Autoficción en la novela:
realidad, ficción y autobiografía

Autofiction in the novel: reality, fiction and autobiography

Antonio POZO GARCÍA

Universidad de Sevilla, España

a_pozo_91[at]hotmail.com

Impossibilia. Revista Internacional de Estudios Literarios, Nº 13, páginas 1-20 (Mayo 2017) ISSN 2174-2464. Artículo recibido el 08/12/2016, aceptado el 03/04/2017 y publicado el 30/05/2017.

Resumen: El objetivo de este artículo es presentar un análisis sobre el neologismo autoficción. Centraremos la atención en el arraigo del término en el género narrativo y en las dispares opiniones que sobre este han aparecido. Esto nos ayudará, después, a exponer aquellos procedimientos literarios que, creemos, están presentes en las novelas autoficcionales, así como el papel que juega el escritor autoficcional en estas obras, y las formas de lectura y de interpretación con que suelen recibirse entre los lectores. Todo ello con la finalidad de presentar una idea que, si no definitiva y cerrada, sea lo menos ambigua e incierta posible, sobre qué entendemos hoy por autoficción.

Palabras clave: autoficción, realidad, ficción, autobiografía, novela, autor, personaje, lector

Abstract: The aim of this article is to present an analysis of the neologism autofiction. We will focus our attention on its presence in the narrative genre and the different opinions that have been said about it. This first approach will help us later to explain the literary procedures that we believe are present in the autofictional novels, likewise the role that the autofictional writer plays in these works and how the readers receive and interpret them. Thus, all of this leads to an idea that, if not final and closed, is not that uncertain or ambiguous as it was before, about what we understand when we use the word autofiction.

Keywords: autofiction, reality, fiction, autobiography, novel, author, character, reader

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Desde que en 1977 el escritor francés Serge Doubrovsky acuñara, en su novela Fils, el término autoficción,1 este “se ha popularizado de manera ostensible y se usa ya por doquier, tanto en las aulas universitarias como en ámbitos no académicos” (Casas, 2012: 10). Ha gozado, además, de numerosas y diferentes interpretaciones, y ha traspasado fronteras hasta llegar, a finales de los noventa, a la española.

Cuando nos referimos a la autoficción atendemos a un tipo de literatura que reúne los conceptos de autobiografía, realidad y ficción. Estos se introducen en el subgénero novelesco mediante la figura de un/a autor/a que, al fabricar una identidad análoga a la propia, se presenta a sí mismo/a como narrador/a y personaje de la trama literaria.2 Esta dialéctica entre realidad y ficción, y la tensión del binomio con los juegos autobiográficos, se han convertido en uno de los ingredientes más significativos de una nueva manera de narrar cuya novedad radica en su “capacidad de metabolizar lo real para, a través de la mentira ficticia, acercarse más a ‘lo cierto’” (Escartín Gual, 2015: 31).3

A la hora de abordar esta práctica novelesca resulta necesario reparar en la problemática que presenta la escritura autobiográfica, “que se escapa por las rendijas de todo aquello que pretenda constreñirla en un esquema totalizador” (Angosto Martínez, 1996: 233). Así lo apunta María Caballero Wangüemert en su libro Las trampas de la emancipación:

¿Hablamos de autobiografía como bios, en el sentido utilizado por Gusdorf, es decir como relato que privilegia la vida, el referente extratextual? ¿O en el de autos, que suele asociarse a Olney y que vuelve los ojos hacia la intimidad, el yo mismo de la persona? ¿O lo hacemos privilegiando la graphe, como una metáfora que el sujeto construye de sí mismo? (Caballero Wangüemert, 2012:14).

Intervienen en este ámbito autobiográfico conceptos complejos y de difícil definición, como son los de realidad y ficción, que además convergen en las obras provocando una dificultad terminológica y descriptiva a la hora de clasificarlas.4

Se refiere a tal situación José Romera Castillo en La literatura como signo (1981).5 Hace en este ensayo un recorrido histórico por los planteamientos y obras que se han centrado en el factor autobiográfico. El apartado que nos interesa lleva por título: “Relatos autobiográficos de ficción”. En el rótulo mismo apreciamos el tratamiento en conjunto de los tres ingredientes citados anteriormente: autobiografía, que lleva implícita la connotación de realidad, y ficción. Para el autor, este tipo de relatos “se diferencian de la autobiografía por la relación de semejanza existente entre la historia vivida por el personaje de la escritura y la del autor que la escribe. Mientras que en la autobiografía hay una identidad entre el autor-narrador-personaje” (Romera Castillo, 1981: 27).

Esta confluencia lleva a la necesidad de hallar un nuevo término que ocupe ese vacío léxico. Surge de esta forma el concepto de autoficción. Así lo defiende Manuel Alberca, quien, después de dar una breve descripción del término en “La autoficción, ¿futuro o pasado de la autobiografía española?” (2002),6 se centra en la repercusión que ha tenido la voz en España. Según su visión, la autoficción sería una nueva forma de referirnos a una tipología emergente de literatura autobiográfica;7 o bien, como se ha señalado antes, una voz que vendría a suplir la carencia designativa que encontramos a la hora de clasificar ciertos escritos (Alberca Serrano, 2002: 40-41).

Trata también de esta conjunción entre realidad, ficción y autobiografía Luis Villamía en un artículo que enfatiza la afirmación de Pozuelo Yvancos: “La experiencia autobiográfica en la novela ha sido un fenómeno que ha existido siempre, sin embargo, la autoficción sobrepasa e instaura nuevos límites […]. Así, la distinción entre lo histórico y lo inventado se difumina” (Luis Villamía, 2006: 73).

Daniel Jiménez (2012), por su parte, realiza un trabajo de compilación sobre el término autoficción, en el que presenta distintas interpretaciones dadas por autores contemporáneos, cuyas obras se ven impregnadas del componente autoficcional. Entre las más importantes, o las que a nuestro parecer nos pueden resultar más útiles, mencionaremos las que ofrecen Carlos Pardo, Marcos Giralt Torrente o Lolita Bosch. El primero de ellos defiende que el vocablo autoficción “se utiliza como un eufemismo de autobiografía, un género que en nuestro país siempre se ha considerado menor, por no decir indigno o inmoral” (Jiménez, 2012: 55). A su vez, Marcos Giralt Torrente cree que “toda ficción es autobiográfica en último término” (Jiménez, 2012: 55), pues todo lo que va a ser creado por la imaginación proviene, según Giralt, de la realidad, o sea, del día a día vivido por el autor. Finalmente, resulta muy atractiva la perspectiva de Lolita Bosch, quien centra su atención no tanto en las características de la autoficción, sino más bien en el amplio abanico de posibilidades temáticas que ofrece el subgénero de la novela.8 Así pues, según Daniel Jiménez, la novela se erige para la autora como “representación de la realidad y, al mismo tiempo, como inventario de otras posibilidades. La novela como documento y la novela como invento. La novela como género que contiene todos los géneros” (Jiménez, 2012: 56). Para acabar, el autor parafrasea la idea de Antonio J. Rodríguez:

Podemos conocer mejor a un autor por las filias y fobias que proyecta en su literatura que por los hechos presuntamente reales que cuente. Es decir, que narrar abiertamente la realidad a veces ni siquiera es una evidencia de que lo narrado sea real. Todo es ficción. Somos máscaras (Jiménez, 2012: 57) .9

Cabría pensar, si nos basamos en estas indicaciones, que toda novela se corresponde, en última instancia, con los pensamientos, las inquietudes y las vivencias reales de su autor. Sin embargo, no es la anécdota lo que en esencia decide la verdad o la mentira en una ficción. Sino que ella no sea vivida sino escrita […]. Al traducirse en palabras, los hechos sufren una modificación profunda. El hecho real […] es uno, en tanto que los signos que pueden describirlo son innumerables” (Vargas Llosa: 2005: 283).

Así, el novelista privilegia una manera de describir un hecho ante otra, desechando otras mil posibilidades a su alcance: “lo que describe se convierte en lo descrito” (Vargas Llosa: 2005: 283). Volveremos a esta idea más adelante.

Un trabajo más amplio es el que con el título La autoficción. Reflexiones teóricas editó en 2012 Ana Casas, donde se presenta una antología de ensayos de Doubrovsky, Colonna, Alberca, Pozuelo Yvancos y otros autores que han dedicado tinta y esfuerzo a debatir y dilucidar las cuestiones que han aparecido sobre el neologismo. Tanto sus aportaciones como las de la autora nos permiten apreciar las distintas etapas en la evolución de su asimilación crítica, pues, como ya apuntábamos y bien señala Philippe Gasparini, su reciente importancia “no debe disimular su antigüedad” (Casas, 2012: 188). Además, esta variedad de fuentes ofrece una amplia gama de perspectivas que prueban la evidente controversia generada por la autoficción desde su arranque. Con todo esto, vemos conveniente mencionar las cuatro categorías que advierte Colonna –y recoge Ana Casas en la Introducción a este trabajo (Casas, 2012: 18)– para la autoficción, y que son:

Autoficción fantástica: la obra presenta un trasfondo irreal, de este modo “el escritor se convierte en un héroe de ficción”.

Autoficción biográfica: en este caso los datos aportados son reales y el autor se convierte en personaje de una historia posible.

Autoficción especular: el autor puede no aparecer en la obra como tema central. Su presencia se daría “a través de la reflexión metaliteraria”.10

Autoficción autorial: el escritor se manifiesta por medio de comentarios y anotaciones, pero no como personaje que actúa en la trama.

La presente ordenación demuestra que la heterogeneidad en la interpretación del concepto de autoficción aún invita a su investigación, definición y clasificación tipológica. Ello permitiría apoyarnos en él con mayores garantías. En cualquier caso, hemos podido confirmar que, a pesar de que se presente el término autoficción como un concepto novedoso y original, sus rasgos definitorios ya se manifiestan mucho antes de la aparición del neologismo, y su aplicación es tan antigua como la escritura misma.11 De ahí que podamos afirmar que lo que hoy conocemos como autoficción no es más que una argucia terminológica usada para clasificar aquellos escritos que mezclan conceptos y tópicos presentes ya en la literatura desde sus inicios. Y no solo en la literatura, sino que la problemática entre realidad/ficción ha prosperado también en otras materias como el cine, el arte o la prensa:12

Un aspecto con relación a las obras autoficcionales muy poco explorado hasta ahora ha sido el de la operatividad del concepto en otras artes además de la literatura. En efecto, aunque la autoficción es un fenómeno amplio que traspasa y transciende el espacio de la narrativa, existen pocos trabajos sobre sus manifestaciones cinemagráficas y teatrales, especialmente en el ámbito del Hispanismo (Casas, 2014:17).
Trazada de forma breve la diferencia de enfoques con que se ha acometido la evolución y dilucidación del término autoficción, es momento ahora de dedicar unas líneas a cuestiones vinculadas con el responsable último de la obra literaria, y también con el que se descubre como su destinatario –autor/a y lector/a–; sin olvidar, según Azuar Carmen, al que sería “la mejor evidencia de una novela” (Azuar Carmen, 1987: 11): el personaje.

Para el caso del primero, habrá de incorporársele al escritor autoficcional una serie de singularidades definitorias que lo separan del autor acostumbrado y usual. El origen de dichas particularidades puede rastrearse hasta el nacimiento de ese nuevo autor que en los principios de la tradición moderna, a comienzos del siglo XIX, huye de las limitaciones de la convención, se rebela contra las reglas y los tópicos codificados por la historia para adquirir un protagonismo inédito. En una nueva consideración del proceso creativo, se afirma como creador y al tiempo reclama su obra como producto de su imaginación, y no una simple reproducción de la realidad. Esta ruptura con el concepto de mimesis, con la que se inicia una nueva manera literaria, tiene su fundamento en que la experiencia del mundo real adquiere por su traslado al territorio literario una condición distinta, de orden psicológico y no delimitada por las condiciones externas. Como ha escrito George Eliot, “los datos de la experiencia reciben nuevas formas al ser escritos bajo la disciplina de cualquier clase de literatura” (Eliot cit. por Azuar Carmen, 1987: 30). Pierde valor de referencia el mundo de la apariencia, adquiriendo preferencia el reflejo del mundo interior, así como las explicaciones de sus entresijos. Esa culminación y encumbramiento del Yo puede ser interpretada como el momento inaugural de lo que muchos años después ha venido a llamarse la “literatura del yo”.13

Esta manera literaria se adapta por tanto a una sociedad individualista como es la nuestra. “Ahora el escritor descubre que su yo es apasionante y decide convertirlo en literatura” (Caballero Wangüemert, 2012: 15). Así lo afirma Manrique Sabogal en su artículo “El yo asalta la literatura”, refiriéndose a las palabras de Marcos Giralt Torrente:

Vivimos en una sociedad individualista y los conflictos, las contradicciones y fricciones de los que la novela de hoy da cuenta, […] tienden a ser ejemplificados y visualizados en los efectos que tienen sobre el individuo a través de la exploración de la subjetividad. Involucrar al individuo escritor, con todos sus espejos, que es en lo que consiste la autoficción, es tan sólo un paso más (Manrique Sabogal, 2008).

En las obras autoficcionales se hace presente un escritor subjetivo, que se revela como individuo y presenta la obra como producto de su espacio psicológico. De manera que la diferencia entre una novela de ficción pura y la autoficción radicaría en “la tendencia del autor de esta última a mirarse a sí mismo. […] Esta reflexión del escritor genera cierta complacencia y desemboca en lo que Luis Mateo Díez denomina ‘la literatura del literato’” (Villamía, 2006: 276).

Si bien parece razonable atribuir las características anteriores al autor de la autoficción, hay quienes opinan de otra forma y consideran que el escritor subjetivo poco tiene que ver con el que aborda este género, y que “la presencia del yo en la novela actual es, […], de otra índole: responde ahora al afán del yo, que se sabe desintegrado por la posmodernidad, por volver a reencontrarse” (Gómez Trueba, 2009: 80).

En cualquier caso, debemos tener presente lo que ya apuntaba Eliot, y más arriba Vargas Llosa:14 el lenguaje actúa como deformador de la realidad, o en palabras de Gérard Genette: “toda dicción es ficción” (Genette, 1991: 14). Según esta concepción, la percepción del mundo que tiene el escritor se vierte en la obra literaria a través de la palabra, creando un producto ajeno a la realidad y, por consiguiente, a la figura del propio autor, quien pasa a convertirse en un personaje más de la trama novelesca. Respalda esta idea Francisco Ayala:

Por supuesto, la ficción literaria se nutre siempre de la experiencia práctica […]. Pero aunque hubiese sido vivida en el terreno de los hechos y aun referida con la más estricta fidelidad para el curso de los acontecimientos, al proyectar lo acontecido sobre un plano imaginario el autor –sujeto antes, o testigo, de la acción- se transfiere él mismo a dicho plano, convirtiéndose a su vez, por arte de magia poética, en personaje ficticio; es decir, que la configuración de lenguaje en que la obra está realizada lo absorbe, integrándolo a él también, en cuanto autor, en el mundo imaginario donde funcionará como elemento capital de su estructura (Ayala, 1984: 17-18).

Dichas palabras nos permiten tratar ahora al personaje novelesco que, al margen de ser autoficcional o no, se presenta como una categoría problemática. Tanto su existencia como su desenvoltura dentro del asunto literario se asemejan al de una persona, de ahí que se piense que “tras el rostro del personaje asoma siempre la figura del autor” (Garrido Domínguez, 1996: 116). Sin embargo, como bien indica Benito Pérez Galdós al comienzo de El amigo Manso, el personaje literario no existe más allá de la obra misma:

Yo no existo… Y por si algún desconfiado o terco o maliciosillo no creyese lo que tan llanamente digo, o exigiese algo de juramento para creerlo, juro y perjuro que no existo; y al mismo tiempo protesto contra toda inclinación o tendencia a suponerme investido de los inequívocos atributos de la existencia real. Declaro que ni siquiera soy el retrato de alguien, y prometo que si alguno de estos profundizadores del día se mete a buscar semejanzas entre mi yo sin carne ni hueso y cualquier individuo susceptible de ser sometido a un ensayo de vivisección, he de salir a la defensa de mis fueros de mito, probando con testigos, traídos de donde me convenga, que no soy, ni he sido, ni seré nunca nadie (Pérez Galdós, 2001: 143).

Al dejar a un lado los abundantes estudios concernientes a la verosimilitud y psicología del personaje, así como las distintas clasificaciones que las y los críticos han propuesto según el papel que desempeña dentro de la obra;15 centraremos su estudio en relación con la figura del autor, que se presenta como categoría inherente a la de personaje en el caso de la autoficción.

Con respecto a esto último podríamos pensar que todo personaje, autoficcional o no, posee rasgos del escritor, ya que ha sido creado y moldeado por este. “No otra cosa sugiere Flaubert […] cuando declara: ‘Madame Bovary c’est moi’” (Ayala, 1984: 5); o Joanne Kathleen Rowling, cuando afirma en la revista Semanal: “Harry Potter soy yo” (Grassi, 2008: 26). Y –no hay dos sin tres– el escritor extremeño Javier Cercas enuncia textualmente: “soy todos los personajes de Las leyes de la frontera” (Collado, 2013). La identificación, no obstante, con los dolores de sus personajes no implica, para Unamuno, que dichos personajes sean él mismo: “Una cosa es que todos mis personajes novelescos [...] los haya sacado de mi alma, [...] y otra cosa es que sean yo mismo. Porque ¿quién soy yo mismo? [...] Pues... uno de mis personajes, una de mis criaturas” (Unamuno, 1990: 55).

Queda claro, por tanto, que todo personaje es, en cierta medida, un reflejo de su autor. La pregunta que nos interesa entonces es: ¿qué hace especial al personaje autoficcional? ¿Qué diferencia al personaje Javier Cercas de Madame Bovary o Harry Potter? Azuar Carmen asegura que “apenas puede ir más allá de la propia experiencia del autor” (Azuar Carmen, 1987: 23); y esto quizás se deba a las limitaciones que conlleva el factor autobiográfico, del que habla Antonio Garrido, afirmando que “empeñado en lograr la máxima credibilidad ante los ojos del lector, el autor recurre a otros ardides también consagrados por la tradición literaria: optando por la forma autobiográfica” (Garrido Domínguez, 1996: 112). Se crea de este modo un efecto de veracidad en el lector que viene dado, en gran parte, por la identidad nominal entre autor, narrador y personaje. Habla sobre ello Philippe Lejeune en su pacto autobiográfico (1994): “la autobiografía (narración que cuenta la vida del autor) supone que existe una identidad de nombre entre el autor (tal como figura, con su nombre, en la cubierta), el narrador de la narración y el personaje de quien se habla” (Lejeune, 1994: 61).

Manuel Alberca también se refiere en su obra al factor nominal y defiende que, para poder hablar de autoficción, el autor debe identificar su nombre con el del narrador y el del personaje de la obra. Para apoyar esto, cita la afirmación de Collona: “al llamar a un personaje con su nombre propio, un escritor compromete simbólicamente su persona” (Alberca Serrano, 2002: 44). En contra de esta idea están Carmen Pérez Romero y Lourdes Bueno Pérez, que aluden a Paula de Isabel Allende para hacer una distinción entre la voz del personaje y la de la autora:16

Otro caso similar ocurre con la voz narradora de Paula, de Isabel Allende. Es cierto que se trata de un relato autobiográfico pero los acontecimientos reales, sin duda, se han convertido en hechos de ficción. A lo largo de toda la novela […] sabemos que el narrador es una mujer cuyo nombre es precisamente Isabel Allende, sobrina del político chileno Salvador Allende, exactamente igual que la escritora. Sin embargo, ni la forma de narración, ni la exposición de los hechos del argumento tienen por qué tomarse como una historia verdadera. La habilidad de la escritora nos permite disociar a una Isabel Allende de la obra (Pérez Romero y Lourdes Bueno Pérez, 1997: 75).

Por otro lado, José Romera, al hablar de los relatos autobiográficos de ficción piensa que “el autor, ocultándose tras la máscara de sus personajes y utilizando técnicas de discurso, se biografía a través de sus obras” (Romera Castillo, 1981: 39). En ningún momento hace alusión a que el nombre deba ser idéntico.17

Como se puede observar del repaso anterior, la falta de coincidencia entre los distintos puntos de vista de los diferentes estudiosos hace difícil llegar a concretar qué es lo característico del personaje o autor autoficcional, incluso llegar a una caracterización exacta que englobe todas las peculiaridades del género. Por tanto, a lo máximo que se puede aspirar, por ahora, es a dar una explicación abierta de éste, como bien hace Winston Manrique, para quien las obras autoficcionales “no son autobiografías, no son diarios, no son memorias, no son actas notariales, no son biografías, no son ensayos novelados, no son novelas puras donde todo es imaginación. Pero también son todo eso. Es literatura” (Manrique Sabogal, 2008).

Por último, antes de concluir con el presente artículo, dedicaremos unas últimas líneas a tratar la figura del/la lector/a. A pesar de la poca atención recibida en la gran mayoría de los estudios sobre autoficción, el público lector juega un rol fundamental a la hora de cuestionarse si una obra puede o no incluirse dentro de dicho género. Somos nosotros, en opinión del citado Philippe Lejeune, quienes tenemos “la oportunidad de captar con más claridad el funcionamiento de los textos (sus diferencias de funcionamiento), puesto que han sido escritos para nosotros, lectores, y que, al leerlos, somos nosotros quienes los hacemos funcionar” (Lejeune, 1994: 50).

A lo largo de la historia literaria se ha publicado una gran cantidad de obras que construyen sus tramas sobre el componente autobiográfico, llevando a la identificación del personaje y narrador con la figura del propio autor. Pues bien, imaginémonos ahora que un lector ingenuo18 se hace con un ejemplar de Soldados de Salamina, novela escrita en 2001 por el extremeño Javier Cercas. Además, imaginémonos también que este lector no posee ningún conocimiento sobre la figura de Javier Cercas, ni de la historia real a la que alude en su novela, que aconteció en los años de la guerra civil española. ¿Podría este lector distinguir qué parte de la novela se ciñe a la realidad y cuál es la correspondiente a un tono más ficticio e imaginario? Es más: ¿podría saber siquiera el lector que el narrador y personaje del libro corresponden con el propio Cercas? Argumentaba José Romera:

En el relato autobiográfico de ficción el lector […] puede llegar a la conclusión de que el personaje de ficción es paralelo al autor, y ello por dos razones: una, por informaciones exteriores, y otra, por la comprobación de unos hechos y datos contenidos en otros textos del escritor (Romera Castillo, 1981: 27).

Seguimos con el ejemplo de Cercas: Gómez Trueba afirma que “aquel que no aprecie en ningún momento que el personaje de la novela comparte muchos elementos con el autor, estará haciendo una lectura bastante simplificada” (Gómez Trueba, 2009: 79). Del mismo modo, y siempre en el supuesto de que el lector conociera la vida del escritor, son también evidentes aquellos rasgos que no corresponden con la figura del Cercas real. Es el propio Roberto Bolaño, personaje de Soldados, quien defiende que el Yo de la novela:

Es un tal Javier Cercas que evidentemente no es el Javier Cercas que yo conozco. […] El que yo conozco está casado, tiene un hijo, su padre aún vive. Por el contrario, el narrador de Soldados de Salamina se presenta a sí mismo, desde las primeras líneas de la novela, de esta forma: “Tres cosas acababan de ocurrirme por entonces: la primera es que mi padre había muerto; la segunda es que mi mujer me había abandonado; la tercera es que yo había abandonado mi carrera de escritor”. Las tres aseveraciones son falsas, o mejor dicho, en este cruce de posibilidades que para mayor comodidad llamamos realidad, son falsas, aunque probablemente en otra disposición de la realidad, o de la pesadilla, son verdaderas (Bolaño, 2004).

No obstante, los datos mencionados son elementos externos a la propia obra. Y es que incluso cuando el autor deja explícito en su novela que se trata de una autobiografía, o que el narrador de dicha obra corresponde con su persona, ¿podríamos en última instancia fiarnos de él? Javier Cercas señala que “la primera regla para leer una novela es desconfiar del narrador. El narrador puede mentir, engañarse a sí mismo” (Casas, 2012: 299). Del mismo modo piensa uno de los personajes de Soldados de Salamina: “supongo que hay que ser un mentiroso redomado para ser un buen novelista” (Cercas, 2001: 172).

Ya lo veníamos apuntando con el ejemplo de Isabel Allende o con la acertada afirmación de Lolita Bosch: en la novela cabe todo, incluso la mentira. Así pues, el lector ingenuo, ese lector que no va más allá de lo extraliterario, aquel que empieza y termina en la obra, tomaría esta como mera ficción. O al contrario: el lector ingenuo, al ver que el nombre de Cercas autor se corresponde con Cercas personaje, tenderá a leer la novela como histórica, pues, como piensa Francisco Ayala, “el lector ingenuo tiene a referir inmediatamente el contenido de la obra de ficción poética a la realidad práctica de su autor” (Ayala, 1984:50). Lo mismo opina Lejeune cuando dice que

el autor se define simultáneamente como una persona real socialmente responsable y el productor de un discurso. Para el lector, […] el autor se define como la persona capaz de producir ese discurso, y lo imagina a partir de lo que produce (Lejeune, 1994: 61).

Por lo tanto, desde el punto de vista del lector ingenuo, del lector que se acerca al libro en busca de un rato ameno, nos podríamos preguntar si existe en realidad la autoficción, o incluso la autobiografía, o si es posible marcar de forma estricta los límites de la Historia con la historia como relato (y por tanto como ficción). O si solo existirían libros que, dependiendo del modo en que el lector se acerque a ellos, podrían calificarse dentro de un determinado género.

Todas estas cuestiones invitan a debate y demuestran, una vez más, que el género autoficcional y la confluencia entre realidad y ficción que este conlleva despiertan numerosas dudas en el lector, haciendo de la lectura y de la interpretación del texto literario un enorme reto. Así, como bien apunta Gustavo Martín Garzo: “El único consejo que podemos dar a aquellos que se acercan por primera vez a la literatura es que desconfíen” (Martín Garzo, 2005: 193).

Conclusiones

De todo lo expuesto podemos concluir que la autoficción se descubre como un género literario reciente, cultivado por aquellos autores19 que utilizan su nombre real para narrar historias más o menos cernadas a una supuesta experiencia autobiográfica. Sin embargo, basta examinar las características de esta especie literaria para caer en la cuenta de que dicho género se ha beneficiado, y lo sigue haciendo, de una larga tradición literaria, donde la dicotomía entre realidad y ficción, junto con la polémica derivada de la compleja relación entre el autor y sus personajes, han estado presentes en todo momento.

Consideremos, por tanto, la aparición de un “nuevo”20 género donde “aquellos relatos que […] ofrecen contenidos autobiográficos o una apariencia autobiográfica” (Gómez Trueba, 2009: 67) ponen de manifiesto los borrosos límites entre realidad y ficción. El autor, a través de la primera persona, inserta al personaje en la obra como correlato de sí mismo, pudiéndose dar la identidad nominal entre autor, narrador y personaje, aunque en la práctica aquél no presente ninguna familiaridad con este último. Son estas las características que parece pueden ya confirmarse para el género de autoficción. En él se confirma que todo lo narrado pasa por el filtro de la ficción al encarnarse en la palabra, y que por tanto no debe confiarse en la palabra del autor, ni en lo que este dice defender; del mismo modo que el autor no debe suponer, ni dar por sentado que el lector es poseedor de todos los conocimientos y datos necesarios para entender la obra de una manera determinada.21

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1 “Al despertar, la memoria del narrador, que rápidamente toma el nombre del autor, cuenta una historia en la que aparecen y se entremezclan recuerdos […] ¿Autobiografía? No. […] Ficción, de acontecimientos y de hechos estrictamente reales; si se quiere, autoficción, haber confiado el lenguaje de una aventura a la aventura del lenguaje” (Doubrovsky cit. por Alberca, 2002: 42).

2 “La autoficción irrumpe falseando la biografía de quien escribe, mezclando datos auténticos e inventados, para estimular la atención de los lectores deseosos de trazar la frontera entre ambos. Este subgénero novelesco no reproduce con exactitud las vivencias del autor sino que las recrea novelísticamente, además de jugar con la ambigüedad de quien narra, cuyo nombre es el del novelista y el de su personaje, suscitando dudas sobre la fiabilidad de la voz que cuenta” (Escartín Gual, 2015: 31).

3 “En efecto, las novelas mienten –no pueden hacer otra cosa– pero ésa es sólo una parte de la historia. La otra es que, mintiendo, expresan una curiosa verdad, que sólo puede expresarse disimulada y encubierta, disfrazada de lo que no es” (Vargas Llosa, 2005: 282).

4 José Julio Angosto defiende que al leer el texto autobiográfico “partimos de un prejuicio, de un pacto, si se quiere, que nos hace leerlo como si fuera real, lo sea o no. […] Así pues, son el propio texto y el propio lector los que deben reescribir el texto, cerrando de esa manera el anillo de la ficción y la realidad” (Angosto Martínez, 1996: 233).

5 Hay que precisar que el autor no alude en ningún momento al término autoficción, causa de esto podría ser la breve difusión de la que gozaba el vocablo por aquellos años (el trabajo se publica en 1981, tan solo cuatro años después de la aparición del neologismo); o bien, que el autor considere que está hablando de temas dispares entre sí, lo cual no parece tan probable.

6 “Situada en el límite entre la autobiografía y la ficción, la autoficción pone en entredicho, o al menos eso parece, la separación de los géneros y plantea problemas de todo tipo a la autobiografía actual” (Alberca Serrano, 2002: 39).

7 Alberca define autoficción como un subgénero autobiográfico (Alberca Serrano, 2002: 55).

8 Una postura semejante es la que mantiene Teresa Gómez Trueba, para quien “el género de la novela […] siempre ha permitido la posibilidad de la autoficción. Dicho de otra manera, afirmar a estas alturas que determinadas obras no sean novelas por el hecho de que en ellas el narrador se llame igual que el autor, es tan absurdo como sostener que las ‘nivolas’ de Unamuno no fueran ‘novelas’” (Gómez Trueba, 2009: 68).

9 Relacionado con las máscaras, Ana Peñas Ruiz sostiene que, aunque “el público conociera la personalidad que se esconde tras la máscara, hay una evidente distancia entre la firma ficticia y la real en el ámbito textual” (Peñas Ruiz, 2015: 20).

10 Un ejemplo adecuado para esta modalidad sería Niebla de Miguel de Unamuno.

11 La autoficción implica referirse a dos conceptos fundamentales de la especulación literaria desde sus orígenes: realidad y ficción, presentes ya en la Poética aristotélica y que intervienen en la definición de lo literario frente al género histórico: “La función del poeta no es narrar lo que ha sucedido, sino lo que podría suceder, y lo posible, conforme a lo verosímil y lo necesario. Pues el historiador y el poeta no difieren por contar las cosas en verso o en prosa […]. La diferencia estriba en que uno narra lo que ha sucedido, y el otro lo que podría suceder” (Aristóteles, 2004: vv1449-1457).

12 A propósito de esta última, y debido quizás a que aproxima su condición a la de la novela (ambas están compuestas de palabras y presentan una narración de acontecimientos usuales y verídicos), fueron apareciendo numerosas etiquetas como “novela de no-ficción”, “nuevo periodismo”, “factual fiction”, “ficción ensayística”, etc.; que vienen a corroborar una época “caracterizada, entre otros rasgos, por el mestizaje y por la hibridación de los discursos (que) propicia de forma especial la relación entre lo literario y lo periodístico” (Gutiérrez Carbajo y Martín Nogales, 2005: 32).

13 Un importante exponente de esta rama fue Miguel de Unamuno, cuya producción partía siempre de un “yo”, para después desdoblarse en el resto de personajes que conformaban la trama.

14 “¿Hubiera podido yo, en mis novelas, intentar una escrupulosa exactitud con los recuerdos? Ciertamente. Pero aún si hubiera conseguido esa proeza aburrida de solo narrar hechos ciertos y describir personajes cuyas biografías se ajustaban como un guante a las de sus modelos, mis novelas no hubieran sido, por eso, menos mentirosas o más verdaderas de lo que son” (Vargas Llosa, 2005: 283).

15 Para más información véase: (Mayoral, 1990).

16 Un ejemplo similar es el caso de Elvira Lindo, quien tuvo que señalar varias veces, debido al desconcierto de sus lectores, que el “yo” de sus escritos no correspondía con su persona. Así, el periodista, al igual que el autor del género de la autoficción, compromete su “yo” a través del componente onomástico. También en esta suerte de confusiones presenta una larga tradición, pues ya Larra cerraba su artículo de 1834 "La vida de Madrid" quejándose de aquellos que confunden sus personajes con seres reales: "Figurándome que no he ofendido a nadie, y que a nadie retrato en ella, e inclinándome casi a creer que por ésta no tendré ningún desafío, aunque necios conozco yo para todo" (Larra, 1981: 271).

17 Alude también al nombre Ana Casas en su antología (Casas, 2012).

18 Para más información consultar la obra de Mendoza Fillola (Mendoza Fillola, 2000).

19 En palabras de Escartín Gual, los cultivadores de este género “juegan a reinventarse, al narrar su existencia transformada en una suerte de realismo mágico, sea Roberto Bolaño, Andrés Trapiello, Vicente Verdú, Julio Llamazares, Antonio Tabucchi…” (Escartín Gual, 2015: 32).

20 “Todos ven la autoficción como una buena coartada, porque en ella confluye tradición literaria y presente del mundo” (Manrique Sabogal, 2008).

21 Reiteramos la figura del lector ingenuo, quien se sitúa ante “la imposibilidad de determinar en este tipo de ficciones […] la distinción clara entre lo que es ficción y lo que es realidad o acontecimientos históricos” (Martín, 2005: 55).