Teatro y ucronía en la España del siglo XIX[1]
Theatre and Uchronia in 19th Century Spain
Carlos Ferrera Cuesta
Universidad Autónoma de Madrid
josecarlos.ferrera@uam.es
https://orcid.org/0000-0002-8456-9418
Recibido: 09/12/2022
Aceptado: 23/03/2023
Resumen
Este artículo aborda el papel
desempeñado por la ucronía en el teatro español del siglo XIX. En ese siglo se
vivieron en España con ansiedad los problemas para construir la nación a causa
de la inestabilidad social y política. Dentro del liberalismo se buscaron las
causas de aquel fracaso en el pasado. Se idealizó la Edad Media, como una época
de libertad, truncada por la intolerancia religiosa y el absolutismo político
de la Edad Moderna. El teatro en aquella centuria fue uno de los lugares
principales de ocio, pero también de educación de la gente. Allí se exhibió un
discurso liberal a partir de obras históricas. Muchas de ellas miraron hacia el
pasado y sugirieron una historia alternativa donde se superaban los errores del
desarrollo histórico del país.
Palabras
clave: Ucronía, teatro, siglo XIX,
liberalismo, drama histórico.
Abstract
This
article focuses on the role played by uchronia in the 19th Century
Spanish theatre. Difficulties in nation-building process, due to social and
political unrest, were underwent with anxiety. Within the liberalism causes of
that failure were looked for in the past. Middle Ages were idealized as a
period of freedom, broken by the religious intolerance and the political
absolutism. Theatre in that century was one of the main places to leisure, but
also to educate people. A liberal speech was displayed there from the
historical plays. Many of them looked backward to the past, suggesting an
alternate history where loads of mistakes throughout the historical development
of the country were overcome.
Keywords: Uchronia, Theatre, 19th Century,
Liberalism, Historical Drama.
Introducción
Etimológicamente el neologismo ucronía,
acuñado por Charles Renouvier en su obra del mismo nombre de 1876 (Renouvier,
2019), remite a una indefinición temporal. Si la utopía significa el “no
lugar”, ucronía es literalmente el “no tiempo”. Parece indudable que la ucronía
guarda una relación con aquella, al presentar una realidad mejor, existente
solo fuera del transcurso histórico en que el lector se mueve. Esto puede
expresar dos situaciones diferentes: bien la sociedad retratada se sitúa en el
futuro; bien se modifica el desarrollo histórico conocido en un momento dado y
eso altera el transcurso posterior. Esa modificación se realiza mediante un
contrafactual que abre la puerta a plantear la cuestión de qué hubiera pasado
si una cosa que no pasó hubiera ocurrido. L´an
2440, rêve s´il en fut jamais de Louis Sébastien Mercier de la
Rivière, publicada en 1771, fue uno de los ejemplos pioneros y más
significativos de la primera variante; la obra de Renouvier lo fue de la
segunda.[2]
Ha existido una
amplia discusión en la historiografía sobre la validez de usar los
contrafactuales en la investigación histórica.[3] En
este artículo partimos de su utilidad, aunque no es momento de enumerar todas
sus virtualidades. Simplemente, nos centraremos en su papel como termómetro
emocional de cada época; es decir, valoraremos cómo los contrafactuales y lo
ucrónico reflejaron y reflejan las ansiedades, temores y esperanzas en un
momento histórico.
Este texto no
abordará construcciones de futuro, sino únicamente historias alternativas
elaboradas en textos teatrales a lo largo del siglo XIX. En esa centuria el
teatro gozó de gran predicamento como instrumento de ocio. Simultáneamente, se
le atribuyó un notable poder a la hora de educar moralmente a la población, al
presentar comportamientos adecuados o no y las consecuencias de ellos. Ya en el
siglo XVIII los ilustrados defendieron que su desarrollo era una cuestión de
salud pública que debía interesar a todo Estado. Jovellanos (1812) lo consideró
el espectáculo más influente porque atendía a los sentimientos. No obstante,
albergaba peligros, porque, si bien podía educar, también tenía la capacidad de
corromper. Por ese motivo, la autoridad debía velar por la calidad de los
textos y de la representación. Tales opiniones persistieron en el siglo
siguiente cuando los frecuentes lamentos acerca de la crisis del teatro
descansaron en la denuncia de que el valor educativo de las obras quedaba
subordinado al mero entretenimiento.
Fisuras en la construcción de la idea
de nación en el siglo XIX
Con la Ilustración se impuso una visión
del tiempo lineal, a través del cual la humanidad avanzaba por un camino de
progreso. Sin embargo, persistió también una concepción temporal circular,
según la cual determinados procesos se repetían con gran similitud. Esa
circularidad alumbró posiciones reaccionarias que miraron a pasados idealizados
a los que se quería retornar; aunque, también estuvo presente en los
partidarios del principio del progreso, como ocurrió con los liberales, quienes
fusionaron ambas ideas.[4]
En general, el
nacionalismo, y el liberal decimonónico no fue una excepción, ha albergado un
componente utópico innegable, al afirmar la armonía de una comunidad, basada en
una supuesta homogeneidad, que habita un espacio con un significado, también
sin fisuras. El relato del desenvolvimiento de la nación ha conectado el
pasado, el presente y el futuro, algo especialmente relevante en aquellas
naciones que no han logrado construir un estado o donde se ha percibido que ese
estado nación ha padecido una situación de inferioridad respecto a sus vecinos.[5]
La trama histórica
nacionalista parte de un pasado glorioso, un presente de decadencia que puede
alumbrar un futuro resplandeciente en que se recupere el vigor de antaño y la
nación se regenere (Levinger y Lytle, 2001). Como puede comprobarse para el
siglo XIX, este relato compartió las dos visiones temporales indicadas anteriormente:
por un lado, la idea de un tiempo que avanzaba a un futuro mejor se mantenía;
sin embargo, se compaginaba con una circularidad, patente en los progresos y
decadencias relatadas. En ese transcurso cobraba un significado clave el
momento en que se producía el punto de inflexión; es decir, aquel en que se
trastocaba la pujanza inicial y se iniciaba la decadencia que alcanzaba la
época contemporánea.
El
nacionalismo español del siglo XIX se inscribió en ese marco narrativo. A lo
largo de la centuria el sentimiento de decadencia fue persistente. El siglo se
había inaugurado con la pérdida de las posesiones americanas; la inestabilidad
política había sido una constante en un país asolado por guerras civiles y
pronunciamientos militares;[6]
finalmente, el estancamiento económico y el atraso en la industrialización
resultaba innegable, en comparación con los logros de las naciones vecinas. La
situación presente contrastaba de forma negativa con lo que supuesta fortaleza
existente a finales de la Edad Media. Prácticamente todas las corrientes
políticas coincidieron en situar el momento de plenitud en las postrimerías de
la Edad Media. Por ejemplo, el republicano federal Pi y Margall (1851: I,
69-70) resaltó la brillantez del periodo en que habían terminado las guerras
contra los musulmanes, los monarcas se habían impuesto a la nobleza, la
literatura dramática y la ciencia habían florecido y se había afianzado el
sentimiento nacional.
Las postrimerías de
la Edad Media fueron elogiadas por todas las tendencias liberales de la época,
imbuidas de espíritu romántico. Los más conservadores, ligados al liberalismo
doctrinario y ejemplificados en la influyente Historia general de España de Modesto Lafuente, iniciada en 1850,
recuperaron el pasado visigodo, cuando se habían asentado los dos pilares de la
nacionalidad española: la monarquía y el catolicismo. El alejamiento de esos
ideales había propiciado la invasión musulmana que, a su vez, había dado paso,
dentro de esa visión cíclica, señalada anteriormente, a la Reconquista. La
recuperación de los valores perdidos alumbró la época de mayor apogeo de
España. Este había culminado con el reinado de los Reyes Católicos. En
particular, Lafuente ensalzó a la reina Isabel, de la que afirmó su carácter
providencial y el haber recuperado el vigor de una nación moribunda. Asimismo,
estableció claros paralelismos entre ella e Isabel II, pues ambas habían
consolidado un régimen de libertades. El análisis del periodo Habsburgo fue
ambivalente. Por ejemplo, Lafuente elogió a Carlos V a Felipe II por su defensa
de la fe católica, aunque lamentó su política exterior, con frecuencia ajena a
los intereses nacionales (López Vela, 2004). Por su parte, sus sucesores del
siglo XVII (Felipe III, Felipe IV y Carlos II) fueron denigrados por su
incapacidad de gobernar. El liberalismo conservador vivió angustiado por el
miedo a la decadencia nacional, buscó alternativas ejemplares en el pasado y,
con frecuencia, las encontró en monarcas.
Por su parte, el
pensamiento progresista, en el que podemos incluir al liberalismo decimonónico
más radical, incluido el republicanismo, encontró referentes en los ilustrados
del siglo XVIII. Se forjó en los sucesivos exilios por lo que también fue deudor
de trabajos, como el ensayo del francés Duverine Cuadro histórico de las clases y espíritu de reforma política en España
(1840: XIII). Ese autor situó el origen de la decadencia española en el
advenimiento de los Habsburgo. Su monarquía había traído la intolerancia
religiosa y el despotismo. Había agotado la economía y frenado todo tipo de
modernización científica o administrativa. Esto último había quedado patente en
la centralización, que entraba en contradicción con la tradición del poder
municipal castellano: un referente histórico para progresistas y republicanos,
partidarios de la descentralización del poder local.
Los progresistas
construyeron una historia alternativa que apuntaba a situaciones en que las
cosas podían haber ocurrido de otra manera y alumbrado una realidad mejor. Sus
protagonistas constituían un ejemplo a recuperar para inspirar la acción
presente y alcanzar un futuro superior. Tres momentos adquirieron categoría
mítica dentro de la visión de aquel grupo político: la revuelta de las
Comunidades de Castilla en el siglo XVI; los fueros medievales, sustentados
sobre un supuesto pacto entre monarquía y nación y respetuosos de la diversidad
regional frente al predominio castellano; y la invención de Al Ándalus como
espacio de tolerancia similar a la sociedad liberal futura que se pretendía
construir (Torrecilla, 2016).
El objetivo de esa
elaboración fue responder a las acusaciones de antipatriotas, procedentes de
los sectores reaccionarios, constatando que el liberalismo tenía una raíz
hispana y no había sido importado del exterior. La esencia de la nación residía
en un pueblo impulsado por un anhelo de libertad, que resistía a todo intento
de dominación, como demostraban una sucesión de figuras que iban desde los
numantinos del siglo I a.C., opuestos al poder de Roma, a los comuneros del
siglo XVI enfrentados a Carlos V, pasando por Pelayo y su resistencia en el
siglo VIII contra los musulmanes. Tal idea no era ajena al liberalismo más
moderado, pero existieron recelos hacia la movilización del pueblo, siempre
proclive, en su opinión, a dejarse embaucar por líderes demagogos y a
comportase de forma anárquica. Por el contrario, para los progresistas ese
pueblo se había dotado de instituciones representativas en la Edad Media, como
las Cortes o los concejos, que constituían el antecedente del régimen
constitucional.
No obstante, la
aspiración de libertad no se circunscribía a un momento o sitio determinados,
sino que se extendía a casi todos los periodos históricos y a todos los lugares
de la geografía nacional, incluido el territorio americano. Así se expresó en
la obra Pizarro el Conquistador
(1859) de Manzano y Oliver. Ambientada en el Perú del siglo XVI,
trastocaba los conflictos entre los conquistadores y la Corona con un relato
alternativo, donde tenían presencia los franceses, quienes conspiraban para
conseguir la separación del territorio de España. Pese a protestar de lealtad,
Pizarro se rebelaba contra el rey de España, empujado por las “gentes
sencillas” que querían ver sus fueros y libertades respetados. Entre sus
partidarios estaban los antiguos incas, a quienes había “enseñado el
cristianismo”. Traicionado por algunos de los suyos sufría una muerte romántica
en el patíbulo, en vez de ser asesinado en un golpe palaciego, como ocurrió en
realidad.
La mirada al pasado
contenía fuertes dosis de nostalgia, lo que potenciaba una aproximación
ucrónica más o menos implícita. Era fácil suponer qué hubiera pasado si Pizarro
hubiese impuesto su gobierno de libertad e integración entre españoles y
americanos o si los comuneros hubiesen vencido a Carlos V en Villalar en 1516.
La nostalgia conllevaba una fuerte carga emocional lo que convirtió al teatro
en un género especialmente propicio a la hora de abordar el asunto.
El
drama histórico
La literatura del siglo XIX estuvo
ligada a la construcción de la nación y el teatro no fue una excepción. Resultó
sintomático que tras el triunfo del liberalismo se aprobase un Real decreto
bajo la Regencia de María Cristina por el que se creaba la Escuela de Música y
Arte Declamatorio con el objetivo de conseguir actores mejor preparados. Tal
medida se inscribió en el proceso de nacionalización del teatro (Álvarez
Barrientos, 2019: 405-414), como quedó demostrado al exigirse a los aspirantes
unos buenos conocimientos de la historia del país. Asimismo, la conexión entre
teatro y política liberal fue clara en muchos dramaturgos, como Martínez de la
Rosa, Gil y Zárate o el duque de Rivas, quienes desempeñaron cargos políticos
en el régimen liberal.
El recurso a la
historia como tema teatral no era nuevo. En las décadas anteriores habían
proliferado las tragedias de corte neoclásico, ambientadas en periodos de la
historia española y, en muchos casos, con rasgos propios del Romanticismo. Sin
embargo, no fue hasta la década de 1830, con el triunfo del régimen liberal en
España, cuando surgió un drama histórico que adoptó sin ambages la estética
romántica (Caldera, 2001). En las obras aparecieron rasgos, como la
conflictividad del hombre con el medio, consigo mismo o con su historia, la
vivencia angustiosa del tiempo y la problemática del amor imposible, algo
lacerante al respirarse un clima de anhelo de libertad. El recurrir a temas
históricos respondió al intento de lograr verosimilitud más que un conocimiento
veraz del pasado (Ribao, 1999: 16). En realidad, los dramaturgos no tuvieron
reparo en trastocar los hechos muchas veces, como hemos indicado, con el objeto
de crear realidades alternativas más halagüeñas. El juego temporal, basado en
la idea de circularidad, se acentuó porque las obras se poblaron de alusiones a
la política del momento. De esa forma era, por un lado, más fácil escapar de la
censura y, por otra parte, desde una óptica ucrónica se acrecentaba la carga
emocional en el espectador. Se establecía una conexión entre pasado y presente
que el público reconocía con facilidad. Surgía una nueva oportunidad de
enmendar yerros pasados y de alcanzar un futuro mejor.[7]
Martínez de la Rosa
defendió en 1830 el drama histórico por útil y entretenido, destacó que
cuadraba con la naturaleza del pueblo español “emprendedor, avezado y deseoso
de hazañas” (Martínez de la Rosa, 1971: 284). En los veinte años siguientes el
género tuvo una gran presencia en las tablas, si bien conoció transformaciones.
Entre las décadas de 1840 y 1850 se vació de pretensiones metafísicas sobre el
destino del hombre, se alejó de los modelos franceses y los buscó en
consonancia con el proyecto nacionalizador en el teatro del Siglo de Oro
español; asimismo, se esforzó por cuidar más la ambientación histórica y por
ofrecer un mayor contenido moral a fin de mostrar ejemplos para el presente
(Penas Varela, 2003).
La
Historia de España, que se fue consolidando como disciplina académica a lo
largo del siglo, ofreció numerosos temas capaces de sugerir distintas
posibilidades. Como decíamos, los autores más conservadores tuvieron
predilección por la figura de los monarcas, exitosos o no, a los que cargaron
con virtudes y de un protagonismo antifrancés. Fue el caso de El zapatero y el rey (1840) de José
Zorrilla, escrita en un momento en que se censuraban las tentativas
extranjeras, procedentes particularmente del país vecino, de buscar un consorte
para Isabel II que respondiera a sus intereses.
La
obra, que cosechó un gran éxito de público, abordaba el personaje del rey Pedro
I de Castilla. Este monarca había pasado a la historia con el sobrenombre de El Cruel por la influencia de la crónica
de Pedro Pérez de Ayala, partidario de su rival Enrique de Trastámara durante
la guerra civil acaecida en su reinado. Sin
embargo, en el siglo XIX despertó mucha controversia. Los historiadores más
liberales lo consideraron un antecesor de la democracia por haberse apoyado en
aquel conflicto en las ciudades frente a la nobleza, alineada con los
Trastámara. Los historiadores conservadores censuraron sus métodos de gobierno,
pero lo elogiaron por reforzar el poder monárquico.
Zorrilla
lo presentó como un héroe romántico que se comportaba con honor frente a sus
enemigos. Asimismo, el amor ocupaba un lugar central, pues el rey se enamoraba
de una mujer del pueblo, pero debía abandonarla para anteponer sus deberes de
gobernante. Zorrilla defendió un nacionalismo basado en la tradición. Sin duda,
la pieza era un recordatorio de los males de la guerra civil y de los intereses
extranjeros en fomentarla. Además, el rey representaba los rasgos españoles de
belicosidad, generosidad y religiosidad, cuyo debilitamiento por la acción
hipócrita de los extranjeros y quienes los apoyaban había precipitado la
decadencia general (Sánchez, 2007). Por tanto, es fácil intuir el contrafactual
implícito en el texto. Si Pedro hubiese ganado la guerra, los valores del país
se habrían mantenido sólidos y se hubiera evitado su degradación.
El
mensaje era un claro aviso a la nueva monarca Isabel II y a su entorno; similar
al recogido en la obra Isabel La Católica
(1850) de Tomás Rodríguez Rubí. Hemos señalado el paralelismo que se
estableció entre las dos reinas en el siglo XIX. En el caso de Rodríguez Rubí
quedó explícito en la dedicatoria a Isabel II, introducida al comienzo del
texto. Isabel I aparecía como modelo de reina que había recogido un país en
decadencia y lo había convertido en un gran imperio. La reina había destacado
por su piedad y caridad y por gobernar de forma maternal; no obstante, se había
impuesto a su marido cuando el interés de España podía verse en entredicho,
como había ocurrido con el rechazo de Fernando El Católico a promover la
empresa de Colón. Incluso la obra sugería un lazo sentimental con Gonzalo
Fernández de Córdoba que, por supuesto no tenía consecuencias; una cuestión de
relevancia para una monarca, como Isabel II, que no mantuvo la lealtad
conyugal. En suma, la obra de Rodríguez Rubí presentaba el camino para
recuperar la grandeza y avisaba de las consecuencias de no hacerlo.
Como
señalábamos, los progresistas se detuvieron, especialmente, en tres momentos a
la hora de determinar posibles alternativas al desarrollo histórico español: la
guerra de los comuneros, el devenir de los fueros y Al Ándalus.
El mito de los
comuneros como luchadores por la libertad contra el despotismo había surgido en
el siglo XVIII. Adquirió peso en el Trienio liberal (1820-23) dentro de la
estrategia de los liberales para esquivar las acusaciones de afrancesados,
procedentes de los absolutistas. La acción comunera mostraba que el amor a la
libertad de los liberales había nacido en suelo español (Torrecilla, 2016:
106).
La
derrota comunera marcaba un punto de inflexión en la historia española. Con la
victoria de Carlos V había desaparecido cualquier límite a su acción exterior
guerrera que al final arruinaba a Castilla y al resto de España. Asimismo,
había supuesto el triunfo del absolutismo contra una tradición de libertad
basada en los fueros y la autonomía municipal. Así lo había corroborado al
inicio de la centuria Quintana en el romance El panteón del Escorial
(1805), en donde Felipe II justificaba haber matado a su hijo Carlos por
mantener su imperio en armonía. Sin embargo, los espectros de sus sucesores
evidenciaban lo falso de ese argumento pues el reino había caído finalmente en
la decadencia y la corrupción. En un momento del poema aparecía el propio
Carlos V, quien confirmaba que el origen de aquellos males provenía de haber
aplastado a los comuneros. A partir de ahí era fácil entender la nostalgia por
lo que pudo ser si estos hubiesen triunfado. Un futuro reforzado en la
representación por la presencia de unos héroes llenos de honor y amor a la
libertad.
Durante la Guerra de
la Independencia el mito comunero adquirió tintes xenófobos antifranceses. Así
ocurrió con La viuda de Padilla, una
tragedia neoclásica, de Martínez de
la Rosa, estrenada en Cádiz durante el asedio de los franceses. El personaje
principal era María Pacheco, quien se empeñaba en resistir en Toledo, pese a
ser abandonada por todos, tras la derrota de los comuneros en la batalla de
Villalar y la muerte de su esposo Juan Padilla. Su actuación era pasiva, pues
en realidad solo podía rendirse o morir; simplemente se convertía en un gesto
simbólico de defensa de la moralidad. Como indicaba en una de sus
intervenciones, el dilema “ya no era muerte o libertad sino muerte o infamia”
(Martínez de la Rosa, 1820: 37). Cumplía así las expectativas de una
construcción de género en la que la mujer se equiparaba a la nación, como un
ente frágil y cargado de valores, requerido de la defensa de sus ciudadanos.
Asimismo, el mensaje de la obra destilaba un poderoso contrafactual: si el
pueblo hubiese estado unido y si los aragoneses hubiesen apoyado a los
castellanos las libertades no hubieran sido cercenadas.
El mito
sirvió también en algunos casos para combatir la identificación de Castilla con
la nación española, que acabaría siendo hegemónica en el liberalismo español
por su papel central en la unificación territorial y por la citada tradición de
libertades medievales. Por ejemplo, Romero Alpuente en El grito de la razón
(1808) apeló a lo ventajoso de que Aragón se hubiese impuesto a Castilla,
porque se habrían extendido por el país figuras limitadoras del poder, como el
Justicia Mayor o las cortes. Algo similar ocurrió con José Marchena o Martínez
Marina (Torrecilla, 2016: 136). Algunos liberales defendieron un modelo más
celoso de la pluralidad existente en el país, frente a la uniformización
impuesta tras la derrota comunera. Fue el caso de Víctor Balaguer, autor de Juan
de Padilla (1847), donde la defensa de los fueros y la libertad, junto al
sueño de una nación más igualitaria, se convertían en una causa unitaria y
española frente a los extranjeros.
Este punto de vista
convirtió la figura del Justicia Mayor Juan Lanuza, ejecutado por orden de
Felipe II, en otro de los tópicos predilectos del drama histórico liberal, como
quedó demostrado en Lanuza
(1822). La obra del duque de Rivas obtuvo un gran éxito al estrenarse en pleno
Trienio Liberal, un momento de efervescencia en el conflicto entre liberalismo
y absolutismo. En sus páginas se reiteraban los lamentos por las divisiones
internas de los partidarios de la libertad que, de no haberse producido, habrían
propiciado el mantenimiento de la libertad y los fueros. Asimismo, se
recriminaba a los castellanos haber olvidado su libertad y permitir que sus
soldados llevasen el absolutismo a Aragón. La situación de este rozaba lo
distópico. Había desaparecido el antiguo esplendor y solo quedaban recuerdos de
glorias e instituciones pasadas. Pese a todo, el pueblo aragonés seguía
anhelando su libertad y podía mirar, a su vez, al pasado de Sobrarbe, baluarte
de la resistencia contra los musulmanes. Este valle pirenaico se convirtió en
un mito de quienes apelaron al papel de Aragón en la construcción de España
frente a Castilla, pues supuso minimizar el significado de Covadonga como punto
inicial de la Reconquista (Saavedra, 1822: 4,10, 16).
El tema mantuvo su vigencia hasta el periodo del Sexenio
democrático (1868-1874), posterior a la Revolución de 1868. Marcos Zapata
obtuvo un gran éxito con su drama neorromántico La Capilla de Lanuza
(1871). Su triunfo se produjo en un momento revolucionario en que los
defensores de la libertad ajustaban cuentas con el pasado, rescatando a héroes
liberales que habían sacrificado su vida y servían de ejemplo al presente por
su acción y por su optimismo ante la muerte.
Los Habsburgo habían “arrasado naciones y hechos “cautivos a
sus pueblos”; primero a los comuneros y luego a Aragón. Habían terminado con la
armonía medieval cuando “Sol brillante fue la libertad un tiempo…los reyes con
sus coronas, los vasallos con sus fueros, la nobleza con sus timbres y todos
formando un cuerpo” (Zapata, 1901: 9). Los resultados para el país habían sido
desastrosos, pues habían desaparecido las “almas cívicas” y solo quedaba un
“rebaño” y la “mengua de la raza ibera”. No obstante, al final los pueblos
“remontaban su vuelo” (Zapata, 1901: 12).
El significado de
Aragón como foco alternativo de libertad y españolidad encontró eco en otro
momento clave de la historia, propicio a la introducción de contrafactuales.
Nos referimos al cambio de dinastía entre los siglos XVII y XVIII, cuando el
triunfo de los Borbones había supuesto la eliminación de los fueros de la
Corona de Aragón y la centralización.
Un
ejemplo de este enfoque lo encontramos en Españoles sobre todo (1844)
del republicano Eusebio Asquerino. La obra cosechó un gran éxito en los años
siguientes en todo el país. No obstante, fue con frecuencia prohibida por sus
connotaciones antifrancesas y antimonárquicas (Gies, 1996: 194). Por ejemplo,
cuando los conspiradores presionaban a Felipe para que abdicase en favor de
Carlos de Austria uno de los personajes proclamaba que un rey no podía dar una
nación, dado que esta pertenecía al pueblo (Asquerino, 1851: 25).
La historia
alternativa transcurría durante la Guerra de Sucesión. Una de las
modificaciones consistía en que se ignoraban los enfrentamientos existentes
entre diferentes territorios durante el conflicto; es decir, se obviaba el
apoyo general al candidato francés en Castilla y al austriaco en Aragón. España
estaba sola, porque todas las potencias, incluida Francia, le daban la espalda.
Los franceses, frente a lo realmente ocurrido, abandonaban a Felipe V y
preferían el triunfo del candidato Carlos de Austria a cambio de apoderarse de
los puertos españoles. La instigadora de esta traición era la princesa de
Ursinos, ejemplo de los peligros de una mujer que se salía de sus moldes y
podía desarrollar una ambición enfermiza.
La posición de
Felipe V se salvaba al final por el decidido apoyo de los aragoneses, quienes,
se vislumbraba, obtendrían a cambio el respeto a sus fueros. Una nueva
alteración, pues es sabido que Aragón apoyó mayoritariamente al candidato
austriaco y eso le supuso la pérdida de instituciones y fueros tras la firma
del Decreto de Nueva Planta (1707-1716) por Felipe V.
En suma, el mensaje
trasmitido era que la unidad de los españoles permitía solventar los problemas
nacionales. Como siempre, se podía leer en clave contemporánea, y, en realidad,
parte de su éxito residió en las alusiones y los paralelismos existentes con el
momento político del momento. Si el trono del recién llegado Felipe V estaba en
riesgo por las conspiraciones extranjeras, Isabel II acababa también de acceder
al trono y, como decíamos anteriormente, diversas facciones, instigadas por
varias potencias extranjeras, maniobraban para elegirle un marido acorde a sus
intereses.
La
propuesta recogida en su obra por Asquerino superaba la sumisión del país por
intereses foráneos. La unión utópica de los españoles había conseguido cambiar
a mejor la historia de comienzos del siglo XVIII. Algo parecido podía ocurrir
en el reinado de Isabel II: si los liberales se unían, se lograría el
renacimiento nacional y, más aún, la unidad se ampliaría, pues en su texto, el
republicano e iberista Asquerino apuntaba la unión con Portugal.
Pocos años antes Gil
y Zárate se había aproximado al mismo periodo con una historia alternativa en
su drama histórico Carlos II el hechizado (1837). El monarca quedaba
retratado de una forma bastante amable, pues aparecía como una persona juiciosa
y bondadosa, aunque supersticiosa y atormentada. Lamentaba su infancia en que
había sido juguete de cortesanos. La falta de guía le había inclinado a los
placeres y, de resultas de ello, había engendrado y abandonado a una hija; algo
alternativo a la crónica tradicional que presentaba a un monarca incapaz de
tener descendencia, lo que había conducido a la crisis sucesoria del final de
la centuria.
La obra presentaba
una Corte con facciones, supersticiones y conjuras de los partidarios de
entregar la Corona a los Borbones franceses. Entre ellos estaba el confesor del
monarca Froilán Díaz (un personaje histórico) que convencía al rey de que
estaba endemoniado y lo exorcizaba. Díaz estaba poseído por un amor enfermizo
hacia la prometida de uno de los servidores del rey. Al fallar en su intento,
buscaba destruir a la pareja y acusaba a la joven de brujería y de ser la
causante de la enfermedad del rey. Se daba la circunstancia de que aquella era
la hija de Carlos II, quien descubría su origen en la escena final cuando
estaba dispuesto a entregarla a la Inquisición. El desenlace era trágico, pues
el novio de la joven mataba al confesor; sin embargo, ofrecía un futuro
abierto. No quedaba claro si la hija acabaría ajusticiada o si el rey
dubitativo se impondría a la Inquisición y sobreviviría dando continuidad a la
monarquía.
La
obra logró un gran éxito entre el público liberal, al igual que lo haría en las
reposiciones organizadas tras la Revolución de 1868. Reflejaba un clima
revolucionario romántico de amores, angustias y anhelos de libertad. Incluso
aparecían revueltas populares contra los gobernantes por el precio del pan. El
texto llevaba a escena el discurso liberal que achacaba los males de España a
los Habsburgo y su sometimiento a la Iglesia y la Inquisición. No obstante,
posiblemente su éxito tenía que ver con que las posibilidades del pasado se
repetían en el presente y eso abría la puerta a una incertidumbre sobre el
futuro del país. El drama atacaba a la Iglesia de 1837, que seguía
entrometiéndose en la política con su apoyo al carlismo. Al igual que ocurría
con Isabel La Católica, existía un paralelismo entre Carlos II e Isabel II,
pues ambos ascendían al trono siendo niños y estaban tutelados por una Regencia
y una corte conspirativa.
El creciente
escepticismo de los liberales, respecto a un pueblo que en parte apoyaba al
carlismo, los animó a revisar una vez más el pasado. En ese sentido, se buscó
recuperar la herencia musulmana. La imagen de estos hasta el segundo tercio del
siglo XIX había sido negativa, pues se consideró su cultura atrasada y
despótica, aunque algunos ilustrados habían valorado su desarrollo científico.
La situación cambió con el desarrollo de un arabismo, representado por José
Antonio Conde, cuya Historia de la dominación
de los árabes en España (1821) modificó
radicalmente la imagen. Dicho autor describió la sociedad andalusí como una
civilización superior a su contemporánea cristiana, así como a la musulmana de
otras regiones.
La condesa de Castilla de
Álvarez Cienfuegos, estrenada por
primera vez en 1803, tragedia neoclásica, aunque de claras anticipaciones
románticas, ya había llevado a escena la idea de una historia alternativa al
relato imperante de un enfrentamiento permanente durante la Reconquista. Partía
de la historia recogida en una crónica del siglo XII y repetida en otras
posteriores. Enamorada del caudillo andalusí Almanzor, la condesa (apodada La traidora) había propiciado la muerte
de su esposo Sancho García, gobernante de Castilla. Más tarde intentaba envenenar
a su propio hijo por el mismo motivo. La obra de Cienfuegos, sin embargo,
alteró la trama con el fin de elogiar a los personajes dispuestos al diálogo.
Frente a la política de exterminar a los cristianos, preconizada por el
personaje de Muley, Almanzor se inclinaba a firmar la paz con ellos, pues no
los consideraba los verdaderos enemigos de los musulmanes, sino que el problema
real de estos estribaba en sus divisiones internas. En el campo cristiano se
enfrentaban Don Rodrigo, partidario de la paz por el bien del “honor y del
pueblo”, quien prefería sacrificar su vida a romper su obligación de respetar
la de Almanzor, que en ese momento residía en calidad de embajador en la corte
de la condesa. Por el contrario, el hijo de la condesa ambicioso e intolerante
anhelaba el conflicto y matar a Almanzor. La condesa, enamorada de este pese a
que había asolado Castilla y matado a su propio marido, estaba dispuesta a
envenenar a su hijo. Sin embargo, si en el relato tradicional se lo impedía la
intervención divina, en la obra era ella misma quien se arrepentía y bebía el
veneno destinado a su vástago. La escena acababa con ella muerta y su hijo y
amante cogiéndole la mano a cada lado, en lo que era un signo de reconciliación
de los enemigos y una historia alternativa al relato de la Reconquista.
Un ejemplo posterior fue Aben Humeya de Martínez de la Rosa,
estrenado durante su exilio en París en 1830. La obra describía la rebelión de
los moriscos de las Alpujarras granadinas contra Felipe II. Partía de una
situación de opresión contra aquellos, alentada por un catolicismo intolerante
por el que se prohibía a los moriscos mantener sus creencias y costumbres. La
respuesta era una rebelión sangrienta, dirigida por Aben Humeya, que, aunque
triunfaba al principio, se veía pronto desgarrada por las divisiones internas
que concluían con la muerte del caudillo rebelde. La trama traslucía la
posición política del moderado Martínez de la Rosa en los años 1830. Desde lo
que se denominó un “justo medio” se opuso a la reacción absolutista, pero
también a la revolución que nunca podía conducir a nada bueno porque el pueblo
se dejaba arrastrar por sus pasiones (Martínez de la Rosa, 1861: 143).
El lamento por lo
que pudo ser demostraba la presencia implícita de una ucronía. Jo Labanyi
(2013) ha insistido en que la obra sugirió la posibilidad de una nación
tolerante, frustrada por la intolerancia cristiana y de algunos moriscos. El
mismo Martínez de la Rosa lamentaba en el prólogo de la obra que la convivencia
de ambas culturas se hubiese truncado con consecuencias desastrosas desde el
punto de vista político, así como económico por el carácter industrioso de los
moriscos (Martínez de la Rosa, 1861: 94).
Andreu Miralles
(2013: 180) ha refutado ese punto de vista. Martínez de la Rosa no anheló un
Estado pluricultural, pues compartió con la mayor parte de los liberales la
idea de la superioridad de la cultura cristiana y la idealización de la
Reconquista por servir a la unificación nacional. No obstante, sí ha reconocido
que el autor, al igual que Gil de Zárate o Eugenio Tapia no cuestionaron la
unidad cristiana, si bien lamentaron las expulsiones de minorías religiosas.
Un
género inmutable a posibilidades alternativas
En el siglo XIX se produjo una conexión
clara entre nación y género que resolvió la ambivalencia temporal entre una
nación entendida como una comunidad, encaminada a un futuro de progreso, y un
ente eterno que hundía sus raíces en el pasado. El hombre, sujeto activo de la
historia, representaba lo primero; frente a él, la mujer pasiva ocupaba un
lugar atemporal: guardián de valores inmemoriales y representación de la nación
(McClintock, 1995: 359). El teatro decimonónico ejerció de vehículo trasmisor
de esa visión, al presentar de forma anacrónica a la mujer mediante la
extensión a todas las épocas del modelo romántico. Los protagonistas padecieron
sus sentimientos de forma obsesiva. Sus amores los sacudieron y acompañaron en
sus desgracias cuando eran admitidos socialmente; los arrastraron a la
perdición cuando estaban prohibidos, como fue el caso del Froilán de Carlos II el hechizado. La familia
nuclear decimonónica adquirió una dimensión eterna. Por ejemplo, Aben Humeya
regía una familia patriarcal con una mujer y una hija. Su familia representaba
una nación en miniatura. La ofensa a su hija por los cristianos iniciaba la
rebelión. El abandono del hogar por el protagonista y el traslado a un palacio
como gobernante sellaba su desnaturalización, lo envolvía en intrigas y
precipitaba su caída.
Tradicionalmente, la
historiografía de género ha hablado de dos esferas. El espacio público quedaba
reservado a los hombres y el privado y sentimental a la mujer, donde esta
ayudaba al hombre a reponerse de las tensiones de la vida pública. En los
últimos años se ha cuestionado su alcance y considerado más una construcción
ideal del liberalismo. Por un lado, hubo conexiones entre ambas esferas y las
mujeres no estuvieron completamente ausentes de la vida pública; por otro,
dentro del liberalismo hubo diferentes posiciones respecto al lugar social de
la mujer (Peyrou, 2019).
En cualquier caso,
el teatro decimonónico sí incidió en aquella imagen fracturada y tendió a
presentar a la mujer como un ángel del hogar, incluso en situaciones que
requerían un papel más activo. Así podemos corroborarlo a partir de las obras
seleccionadas en este artículo. Sin duda, la Isabel La Católica de Rodríguez
Rubí gobernaba y se imponía a su propio esposo. Sin embargo, la obra empezaba
con una escena doméstica en la que, mientras su marido atendía asuntos de
estado, ella tejía y atendía maternalmente a un paje. A lo largo de la pieza
teatral se resaltaban valores femeninos dentro de la óptica del siglo, como la
piedad religiosa, o el actuar como una madre con sus súbditos.
En
general, los personajes femeninos eran pasivos. Zoraida, la esposa de Aben
Humeya, vislumbraba la perdición de su marido por pretender rebelarse y
convertirse en rey. No obstante, no podía más que apelar infructuosamente a
aceptar la situación de opresión y a no abandonar su hogar. Como indicábamos,
María Pacheco, la viuda de Padilla, sí tomaba decisiones, pero más como símbolo
que como agente activo. En ese sentido, su actuación servía para destapar la
cobardía de los hombres, incapaces de dar su vida por la libertad. El papel de
exhortar al hombre aparecía, también, en la amada de Lanuza en la obra de
Marcos Zapata. Cuando este flaqueaba en el patíbulo ella le animaba y anteponía
la libertad de Aragón a su amor y le tranquilizaba con la perspectiva de
encontrarse en el cielo.
Cuando
la mujer sí tenía poder y alteraba aquel esquema social generaba desastres y
pagaba las consecuencias. La condesa de Castilla estaba poseída por un amor
histérico y antinatural, pues la empujaba al filicidio. Sin embargo, al final
se suicidaba arrepentida y servía dentro del rol femenino para aplacar las
discordias públicas. La omnipotente princesa de Ursinos, protagonista femenina
de Españoles sobre todo conspiraba
como un hombre público. Sin embargo, finalmente sus planes se desbarataban y
era castigada.
Conclusiones
En definitiva, la presencia de la
ucronía en el teatro estuvo ligada a la percepción de la historia española en
el siglo XIX. Un relato de insatisfacciones, oportunidades perdidas y de
alternativas fracasadas. En una época en que predominaba una historiografía
política, basada en acontecimientos, los contrafactuales se localizaron en
momentos de transición, como pudieron ser los cambios dinásticos, las guerras
civiles o las expulsiones de minorías. Simultáneamente, la ucronía atendió al
presente. Gozó de predicamento en un momento en que la revolución liberal se
imponía con dificultades a la sociedad del Antiguo Régimen. De ahí que los
textos ucrónicos buscasen similitudes con periodos a los que se atribuyeron
rasgos liberales de forma anacrónica: épocas en que imperaba la libertad, la
igualdad y una elevada estatura moral. La ansiedad con el presente explicó que
el reinado de Isabel II recibiese una atención especial. Una etapa en que
parecía consolidarse el régimen liberal, aunque con precariedades que parecían
vislumbrar involuciones similares a las del pasado.
El teatro ucrónico
fue vástago del nacionalismo. Expresó el anhelo de una unidad armónica y avisó
del peligro de las disensiones. En casi todos los casos escogidos estas habían
sido causa de la decadencia y del retroceso de la libertad, de la independencia
y del esplendor de quienes habían habitado España, fuesen estos musulmanes,
comuneros o cortesanos.
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Esta obra está bajo una licencia
internacional Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0.
[1] Este trabajo se ha realizado en el marco del proyecto
PID2021-123465NB-I00 del Plan Estatal de Investigación Científica, Técnica y de
Innovación (AEI), 2022-2025.
[2] Un
contrafactual supone el cambio de un hecho del pasado que modifica el presente
y el futuro. El recurso a los contrafactuales alcanzó gran predicamento a
partir del siglo XIX en la literatura, la estrategia militar o el derecho; en
el siglo XX su uso se ha extendido a la filosofía, las ciencias sociales y la
política. Esa realidad modificada puede definirse con el término ucronía o,
como es habitual en el mundo anglosajón, con el de Alternate history. Una visión general, en Hellekson (2013) y
Gallagher (2018).
[3] Para
argumentos favorables al uso de contrafactuales en la Historia, véase Fergusson
(1997) y Kaye (2010); una posición contraria, en Evans (2014).
[4] Para las
diferentes visiones de tiempo histórico, véase Hartog (2003).
[5] La sensación
de fracaso de la nación española fue dominante en el siglo XIX y se ha
trasmitido a la historiografía española, que sostuvo de forma mayoritaria el
paradigma del fracaso del Estado español a la hora de crear una identidad
nacional entre sus habitantes, véase Álvarez Junco (2001); unas posiciones
matizadas en los últimos años, en Archilés (2011).
[6] Junto a las dos principales guerras carlistas (1833-1839 y
1872-76), se sucedieron revoluciones, como las de 1820, 1835, 1854 o 1868; en
cuanto a los pronunciamientos militares, fueron una constante hasta la década
de los 80 de la centuria.
[7] Walter
Benjamin mostró rasgos similares en el drama barroco alemán. En este caso, la
noche, momento propicio a los espectros, era el momento de la suspensión
temporal y del Eterno Retorno (Benjamin, 1990:126).