Los que vivimos. Reapropación crítica del pensamiento reaccionario de Ayn Rand

We the Living. Critical Re-appropriation of Ayn Rand’s Reactionary Thought

Antonio FLORES LEDESMA

Universidad de Granada, España

a.floresledesma[at]gmail.com

Impossibilia. Revista Internacional de Estudios Literarios. ISSN 2174-2464. No. 23 (mayo 2022). Miscelánea. Páginas 178-200. Artículo recibido 18 febrero 2022, aceptado 29 abril 2022, publicado 30 mayo 2022

Resumen: El presente trabajo pretende indagar en la relación entre la literatura reaccionaria, la literatura comprometida con posturas conservadoras o de derechas, con la ideología y las políticas de la derecha acerca de la mercantilización del espacio y el tiempo a partir de la primera novela de Ayn Rand, Los que vivimos. Para ello se parte de la idea de crítica como mediadora, como disciplina que pone en comunicación la obra con su tiempo y con el presente y nos permite hacer política con algo que en principio se puede alejar de los ideales del público lector. Tras esto se realiza un análisis crítico de la novela y sus temas para, por último, observar las figuras que propone desde una perspectiva diferente a la intención de la autora.

Palabras clave: crítica, reacción, Ayn Rand, ideología, literatura

Abstract: This work aims to investigate the relationship between reactionary literature, the committed literature with conservatives or political right positions, with the ideology and policies of the right about commodification of space and time from Ayn Rand’s first novel, We the living. To do this, we start from the idea of critique as a mediator, as a discipline that puts the work in communication with its time and with the present and allows us to do politics with something that in principle can move away from the ideals of the reader. After this, a critical analysis of the novel and its themes is carried out to finally observe the figures it proposes from a different perspective than the author's intention.

Keywords: critique, reaction, Ayn Rand, ideology, literature





La Gran Mediadora

“La historia de la literatura está llena de escritores cuyo pensamiento era rigurosamente contrario al sentido y estructura de su obra”, dice Lucien Goldmann. A lo que añade “no hay nada de absurdo en la idea de un escritor o un poeta que no capta la significación objetiva de sus propias obras” (apud Steiner, 2003: 357-360). Se puede pensar en Honoré de Balzac leído por Karl Marx (Fernández Buey, 1984) o el Lev Tolstoi de Vladímir Ilich Lenin (1976: 44). La fuerza de la afirmación de Goldmann se encuentra en la segunda parte: una vez que la obra es presentada ante el público, el artista pasa a ser un comentarista más. Las obras de Balzac y de Tolstoi dicen con exactitud lo que ellos pretendían, pero también dicen otras cosas. Es el “enigma” de la obra de arte en Theodor W. Adorno (1971: 162), o de "misterio" en Northrop Frye (1977: 121).

Balzac era un monárquico conservador que, al exponer sus críticas al régimen liberal, deja a la vista de forma no intencionada espacios no explorados de opresión al naciente proletariado de inicios del siglo xix. Así lo leerá Marx, pero sobre todo Friedrich Engels, el verdadero ideólogo de la Tendenzroman o Tendenzliteratur, literatura de tesis o programática (Engels, 2003: 232; Steiner, 2003: 346). Desde la propuesta definitoria de la ideología —Sie wissen das nicht, aber sie tun es, “ellos no saben lo que hacen, pero lo hacen” (Marx, 1975: 90)—, el artista no sabe lo que hace aunque lo haga con una virtud desmedida, y son otros quienes deben discernir su obra. Para Engels, la tendencia presente en la obra intencionalmente, muestra tanto sus fortalezas como sus debilidades, y en este espacio que se abre de fondo surgen comentarios no previstos por quien escribe. Así, la crítica de Lenin a los críticos liberales de Tolstoi se encuentra en ese espacio entre un autor comprometido con el tradicionalismo campesino y un “progresismo burgués”, como una forma de apropiación para la causa emancipadora socialista.

Otro ejemplo es la lectura de Georg Lukács de la literatura moderna, en especial de Kafka, y su relación con el realismo. Para Lukács, bajo los términos de realismo como revolución en el contenido más que en la forma, Kafka no operaba como (buena) literatura porque su código se alejaba por completo de la comprensión del mundo. Era fantasía vacía, brillante en su técnica, pero vacía, en consonancia con el resto del “arte decadente moderno” (Lukács, 1963: 45). Su postura, sin embargo, se vio matizada tras una experiencia vital de importancia: tras la breve revolución húngara de 1956, Lukács fue apresado por los soviéticos por su participación en el gobierno de Nagy. Junto a otros presos fue montado en un camión, encapuchado; nadie les decía qué pasaría con ellos, no sabían dónde estaban. Cuando Lukács puede hablar con sus compañeros dice: “así que Kafka tenía razón” (Magris, 1998: 177). No cambia su postura acerca del escritor praguense, pero abre un espacio de reflexión diferente, en este caso, no esperado por su lector.

Hay artistas que, sin saberlo, producen obras de arte comprometidas. La crítica, aunque ha de ser tendenciosa —dice Steiner (1990: 98), poco sospechoso de afinidad totalitaria—, cuando hace alarde de una “apropiación reinterpretativa”, tiende a falsear las obras de manera interesada. Entonces, ¿qué hacer con las obras abierta y tendenciosamente reaccionarias? Desde un marco conceptual “progresista” tienden a ser desechadas; o, en todo caso, se busca recoger lo aprovechable de su crítica al poder, como hacen Marx y Lenin con Balzac y Tolstoi respectivamente. El objetivo de la crítica no sería este. El objetivo es dejar que las obras reaccionarias sigan siendo reaccionarias; dejar que, en términos adornianos, alumbren su verdad, y que, como lectores comprometidos, seamos fieles a la contradicción de que una obra pueda ser, a la par, reaccionaria y emancipadora. Aquí es dónde la crítica juega su mano.

Todo lo político en el arte no pasa a través de la política, sino a través de la crítica. La crítica es la Gran Mediadora, porque es una disciplina parásita, que sólo produce conocimiento desde las obras de otros (Steiner, 1990: 109). Lo político del arte no se traduce de forma inmediata a praxis: es una mediación que necesita de mediadores. Esto devuelve a las palabras de Goldmann, y permite establecer una división en el mundo del arte que aúna unidad y multiplicidad. En su autonomía, el arte dice y hace sus cosas en su ámbito sin que pueda ser violado; pero, al mismo tiempo, como exégesis o herejía, se interpreta porque está en el mundo, porque se ha hecho por y para el mundo. Esta es una enmienda política a Adorno, quien no aprobaría que hiciéramos lecturas del arte si no son de su forma, y sin enunciar afirmativamente.

Es una situación delicada en torno al papel de la crítica y la verdad del arte. La crítica asevera, produce conocimiento, pero no verifica, porque es histórica, no es “ciencia”. El progreso es acumulativo sincrónico, no diacrónico. En este sentido, aludiendo de nuevo a Steiner, una crítica del siglo xviii tiene la misma validez que una actual, aunque no nos resulte satisfactoria (1990: 97). Esto es bueno, porque la crítica no cancela la historia; necesita al arte como anfitrión de su parasitaje para seguir diciendo cosas, y requiere de la memoria en un sentido fuerte para avanzar. El objetivo de juzgar la literatura reaccionaria desde la perspectiva de la crítica ideológica de forma no tendenciosa (es decir, sin dejarse llevar por las exigencias, valga la redundancia, ideológicas de tendencia marxista donde nace la crítica), busca sacar aquello que se encuentra como verdad en la obra que no forma parte de la intención subjetiva de, en este caso, la autora. En palabras de Adorno, es rastrear la “praxis objetiva” de la obra —que éste sitúa en el espacio del “compromiso” de la obra de arte (1971: 321)—, qué dicen los objetos culturales a pesar de la intención de quien lo produzca. La elección de la novela Los que vivimos para este fin no es baladí: Ayn Rand (San Petersburgo, 1905-Nueva York, 1982), en su opera prima, ofrece un espacio interesante para desarrollar el modelo, pues funciona de forma similar que los citados casos de Balzac y Tolstoi. Allí donde se critica el autoritarismo y el comunismo aparecen elementos de los principios de la “reacción randiana” que suponen un espacio de crítica sostenible a sus propios principios. No se trata de perdonar los compromisos de la autora, sino, al contrario, de exprimirlos para, en sus contradicciones, expresar todo el abanico de juicios políticos que aparecen en la obra y que resultan relevantes para pensar el presente.

Ayn Rand o la vida

La reacción se define no tanto desde una oposición al progreso como desde una posición de “vanguardia”, que es la que de manera tradicional ha definido la reacción. La reacción puede ser tanto conservadora como progresista, pero siempre en relación a una ruptura del “orden histórico” como orden natural (Bobbio, 1995: 78). Desde el marco de la crítica ideológica —marxista y, por lo tanto, comprometida con valores políticos y sociales de la izquierda— Ayn Rand puede ser señalada como reacción porque su propuesta “objetivista”, en sintonía con el libertarianismo estadounidense, se sitúa en frente de la vanguardia de izquierdas, representada para ella por el comunismo, como una ruptura del orden natural. Su defensa del individualismo, basada en una lectura centrada en el egoísmo de la naturaleza humana y del progreso histórico enfocado en ese aspecto (el egoísmo como virtud motora del progreso), choca contra la perspectiva colectiva y cooperativa que manifiesta la izquierda política occidental. La declaración de Rand como reaccionaria es funcional a la auto-definición de la izquierda como vanguardia, en concreto desde una postura marxista, ideología de la cual Rand era enemiga declarada —algo que aparece en Los que vivimos de forma más explícita que en el resto de sus obras (Gladstein, 1999: 35)—. Rand establece un “orden natural” progresista egoísta e individualista en relación con el viejo conservadurismo parasitario de las élites gobernantes feudales, aunque sigue siendo conservadora. Este equilibrio la convierte en una rara avis literaria, puesto que sus propuestas rupturistas encajan con naturalidad en el sistema vigente. Esto engarza con la idea de Lukács expuesta en el prólogo de 1962 a su juvenil Teoría de la novela, acerca de que nuestra ética es de izquierdas —en un sentido vulgar progresista—, pero nuestra epistemología sigue siendo de derechas (2016: 50). Tal vez para Lukács la lectura de Rand fuera imposible, mientras que para quienes están en esa contradicción, conscientes o no de ella, se inserta sin problemas en el “sentido común”.

Dentro del pensamiento de Ayn Rand, la factura de esta primera novela todavía es imperfecta en la exposición de las ideas, algo que, en parte, radica en su fuerte componente autobiográfico. Este hecho se complica si se tiene en cuenta que la edición disponible al público sea de 1959,1 edición en la cual depuró su pensamiento inicial, mucho más cercano al irracionalismo nietzscheano, para acercar la novela al ya incipiente objetivismo (Merrill, 1991: 33 y ss.). Esto lleva a que, tanto entonces como ahora, su lectura pueda ser confusa. Los que vivimos gira en torno a su crítica del autoritarismo, representado aquí por el comunismo soviético. Rand muestra un panorama que se acerca más a un rechazo del presente que califica de “dictatorial” que a una crítica al comunismo —bajo el tema “Man against the State” y la “sanctity of human life”, en sus propias palabras (1996: xiii)—. Es la historia de un grupo de personas que tiene que adaptarse a un nuevo estado de cosas (un nuevo orden natural), y cómo se adapta. Pero Rand se dio cuenta de que el régimen soviético fue, al menos al principio, algo más que un mero trasvase de poder. A pesar de que se mantuviera el estado policial y el burocratismo zarista —elementos típicos en la literatura rusa muy claros en la novela—, había algo genuino en la toma del poder de los soviets. Es a esto nuevo inesperado e indefinido, que todavía está gestándose, a lo que los protagonistas se tienen que ir acomodando sobre la marcha, con mejor o peor suerte. Es una historia dramática de injusticias contra el comunismo soviético. Pero Rand va más allá. La misma situación podría trasladarse a la Rusia zarista, a la Italia fascista y a la Alemania nazi (Rand, 1996: xiii). Las pequeñas historias de la escritora rusa funcionan desde el plano emocional, pero falla al querer manifestar su teoría filosófica de fondo. Todo ello con una historia central de triángulo amoroso típicamente rusa entre la protagonista Kira Argunova, hija de burgueses, Leo Kovalensky, aristócrata hijo de un almirante zarista, y Andrei Taganov, obrero héroe de la Revolución.

Hay otras historias, otros personajes. Se puede señalar un puñado de situaciones que definen a Rand como caracteróloga que, incluso en su parcialidad, es capaz de modular la personalidad de sus protagonistas con delicadeza. Existe una fuerte dicotomía entre lo viejo y lo nuevo, con el pasado que es arrollado por la revolución y esa nueva situación post-revolucionaria que, para Rand, es y no es lo mismo que el Antiguo Régimen. Destaca, por ejemplo, la situación de Victor Dunaev, primo de Kira, que ha sabido hacerse un hueco en la sociedad soviética sin renunciar a la altanería anti-proletaria. Por conveniencia entra en el Partido y se casa con una militante más o menos distinguida para medrar: una vuelta a la “tradición”, al matrimonio por conveniencia, por razones de Estado (Rand, 1963: 334). El padre de Victor, antiguo burgués, se decepciona con cada una de las acciones de su hijo, porque se rinde a la nueva situación, no hace por luchar y mantener sus privilegios pre-revolucionarios. En un momento dado, dice “acepta este consejo de un anciano, Kira. No mires nunca atrás. El pasado murió, pero siempre hay un porvenir” (1963: 75). Una terrible contradicción para todos los burgueses que son retratados en la novela: asumen que los tiempos han cambiado de forma esencial, pero no pierden la esperanza de que su tiempo vuelva.

El límite de esta situación lo representa la propia familia de Kira. Al comienzo, como todos los burgueses, se manifiestan como exaltados anticomunistas. Por ejemplo, rechazan la idea de Kira de convertirse en ingeniera y construir edificios, porque eso no es propio de las señoritas de su clase, como le dice su madre Galina:

¡Una mujer ingeniero! ¡Vaya profesión para una hija mía! ¿Es esta una manera de vivir una joven? Sin un muchacho que la corteje, ni un pretendiente que la visite... dura como una suela de zapato... no tiene ninguna delicadeza, nada de poesía. Ningún sentimiento refinado. ¡Una hija mía! (Rand, 1963: 49).

A pesar de la resistencia inicial, la familia de Kira se transforma, sobre todo después del fracaso del padre al intentar montar una empresa de jabones. Se integran en la sociedad, aceptando por completo la forma de vida soviética. Es decir, están alienados. La necesidad obliga, y del discurso anterior, la madre de Kira pasa al siguiente no sin cierto tono estrambótico de quien se aprende la lección y la suelta de forma automática:

¡Un campo de actividades tan vasto...! No sucede como en las decrépitas ciudades europeas, en las que los pueblos viven toda su vida en la esclavitud a cambio de míseros salarios y de una existencia triste y llena de estrecheces. Aquí cada uno de nosotros puede ser un miembro creador de una sociedad organizada y magnífica. Aquí el trabajo no es únicamente el vano esfuerzo para satisfacer una mezquina necesidad, sino una contribución al gigantesco edificio del porvenir de la humanidad (Rand, 1963: 298).

También está presente la concepción de la “nueva mujer”, el nuevo papel de la mujer bajo el comunismo. Se da una situación paradójica, una vez más, de síntesis entre lo viejo y lo nuevo. El elemento en verdad nuevo es Sonia, la estudiante-militante que participa en todas las actividades partidistas y las fomenta. Es la perfecta mujer militante:

¡Ah, pero yo conozco a las muchachas! ¡Conozco a las mujeres! Nosotras las mujeres nuevas que deseamos vivir una vida útil, tener una carrera y ocupar el puesto que nos corresponde junto a los hombres en el trabajo positivo de este mundo, en lugar de las antiguas ocupaciones culinarias, tenemos que unirnos. La camarada Sonia será siempre tu amiga. La camarada Sonia es amiga de todos (Rand, 1963: 65).

Frente a Sonia está Tonia, que también pertenece al grupo de las nuevas mujeres, aunque derivada de la antigua clase acomodada a la nueva que está surgiendo, a la Nomenklatura. Es una joven casada con un alto cargo soviético que ha sabido moverse entre los diferentes hombres poderosos para tener una posición privilegiada:

Ustedes, los hombres, son unas criaturas muy raras. El comprenderles es una verdadera ciencia y constituye el primer deber de una mujer. Por mi parte la he aprendido en la más amarga escuela de la experiencia —y suspiró profundamente, encogiéndose de hombros—. He conocido a heroicos oficiales del Ejército Blanco, he conocido a feroces y brutales comisarios... —y rió con una risa estridente—. Lo confieso abiertamente. Y ¿por qué no? Todos nosotros somos modernos. He conocido a muchas personas que no me han comprendido. Pero no me importa: se lo perdono. Ya saben ustedes: Noblesse oblige (Rand, 1963: 293).

El panorama que construye Rand es lampedusiano, donde todo ha cambiado para que nada cambie. No obstante, sí hay algo sustancial en el régimen comunista que da la vuelta a todo. Quien resulta con privilegios ya no los obtiene por propiedad, natural o material, sino por acciones, dentro del Partido, y por su historia en la Revolución. Tonia y Victor muestran que nada ha cambiado, mientras que Sonia y la familia de Kira evidencian que todo es diferente. Esa es la síntesis irregular en la que se da el triángulo amoroso Kira-Leo-Andrei.

Kira es diferente. En ella se dan estas contradicciones de forma viva. Tal vez no del todo consciente, no puede verbalizar con exactitud esa alienación, pero sabe que ocurre algo, con ella y con la gente como ella. En su confusión, su primera reacción es un anticomunismo que se manifiesta a través de una fuerte individualidad, reflejado en su interés personal de estudiar ingeniería y en la forma en que conoce y se relaciona con Leo, un joven romántico, un nihilista de clase alta al estilo Turgeniev (Rand, 1963: 58). Esto es algo que el propio Leo manifiesta en una conversación con Kira, llegando a decir “no quiero creer nada, no quiero ver nada”:

—¿Vale la pena, Kira?
—¿De qué?
—Del esfuerzo de la creación. ¡Tu rascacielos de cristal! Tal vez valía la pena hace cien años. Es posible que dentro de cien años pueda valer otra vez, aunque lo dudo. Pero, si pudiera escoger entre los siglos pasados, yo no elegiría, tenlo por cierto, la maldición de haber nacido en éste en que vivimos. Y tal vez, si no fuese la curiosidad, no quisiera ni haber nacido (Rand, 1963: 80).

Kira se enamora de Leo por su rebeldía anticomunista, por su nobleza “natural”, por estar por encima de la masa que tan solo sobrevive. Leo quiere algo más porque él ha tenido “algo más”, y sabe lo que es ese “más”. Pero entonces Kira se encuentra con Andrei Taganov, un verdadero comunista, de los que formaban parte del Partido desde antes de la Revolución, un héroe de Febrero y de la guerra civil (Rand, 1963: 105 y ss.). Andrei Taganov es el verdadero revolucionario, el héroe. Cuando le pregunta Kira por su “deber revolucionario”, él responde:

No hay deber. Si se sabe que una cosa es justa se siente el deseo de hacerla. Si no se siente este deseo es porque no es justa. Y si es justa y no suscita en nosotros ningún interés, ello significa que no sabemos qué es la justicia. Y entonces uno no es un hombre (Rand, 1963: 86).

Es entonces, en esta conversación con Taganov, cuando Kira lanza su diatriba contra el “comunismo” —aplicable a cualquier otro régimen— a favor de la vida:

No lo sabéis —y la voz de Kira se estremeció súbitamente en una súplica apasionada, imposible de ocultar—. ¿Ignoráis que en los mejores de nosotros hay cosas que ninguna mano extraña puede atreverse a tocar? ¿Cosa sagradas, por la misma razón —y no por otra— que de ellas puede decirse: "esto es mío"? ¿No sabes que los mejores de nosotros, los que merecen vivir, viven únicamente para sí mismos? ¿Ignora usted que en cada uno de nosotros hay algo que no puede tocar ningún Estado, ninguna colectividad, ningún número de millones de hombres? (Rand, 1963: 87).

Ante la respuesta dubitativa de Taganov, Kira lo trata con desdén, como si ella conociera una verdad superior. La chica odia los ideales comunistas porque siente que está siendo oprimida por una mayoría de mediocres que no merecen vivir, sacrificables por quienes viven de manera genuina. Sólo “los que viven” merecen una vida plena; ahora bien, aquello que sea la “vida” no lo define en ningún momento. Este personaje femenino termina su diatriba diciendo: “Odio vuestros ideales porque no conozco peor justicia que la justicia para todos. Porque los hombres no han nacido iguales, y no sé por qué hay que querer que lo sean. Y porque odio a la mayor parte de ellos” (Rand, 1963: 88).

Aquí está el desencuentro y el desequilibro en este triángulo amoroso. Kira siente una atracción natural por Leo, por ser de su misma clase, pero éste es un aristócrata soberbio, hijo de un almirante zarista, que mantiene la compostura por tradición, aunque ya se ha rendido. Leo es un personaje sin fondo. En su reluctancia de orgullo aristócrata rechaza incluso la supervivencia, rechaza trabajos porque no se reconoce su posición, y en esa situación cae en el alcoholismo. Cuando Kira se lo recrimina y le dice que debe cuidarse para seguir viviendo, él responde al grito de "¿Para qué?" (Rand, 1963: 232). Al final, ella lo rechaza porque, a pesar de pertenecer a la casta de los que viven, ha renunciado a vivir. La mujer se siente fastidiada por haber invertido tiempo y haber sentido compasión de él, de alguien que, a pesar de su ascendencia, ha demostrado ser débil. Leo es un aristócrata petrificado por la Revolución, un decadente.

Por el contrario, Andrei Taganov es todo lo que Kira odia, mas es diferente. Taganov dice que piensa igual que ella, pero que él en lugar de odiar prefiere dignificar a todos los seres humanos. Parece que Taganov nunca se ha planteado lo que dice Kira porque siempre ha hecho lo que ha sentido correcto, dentro de lo que se podría llamar un amor universal. Es un militante completo. Para cuando Taganov está enamorado por completo de Kira, esto le aparta, al menos de forma pasiva, de las directrices del Partido, porque siente la individualidad. Al contrario que Kira, que desde el inicio hasta el final no parece haber superado sus dudas y ser capaz de poner en pie un discurso coherente, Taganov, en su silencio y sus limitadas capacidades sociales, sí es capaz de dar fe del cambio en su conciencia:

¿No te acuerdas? Una vez me dijiste que creías en la vida, como yo, y que por esto los dos teníamos unas mismas raíces. Es una suerte rara. Y no puede explicarse a aquellos para quienes esta palabra, la vida, no evoca un género de sensación parecida al evocado por una marcha militar, la vista de un templo o del cuerpo perfecto de una estatua. Por este sentimiento es por lo que me hice de un Partido, que, en aquel tiempo, sólo podía llevarme a Siberia. Por este sentimiento es por lo que he querido luchar contra los monstruos más arrogantes, más absurdos y más inútiles que obstaculizan la vida humana. Y en mi vida no hubo más que lucha y porvenir, hasta que tú viniste a enseñarme lo que es el presente (Rand, 1963: 307).

Al final, Taganov se ve absorbido por el discurso de Kira, que no es más que una parodia: él no es como ella, es un comunista, no un apparátchik; es un revolucionario comunista convencido de sus principios, y que ante la nueva situación soviética, que había pervertido esos principios, se siente alienado. Es el discurso de la chica, con sus huecos, el que más se acerca a solucionar esas contradicciones (Rand, 1963: 454 y ss.). Sin embargo, dicho discurso tampoco ofrece una salida clara. La vida a la que se refiere este personaje femenino —trasunto de la propia Rand—, es una abstracción de la voluntad propia. Los que viven son, muy vagamente, quienes hacen lo que quieren, para sí mismos, para nadie más, ni para sobrevivir, es decir, quienes están por encima de las condiciones materiales. El problema es que estas condiciones son las que determinan qué se puede hacer, con lo que el discurso queda cojo (dado que aquí todavía no aparece de forma clara la crítica al Estado). Kira lo intenta poner en pie en oposición a otras ideas:

—¿Cree usted en Dios, Andrei?
—No.
—Yo tampoco. Pero ésta es una de mis preguntas favoritas. Una pregunta al revés, ¿comprende?
—¿Qué quiere usted decir?
—Si le pregunto a la gente si cree en la vida, no entienden lo que les pregunto. Es una pregunta equivocada; puede tener tanta significación que acaba por no querer decir nada. Por eso les pregunto si creen en Dios. Y si me contestan que sí, entonces sé que no creen en la vida.
—¿Por qué?
—Porque, ¿ve usted? Dios, sea el Dios que fuere y de la gente que fuere, es la concepción individual más alta que se puede imaginar. Y todo aquel que pone su más alta concepción por encima de sí mismo y de sus propias posibilidades, se estima poco y no da importancia a su vida. No es un don frecuente, ¿sabe usted?, este de mirar con reverencia la vida propia de uno y desear cuanto hay de más alto, más grande y mejor... para sí mismo. Imaginar un cielo, no soñarlo, sino pedirlo (Rand, 1963: 119).

Tomar el cielo por petición, porque se lo merece, porque no está como el resto subordinada a un ente superior. Esta es la posición de Leo, pese a representar a la antigua clase porque entiende que lo que se merece se lo merece por su nacimiento en el “orden natural”. Kira, al contrario, ve superado este estadio y considera que se lo merece porque lo desea, porque es su voluntad, y en su imaginario eso la coloca por encima de la masa que no "cree en la vida". Taganov, en principio, ya se lo ha ganado, sin embargo lo mira desde el prisma equivocado, el del comunismo. Todos, en esa contradicción que son las condiciones materiales que les impiden desarrollarse, son llevados al desastre. Cada uno está en un punto diferente, y no se produce ningún entendimiento: Este personaje masculino, a pesar de sus dudas, seguirá siendo fiel al Partido, con lo que la relación con Kira será imposible; Leo no será capaz de superar su situación y adaptarse, lo que le llevará a la delincuencia, haciendo que Kira, a pesar de amarlo hasta el final, termine dejándolo.

Hacia el final el personaje femenino lleva hasta último término su discurso cuando se enfrenta a Taganov, después de apresar a Leo por sus actos delictivos, por haber seguido las órdenes de quien odia la vida a seguir su propio dictado:

Ahora, mírame, mírame bien —gritó ella—. He nacido para vivir, y podía vivir, y sabía lo que quería. ¿Qué es lo que crees tú que vive en mí? ¿Por qué crees que vivo yo? ¿Porque tengo un estómago, y como y digiero? ¿Porque respiro y trabajo y soy capaz de ganar con qué comer? ¿O bien porque sé lo que quiero y cómo lo quiero? ¿No es eso la vida? ¿Y quién hay, en todo este universo maldito, que sea capaz de decirme por qué tengo que vivir, si no es por lo que yo quiero? ¿Quién es capaz de contestar con palabras humanas que hablen a la razón humana? Nadie, ni tú. Pero vosotros habéis venido con un solemne ejército a traer a los hombres una vida nueva. Les habéis arrancado de las entrañas aquella otra vida de la que no sabíais nada, aquella vida palpitante que no os interesaba, y les habéis dicho qué debían pensar y qué debían sentir. Les habéis arrebatado todas las horas, todos los minutos, todos los nervios, todos los pensamientos, todos los sentimientos hasta lo más profundo de su alma, y luego les habéis dictado lo que debían pensar y sentir. Habéis venido a negar la vida a los vivientes. Nos habéis encerrado a todos en una jaula de hierro y luego habéis sellado las puertas; nos habéis dejado sin aire, hasta que las arterias de nuestro espíritu han estallado. Entonces habéis abierto los ojos y os habéis asombrado al ver lo que sucedía. Y bien, ¡mírame! Todos vosotros, si todavía os quedan ojos, ¡miradme bien! (Rand, 1963: 451-452).

La crítica de Rand es consistente en el contexto interno de la novela, pese a ofrecer pocos puntos de apoyo para un discurso coherente. Esto es algo que ampliará en trabajos posteriores —en especial en la colección de ensayos titulada La virtud del egoísmo (Rand, 2021)—. En Los que vivimos, obra donde inicia su pensamiento, Rand es perspicaz, reconoce lo que está viendo y, hasta cierto punto, sabe diagnosticarlo, pero no es capaz de pensar más allá de ella misma. A pesar de referirse a los que vivimos, en plural, su idea de vida parece quedar muy restringida. No parece existir ese "nosotras, nosotros" porque, al final, nadie con sus condiciones materiales “vive” (sin contar a quienes Rand/Kira expulsa de su concepción por ser masa).

La conquista reaccionaria del espacio y el tiempo

Los que vivimos representa el nacimiento de una nueva sociedad como reacción a la “nueva sociedad” comunista, a través de sus personajes. Es el espíritu conservador en ebullición pergeñando su propia revolución contrarrevolucionaria. Es confusa, sin una dirección clara, aunque reconoce los principios que quiere poner en práctica. Principios que, en su vertiente literaria, Rand expondrá en El manantial de 1943 y en La rebelión de Atlas de 1957. Si la mentalidad socialista/comunista ya era vigente para los años 1930, la nueva mentalidad burguesa que se volvería hegemónica en Occidente tras la Segunda Guerra Mundial estaba en desarrollo. El reto que supuso el movimiento obrero en el periodo de entreguerras aceleró el proceso, y lo aceleró hacia una nueva síntesis inclinada a la derecha de la dicotomía lukacsiana que tal vez se puede considerar el motto social-intelectual progresista del siglo xix. Lukács consideraba que rompió con la contradicción entre ser éticamente de izquierdas y epistemológicamente de derechas al abandonar su pensamiento romántico-conservador de juventud por el marxismo. Esta es una contradicción que operaba tanto entonces como ahora en gran parte de la población cuyo pensamiento se ve constreñido por un fondo conservador o de derechas sin ser conscientes de ellolo que nos devuelve a la definición de ideología—. Esto se observa en la novela de Rand y ha conquistado la derecha. La confusión de Kira, su rebeldía, es la alienación de alguien que sabe que no pertenece ni al nuevo orden ni al viejo.

Aquí, una nota relevante es que Ayn Rand, a diferencia de Lukács, es consciente de ese fondo romántico, y lo abraza con claridad. A pesar de su "realismo", Rand se posiciona en contra del "naturalismo" como una forma cuasi-periodística de ficción; ella no busca exponer la realidad tanto como seleccionar valores humanos universales y exponerlos como tal en diferentes situaciones. Esto es a lo que llama la “escuela romántica”, y ella misma se declara “romantic realist” (Rand, 1996: xv). Asimismo, en su Manifiesto romántico, Rand expone que “el motivo y propósito de mis escritos es la proyección de un hombre ideal” (2009: 229). Su obra literaria sería un fin en sí misma, no un programa, no un medio que busca fines ulteriores, sino la mera exposición de valores como totalidad de una experiencia; para nuestra autora, “el arte no enseña, muestra, exhibe la realidad completa, concretada, del objetivo final” (2009: 239). Esto la posiciona en una versión autonomista del arte, con una vertiente eticista que ella toma de Aristóteles, que, a pesar de rebelarse contra la heteronomía en el arte, a efectos prácticos (i.e., no meramente formales), pone su obra en dirección a unos fines. La diferencia de Rand con respecto al naturalismo que ella denuncia es que, aunque tal vez es consciente de las condiciones materiales que constriñen y limitan su creación literaria, de forma manifiesta no las acepta. A pesar de ello, esta postura no elimina de hecho esas condiciones que dan forma a su obra sin que su intención expresa las cancele, y es lo que permite desde la crítica ideológica esa lectura dirigida a los compromisos de la obra, no de la autora.

En Los que vivimos, así como en otras obras de Rand, lo que más destaca es su “oficio fetiche”: la ingeniería y la arquitectura. Es un tema recurrente en su obra. La construcción, la modificación del espacio, como centro del valor que se dan a sí mismas las personas. La filósofa y escritora valora ante todo la gestión y organización del espacio. De esta forma no hay pensamiento temporal en sentido histórico. Lo que prima es el pensamiento espacial, la organización espacial de la vida. La “vieja derecha”, la reacción decimonónica, se caracteriza por estar enfocada en la tradición como algo eterno, con la familia patriarcal como núcleo central, y que valdría como imagen del resto de la organización social: la monarquía y la religión (cristiana) desde el padre al resto de miembros de la familia como cuerpo político. Ideas como “democracia”, “modernización”, “individualismo” o la propia industrialización eran vistas con recelo pues amenazaban el orden tradicional (Di Filippo, 2003: 124 y ss.).

En la izquierda destaca el pensamiento histórico por su inclinación al progreso, a la mejora, y también a la memoria, porque la izquierda mira a través de los derechos ganados, a través de una serie de luchas sobre las que se apoyan para seguir avanzando, y sobre todo, el tiempo como lugar donde se materializa esa lucha, en el tiempo del trabajo, en el tiempo libre. El tiempo concreto como el propio espacio donde se lucha y se construye. La derecha destaca el pensamiento espacial. El tiempo siempre es contingente a sí mismo, el espacio no; al contrario, para la derecha, la vida —la biografía, el tiempo vital— es contingente al espacio. No existe el tiempo del trabajo, existe el lugar de trabajo donde el tiempo sólo importa como capital. Lo que está fuera del espacio de trabajo no compete a menos que interfiera con el trabajo. La nueva derecha es una derecha que ha dejado a un lado su carácter sagrado: aprendieron que la historia no viene dada de por sí como una tradición inamovible, sino que hay que conquistarla para conquistar el presente a un plano global, y todos esos elementos de los que recelaban —individualismo, modernización, etc.— son herramientas útiles para ello (Benoist, 1982: 45 y ss.).

El pensamiento temporal en Los que vivimos se centra en un caso: la distinción entre el tiempo normal, el orden (natural), y el tiempo desbocado, el caos (revolucionario), que está en el pensamiento burgués de los “tiempos mejores” del pasado. Con todo, no es una reflexión histórica, sólo queja burguesa frente al caos, que se articula como un no-espacio. El burgués —la reacción frente a esta revolución— vive siempre en la Edad Dorada; la revolución no es más que un incordio en la vida normal. La revolución no equivale a un cambio esencial, más bien un anti-tiempo. De este modo, destacan las descripciones espaciales a las que sólo les afecta, en todo caso, el tiempo de las estaciones, como en la descripción de San Petersburgo al principio de la segunda parte de la novela:

Petrogrado no tiene prisa. No es una ciudad perezosa, pero sí lenta y graciosa como conviene al abierto horizonte de sus anchas calles. Es como una ciudad que se tendiese voluptuosamente, con los brazos abiertos, por entre pantanos y pinares. Sus calles son campos empedrados; sus calles son anchas como los afluentes del Neva, el río más ancho que jamás haya atravesado una gran ciudad (Rand, 1963:261).

Es una descripción de la ciudad como siempre la misma. A pesar de todos los cambios de nombres de la ciudad, hace notar que los cambios soviéticos son poco menos que vandalismo: una inscripción en la base de una estatua, los nombres de las calles, etcétera. La vida es contingente con respecto a la ciudad, la mole de roca esculpida sobre fango y cadáveres.

Dentro de este modelo de orden/caos, se hace patente esa tímida reflexión biográfica sobre lo que ha sido la burguesía y sobre lo que es y debe ser. Para el proletario todo es esfuerzo; sea con un régimen o con otro, el proletario siempre trabaja. Diferentes son los arribistas que se aprovechan del Partido para medrar, pero el proletariado siempre está ahí. La burguesía antes vivía en el eterno presente, viajaba mirando el paisaje, y de repente tiene que realizar un pesado trabajo manual. Es entonces cuando comienza su proceso de reflexión, de su identidad, aunque es una reflexión extorsionada. Mientras, el proletario siempre está en el proceso de reflexión. La burguesía dice “yo estaba antes aquí”, “esto no es natural”, alude a un estado natural inmutable. Al mismo tiempo que Rand critica al comunismo en favor de una cierta nobleza o superioridad de sus congéneres de clase media o alta en la “sociedad anterior”, a estos últimos los retrata o como trepas oportunistas y como decadentes y alienados integrados. La “nueva propuesta” de la autora rusa pasa necesariamente por esa burguesía, deslumbrada en la nueva situación. Rand describe la perversión de “su gente”.

En el centro de esta historia está Kira, esa “nueva mujer” que busca restaurar lo anterior pero de forma nueva. Esta afirmación es tramposa. Este personaje es el embrión de una “persona nueva” —el proyecto de Rand, adoptado de un modo informal por el neoconservadurismo—, dentro del gran proyecto emancipador de la “nueva humanidad” comunista. Esa es la reacción. Lo irónico es que ese dechado de individualismo, de superación personal, que es Kira, “no hace nada” en toda la novela. Nada en el sentido de que no es una heroína, no es la que lleva la acción. Es una post-burguesa altanera en medio del caos moviéndose “como si”; son los demás personajes, los cuales sí actúan inmersos en el tiempo en el que viven, los que hacen que la historia avance. Kira sobrevive también, y tiene ideas e impulsos, pese a que todo lo que lleva a cabo lo hace por otro o con otro personaje. La historia de Kira es la de alguien que vivía bien y ya no, y no le gusta. Su única acción genuina, su intento de huida, que sí es un acto heroico por sí mismo, lo único que enseña es que cada quien es responsable de sus decisiones, incluso —o sobre todo— cuando son malas.

Estos elementos —la organización del espacio, el rechazo (tramposo) a todo lo anterior y la nueva personalidad— son los básicos del pensamiento randiano en su intento de enunciar una “nueva relación con el entorno” basada en el individualismo y el egoísmo. La derecha ha sabido reconocer el problema del tiempo histórico, del tiempo concreto, de la memoria —el espacio es el espacio del derecho y el tiempo es el tiempo de la memoria—, y ahora lo controlan. Ayn Rand, cuando escribe Los que vivimos, todavía no ve —o tal vez lo intuye—, las contradicciones de su pensamiento. Pero la mujer nueva, la neoconservadora ya estaba ahí, y ha sabido habitar su espacio natural desplazando al viejo conservador. De esas contradicciones es de dónde surge tras la Segunda Guerra Mundial la conquista del tiempo por parte de la derecha. El espacio siempre ha sido suyo porque la izquierda no fue capaz de quitárselo. El último intento consumado fue el de los situacionistas y del mayo del 68 (Lichtheim: 1968: 59 y ss.). Fue un fracaso que derivó en que se capitalizara —aún más— el ocio, haciendo que el tiempo libre y por ende el espacio donde se lleva a cabo el tiempo libre fuera absorbido por la lógica del consumo. No sólo el trabajo depende del capital y está constreñido por él sino que esos espacios sin opresión también han sido alcanzados bajos una forma menos dolorosa de monetización del placer. De esta forma, el tiempo no es conquistado en el sentido histórico: para este ya tienen la idea de tradición como reguladora del pasado.

Rand como autora programática

Nuestra ética es de izquierdas pero nuestra epistemología de derechas. Tal vez por esto el desarrollo del realismo socialista surge como solución lógica al arte en la Unión Soviética. La revolución vanguardista en la forma no llevó a la revolución política, social, o moral. Podía haber más en común entre el campesinado español y el ruso que entre la intelectualidad de ambos lugares; pero no en su cabeza, sino en su vida. Por eso apostaron por el contenido, apostaron porque no era necesario cambiar cómo se piensan las cosas si las cosas que se piensan son “correctas”. Con esto en cuenta, la novela Los que vivimos de Ayn Rand tiene más en común con el realismo soviético de lo que la autora esperaría.

En su oposición contra el naturalismo declarándolo como "arte dirigido" o, en general, como heterónomo, Rand tiene motivos para verse fuera de este ámbito con una obra como Los que vivimos: como se ha señalado, los personajes atienden a tipos ideales, y más que una obra anticomunista o antisoviética, intenta establecer unos arquetipos éticos que no se definen de forma constructiva ni proyectiva sino desde un presente natural que se ve forzado, en el caso de nuestra autora, por formas políticas estatistas que coartan la individualidad. Sin embargo, esto también hace de Rand una escritora de tendencia o programática, sólo que de la tendencia contraria a la que de modo tradicional se ha adjudicado la literatura de tesis. Establece un marco de valores que, si bien bajo su propia perspectiva no se enseñan, sí que se muestran con la suficiente elocuencia como para tener un peso ético que funciona como contraparte cognoscitiva a su teoría filosófica, apuntalando la dicotomía lukacsiana ya citada. Y es en esta no asunción de lo programático en su obra lo que abre el espacio de la crítica ideológica.

Lo reaccionario de la literatura de la filósofa rusa, visto desde el estrecho prisma que proporciona Los que vivimos como una primera obra compleja, confusa, pero que contiene ya todos los temas de su interés, radica tanto en la comprensión perfecta de las contradicciones de sus enemigos (no sólo el marxismo o el comunismo, también toda forma de autoritarismo y estatismo que anule la individualidad), como en la incomprensión igual de intachable de las propias limitaciones de las propuestas propias (el devenir propiamente dicho de “la vida”, de esa individualidad incondicionada). Su vanguardismo progresista surge desde sus propios términos como reacción conservadora al manifestarse inconsciente de sus condiciones materiales.

Referencias bibliográficas

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1La que aquí se toma en consideración es la publicada en castellano en 1963.

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