Oficio de falsario: Jon Juaristi
y la poesía autoficcional

Oficio de falsario: Jon Juaristi
and autofictional poetry

Verónica LEUCI

Universidad Nacional de Mar del Plata-CONICET, Argentina

veroleuci[at]hotmail.com

Impossibilia. Revista Internacional de Estudios Literarios, Nº 13, Páginas 85-105 (Mayo 2017) ISSN 2174-2464. Artículo recibido el 03/08/2016, aceptado el 13/03/2017 y publicado el 30/05/2017.

Resumen:El trabajo propone leer la obra poética de Jon Juaristi (Bilbao, 1951) a partir de la creación de un “personaje poético” y de la inclusión del nombre propio del autor en el universo textual. Esta incorporación abre una constelación teórica problemática en el acercamiento a su poesía, pues se posiciona en una zona fronteriza: entre el estatuto ficcional de la enunciación poética y la referencia a la que remite la presencia de datos inequívocos de la esfera extratextual. Por eso, se plantea utilizar la categoría de “autoficción”, de gran vigencia en el panorama crítico actual, postulando su pertinencia para el estudio de esa identidad poemática que fluctúa entre la vida y la escritura, ratificando y, simultáneamente, complejizando su correlación con la figura autoral.

Palabras clave: poesía española contemporánea, Jon Juaristi, identidad poética, desdoblamiento subjetivo, nombre propio, poesía autoficcional, autoficción

Abstract: We intend to read the poetry of Jon Juaristi (Bilbao, 1951) focusing on the inclusion of author’s proper name in the textual universe. This incorporation opens a complex theoretical constellation in the approach to his poetry, because of its position in a border area: between the fictional status of lyric subject and the “autobiographical” reference. Therefore, we propose to use the category of “autofiction”, postulating its relevance to the study of that verbal identity, between life and writing. This strategy calls into question the conventional and “romantic” identification between “lyric authorial figure” and the “real empirical poet”.

Keywords: Contemporary Spanish Literature, Jon Juaristi, poetic identity, split subject, author’s name, autofictional poetry, autofiction

...

Igual da te muestres o te emboces,
metido en este oficio de falsario.
J. Juaristi, “Poética freudiana”

Introducción

En 1996, Jon Juaristi (Bilbao, 1951) desarrolla algunas reflexiones de gran interés en el acercamiento a su obra, al reformular postulados previos, por un lado, y, en especial, porque permiten enhebrar su poesía y sus concepciones líricas con una tradición compleja de problemáticas teóricas en relación con el género lírico. Dice en “Poética definitivamente cansada”:

No escribo poesía por mero entretenimiento. Alguna vez afirmé que no era para mí otra cosa que un ameno desahogo. Hoy sé que es también un modo de cargar conmigo mismo […] Lo que comenzó como un juego ha ido adquiriendo con el paso del tiempo cierta seriedad. En mis poemas ha tomado forma un personaje con el que me siento en deuda. No he llegado a identificarme del todo con él, pero me ha hecho compañía en mis peores ratos […] Como Abel Martín, puedo decir que he creado algo más que lo vivido. Sólo una piedad culpable hacia esta criatura mía me empuja a perseverar en el oficio de poeta. ¡Hipócrita antihéroe, mi semejante, mi hijo! (Juaristi, 1999: 113).

En múltiples declaraciones anteriores, el autor había delineado un carácter lúdico del ejercicio poético, definido como “desahogo”, “afición”, “entretenimiento” y, sobre todo, concibiendo a la poesía fundamentalmente como parte de “la literatura”: es decir, sin jerarquizaciones o sacralización sobre el resto de los géneros.1Aquí, en cambio, este tenor lúdico se matiza en la convergencia con “cierta seriedad”, que tiene que ver en esencia con la configuración de un personaje poético. Como indica el poeta, esta criatura –“mi semejante, mi hijo”, distorsionando paródicamente, en una tendencia cara a su escritura, el intertexto de Baudelaire– excede de alguna manera el espacio textual, para establecer un vínculo con el poeta real, en su faceta histórica: un ser de papel que acompaña al autor y determina su continuación en el oficio.

Este personaje enunciado desde la faceta crítica, como veremos, tiene su correlato en el contexto textual y asoma en especial en los tramos más tardíos de su producción. A veces, se manifiesta a través de la primera persona del singular, bajo la forma previsible del “yo” y, otras veces, como un “tú”, como un “otro” con el que se dialoga en los versos. Sus contornos pueden reconocerse porque mantiene “aires de familia” o correspondencias con el poeta y su biografía, que podemos percibir como lectores/as; y asimismo, en ocasiones, se identifica a partir de la ineludible inclusión del nombre propio del autor en el contexto poemático, como categoría textual. Así, el apellido “Juaristi” y también el materno, “Linacero”, ingresan en la obra del vasco tiñendo el pacto ficcional de sus poemas con las sospechas de realidad que otorga el nombre propio: una de las clases de palabras más complejas y enigmáticas que, como dice Philippe Lejeune, “comunica a todo lo que toca un aura de verdad” (1994: 188), y que trasciende pues el universo literario para proyectarse hacia la vida del autor.

Autoficción y poesía: un debate vigente

Esta sucinta introducción a la producción de Juaristi –una voz poco explorada en el mapa de la poesía española última, y uno de los referentes más singulares de la “poesía de la experiencia”– pone de relieve una esfera de tensiones controvertidas en torno de la enunciación lírica y de los derroteros teóricos desde los cuales ha sido asediada, a partir de la nada inocente nominación de ese personaje poético que irrumpe en la poesía, en pocas pero ineludibles ocasiones. La incorporación del nombre propio del autor como categoría del poema abre una esfera compleja desde su lectura pragmática. Nos emplaza como lectores/as en un borde tensado por fuerzas refractarias: entre el carácter ficticio de la subjetividad construida en el contexto literario y, de modo simultáneo, nos reenvía hacia el exterior, hacia la figura del autor “real”.2 El antropónimo –“Juaristi y “Linacero”, en este caso– congrega pues dos universos en polémica: el verbal, que lo diseña como un “ser de papel”, y el social-institucional, en el que habita en su faceta de poeta.

La sugestiva coincidencia de ambas en la esfera poética ha dado lugar de modo habitual en la tradición crítica a la consideración “autobiográfica” de esta identidad textual. La aplicación del rótulo de “lírica autobiográfica” o “poemas autobiográficos” ha concernido a la lectura de aquellos poemas en los que se incorporan nombres propios, sobre todo el autoral, o en los que se advierten datos biográficos evidentes. Esta visión se sostiene por algunas de las principales líneas teóricas en torno del género autobiográfico (Lejeune, en especial), que conciben el nombre propio como su “tema profundo”, designador de una realidad extratextual, única marca en el texto que reenvía a una persona real (Lejeune, 1991: 60). La identidad nominal entre autor-narrador-personaje será el único asidero textual para las visiones “referenciales” de la autobiografía; este elemento será el que permita al lector –eje de la propuesta lejeuniana (1975)– concretar el “pacto autobiográfico”.3 Ahora bien, desde un paradigma opuesto a éste, otros autores se han referido asimismo al papel predominante del nombre en la autobiografía, pero arribando a conclusiones antagónicas: Paul de Man (1979), por ejemplo, equiparará la función de la autobiografía con la de las epitafios, es decir, “hacer hablar a los muertos” lo cual se logra, al decir del crítico, a través del tropo de la prosopopeya y representa “una tierna ficción” (1991: 117). Por su parte, el nombre propio será para Jacques Derrida (1984) siempre el nombre de “un muerto”, aludiendo a través de esta metáfora a la imposibilidad de referencia hacia un sujeto y un contexto “real”, fuera del texto. “Aquello que se atribuye al nombre no es atribuido jamás a algo vivo, éste queda excluido de toda atribución” (Derrida, 1984: 61-62), dice en “Nietzsche: políticas del nombre propio”, como síntesis de la vertiente posestructuralista y deconstruccionista en la que pueden alinearse también propuestas como las de Barthes en “La muerte del autor” (1968) o la “anti-autobiografía” de Roland Barthes par lui même (1975), y también Michel Foucault (1969) –aunque con matices, y ubicándolo quizás en una zona intermedia– con su propuesta “funcionalista” en torno del nombre propio.

Si consideramos estas dos flexiones encontradas, la categoría de “poesía autobiográfica” se torna un territorio confuso y problemático, ya que conlleva posibles lastres “biografistas” o genéticos, convirtiéndose entonces en una propuesta redundante para las posturas “confesionales” del género, o, en el otro extremo, el sintagma se convierte en un oxímoron, desde las miradas que plantean la naturaleza privativamente verbal y tropológica del sujeto.4 ¿Qué “contrato” plantea pues el personaje poético en la obra del vasco (o en la de tantos otros/as poetas que también incluyen su nombre en la poesía)? La correspondencia nominal que nos proyecta, desde el texto, hacia la firma de la tapa ¿exige un pacto autobiográfico de lectura? O, en cambio, ¿el nombre es un elemento más entre las estrategias formales, figuras retóricas, tópicos, etc. que entraman la poesía, en un plano lingüístico y ficcional? La coincidencia nominal que reclamaba Lejeune para un proyecto autobiográfico forma parte, aquí, de los cauces ficcionales del género lírico, en los cuales la enunciación se define como el “simulacro”, la “representación” de un acto de habla, no como un acto de habla “real”. La pertenencia genérica establece pues un primer “pacto”, que impera sobre cualquier otro: el ficcional, el de la “epojé” o la “suspensión de la incredulidad” de la que hablaba Coleridge. No obstante, y en conjunto, el abordaje pragmático de la poesía no puede desconocer que el nombre elegido e incluido en el poema tiene su correlato en el mundo extratextual, como huella de una persona que deja su traza en el discurso.

En la confluencia de estas tensiones, la categoría de “autoficción” –de gran vigencia en el panorama crítico actual– parece una entrada interesante, pues conlleva medularmente la ambigüedad, la vacilación del “ser y no ser” a la vez como núcleos de su existencia. Recordemos que este neologismo surge de la mano de Serge Doubrovsky, en la contratapa de su novela Fils, de 1977, a la que define como “la ficción que en tanto escritor decidí darme de mí mismo [...] ficción de acontecimientos y de hechos estrictamente reales; si se quiere, autoficción, haber confiado el lenguaje de una aventura a la aventura del lenguaje” (citado en Alberca, 2007: 146). La coincidencia nominal entre el narrador y el autor que, no obstante, se ejecuta en el contexto explícito de un texto de ficción, es un guiño manifiesto en busca de contravenircon insolencia los postulados de Lejeune en torno del “pacto autobiográfico”. Este crítico discernía entre distintos pactos (“novelesco”, “fantasmático”, etc.) y dejaba libre en su planteo una “casilla”, en lo que denomina un “caso ciego” (1991: 55), concerniente a aquellos textos en los que la incorporación del nombre autoral se llevara a cabo en un texto explícitamente novelesco. En este espacio apenas mencionado por Lejeune, se emplaza el trabajo de Doubrovsky, en un intento de llenar de manera impertinente esta “casilla vacía”. El nombre propio del autor ingresará en el plano textual, pero no en busca de la referencia y del mundo extratextual sino, en cambio, como parte de ese regodeo “onanista” – al decir del novelista (Alberca, 2007: 146)-, del solaz narcisista de un sujeto que no quiere pasar más allá de los límites de la ficción y de la “aventura del lenguaje”.

Según Alberca –uno de los referentes principales en torno de la autoficción en España– la autoficción plantea un “pacto ambiguo” entre el/la autor/a y el/la lector/a, “entre el pacto autobiográfico y el novelesco, en su zona intermedia, en un espacio vacilante” (2007: 65). La autoficción “mezcla de realidad autobiográfica, metáforas y fragmentos inventados, [...] determina un espacio fronterizo, a medio camino entre dos realidades, indeciso y confuso” (Puertas Moya, 2003: 299- 302). El lector será un elemento clave en este nuevo contrato de lectura autoficticio, pues, como señala Ernesto Puertas Moya, no podrá actuar como mero receptor pasivo sino que, a través de su intervención como sujeto activo, deberá decodificar y de-construir a través de sospechas e indagaciones ese pacto modulante y variable que propone el texto.5 La autoficción diseña un nuevo camino en torno de la utilización del nombre propio del autor. Éste será no una “cuestión baladí”, sino “su pilar más importante” (Alberca, 1996: 17).

La aplicación de esta categoría en el género lírico parece entonces una entrada fructífera, en la senda abierta por unos pocos y recientes trabajos críticos, entre los que se destacan los de Ana Luengo (2010) y Laura Scarano (2011, 2012, 2014). Dicha utilización supone una redefinición del rótulo, en primer lugar, al sustraerla del terreno de la narrativa al que ha sido atada de modo mayoritario; y, luego, al no estancarla en los marcos de un género sino, en cambio, repensarla como una operatoria que, a lo largo del tiempo y en los distintos géneros, reconocemos toda vez que una figuración literaria evoca de modo inequívoco al autor. Este reconocimiento surge en especial a partir del nombre del autor, también con la mención de otros nombres propios (topónimos, etc.), o con aquellos paratextos que reenvían al escritor (“autobiografía”, “autorretrato”, etc.). No se trata de rastrear semejanzas y datos de la vida del autor dispersos en la poesía, sino de reconocer los guiños que asoman en la obra y que exceden su estatuto puramente verbal, proyectando una (re)creación de la figura del escritor en el plano ficcional.6

Estas especulaciones surgen, desde luego, como un horizonte de respuestas posibles a cuestiones que anidan en el corazón de la poesía española de las últimas décadas. Así, hemos comenzado nuestro itinerario con las sugerentes postulaciones de Juaristi quien, desde el foro autopoético, describía una esfera de desdoblamientos subjetivos y juegos identitarios que, como veremos, se esparcen en sus poemas y lo conectan de esta manera con un fecundo derrotero de modelos previos.

Juegos nominales y dobleces irónicos

La inclusión del nombre propio del autor en el contexto literario suele emparentarse con el pensamiento de la posmodernidad, en especial, como fue mencionado, a partir del surgimiento del neologismo “autoficción” como categoría teórica en la Francia de los 70. No obstante, la autonominación poética posee un extenso linaje en la trayectoria lírica, desde imaginarios y proyectos heterogéneos. Ya en la literatura clásica, por ejemplo, como ha estudiado Colonna en el marco de la teoría autoficticia, dicha intromisión es visible en Luciano, a la que podemos añadir a Catulo y a otros autores que rastrea Carlos E. de Ory, en su lectura pionera de “Los que se nombran en la poesía”, de 1945, como Propercio, Maximiliano u Ovidio (de Ory, 1945: 6). Posteriormente, en la Edad Media, se observa también en el Libro del Buen Amor, en Dante o en Berceo. En los Siglos de Oro, en las diatribas poéticas de Quevedo y Góngora, de Lope y de su alter ego, Tomé de Burguillos. Luego, en la poesía contemporánea, en Miguel de Unamuno, Luis Cernuda, Rafael Alberti, Federico García Lorca, Miguel Hernández, Dámaso Alonso, Luis Rosales, Manuel Alcántara, José Hierro, Blas de Otero, Ángel González, Gloria Fuertes, Gabriel Celaya, Gil de Biedma… Hasta alcanzar las formulaciones más próximas, de la mano de Luis García Montero, Luis A. de Villena, Carlos Marzal, Manuel Vilas, Roger Wolfe, etc., amén del caso que nos ocupa. Asimismo, excediendo el campo español, aparece también en poetas latinoamericanos y argentinos, como Jorge Luis Borges, Alejandra Pizarnik, Ernesto Cardenal, Nicanor Parra, César Vallejo, Roberto Bolaño, Joaquín Gianuzzi, Fabián Casas, etcétera.7

La constitución irónica de un personaje poético, de un alter ego o “máscara” distinta al autor, permite ‒en Juaristi y en tantos otros poetas que apelan a este recurso‒ el distanciamiento respecto de la carga sentimental y el confesionalismo. En palabras de Gil de Biedma, la ironía opera como una “sordina” frente a los excesos expresivos o cualquier “exaltada tesitura lírica” (Gil de Biedma, 1980: 67) o, como indica Ballart, constituye el recurso propicio para “ponerse en guardia ante los desmanes de la subjetividad” (Ballart, 1994: 380). De esta manera, la ironía se conecta con el ideario del Romanticismo, a partir de la noción de “ironía romántica”, sobre la que teorizó Schlegel y sobre la que han vuelto autores más recientes. Esta idea de ironía no se limita a la que nos provee la retórica, al entenderla como tropo. Subraya Aguiar e Silva que la ironía representa uno de los elementos nucleares del Romanticismo, que no se puede desligar de la concepción del yo: “la ironía nace de la conciencia del carácter antinómico de la realidad y constituye una actitud de superación, por parte del yo, de las incesantes contradicciones de la realidad, del perpetuo conflicto entre lo absoluto y lo relativo” (Aguiar e Silva, 1996: 335-336). Así, se vincula con uno de los arquetipos que cuestionan el carácter unívoco de la subjetividad: la “conciencia autodividida”, según S. Kirkpatrick. La autora utiliza esta imagen del “yo doble” –junto a otras imágenes poéticas, el “yo prometeico” y el “yo alienado” (24)– para aludir a ese ego en el que se concentra el cuestionamiento radical de la identidad. De este modo, para Abuín González, el sujeto irónico enlaza con la idea de la lírica moderna, en la cual “puede aparecer en el discurso bajo formas distintas del yo […] y que inducen al lector a verificar la posible persistencia de un sujeto único y estable a lo largo del discurso” (1998: 112). Por su lado, es interesante destacar el concepto de “bufonería trascendental” propuesto por Schlegel a propósito de la ironía: un “yo trascendental” que “consiga burlarse de sí mismo en una autoparodia que no consienta la fatuidad de la suficiencia y que socave las propias convicciones y producciones” (Ballart, 1994: 71). Como indica Abuín González, “la ironía schlegeliana se caracterizaba por la creación de distancia entre el creador y su obra”, y cita a René Wellek al señalar que “el escritor debe sentirse ambivalente respecto de su obra, alzándose por encima y aparte de ella, manejándola casi juguetonamente” (Abuín González, 1998: 114).

La concepción de sujeto dividido que surge en el Romanticismo, pues, parece una idea interesante en referencia a nuestro autor. En Los paisajes domésticos –antecedido por los sugerentes versos de la “Poética freudiana” que incluimos como epígrafe inicial, en los que se apuntaba al “oficio de falsario”– el poema “As a man grows older” presenta en su última estrofa a un “tú” que se construye como alter ego del sujeto: “Tú, que me envidias, debes /saber que cambiaría sin mirarla / tu juventud oscura por los años / de la edad turbulenta / en que trastabillé más de la cuenta.” (2000: 134).

Posteriormente, en el plano ensayístico, se observa también esta bifurcación entre poeta/personaje en la poética que abre Prosas (en verso). Aquí, se establece un diálogo con una segunda persona, con un “otro” en el que se reconoce de modo inequívoco este juego subjetivo que se planteaba en el nivel poemático. Desde un tono desencantado, como quien mira hacia atrás con melancolía y cierto desengaño, el contrapunto yo/otro yo parece estacionarse en una inflexión atravesada por la nostalgia, por la conciencia del paso del tiempo y el sentimiento de soledad: “en la bronca cotidiana, te tiran al pairo las ausencias […] Lo malo es cuando te quedas solo de verdad, querido. Es decir, en compañía de los fantasmas de tus muchos fracasos” (Juaristi, 2002: 9). En consonancia con este tenor ensimismado, reflexivo, con que se delinea al sujeto en esta etapa final, es interesante la alusión al molde estrófico del soneto y su clásica vinculación con la poesía grave, metafísica, filosófica: “tanto esfuerzo pusiste en que no te confundieran con un poeta vasco y acabas convertido en un sonetista bilbaíno más de la interminable saga que ha producido la dulce Vinogrado” (2002: 9).

Es interesante, a su vez, el poema “Póntica” que inicia Viento sobre las lóbregas colinas. En él, resuenan varias de las líneas esbozadas previamente: la disociación yo/otro, el tono meditativo, la oposición juventud/vejez y, en conjunción con estas matrices clásicas, la resonancia de la obra borgeana y su innegable presencia en los laberintos, los sueños y la convivencia ficcional con la otredad: “Gastados laberintos de palabras, / Una mansión decrépita y angosta, / Una torre, un brocal, quizá una vida. // De otro son los sueños que custodias” (2008: 7). Por último, extractando algunos ejemplos elocuentes, el texto que abre su poemario final, Renta antigua, exhibe asimismo esta veta de poesía reflexiva en el contrapunto entre la primera y la segunda persona: “como un piso tranquilo y espacioso / o una digna mansión de renta antigua / te acoge la vejez” (2012: 13).

Sin duda, el desdoblamiento identitario –enfatizado incluso por la escisión entre juventud/madurez– evoca el texto “Contra Jaime Gil de Biedma” de Poemas póstumos (1968) del barcelonés y, en general, una veta de poesía meditativa que recorre este libro final. Recordemos que este curioso título poemático aludía en la obra biedmana a la creación de un personaje homónimo al autor, el doble “Jaime Gil de Biedma”, que asomaba primero en el citado poema para, luego, morir y aparecer post-mortem en el singular “Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma”. En el primero de ellos, el sujeto se enfrenta al personaje –“embarazoso huésped”, “memo vestido con mis trajes, inútil, cacaseno” (1998: 56)– pasando revista a su existencia y a sus “noches gastadas”, ante el espejo de la confidencia y de la recriminación. Al igual que en Juaristi, la identidad se bifurca para señalar el distanciamiento, romper con la idea de confesionalidad y patetismo y revelar las diversas caras que puede albergar –en armonía o entreveradamente– la subjetividad.

La atmósfera autoficcional que imprimen a la obra estos textos –en especial, en los tramos más tardíos de su producción– acompasa la anunciada estrategia de la autonominación. La inclusión del nombre propio en variados poemas tiñe la poesía con sugerentes sospechas, jugando entre la verdad y la invención, entrecruzados en esta compleja categoría lingüística. El apellido del autor se incorpora en primer término en el extenso poema que cierra Arte de marear (1988), “Los tristes campos de Troya”. Este texto se desarrolla combinando la ironía y el sarcasmo como los principales ingredientes de la sátira. En una línea característica de su poesía, el poema actualiza en tono desacralizador materiales de la tradición heredada. En este caso, el título anuncia una suerte de “burlesco cantar de gesta” (García Martín, 1992: 159), en el que se satiriza el paso del sujeto por el servicio militar. En él, se actualizan lúdicamente tópicos de largo abolengo –como el ubi sunt­– y viejos formatos estróficos (una combinación de heptasílabos y mayoritarios endecasílabos que remeda la canción alirada). En este marco irónico, ingresan nombres propios, como “Machado”, “Franco” y los nombres de algunos compañeros con un paródico estilo épico: “¡Barquín, el marmolista de Tudela, / Segundo Fidias de cincel genial! / ¿Qué lápidas no habrías esculpido / en tu improbable cálculo renal?” (2000: 123). De esta suerte, el poema gana una cuota de verisimilitud y supuesto testimonialismo propicios para la aparición nominal: el ingreso del patronímico “Juaristi” refuerza ese talante autoficcional que reenvía al periplo biográfico del autor o, en todo caso, que emula dicho periplo, como experiencia fingida: “‘Me voy a por refuerzos. Juaristi, toma el mando. / Lleva al herido hasta la carretera. / Una ambulancia os estará esperando.’” (2000: 128).

Luego, el apellido ingresa de nuevo como parte del mundo ficcional en el texto que, otra vez, cierra un poemario: “Elegías a ciegas”, de Los paisajes domésticos (1992). Aquí, el uso del nombre propio refuerza la atmósfera pretendidamente autobiográfica al remitir a una línea genealógica y familiar. Prosiguiendo la revisitada vertiente paródica, se juega con el género clásico, es decir, se explota la dilogía de “elegía” en su acepción como subgénero lírico y también como verbo; y juega también con poemas de la tradición, en este caso, remedando el comienzo de la “Égloga primera” de Garcilaso: “Las dos hermanas ciegas de tu abuelo / pepita juntamente y Victoriana” (2000: 152). Estas dos hermanas serán las portadoras esta vez del apellido “Juaristi”, que se suma al topónimo “Bilbao” y al señalado parentesco para construir una estampa con claros ribetes autoficcionales, moviéndose entre la biografía y la ficción en la confluencia de datos empíricos y guiños literarios: el mencionado Garcilaso, Unamuno, Rubén Darío y la paródica recreación de su “Sonatina” y, por último, la estrofa final que, en una línea metapoética, subraya la búsqueda del ludismo en las posibilidades dinámicas de la palabra poética:

Imaginas acaso un Bilbao fin de siglo,
y en el balcón las pobres señoritas Juaristi
[…]
Solo un pretexto impuro para un tosco retruécano
en el verso final, pues, aunque tú lo niegas,
como las infelices hermanas de tu abuelo,
entonces –y ahora y siempre– elegías a ciegas (2000: 153).

En Renta antigua (2012), por último, aparece también el apellido pero esta vez del lado materno: “Linacero”. En el poema homónimo, se apela nuevamente a la dilogía entre nombre propio y sustantivo, al aludir desde el epígrafe en latín a una segunda acepción no designativa sino connotativa del concepto-apellido: la de “linacero” como pájaro. Esta significación se anuda al linaje a lo largo del soneto, cuyos primeros versos dicen: “Mi linaje repúblico y maqueto / da almas nobles y cuerpos deslucidos”. De este modo, a partir de esta original adjetivación, se contraponen ambas ascendencias, señalando no sólo la estirpe “república” –o “patricia”, según la RAE-, sino también las raíces “extranjeras” –es decir, no vascas, tal como indica el singular término de procedencia vasca “maqueto”– por parte materna, en este caso, leonesas. El nombre propio entrecruza pues los cauces designativos con el carácter sustantivo: “Nuestro tótem, un pájaro discreto” (2012: 67), tornando difuso el tenor autobiográfico de la nominación, y explotando en una nueva arista las posibilidades plurales –semánticas, en esta ocasión– del lenguaje poético.8

Conclusiones: usos y genealogías nominales

El ingreso del nombre propio del/la autor/a como parte del poema es un mecanismo antiguo y presente también en otros poetas coetáneos, como señalamos, pero, en vínculo con la obra de Juaristi, abreva de los claros precursores del “medio siglo”, cuyo magisterio es declarado por Juaristi en diversos textos, ficcionales y también ensayísticos: Ángel González y Jaime Gil de Biedma. La creación de un personaje poético reenvía especialmente a estos maestros: en el catalán, con la señalada conformación de un doble homónimo que marca el más radical gesto de distanciamiento y que, incluso –a la manera de los ominosos doppelgänger de la tradición anglosajona–, termina con su muerte poemática. En cuanto a González, la constitución de un personaje poético se vislumbra ya en sus primeros libros –sobre todo en poemas como “Para que yo me llame Ángel González”, “Me basta así”, “Preámbulo a un silencio”, entre otros–, y atraviesa toda su producción. En un movimiento descripto por el asturiano en su faceta autopoética, este personaje varía con el correr del tiempo, desde un trazo más “autobiográfico” en sus inicios, hasta una mirada escéptica, e inclusive lúdica y paródica en sus figuraciones posteriores. No obstante, en el artículo “…soy poeta?”, González postula algunas cavilaciones que aluden a la concordancia intrínseca entre ficción y vida: “me resisto a confinar en el pasado ese residuo de mí mismo, a desprenderme de ese yo que es otro, pero que ahora, cuando los dos estamos acercándonos a un final inevitable, noto que me hace muchísima compañía” (1998: 35).

En esta misma línea, Juaristi reflexionaba –incluso antes que el ovetense, en 1996– en torno de su singular “criatura” y su funcionalidad poética. Con imágenes prácticamente idénticas a las gonzalianas, en la senda abierta por Machado y proseguida por los maestros del “medio siglo”, este personaje establece una relación de complementariedad con el poeta. Decía, recordemos, el autor: “No he llegado a identificarme del todo con él, pero me ha hecho compañía en mis peores ratos”. Este “ser ficcional” que se apropia de la primera persona, por momentos, o al que se interpela en la poesía, con o sin nombre propio, parece exceder el regodeo narcisista y ensimismado del que hablaba Doubrovsky, como simple “aventura del lenguaje”. Si bien sus trazos se solazan en el estatuto ficticio de su constitución, ello no impide una proyección hacia el autor que encuentra en su criatura un espejo con indudable parecido. Gil de Biedma afirmaba en una frase harto citada “yo creía que quería ser poeta, pero en el fondo quería ser poema” (1982: 208); de este modo, subraya su naturaleza “como persona, máscara” (Romano 2003: 2000) o “simulacro” (Cabanilles, 1989: 153). En cambio, la construcción de ese “otro” compuesto por Juaristi –homo dúplex (Abuín González, 1998), sujeto autoficcional, personaje poético o simplemente “Juaristi/Linacero”–, parece cifrarse en la convivencia paradójica de ambos: “poeta” y “poema”, siguiendo la metáfora biedmana, se sobreimprimen en una figuración subjetiva que revela la coexistencia de múltiples y divergentes yos.

Alberca señala como una de las matrices del “pacto ambiguo” de la autoficción la consideración heterogénea y multifacética de un sujeto que alberga “un hervidero de múltiples yos” (2007: 20). Del mismo modo, Oleza ha planteado algunas de las características centrales de lo que denomina el “realismo posmoderno”: en esta segunda cara de la posmodernidad, que no se ciñe a la “autosuficiencia del lenguaje poético y la clausura del texto artístico respecto de la realidad y la vida” (1996: 40), se subraya “la conciencia de un sujeto descentrado, desyoizado […], un sujeto que ha perdido su universalidad, su arrogante centralismo, y que se sabe sujeto de diferencias, sujeto relativo” (1996: 40). Si bien el crítico parte de un corpus de textos narrativos, este planteo parece interesante para pensar el arte en general de las últimas décadas y, así, también el panorama poético peninsular, en especial la denominada “poesía de la experiencia” a la que se asocia –con sus singularidades– Juaristi. Recordemos que Luis García Montero hablaba de “una musa vestida con vaqueros” al referirse a una “poesía cercana a la vida”, “cuyo protagonista no se representa a sí mismo como héroe […], sino como ciudadano normal, ciudadano que habla en el mismo lenguaje de su sociedad” (García Montero 1994: 24). En el final de la “Poética definitivamente cansada” ya citada, nuestro autor alude asimismo a una “musa postmoderna”, una musa descripta de manera irónica como “nuestra groupie”, “una golfa arrabalera” que no desdeña la confluencia de elementos de las procedencias más disímiles, desde los clásicos a los boleros, el kitch¸ etc. (Juaristi, 1999: 13).

De este modo, los diversos rostros y pliegues de la identidad poética que diseña Juaristi a través de su personaje y con el ingreso del antropónimo como espejo de un yo múltiple, permiten una conexión natural con el ideario de la posmodernidad y su conciencia de la dispersión de la subjetividad. No obstante, ha interesado destacar que esta ruptura con la consideración unívoca del sujeto cartesiano no es una fórmula privativa del pensamiento de las últimas décadas. Por el contrario, no sólo en Machado y su “esencial heterogeneidad del ser”, con la construcción de sus apócrifos,9 sino que ya en el Romanticismo advertíamos esa subjetividad irónica que habilitaba los dobles –y dobleces– del yo, el distanciamiento autocrítico y autoconsciente respecto de un carácter monolítico y singular. Muchas de las líneas “autoficcionales” vislumbradas en Juaristi entonces, se enmarcan en una genealogía que excede el paradigma de la posmodernidad, y que se nutre de fuentes diversas, más amplias y anteriores, orquestada por un autor que “desparrama su voz en muchas voces” –como dice en “Poética freudiana”– y que nos alerta sobre las máscaras y sombras de ese otro poeta, colega y falsario.

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1 En su Poesía reunida, por ejemplo, señala que “cuando se trata de poesía, hay que tomar precauciones. Se corre el riesgo de confundirla con lo que no es (una religión, una forma de vida…). Prefiero considerarla un entretenimiento, lo que se acerca, creo yo, a su auténtica condición” (Juaristi, 2000: 7). A su vez, en 1998, decía que “la poesía es para mí un divertimento, una afición, algo con lo que paso el rato; si no, sería realmente aburrido” (1999: 12). También, prosigue en el mismo camino al afirmar que “alguna vez la he definido incluso como un desahogo más o menos entretenido o ameno con el que lleno el tiempo que me dejan libre otras actividades” (11).

2 En las visiones más tradicionales del género –en particular asociadas al Romanticismo– la poesía fue concebida desde un tenor confesional, como efusión de un sujeto que, en consecuencia, se tornaba en un “sujeto ético” (Combe, 1999: 129). Esta postura, como puede suponerse, privaba a la poesía del estatuto ficticio de la enunciación, que sí concernía en cambio al resto de los géneros. Posteriormente, desde posicionamientos variados, múltiples autores han objetado esta tendencia que ubica la poesía en el terreno de la “dicción” (Genette), al refutar la idea de veracidad de los enunciados del sujeto lírico, reivindicando en cambio su estatuto ficcional o imaginario (Mignolo, Herrstein Smith, Lázaro Carreter, Culler, Pozuelo Yvancos, etc.). Como señala Combe, ya con la crítica al pensamiento romántico, en el debate filosófico de la Alemania de los años 1815 y 1820, en especial con Schopenhauer y Nietzsche, ingresará la reflexión sobre un sujeto lírico distinto de un sujeto empírico o real. En el encuentro de la filosofía posromántica con la poesía simbolista francesa se profundizará el debate en torno al yo lírico alejado de las concepciones biografistas (Combe, 1999: 131-133).

3 Pierre Bourdieu ha destacado asimismo la importancia del nombre propio desde una postura sociológica, al considerarlo un elemento de “totalización y unificación del Yo” (1997: 77); “un punto fijo en un mundo movedizo” (78) –dice, citando a Ziff–, que determina una constancia nominal en “estados diferentes del mismo campo social (constancia diacrónica) o en campos diferentes en el mismo momento (unidad sincrónica más allá de la multiplicidad de las posiciones ocupadas)” (78).

4 La exigüidad de estas páginas no nos permite revisar algunas perspectivas que buscan sortear las lecturas genéticas y proponer visiones más amplias del cruce entre poesía y autobiografía, como las recogidas por Romera Castillo y Gutiérrez Carbajo en su libro de 1999, consignado en la bibliografía.

5 Otros referentes fundamentales que han estudiado esta categoría y que dada la brevedad de este artículo sólo podemos mencionar son V. Colonna, J. Lecarme, P. Gasparini, J. Pozuelo Yvancos M. Ledesma Pedraz, A. Molero, E. Puertas Moya y A. Casas, entre otros. Todos ellos, aún con sus disidencias, confluyen en la visión que ata esta noción -concebida con frecuencia como “género– a la narrativa, y luego rescatan la presencia del “nombre propio” dentro de un proyecto explícitamente “novelesco” (o ficcional) como el principal asidero para este nuevo “pacto ambiguo autoficcional”.

6 La funcionalidad de la categoría de autoficción en el género lírico y, en particular, en la poesía española contemporánea, ha sido el eje de mi tesis doctoral, Poetas in-versos: ficción y nombre propio en Gloria Fuertes y Ángel González (2014). Allí, propongo por un lado las categorías diferenciadas y complementarias de un espacio autoficcional (con la inclusión de topónimos, otros nombres propios, circunstancias vitales o paratextos que remiten de modo inequívoco al/la autor/a) y, por otro, la construcción identitaria de un sujeto autoficcional, compuesto en el enlace de dos ejes: el autobiográfico y el autorreferencial. Es decir, la figura poemática con el nombre del autor que se define a la vez como sujeto-poeta, como una ficción de autor o correlato autoral.

7 Se recomienda consultar la antología Vidas en verso. Autoficciones poéticas, editada por L. Scarano (2014).

8 Lanz estudia la composición de un “personaje civil” en la poesía de Juaristi en relación con los que denomina “juegos intertextuales”; un personaje de poeta cívico que se construye “en los ecos textuales que una amalgama de citas hacen de él; una concepción de la escritura como memoria de la lectura, que se actualiza en el proceso de escritura” (2008: 16).

9 Juaristi ha escrito sobre la heteronimia (y su relación con el judaísmo) en “La estrella de la paciencia (notas sobre el marranismo machadiano)” (1999: 115-120).