 

El sembrador sembró su semilla es uno de los textos menos estudiados de Isabel Oyarzábal y constituye, a nuestro modo de ver, un relato singular en el tratamiento temático y formal de ciertas cuestiones que van a tener un extraordinario desarrollo en la teoría literaria feminista de la segunda mitad del siglo XX. Así, vista como una novela precursora y anticipada a su tiempo, el análisis que llevaremos a cabo se propone demostrar esta consideración que sostenemos de la segunda publicación de la autora malagueña y permitirá vislumbrar hacia donde habría de dirigirse la escritura de mujeres a medida que avanza el siglo XX.

Este trabajo de investigación se desarrollará siguiendo una metodología cuyos procesos discurrirán en dos sentidos: un proceso hipotético-deductivo que permita derivar reflexiones generales sobre la configuración del texto de Isabel de Oyarzábal y el abordaje de su análisis, aunque por razones de claridad y coherencia en la argumentación, el estudio avanzará siguiendo un orden deductivo, de modo que, desde los aspectos teórico-literarios generales de carácter feminista aplicados al estudio del texto narrativo, se llegue al análisis del relato que nos ocupa. Así pretendemos evitar que el proceso de investigación caiga en un apriorismo no deseable.

Esta metodología evidencia una zona de intersección fundamental, que constituirá la base teórica como práctica de la investigación: El sembrador sembró su semilla constituye un hecho literario contextualizado en un marco espacio-temporal muy concreto que es susceptible de explicarse y analizarse a partir de determinados presupuestos de carácter teórico-literario, como el feminismo de la diferencia entre otras corrientes, cuyo desarrollo tuvo lugar muchos años después del nacimiento del texto literario objeto de este trabajo. Así pretendemos demostrar el carácter precursor de este relato y su repercusión potencial en la representación de la maternidad, el cuerpo y la sexualidad femeninas.

 

Planteamientos teóricos

Las diversas aproximaciones que hemos llevado a cabo a la escritura de mujer (Cepedello Moreno, 2004, 2005, 2007, 2014, 2020 y Hermosilla y Cepedello, 2013, 2023) han partido de la consideración de que es posible detectar en estas creaciones lo que se ha dado en llamar, no sin polémica, marcas de “feminidad”, entendiendo por tales una serie de rasgos temáticos y formales que la ginocrítica, desde Virginia Woolf, se ha esforzado por tipificar con más o menos fortuna. De esta tarea y de sus frutos dio buena cuenta Alicia Redondo, quien destaca, entre todas las singularidades recabadas de esta pretendida escritura de mujer —selección de asuntos, configuración de personajes, lugar de enunciación elegido, etc.—, su capacidad para “mostrar el mundo visto a través de un yo femenino sujeto” (Redondo, 2009: 36). En este sentido, el texto del que vamos a ocuparnos proporciona una singular plasmación de la vivencia de la maternidad en el primer cuarto del siglo XX, determinada por unas circunstancias sociales, políticas y, especialmente, culturales, que es pionera en tanto tema literario y punto de partida de un fructífero desarrollo muchos años después.[5] El texto de Oyarzábal, además, se erige, en cierta medida, sobre un contenido de carácter autobiográfico, al que nos referiremos sucintamente en el análisis, y esto explica el uso que la autora hace del lenguaje para contar lo vivido, lo sufrido, lo experimentado.

El feminismo francés de la diferencia, encabezado por la triada Cixous, Irigaray y Kristeva, había insistido, desde distintos puntos teóricos de partida, en la configuración binaria del discurso hegemónico donde lo femenino se identifica con la naturaleza, el cuerpo, los afectos, la subjetividad y lo privado, en oposición a lo masculino, donde se asienta la cultura, lo abstracto, la razón, la objetividad y lo público (Cixous, 1995: 13-14). Acabar con este sistema de opuestos, donde el cuerpo es un negativo especular femenino, precisaría del cultivo de una escritura alejada de la lógica falogocéntrica, que margina lo femenino, y donde “las mujeres deben representarse al margen del Orden Simbólico” (Hermosilla y Cepedello, 2013: 261). El primer paso para alcanzar este objetivo es escapar de la condición de objeto, al que la tradición literaria ha condenado a las mujeres, para alcanzar la de sujeto pues solo en esta posición es posible enunciar el mundo desde un lugar diferenciado.

Los planteamientos de Rosi Braidotti (2004), herederos del feminismo de la diferencia y especialmente de los postulados de Luce Irigaray, no abandonan el problema de la identidad y parten de la base biológica de la diferencia de los sexos y su proyección política. La pensadora hace hincapié en que la teoría feminista, lejos de ser un tipo reactivo de pensamiento, expresa el deseo de ser de las mujeres, es decir, su necesidad de postularse y construirse discursivamente como sujetos, esto es, “no como entidades desincardinadas sino, más bien, como seres corpóreos y por tanto sexuados” (Braidotti, 2004: 40). Para ello se hace necesario redefinir la noción del sujeto “mujer” para lo que, a juicio de Adrienne Rich (1976, 1985) habría que llevar a cabo una nueva evaluación de las raíces corporales de la subjetividad que supondría el rechazo del sujeto cognoscente, universal y neutro, lo que equivale a decir varón.[6] En el marco de esta concepción el cuerpo se revela como eje de intersección entre lo físico, lo simbólico y lo sociológico en el que el sujeto, femenino, se arraiga porque desde este lugar es posible hablar con autoridad, como mujeres. El cuerpo se concibe, de este modo, como elemento que hay que reclamar, y no trascender, para que sea posible conectar pensamiento y lenguaje. Escribe Braidotti:

 

Repensar el cuerpo como nuestra situación primaria constituye el punto de partida de la vertiente epistemológica de la política de localización, la cual apunta a elucidar el discurso producido por las feministas femeninas. En otras palabras, la identidad y la subjetividad son momentos diferentes en el proceso de definir una posición de sujeto (Braidotti, 2004: 40).

 

Desde el feminismo de la diferencia, especialmente en la segunda generación de pensadoras, el cuerpo se concibe como una estructura compleja de la subjetividad con múltiples funciones y, del mismo modo, como la capacidad humana de ir más allá de cualquier variable dada –clase social, raza, sexo, nacionalidad, etc.– aunque resulte inevitable estar situado dentro de ellas. Dice Braidotti (2004: 43) que el cuerpo ha de entenderse como una superficie de significaciones donde se superponen la supuesta facticidad de la anatomía con la dimensión simbólica del lenguaje. Desde este marco conceptual se antoja útil asomarse al texto de Isabel Oyarzábal quien, precursoramente, ofrece un tratamiento singular del cuerpo femenino porque la protagonista emerge como sujeto que decide sobre este.

Vinculado con esta concepción de la subjetividad y la corporeidad van a estar el tema de la sexualidad, de manera tangencial, y el de la maternidad, de manera rotunda, a los que apunta el título de la novela que nos ocupa. Durante siglos el estatus de la figura materna apenas había variado: la mujer, dependiente del varón, se veía útil y responsable frente a los hijos a los que amaba de un modo más o menos posesivo. No obstante, desde finales del siglo XIX, la madre, en tanto personaje narrativo, se ha ido enriqueciendo con nuevos matices, y la figura protagonista de El sembrador sembró su semilla supone una significativa aportación a otras maneras de configurar la figura materna en el espacio ficcional que es consecuencia de cambios sociales, políticos y culturales que se suceden en las primeras décadas del siglo XX.

 

La creación antes que la teoría: El sembrador sembró su semilla

Dividida en dieciocho capítulos, la novela breve que es El sembrador sembró su semilla se articula en dos partes, claramente diferenciadas por el tono de los títulos que encabezan cada capítulo.[7] Así, mientras los once primeros presentan una denominación que se vincula directamente con el objeto central del argumento del capítulo de manera directa, los siete restante titulan de manera metafórica, esto es, se valen de imágenes evangélicas (Mateo 13: 2-9, Marcos 4: 1-9 y Lucas 8: 4-8) para referir lo ocurrido en el plano físico y espiritual de la protagonista. Volveremos a esta cuestión más adelante.

Como señala Capdevila-Argüelles (2017: 60) los personajes femeninos de Oyarzábal son construcciones dialógicas con la identidad de la mujer moderna, de la mujer española y de la misma escritora y su madre. En la novela que nos ocupa este rasgo queda claramente definido a través del personaje de Mónica, que incluye elementos autobiográficos de la autora. Como la madre de Isabel Oyarzábal, la protagonista es huérfana y esta circunstancia determina su personalidad tendente a la independencia. Pero también Mónica es hija de una mujer extranjera que no encaja con la idiosincrasia española de ámbito rural.[8] Así vemos cómo la protagonista de la novela bien puede considerarse un precedente de ese personaje femenino tan característico de las autoras españolas del medio siglo que se catalogó como “chica rara”. Se trata, como se sabe, de un tipo de personaje que desarrollará por extenso Martín Gaite, entre otras, y que se convertirá en una seña de identidad narrativa de la escritura de mujeres: personajes femeninos originales que gustan del aislamiento y de la soledad y que buscan una independencia que les está vedada por su condición sexual.

La inclusión de lo personal y de la experiencia vital es el motor creativo de buena parte de los textos de Oyarzábal, incluso de aquellos, como este, que no tienen una dimensión autobiográfica declarada. Esto explica que la sexualidad, el cuerpo femenino y, sobre todo, la maternidad emerjan como ejes de conflicto y reflexión en esta novela corta. Vale recordar que el nacimiento de su primer hijo fue un acontecimiento traumático para la escritora quien, en sus memorias, narra el aluvión de reflexiones que le suscitó esta experiencia vinculadas a la falta de conocimiento, las supersticiones y los peligros del parto que acuciaban a madres y a recién nacidos, como recuerda Quiles Faz (2014b: 422) y Nieva de la Paz (2011: 42-56). Oryazábal hizo de este tema una de sus luchas sociales y políticas en un intento por dignificar la maternidad como parte de su programa de regeneración nacional (Capdevila-Argüelles, 2017: 71-72).

El avance del argumento supone la progresiva y dolorosa toma de conciencia, por parte de Mónica González de la Roca, de la ignorancia a la que la mujer está condenada por un sistema que la obliga a adquirir conocimiento sobre el propio cuerpo y la sexualidad de forma traumática:

 

Como casi todas las mujeres, pasó de la doncellez al estado marital sin experimentar más sensación que un rubor intenso, dominado en ciertos momentos por la curiosidad. Dejóse poseer por el hombre, no con la exaltación amorosa que fuera natural en quien, haciendo uso de su derecho de selección, se incorpora plenamente a la general armonía, impulsada por una obsesionante finalidad, sino con la silenciosa aquiescencia de la que se cumple un deber, y a lo sumo, realiza un acto de cuyo cumplimiento espera, vagamente, obtener una nueva autoridad; turbada, además, por la idea de que tal acto es en el fondo reprobable, pues no en vano se procura inspirarla temor y repugnancia hacia las manifestaciones carnales del amor (Oyarzábal, 1923: 100-101).

 

Las inquietudes intelectuales de Mónica, que no acepta la condición de objeto a la que está relagada, se hacen visibles en varios fragmentos del texto y estas se ven socavadas por su entorno, sobre todo femenino, temeroso de que las lecturas de la muchacha aumenten su estado de nerviosismo. Solo cuando se queda embarazada, después de varios abortos mencionados de manera metafórica, se le permitirá esta extravagancia en la creencia de que sus ansias de saber son el extraño efecto secundario de un cuerpo gestante:

 

aquel afán de su primo por cosas tan ajenas a la vida de ella que había empezado por mortificarla, trocóse en ansias febriles de saber. Quiso remediar la bochornosa carencia de conocimientos que padecía […] Tanto Felipe como su madre se inquietaron sobremanera por estas nueva aficiones de Mónica, a las que inmediatamente pretendieron poner coto.

—No hay que dejarla, no hay que dejarla —repetía de continuo doña Mercedes a su hijo—(Oyarzábal, 1923: 172).

 

El embarazo se convierte en el principal motivo temático de la novela a partir del capítulo XIV, cuya denominación, como la de los siguientes hasta llegar al final, conecta con el título de la obra y este adquiere sentido. “La semilla” (cap. XIV) revela el estado de buena esperanza en el que Mónica parece alcanzar, por fin, esa meta tan perseguida y tan poco comprendida por el entorno, especialmente masculino: “¿Acaso es posible interpretar todo el significado de… esto… esto que no tiene cabida en el vocabulario humano, ni apenas en el sentir? Esto que se cobija en su cuerpo henchido, esperando el momento de la floración, como hace la semilla” (Oyarzábal, 1923: 246). El capítulo XV, titulado “Para dar forma a la materia”, detiene el desarrollo de la historia para dilatar el discurso vertebrado en torno a la reflexión de Mónica sobre el parto que irrumpe en mitad del capítulo con toda la carga de creencias y supersticiones:

 

Con labios secos y palabra entrecortada, suplica a don Narciso que la [sic] dé alguna cosa que amengüe su tortura. Pero el viejo médico, aleccionado en sistemas antiguos, firme creyente en la virtud de la ley natural, se niega:

—Tú que tan religiosa eres, hija mía, debes de saber que éste es el destino de la mujer. “Parirás con dolor, dijo Dios”.

Mónica le mira espantada. ¿Será posible que toda mujer esté predestinada a sufrir de este modo? [9] (Oyarzábal, 1923: 270)

 

El capítulo XVI, “Por sus frutos los conoceréis”, se inicia con la resistencia de la familia a que Mónica vea al recién nacido con la excusa de la debilidad posparto. Esta resistencia será vencida por la desesperada madre que contempla el horror de la criatura que ha traído al mundo: “Apenas si tiene un solo miembro constituido normalmente. De la nariz achatada, llena de purulentas llagas, se escapa un hilillo de líquido sanguinolento, igual al que exprimen los puñitos cerrados y al que manan los pies descalzos sobre la envoltura” (Oyarzábal, 1923: 281). La muerte del bebé sobreviene inmediatamente, así como el descubrimiento de la terrible verdad que todos le habían ocultado a Mónica: la enfermedad de Felipe que habría de transmitir a Mónica y dar como resultas una nueva vida inviable. El penar de Mónica, quien repite obsesivamente “¡Yo no lo sabía!”, incide en la condición ignorante en que se mantenía a las mujeres como forma de protesta. La manera de estructurar la trama evidencia la condición de objeto al que la protagonista, como mujer, está sometida, tal y como denunciaba el feminismo francés de la diferencia, a quien no se le permite decidir. Téngase en cuenta que el acontecimiento nuclear del parto concita buena parte de los elementos que la configuración binaria del discurso hegemónico identificaba con lo femenino, a saber, el cuerpo, los afectos, lo privado. Además, Oyarzábal insiste, a través del discurso de Mónica, en la ignorancia como causa y justificación de lo ocurrido. El negativo especular, que es lo femenino, lo es en gran medida por cuanto el sistema le sustrae la posibilidad de conocimiento. El fragmento con el que se cierra este capítulo, gracias al uso del estilo indirecto libre, ofrece una sugerente configuración del pensamiento femenino que avanza hacia la toma de conciencia:

 

¡El niño! Y ¿dónde está? ¡Ah!, lo tiene ella. ¿No dijeron que había muerto?, ¿Qué lo habían matado?... Sí…, allí está, pero tiene sangre… ¿Quién dijo: Un árbol bueno no puede dar frutos malos… ni un árbol malo darlos buenos?... José María… ¿Fue José María?... ¿Qué hace allí? ¾Mónica abre desmesuradamente los ojos¾. ¿Qué pasa? ¿Por qué no ve? ¿Dónde está el niño?... Sí, sí; lo tiene entre sus brazos. Pero… ¿está muerto?... ¿Por qué dijeron que ella le había matado? ¡No es verdad, no es verdad! Todo árbol que no da buen fruto será cortado y echado al fuego. Qué obscuro está todo (Oyarzábal, 1923: 293).

 

En el capítulo XVII, titulado “Todo árbol que no da fruto ha de ser cortado”, Mónica se revela sujeto, esto es, se presenta, por primera vez, reflexiva y consecuente con lo que ha ocurrido y decide no volver a tener relaciones con su marido para evitar la gestación de otra criatura como la que acababan de perder. Frente a este personaje femenino, que rechaza su condición de objeto, el esposo, que hasta ese momento había representado el lado positivo de esa estructura binaria del discurso hegemónico mencionada, no acepta la determinación de su esposa y sufre un ictus que lo dejará en estado vegetal hasta su muerte algunos meses después. Resulta interesante observar cómo la rebelión de Mónica ante un sistema que la ha condenado a la esterilidad resulta incompleta desde los postulados que manejamos aquí en tanto, a pesar de lo ocurrido, se ocupa de cuidar al marido en su larga convalecencia.  Sin embargo, es preciso no perder de vista que consideramos esta novela como una valiosa precursora de unos planteamientos que van a tener su desarrollo teórico y literario varias décadas después. En este sentido, parece oportuno recordar ahora los postulados de Braidotti en virtud de los cuales la emergencia del sujeto mujer no puede llevarse a cabo como una entidad desincardinada, sino como un ser con cuerpo sexuado donde se hallan las raíces de la subjetividad. Así, la protagonista de la novela adquiere, en este penúltimo capítulo, unos rasgos donde es posible vislumbrar su cuerpo como eje de intersección entre lo físico y lo sociológico y apuntar, tímidamente, a lo simbólico. Desde este lugar, Mónica puede hablar con autoridad y decidir como sujeto mujer:

 

El pueblo y la campiña toda están inundados de luz. Mónica levanta los brazos y con ambas manos coge su cabeza como forzándose a mirar de frente. El movimiento aquél agita los pliegues de su manto de viuda, y de ellos emerge, fina y recortada, la silueta de su cuerpo.

La cabeza, echada hacia atrás, se baña en la claridad del ambiente […] aleccionada ya por el dolor, de cara a la luz, aunque ésta la ciegue, de frente a la verdad, cueste lo que cueste (Oyarzábal, 1923: 326).

 

 

Conclusiones

Siguiendo a Silvia Tubert, la maternidad se configura en este relato, en tanto hecho natural, “como una representación ideológica que proporciona una imagen totalizadora y unificada de la mujer-madre, una identidad sólida y coherente al servicio de las ilusiones narcisistas” (Tubert, 1991: 51). Cuando Mónica rechaza a su primo en el último capítulo, porque se sabe enferma, en un acto de compromiso humano pero también social, se está alejando de ese lugar que el sistema patriarcal tiene reservado a las mujeres como objetos de intercambio, para convertirse en un sujeto femenino que no encaja pero que, sin embargo, se ha convertido en terreno fértil para el aprendizaje intelectivo.

En este sentido, Isabel Oyarzábal se vislumbra como una antecesora de algunos de los más modernos postulados del feminismo de la diferencia porque su obra es testimonio de que “la subjetividad se construye a través de un proceso de conocimiento” (Percovich, 1996: 233) y de que la diferencia sexual es un factor identitario. Además, el cuerpo femenino emerge reivindicado como un marco espacial en el que el sujeto mujer se arraiga y desde donde se puede hablar y decidir. Justamente, la decisión de Mónica conlleva su renuncia al deseo sexual y a la maternidad por responsabilidad, porque el planteamiento ideológico de Oyarzábal pasaba por una toma de conciencia de las mujeres sobre una maternidad responsable. Como nos recuerda Capdevila-Argüelles (2017: 61), en un momento como los inicios del siglo XX, donde la diferencia sexual articulaba un debate problemático y cosificador para la mujer, la actitud de la autora que nos ocupa supuso un acto de valentía puesto que supo ver, muchos años antes de que el feminismo de la diferencia se desarrollara, la singularidad abarcadora y universalizable de la mujer en un plano físico pero también simbólico.

En la narración de Oyarzábal abundan los fragmentos reflexivos sobre la situación de la mujer española a través del personaje de Mónica, la denuncia constante de la ignorancia femenina sobre su cuerpo, su sexualidad y su maternidad, que traerá terribles consecuencias, y la elección consecuente de la soledad emocional ante sus circunstancias vitales. Estos rasgos formales y semánticos son signos de identidad estilística, como en los escritores novecentistas, quienes derivan de la tradición realista y noventayochista. Esta tradición enlazaría con las ideas políticas de Oyarzábal, quien insistía en la ignorancia como el gran obstáculo para el crecimiento de la mujer y pretendía hacer de la maternidad uno de los temas clave de la regeneración nacional.

 

 

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[1] La figura de Isabel Oyarzábal ha interesado, especialmente, a los historiadores quienes han ofrecido algunas referencias ineludibles para acercarse a la figura de la escritora como Rosa María Ballesteros García (2002), Giuliana Di Febo (2009) o Emilio Ortega Berenguer (2021), entre otros.

[2] Al respecto de los trabajos biográficos de la autora, caben destacar los que Amparo Quiles Faz (2013, 2014) y, en menor medida, Concepción Bados Ciria (2010) le han dedicado.

[3] Amparo Hurtado (1998: 142-143) incluye entre las novelistas del primer grupo, además de a Oyarzábal Smith, a Carmen de Burgos, Concha Espina, Sofía Casanova y Gregorio Martínez Sierra (María de la O Lejárraga). El segundo grupo estaría integrado por Margarita Nelken, Carmen Eva Nelken, María Teresa León, Sara Insúa, Elisabeth Mulder, Zenobia Camprubí, Federica Montseny, Victoria Kent y Rosa Chacel, entre otras.

[4] Nuria Capdevila-Argüelles (2017: 67-70) recuerda la importancia no solo de este diario en particular sino la que el mundo periodístico, de las revistas y las publicaciones cortas tuvo para el desarrollo de la autoría de las mujeres a principios del siglo XX. Este contexto unido al momento boyante de la industria editorial y cultural en España permitió a las feministas de estos años constituirse en generación.

[5] Interesa recordar que compartimos con Milagros Rivera (1998) la idea de que es posible Nombrar el mundo en femenino, esto es, introducir en la escritura un nuevo punto de vista alejado de los valores patriarcales.

[6] Esta concepción del cuerpo ha sido postulada también por Patrizia Violi (1991) quien insiste en su importancia en la redefinición de subjetividad que persigue ciertos sectores de la teoría feminista.

[7] Los títulos de los capítulos son los siguientes: I.— Mónica, II.— La conspiración, III.— Iniciación, IV.— Compasión, V.— ¡A los toros!, VI.— En el umbral de la vida, VII.— La última escena de una comedia, VIII.—Calumnia, que algo queda, IX.— Gazul, X.— Germinal, XI.— Hermano Pedro, XII.— “Plus dramatis Personae”, XIII.— “A ti suspiramos gimiendo y llorando”, XIV.— La semilla, XV.— Para dar forma a la materia, XVI.— Por sus frutos los conoceréis, XVII.— Todo árbol que no da buen fruto será cortado y XVIII.—Abriendo la tierra inculta a la labranza.

[8] Ejemplo de este contraste entre la personalidad femenina tradicional que representa la tía Rosario y las rarezas de Mónica es el siguiente fragmento del segundo capítulo de la novela: “Tía y sobrina vivían en aparente paz y concordia, pero muy distanciadas en realidad, sobre todo en materias del espíritu, pues no era posible íntima avenencia entre la adocenada personalidad de doña Rosario y la compleja sensibilidad de Mónica; mezcla de exaltación mística y de meditabunda inclinación, de rebeldes impulsos y de sumisa aceptación para todas aquellas enseñanzas que en su alma iban depositando cuanto lograron influir en su desarrollo espiritual, aprovechándose de aquel su ilimitado afán de renunciamiento” (Oyarzábal, 1923: 22).

[9] En su texto autobiográfico He de tener libertad (2010: 136-137) puede leerse sobre el trance del parto “Me sentí arrastrada a un abismo de dolor del que no se podía regresar. Ninguna mujer recibía ayuda contra el dolor. […] Todo estaba resultando tan diferente a lo que yo había esperado. […] Nadie me había dicho que me sentiría como un animal acorralado y que no repararía en nada salvo en los punzantes dolores que retorcerían mi cuerpo”.