Muertes de autor. De los orígenes de la fotografía a la autoficción

Deaths of the Author. From the Origins of Photography to Autofiction

Patricia LÓPEZ-GAY

Bard College, Nueva York, EE.UU.

plopezga[at]bard.edu

Impossibilia. Revista Internacional de Estudios Literarios, Nº 13, páginas 131-148 (Mayo 2017) ISSN 2174-2464. Artículo recibido el 28/12/2016, aceptado el 20/03/2017 y publicado el 30/05/2017.

Resumen: Dentro del arte y literatura, la autobiografía y la fotografía se han rodeado tradicionalmente de un aura de autenticidad archivística. La autoficción, aquí entendida como autobiografía contemporánea que reivindica su carácter ficcional, rompe esta asunción. La fotografía del yo también desestabilizó, desde sus inicios, el valor documental del medio. Este artículo parte de una reflexión acerca del primer autorretrato fotográfico, Autorretrato de un ahogado (1840), donde el artista, Hippolyte Bayard, escenifica su propia muerte. A continuación, mostramos cómo la representación del yo se convierte en una cuestión recurrente en la autobiografía con la llegada de la autoficción, desde la proclamación de la “muerte del autor” por el pensamiento posestructuralista. Tras repensar los fundamentos de la autoficción refiriéndonos a obras de Roland Barthes, Jorge Semprún y Javier Marías, entre otros, sostenemos que este modo indeciso de narrativa de vida recuerda al proyecto original de Bayard. Las obras autoficcionales reescenifican, con variaciones, la muerte del autor. Aunque sugieran que la autorrepresentación es solo posible como ficción, en última instancia estas narrativas también reafirman la presencia de la figura autoral mediante el anuncio simbólico de su ausencia.

Palabras clave: autoficción, muerte del autor, autoría, fotografía y literatura, literatura contemporánea española, autobiografía, Hippolyte Bayard, Roland Barthes, Jorge Semprún, Javier Marías

Abstract: In literature and the visual arts, autobiography and photography have traditionally been vested with an aura of archival authenticity. As a category of contemporary autobiography that claims its own fictionality, autofiction breaks this assumption. Self- portrait photography, too, since its origins, has challenged its own documentary status. The point of departure for this article is the first self-portrait photograph, A Drowned Man (1840), whereby the artist, Hippolyte Bayard, stages his own imaginary death. Then, I show that self-representation has become a recurring concern in autobiography, and more precisely in autofiction, since the proclamation of the “death of the author” by poststructuralist thought. After rethinking the foundations of autofiction through works by Roland Barthes, Jorge Semprún and Javier Marías, among others, I contend that this indecisive mode of life narration reminds us of Bayard’s original project. Autofictional writings re-stage the death of the author with variations. I claim that, while these visual and textual narratives suggest that self-representation is only made possible through fictionalization, they also assert the presence of the author by symbolically illuminating his very absence.

Keywords: autofiction, death of the author, authorship, photography and literature, contemporary Spanish literature, autobiography, Hippolyte Bayard, Roland Barthes, Jorge Semprun, Javier Marias

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I-la fotografía del yo, o el autorretrato de un suicidio


Fig. 1. El ahogado (1840), de Hippolyte Bayard

El 18 de octubre de 1840, el francés Hippolyte Bayard realizó el primer autorretrato fotográfico conocido, El ahogado, capturando con la cámara su imaginario suicidio. Es revelador que la incursión del “yo” se inaugure en la fotografía con la representación de la muerte figurada del autor en su obra. En esa instancia metacreativa crucial, de cariz a primera vista romántico, puede situarse la apertura simbólica del discurso sobre la fotografía y la muerte, y la fotografía como muerte que iniciarían nombres como Siegfried Kracauer y Walter Benjamin el siglo pasado. Todo ello se hace posible a través de la distorsión creativa del valor de autenticidad asignado a la fotografía, paradigma del archivo moderno. Cuando la fotografía es inventada, dentro del contexto de positivismo cientifista de mitad del siglo XIX, se ensalza su verdad pensada como superior, resultado de la emanación química que prueba la realidad. El valor de archivo probatorio de la fotografía estriba al menos en parte en su cualidad de huella indicial y la relación de contigüidad con lo real que esta última le confiere.1

Desde sus orígenes, la fotografía alimenta el sueño de congelar el instante de vida; rinde “una cuenta fiel del mundo”, de acuerdo con Philippe Dubois (1986:19), o bien, dadas sus “inagotables cualidades de registro, descripción y representación”, se recibe como “espejo fidedigno de la realidad”, según documenta para el caso español Publio López Mondéjar (1999: 66-73). Aunque siempre existieran propuestas fotográficas que coquetearan con la abierta ficcionalización —pensemos en las distintas olas de pictorialismo, o en las vanguardias clásicas— la obra de Bayard se inserta entre variables de la fotografía que son irrelevantes “estadísticamente hablando, para una sociología de lo fotográfico”, independientemente del valor que entrañen desde el punto de vista artístico (Fontcuberta, 2010: 104).

El ahogado continúa despertando hoy gran interés crítico entre historiadores del arte. La postura del retratado posando como cadáver se ha relacionado sobre todo con la pintura religiosa y, de modo más patente, con una de las más célebres representaciones artísticas de la revolución francesa, La muerte de Marat (1793) de Jacques Louis David (Batchen, 2004: 158-175). Más allá de las semejanzas composicionales entre estas dos obras, nos intriga un detalle a primera vista menos llamativo. En La muerte de Marat y en El ahogado existe un elemento textual cuya función es dotar a la obra de contexto narrativo, remitiendo a la razón de muerte de los respectivos sujetos retratados.


Fig. 2. La muerte de Marat (1793) de Jacques-Louis David


Fig. 3. Reverso de El ahogado (1840), de Hippolyte Bayard

En la pintura encontramos el dibujo y trascripción de la carta que el gran líder revolucionario, Jean-Paul Marat, había recibido de la que sería su asesina, Charlotte Corday. De modo análogo, en el reverso de la fotografía aparecen unas líneas de Bayard, que presuntamente se había dado muerte a sí mismo. En la obra de David el mensaje verbal es no obstante dirigido de un personaje a otro mientras que, en El ahogado, el mensaje proviene del autorretratado, cuya figura relacionamos con el autor de la obra, y es dirigido a los receptores implícitos, “damas y caballeros”, con quienes tenderemos a identificarnos. La nota de Bayard explica con sarcasmo que su suicidio es respuesta a la negativa del Estado de financiar el procedimiento fotográfico que él mismo había inventado:

El gobierno, que dio demasiado al señor Daguerre, declaró que nada podía hacer por el Señor Bayard y el desdichado decidió ahogarse. ¡Oh veleidad de los asuntos humanos! Artistas, académicos y periodistas le prestaron atención durante mucho tiempo, pero ahora permanece en la morgue desde hace varios días y nadie le ha reconocido ni reclamado. Damas y caballeros, mejor será que pasen ustedes de largo por temor a ofender su sentido del olfato, pues, como pueden observar, el rostro y las manos del caballero comienzan a descomponerse. HB. 18 de octubre de 1840 (cit. en Batchen, 2004: 172).2

La obra El ahogado quedaría incompleta sin las líneas de ultratumba del autor. Estas no solo sirven para inscribir el proyecto como expresión de protesta política en el arte naciente de la fotografía. Bayard aprovecha el contexto referido del siglo XIX, donde se clama y proclama el valor de objetividad del revolucionario método de registro visual, para presentar en vida la representación fotográfica de su muerte. Las palabras suspicaces que hoy continúan interpelándonos refuerzan el pacto lúdico con el receptor; así, se instaura una ruptura esencial con el tono trágico-realista de la Muerte de Marat. No es un detalle anodino, por otra parte, que la carta se escriba en tercera persona, a pesar de aparecer firmada con las iniciales del artista que se autorretrata. Ello señala la posible apropiación irónica, por parte de Bayard, del estilo de las esquelas que anunciaban la muerte de grandes personalidades. De modo aquí más significativo, el uso de la tercera persona imprime en El ahogado una distancia simbólica que ilumina la posición imposible desde la cual el autor declara su desaparición.

Retornemos a la inquietante representación del autor cadavérico en el anverso de la fotografía. En múltiples niveles, la configuración formal de El ahogado resulta de la virtuosa optimización del procedimiento técnico-artístico que la hace posible: aquel que su inventor, autor del retrato, ansia publicitar. De modo ingenioso, Bayard relaciona en su texto el color oscurecido de la piel ‒color provocado justamente por el método de positivado empleado, como bien recuerda Batchen (2004: 173)‒ con el hecho de que, siempre dentro del mundo ficcional creado, el “yo” se encuentre en proceso de descomposición. Por otro lado, representándose con los ojos cerrados, Bayard facilita la adopción de una pose sin movimiento de treinta minutos, necesaria para que la imagen resultante no fuera borrosa. Este recurso de la pose prolongada era común en la fotografía temprana. Hoy sabemos que su rival Louis Jacques Mandé Daguerre también la empleó para tomar la imagen de Boulevard du Temple (1838), el primer daguerrotipo conocido donde aparecen personas.3 Lo revelador en el autorretrato de Bayard es que este no esconde, sino que más bien exhibe, la construcción representacional de la imagen. Surge así una atractiva paradoja. En El ahogado, la distorsión del poder de evidencia del archivo se logra mediante la afirmación extrema del carácter fabricado de la fotografía. Si nos atenemos a la relación esperada, en el horizonte de expectativas del lecto-espectador, entre el signo y su referente, el efecto de desestabilización del valor de archivo aplicado aquí por Bayard hace de su obra abiertamente ficcional una representación más “verdadera” que la de Daguerre. Al fin y al cabo, nada haría pensar al público no ducho en las posibilidades técnicas de la fotografía del momento que Daguerre manipuló la realidad para realizar la toma de Boulevard du Temple. En esencia, esto ocurre, de forma obvia, porque internamente no hay diferencia entre una fotografía construida como invención y otra que registre de modo espontáneo la realidad, como tampoco la existe entre una novela escrita en primera persona y una autobiografía.

ii- la autoficción, o la muerte consentida del autor

Denominamos arte de la sospecha a aquel que, desestabilizando la confianza por convención depositada en el medio de expresión explorado, sea este visual o verbal, coloca bajo suspicaz escrutinio lo real-imaginado. Desde esta amplia categoría pueden pensarse los orígenes de la novela, con Don Quijote (1605) de Miguel de Cervantes, o de la fotografía autorretratista, con la obra referida, El ahogado. Más recientemente, los modos plurales de crear y recibir arte sospechoso se intensifican bajo el signo de lo posmoderno.4 En España, surgen manifestaciones dispares que cuestionan movimientos o géneros vertebradores de la producción artística. Dentro la fotografía, destacan nombres como Joan Fontcuberta, Rosa Muñoz y Pablo Genovés.5 Para la literatura, pienso en escritores que cultivan la narrativa de vida; todos ellos, nombres fundamentales de la autoficción, manifestación par excellence del arte de la sospecha de nuestro tiempo: Jorge Semprún, Paloma Díaz-Mas, Enrique Vila-Matas, Javier Marías o Soledad Puértolas.

Hay un común denominador, fundamental, entre manifestaciones sospechosas como El ahogado y la autoficción que remodela la autobiografía contemporánea. La distorsión del valor de autenticidad del archivo que suele asociarse a la fotografía dentro de lo visual, o a la autobiografía dentro de lo literario, constituye un elemento estructurador de su diseño artístico, esto es, de lo que Bajtín (1989) denomina la “forma arquitectónica” de la obra. La autoficción despliega estrategias de ambigüedad que desestabilizan el pacto de verdad entre autor y lector donde, según muestran los trabajos de Philippe Lejeune (1996, 2004), se instituye la autobiografía hegemónica. Diríase que, de modo orgánico, esta ambigüedad se contagia al uso y abuso contemporáneo del término “autoficción”. Llevada un extremo, la autoficción deviene hoy recordatorio del sempiterno recurso literario de inmersión del escritor en su propio texto, o del hecho de que su memoria pueda inspirar o recorrer la narración. Pero en lo literario hay una base fáctica que remite con frecuencia, sin que ello sea relevante, a la memoria: memoria de vida propia o memoria de relatos ajenos.6 Por todo lo anterior, es problemático que el vocablo “autoficción” pueda reunir hoy bajo un mismo signo tan amplia gama de letras del “yo”: desde las que Gérard Genette (1991: 60) denominaba “falsas” autobiografías por reivindicar estas su ficcionalidad, hasta novelas donde, según se intuye, hay “ficción que disfraza su contenido autobiográfico” (Alberca, 2007: 125), esto es, hechos que podrían remitir a la vida del autor.7

Dada la polifonía semántica que suscita hoy la autoficción, conviene recalcar de entrada que entendemos esta última como reformulación contemporánea de la autobiografía. La categoría de autoficción puede aprehenderse, cuando menos, desde dos prismas complementarios, íntimamente imbricados. En términos de la pragmática de la literatura,8 la autoficción nos habla de cómo se emite y recibe la autobiografía híbrida dentro del contexto sociocultural contemporáneo.9 En concreto, la autoficción se escribe contra la modalidad de escritura autobiográfica que, enraizada en el paradigma probatorio de archivo, aspira, en palabras de James Olney (1980: 3-27), a ser reflejo del “yo” enunciante, puerta a su pasado.10 El paradigma probatorio de archivo refuerza la asunción, hecha explícita por Timothy Dow Adams (1994: 483), de que, a la fotografía y a la biografía, incluida la de la vida propia, les une una relación de analogía, puesto que ambas parecen estrechamente ligadas al mundo que representan. Surgen poéticas autobiográficas dispares que anhelan validar conexiones simbólicas entre la narrativa de vida y recuerdos entendidos como fotográficos por parecer vivos, exactos.11 Para el caso español, entre estas obras con fuerte vocación testimonial figuran las autobiografías que Manuel Alberca (2014) denomina “antificcionales”. Producidas en la última década por escritores como Vicente Verdú, Marcos Giralt Torrente o Rafael Argullol,12 estas buscan erradicar lo imaginario y alcanzar la verdad inequívoca. Diríase que, cifrándose en la presunción de verdad y evidencia, las antificciones de nuestro tiempo compensan el sentimiento expandido de ruptura con las certezas, en especial aquellas relativas a la unicidad del sujeto o la distinción entre lo real y lo ficticio que la autoficción proclama.

En pocas palabras, la autoficción es una producción autobiográfica con vocación transgenérica donde “el que autor, narrador y protagonista comparten una misma identidad nominal, y cuyo título genérico indica que se trata de una novela” (Lecarme, 1993: 224). La obra instaura la sospecha a partir del peritexto, esto es, de aquello que dentro del libro o la pantalla rodea al texto literario (título genérico, prólogo, epílogo, notas a pie de página o del traductor, etc.). Pero su carácter indeciso se propaga, además, como anticipamos más arriba, a la arquitectura interna de la obra. Esto tiene que ver con la constatación hecha por Elisabeth Bruss (2003: 19-33): la pragmática trasciende el denominado contrato de lectura, incide también en aspectos como el estilo, la sintáctica o la semántica textual. Dentro del espacio biográfico, la poética autoficcional cuestiona de forma intermitente la referencialidad de una historia que se sostiene gracias al discurso que se piensa, del que es inseparable. Esta dimensión retórica de la autoficción, indisociable de la pragmática, es de especial relevancia para discernir su singularidad con respecto de otras formas literarias del presente.

El término original, auto-fiction, acuñado por Serge Doubrovsky para designar su autobiografía Fils (1977), remite al binomio “autor y ficción”. La reformulación de lo autobiográfico desde el modo autoficcional surge en Francia dentro de un contexto crítico agitado, donde se sentencia el desinterés por el autor en tanto que Dios-creador, y se declara el interés por la obra en tanto que texto siempre por reinterpretar. No ha de sorprender que Roland Barthes, que pocos años antes había firmado el famoso ensayo “La mort de l’auteur” (1967),13 proponga en su autobiografía una clave de lectura según la cual el relato “debe ser considerado como dicho por un personaje de novela” (Barthes, 1975: contraportada). Creando una autobiografía que se dice ficción, vuelve subrayar la autonomía de la obra con respecto de su productor, esta vez mediante la práctica de su propia narrativa vivencial. En Roland Barthes par Roland Barthes se entrelazan impresiones y vivencias personales con la ego-historia intelectual del autor. La narrativa incorpora archivos personales que con frecuencia abren a la indeterminación de sentidos, como fotografías y fragmentos de borradores, siempre colocados bajo el signo equívoco de la ficción. Desencajando los compartimentos-estanco de autobiografía y novela, relato fáctico y relato de ficción, la obra mestiza de Barthes se distancia del boom de la crítica genética que, con su “apegamiento obsesivo a la traza, la huella, la tachadura, como reveladores de alguna verdad”, serviría de acuerdo con Arfuch (2008: 156) de efecto compensatorio al decreto crítico-literario de “la muerte del autor”.

El escritor español Jorge Semprún, exiliado en Francia desde la Guerra Civil, también traslada las técnicas de la novela a una obra autobiográfica construida sobre archivos histórico-personales, Autobiografía de Federico Sánchez (1977). Se trata del relato de su experiencia como miembro clandestino del Partido Comunista Español (PCE) durante el franquismo, bajo el pseudónimo de Federico Sánchez. Esta fue, probablemente, la primera autoficción publicada en España.14 En la estela de Roland Barthes par Roland Barthes, el libro se presenta desde la portada, simultáneamente, como “intento de reflexión autobiográfica” y modalidad sui géneris de narración novelesca”. Intratextualmente, el narrador que reivindica la cualidad autobiográfica de su relato se dice: “si estuvieses en una novela, si fueras un personaje novelesco, seguro que ahora te acordarías…” (Semprún, 1977: 279, 9). Proclamando su cualidad de personaje ficticio dentro de un discurso dicho autobiográfico, la primera persona sempruniana se desintegra de modo recurrente en la segunda. Como sucedía en el texto de El ahogado firmado por Bayard, es posible recibir la claudicación del “yo” autoral, ocurrida con Autobiografía de Federico Sánchez en el plano simbólico de la gramática, a favor del “tú”, como marca metafórica de la desaparición del artista en su obra.

La exploración de la relación compleja que une o separa al creador y su creación, según venimos señalando, es consustancial al modo autoficcional y se produce, en consecuencia, también desde la primera persona. Así lo ilustra con especial claridad, bajo una poética inapelablemente autoficcional, la obra Negra espalda del tiempo (1998) de Javier Marías. Esta se presenta como autobiografía, y establece, desde el inicio, la identificación onomástica del narrador y el autor (Marías, 1998: 12). Pero Negra espalda del tiempo también se dice novela, ficción. En un nivel intratextual, el carácter aporético de la pretensión intergenérica autoficcional se supera aquí mediante la interrogación de la posición enunciativa del autobiógrafo. Hacia el final del relato, leemos:

Me acuerdo de lo que dije hace mucho, al hablar del narrador y el autor que tienen aquí el mismo nombre: ya no sé si somos uno o si somos dos, al menos mientras escribo. Ahora sé que de esos dos posibles tendría uno que ser ficticio (1998: 404)

Estas palabras son en especial esclarecedoras porque reconocen, dentro de la obra misma, la escisión ontológica ocurrida entre el creador y su creación, el “yo” de carne y hueso y el “yo” de papel que, declarándose ficción, se diluye en la obra. El tema de la autodefinición o redefinición del “yo” en literatura, la problemática relación lenguaje-identidad, así como el entendimiento de que la narración es un falseamiento irremediable o la cristalización de otras formas de verdad, son cuestiones recurrentes de la epistemología contemporánea, abordados desde distintas disciplinas.15 En concreto, dentro de la autoficción parecerían resonar ecos de pensadores como Jacques Lacan, Roland Barthes, Jacques Derrida, Michel Foucault, Nora Catelli o Paul de Man: para todos ellos, el “yo” se construye en el lenguaje. Como explicó famosamente de Man (1979a, 1979b) para el caso específico de la autobiografía, a medida que el “yo” surge en la narración, este deviene, dado su inevitable carácter tropológico, ficción. Independientemente de que nos hallemos ante una novela o una autobiografía, el texto crea un “yo” que no escapa a la prosopopeya o “ficción de la voz de ultratumba”, esto es, a los tropos y metáforas que utiliza.16 Admitiendo la ficcionalización del “yo” en la creación, la autoficción de nuestro tiempo rompe, o cuando menos desestabiliza, la presunción pragmática de continuidad del autor en su producción, afianzada en la autobiografía por la identidad sobrentendida entre el personaje principal, el narrador y el autor. El autor desaparece, muere en su creación para dejar paso al yo de la ficción.

iii- entre el Aparecer y el parecer

Nuestra reflexión acerca de la problematización del “yo” en el arte partió de la lectura contemporánea del primer autorretrato fotográfico. En El ahogado, de Hippolyte Bayard, el cuerpo autoral se exhibe en proceso de descomposición o muerte, dentro de su creación y para esta. Cierta autobiografía reescenifica hoy la muerte del autor, coherente con el pensamiento tropológico del lenguaje: en virtud de este, el “yo-creador” afirma su necesaria disolución en el “yo-creado”, diciéndose ficción. Desbordando el ámbito del arte visual, el imaginario suicidio de Bayard habla ferozmente a nuestro presente, y en concreto al perspicaz modo autobiográfico que nos ocupa, la autoficción. Esto se explica tanto por su poder distorsionador del valor probatorio asignado al archivo como por sugerir, a través de ese efecto, que la autorrepresentación deviene posible solo como ficción. Resurgen poéticas donde, en última instancia, la presencia de la figura autoral es oblicuamente reafirmada mediante el anuncio simbólico de su ausencia.

El ahogado inaugura la infiltración del “yo-fotógrafo” en su objeto conjugando la imagen de su pose descarada con irónicas palabras que afianzan la naturaleza visiblemente fabricada de la obra. Desde el prisma de la correspondencia referencial sugerido más arriba, la fotografía más fiel al momento de archivo podría ser aquella que muestra en mayor medida su bella infidelidad, esto es, su carácter ineludiblemente construido17. La traslación de esta lógica del registro visual al verbal, sugeriría que, mostrando los sospechosos resortes de su arquitectura, la autobiografía que se proclama ficción aparece como registro más fehaciente del momento autobiográfico. Pero quizá no se sea así, y sencillamente parezca serlo. Las dimensiones retórica y pragmática de la obra se articulan dentro del espacio liminal evocado donde, en virtud de la materialización artística autoficcional, se entrelazan, felizmente confundidos, el aparecer y el parecer, entre la reescenificación con variaciones de la muerte autoral, sintomática del pensar de nuestro tiempo, y el antiguo llamamiento implícito, siempre vigente, a un receptor suspicazmente activo.

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1 En semiótica, el índice es un signo que mantiene una relación de contigüidad existencial y material con su objeto. Paul Levinson (1997: 37-47) subraya la cualidad indicial de la fotografía, garantía a su juicio de la fiabilidad y objetividad del medio. En otro extremo, Susan Sontag (1977: 6-7) recalca el papel subjetivo del fotógrafo, quien determina aspectos como la exposición, la luz, la textura o la geometría de la imagen. Nuestro énfasis no es en este momento la justa pertinencia de la problematización teórica de la presunción de neutralidad y verdad archivística asociada a la fotografía, sino el carácter culturalmente generalizado de dicha presunción.

2 De acuerdo con las fechas que Bayard propone en sus diarios, él inventó la fotografía y no su rival, Louis Jacques Mandé Daguerre, quien terminaría de desarrollar el método del daguerrotipo basándose en los trabajos de Nicéphore Niépce (Batchen, 2004: 158-175). Aunque la técnica de Bayard despertara gran entusiasmo entre muchos porque esta permitía un revelado directo sobre papel, y no sobre una placa de metal, el gobierno francés se decantó por la compra del método del daguerrotipo, cuyo nivel de precisión de imagen era superior.

3 Para saber más acerca de Boulevard du Temple (1838), véase Ansón (2007). Como menciona Fontcuberta (2010: 105-107), la manipulación ficcional de la realidad fue la que permitió a Daguerre documentar la esencia del boulevard, con su trasiego y su gente. Algo similar ocurriría, curiosamente, poco menos de un siglo después, con la grabación del primer largometraje documental, Nanook del Norte (1922) de Robert Flaherty. Durante el rodaje de su documental sobre población esquimal del Antártico canadiense, Flaherty encontró gran dificultad para filmar escenas interiores con la tecnología entonces disponible, debido a limitaciones espaciales y a la falta de luz natural. De ahí que una de las escenas más celebradas de este clásico se filmara en un iglú con tan solo tres paredes que había sido creado para la película. Acerca de los orígenes del cine documental, véase Barnouw 1993; en concreto sobre Nanook del Norte, véanse las páginas 34-36.

4 De acuerdo con François Lyotard (1979), el modo posmoderno es justamente aquel que sospecha de todo lo recibido. La expresión “era de la sospecha”, hoy recurrente, existía no obstante en el pensamiento del nouveau roman de los años cincuenta. En La era de la sospecha (1956), Nathalie Sarraute describe el sentimiento de incertidumbre que se cernía en concreto sobre la literatura: consecuentemente, se sentencia la muerte del personaje, y se preconiza la disolución de la narración omnisciente realista que la autoficción también condenará.

5 Entre estos artistas visuales, Joan Fontcuberta es quien ha interrogado de modo más explícito la pretensión de verdad de la fotografía, reivindicando su autonomía ontológica dentro del arte. Destacan sus proyectos Sirenas (2000) y Sputnik (1997), así como Fauna (1987), donde creó los archivos de un doctor alemán olvidado y documentó ficcionalmente animales inexistentes.

6 Como subraya Jean-Marie Schaeffer (1999: 223), incluso en una hipotética obra de “pura ficción”, el creador no concibe la diégesis solo a partir de la invención que representa la realidad, sino que para ello reutiliza entre otros materiales guardados en su memoria, reordenando situaciones vividas y en ocasiones archivos personales.

7 Así lo ratifica el amplio apéndice de libros considerados autoficciones incluidos en El pacto ambiguo (2007) de Manuel Alberca.

8 Prominentes obras dedicadas en Francia y España a la autoficción parten de la clásica teorías pragmática de lo autobiográfico que Philippe Lejeune propone en El pacto autobiográfico (1979), aquí citado en su reedición de 1996; véanse El pacto ambiguo (2007), de Manuel Alberca, así como Est-il je?: roman autobiographique et autofiction (2004) y Autofiction: une aventure du langage (2008), de Philippe Gasparini. Para saber más acerca de las aproximaciones teóricas a la autoficción, léanse además los trabajos de referencia de Ana Casas, La autoficción: reflexiones teóricas (2012: 9-33) y “La autoficción en los estudios hispánicos: perspectivas actuales” (2014).

9 Acerca de la dimensión pragmática de la experiencia poética de manera más geenral en la literatura, véase Experiencia estética y hermenéutica literaria (1986), donde Hans Robert Jauss analiza conceptos básicos de la ficción según Aristóteles.

10 James Olney (1980:3-27) desmembra el término auto/bio/grafía para distinguir entre tres formas de aprehender lo autobiográfico. Primero, bajo la modalidad tradicional centrada en la bios, que acabamos de evocar, la autobiografía es considerada fiel reflejo de la realidad, puerta al pasado vivido. Este entendimiento contrasta con el modelo autos, donde el “yo” afirma leer su experiencia existencial no mediante la reproducción de la realidad, sino desde su recreación. Por último, Olney se refiere al modelo graphê cuando reformula el pensamiento del filósofo Paul de Man (1979a), para quien toda autobiografía es una construcción ficcional. Como veremos enseguida, la autoficción hace suya esta última aproximación de la escritura vivencial.

11 Abundan los estudios donde se establecen analogías funcionales o estructurales entre la narrativa de vida, los recuerdos fotográficos, y la fotografía. Además de Adams (1994), véanse Roche (2009) y Hirsch (1997).

12 La tendencia antificiconal no se restringe al ámbito literario. Fotógrafos como Cristina García Rodero y Koldo Chamorros mantienen en pleno vigor una fotografía documental entendida como testimonio irrevocable de lo acontecido per se, que no para la cámara.

13 En un texto posterior, Le plaisir du texte (1973), Barthes reemplazaría la figura del autor por la del lenguaje como máquina. El desplazamiento del significado del autor al texto significa desde este prisma la liberación del público lector del control opresivo de la conciencia autoral, y la destitución de la tradición crítica que invoca la biografía del autor para determinar el sentido de la obra. Escritores como Paul Valéry o Marcel Proust, habían resistido o subvertido con anterioridad a Barthes la idea de la autoría tiránica. Como complemento al entendimiento de la autoría como espacio “negativo” de desaparición en la escritura, Michel Foucault propone considerarla un lugar histórico de construcción del sujeto que escribe. Desde este prisma, la figura autoral surge en la escisión entre el “escritor real”, personaje coetáneo a la obra que le es atribuida, y él produce, y el narrador, “parlante ficticio” propio de lo literario, incluyendo lo autobiográfico. Foucault desarrolla esta aproximación a la autoría en su ensayo, “Qu’est-ce qu’un auteur?” (1969), escrito justamente en respuesta a la teorización barthiana de la muerte autoral.

14 López-Gay (2011) y Alberca (2004) consideran que Autobiografía de Federico Sánchez debió de ser, cuando menos, una de las primeras autobiografías contemporáneas que también se presentan como novela en España.

15 Desde la lingüística, Mijaíl Bajtín (1982: 251) también repiensa la escisión inevitable que se opera entre el yo autor y su obra. Para ello, parte de la falta de coincidencia entre la experiencia vivencial y la “totalidad artística”. De acuerdo con lógica bajtiniana, no hay una relación mimética entre la vida y el lenguaje, o el “yo” y su creación. Debido al desfase entre enunciado e historia, el autor-enunciador siente extrañamiento respecto de su propia historia, y es esa vuelta a sí mismo, justamente, donde se instituye, según declara Bajtín, la literatura.

16 En términos de retórica, el lenguaje es tropológico porque mantiene una relación de conexión, correspondencia o semejanza con el mundo, sin ser el mundo. Iindependientemente de la pertinencia del pensamiento de la autobiografía como ficción que proponen de Man (1979a, 1979b) o Catelli (1991), el pensamiento de la autobiografía quedaría a mi juicio incompleto sin considerar además rasgos pragmáticos que también condicionan la lectura, como enfatizo más arriba,

17 Eduardo Cadava (1997: 248, 376-377) plantea de modo lúcido esta asunción en su obra Words of Light.