“Tengo fe en lo que creo”: Rafael Alberti en el escenario de la poesía de Rafael Alberti

“Tengo fe en lo que creo”: Rafael Alberti on Rafael Alberti’s poetic stage

Mayra MOREYRA CARVALHO

Universidade de Sāo Paulo, Brasil

mayramoreyra@gmail.com

Impossibilia. Revista Internacional de Estudios Literarios, Nº 13, Páginas 63-84 (Mayo 2017). ISSN 2174-2464. Artículo recibido el 21/11/2016, aceptado el 27/02/2017 y publicado el 30/05/2017.

Resumen: El presente texto se dedica a dos composiciones de Rafael Alberti en las que el yo lírico exhibe el nombre propio del poeta: el poema “¡El tonto de Rafael!” (1928), y el poema escénico “El sexagenario” (1963-1965). A partir del marco de los estudios de autoficción (Alberca, 2007), entendida como un fenómeno amplio, que no se circunscribe al género narrativo sino que también se puede leer en la poesía (Scarano, 2011; Leuci, 2015; Lucifora, 2013), analizamos cuáles son los efectos que conlleva el hecho de que el poeta haya elegido nombrar el yo lírico como a sí mismo. Intentaremos demostrar que el movimiento autoficcional en Alberti se conforma no sólo como autoironía, sino que revela una reflexión sobre el arte literario, puesto que se trata de un yo que se interroga, se burla y se admite como creación para, en última instancia, cuestionar las presuntas certezas de la representación artística.

Palabras clave: autoficción, poesía, Rafael Alberti, representación, ironía, Yo lírico

Abstract: This paper examines two texts written by Rafael Alberti in which the lyric self is named after the poet himself: the poem “¡El tonto de Rafael!” (1928), and the dramatic poem “El sexagenario” (1963-1965). Based on autofiction studies (Alberca, 2007), taken as a wide phenomenon, not only narrative but also found in poetry (Scarano, 2011; Leuci, 2015; Lucifora, 2013), we analyze the consequences of the poet’s decision of giving the lyric self his own name. The paper tries to demonstrate this autofiction tool in Alberti’s work is both ironic and critical, once it means a reflection on the literary art by someone who inquires, makes fun and recognizes himself as a creation. In the end, this mechanism questions the certainties literary representation usually assumes.

Keywords: autofiction, poetry, Rafael Alberti, representation, irony, lyric self

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1. Apuntes hacia la relación entre autoficción y poesía

Desde que Serge Doubrovsky acuñó el término “autoficción” para referirse a la naturaleza novedosa de Fils –la novela que presentó a sus lectores en 1977–, el empleo del vocablo se ha extendido entre las y los investigadores de la literatura, una vez que resulta bastante ajustado para reflexionar sobre las narraciones que dilatan y barajan las fronteras entre realidad y ficción al llamar a un personaje con el mismo nombre de su autor/a empírico/a, y, a partir de ahí, incluir hechos reales en el entramado ficcional sin determinar límites entre ellos. Sin embargo, el hecho de que Doubrovsky haya pasado a la historia literaria como el padre del término no significa que el fenómeno ya no se diera de alguna manera antes. En la literatura española, por ejemplo, basta con recordar a Miguel de Unamuno como autor y autor-personaje en Niebla, cuya primera edición aparece en 1914. Asimismo, después de Doubrovsky, el procedimiento básico de la autoficción se desdobla y ocurre en distintas clases de relatos, como las autoficciones biográficas, las autoficciones fantásticas o las autobioficciones, según la nomenclatura que propone Manuel Alberca (2007) en lo que se refiere a las características de las diferentes novelas.

En efecto, es el propio Manuel Alberca, en su importante estudio sobre el tema, quien observa que la autoficción no cabe en la estrecha definición de género, pues se trata de un fenómeno que no es únicamente literario, sino que se manifiesta en otras artes y “se caracteriza por el hibridismo y la mezcla de elementos diversos” (2007: 160). Aunque en su trabajo El pacto ambiguo (2007) el investigador se dedique en exclusiva a la novela y ofrezca un concepto de autoficción,1 el hecho de que reconozca el término como un fenómeno amplio que no se circunscribe al género narrativo ha propiciado la posibilidad de pensar, a partir de los parámetros teóricos de la autoficción, otras formas de expresión artística en que el/la autor/a empírico/a y el ente ficcional aparecen identificados con el mismo nombre. Esta posibilidad acoge, por ejemplo, los poemas en los que el sujeto lírico presenta el nombre propio del/la autor/a.

Si bien la poesía es un terreno en que cierta clase de lectores, e incluso de críticos, aún siguen insistiendo en no delimitar completamente la distancia entre el yo lírico y el autor empírico, un abordaje cuidadoso de un poema exige que se tenga en cuenta su estatuto de creación verbal, del cual deriva una consecuencia extremadamente importante: la noción de yo lírico como una construcción. No nos parece exagerado reclamar dicha condición, pues, como observa Laura Scarano:

[…] ni siquiera un siglo de saneamiento metodológico para depurar de sustancialismo al yo lírico y superar la convencional atribución del poema a su autor real, han sido suficientes para eliminar nuestros prejuicios a la hora de interpretar el juego de la subjetividad en el género lírico (confesionalismos románticos malinterpretados, encasillamiento del género en la enunciación en primera persona, énfasis en la función emotiva o expresiva de modo excluyente, marginación de la lírica del ámbito ficcional presentándola como “dicción” o “enunciado de realidad”, etc.) (2011: 222).

Desde nuestra perspectiva, las cuestiones planteadas por ese debate deben funcionar como premisas muy claras al momento de considerar un poema en el que el yo lírico está identificado por el nombre propio del/la poeta. Primeramente porque, si el poema es, ante todo, una creación verbal, no interesa que una se ocupe por buscar correspondencias entre el yo figurado en el poema y la persona real del poeta; tampoco importa pensar en qué grado el yo lírico se parecería al poeta o hasta qué punto lo que se escenifica en el poema sería “verdad”. En realidad, lo que nos parece más relevante es que una se pregunte cuáles son los efectos que conlleva el hecho de que el poeta haya elegido nombrar el yo lírico como a sí mismo. ¿Qué actitud frente a entidades como el “yo”, el “lenguaje” y la “poesía” estaría implicada en dicha elección? Y, en la estela de esa cuestión, ¿cómo está construido el yo lírico que se identifica con el mismo nombre del poeta?

Una vez atentas a la enredada situación que aquel acto de nombramiento genera, nos dedicamos a pensar en este texto dos composiciones de Rafael Alberti en las que el yo lírico exhibe el nombre propio del poeta: el poema “¡El tonto de Rafael!”, y el poema escénico “El sexagenario”. Es importante observar que, en el primero, el yo lírico se presenta como un tonto, y, en el segundo, se burla a partir de su desdoblamiento en distintos personajes. Esta peculiar configuración exige que consideremos dos aspectos: por una parte, el yo lírico recibe el nombre del autor editorial del poema, lo que apunta hacia una referencia extratextual, es decir, a una realidad que rebasa el ámbito estrictamente poético. Por otra parte, la identificación con el tonto y la puesta en escena de otro yo presuponen un movimiento en sentido opuesto, es decir, la referencia concreta se convierte en un personaje que, a la vez, remite a una larga tradición literaria y cinematográfica, lo que hace que la dimensión de creación artística regrese al primer plano. Por lo tanto, a partir de esa dinámica –cuyo trayecto tendría como mojones el yo-lírico, el nombre propio, la referencia externa, el tonto/el personaje, la referencia literaria y cinematográfica, y, una vez más, el yo lírico– se puede decir que, en los poemas en que incluye su nombre, Rafael Alberti opera un verdadero espejismo. De ahí que intentaremos demostrar que el movimiento autoficcional de construcción de un yo tonto se conforma no sólo como autoironía, sino que revela una reflexión sobre el arte literario y lo que se comunica y se representa, puesto que estamos delante de un yo que se interroga, se burla y se admite como creación.

2. “¡El tonto de Rafael!”: desconcierto y anarquía en la poética de Alberti

Por algo yo me canté a mí mismo, en un poema, una breve letrilla, […]. ¿El tonto? Sí, pues lo era, o me lo hacía, en aquel tiempo –el tonto, pero entiéndase bien, poéticamente […].
Rafael Alberti (1985).2

“¡El tonto de Rafael!” se publica por primera vez en el número 5 de la revista Lola3 en abril de 1928. Desde su primer número, Lola se presenta como una publicación “Sin temor a los líos que la [sic] armen, desenvuelta, resuelta y española, aquí tenéis a Lola que dirá lo que debe callar Carmen”. El propio poeta recuerda ese carácter de Lola en un texto de 1985: “[…] la hermana alegre, punzante y mordedora de la lírica Carmen […]” (Alberti, 2009: 823). En cierto sentido, el poema de Rafael Alberti corresponde a este tono irreverente e irónico de la revista y de los otros textos que en ella se publican. “¡El tonto de Rafael!” aparece acompañado de otro poema, “¡El tonto de Rafael! (Retrato por un fotógrafo al minuto)”, en la sección intitulada “Variaciones a cuatro manos”, que no identifica los nombres de los autores. Brian Morris afirma que la segunda composición es anónima (2008: 58), mientras que Jaime Siles, en las notas del primer volumen de la poesía de Alberti, que está a su cuidado, informa que el poema lo compuso Gerardo Diego (Alberti, 2003: 708), lo que nos parece probable, puesto que el poeta santanderino era el director de la revista.

“¡El tonto de Rafael! (Retrato por un fotógrafo al minuto)” se configura, en efecto, como una variación sobre la poesía de Alberti, ya que toma elementos de Marinero en tierra, Cal y canto, Sobre los ángeles, cuyos textos ya se conocían por las publicaciones en revistas, y el propio “¡El tonto de Rafael!”, y los reordena a partir de la representación del poeta como tonto. En el poema, se observa un juego sarcástico e intencionalmente dubitativo sobre la identidad del tonto, ya que se menciona otro nombre, Rogelio (posiblemente el poeta Rogelio Buendía), caracterizado como “malange”, término andaluz que designa a una persona desagradable. Sin embargo, como se acumulan una serie de imprecisiones, parece que la calidad de tonto se irradia a todas las figuras del poema y el engaño es la verdadera lógica que lo rige.

Lola se vuelve a ocupar del tema del tonto –o del poeta tonto– en sus números siguientes, 6 y 7, los últimos de la revista, que se publican en junio de 1928. En esta oportunidad, presenta una “tontología”, una antología de versos malos de poetas buenos, o de versos buenos de poetas malos, como explica, sin aclararlo completamente, el “tontólogo”. En esa edición de Lola, junto a poemas de Antonio Machado, Manuel Machado, Juan Ramón Jiménez, Enrique Díaz-Cañedo, Ramón Pérez Ayala, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Gerardo Diego, Manuel Altolaguirre, Federico García Lorca y Dámaso Alonso, salen tres poemas de Marinero en tierra.

Esta breve noticia de Lola es importante porque demuestra que el poema “¡El tonto de Rafael!” no nace de una preocupación individual del creador Rafael Alberti, sino que se inserta en un contexto de discusión más amplio. Los siete números de Lola señalan una actitud que va en contra del academicismo y de la poesía ampulosa y, por lo tanto, revelan la consciencia crítica de ese grupo sobre su propia escritura y la de sus contemporáneos. Asimismo, a ese entorno se incorpora el hecho de que el autorretrato se constituye como un subgénero en la época, según señala Rafael Alarcón Sierra (2000: 161) en su análisis de El mal poema, de Manuel Machado. Si bien esa obra se publica por primera vez en 1909 y su sentido irónico y transgresor se ubica en el momento de crisis de la poesía romántico-modernista, las cuestiones a que Manuel Machado se enfrenta en esos poemas –la “coincidencia entre la escritura y la vida”, el “engaño artístico”, “la separación entre el poeta, el lenguaje y el mundo” (Alarcón Sierra, 2000: 172-179) – siguen vigentes con otros matices en la década de 19204. En efecto, es importante tener en cuenta el contacto de Manuel Machado con los jóvenes poetas de aquel momento en las tertulias literarias de Madrid, como lo recuerda el propio Alberti: “[…] era el mismo ágil, simpático y gracioso de sus poemillas y coplas, llenos de quiebros y requiebros, de cortes y recortes, de ángel y salero del más puro sevillanismo […]” (Alberti, 2009: 322).

Algunos años más tarde, Rafael Alberti decidirá incluir “¡El tonto de Rafael!” en la segunda edición de su obra El alba del alhelí, en 1934 (la primera edición había sido publicada en 1928). Esa inclusión tardía es significativa cuando se considera que en aquel momento Alberti podría haber ubicado ese poema en obras que parecerían más adecuadas a la cuestión que en él plantea, como Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos, que se publica como libro en 1929. Sin embargo, nos parece que Alberti quiso indicar, al final de El alba del alhelí, el principio del proceso de corrosión que se verificará en sus tres obras de finales de los años 20: Yo era un tonto…, Sobre los ángeles y Sermones y moradas. Es decir, aunque parecería lógico que “¡El tonto de Rafael!” estuviera en uno de esos tres libros, su inclusión en El alba del alhelí pasa a significar, en la obra completa de Rafael Alberti, un anuncio de la crisis personal y artística que el poeta enfrentará y figurará en sus composiciones posteriores.

Como se observará, la aparente frivolidad y facilidad del poema es un nivel más de la densa red de sentidos que Rafael Alberti moviliza para cuestionar las presuntas certezas del poeta-creador, y, en consecuencia, las del público lector.

¡EL TONTO DE RAFAEL!
(AUTORRETRATO)
Por las calles: ¿Quién aquél?
–¡El tonto de Rafael!
Tonto llovido, del cielo,
¡del limbo!, sin un ochavo.
Mal pollito colipavo
sin plumas, digo, sin pelo.
¡Pío-pic!, pica, y al vuelo
picos le pican a él.
–¿Quién aquél?
–¡El tonto de Rafael!
Tan campante, sin carrera,
no imperial, sí tomatero.
Grillo tomatero, pero
sin tomate en la grillera.
Canario de la fresquera,
no de alcoba o mirabel.
–¿Quién aquél?
–¡El tonto de Rafael!
Tontaine, tonto del higo,

rodando por las esquinas
bolas, bolindres, pamplinas
y pimientos que no digo.
Mas nunca falta un amigo
que le mendigue un clavel.
–¿Quién aquél?
–¡El tonto de Rafael!
Patos con gafas, en fila,
lo raptarán tontamente
en la berlina inconsciente
de San Jinojito en lila.
¿Qué run-rún, qué retahíla
Sube el cretino eco fiel?
¡Oh, oh! ¡Pero si es aquél
el tonto de Rafael! (Alberti, 2003: 340-341).

El poema, que alterna versos octosílabos y tetrasílabos, tiene una disposición paralelística. Esta herencia de la lírica de tipo popular de la Edad Media se manifiesta en la existencia de los dos versos que funcionan como un estribillo enmarcando cada estrofa: “– ¿Quién aquél?/ –¡El tonto de Rafael!”. Asimismo, las repeticiones de palabras y sonidos estructuran el poema y lo organizan rítmicamente a través de un juego de simetrías, reiteraciones y variaciones. En la primera estrofa, por ejemplo, la sonoridad de las consonantes “l” y “p” –“llovido”, “limbo”, “pollito”, “colipavo”, “plumas”, “pelo”, “pío-pic”, “pica”– convoca a un ejercicio entretenido y a la vez desorientador. Este andamiaje del poema es un rasgo muy importante porque señala la elección de Alberti por un linaje literario, es decir, una poesía ibérica de matriz popular. Efectivamente, desde su estreno con Marinero en tierra y en las siguientes obras de los años 20, el poeta ya había establecido esta relación con la lírica popular de la Edad Media, verificable tanto en el aspecto formal como en los motivos, a los que añade su trabajo primoroso de construcción metafórica. Conviene saber que, en su tiempo, la lírica española de tipo popular representó un acto de indisciplina frente a los preceptos de la poesía cortesana, su ideología del amor y sus técnicas refinadas (Frenk, 2010: 14). En este sentido, Alberti replica la postura contraventora de la lírica medieval al perfilarse a su tradición.

Además, el hecho de lograr hacerlo con perfección, es decir, su extremada habilidad en manejar la doble faz del signo lingüístico, contrasta con la torpeza que se esperaría de un tonto. Como observa Morris, “Lo que demuestra el poema es que este tonto ejerce pleno dominio sobre la rima, el ritmo y el lenguaje, que él es inventivo y fantasioso […]” (2008: 63). Este aparente descompás entre la forma, que revela la destreza del poeta, y el contenido, que deprecia este mismo sujeto, en realidad, ya indica la compleja ironía que se está armando en este poema.

En otro nivel de la estructura de “¡El tonto de Rafael!”, es posible reconocer una organización dramática. El estribillo, además de otorgarle musicalidad, se asemeja al coro del teatro, puesto que, en este repetido diálogo, resuenan voces indefinidas del pueblo que van caracterizando el yo lírico mientras este se mueve de manera inhábil y torpe por el espacio. El escenario es la calle y toda la ambientación del poema es popular, cotidiana y prosaica. Ese espacio por donde transita el Rafael figurado se determina en el primer verso y desata toda la atmósfera de rebajamiento que domina el poema: Rafael va por las calles, es un ave común y doméstica caída del cielo. La imagen del ave que cae remite al célebre poema “El albatros”, de Charles Baudelaire:5

EL ALBATROS
Por divertirse suelen algunos marineros
Cazar albatros, grandes pájaros de los mares,
Que siguen, de su viaje dóciles compañeros,
Hasta amargos abismos el rastro de las naves.
Mas cuando les colocan encima de las tablas,
Los príncipes del cielo, torpes y avergonzados,
Míseros abandonan sus grandes alas blancas
Como si fueran remos colgando en sus costados.
¡Qué cobarde y qué frágil es el viajero alado!
¡Cuán ridículo y feo el que fue tan hermoso!
¡Uno con una pipa su pico ha golpeado!
¡Al inválido imita otro haciéndose el cojo!
A este rey de las nubes se parece el Poeta:
Desafía al arquero, vive en la tempestad;
Por las burlas cercado, exiliado en la tierra,
Sus alas de gigante le impiden caminar (Baudelaire, 2011: 131).6

El poema francés plasma de manera ejemplar el desconcierto del poeta moderno frente a un mundo falto de las condiciones de posibilidad para su existencia y la de su poesía. Esta conciencia se verifica igualmente en la forma, que pone en choque la solemnidad del verso alejandrino francés y la crisis del lirismo, representado por este mismo verso. Para lograr ese efecto, Baudelaire todavía presenta un ave bella, el gran rey del azul. En el poema de Alberti, por su parte, el ave no tiene siquiera un rasgo mínimo de belleza, es nada más que un “mal pollito colipavo” destituido de valor. Esta condición se evidencia, por ejemplo, en las repeticiones de la preposición “sin” –”sin un ochavo”, “sin plumas”, “sin pelo”, “sin tomate”. Se nota que, si bien los dos poemas escenifican el desarreglo del poeta en un mundo en el que él ya no se integra, Alberti no elige un tratamiento grave de la cuestión, sino que decide por un tono grácil en el que, sin embargo, no deja de latir una inquietud.

El ambiente popular que la primera estrofa instituye se extiende hasta los últimos versos y extrapola los límites del poema, pues las voces que le dicen tonto al poeta reverberan: el estribillo se transforma en retahíla, o sea, pasa a ser una suerte de juego oral que se incorpora a la memoria del pueblo por la sonoridad que le confieren la métrica y la rima: “¡Pero si es aquél/el tonto de Rafael!”. La retahíla suele ser un juego de carácter infantil, sin embargo, la repetición que implica estalla, en el poema, “el cretino eco fiel”, o sea, se deflagra un proceso corrosivo de la idea de inocencia.

Ahora bien, notamos a partir de este breve comentario que se configura en el poema una complicada relación entre oralidad, infantilidad y memoria popular de un lado; y rebajamiento del poeta y de la poesía de otro. Se podría interpretar esta combinación entre lo naif y lo negativo como un signo de inconsistencia, a lo que se sumaría el hecho de que son otras voces que le dicen tonto al poeta y no la suya no obstante la autorreferencia que el subtítulo señala –el poema es un autorretrato. A lo mejor, todas esas características indican que no es posible considerar el estatuto de tonto de Rafael Alberti de manera llana.

En efecto, “¡El tonto de Rafael!” instaura un desdoblamiento del yo en clave profundamente irónica, y no se trata de una ironía sencilla, o sea, de una simple inversión entre lo que se dice y el significado, sino de un procedimiento que organiza la presentación del texto. Nos referimos a una ironía estructural7 que se construye y se sustenta en la ambigüedad, y cuyo resultado se manifiesta en la imposibilidad de definir el registro del poema. ¿Serio o cómico? ¿Alegre o melancólico? ¿Sincero o disimulado? Ninguna de esas polaridades puede abarcar “¡El tonto de Rafael!” en su totalidad porque este poema no se organiza a partir de oposiciones que se excluyen unas a las otras.

En esta atmósfera, la figura del tonto es el gran signo de la ironía estructural sofisticada que tiñe el poema. Este tonto de 1928, con su inquebrantable ambigüedad, preanuncia la compleja problemática que se presentará en Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos, cuyos poemas se redactan entre junio y noviembre de 1929. En dicha obra, la figura nace de una mezcla de dos referencias que, a primera vista, parecería improbable: se combinan los graciosos del teatro del Siglo XVII –Rafael Alberti toma el título de un habla del gracioso Chato, personaje de La hija del aire, de Calderón de la Barca– a los cómicos del cine mudo estadounidense, como Charles Chaplin, Buster Keaton o Harry Langdon, a los que el poeta se refiere en varios fragmentos de La arboleda perdida como “verdaderos ángeles de carne y hueso” (2009: 231).

Al contrario de lo que se podría suponer, la aproximación de esas dos figuras, con frecuencia marginadas por el orden aceptado como racional, no se traduce en poemas de tono cómico. En realidad, Alberti desvela la tristeza que, según su manera de mirar, existe detrás de esos personajes, un aspecto disonante que ya estaba en semilla en “¡El tonto de Rafael!”.

En un brillante texto sobre Yo era un tonto…, Anthony Geist descubre en la forma verbal que incorpora distintos códigos (tecnología, ciencia, matemática, cine, gramática) para presentar las situaciones absurdas protagonizadas por los tontos la manera como Alberti transfigura su conciencia del “fracaso del discurso poético tradicional” (Geist, 2003: 130). Geist señala que las construcciones afásicas y discontinuas de los versos, que muchas veces se presentan como telegramas, revelan el escepticismo albertiano respecto a la correspondencia perfecta entre significante y significado.

La lectura de Geist permite una mirada más amplia –y desde nuestra perspectiva más interesante– hacia la naturaleza del periodo tumultuoso que va de 1927 a 1930 en la poesía de Alberti, y que corresponde a Sobre los ángeles, Yo era un tonto… y Sermones y moradas. Más allá de una crisis personal, existe un poeta que se enfrenta a la “crisis del signo” (Geist, 2003: 130), que critica y rompe con la “banalidad del discurso tradicional” (2003: 134) y que “cuestiona la autoridad absoluta de la racionalidad” (135).

“¡El tonto de Rafael!”, como poema ubicado en ese mismo periodo crítico de la poesía de Alberti, no puede ser leído sin que se consideren esas complejas cuestiones. En este sentido, la ruptura de la solemnidad que se lleva a cabo en esos versos se presenta como una importante clave de lectura. Al figurarse como tonto, Alberti provoca un resquebrajamiento de la (auto)imagen del poeta como un vate o una entidad superior dotada para la creación de lo bello. Sin embargo, el rebajamiento que esa autopresentación acarrea, y que se esparce a varios niveles del poema, intuye una nota melancólica, y se revela como evidencia de que la poesía como forma de expresión se está apartando del cotidiano de las personas, hasta el punto en que el poeta se convierte en un tonto de que todos se ríen.

Esta doble repercusión generada por el lugar de tonto que el sujeto lírico asume no deja de marcar una postura crítica y divergente del poeta en relación a una poesía que sigue conservadora en sus medios y elocuente en su dicción. Además, se desvela la conciencia de Rafael Alberti respecto a la dimensión ilusoria del poder de la palabra poética, una vez que el poema destituye la lírica y el sujeto lírico de sus posiciones solemnes y seguras. Esos efectos –”desconcierto y anarquía”, para usar las palabras de Alberti (2009: 231)– resultan del “gesto autoficcional” (Lucifora, 2013: 320) llevado a cabo en “¡El tonto de Rafael!”. La “elocuente intromisión” (Leuci, 2015: 12) del nombre propio del poeta dispara una cadena de subversiones que afecta todas las unidades que presuntamente conforman el poema: la voz del poeta; el yo lírico; el mensaje; la palabra; la identificación del signo a una referencia; los topos literarios.

3. “¡El sexagenario”: los espectros del yo en escena

El desorden general frente al yo, al lenguaje y a la poesía es uno de los efectos más interesantes que el recurso de la autoficción instaura, como pudimos observar en “¡El tonto de Rafael!”. Casi treinta y cinco años después de la escritura de ese poema, encontramos a Alberti dedicándose a la composición de los textos que conformarán su obra Poemas escénicos, publicada por primera vez en Buenos Aires en 1962. Luego del traslado del poeta a Roma, terminados los años de su exilio argentino, habrá una nueva edición, en 1966, a la que se añadirán dos poemas. Poemas escénicos es una obra de carácter híbrido, como el título no deja de señalar, y el propio Rafael Alberti describe en el prólogo:

Poemas escénicos, líricos, dramáticos, tragicómicos, satíricos, burlescos… Para ser protagonizados, sobriamente, sin sombra de declamación, ya por actor o actriz. El suceso –o mínimo argumento– surge de modo natural, sin referencia de lugar, sin acotaciones, sin ninguna otra indicación escénica. Realmente, en algunos casos, pueden ser representados estos poemas por dos, tres o más personas, pudiéndose realizar con todos ellos –según se desee–, un pequeño programa (Alberti, 2004: 5).

Formará parte de esa obra a partir de 1972 el poema “El sexagenario”, en el que volveremos a encontrar el recurso autoficcional. Las tres escenas que lo configuran se habían publicado en Papeles de Son Armadans (1963), y el soneto que lo acompaña al final había aparecido en la revista La mujer soviética en 1965, como informa José María Balcells (Alberti, 2009: 968).

Será como espectro que el yo aparecerá en “El sexagenario”, que se compone de tres escenas de diálogo entre el sexagenario Rafael Alberti y el Alberti imaginado: en la juventud, con barbas negras; en la madurez, con barbas rojas; y a los sesenta años, con barbas blancas. Según entiende Rosario Martínez Galán (2003), basándose en las investigaciones de Kurt Spang y Gregorio Torres Nebrera, “El sexagenario” exhibe una estructura dramática que sigue lo anunciado en el subtítulo, en el que se lee: “En tres barbas y un rostro”. De hecho, este es el motivo bajo el que se organizan las tres escenas y el soneto final, respectivamente.

En “El sexagenario”, verificamos que las preguntas son la operación lingüística que mueve el diálogo en las tres escenas. Se observan la perplejidad y el desconcierto del yo anciano que se imagina hablando con su versión más joven. El sexagenario resiste al reconocimiento de su otro yo con barbas y por eso se interpela en tono dubitativo: “¿Qué usted soy yo?”. La repetición de la estructura interrogativa a lo largo de las escenas establece una relación con el poema de los años 20, “¡El tonto de Rafael!”, puesto que remite a la pregunta que allá se reiteraba como estribillo: “¿Quién aquel?”. Se puede entender que ambas interpelaciones son como un eco de la pregunta esencial por la identidad que persigue todo ser humano.

Para Brian Morris, dichas cuestiones articulan, aunque de forma “indirecta y despectiva” la “profunda preocupación” de Alberti “por sí mismo” (2008: 60). Si bien la observación del investigador es acertada, nos parece todavía insuficiente, pues se concentra en un problema personal y en la identificación de rasgos autobiográficos, y deja de considerar, por lo tanto, la reflexión hacia la propia escritura que supone la pregunta dirigida por el poeta a sí mismo. En efecto, cuando la imagen del autor empírico surge en el ámbito ficcional, como ocurre en “El sexagenario”, no se puede ignorar el impacto de ese dispositivo, una vez que “la autorreferencia compromete todos los componentes del texto al exhibir su condición de artefacto, pero también al problematizar de manera paradigmática la conflictiva relación entre las palabras y las cosas” (Scarano, 2011: 231). Es decir, analizar el Rafael Alberti que se divide en tres y sube al escenario también presupone una mirada hacia la propia obra, la puesta en perspectiva de su escritura. De hecho, el encuentro imaginario con el pasado hace que el poeta la revise. Así, el joven Rafael Alberti fue “un poeta /casi feliz […]/ soleado/ bajo los claros aires marineros” (Alberti, 2004: 97). El Rafael Alberti maduro cargaba su discurso artístico con la virulencia de los sentimientos de un sujeto obligado a marcharse al exilio:

–Espantoso, brutal, bestial, terrible.
Deslenguado, injurioso, maldiciente.
Venenoso el colmillo, agudo el diente.
Áspid la lengua, el ojo aborrecible.
Por corazón, el buitre más temible.
Por cabeza, una gárgola crujiente.
Por mano, la garduña más hiriente.
Y por verso, el escándalo inaudible (Alberti, 2004: 98).

Aunque la poesía escrita por Alberti cuando tenía cuarenta años corresponda a un periodo crítico de su vida, el personaje sexagenario rompe con el esperado respeto hacia versos de naturaleza tan punzante al decir: “Para mi poesía/ no quiero barbas con tan mala leche” (Alberti, 2004: 98). Otra vez más, observamos, como en “¡El tonto de Rafael!”, que la ambivalencia que subyace al gesto autoficcional imposibilita que se afirme que el yo lírico sexagenario haya simplemente sido irónico, o sea, que haya dicho una cosa para significar otra. Como se trata de una ironía más sofisticada, estructural, la pregunta por quién es el yo que habla permanece en suspensión porque no se busca aclarar la identidad, sino que se la pone en tela de juicio. Al fin y al cabo, interrogarse sobre la correspondencia entre un nombre propio y un sujeto empírico equivale a enfrentarse a la crisis del signo lingüístico, la relación entre palabras y cosas.

En la última escena del poema, con barbas blancas, el sexagenario se burla de las limitaciones físicas que aparecen en la vejez y del tono más comedido que se esperaría de un poeta de su edad.

Como un contrapunto al tono ligero y dinámico de las tres escenas, el soneto final, “El rostro”, parece integrarse para reponer la gravedad a este poema escénico. La forma clásica de la composición ratifica dicha impresión. Aunque también se verifique que el sujeto considera su vida en perspectiva, el soneto recobra, a principio, la unidad de tiempo y de identidad que se había diluido en el Rafael Alberti doble que dialogaba en las escenas. En “El rostro”, el tono se vuelve bastante afirmativo, se expresa la convicción sobre la propia vida y una confirmación de las actitudes pasadas y presentes:

EL ROSTRO
Ni barbas por adentro o por afuera.
Éste es mi rostro, el mío, el verdadero.
Tengo sesenta años, sí, y los quiero
llevar como quien lleva un bandera.
Fuera más joven, y aunque no lo fuera,
cantando, como siempre, alegre espero.
Vendrá otra edad, vendrá, pero primero
se tendrá que morir la primavera.
Tengo sesenta años. Amo al hombre,
al que mi siglo levantó, robusto,
las rodillas y en paz abrió la mano.
Tengo fe en lo que creo, porque es justo.
Aquí lo afirmo y firmo con mi nombre:
“Yo, Rafael Alberti, gaditano” (Alberti, 2004: 100).

Como si se cumpliera la expectativa construida por la forma ordenada del soneto, la última estrofa lo cierra con aparente racionalidad y certeza. La firma parecería coronar con seguridad las declaraciones de las estrofas anteriores. Sin embargo, el primer verso del último terceto inserta la ambigüedad en el poema otra vez y termina por desestabilizar la apariencia certera y positiva que se había perfilado en el discurso hasta aquí. “Tengo fe en lo que creo” es una frase que profana a la vez que consagra, porque toma un sentimiento religioso y, por lo tanto, dogmático, y lo atribuye a algo que es libre, amoral y humano, que es la creación artística. De manera insolente, el yo lírico aproxima fe y creación porque entiende que ambas prescinden de explicaciones racionales. En este sentido, se evoca también otra acepción que la forma conjugada “yo creo” puede asumir, es decir, “creer” o “crear”.

Con la creación puesta en el centro del escenario, las enterezas vuelven a disolverse, de manera que el sujeto sigue siendo el doble que se interrogaba en las escenas I, II y III del poema. En la estela de esa disolución, la firma –”Yo, Rafael Alberti, gaditano”– se convierte en simulacro de sí misma, puesto que está presidida por una suerte de fe declaradamente ambigua, la fe en la creación. El nombre, el apellido y el lugar de pertenencia, al contrario de representar al sujeto en el nivel legal como señor de lo que ha escrito, señala aquí la lucidez de Rafael Alberti respecto al estatuto de la escritura: el poeta tiene conciencia de que las palabras grabadas en el papel prescinden de su existencia; y de que el yo creado en la escritura vive ya en la escritura y no necesita de su aval para seguir teniendo sentido. En el último verso del soneto, la firma –trazos en una hoja de papel que el mundo burocrático ha transformado en signo de legitimidad– sintetiza la mirada crítica e irónica del poeta: a la vez que da testimonio de su ausencia garantiza la vida del poema. Al fin y al cabo, la firma le permite al poema ser la “máquina productora” que funciona y se da a leer y a reescribir a pesar de la desaparición de quien lo produjo o lo leyó (Derrida, 1971: 10).

4. Consideraciones finales

La clave para pensar el yo ficcional de Rafael Alberti, autonombrado y autoidentificado como un tonto, es la ambigüedad, una vez que, tanto en el poema de los años 20, “¡El tonto de Rafael!”, como en el poema escénico de la década de 60, “El sexagenario”, la alternancia entre lo ligero y lo grave; lo cómico y lo melancólico; lo seguro y lo incierto no permite una lectura unilateral e inequívoca. Asimismo, se debe tener en cuenta que el acto de autorreferenciación en el poema presupone “el repliegue del texto sobre sus propias condiciones de construcción” (Scarano, 2011: 234). Dicha perspectiva permite que se entienda el movimiento autoficcional de construcción de un yo-tonto o de un yo-personaje que se burla no sólo como autoironía, sino como reflexión sobre la naturaleza de la creación estética y su medida de comunicación y de representación.

Las apariciones del nombre propio de Rafael Alberti en su obra esparcen sobre ella una ironía corrosiva que invita a pensar sobre la naturaleza de conciencia que el poeta tenía sobre su propia creación, y la que nosotros/as, lectores/as e investigadores/as, cultivamos acerca de ella. A través de esas inserciones autoficcionales, Rafael Alberti se revela como un creador que interroga de forma permanente sus medios de expresión y su “verdad”; que confía en la palabra pero que duda de su presunto poder. Si la representación es la manera de vivir de Rafael Alberti, él nunca se olvida de que es representación; aunque siga creyendo en ella con la misma fe de los devotos.

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Referencias bibliográficas

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1 “[...] una definición clara y funcional podría ser la que sigue: una autoficción es un novela o relato que se presenta como ficticio, cuyo narrador y protagonista tienen el mimo nombre que el autor. Esta propuesta de definición, a la que me acojo y que planteo como un acuerdo de mínimos, tiene carácter fundamentalmente formal […]” (Alberca, 2007: 158).

2 El texto se publica en el apartado “Capítulos no incluidos en La arboleda perdida”, en el volumen Prosa II de las obras completas de Rafael Alberti, que se encuentra citado en la bibliografía (2009: 823).

3 Se puede consultar todo el contenido de los números publicados de la revista Lola en el Publicador de Revistas de la Edad de Plata. Disponible en: http://www.edaddeplata.org/revistas_edaddeplata.

4 Alarcón Sierra (2000:163-164) establece un linaje del autorretrato poético de tono irónico y crítico desde Cervantes en la literatura española hasta la significativa influencia de la poesía francesa medieval de François Villon evocada por Tristán Corbière y Paul Verlaine en el siglo XIX.

5 L’albatros. Souvent, pour s’amuser, les hommes d’équipage/ Prennent des albatros, vastes oiseaux des mers,/ Qui suivent, indolents compagnons de voyage,/ Le navire glissant sur les gouffres amers.// A peine les ont-ils déposés sur les planches,/ Que ces rois de l’azur, maladroits et honteux,/ Laissent piteusement leurs grandes ailes blanches/ Comme des avirons traîner à côté d’eux.// Ce voyageur ailé, comme il est gauche et veule!/ Lui, naguère si beau, qu’il est comique et laid!/ L’un agace son bec avec un brûle-gueule,/ L’autre mime, en boitant, l’infirme qui volait!// Le Poète est semblable au prince des nuées/ Qui hante la tempête et se rit de l’archer;/ Exilé sur le sol au milieu des huées,/ Ses ailes de géant l’empêchent de marcher (Baudelaire, 2012: 134-135).

6 Traducción de Elisa Martín Ortega (2011: 131).

7 La idea de ironía estructural remite a las reflexiones de Northrop Frye, quien, en su teoría de los modos ficcionales, habla de la ironía trágica en la que el héroe es inferior a nosotros mismos en fuerza e inteligencia. Frye observa que en la ironía sofisticada, a diferencia de lo que ocurre en la ingenua, el autor no llama la atención para el hecho de que es irónico, sino que incluso finge no saberlo. La figura producida por este tipo de ironía no es culpable o inocente; es más bien el “payaso lúgubre” encarnado en Chaplin (Frye, 2014: 145-167).