Teatro y ucronía en la España del siglo XIX[1]

Theatre and Uchronia in 19th Century Spain

 

 

 

Carlos Ferrera Cuesta

Universidad Autónoma de Madrid

 

josecarlos.ferrera@uam.es

https://orcid.org/0000-0002-8456-9418

Recibido: 09/12/2022

Aceptado: 23/03/2023

 

Resumen

Este artículo aborda el papel desempeñado por la ucronía en el teatro español del siglo XIX. En ese siglo se vivieron en España con ansiedad los problemas para construir la nación a causa de la inestabilidad social y política. Dentro del liberalismo se buscaron las causas de aquel fracaso en el pasado. Se idealizó la Edad Media, como una época de libertad, truncada por la intolerancia religiosa y el absolutismo político de la Edad Moderna. El teatro en aquella centuria fue uno de los lugares principales de ocio, pero también de educación de la gente. Allí se exhibió un discurso liberal a partir de obras históricas. Muchas de ellas miraron hacia el pasado y sugirieron una historia alternativa donde se superaban los errores del desarrollo histórico del país.

Palabras clave: Ucronía, teatro, siglo XIX, liberalismo, drama histórico.

 

Abstract

This article focuses on the role played by uchronia in the 19th Century Spanish theatre. Difficulties in nation-building process, due to social and political unrest, were underwent with anxiety. Within the liberalism causes of that failure were looked for in the past. Middle Ages were idealized as a period of freedom, broken by the religious intolerance and the political absolutism. Theatre in that century was one of the main places to leisure, but also to educate people. A liberal speech was displayed there from the historical plays. Many of them looked backward to the past, suggesting an alternate history where loads of mistakes throughout the historical development of the country were overcome.

Keywords: Uchronia, Theatre, 19th Century, Liberalism, Historical Drama.

 

 

Introducción

 

Etimológicamente el neologismo ucronía, acuñado por Charles Renouvier en su obra del mismo nombre de 1876 (Renouvier, 2019), remite a una indefinición temporal. Si la utopía significa el “no lugar”, ucronía es literalmente el “no tiempo”. Parece indudable que la ucronía guarda una relación con aquella, al presentar una realidad mejor, existente solo fuera del transcurso histórico en que el lector se mueve. Esto puede expresar dos situaciones diferentes: bien la sociedad retratada se sitúa en el futuro; bien se modifica el desarrollo histórico conocido en un momento dado y eso altera el transcurso posterior. Esa modificación se realiza mediante un contrafactual que abre la puerta a plantear la cuestión de qué hubiera pasado si una cosa que no pasó hubiera ocurrido. L´an 2440, rêve s´il en fut jamais de Louis Sébastien Mercier de la Rivière, publicada en 1771, fue uno de los ejemplos pioneros y más significativos de la primera variante; la obra de Renouvier lo fue de la segunda.[2]

Ha existido una amplia discusión en la historiografía sobre la validez de usar los contrafactuales en la investigación histórica.[3] En este artículo partimos de su utilidad, aunque no es momento de enumerar todas sus virtualidades. Simplemente, nos centraremos en su papel como termómetro emocional de cada época; es decir, valoraremos cómo los contrafactuales y lo ucrónico reflejaron y reflejan las ansiedades, temores y esperanzas en un momento histórico.

Este texto no abordará construcciones de futuro, sino únicamente historias alternativas elaboradas en textos teatrales a lo largo del siglo XIX. En esa centuria el teatro gozó de gran predicamento como instrumento de ocio. Simultáneamente, se le atribuyó un notable poder a la hora de educar moralmente a la población, al presentar comportamientos adecuados o no y las consecuencias de ellos. Ya en el siglo XVIII los ilustrados defendieron que su desarrollo era una cuestión de salud pública que debía interesar a todo Estado. Jovellanos (1812) lo consideró el espectáculo más influente porque atendía a los sentimientos. No obstante, albergaba peligros, porque, si bien podía educar, también tenía la capacidad de corromper. Por ese motivo, la autoridad debía velar por la calidad de los textos y de la representación. Tales opiniones persistieron en el siglo siguiente cuando los frecuentes lamentos acerca de la crisis del teatro descansaron en la denuncia de que el valor educativo de las obras quedaba subordinado al mero entretenimiento.

 

 

Fisuras en la construcción de la idea de nación en el siglo XIX

 

Con la Ilustración se impuso una visión del tiempo lineal, a través del cual la humanidad avanzaba por un camino de progreso. Sin embargo, persistió también una concepción temporal circular, según la cual determinados procesos se repetían con gran similitud. Esa circularidad alumbró posiciones reaccionarias que miraron a pasados idealizados a los que se quería retornar; aunque, también estuvo presente en los partidarios del principio del progreso, como ocurrió con los liberales, quienes fusionaron ambas ideas.[4]

En general, el nacionalismo, y el liberal decimonónico no fue una excepción, ha albergado un componente utópico innegable, al afirmar la armonía de una comunidad, basada en una supuesta homogeneidad, que habita un espacio con un significado, también sin fisuras. El relato del desenvolvimiento de la nación ha conectado el pasado, el presente y el futuro, algo especialmente relevante en aquellas naciones que no han logrado construir un estado o donde se ha percibido que ese estado nación ha padecido una situación de inferioridad respecto a sus vecinos.[5]

La trama histórica nacionalista parte de un pasado glorioso, un presente de decadencia que puede alumbrar un futuro resplandeciente en que se recupere el vigor de antaño y la nación se regenere (Levinger y Lytle, 2001). Como puede comprobarse para el siglo XIX, este relato compartió las dos visiones temporales indicadas anteriormente: por un lado, la idea de un tiempo que avanzaba a un futuro mejor se mantenía; sin embargo, se compaginaba con una circularidad, patente en los progresos y decadencias relatadas. En ese transcurso cobraba un significado clave el momento en que se producía el punto de inflexión; es decir, aquel en que se trastocaba la pujanza inicial y se iniciaba la decadencia que alcanzaba la época contemporánea.

            El nacionalismo español del siglo XIX se inscribió en ese marco narrativo. A lo largo de la centuria el sentimiento de decadencia fue persistente. El siglo se había inaugurado con la pérdida de las posesiones americanas; la inestabilidad política había sido una constante en un país asolado por guerras civiles y pronunciamientos militares;[6] finalmente, el estancamiento económico y el atraso en la industrialización resultaba innegable, en comparación con los logros de las naciones vecinas. La situación presente contrastaba de forma negativa con lo que supuesta fortaleza existente a finales de la Edad Media. Prácticamente todas las corrientes políticas coincidieron en situar el momento de plenitud en las postrimerías de la Edad Media. Por ejemplo, el republicano federal Pi y Margall (1851: I, 69-70) resaltó la brillantez del periodo en que habían terminado las guerras contra los musulmanes, los monarcas se habían impuesto a la nobleza, la literatura dramática y la ciencia habían florecido y se había afianzado el sentimiento nacional.

Las postrimerías de la Edad Media fueron elogiadas por todas las tendencias liberales de la época, imbuidas de espíritu romántico. Los más conservadores, ligados al liberalismo doctrinario y ejemplificados en la influyente Historia general de España de Modesto Lafuente, iniciada en 1850, recuperaron el pasado visigodo, cuando se habían asentado los dos pilares de la nacionalidad española: la monarquía y el catolicismo. El alejamiento de esos ideales había propiciado la invasión musulmana que, a su vez, había dado paso, dentro de esa visión cíclica, señalada anteriormente, a la Reconquista. La recuperación de los valores perdidos alumbró la época de mayor apogeo de España. Este había culminado con el reinado de los Reyes Católicos. En particular, Lafuente ensalzó a la reina Isabel, de la que afirmó su carácter providencial y el haber recuperado el vigor de una nación moribunda. Asimismo, estableció claros paralelismos entre ella e Isabel II, pues ambas habían consolidado un régimen de libertades. El análisis del periodo Habsburgo fue ambivalente. Por ejemplo, Lafuente elogió a Carlos V a Felipe II por su defensa de la fe católica, aunque lamentó su política exterior, con frecuencia ajena a los intereses nacionales (López Vela, 2004). Por su parte, sus sucesores del siglo XVII (Felipe III, Felipe IV y Carlos II) fueron denigrados por su incapacidad de gobernar. El liberalismo conservador vivió angustiado por el miedo a la decadencia nacional, buscó alternativas ejemplares en el pasado y, con frecuencia, las encontró en monarcas.

Por su parte, el pensamiento progresista, en el que podemos incluir al liberalismo decimonónico más radical, incluido el republicanismo, encontró referentes en los ilustrados del siglo XVIII. Se forjó en los sucesivos exilios por lo que también fue deudor de trabajos, como el ensayo del francés Duverine Cuadro histórico de las clases y espíritu de reforma política en España (1840: XIII). Ese autor situó el origen de la decadencia española en el advenimiento de los Habsburgo. Su monarquía había traído la intolerancia religiosa y el despotismo. Había agotado la economía y frenado todo tipo de modernización científica o administrativa. Esto último había quedado patente en la centralización, que entraba en contradicción con la tradición del poder municipal castellano: un referente histórico para progresistas y republicanos, partidarios de la descentralización del poder local.

Los progresistas construyeron una historia alternativa que apuntaba a situaciones en que las cosas podían haber ocurrido de otra manera y alumbrado una realidad mejor. Sus protagonistas constituían un ejemplo a recuperar para inspirar la acción presente y alcanzar un futuro superior. Tres momentos adquirieron categoría mítica dentro de la visión de aquel grupo político: la revuelta de las Comunidades de Castilla en el siglo XVI; los fueros medievales, sustentados sobre un supuesto pacto entre monarquía y nación y respetuosos de la diversidad regional frente al predominio castellano; y la invención de Al Ándalus como espacio de tolerancia similar a la sociedad liberal futura que se pretendía construir (Torrecilla, 2016).

El objetivo de esa elaboración fue responder a las acusaciones de antipatriotas, procedentes de los sectores reaccionarios, constatando que el liberalismo tenía una raíz hispana y no había sido importado del exterior. La esencia de la nación residía en un pueblo impulsado por un anhelo de libertad, que resistía a todo intento de dominación, como demostraban una sucesión de figuras que iban desde los numantinos del siglo I a.C., opuestos al poder de Roma, a los comuneros del siglo XVI enfrentados a Carlos V, pasando por Pelayo y su resistencia en el siglo VIII contra los musulmanes. Tal idea no era ajena al liberalismo más moderado, pero existieron recelos hacia la movilización del pueblo, siempre proclive, en su opinión, a dejarse embaucar por líderes demagogos y a comportase de forma anárquica. Por el contrario, para los progresistas ese pueblo se había dotado de instituciones representativas en la Edad Media, como las Cortes o los concejos, que constituían el antecedente del régimen constitucional.

No obstante, la aspiración de libertad no se circunscribía a un momento o sitio determinados, sino que se extendía a casi todos los periodos históricos y a todos los lugares de la geografía nacional, incluido el territorio americano. Así se expresó en la obra Pizarro el Conquistador (1859) de Manzano y Oliver. Ambientada en el Perú del siglo XVI, trastocaba los conflictos entre los conquistadores y la Corona con un relato alternativo, donde tenían presencia los franceses, quienes conspiraban para conseguir la separación del territorio de España. Pese a protestar de lealtad, Pizarro se rebelaba contra el rey de España, empujado por las “gentes sencillas” que querían ver sus fueros y libertades respetados. Entre sus partidarios estaban los antiguos incas, a quienes había “enseñado el cristianismo”. Traicionado por algunos de los suyos sufría una muerte romántica en el patíbulo, en vez de ser asesinado en un golpe palaciego, como ocurrió en realidad.

La mirada al pasado contenía fuertes dosis de nostalgia, lo que potenciaba una aproximación ucrónica más o menos implícita. Era fácil suponer qué hubiera pasado si Pizarro hubiese impuesto su gobierno de libertad e integración entre españoles y americanos o si los comuneros hubiesen vencido a Carlos V en Villalar en 1516. La nostalgia conllevaba una fuerte carga emocional lo que convirtió al teatro en un género especialmente propicio a la hora de abordar el asunto.

 

 

El drama histórico

 

La literatura del siglo XIX estuvo ligada a la construcción de la nación y el teatro no fue una excepción. Resultó sintomático que tras el triunfo del liberalismo se aprobase un Real decreto bajo la Regencia de María Cristina por el que se creaba la Escuela de Música y Arte Declamatorio con el objetivo de conseguir actores mejor preparados. Tal medida se inscribió en el proceso de nacionalización del teatro (Álvarez Barrientos, 2019: 405-414), como quedó demostrado al exigirse a los aspirantes unos buenos conocimientos de la historia del país. Asimismo, la conexión entre teatro y política liberal fue clara en muchos dramaturgos, como Martínez de la Rosa, Gil y Zárate o el duque de Rivas, quienes desempeñaron cargos políticos en el régimen liberal.

El recurso a la historia como tema teatral no era nuevo. En las décadas anteriores habían proliferado las tragedias de corte neoclásico, ambientadas en periodos de la historia española y, en muchos casos, con rasgos propios del Romanticismo. Sin embargo, no fue hasta la década de 1830, con el triunfo del régimen liberal en España, cuando surgió un drama histórico que adoptó sin ambages la estética romántica (Caldera, 2001). En las obras aparecieron rasgos, como la conflictividad del hombre con el medio, consigo mismo o con su historia, la vivencia angustiosa del tiempo y la problemática del amor imposible, algo lacerante al respirarse un clima de anhelo de libertad. El recurrir a temas históricos respondió al intento de lograr verosimilitud más que un conocimiento veraz del pasado (Ribao, 1999: 16). En realidad, los dramaturgos no tuvieron reparo en trastocar los hechos muchas veces, como hemos indicado, con el objeto de crear realidades alternativas más halagüeñas. El juego temporal, basado en la idea de circularidad, se acentuó porque las obras se poblaron de alusiones a la política del momento. De esa forma era, por un lado, más fácil escapar de la censura y, por otra parte, desde una óptica ucrónica se acrecentaba la carga emocional en el espectador. Se establecía una conexión entre pasado y presente que el público reconocía con facilidad. Surgía una nueva oportunidad de enmendar yerros pasados y de alcanzar un futuro mejor.[7]

Martínez de la Rosa defendió en 1830 el drama histórico por útil y entretenido, destacó que cuadraba con la naturaleza del pueblo español “emprendedor, avezado y deseoso de hazañas” (Martínez de la Rosa, 1971: 284). En los veinte años siguientes el género tuvo una gran presencia en las tablas, si bien conoció transformaciones. Entre las décadas de 1840 y 1850 se vació de pretensiones metafísicas sobre el destino del hombre, se alejó de los modelos franceses y los buscó en consonancia con el proyecto nacionalizador en el teatro del Siglo de Oro español; asimismo, se esforzó por cuidar más la ambientación histórica y por ofrecer un mayor contenido moral a fin de mostrar ejemplos para el presente (Penas Varela, 2003).

            La Historia de España, que se fue consolidando como disciplina académica a lo largo del siglo, ofreció numerosos temas capaces de sugerir distintas posibilidades. Como decíamos, los autores más conservadores tuvieron predilección por la figura de los monarcas, exitosos o no, a los que cargaron con virtudes y de un protagonismo antifrancés. Fue el caso de El zapatero y el rey (1840) de José Zorrilla, escrita en un momento en que se censuraban las tentativas extranjeras, procedentes particularmente del país vecino, de buscar un consorte para Isabel II que respondiera a sus intereses.

            La obra, que cosechó un gran éxito de público, abordaba el personaje del rey Pedro I de Castilla. Este monarca había pasado a la historia con el sobrenombre de El Cruel por la influencia de la crónica de Pedro Pérez de Ayala, partidario de su rival Enrique de Trastámara durante la guerra civil acaecida en su reinado. Sin embargo, en el siglo XIX despertó mucha controversia. Los historiadores más liberales lo consideraron un antecesor de la democracia por haberse apoyado en aquel conflicto en las ciudades frente a la nobleza, alineada con los Trastámara. Los historiadores conservadores censuraron sus métodos de gobierno, pero lo elogiaron por reforzar el poder monárquico.

            Zorrilla lo presentó como un héroe romántico que se comportaba con honor frente a sus enemigos. Asimismo, el amor ocupaba un lugar central, pues el rey se enamoraba de una mujer del pueblo, pero debía abandonarla para anteponer sus deberes de gobernante. Zorrilla defendió un nacionalismo basado en la tradición. Sin duda, la pieza era un recordatorio de los males de la guerra civil y de los intereses extranjeros en fomentarla. Además, el rey representaba los rasgos españoles de belicosidad, generosidad y religiosidad, cuyo debilitamiento por la acción hipócrita de los extranjeros y quienes los apoyaban había precipitado la decadencia general (Sánchez, 2007). Por tanto, es fácil intuir el contrafactual implícito en el texto. Si Pedro hubiese ganado la guerra, los valores del país se habrían mantenido sólidos y se hubiera evitado su degradación.

            El mensaje era un claro aviso a la nueva monarca Isabel II y a su entorno; similar al recogido en la obra Isabel La Católica (1850) de Tomás Rodríguez Rubí. Hemos señalado el paralelismo que se estableció entre las dos reinas en el siglo XIX. En el caso de Rodríguez Rubí quedó explícito en la dedicatoria a Isabel II, introducida al comienzo del texto. Isabel I aparecía como modelo de reina que había recogido un país en decadencia y lo había convertido en un gran imperio. La reina había destacado por su piedad y caridad y por gobernar de forma maternal; no obstante, se había impuesto a su marido cuando el interés de España podía verse en entredicho, como había ocurrido con el rechazo de Fernando El Católico a promover la empresa de Colón. Incluso la obra sugería un lazo sentimental con Gonzalo Fernández de Córdoba que, por supuesto no tenía consecuencias; una cuestión de relevancia para una monarca, como Isabel II, que no mantuvo la lealtad conyugal. En suma, la obra de Rodríguez Rubí presentaba el camino para recuperar la grandeza y avisaba de las consecuencias de no hacerlo.

            Como señalábamos, los progresistas se detuvieron, especialmente, en tres momentos a la hora de determinar posibles alternativas al desarrollo histórico español: la guerra de los comuneros, el devenir de los fueros y Al Ándalus.

El mito de los comuneros como luchadores por la libertad contra el despotismo había surgido en el siglo XVIII. Adquirió peso en el Trienio liberal (1820-23) dentro de la estrategia de los liberales para esquivar las acusaciones de afrancesados, procedentes de los absolutistas. La acción comunera mostraba que el amor a la libertad de los liberales había nacido en suelo español (Torrecilla, 2016: 106).

            La derrota comunera marcaba un punto de inflexión en la historia española. Con la victoria de Carlos V había desaparecido cualquier límite a su acción exterior guerrera que al final arruinaba a Castilla y al resto de España. Asimismo, había supuesto el triunfo del absolutismo contra una tradición de libertad basada en los fueros y la autonomía municipal. Así lo había corroborado al inicio de la centuria Quintana en el romance El panteón del Escorial (1805), en donde Felipe II justificaba haber matado a su hijo Carlos por mantener su imperio en armonía. Sin embargo, los espectros de sus sucesores evidenciaban lo falso de ese argumento pues el reino había caído finalmente en la decadencia y la corrupción. En un momento del poema aparecía el propio Carlos V, quien confirmaba que el origen de aquellos males provenía de haber aplastado a los comuneros. A partir de ahí era fácil entender la nostalgia por lo que pudo ser si estos hubiesen triunfado. Un futuro reforzado en la representación por la presencia de unos héroes llenos de honor y amor a la libertad.

Durante la Guerra de la Independencia el mito comunero adquirió tintes xenófobos antifranceses. Así ocurrió con La viuda de Padilla, una tragedia neoclásica, de Martínez de la Rosa, estrenada en Cádiz durante el asedio de los franceses. El personaje principal era María Pacheco, quien se empeñaba en resistir en Toledo, pese a ser abandonada por todos, tras la derrota de los comuneros en la batalla de Villalar y la muerte de su esposo Juan Padilla. Su actuación era pasiva, pues en realidad solo podía rendirse o morir; simplemente se convertía en un gesto simbólico de defensa de la moralidad. Como indicaba en una de sus intervenciones, el dilema “ya no era muerte o libertad sino muerte o infamia” (Martínez de la Rosa, 1820: 37). Cumplía así las expectativas de una construcción de género en la que la mujer se equiparaba a la nación, como un ente frágil y cargado de valores, requerido de la defensa de sus ciudadanos. Asimismo, el mensaje de la obra destilaba un poderoso contrafactual: si el pueblo hubiese estado unido y si los aragoneses hubiesen apoyado a los castellanos las libertades no hubieran sido cercenadas.

El mito sirvió también en algunos casos para combatir la identificación de Castilla con la nación española, que acabaría siendo hegemónica en el liberalismo español por su papel central en la unificación territorial y por la citada tradición de libertades medievales. Por ejemplo, Romero Alpuente en El grito de la razón (1808) apeló a lo ventajoso de que Aragón se hubiese impuesto a Castilla, porque se habrían extendido por el país figuras limitadoras del poder, como el Justicia Mayor o las cortes. Algo similar ocurrió con José Marchena o Martínez Marina (Torrecilla, 2016: 136). Algunos liberales defendieron un modelo más celoso de la pluralidad existente en el país, frente a la uniformización impuesta tras la derrota comunera. Fue el caso de Víctor Balaguer, autor de Juan de Padilla (1847), donde la defensa de los fueros y la libertad, junto al sueño de una nación más igualitaria, se convertían en una causa unitaria y española frente a los extranjeros.

Este punto de vista convirtió la figura del Justicia Mayor Juan Lanuza, ejecutado por orden de Felipe II, en otro de los tópicos predilectos del drama histórico liberal, como quedó demostrado en Lanuza (1822). La obra del duque de Rivas obtuvo un gran éxito al estrenarse en pleno Trienio Liberal, un momento de efervescencia en el conflicto entre liberalismo y absolutismo. En sus páginas se reiteraban los lamentos por las divisiones internas de los partidarios de la libertad que, de no haberse producido, habrían propiciado el mantenimiento de la libertad y los fueros. Asimismo, se recriminaba a los castellanos haber olvidado su libertad y permitir que sus soldados llevasen el absolutismo a Aragón. La situación de este rozaba lo distópico. Había desaparecido el antiguo esplendor y solo quedaban recuerdos de glorias e instituciones pasadas. Pese a todo, el pueblo aragonés seguía anhelando su libertad y podía mirar, a su vez, al pasado de Sobrarbe, baluarte de la resistencia contra los musulmanes. Este valle pirenaico se convirtió en un mito de quienes apelaron al papel de Aragón en la construcción de España frente a Castilla, pues supuso minimizar el significado de Covadonga como punto inicial de la Reconquista (Saavedra, 1822: 4,10, 16).

El tema mantuvo su vigencia hasta el periodo del Sexenio democrático (1868-1874), posterior a la Revolución de 1868. Marcos Zapata obtuvo un gran éxito con su drama neorromántico La Capilla de Lanuza (1871). Su triunfo se produjo en un momento revolucionario en que los defensores de la libertad ajustaban cuentas con el pasado, rescatando a héroes liberales que habían sacrificado su vida y servían de ejemplo al presente por su acción y por su optimismo ante la muerte.

Los Habsburgo habían “arrasado naciones y hechos “cautivos a sus pueblos”; primero a los comuneros y luego a Aragón. Habían terminado con la armonía medieval cuando “Sol brillante fue la libertad un tiempo…los reyes con sus coronas, los vasallos con sus fueros, la nobleza con sus timbres y todos formando un cuerpo” (Zapata, 1901: 9). Los resultados para el país habían sido desastrosos, pues habían desaparecido las “almas cívicas” y solo quedaba un “rebaño” y la “mengua de la raza ibera”. No obstante, al final los pueblos “remontaban su vuelo” (Zapata, 1901: 12).

El significado de Aragón como foco alternativo de libertad y españolidad encontró eco en otro momento clave de la historia, propicio a la introducción de contrafactuales. Nos referimos al cambio de dinastía entre los siglos XVII y XVIII, cuando el triunfo de los Borbones había supuesto la eliminación de los fueros de la Corona de Aragón y la centralización.

            Un ejemplo de este enfoque lo encontramos en Españoles sobre todo (1844) del republicano Eusebio Asquerino. La obra cosechó un gran éxito en los años siguientes en todo el país. No obstante, fue con frecuencia prohibida por sus connotaciones antifrancesas y antimonárquicas (Gies, 1996: 194). Por ejemplo, cuando los conspiradores presionaban a Felipe para que abdicase en favor de Carlos de Austria uno de los personajes proclamaba que un rey no podía dar una nación, dado que esta pertenecía al pueblo (Asquerino, 1851: 25).

La historia alternativa transcurría durante la Guerra de Sucesión. Una de las modificaciones consistía en que se ignoraban los enfrentamientos existentes entre diferentes territorios durante el conflicto; es decir, se obviaba el apoyo general al candidato francés en Castilla y al austriaco en Aragón. España estaba sola, porque todas las potencias, incluida Francia, le daban la espalda. Los franceses, frente a lo realmente ocurrido, abandonaban a Felipe V y preferían el triunfo del candidato Carlos de Austria a cambio de apoderarse de los puertos españoles. La instigadora de esta traición era la princesa de Ursinos, ejemplo de los peligros de una mujer que se salía de sus moldes y podía desarrollar una ambición enfermiza.

La posición de Felipe V se salvaba al final por el decidido apoyo de los aragoneses, quienes, se vislumbraba, obtendrían a cambio el respeto a sus fueros. Una nueva alteración, pues es sabido que Aragón apoyó mayoritariamente al candidato austriaco y eso le supuso la pérdida de instituciones y fueros tras la firma del Decreto de Nueva Planta (1707-1716) por Felipe V.

En suma, el mensaje trasmitido era que la unidad de los españoles permitía solventar los problemas nacionales. Como siempre, se podía leer en clave contemporánea, y, en realidad, parte de su éxito residió en las alusiones y los paralelismos existentes con el momento político del momento. Si el trono del recién llegado Felipe V estaba en riesgo por las conspiraciones extranjeras, Isabel II acababa también de acceder al trono y, como decíamos anteriormente, diversas facciones, instigadas por varias potencias extranjeras, maniobraban para elegirle un marido acorde a sus intereses.

            La propuesta recogida en su obra por Asquerino superaba la sumisión del país por intereses foráneos. La unión utópica de los españoles había conseguido cambiar a mejor la historia de comienzos del siglo XVIII. Algo parecido podía ocurrir en el reinado de Isabel II: si los liberales se unían, se lograría el renacimiento nacional y, más aún, la unidad se ampliaría, pues en su texto, el republicano e iberista Asquerino apuntaba la unión con Portugal.

Pocos años antes Gil y Zárate se había aproximado al mismo periodo con una historia alternativa en su drama histórico Carlos II el hechizado (1837). El monarca quedaba retratado de una forma bastante amable, pues aparecía como una persona juiciosa y bondadosa, aunque supersticiosa y atormentada. Lamentaba su infancia en que había sido juguete de cortesanos. La falta de guía le había inclinado a los placeres y, de resultas de ello, había engendrado y abandonado a una hija; algo alternativo a la crónica tradicional que presentaba a un monarca incapaz de tener descendencia, lo que había conducido a la crisis sucesoria del final de la centuria.

La obra presentaba una Corte con facciones, supersticiones y conjuras de los partidarios de entregar la Corona a los Borbones franceses. Entre ellos estaba el confesor del monarca Froilán Díaz (un personaje histórico) que convencía al rey de que estaba endemoniado y lo exorcizaba. Díaz estaba poseído por un amor enfermizo hacia la prometida de uno de los servidores del rey. Al fallar en su intento, buscaba destruir a la pareja y acusaba a la joven de brujería y de ser la causante de la enfermedad del rey. Se daba la circunstancia de que aquella era la hija de Carlos II, quien descubría su origen en la escena final cuando estaba dispuesto a entregarla a la Inquisición. El desenlace era trágico, pues el novio de la joven mataba al confesor; sin embargo, ofrecía un futuro abierto. No quedaba claro si la hija acabaría ajusticiada o si el rey dubitativo se impondría a la Inquisición y sobreviviría dando continuidad a la monarquía.

            La obra logró un gran éxito entre el público liberal, al igual que lo haría en las reposiciones organizadas tras la Revolución de 1868. Reflejaba un clima revolucionario romántico de amores, angustias y anhelos de libertad. Incluso aparecían revueltas populares contra los gobernantes por el precio del pan. El texto llevaba a escena el discurso liberal que achacaba los males de España a los Habsburgo y su sometimiento a la Iglesia y la Inquisición. No obstante, posiblemente su éxito tenía que ver con que las posibilidades del pasado se repetían en el presente y eso abría la puerta a una incertidumbre sobre el futuro del país. El drama atacaba a la Iglesia de 1837, que seguía entrometiéndose en la política con su apoyo al carlismo. Al igual que ocurría con Isabel La Católica, existía un paralelismo entre Carlos II e Isabel II, pues ambos ascendían al trono siendo niños y estaban tutelados por una Regencia y una corte conspirativa.

El creciente escepticismo de los liberales, respecto a un pueblo que en parte apoyaba al carlismo, los animó a revisar una vez más el pasado. En ese sentido, se buscó recuperar la herencia musulmana. La imagen de estos hasta el segundo tercio del siglo XIX había sido negativa, pues se consideró su cultura atrasada y despótica, aunque algunos ilustrados habían valorado su desarrollo científico. La situación cambió con el desarrollo de un arabismo, representado por José Antonio Conde, cuya Historia de la dominación de los árabes en España (1821) modificó radicalmente la imagen. Dicho autor describió la sociedad andalusí como una civilización superior a su contemporánea cristiana, así como a la musulmana de otras regiones.

La condesa de Castilla de Álvarez Cienfuegos, estrenada por primera vez en 1803, tragedia neoclásica, aunque de claras anticipaciones románticas, ya había llevado a escena la idea de una historia alternativa al relato imperante de un enfrentamiento permanente durante la Reconquista. Partía de la historia recogida en una crónica del siglo XII y repetida en otras posteriores. Enamorada del caudillo andalusí Almanzor, la condesa (apodada La traidora) había propiciado la muerte de su esposo Sancho García, gobernante de Castilla. Más tarde intentaba envenenar a su propio hijo por el mismo motivo. La obra de Cienfuegos, sin embargo, alteró la trama con el fin de elogiar a los personajes dispuestos al diálogo. Frente a la política de exterminar a los cristianos, preconizada por el personaje de Muley, Almanzor se inclinaba a firmar la paz con ellos, pues no los consideraba los verdaderos enemigos de los musulmanes, sino que el problema real de estos estribaba en sus divisiones internas. En el campo cristiano se enfrentaban Don Rodrigo, partidario de la paz por el bien del “honor y del pueblo”, quien prefería sacrificar su vida a romper su obligación de respetar la de Almanzor, que en ese momento residía en calidad de embajador en la corte de la condesa. Por el contrario, el hijo de la condesa ambicioso e intolerante anhelaba el conflicto y matar a Almanzor. La condesa, enamorada de este pese a que había asolado Castilla y matado a su propio marido, estaba dispuesta a envenenar a su hijo. Sin embargo, si en el relato tradicional se lo impedía la intervención divina, en la obra era ella misma quien se arrepentía y bebía el veneno destinado a su vástago. La escena acababa con ella muerta y su hijo y amante cogiéndole la mano a cada lado, en lo que era un signo de reconciliación de los enemigos y una historia alternativa al relato de la Reconquista.

            Un ejemplo posterior fue Aben Humeya de Martínez de la Rosa, estrenado durante su exilio en París en 1830. La obra describía la rebelión de los moriscos de las Alpujarras granadinas contra Felipe II. Partía de una situación de opresión contra aquellos, alentada por un catolicismo intolerante por el que se prohibía a los moriscos mantener sus creencias y costumbres. La respuesta era una rebelión sangrienta, dirigida por Aben Humeya, que, aunque triunfaba al principio, se veía pronto desgarrada por las divisiones internas que concluían con la muerte del caudillo rebelde. La trama traslucía la posición política del moderado Martínez de la Rosa en los años 1830. Desde lo que se denominó un “justo medio” se opuso a la reacción absolutista, pero también a la revolución que nunca podía conducir a nada bueno porque el pueblo se dejaba arrastrar por sus pasiones (Martínez de la Rosa, 1861: 143).

El lamento por lo que pudo ser demostraba la presencia implícita de una ucronía. Jo Labanyi (2013) ha insistido en que la obra sugirió la posibilidad de una nación tolerante, frustrada por la intolerancia cristiana y de algunos moriscos. El mismo Martínez de la Rosa lamentaba en el prólogo de la obra que la convivencia de ambas culturas se hubiese truncado con consecuencias desastrosas desde el punto de vista político, así como económico por el carácter industrioso de los moriscos (Martínez de la Rosa, 1861: 94).

Andreu Miralles (2013: 180) ha refutado ese punto de vista. Martínez de la Rosa no anheló un Estado pluricultural, pues compartió con la mayor parte de los liberales la idea de la superioridad de la cultura cristiana y la idealización de la Reconquista por servir a la unificación nacional. No obstante, sí ha reconocido que el autor, al igual que Gil de Zárate o Eugenio Tapia no cuestionaron la unidad cristiana, si bien lamentaron las expulsiones de minorías religiosas.

 

 

Un género inmutable a posibilidades alternativas

 

En el siglo XIX se produjo una conexión clara entre nación y género que resolvió la ambivalencia temporal entre una nación entendida como una comunidad, encaminada a un futuro de progreso, y un ente eterno que hundía sus raíces en el pasado. El hombre, sujeto activo de la historia, representaba lo primero; frente a él, la mujer pasiva ocupaba un lugar atemporal: guardián de valores inmemoriales y representación de la nación (McClintock, 1995: 359). El teatro decimonónico ejerció de vehículo trasmisor de esa visión, al presentar de forma anacrónica a la mujer mediante la extensión a todas las épocas del modelo romántico. Los protagonistas padecieron sus sentimientos de forma obsesiva. Sus amores los sacudieron y acompañaron en sus desgracias cuando eran admitidos socialmente; los arrastraron a la perdición cuando estaban prohibidos, como fue el caso del Froilán de Carlos II el hechizado. La familia nuclear decimonónica adquirió una dimensión eterna. Por ejemplo, Aben Humeya regía una familia patriarcal con una mujer y una hija. Su familia representaba una nación en miniatura. La ofensa a su hija por los cristianos iniciaba la rebelión. El abandono del hogar por el protagonista y el traslado a un palacio como gobernante sellaba su desnaturalización, lo envolvía en intrigas y precipitaba su caída.

Tradicionalmente, la historiografía de género ha hablado de dos esferas. El espacio público quedaba reservado a los hombres y el privado y sentimental a la mujer, donde esta ayudaba al hombre a reponerse de las tensiones de la vida pública. En los últimos años se ha cuestionado su alcance y considerado más una construcción ideal del liberalismo. Por un lado, hubo conexiones entre ambas esferas y las mujeres no estuvieron completamente ausentes de la vida pública; por otro, dentro del liberalismo hubo diferentes posiciones respecto al lugar social de la mujer (Peyrou, 2019).

En cualquier caso, el teatro decimonónico sí incidió en aquella imagen fracturada y tendió a presentar a la mujer como un ángel del hogar, incluso en situaciones que requerían un papel más activo. Así podemos corroborarlo a partir de las obras seleccionadas en este artículo. Sin duda, la Isabel La Católica de Rodríguez Rubí gobernaba y se imponía a su propio esposo. Sin embargo, la obra empezaba con una escena doméstica en la que, mientras su marido atendía asuntos de estado, ella tejía y atendía maternalmente a un paje. A lo largo de la pieza teatral se resaltaban valores femeninos dentro de la óptica del siglo, como la piedad religiosa, o el actuar como una madre con sus súbditos.

            En general, los personajes femeninos eran pasivos. Zoraida, la esposa de Aben Humeya, vislumbraba la perdición de su marido por pretender rebelarse y convertirse en rey. No obstante, no podía más que apelar infructuosamente a aceptar la situación de opresión y a no abandonar su hogar. Como indicábamos, María Pacheco, la viuda de Padilla, sí tomaba decisiones, pero más como símbolo que como agente activo. En ese sentido, su actuación servía para destapar la cobardía de los hombres, incapaces de dar su vida por la libertad. El papel de exhortar al hombre aparecía, también, en la amada de Lanuza en la obra de Marcos Zapata. Cuando este flaqueaba en el patíbulo ella le animaba y anteponía la libertad de Aragón a su amor y le tranquilizaba con la perspectiva de encontrarse en el cielo.

            Cuando la mujer sí tenía poder y alteraba aquel esquema social generaba desastres y pagaba las consecuencias. La condesa de Castilla estaba poseída por un amor histérico y antinatural, pues la empujaba al filicidio. Sin embargo, al final se suicidaba arrepentida y servía dentro del rol femenino para aplacar las discordias públicas. La omnipotente princesa de Ursinos, protagonista femenina de Españoles sobre todo conspiraba como un hombre público. Sin embargo, finalmente sus planes se desbarataban y era castigada.

 

 

Conclusiones

 

En definitiva, la presencia de la ucronía en el teatro estuvo ligada a la percepción de la historia española en el siglo XIX. Un relato de insatisfacciones, oportunidades perdidas y de alternativas fracasadas. En una época en que predominaba una historiografía política, basada en acontecimientos, los contrafactuales se localizaron en momentos de transición, como pudieron ser los cambios dinásticos, las guerras civiles o las expulsiones de minorías. Simultáneamente, la ucronía atendió al presente. Gozó de predicamento en un momento en que la revolución liberal se imponía con dificultades a la sociedad del Antiguo Régimen. De ahí que los textos ucrónicos buscasen similitudes con periodos a los que se atribuyeron rasgos liberales de forma anacrónica: épocas en que imperaba la libertad, la igualdad y una elevada estatura moral. La ansiedad con el presente explicó que el reinado de Isabel II recibiese una atención especial. Una etapa en que parecía consolidarse el régimen liberal, aunque con precariedades que parecían vislumbrar involuciones similares a las del pasado.

El teatro ucrónico fue vástago del nacionalismo. Expresó el anhelo de una unidad armónica y avisó del peligro de las disensiones. En casi todos los casos escogidos estas habían sido causa de la decadencia y del retroceso de la libertad, de la independencia y del esplendor de quienes habían habitado España, fuesen estos musulmanes, comuneros o cortesanos.

 

 

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[1] Este trabajo se ha realizado en el marco del proyecto PID2021-123465NB-I00 del Plan Estatal de Investigación Científica, Técnica y de Innovación (AEI), 2022-2025.

[2] Un contrafactual supone el cambio de un hecho del pasado que modifica el presente y el futuro. El recurso a los contrafactuales alcanzó gran predicamento a partir del siglo XIX en la literatura, la estrategia militar o el derecho; en el siglo XX su uso se ha extendido a la filosofía, las ciencias sociales y la política. Esa realidad modificada puede definirse con el término ucronía o, como es habitual en el mundo anglosajón, con el de Alternate history. Una visión general, en Hellekson (2013) y Gallagher (2018).

[3] Para argumentos favorables al uso de contrafactuales en la Historia, véase Fergusson (1997) y Kaye (2010); una posición contraria, en Evans (2014).

[4] Para las diferentes visiones de tiempo histórico, véase Hartog (2003).

[5] La sensación de fracaso de la nación española fue dominante en el siglo XIX y se ha trasmitido a la historiografía española, que sostuvo de forma mayoritaria el paradigma del fracaso del Estado español a la hora de crear una identidad nacional entre sus habitantes, véase Álvarez Junco (2001); unas posiciones matizadas en los últimos años, en Archilés (2011).

 

[6] Junto a las dos principales guerras carlistas (1833-1839 y 1872-76), se sucedieron revoluciones, como las de 1820, 1835, 1854 o 1868; en cuanto a los pronunciamientos militares, fueron una constante hasta la década de los 80 de la centuria.

[7] Walter Benjamin mostró rasgos similares en el drama barroco alemán. En este caso, la noche, momento propicio a los espectros, era el momento de la suspensión temporal y del Eterno Retorno (Benjamin, 1990:126).