En carne viva. Claves
líricas de la poesía de Chona Madera
In
Living Flesh. Lyrical Keys of the Poetry of
Chona Madera
José
Manuel Martín Fumero
CEAD «Mercedes Pinto». Santa Cruz
de Tenerife
jmarfum@gobiernodecanarias.org
https://orcid.org/0000-0003-4324-6003
Recibido:
30/11/2022
Aceptado:
30/03/2023
Resumen
En la
lírica canaria de posguerra, la voz de Chona Madera es, sin duda alguna, una de
las más constantes –por su rica y abundante producción lírica– e intensas –por
la raigal emoción que la caracteriza en su conjunto–. Esta consideración choca
frontalmente con la ausencia de ediciones actuales y, sobre todo, con la
carestía de estudios críticos no solo del conjunto de su producción literaria,
sino también de los poemarios concretos que publicó. Con este artículo queremos
aportar algunas claves de lectura del conjunto de su obra, en un intento por reparar el vacío crítico existente con respecto a esta
autora.
Palabras clave: Chona Madera, poesía escrita por
mujeres, crítica literaria, lírica canaria, posguerra.
Abstract
In post–war
Canarian lyric poetry, Chona
Madera's voice is, without a doubt, one of the most constant –due to her rich
and abundant lyrical production– and intense –due to the deep–rooted emotion
that characterizes her as a whole–. This consideration collides head–on with
the absence of current editions and, above all, with the scarcity of critical
studies not only of her literary production as a whole, but also of the
specific collections of poems that she published. With this article we want to
provide some reading keys for her work as a whole, in an attempt to repair the
critical gap that exists with respect to this author.
Keywords: Chona
Madera, Poetry Written by Women, Literary Criticism, Canarian
Poetry, Post–War.
La poeta grancanaria Chona Madera
(1901-1980) vivió largo tiempo fuera de su tierra natal, circunstancia que late
constantemente tras las nociones de vacío, ausencia y nostalgia que enhebran
toda su obra poética. Mujer también de verso descarnado y ardiente, en palabras de
Emeterio Gutiérrez Albelo (1962: 19), su inicio en la
escritura fue tardío –comienza a volcar
su silencio cuando ya superaba los 40 años–, y en sus comienzos fueron los
poetas insulares Alonso Quesada y Fernando González[1] dos de sus referentes
líricos primeros. Son, a nuestro juicio, tanto esta tardanza en afrontar la
escritura poética como el hecho de que su obra, poco menos que desconocida en
la actualidad, se editara hace ya más de cuarenta años,[2] dos de los lastres que han
mermado la escasa atención crítica que una autora de su calado literario
merece. Ciertamente, este parco interés crítico contrasta con su prolífica
participación en distintas publicaciones periódicas tanto insulares como peninsulares.[3] Es por todo ello por lo
que, a través de una metodología inductiva, nuestra intención es desentrañar
algunas de las claves líricas esenciales de su quehacer poético a partir de una
lectura crítica y atenta de textos procedentes de la mayor parte de sus poemarios;[4] y para ello, partiremos de
comentarios aparecidos en publicaciones periódicas poco después de que los
poemarios fuesen publicados, pues muchos de ellos apuntan aspectos que nuestra
trabajo ilustra a partir del análisis temático y estilístico de este conjunto
representativo de textos.
Una maraña
de emociones. Claves de lectura de la lírica de Chona Madera.
En una “nota aclaratoria” –en
palabras de la propia autora– publicada en el periódico grancanario Falange, a propósito de una conferencia dada por Pedro Perdomo Acedo, Chona
Madera define su primer libro poético con unas leves pero muy significativas
palabras:
De no tratarse de una
propiedad tan privativa del alma, tan de la propia sensibilidad; de no tratarse
de mi yo como ser, que en dimensión con el tiempo, en un respirar apenas, ya se
es muerto –no es más la vida– en la que, el que más con el que menos, todos
queremos dejar constancia sin saber por qué, pero sí que es cierto, acaso por
la misma fugacidad con que se produce, no hubiese salido a tales tonos
pinceladas (1953: 4).
La nostalgia, la remembranza del
pasado, la profunda tristeza de sentirse sola, la representación de la muerte
y, en relación con esta, las alusiones al Creador son hilos temáticos
recurrentes en una voz tiznada de claroscuros y, sobre todo, una voz movida por
una poderosa fuerza interior, por una acendrada emoción. Su lírica arraiga
en la hondura de su experiencia vital, llena de dolor y ausencias, con esa
nostalgia por las vivencias pasadas con los que ya no están, todo tamizado por
un idealismo descriptivo que desprende un raigal amor a la vida.
En
los dos primeros libros, el tema de la madre está muy presente. En ellos, su
lírica se llena de recuerdos infantiles salpicados de lánguida tristeza, todo
ello martilleado con oscuras
tonalidades metafísicas; en la isla, el mar, como en Alonso Quesada, es un muro
que a-ísla[5],
y de ahí nace la angustia, en una poesía personal e independiente, al margen de
etiquetas y de clasificaciones epocales. Justamente
la insularidad, con esa carga metafísica que supone el aislamiento, con la
conciencia de soledad que produce, hace aflorar en ocasiones en los versos de
Chona Madera cierto grado de desolación y da protagonismo a la tristeza. Esta mujer de “poesía apasionada,
emotiva y sentimental, […] arraigada en la cercanía de lo cotidiano” (Rodríguez
Padrón, 1983: 124), encuentra el amor con el poeta teldense Montiano Pláceres[6] –pseudónimo de Pedro
Regalado–, quien fallece en 1938; en El volcado silencio hay
abundantes referencias a esta pérdida, y creemos que puede ser una de las
razones por las que la autora se dedicó a la escritura.
El
protagonismo de la palabra poética como luz de su vida queda ilustrado en su
segundo poemario, Mi presencia más clara
(1955), en el que la insularidad es un elemento novedoso con relación a su
primer libro, El volcado silencio, en el que esta línea temática no
aparece. En esta segunda aventura poética, el aislamiento oprime su espíritu y
la soledad atormenta su mente. Todo ello viene ribeteado por alguna composición
de corte social, en coherencia con el momento histórico que vivía. Emeterio
Gutiérrez Albelo define a la autora en este segundo viraje lírico como “pura alma, agrietada por el dolor”
(1956). La autora convierte este segundo libro en una verdadera “proclamación del amor”. Para Luis
Doreste Silva,
He aquí, “la presencia más clara”, en un manar
de dolimiento sereno y sobresalto, con remanso seguro en la resignación,
devuelta en dulzura el agua amarga. Todo dolor guarda una secreta fórmula de
expresión ungida restañadora, un goce filosófico en el cual se hace presencia
la poesía. Chona Madera proyecta así religiosamente su imagen “clara” (1956:
3).
En este libro, la madre es uno de
los temas recurrentes; el dolor de su pérdida puebla la mayor parte de las
composiciones. Este reseñista tilda todo este libro de “larga oración de humildad”, y a esto agrega que “resolver en donación de amor la propia
angustia es tener el privilegio de sentirse transfigurado” (Doreste
Silva, 1956: 3). El dolor en la poesía se transfigura en destino hecho
revelación.
Buena muestra de ello es, justamente, el poema
“Madre”, en el que el dolor se dilata, como en su primer poemario, en cada
verso; rememorar la ausencia es otra manera de sentirse viva. Se acentúa, a la
manera quesadiana, el coloquialismo lírico, la expresión llana que abunda tanto
en la sinceridad como en el pulso emocional del poema. Los hipérbatos en esta
composición descubren los elementos clave: “Qué zarpazos de llantos y silencios / ahondando al corazón el
desconsuelo” (1979: 51); el verso largo sigue insistiendo en el carácter
reflexivo de su lírica. En esta misma línea hay que contar el poema “Como un
tierno corazón de niño” en versos como los siguientes: “Quiero dejarte hecho
noticia, verso, / vivo barro, aliento florecido; / transido de mi pena y mi
destino, / dejarte quiero alzado, como un faro” (1979: 55). Su emoción sincera
queda palpable en poemas como este, en el que se aleja de la afección
sentimental para ahondar en el valor emocional que, como el corazón, encierra
la palabra poética, faro perenne de su ser, huella de su paso transida de
verdadero amor. Como el niño, el corazón encierra la verdad: esa es su
presencia más clara.
Mi presencia más clara también
abunda en la mirada trágica de la existencia, como en la composición “Si la
yedra ha de ser ya fatalmente” en la que el dialogismo queda remarcado
especialmente con el manejo de la segunda persona. Lo agónico del vivir hace
que la poeta dialogue con la propia vida: “¿Por qué, vida, dime, / por qué no
has de servirme para nada?” (1979: 53). Del mismo modo, sus infortunios vitales
cobran cuerpo en “Ella es así a veces”, donde vuelve a sorprendernos la llaneza
y, a la par, la profundidad con que personifica a la muerte, fría, hermética, a
la que ve –siente– lejos, aunque constantemente le esté estrechando la mano; no
hay capacidad humana posible para comprenderla, pues ella lo transmuta todo, es
el cambio radical: “Ella es así; a veces nos sorprende / hermética, cerrada
como un cero. / ¡Cuántas veces la muerte! La miramos. / Crecer su imagen con la
angustia vemos” (1979: 62). La muerte como idea es inasible con el pensamiento,
y será la negación el basamento de su palabra: el eco de las ausencias es su
ámbito vital, su espacio de vida.
Nuevamente se plasma líricamente el valor ontológico
de la insularidad: la isla se erige en la metáfora que mejor define la
situación existencial de la propia autora; así en “Hasta cuándo”, donde, más
que un motivo recurrente en la poesía insular, la isla es, realmente, una forma
de definirse, de ser: “Isla mía, levántame la soledad que siento. / Que se
deshaga en aire tu muro de aislamiento” (1979: 54). En otra composición,
“Tierra”, se encuentran algunos de los fundamentos por los que muchos reseñistas
tildan la poesía de Chona Madera como universal, cósmica, pues establece un
dialogo con los elementos del orbe haciendo suyo su entorno. Sorprende ver cómo
toda la belleza que la poeta contempla, al hacerla suya, se tiñe de profundo e
intensísimo dolor, otro hito temático recurrente estrechamente ligado a su
carácter insular: “Los hombres, como ciegos, / miran a las alturas. / ¡Y la
lección más noble, / Dios, en ti, les va dando!” (1979: 57).
La reflexión metapoética es otro núcleo medular que,
a medida que avanzamos en el estudio de su obra, se va acrecentando. De este
modo, el fundamento interpretativo del poema “Esa canción que siento” es la
poesía como palabra de vida. Vida y literatura son lo mismo; la palabra poética
da sentido a la existencia, pues es eterna búsqueda: “Persiste, truncándose en
brotes, el anhelo. / Pero aún sigo buscando (¡tristemente!) / porque no muera
el ángel que en mí llevo / y esa canción que siento… de repente” (1979: 65). Su
palabra es la concreción del llanto de esta poeta elegiaca por voluntad divina;
así lo apreciamos en el poema “Señor…”: “Si Tú quisiste / que así fuera mi
canto; / si soy tu voluntad, / –para mí, llanto–, / ¿qué he de hacer yo mejor /
que cual Tú quieres?” (1979: 66).
En Las estancias vacías (1961) –19
composiciones, 29 páginas– resuena el eco de su primer poemario; otra vez la
poeta comparte un espacio íntimo cuyo único refugio es la soledad, el eco de lo
que ya no está. El tiempo es el leitmotiv
central y, en relación con él, el recuerdo. Ahora su poesía se basa en la
sonora evidencia de lo cotidiano, cercano y, aparentemente, insignificante.
Para Andrés Sánchez Robayna es en estas estancias poéticas donde “cristaliza ya la voz de la autora, una vez
superado el ámbito de la expresión modernista” (1980: 24). A partir de
aquí, la estética realista deja sentir su peso. En opinión de Sebastián de la
Nuez,
Chona Madera, alma tierna, templada en el dolor y
en la esperanza, se ha sobrepuesto a la corrupción del tiempo y a la
desgracia inevitable, ha sublimado sus penas y las ha convertido en fuente de
arte y de consuelo (1963-1964: 160).
En este tercer libro la muerte,
otra de las protagonistas, es burlada por el amor, ese latir del corazón
siempre cercano, siempre angustiado. Cierto tono de ingenuidad infantil acentúa
la sinceridad y hondura de sus versos. En una reseña publicada en Falange, Luis Doreste Silva define
estéticamente este poemario como “soledad
de ‘estancias vacías’ [que] aposenta el alma en las mansiones más bellas de
intimidad” (1961: 2). Atinadamente, completa esta nota crítica
impresionista con este acertado juicio: “se
nos aparece única en el dolor y en el hallazgo del bálsamo que lo alivia, el
arte, y entre todas las artes la música, la poesía, guía de caminante sintiendo
el pálpito de Dios” (1961: 2). En efecto, este es un libro-espejo de una verdadera sembradora de efusiones.
Otro
conocedor de la poesía de la autora, Ángel Martín Sarmiento, tilda su poesía de
“radical o irremisiblemente religiosa”
(1962: 8). Dios es el eterno interrogante de cuya luz jamás se duda. Ser en la
soledad es su sino; la poesía es la puerta de enlace con los otros y con Dios.
Su esencial sustancialidad poética mata el adjetivo; el padre Sarmiento
habla de la “sustantividad”, en
este sentido, en la obra de esta poeta. La propia autora afirmó en una
entrevista que “en este libro mío, los
poemas predilectos son los que me inspiraron mis muertos. Al volver sobre ellos
me hacen vibrar con la misma intensidad de dolor con que los escribí”
(González Sosa, 1961: 6).
En una
lectura más atenta de este tercer viraje poético, las citas iniciales de Johann
Wolfgang von Goethe y Vicente Huidobro,[7]
que creemos que recalcan el continuum inexorable
que la poeta observa entre vida y literatura –la segunda es necesariamente
proyección de la primera–; concretamente con la cita de Goethe se ve reforzada
la noción de entender la poesía como forma más acabada de la intuición, como
arma para profundizar, a través de un intenso análisis introspectivo, en el
conocimiento de uno mismo. Siguen siendo, además, un elemento recurrente las
referencias a los familiares que no están (su madre y sus dos hermanas); en relación
con estos temas es, también, resaltable en todo el libro tanto el carácter
sentencioso como el uso de versos esticomíticos que redundan en el valor
universal de las máximas.
“Otra posible en ti” es un claro ejemplo de esta
comunión vida-literatura; en este texto poético, de ecos salinianos,
la autora dialoga consigo misma, y el “tú” es una proyección del “yo”: realidad
y sueño, vida y literatura, convivencia necesaria que encuentra en el verbo
“decir” el ideal trasunto coloquial de ‘escribir: “Apenas hay quien diga: «yo
vivo / plenamente». Sí, apenas quien / pueda decirlo. Quien lo diga…” (1979:
77). Esa dialéctica del “tú”
está presente también en la composición “Solo así desde siempre…”: “Tu
comunicación siempre es intento, / e inalcanzable tu ambición, / tu diálogo”
(1979: 82-83).
En esta línea interpretativa que comentamos, la
conciencia metapoética se va consolidando en la poesía de Chona Madera. En “He vuelto…”, los versos esticomíticos
son como aldabonazos que provocan que el alma se estremezca, y la epanadiplosis
deja en el alma de la poeta –como en el penúltimo verso de este poema, que abre
el poemario– el silencio como único habitante: “solo tuyo, silencio, solo tuyo” (1979: 68); el uso de paréntesis
creemos que ahonda en esta noción. Además, los encabalgamientos y los
hipérbatos apuntalan los elementos temáticos clave (“dolor”, “sembrado”,
“corazón”, “ya”, “árbol”, universales por su carácter primitivo). Emoción,
dolor y tiempo (como en poemarios anteriores, el “ave” es el símbolo del
tránsito, del tiempo) asientan al carácter universal de su lírica. En esta
misma línea en relación a la percepción del hecho poético está el poema “Desde
las mismas cosas” (1979: 86), en el que muestra las razones de su escritura: la
poesía es el camino que ha elegido la poeta para transitar por los recodos de
su vida, para fundamentar la justificación última de su existencia.
Esta misma orientación está presente en “Mas si una
brisa de esperanza corre”: “Bajo a mis
pozos de dolor y escucho: lo único vivo es el silencio” (1979: 70). El
recuerdo implica volver al tiempo, a
la vida, y el machadiano símbolo del camino redunda en estos ejes temáticos. En
“A los pies, eternos servidores”, justamente, encontramos la metonimia de la
idea de andar, de camino. Caminar, como vivir, es un proceso de búsqueda,
siempre inacabado, que va hacia la sabiduría. En esta marcha vital, las “islas”
son la metáfora perfecta de los recuerdos, trozos de tierra irreductibles,
signos de lo posible:
Oh
alegría de incontables veces que un día
dejarás
de ser alegría mía
porque
ya, quietos,
prohibido
me será todo camino: límite
infranqueable,
triste límite,
para
quien ambicionó andar, andar
tanta
tierra
como capaz es de poseer el mundo (1979:
78).
Tiempo y camino vuelven a juntarse en “Y siempre
será así”. “El hombre como el año tiene su primavera / y un verano de frutos
frescos y sazonados, / ligereza en el pie por trasponer fronteras, / y en la
frente un palacio de sueños intocado” (1979: 79). El pasado solo vuelve en
recuerdos, que son apariencias; Dios es la esperanza, el consuelo para la
tristeza que produce mirar atrás: “La esperanza es sin duda nuestro mayor
tesoro”. La esperanza es el gozo, como en el poema “Cambiarte ese vivir sin
alegría”, un sentimiento que también está en ayudar a los otros, aquellos con
los que el yo se identifica; es una manera de esquivar la soledad en el dolor:
“¡Cómo quisiera ver que respondías / a
cualquier llamamiento presurosa; / cambiarte ese vivir sin alegría!” (1979:
81).
Memoria y recuerdo son los puntos cardinales de
otras composiciones como “En medio del camino”: nociones como las de “niño”
–que también aparece en los libros poéticos anteriores–, apuntan a la idea de
evocación –también de “sueño”–, abigarrado brazo que atenaza al yo lírico a la
vida. La infancia es su más claro escondite, su recuerdo más vivo. Lo que
produce dolor es la lejanía con que el yo poético siente lo que fue y el hecho
de que esa apariencia de su imaginación se desvanezca: “Está todo lo hermoso de la vida en la infancia. / Nada hay comparable a
su clara alegría” (1979: 73). Los versos esticomíticos vuelven a
insistir tanto en el carácter coloquial de estos juicios en voz alta como en la
rotundidad –léase claridad– de su contenido. La personificación en este poema
de los momentos de la vida (“infancia”, “adolescencia”, reductos de libertad)
ahonda en el diálogo íntimo, en el intento de posesión de estos estados de
alma, como en el poema “Claridad imposible” (“El tiempo es férrea puerta sin resquicios ni llave”), en el que
el tono sentencioso impulsa la claridad y la rotundidad como clave de lectura:
“El tiempo es férrea puerta sin resquicios ni llave” (1979: 74).
Justamente
ese cariz coloquial, muy ligado a la conciencia metapoética que Chona Madera va
mostrando a medida que madura su escritura, también queda patente en el poema
“Mientras ella dura”; el tiempo fluye por los versos a través de los
encabalgamientos, y el tono exclamativo apuntala el carácter emocionado y
realista de sus versos: “Qué soledad tremenda
/ sentirnos golpeados / por esa otra verdad que no es la nuestra. / Por esa
otra luz / creciendo en descontento / en el lento cansancio de las horas” (1979:
69).
En este mismo orden de cosas, “Canción de lo no
dicho” rememora los versos de Josefina de la Torre en la línea de las dudas que
a la poeta le surgen a la hora de escribir, de encontrar su justa palabra, su
justa expresión. Es interesante la noción de canción, con la idea de recurrencia que lleva implícita; el
diminutivo que emplea –cancioncilla–
denota la visión particular que aporta: “Por eso acaso este andar /
emborronando cuartillas / que empiezo por no acabar” (1979: 98).
Las
referencias simbólicas al mundo natural están muy presentes en toda su obra, y
en este poemario un buen ejemplo es “Cual si me despidiera lo ha agitado”
(1979: 120), en el que el motivo del árbol como elemento vegetal que desprende
vida a través de sus frutos, pero que no puede moverse y está a merced del
tiempo, sin poder hacer nada para cambiar su estado, remeda la propia situación
de la poeta: “Todo el árbol que fui se ha
desgajado. / Fluye en mi derredor intenso frío... / Atravesó la angustia mi costado”
(1979: 120). El árbol es, como los sentimientos y las emociones
humanas, otro elemento primitivo: sus raíces ponen simbólicamente en conexión
el mundo interior (subjetividad) con el tronco y la copa (circunstancias
externas, objetividad); la lluvia y el viento son trasuntos de la agonía y el
dolor.
El carácter religioso ya apuntado de su lírica
encuentra acomodo en este poemario en composiciones como “Cuánta noche”: “Nada
nos pertenece. El tiempo vuela, / oscuro y transitorio, como un ave” (1979:
85). Dios es el asidero para dejar de lado la mayor de las angustias: el
intenso dolor de solo vivir en el recuerdo. Vivir en el pasado solo trae
presagios de muerte, tan presentes en sus libros primeros. La misma inquietud
la encontramos en “Trasfondo”: “¡Qué acuciante dolor de transitoriedad / en
todo cuanto siento y miro, poseo y toco!” (1979: 86).
Su cuarto
libro, La voz que me desvela (1965)
es un breviario de confidencias, cósmica intimidad del drama de su vida; en sus
poemas, se yergue un corazón que ilumina la sombría noche. Obra de
versificación desnuda, sin retórica, se ciñe su poesía a sus vivencias, que
abrigan su vital impulso apasionado. Reflexionar será para la autora otra forma
de sentir, y viceversa, de ahí que el discurso metapoético albergue en muchas
composiciones un especial protagonismo. Juan Sosa Suárez, por su parte, expone
al respecto que
Chona Madera es una poetisa cuyos manaderos radican
en su corazón. Un amor hacia todo lo creado; una pena de sí misma; un temblor
por todo lo que nace y muere; una piedad maravillosa por todo lo bendito y
humilde: […] y, coronando todas esas excelencias, una melancolía por todo lo
perdido y deseado: […] (1965: 5).
Como decimos, la poesía es la verdadera
protagonista: estamos ante una sincera visión de la literatura como el otro
camino para vivir. De este modo, en “Oh esta ilusión amigos” la conciencia
metapoética aflora de manera más clara; por momentos nos recuerda a los
primeros poemarios de Pedro Salinas: “Cuántas
veces, cuartilla, tú y yo a solas, / blanca cuartilla, en voluntad de entrega”
(1979: 126). En el verso se funden la pasión interior y la circunstancia
exterior; es culmen, pues en ella “volcando
voy lo que en mí es esencia”. Tenemos aquí una auténtica confesión: “El día que involuntariamente me haya ido /
(involuntaria ha de ser mi ausencia / porque profundamente amo la vida / a
pesar de sufrirse tanto en ella) (1979: 126)”. La poesía es el legado
hacia los otros, la huella de su paso por el mundo, el árbol que siembra y
germina en cada verso; en la palabra cristalizan las ausencias. En la lectura,
la que hacen los otros, germina la emoción de sus silencios. La palabra roza el
silencio de las cosas y hace brotar su alma quebradiza, el eco de su presencia.
En la misma línea se encuentra la composición “Hasta que tú no eres poco
somos”: frente al árbol, aferrado a la tierra, están las “alas”, la ilusión, la
imaginación, la poesía a la que se aferra el yo poético que es una forma de
liberación, sonoro silencio desbocado. El “corazón alado” es símbolo de unión entre el alma (interior) y el
cuerpo (circunstancia); por tanto, es esencia de la sensibilidad humana. El
corazón al ponerse sobre los objetos –y los recuerdos– ilumina su esencia, los
hace únicos. La poesía es una forma de posesión, otra forma de sentir la vida
en plenitud: “pronunciando palabras nuevas,
distintas, / alumbradas desde lo más profundo; / desde el más entrañado
"yo" / hasta allí aprisionado […]” (1979: 128).
En muchos poemas, el amor es puente entre vida y
literatura, y esta orientación es la que puede apreciarse en “No, no seas de
ceniza…”: la ausencia del ser amado produce, en lo más recóndito, un vacío, el
del corazón ausente; el amor es el eje que todo lo transforma, como el mar.
Vivir es evocar el paso por el mundo, sintiendo el alma del orbe en cada
latido, en caso paso. El corazón es la infancia, el eterno niño soñador, y las
herramientas del lenguaje poético, como el dialogismo, son el soporte con el que
poeta lleva a buen puerto el análisis introspectivo de su dolor, de su vacío
amoroso: “Aunque tu gran amor llévalo dentro. Si quieres / como una enorme
herida / en la carne, inefable, de misterio; / en esa donde siempre brota / y
nadie sabe cómo le fue surgiendo” (1979: 131).
En Los contados instantes (1967 y publicado
en 1973), el retorno a lo diario, a lo cotidiano nuevamente la une, dos décadas
después, con Alonso Quesada; Chona Madera logra captar nuestra atención como
lectores gracias a lo inesperado de su dictum poético, pues en su lírica lo formal queda relegado a la
emoción. En opinión de Gracián Quijano, su poesía está llena de vida, “esa vida que únicamente puede dar quien está
llena de humanas vivencias, de concesiones íntimas, de acentos elegíacos”
(1967: 20).
Este
libro, título de marcado signo temporal, recoge una cita de
Salinas, una de las referencias escriturales de Chona Madera, como hemos
referenciado con anterioridad: el dolor es la “última forma de amar”.[8]
Esos Contados instantes son los
momentos selectos que ha vivido con su familia, con su amor, con sus amistades,
como el poema titulado “A Deli Gessdmann de Calleja, ilustre austriaca con el dolor que supone la
última presencia”, que se encuentra en el apartado del libro titulado
“Elegías” (1979: 152-153). En el hecho de recordar la autora constata que “todo
es distinto al volver…” (1979: 141), pues el tiempo queda ausente, y es la
conciencia humana la que quema, la que convierte en carne propia los
hechos vividos. Ese doloroso proceso de búsqueda en su interior da como
resultado un verso que queda marcado por un aire más reflexivo, en el que la
emoción queda contenida, en suspenso. Dentro de esta orientación, propia de una
obra de mayor madurez, se ubican composiciones en las que la autora se muestra
esperanzada por alcanzar un mundo sin luchas, sin odio, en el que la
fraternidad entre iguales encuentre su punto culminante: “¿Por qué, Señor, por
qué en la tierra el odio / desde que el hombre fue, posó su planta? / A veces
oscura luz habítale los ojos / y como ves, no es como esperabas” (1979: 142).
Con esta misma orientación podemos leer algunas de las composiciones de la
parte “Aspectos” de este libro, en el que la autora critica los prejuicios
sociales. Como ya habíamos apuntado más arriba, el corte realista de su
escritura se va acrecentando, y su poesía, a la par que reflexiva, va
adquiriendo ácidos tonos críticos con la sociedad de su tiempo y,
especialmente, con determinados comportamientos que toman lo aparente como
definidor.
Continuada señal (1970) supone una prolongación del libro anterior; este
libro está escrito desde Málaga, localidad a la que se traslada para vivir con
una de sus hermanas, la cual vive allí. La tonalidad religiosa es la que
construye la seguridad del hallazgo. Esta poesía religiosa toca emocionada las
cosas para sentir el impulso cotidiano de Dios. Amar las cosas, como amar a
Dios, es la forma de conocerlo; sentir es otra forma de conocer (así, también,
en Bécquer). También recordar, superponer planos temporales a través de un
prisma emocional, es una manera de comprender el momento presente: revivir lo
vivido da vida y sentido a la existencia. Para Belarmino, pseudónimo del poeta
Juan Sosa Suárez, los versos de este libro forman “poemas hondos, melancólicos, algunos elegíacos, nostálgicos,
informalistas y sencillos” (1970: 15). Anota las posibles influencias de
poetas anteriores como Bécquer o Machado.
Con las referencias literarias que
aparecen al principio de Continuada señal (1970), la
autora deja constancia de que la poesía debe dibujar la imagen del tiempo o,
dicho de otro modo, su esplendor. Muchas composiciones abordan temas iterativos
en toda su obra como los de la madre, el amor o el recuerdo, que siguen siendo
los elementos temáticos centrales; a estos hay que agregar los poemas dedicados
a otras personalidades, generalmente poetas y amistades de juventud, como los
dedicados a los escritores Luis Benítez Inglott, Esperanza Vernetta, Fernando
González o a pintores como Francisco Moreno Navarro, Antonio Domínguez de Haro
o Yolanda Graziani. Un claro ejemplo de esto último es el poema dedicado “Al
escultor Antonio Leiva” (1979: 213), en el que el verso parece prosa, se hace
casi interminable; así, con la lectura, la mirada juega, se expande en el verso
como lo haría ante cualquier cuadro o escultura. “Espíritu”, “imaginación”,
“perfección”, “transparencia” son conceptos recurrentes cuando la mirada de la
poeta se posa en la obra de estos otros creadores, y muestran, una vez más, su
clara conciencia metapoética. El uso de una versificación más larga acentuará
sobremanera el corte reflexivo de este penúltimo poemario, a la par que pondrá
en liza sus cualidades sentenciosas y metafísicas.
Justamente esta preocupación por el propio acto de
escribir aflora en “Cuando deje de ser…”, poema en el que la escritura se
plantea como una necesidad vital, una herramienta para sentir cómo el alma se
posa en las cosas para penetrar en su belleza o para palpar la emoción del alma
de los otros; la poeta desea parar los instantes que condensan con plenitud
cómo ella siente la vida en movimiento, y la poesía es el medio para ello.
Chona Madera es cazadora de instantes fugaces de felicidad, de recuerdos: “Cuanta en el mundo es –como nada ambiciono /
en exclusiva–, / la conceptúo mío; me pertenece, / por ese amor que puse en
toda cosa / y en continuado desvelo crece y crece” (1979: 168). Se
penetra en el alma de las cosas mirándolas con amor, y es ese mismo amor el que
vertebra la composición “Yo sé que hay otros como yo…”: la palabra poética
representa el punto de encuentro entre el yo y los que han sido; es agitadora
de silencios, adalid de esperanzas (“Perdonadme
los que aún nada sabéis / de estas conversaciones con los muertos”, 1979: 170).
Precisamente
la memoria de los otros que se hace presente en el acto de escribir toma
protagonismo en “Como las olas del océano”: la imaginación remueve las
emociones, las convierte en palabra soñadora que transita gracias a ese sostén
que es la esperanza. La imaginación saca de la fría memoria los recuerdos, y la
palabra poética permite a la poeta transitar por las cosas, por los hechos, por los
recuerdos, dialogar con todos ellos, hacerlos presente. Así, la imaginación no
es vía de escape, sino arma de escrutinio para atraparlo todo y, tamizándolo
por el dolor, sentir la nostalgia –la belleza– en que el tiempo las ha
abrazado: “Y aunque jamás de olvido hemos sabido / (somos todo recuerdo) / esta
llaga de dolor –desde hace tanto– / dejaría de sangrar si una sonrisa / en mi
interior brillara / por un tiempo” (1979: 169-170). El recuerdo queda iluminado
en la palabra poética, como en “Tan solo eso…”: “El recuerdo hacia el muerto es ‘su presencia’. / Es su lenguaje. Seguir
su palabra oyendo” (1979: 174). El recuerdo es la mirada interior,
abrigo del tiempo, de los instantes. El dolor restaña las heridas del tiempo y
tamiza la palabra poética, surtidor de presencias, tierno diálogo con el alma
de lo que fue. En este sentido, escribir se plantea, también, como otra forma
de llorar, como en “Hasta donde los ojos del espíritu alcanzan…”: “Pero inevitablemente pasa el tiempo —ese crisol / que todo
lo depura, porque mirando viene, / desde lejos—. Y ya, bien; colocando ‘peanas’
/ o quitando, fija, asegura valores / que, por ‘la opinión’, / andaban aún
dispersos” (1979: 177-178). El calor del dolor cicatriza las
heridas que ha dejado el tiempo, en el que el acto de recordar ahuyenta la
tristeza. En este proceso interno, algunos elementos naturales como el mar, en
el caso de “He de dejar de verte…”, que aparece como puerta, como lugar de
tránsito; el oleaje marino, con sus vaivenes, sintetiza muy bien el movimiento
interior de la autora para rescatar las presencias significativas de su vida a
través de los recuerdos: “Mas antes que
eso sea, he de decirte, mar, / mi agradecimiento, / por el alborozo con que me
llenaste el corazón / en tantas veces, / al regreso de mis hermanos, después de
la obligada ausencia, / en la que iban creciendo en años y saberes” (1979:
186-187).
Ciertamente, la añoranza del mar insular en el poema
“A ti que así te quejas…” es el punto de partida para, de manera sentenciosa,
expresar que “El tiempo es un modo de conocer la pena” (1979: 180). En el
fondo, la esperanza de la autora se concreta a través de elementos simbólicos
como el mar, cuya remembranza atrae recuerdos que le permiten dejar a flote su
sentido vitalista de la existencia: “Pensándolo
bien, cada día, con solo ver la luz / sería, como para que fuéramos dichosos”.
También en “Y, acaso…, en el más alto…”: “Cómo me gusta la vida / (que es de lo que ‘ella’ no entiende / ni
entenderá mientras viva) […]. / Qué
más que nadie yo sé / que solo vivo de sueños: / […]” (1979: 183-184). El
uso de paréntesis parece aquí remedar en la escritura el diálogo que el “yo”
poético establece consigo mismo. En este sentido, y como ya hemos mencionado
con anterioridad, la memoria es la mano que acaricia la vida, los recuerdos, y
se alza como puente, como equilibrio, como en el caso de “La casa dejada”,
donde se hace evidente el tránsito por el tiempo, que todo lo depura y cambia.
La palabra poética es una forma de recuperar esa memoria regeneradora que “enfermó de silencios, de tristeza, de
soledad tan honda” (1979: 187).
En su último poemario, el lenguaje poético se alza como el otro
adalid de la trayectoria vital de la autora: escribir es ser, y ser en la
escritura es el culmen de la existencia. Mi otra palabra (1977) es, también, el título de la primera
composición, que se presenta a modo de poema-preámbulo:
el verso, la poesía se yergue sólidamente como utensilio para edificar los ecos
de su soledad, el vaivén de su nostálgica melancolía, los emocionados arrebatos
de su pasión, los rojos colores de su frenesí amoroso, que también será amor a
los otros, como en el caso de “Que será de aquel hombre en tanto tiempo…”
(1979: 237-238), donde la poeta siente que ella misma se perpetúa en el amor a
los otros; de ahí la esperanza en los seres humanos buenos, en la amistad: “(‘Oh, esta piedad del hombre ante su especie’. / Aun en
medio de tiempo tan amargo, / hombres así, / jamás se les cansa la esperanza)” ( 1979: 237). En otras ocasiones, como ocurre en
“Canción de la molinera del mejor trigo”, Chona Madera imita las canciones con
estribillo medievales, por su sinceridad y hondura, en las que tópicos como los
del trigo, la flor (juventud, belleza) y su relación con el tema amoroso le
ayudan a enhebrar poéticamente el desasosiego que le ha producido perder a
muchos seres queridos, especialmente a quien fue su primer y único amor
(precisamente a él va dedicado este diario). No es, así, extraño que, como en
los libros anteriores, la fe religiosa se encarame como elemento dador de paz y
sosiego, a la par que como atalaya para analizar serenamente su paso por la
vida y como única certeza, como acaece en “Aunque el silencio insista”: “En verdad, en principio, / solo hemos sido
sueño. / ¿Qué es nuestra levadura sino un sueño de Dios?” (1979: 233).
Escribir es –y ha sido– conocer y reconocerse. Este es libro de despedida, de
confesión de un destino plagado de fríos ecos y hondos vacíos abrazados por una
tibia ternura.
Conclusiones
El
verso ha sido en toda la obra de Chona Madera puente para dialogar con el
recuerdo que dejaron tanto sus seres más allegados como su espacio de vida
natal, la isla. La autora hace un recorrido por los auténticos caminos que ha
transitado en su poesía: el tiempo, la resignación como respuesta serena al
dolor y a las ausencias, el recuerdo, la pasión por Dios como dador de la
palabra y, en ocasiones, única realidad cierta para convertir en emoción las
cenizas de su existencia. Precisamente la actitud vitalista de la autora
cristaliza en el hecho poético a través del dialogismo como medio para entender
y aceptar la vida tal y como viene, caminando con la mirada puesta en
horizontes de esperanza. Justamente es este dialogismo que establece consigo
misma la principal vía que le permite describir, primero, y ahondar, después,
en las posibilidades del lenguaje poético y en la impronta vital que supone
profundizar y reflexionar en los propios entresijos de su quehacer literario
para volcar toda su existencia en una palabra que tiembla y que se tiñe por
entero de un intenso color emocional.
Así, pues, la urdimbre de la lírica de Chona Madera
arraiga en temas cotidianos y es profundamente humana. Es una poeta pasional
que teje sus poemas con elementos temáticos como la insularidad y el
aislamiento que esta conlleva, o como la religiosidad, que es camino para
explicar y sentir intensamente la vida; pero es el marcado carácter existencial
de su obra el que le otorga singularidad, con una voz propia que se aleja de
clichés y de marcos preestablecidos que puedan constreñir su labor creativa, su
palabra en libertad. Creemos que estos son algunos de los rasgos que pueden
ayudar a establecer un esbozo de las claves líricas de Chona Madera, cuya obra
necesita, con urgencia, una reedición actualizada y, como en el caso de tantas
mujeres escritoras, una atención crítica que ayude a reflotar su palabra
silenciada.
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Esta obra está bajo una licencia internacional Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0.
[1] El autor de Manantiales en la ruta le dedica un
poema (“[Tu de amor le quisiste: de amistad le quería]”), de su poemario Ofrendas a la nada (1949), publicado por la revista de
poesía Halcón.
[2] Sus Obras
completas, preparadas por el profesor Sebastián de la Nuez Caballero, se
editaron en 1979, un año antes del fallecimiento de la autora; salvo una breve
antología de su obra, publicada por ediciones Idea en 2003, ninguna otra
fuente editorial puede con una necesaria edición actualizada de su labor poética.
Justamente, emplearemos la edición aquí citada para las referencias que
realicemos en este estudio.
[3]
El
Eco de Canarias, La Tarde, El Día, Mujeres en la isla, suplemento del Diario de Las Palmas, Mensaje,
Alisio, Gánigo, Halcón, Poesía Hispánica, Alaluz, Poesía Española, Caracola, Cuadernos
del Ágora son algunas de estas
publicaciones.
[4] Decimos “la
mayor parte” pues dejaremos conscientemente de lado su primer poemario, El
volcado silencio, al que ya se le ha dedicado un estudio monográfico
(2018).
[5] La noción de
“a-isla-do” hemos de recordar que la introduce Unamuno en el prólogo que
preparó del primer libro poético de Rafael Romero Quesada (Alonso Quesada),
titulado El lino de los sueños (1915).
[6] Le dedica el
poema “Sin alarde”, de Mi presencia más
clara (1955).
[7] Estas citas
son las siguientes: “El fondo poético es el fondo de la propia vida” (W.
Goethe); la de Vicente Huidobro es esta: “Que el verso sea como una llave / que
abre mil puertas” (1979: 69).
[8] La cita
completa es la siguiente: “No quiero que te vayas dolor / última forma de amar”
(1979: 141).