En carne viva. Claves líricas de la poesía de Chona Madera

In Living Flesh. Lyrical Keys of the Poetry of Chona Madera

 

 

 

José Manuel Martín Fumero

CEAD «Mercedes Pinto». Santa Cruz de Tenerife

 

jmarfum@gobiernodecanarias.org

https://orcid.org/0000-0003-4324-6003

Recibido: 30/11/2022

Aceptado: 30/03/2023

 

Resumen

En la lírica canaria de posguerra, la voz de Chona Madera es, sin duda alguna, una de las más constantes –por su rica y abundante producción lírica– e intensas –por la raigal emoción que la caracteriza en su conjunto–. Esta consideración choca frontalmente con la ausencia de ediciones actuales y, sobre todo, con la carestía de estudios críticos no solo del conjunto de su producción literaria, sino también de los poemarios concretos que publicó. Con este artículo queremos aportar algunas claves de lectura del conjunto de su obra, en un intento por reparar el vacío crítico existente con respecto a esta autora.

 

Palabras clave: Chona Madera, poesía escrita por mujeres, crítica literaria, lírica canaria, posguerra.

 

Abstract

In post–war Canarian lyric poetry, Chona Madera's voice is, without a doubt, one of the most constant –due to her rich and abundant lyrical production– and intense –due to the deep–rooted emotion that characterizes her as a whole–. This consideration collides head–on with the absence of current editions and, above all, with the scarcity of critical studies not only of her literary production as a whole, but also of the specific collections of poems that she published. With this article we want to provide some reading keys for her work as a whole, in an attempt to repair the critical gap that exists with respect to this author.

 

Keywords: Chona Madera, Poetry Written by Women, Literary Criticism, Canarian Poetry, Post–War.

 

 

Introducción

 

La poeta grancanaria Chona Madera (1901-1980) vivió largo tiempo fuera de su tierra natal, circunstancia que late constantemente tras las nociones de vacío, ausencia y nostalgia que enhebran toda su obra poética. Mujer también de verso descarnado y ardiente, en palabras de Emeterio Gutiérrez Albelo (1962: 19), su inicio en la escritura fue tardío –comienza a volcar su silencio cuando ya superaba los 40 años–, y en sus comienzos fueron los poetas insulares Alonso Quesada y Fernando González[1] dos de sus referentes líricos primeros. Son, a nuestro juicio, tanto esta tardanza en afrontar la escritura poética como el hecho de que su obra, poco menos que desconocida en la actualidad, se editara hace ya más de cuarenta años,[2] dos de los lastres que han mermado la escasa atención crítica que una autora de su calado literario merece. Ciertamente, este parco interés crítico contrasta con su prolífica participación en distintas publicaciones periódicas tanto insulares como peninsulares.[3] Es por todo ello por lo que, a través de una metodología inductiva, nuestra intención es desentrañar algunas de las claves líricas esenciales de su quehacer poético a partir de una lectura crítica y atenta de textos procedentes de la mayor parte de sus poemarios;[4] y para ello, partiremos de comentarios aparecidos en publicaciones periódicas poco después de que los poemarios fuesen publicados, pues muchos de ellos apuntan aspectos que nuestra trabajo ilustra a partir del análisis temático y estilístico de este conjunto representativo de textos.

 

Una maraña de emociones. Claves de lectura de la lírica de Chona Madera.

 

En una “nota aclaratoria” –en palabras de la propia autora– publicada en el periódico grancanario Falange, a propósito de una conferencia dada por Pedro Perdomo Acedo, Chona Madera define su primer libro poético con unas leves pero muy significativas palabras:

De no tratarse de una propiedad tan privativa del alma, tan de la propia sensibilidad; de no tratarse de mi yo como ser, que en dimensión con el tiempo, en un respirar apenas, ya se es muerto –no es más la vida– en la que, el que más con el que menos, todos queremos dejar constancia sin saber por qué, pero sí que es cierto, acaso por la misma fugacidad con que se produce, no hubiese salido a tales tonos pinceladas (1953: 4).

 

La nostalgia, la remembranza del pasado, la profunda tristeza de sentirse sola, la representación de la muerte y, en relación con esta, las alusiones al Creador son hilos temáticos recurrentes en una voz tiznada de claroscuros y, sobre todo, una voz movida por una poderosa fuerza interior, por una acendrada emoción. Su lírica arraiga en la hondura de su experiencia vital, llena de dolor y ausencias, con esa nostalgia por las vivencias pasadas con los que ya no están, todo tamizado por un idealismo descriptivo que desprende un raigal amor a la vida.

En los dos primeros libros, el tema de la madre está muy presente. En ellos, su lírica se llena de recuerdos infantiles salpicados de lánguida tristeza, todo ello martilleado con oscuras tonalidades metafísicas; en la isla, el mar, como en Alonso Quesada, es un muro que a-ísla[5], y de ahí nace la angustia, en una poesía personal e independiente, al margen de etiquetas y de clasificaciones epocales. Justamente la insularidad, con esa carga metafísica que supone el aislamiento, con la conciencia de soledad que produce, hace aflorar en ocasiones en los versos de Chona Madera cierto grado de desolación y da protagonismo a la tristeza. Esta mujer de “poesía apasionada, emotiva y sentimental, […] arraigada en la cercanía de lo cotidiano” (Rodríguez Padrón, 1983: 124), encuentra el amor con el poeta teldense Montiano Pláceres[6] –pseudónimo de Pedro Regalado–, quien fallece en 1938; en El volcado silencio hay abundantes referencias a esta pérdida, y creemos que puede ser una de las razones por las que la autora se dedicó a la escritura.

El protagonismo de la palabra poética como luz de su vida queda ilustrado en su segundo poemario, Mi presencia más clara (1955), en el que la insularidad es un elemento novedoso con relación a su primer libro, El volcado silencio, en el que esta línea temática no aparece. En esta segunda aventura poética, el aislamiento oprime su espíritu y la soledad atormenta su mente. Todo ello viene ribeteado por alguna composición de corte social, en coherencia con el momento histórico que vivía. Emeterio Gutiérrez Albelo define a la autora en este segundo viraje lírico como “pura alma, agrietada por el dolor” (1956). La autora convierte este segundo libro en una verdadera “proclamación del amor”. Para Luis Doreste Silva,

He aquí, “la presencia más clara”, en un manar de dolimiento sereno y sobresalto, con remanso seguro en la resignación, devuelta en dulzura el agua amarga. Todo dolor guarda una secreta fórmula de expresión ungida restañadora, un goce filosófico en el cual se hace presencia la poesía. Chona Madera proyecta así religiosamente su imagen “clara” (1956: 3).

 

En este libro, la madre es uno de los temas recurrentes; el dolor de su pérdida puebla la mayor parte de las composiciones. Este reseñista tilda todo este libro de “larga oración de humildad”, y a esto agrega que “resolver en donación de amor la propia angustia es tener el privilegio de sentirse transfigurado” (Doreste Silva, 1956: 3). El dolor en la poesía se transfigura en destino hecho revelación.

Buena muestra de ello es, justamente, el poema “Madre”, en el que el dolor se dilata, como en su primer poemario, en cada verso; rememorar la ausencia es otra manera de sentirse viva. Se acentúa, a la manera quesadiana, el coloquialismo lírico, la expresión llana que abunda tanto en la sinceridad como en el pulso emocional del poema. Los hipérbatos en esta composición descubren los elementos clave: “Qué zarpazos de llantos y silencios / ahondando al corazón el desconsuelo” (1979: 51); el verso largo sigue insistiendo en el carácter reflexivo de su lírica. En esta misma línea hay que contar el poema “Como un tierno corazón de niño” en versos como los siguientes: “Quiero dejarte hecho noticia, verso, / vivo barro, aliento florecido; / transido de mi pena y mi destino, / dejarte quiero alzado, como un faro” (1979: 55). Su emoción sincera queda palpable en poemas como este, en el que se aleja de la afección sentimental para ahondar en el valor emocional que, como el corazón, encierra la palabra poética, faro perenne de su ser, huella de su paso transida de verdadero amor. Como el niño, el corazón encierra la verdad: esa es su presencia más clara.

Mi presencia más clara también abunda en la mirada trágica de la existencia, como en la composición “Si la yedra ha de ser ya fatalmente” en la que el dialogismo queda remarcado especialmente con el manejo de la segunda persona. Lo agónico del vivir hace que la poeta dialogue con la propia vida: “¿Por qué, vida, dime, / por qué no has de servirme para nada?” (1979: 53). Del mismo modo, sus infortunios vitales cobran cuerpo en “Ella es así a veces”, donde vuelve a sorprendernos la llaneza y, a la par, la profundidad con que personifica a la muerte, fría, hermética, a la que ve –siente– lejos, aunque constantemente le esté estrechando la mano; no hay capacidad humana posible para comprenderla, pues ella lo transmuta todo, es el cambio radical: “Ella es así; a veces nos sorprende / hermética, cerrada como un cero. / ¡Cuántas veces la muerte! La miramos. / Crecer su imagen con la angustia vemos” (1979: 62). La muerte como idea es inasible con el pensamiento, y será la negación el basamento de su palabra: el eco de las ausencias es su ámbito vital, su espacio de vida.

Nuevamente se plasma líricamente el valor ontológico de la insularidad: la isla se erige en la metáfora que mejor define la situación existencial de la propia autora; así en “Hasta cuándo”, donde, más que un motivo recurrente en la poesía insular, la isla es, realmente, una forma de definirse, de ser: “Isla mía, levántame la soledad que siento. / Que se deshaga en aire tu muro de aislamiento” (1979: 54). En otra composición, “Tierra”, se encuentran algunos de los fundamentos por los que muchos reseñistas tildan la poesía de Chona Madera como universal, cósmica, pues establece un dialogo con los elementos del orbe haciendo suyo su entorno. Sorprende ver cómo toda la belleza que la poeta contempla, al hacerla suya, se tiñe de profundo e intensísimo dolor, otro hito temático recurrente estrechamente ligado a su carácter insular: “Los hombres, como ciegos, / miran a las alturas. / ¡Y la lección más noble, / Dios, en ti, les va dando!” (1979: 57).

La reflexión metapoética es otro núcleo medular que, a medida que avanzamos en el estudio de su obra, se va acrecentando. De este modo, el fundamento interpretativo del poema “Esa canción que siento” es la poesía como palabra de vida. Vida y literatura son lo mismo; la palabra poética da sentido a la existencia, pues es eterna búsqueda: “Persiste, truncándose en brotes, el anhelo. / Pero aún sigo buscando (¡tristemente!) / porque no muera el ángel que en mí llevo / y esa canción que siento… de repente” (1979: 65). Su palabra es la concreción del llanto de esta poeta elegiaca por voluntad divina; así lo apreciamos en el poema “Señor…”: “Si Tú quisiste / que así fuera mi canto; / si soy tu voluntad, / –para mí, llanto–, / ¿qué he de hacer yo mejor / que cual Tú quieres?” (1979: 66).

En Las estancias vacías (1961) –19 composiciones, 29 páginas– resuena el eco de su primer poemario; otra vez la poeta comparte un espacio íntimo cuyo único refugio es la soledad, el eco de lo que ya no está. El tiempo es el leitmotiv central y, en relación con él, el recuerdo. Ahora su poesía se basa en la sonora evidencia de lo cotidiano, cercano y, aparentemente, insignificante. Para Andrés Sánchez Robayna es en estas estancias poéticas donde “cristaliza ya la voz de la autora, una vez superado el ámbito de la expresión modernista” (1980: 24). A partir de aquí, la estética realista deja sentir su peso. En opinión de Sebastián de la Nuez,

Chona Madera, alma tierna, templada en el dolor y en la esperanza, se ha sobrepuesto a la corrupción del tiempo y a la desgracia inevitable, ha sublimado sus penas y las ha convertido en fuente de arte y de consuelo (1963-1964: 160).

 

En este tercer libro la muerte, otra de las protagonistas, es burlada por el amor, ese latir del corazón siempre cercano, siempre angustiado. Cierto tono de ingenuidad infantil acentúa la sinceridad y hondura de sus versos. En una reseña publicada en Falange, Luis Doreste Silva define estéticamente este poemario como “soledad de ‘estancias vacías’ [que] aposenta el alma en las mansiones más bellas de intimidad” (1961: 2). Atinadamente, completa esta nota crítica impresionista con este acertado juicio: “se nos aparece única en el dolor y en el hallazgo del bálsamo que lo alivia, el arte, y entre todas las artes la música, la poesía, guía de caminante sintiendo el pálpito de Dios” (1961: 2). En efecto, este es un libro-espejo de una verdadera sembradora de efusiones.

Otro conocedor de la poesía de la autora, Ángel Martín Sarmiento, tilda su poesía de “radical o irremisiblemente religiosa” (1962: 8). Dios es el eterno interrogante de cuya luz jamás se duda. Ser en la soledad es su sino; la poesía es la puerta de enlace con los otros y con Dios. Su esencial sustancialidad poética mata el adjetivo; el padre Sarmiento habla de la “sustantividad”, en este sentido, en la obra de esta poeta. La propia autora afirmó en una entrevista que “en este libro mío, los poemas predilectos son los que me inspiraron mis muertos. Al volver sobre ellos me hacen vibrar con la misma intensidad de dolor con que los escribí” (González Sosa, 1961: 6).

En una lectura más atenta de este tercer viraje poético, las citas iniciales de Johann Wolfgang von Goethe y Vicente Huidobro,[7] que creemos que recalcan el continuum inexorable que la poeta observa entre vida y literatura –la segunda es necesariamente proyección de la primera–; concretamente con la cita de Goethe se ve reforzada la noción de entender la poesía como forma más acabada de la intuición, como arma para profundizar, a través de un intenso análisis introspectivo, en el conocimiento de uno mismo. Siguen siendo, además, un elemento recurrente las referencias a los familiares que no están (su madre y sus dos hermanas); en relación con estos temas es, también, resaltable en todo el libro tanto el carácter sentencioso como el uso de versos esticomíticos que redundan en el valor universal de las máximas.

“Otra posible en ti” es un claro ejemplo de esta comunión vida-literatura; en este texto poético, de ecos salinianos, la autora dialoga consigo misma, y el “tú” es una proyección del “yo”: realidad y sueño, vida y literatura, convivencia necesaria que encuentra en el verbo “decir” el ideal trasunto coloquial de ‘escribir: “Apenas hay quien diga: «yo vivo / plenamente». Sí, apenas quien / pueda decirlo. Quien lo diga…” (1979: 77). Esa dialéctica del “tú” está presente también en la composición “Solo así desde siempre…”: “Tu comunicación siempre es intento, / e inalcanzable tu ambición, / tu diálogo” (1979: 82-83).

En esta línea interpretativa que comentamos, la conciencia metapoética se va consolidando en la poesía de Chona Madera. En “He vuelto…”, los versos esticomíticos son como aldabonazos que provocan que el alma se estremezca, y la epanadiplosis deja en el alma de la poeta –como en el penúltimo verso de este poema, que abre el poemario– el silencio como único habitante: “solo tuyo, silencio, solo tuyo” (1979: 68); el uso de paréntesis creemos que ahonda en esta noción. Además, los encabalgamientos y los hipérbatos apuntalan los elementos temáticos clave (“dolor”, “sembrado”, “corazón”, “ya”, “árbol”, universales por su carácter primitivo). Emoción, dolor y tiempo (como en poemarios anteriores, el “ave” es el símbolo del tránsito, del tiempo) asientan al carácter universal de su lírica. En esta misma línea en relación a la percepción del hecho poético está el poema “Desde las mismas cosas” (1979: 86), en el que muestra las razones de su escritura: la poesía es el camino que ha elegido la poeta para transitar por los recodos de su vida, para fundamentar la justificación última de su existencia.

Esta misma orientación está presente en “Mas si una brisa de esperanza corre”: “Bajo a mis pozos de dolor y escucho: lo único vivo es el silencio” (1979: 70). El recuerdo implica volver al tiempo, a la vida, y el machadiano símbolo del camino redunda en estos ejes temáticos. En “A los pies, eternos servidores”, justamente, encontramos la metonimia de la idea de andar, de camino. Caminar, como vivir, es un proceso de búsqueda, siempre inacabado, que va hacia la sabiduría. En esta marcha vital, las “islas” son la metáfora perfecta de los recuerdos, trozos de tierra irreductibles, signos de lo posible:

Oh alegría de incontables veces que un día

dejarás de ser alegría mía

porque ya, quietos,

prohibido me será todo camino: límite

infranqueable, triste límite,

para quien ambicionó andar, andar

tanta tierra

como capaz es de poseer el mundo (1979: 78).

 

 

Tiempo y camino vuelven a juntarse en “Y siempre será así”. “El hombre como el año tiene su primavera / y un verano de frutos frescos y sazonados, / ligereza en el pie por trasponer fronteras, / y en la frente un palacio de sueños intocado” (1979: 79). El pasado solo vuelve en recuerdos, que son apariencias; Dios es la esperanza, el consuelo para la tristeza que produce mirar atrás: “La esperanza es sin duda nuestro mayor tesoro”. La esperanza es el gozo, como en el poema “Cambiarte ese vivir sin alegría”, un sentimiento que también está en ayudar a los otros, aquellos con los que el yo se identifica; es una manera de esquivar la soledad en el dolor: “¡Cómo quisiera ver que respondías / a cualquier llamamiento presurosa; / cambiarte ese vivir sin alegría!” (1979: 81).

Memoria y recuerdo son los puntos cardinales de otras composiciones como “En medio del camino”: nociones como las de “niño” –que también aparece en los libros poéticos anteriores–, apuntan a la idea de evocación –también de “sueño”–, abigarrado brazo que atenaza al yo lírico a la vida. La infancia es su más claro escondite, su recuerdo más vivo. Lo que produce dolor es la lejanía con que el yo poético siente lo que fue y el hecho de que esa apariencia de su imaginación se desvanezca: “Está todo lo hermoso de la vida en la infancia. / Nada hay comparable a su clara alegría” (1979: 73). Los versos esticomíticos vuelven a insistir tanto en el carácter coloquial de estos juicios en voz alta como en la rotundidad –léase claridad– de su contenido. La personificación en este poema de los momentos de la vida (“infancia”, “adolescencia”, reductos de libertad) ahonda en el diálogo íntimo, en el intento de posesión de estos estados de alma, como en el poema “Claridad imposible” (“El tiempo es férrea puerta sin resquicios ni llave”), en el que el tono sentencioso impulsa la claridad y la rotundidad como clave de lectura: “El tiempo es férrea puerta sin resquicios ni llave” (1979: 74).

Justamente ese cariz coloquial, muy ligado a la conciencia metapoética que Chona Madera va mostrando a medida que madura su escritura, también queda patente en el poema “Mientras ella dura”; el tiempo fluye por los versos a través de los encabalgamientos, y el tono exclamativo apuntala el carácter emocionado y realista de sus versos: “Qué soledad tremenda / sentirnos golpeados / por esa otra verdad que no es la nuestra. / Por esa otra luz / creciendo en descontento / en el lento cansancio de las horas” (1979: 69).

En este mismo orden de cosas, “Canción de lo no dicho” rememora los versos de Josefina de la Torre en la línea de las dudas que a la poeta le surgen a la hora de escribir, de encontrar su justa palabra, su justa expresión. Es interesante la noción de canción, con la idea de recurrencia que lleva implícita; el diminutivo que emplea –cancioncilla– denota la visión particular que aporta: “Por eso acaso este andar / emborronando cuartillas / que empiezo por no acabar” (1979: 98).

Las referencias simbólicas al mundo natural están muy presentes en toda su obra, y en este poemario un buen ejemplo es “Cual si me despidiera lo ha agitado” (1979: 120), en el que el motivo del árbol como elemento vegetal que desprende vida a través de sus frutos, pero que no puede moverse y está a merced del tiempo, sin poder hacer nada para cambiar su estado, remeda la propia situación de la poeta: “Todo el árbol que fui se ha desgajado. / Fluye en mi derredor intenso frío... / Atravesó la angustia mi costado” (1979: 120). El árbol es, como los sentimientos y las emociones humanas, otro elemento primitivo: sus raíces ponen simbólicamente en conexión el mundo interior (subjetividad) con el tronco y la copa (circunstancias externas, objetividad); la lluvia y el viento son trasuntos de la agonía y el dolor.

El carácter religioso ya apuntado de su lírica encuentra acomodo en este poemario en composiciones como “Cuánta noche”: “Nada nos pertenece. El tiempo vuela, / oscuro y transitorio, como un ave” (1979: 85). Dios es el asidero para dejar de lado la mayor de las angustias: el intenso dolor de solo vivir en el recuerdo. Vivir en el pasado solo trae presagios de muerte, tan presentes en sus libros primeros. La misma inquietud la encontramos en “Trasfondo”: “¡Qué acuciante dolor de transitoriedad / en todo cuanto siento y miro, poseo y toco!” (1979: 86).

Su cuarto libro, La voz que me desvela (1965) es un breviario de confidencias, cósmica intimidad del drama de su vida; en sus poemas, se yergue un corazón que ilumina la sombría noche. Obra de versificación desnuda, sin retórica, se ciñe su poesía a sus vivencias, que abrigan su vital impulso apasionado. Reflexionar será para la autora otra forma de sentir, y viceversa, de ahí que el discurso metapoético albergue en muchas composiciones un especial protagonismo. Juan Sosa Suárez, por su parte, expone al respecto que

Chona Madera es una poetisa cuyos manaderos radican en su corazón. Un amor hacia todo lo creado; una pena de sí misma; un temblor por todo lo que nace y muere; una piedad maravillosa por todo lo bendito y humilde: […] y, coronando todas esas excelencias, una melancolía por todo lo perdido y deseado: […] (1965: 5).

 

Como decimos, la poesía es la verdadera protagonista: estamos ante una sincera visión de la literatura como el otro camino para vivir. De este modo, en “Oh esta ilusión amigos” la conciencia metapoética aflora de manera más clara; por momentos nos recuerda a los primeros poemarios de Pedro Salinas: “Cuántas veces, cuartilla, tú y yo a solas, / blanca cuartilla, en voluntad de entrega” (1979: 126). En el verso se funden la pasión interior y la circunstancia exterior; es culmen, pues en ella “volcando voy lo que en mí es esencia”. Tenemos aquí una auténtica confesión: “El día que involuntariamente me haya ido / (involuntaria ha de ser mi ausencia / porque profundamente amo la vida / a pesar de sufrirse tanto en ella) (1979: 126)”. La poesía es el legado hacia los otros, la huella de su paso por el mundo, el árbol que siembra y germina en cada verso; en la palabra cristalizan las ausencias. En la lectura, la que hacen los otros, germina la emoción de sus silencios. La palabra roza el silencio de las cosas y hace brotar su alma quebradiza, el eco de su presencia. En la misma línea se encuentra la composición “Hasta que tú no eres poco somos”: frente al árbol, aferrado a la tierra, están las “alas”, la ilusión, la imaginación, la poesía a la que se aferra el yo poético que es una forma de liberación, sonoro silencio desbocado. El “corazón alado” es símbolo de unión entre el alma (interior) y el cuerpo (circunstancia); por tanto, es esencia de la sensibilidad humana. El corazón al ponerse sobre los objetos –y los recuerdos– ilumina su esencia, los hace únicos. La poesía es una forma de posesión, otra forma de sentir la vida en plenitud: “pronunciando palabras nuevas, distintas, / alumbradas desde lo más profundo; / desde el más entrañado "yo" / hasta allí aprisionado […]” (1979: 128).

En muchos poemas, el amor es puente entre vida y literatura, y esta orientación es la que puede apreciarse en “No, no seas de ceniza…”: la ausencia del ser amado produce, en lo más recóndito, un vacío, el del corazón ausente; el amor es el eje que todo lo transforma, como el mar. Vivir es evocar el paso por el mundo, sintiendo el alma del orbe en cada latido, en caso paso. El corazón es la infancia, el eterno niño soñador, y las herramientas del lenguaje poético, como el dialogismo, son el soporte con el que poeta lleva a buen puerto el análisis introspectivo de su dolor, de su vacío amoroso: “Aunque tu gran amor llévalo dentro. Si quieres / como una enorme herida / en la carne, inefable, de misterio; / en esa donde siempre brota / y nadie sabe cómo le fue surgiendo” (1979: 131).

En Los contados instantes (1967 y publicado en 1973), el retorno a lo diario, a lo cotidiano nuevamente la une, dos décadas después, con Alonso Quesada; Chona Madera logra captar nuestra atención como lectores gracias a lo inesperado de su dictum poético, pues en su lírica lo formal queda relegado a la emoción. En opinión de Gracián Quijano, su poesía está llena de vida, “esa vida que únicamente puede dar quien está llena de humanas vivencias, de concesiones íntimas, de acentos elegíacos” (1967: 20).

Este libro, título de marcado signo temporal, recoge una cita de Salinas, una de las referencias escriturales de Chona Madera, como hemos referenciado con anterioridad: el dolor es la “última forma de amar”.[8] Esos Contados instantes son los momentos selectos que ha vivido con su familia, con su amor, con sus amistades, como el poema titulado “A Deli Gessdmann de Calleja, ilustre austriaca con el dolor que supone la última presencia”, que se encuentra en el apartado del libro titulado “Elegías” (1979: 152-153). En el hecho de recordar la autora constata que “todo es distinto al volver…” (1979: 141), pues el tiempo queda ausente, y es la conciencia humana la que quema, la que convierte en carne propia los hechos vividos. Ese doloroso proceso de búsqueda en su interior da como resultado un verso que queda marcado por un aire más reflexivo, en el que la emoción queda contenida, en suspenso. Dentro de esta orientación, propia de una obra de mayor madurez, se ubican composiciones en las que la autora se muestra esperanzada por alcanzar un mundo sin luchas, sin odio, en el que la fraternidad entre iguales encuentre su punto culminante: “¿Por qué, Señor, por qué en la tierra el odio / desde que el hombre fue, posó su planta? / A veces oscura luz habítale los ojos / y como ves, no es como esperabas” (1979: 142). Con esta misma orientación podemos leer algunas de las composiciones de la parte “Aspectos” de este libro, en el que la autora critica los prejuicios sociales. Como ya habíamos apuntado más arriba, el corte realista de su escritura se va acrecentando, y su poesía, a la par que reflexiva, va adquiriendo ácidos tonos críticos con la sociedad de su tiempo y, especialmente, con determinados comportamientos que toman lo aparente como definidor.

Continuada señal (1970) supone una prolongación del libro anterior; este libro está escrito desde Málaga, localidad a la que se traslada para vivir con una de sus hermanas, la cual vive allí. La tonalidad religiosa es la que construye la seguridad del hallazgo. Esta poesía religiosa toca emocionada las cosas para sentir el impulso cotidiano de Dios. Amar las cosas, como amar a Dios, es la forma de conocerlo; sentir es otra forma de conocer (así, también, en Bécquer). También recordar, superponer planos temporales a través de un prisma emocional, es una manera de comprender el momento presente: revivir lo vivido da vida y sentido a la existencia. Para Belarmino, pseudónimo del poeta Juan Sosa Suárez, los versos de este libro forman “poemas hondos, melancólicos, algunos elegíacos, nostálgicos, informalistas y sencillos” (1970: 15). Anota las posibles influencias de poetas anteriores como Bécquer o Machado.

Con las referencias literarias que aparecen al principio de Continuada señal (1970), la autora deja constancia de que la poesía debe dibujar la imagen del tiempo o, dicho de otro modo, su esplendor. Muchas composiciones abordan temas iterativos en toda su obra como los de la madre, el amor o el recuerdo, que siguen siendo los elementos temáticos centrales; a estos hay que agregar los poemas dedicados a otras personalidades, generalmente poetas y amistades de juventud, como los dedicados a los escritores Luis Benítez Inglott, Esperanza Vernetta, Fernando González o a pintores como Francisco Moreno Navarro, Antonio Domínguez de Haro o Yolanda Graziani. Un claro ejemplo de esto último es el poema dedicado “Al escultor Antonio Leiva” (1979: 213), en el que el verso parece prosa, se hace casi interminable; así, con la lectura, la mirada juega, se expande en el verso como lo haría ante cualquier cuadro o escultura. “Espíritu”, “imaginación”, “perfección”, “transparencia” son conceptos recurrentes cuando la mirada de la poeta se posa en la obra de estos otros creadores, y muestran, una vez más, su clara conciencia metapoética. El uso de una versificación más larga acentuará sobremanera el corte reflexivo de este penúltimo poemario, a la par que pondrá en liza sus cualidades sentenciosas y metafísicas.

Justamente esta preocupación por el propio acto de escribir aflora en “Cuando deje de ser…”, poema en el que la escritura se plantea como una necesidad vital, una herramienta para sentir cómo el alma se posa en las cosas para penetrar en su belleza o para palpar la emoción del alma de los otros; la poeta desea parar los instantes que condensan con plenitud cómo ella siente la vida en movimiento, y la poesía es el medio para ello. Chona Madera es cazadora de instantes fugaces de felicidad, de recuerdos: “Cuanta en el mundo es –como nada ambiciono / en exclusiva–, / la conceptúo mío; me pertenece, / por ese amor que puse en toda cosa / y en continuado desvelo crece y crece” (1979: 168). Se penetra en el alma de las cosas mirándolas con amor, y es ese mismo amor el que vertebra la composición “Yo sé que hay otros como yo…”: la palabra poética representa el punto de encuentro entre el yo y los que han sido; es agitadora de silencios, adalid de esperanzas (“Perdonadme los que aún nada sabéis / de estas conversaciones con los muertos”, 1979: 170).

Precisamente la memoria de los otros que se hace presente en el acto de escribir toma protagonismo en “Como las olas del océano”: la imaginación remueve las emociones, las convierte en palabra soñadora que transita gracias a ese sostén que es la esperanza. La imaginación saca de la fría memoria los recuerdos, y la palabra poética permite a la poeta transitar por las cosas, por los hechos, por los recuerdos, dialogar con todos ellos, hacerlos presente. Así, la imaginación no es vía de escape, sino arma de escrutinio para atraparlo todo y, tamizándolo por el dolor, sentir la nostalgia –la belleza– en que el tiempo las ha abrazado: “Y aunque jamás de olvido hemos sabido / (somos todo recuerdo) / esta llaga de dolor –desde hace tanto– / dejaría de sangrar si una sonrisa / en mi interior brillara / por un tiempo” (1979: 169-170). El recuerdo queda iluminado en la palabra poética, como en “Tan solo eso…”: “El recuerdo hacia el muerto es ‘su presencia’. / Es su lenguaje. Seguir su palabra oyendo” (1979: 174). El recuerdo es la mirada interior, abrigo del tiempo, de los instantes. El dolor restaña las heridas del tiempo y tamiza la palabra poética, surtidor de presencias, tierno diálogo con el alma de lo que fue. En este sentido, escribir se plantea, también, como otra forma de llorar, como en “Hasta donde los ojos del espíritu alcanzan…”: “Pero inevitablemente pasa el tiempo —ese crisol / que todo lo depura, porque mirando viene, / desde lejos—. Y ya, bien; colocando ‘peanas’ / o quitando, fija, asegura valores / que, por ‘la opinión’, / andaban aún dispersos” (1979: 177-178). El calor del dolor cicatriza las heridas que ha dejado el tiempo, en el que el acto de recordar ahuyenta la tristeza. En este proceso interno, algunos elementos naturales como el mar, en el caso de “He de dejar de verte…”, que aparece como puerta, como lugar de tránsito; el oleaje marino, con sus vaivenes, sintetiza muy bien el movimiento interior de la autora para rescatar las presencias significativas de su vida a través de los recuerdos: “Mas antes que eso sea, he de decirte, mar, / mi agradecimiento, / por el alborozo con que me llenaste el corazón / en tantas veces, / al regreso de mis hermanos, después de la obligada ausencia, / en la que iban creciendo en años y saberes” (1979: 186-187).

Ciertamente, la añoranza del mar insular en el poema “A ti que así te quejas…” es el punto de partida para, de manera sentenciosa, expresar que “El tiempo es un modo de conocer la pena” (1979: 180). En el fondo, la esperanza de la autora se concreta a través de elementos simbólicos como el mar, cuya remembranza atrae recuerdos que le permiten dejar a flote su sentido vitalista de la existencia: “Pensándolo bien, cada día, con solo ver la luz / sería, como para que fuéramos dichosos”. También en “Y, acaso…, en el más alto…”: “Cómo me gusta la vida / (que es de lo que ‘ella’ no entiende / ni entenderá mientras viva) […]. / Qué más que nadie yo sé / que solo vivo de sueños: / […]” (1979: 183-184). El uso de paréntesis parece aquí remedar en la escritura el diálogo que el “yo” poético establece consigo mismo. En este sentido, y como ya hemos mencionado con anterioridad, la memoria es la mano que acaricia la vida, los recuerdos, y se alza como puente, como equilibrio, como en el caso de “La casa dejada”, donde se hace evidente el tránsito por el tiempo, que todo lo depura y cambia. La palabra poética es una forma de recuperar esa memoria regeneradora que “enfermó de silencios, de tristeza, de soledad tan honda” (1979: 187).

En su último poemario, el lenguaje poético se alza como el otro adalid de la trayectoria vital de la autora: escribir es ser, y ser en la escritura es el culmen de la existencia. Mi otra palabra (1977) es, también, el título de la primera composición, que se presenta a modo de poema-preámbulo: el verso, la poesía se yergue sólidamente como utensilio para edificar los ecos de su soledad, el vaivén de su nostálgica melancolía, los emocionados arrebatos de su pasión, los rojos colores de su frenesí amoroso, que también será amor a los otros, como en el caso de “Que será de aquel hombre en tanto tiempo…” (1979: 237-238), donde la poeta siente que ella misma se perpetúa en el amor a los otros; de ahí la esperanza en los seres humanos buenos, en la amistad: “(‘Oh, esta piedad del hombre ante su especie’. / Aun en medio de tiempo tan amargo, / hombres así, / jamás se les cansa la esperanza)” ( 1979: 237). En otras ocasiones, como ocurre en “Canción de la molinera del mejor trigo”, Chona Madera imita las canciones con estribillo medievales, por su sinceridad y hondura, en las que tópicos como los del trigo, la flor (juventud, belleza) y su relación con el tema amoroso le ayudan a enhebrar poéticamente el desasosiego que le ha producido perder a muchos seres queridos, especialmente a quien fue su primer y único amor (precisamente a él va dedicado este diario). No es, así, extraño que, como en los libros anteriores, la fe religiosa se encarame como elemento dador de paz y sosiego, a la par que como atalaya para analizar serenamente su paso por la vida y como única certeza, como acaece en “Aunque el silencio insista”: “En verdad, en principio, / solo hemos sido sueño. / ¿Qué es nuestra levadura sino un sueño de Dios?” (1979: 233). Escribir es –y ha sido– conocer y reconocerse. Este es libro de despedida, de confesión de un destino plagado de fríos ecos y hondos vacíos abrazados por una tibia ternura.

 

 

Conclusiones

 

El verso ha sido en toda la obra de Chona Madera puente para dialogar con el recuerdo que dejaron tanto sus seres más allegados como su espacio de vida natal, la isla. La autora hace un recorrido por los auténticos caminos que ha transitado en su poesía: el tiempo, la resignación como respuesta serena al dolor y a las ausencias, el recuerdo, la pasión por Dios como dador de la palabra y, en ocasiones, única realidad cierta para convertir en emoción las cenizas de su existencia. Precisamente la actitud vitalista de la autora cristaliza en el hecho poético a través del dialogismo como medio para entender y aceptar la vida tal y como viene, caminando con la mirada puesta en horizontes de esperanza. Justamente es este dialogismo que establece consigo misma la principal vía que le permite describir, primero, y ahondar, después, en las posibilidades del lenguaje poético y en la impronta vital que supone profundizar y reflexionar en los propios entresijos de su quehacer literario para volcar toda su existencia en una palabra que tiembla y que se tiñe por entero de un intenso color emocional.

Así, pues, la urdimbre de la lírica de Chona Madera arraiga en temas cotidianos y es profundamente humana. Es una poeta pasional que teje sus poemas con elementos temáticos como la insularidad y el aislamiento que esta conlleva, o como la religiosidad, que es camino para explicar y sentir intensamente la vida; pero es el marcado carácter existencial de su obra el que le otorga singularidad, con una voz propia que se aleja de clichés y de marcos preestablecidos que puedan constreñir su labor creativa, su palabra en libertad. Creemos que estos son algunos de los rasgos que pueden ayudar a establecer un esbozo de las claves líricas de Chona Madera, cuya obra necesita, con urgencia, una reedición actualizada y, como en el caso de tantas mujeres escritoras, una atención crítica que ayude a reflotar su palabra silenciada.

 

 

Referencias bibliográficas

 

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[1] El autor de Manantiales en la ruta le dedica un poema (“[Tu de amor le quisiste: de amistad le quería]”), de su poemario Ofrendas a la nada (1949), publicado por la revista de poesía Halcón.

[2] Sus Obras completas, preparadas por el profesor Sebastián de la Nuez Caballero, se editaron en 1979, un año antes del fallecimiento de la autora; salvo una breve antología de su obra, publicada por ediciones Idea en 2003, ninguna otra fuente editorial puede con una necesaria edición actualizada de su labor poética. Justamente, emplearemos la edición aquí citada para las referencias que realicemos en este estudio.

[3] El Eco de Canarias, La Tarde, El Día, Mujeres en la isla, suplemento del Diario de Las Palmas, Mensaje, Alisio, Gánigo, Halcón, Poesía Hispánica, Alaluz, Poesía Española, Caracola, Cuadernos del Ágora son algunas de estas publicaciones.

[4] Decimos “la mayor parte” pues dejaremos conscientemente de lado su primer poemario, El volcado silencio, al que ya se le ha dedicado un estudio monográfico (2018).

[5] La noción de “a-isla-do” hemos de recordar que la introduce Unamuno en el prólogo que preparó del primer libro poético de Rafael Romero Quesada (Alonso Quesada), titulado El lino de los sueños (1915).

[6] Le dedica el poema “Sin alarde”, de Mi presencia más clara (1955).

[7] Estas citas son las siguientes: “El fondo poético es el fondo de la propia vida” (W. Goethe); la de Vicente Huidobro es esta: “Que el verso sea como una llave / que abre mil puertas” (1979: 69).

[8] La cita completa es la siguiente: “No quiero que te vayas dolor / última forma de amar” (1979: 141).