Nieves MARÍN COBOS
Universidad Autónoma de Madrid, España
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Impossibilia. Revista Internacional de Estudios Literarios. Nº 14. Páginas 00-00 (noviembre 2017) ISSN 2174-2464. Artículo recibido el 30/11/2016, aceptado el 13/03/2017 y publicado el 30/11/2017
Palabras clave: autoficción, metaficción, hibridismo, crónica, ensayo, Historia, México, Julián Herbert
Abstract: The aim of this paper is to remove the concept of autofiction from the autobiographical genre so as to weigh its relation to a non self-related referential genre: the historiographical chronicle. This whole idea is conducted through Julian Herbert’s La casa del dolor ajeno (The house of others’ sorrow, 2015). In this text, what appears to be a chronicle of the early Twentieth century sinophobic genocide in Mexico turns out to be a hybrid artefact (combining chronicle, novel and essay) built over the tensions resulting from the coexistence of objectivity and subjectivity. The self-fabulation of Herbert’s autorial voice, astride between the reporter and the writer, finally takes over the text. Through this paradox, autofiction turns itself into both the defence and the criticism of subjectivity as the only possible (and impossible) way to understand the world.
Keywords: autofiction, metafiction, hybridism, chronicle, essay, History, Mexico, Herbert
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La indefinición en torno al concepto de “autoficción” es uno de los topos más recurrentes en los numerosos estudios consagrados a dicho concepto: ¿es la autoficción un subgénero narrativo per se o sólo una modalidad del discurso literario?, ¿los hechos que narra han de ser sublimación de hechos reales y/o pura invención?, ¿hasta qué punto depende de la recepción y no tanto del texto en sí?, ¿es una forma de proyección del yo propia de la posmodernidad o no es más que una máscara tras la que ocultarse? La caída en descrédito de las metanarrativas y la primacía concedida a la subjetividad han afectado profundamente a la teorización en torno a las narrativas del yo: la comparación recurrente entre autoficción y autobiografía ha complicado la definición de la primera a causa de la discusión cuasi-eterna entre los que sostienen que cualquier relato de vida es necesariamente ficcional y los que lo rebaten.
Sin pretender dar una respuesta definitiva a las cuestiones mencionadas, pero con el ánimo de contribuir al debate, este artículo propone el estudio de la autoficción desde una perspectiva distinta, que aleja la autobiografía y otras literaturas del yo de la ecuación para introducir otro tipo de texto sujeto al pacto referencial pero a priori alejado del yo: la crónica historiográfica. Las fronteras entre realidad y ficción, verdad e invención, se antojan más netas entre autoficción y crónica, por lo que confiamos en que el análisis de su coexistencia pueda abrir nuevas posibilidades de estudio. Debido a que autoficción y crónica aparecen en el texto que estudiaremos dentro de un artefacto híbrido más complejo, tomaremos la autoficción, por prudencia teórica, tanto en sus posibilidades génericas como discursivas, para así contemplar todos los matices de este yo auto-proyectado. Asimismo, ante la falta de acuerdo entre las y los estudiosos, nos decantamos por definir la autoficción en su condición de generadora de un pacto de lectura ambiguo (Alberca, 2007), a medio camino entre lo referencial y lo ficcional, pues creemos que sólo desde una perspectiva amplia pueden tantearse nuevos enfoques para los textos autoficcionales, sin fronteras ni caracterizaciones nítidas.
Además, la obra aquí escogida presenta una hibridación genérico-discursiva tal que sólo podemos llegar a valorarla en toda su completud desde un enfoque que no sesgue, sino que acoja la experimentación estética. La casa del dolor ajeno (2015), del escritor mexicano Julián Herbert, se presenta en su subtítulo como una crónica, la “de un pequeño genocidio en La Laguna”. El paratexto autorial adscribe la obra a la crónica de hechos históricos, en concreto, el que se corresponde con una masacre de la comunidad china acaecida durante la Revolución mexicana. Sin embargo, distintos pasajes despiertan pronto la duda en la y el lector sobre la condición cronística del texto: así, cuando el autor, en un pseudo-prólogo, en el que más adelante profundizaremos, explica el devenir de su proyecto de escritura:
En el verano de 2014 había indagado suficiente como para plantearme la aventura de una novela histórica, pero en cuanto empecé a inventar noté que traicionaba los materiales: la ficción ya la había escrito el Espíritu Nacional. Lo que no había, o existía a medias, era la crónica. Decidí hacer un relato ambiguo, un corte estilístico transversal donde los eventos del pasado y sus muecas en el presente (y en mí) se engarzaran en un solo territorio. […]
A contramano de lo anterior, y conforme avanzaban mi indagación y su escritura noté que la pulsión de la novela total me arrastraba a la fiebre. Para narrar la masacre, me pareció indispensable trazar anécdotas en torno al modo en que llegué a las fuentes […] (Herbert, 2015: 18).
La vacilación genérica en que incurre la voz autorial genera dudas en la y el lector con respecto al texto: aunque el autor prefiere la crónica a la ficción novelesca, la “pulsión de la novela total” lo invade; aunque se refiere a hechos históricos acontecidos en un pasado, él se postula como elemento del relato en tanto afectado en el presente por esos hechos y sobre todo como protagonista de “anécdotas” que explican el acceso a las fuentes y que devienen indispensables, a su juicio, para entender el conjunto textual. De este modo, las dicotomías paradójicas sobre las cuales se erige el texto quedan postuladas: entre lo histórico y lo personal, lo factual-verídico y lo ficticio-inventado. La hibridación genérica y discursiva que se anuncia aparece atravesada por una tendencia autoficcional que se hace evidente desde el metatexto. Nuestro objetivo es analizar cómo la autoficción se integra, junto a la crónica y otros textos referenciales, en la hibridación genérico-discursiva de esta obra, para tratar de dilucidar el por qué de este recurso propiamente ficticio para narrar unos hechos históricos y, en última instancia, poder propiciar, esperamos, nuevas vías de acercamiento a la siempre escurridiza autoficción.
Puesto que el propio autor categoriza su obra como una crónica, parece pertinente comenzar por rastrear las características de este género en el texto para comprobar en qué medida puede ser considerado así. La definición de la crónica, en todos los glosarios de teoría literaria, parece unánime: “Modalidad de literatura historiográfica consistente en la narración de acontecimientos durante un determinado período histórico y según el orden en que han sucedido” (Estébanez Calderón, 1996: 237). En consecuencia, el estilo se caracteriza por la realidad, la objetividad y la concisión (González de Gambier, 2002: 98). Ahora bien, las relaciones de la crónica con lo literario son innegables: he ahí las Crónicas de Indias o la crónica periodística (De Diego, 2007; Martín Vivaldi, 1986). Sin obviar esto, optamos por una definición historiográfica, esto es, fundamentada en la pretensión de neutralidad objetividad, por entender que es la que opera en el texto: se trata de una investigación concienzuda sobre un hecho histórico, cuyas causas, desarrollo y consecuencias se registran cronológicamente, y que presenta una marcada ambición de fidelidad histórica, pues, como veíamos, nace en oposición a la “ficción escrita por el Espíritu Nacional”, es decir, para rebatir la versión del Estado, considerada falsaria, sobre el acontecimiento.
De este modo, la mayor parte del texto la copa la exposición exhaustiva de todo lo relacionado con el genocidio sinófobo, desde el origen de la inmigración china a México a las etapas progresivas de la construcción del relato histórico sobre la masacre. La voz autorial se aproxima por lo general a la de un historiador riguroso, que registra los hechos y limita su participación en el texto a la organización de los materiales. Así, la obra se cierra con dos apartados que se integran dentro de esta corriente objetiva: “Notas (sin pie)” y “Fuentes”. Ahora bien, la primera de ellas apunta ya a una vacilación con respecto a la pretensión historiográfica pura: ¿por qué no hay ningún tipo de referencia a estas citas dentro del cuerpo del texto como cabría esperar? Las notas se convierten en un capítulo más del conjunto, dejando de ser, como acostumbran, una parte derivada, y con ello integrada, del cuerpo.
Bajo la apariencia de crónica profesional, se deslizan fragmentos que despiertan la duda. Por ejemplo, es abundante la inserción de documentos históricos: por un lado, podemos entender que funcionan como mecanismo de certificación de la falta de manipulación por parte del autor, que carece de autoridad como historiador, y que se limita a recopilar documentos de otros, componiendo una suerte de collage en el que la Historia se escribe a partir de testimonios diversos. Pero, por otro lado, estos testimonios suelen ser personales y además no dejan de estar filtrados por la voz autorial, que los privilegia sobre otros, todo lo cual introduce un fuerte componente de subjetividad que se confirma en los comentarios sobre las fuentes: “Esto lo sabe cualquier historiador lagunero, pero difícilmente lo dirá en un estudio o en una crónica: […]” (Herbert, 2015: 59). Es decir, la fiabilidad del relato histórico empieza a ser puesta en entredicho subrepticiamente por un enunciador que deja constancia de su organización de los materiales en la organización misma y que, frente a lo general, opta por lo personal y subjetivo. La legitimidad de lo expuesto deriva en última instancia del yo, que construye su relato contra el oficial, lo que supone una subjetivación que, aunque pueda ser apoyada en documentos, no deja de atentar en cierta medida contra la objetividad que se exige a la crónica historiográfica.
Dentro de esta atención a lo personal para extraer lo histórico, el autor escribe semblanzas biográficas que redundan en el carácter polifónico del relato histórico y que tienden a la invención literaria: así, en la serie de “Trece retratos” de personas relacionadas con el genocidio abunda el componente psicológico, lo que metamorfosea a estas personas en personajes (de hecho, el título del capítulo es “Elenco”). Lo literario se adivina en el estilo de escritura y en la recreación de los sucesos:
Temprano en la mañana, Benjamín Argumedo se pasó un paliacate debajo del mentón. Lo apretó hacia arriba y se lo ató sobre la coronilla con doble nudo. Luego se caló el sombrero.
‒¿Eso pa’ qué?‒preguntó uno de sus hombres.
‒Pa’ que no me entren las moscas.
Años más tarde Benjamín declararía, según la prosa victoriana –por huertista– de un ignoto secretario: “…le tengo mucho asco a las moscas, porque en muchos casos he visto con horror cómo a los cadáveres les hierven a su alrededor atraídas por las heridas y por el hedor, y luego les salen como enjambre por la boca” (Herbert, 2015: 177).
La mezcla de modos discursivos es clara: de la novelización de los hechos se pasa a continuación a la reproducción de documentos históricos. Lo ficticio y lo factual se unen y, por inevitable contaminación, resulta complejo marcar los límites. Es más, a menudo la pista para resolver la duda no es proporcionada hasta esas notas al pie cuya existencia desconocemos hasta el final de la lectura. Así, a este fragmento le corresponden: “La escena de Benjamín Argumedo atando su paliacate por debajo del mentón es ficticia” (Herbert, 2015: 284), y “La cita textual de Benjamín Argumedo proviene de Jesús G. Sotomayor Garza, op. cit., p- 16” (Herbert, 2015: 284).
Es cierto que esta novelización puede justificarse, desde la relación entre literatura y crónica, como un deseo de dar color al relato dentro de un respeto a los hechos (el pasaje anterior se construye sobre el asco a las moscas enunciado por Argumedo). Sin embargo, es frecuente otro modo de intervención directa de la instancia narrativa en los pasajes más historiográficos cuya pertinencia puede ser cuestionada: se trata de comentarios de tono cínico y claramente parcial que incluso podría considerarse injustificado por inadecuado, como en “Porque Torreón es una novia acelerada, una mujer que fuma piedra mientras coge de perrito hasta desollarse las rodillas” (Herbert, 2015: 62). El yo se cuela en el relato mediante una valoración de los hechos que trasciende la interpretación en pos de un enjuiciamiento subjetivo.
La hibridación y ambigüedad discursivas son patentes en estas constantes alternancias que acaban por fundirse: de la pretensión de objetividad se pasa a la subjetividad manifiesta, de la impersonalidad del historiador a la primera persona que interpreta, de los documentos históricos a la invención ficticia, etcétera. Pero no sólo el yo se introduce dentro del relato historiográfico mediante esta voz que pone en primer plano su trabajo de manipulación material, sino que llega a encarnarse en otras partes.
Frente a los capítulos más próximos a la crónica, con las salvedades que hemos indicado, hallamos otros centrados sobre la investigación del yo y el proceso de construcción de la obra. En estos, la voz del cronista no sólo se deja sentir, sino que se corporeiza en la figura del yo-personaje. Destacan a este respecto la serie de capítulos titulados “Taxi”, en los cuales el yo deviene protagonista al ficcionalizar su investigación: según afirma, toma la costumbre, cada vez que se sube a un taxi, de preguntar al taxista si sabe quién mató a los chinos. Así:
Subo al vehículo en el asiento del copiloto y le doy al conductor la dirección de mi hotel. Estoy exhausto: llevo una semana intentando capturar el aroma de la historia regional en archivos, entrevistas y caminatas. Miro de reojo al taxista. Es un hombre joven, moreno, con el cabello rapado sobre las orejas y un poco largo hacia atrás; “corte de buki”, le decíamos en los ochenta. Parece asustado. Creo distinguir en su mirada algo que he visto en muchos otros rostros y también en el espejo: la luz blanda, como de vidrio derretido, de los impenitentes fumadores de piedra.
–¿Tú sabes quién mató a los chinos? –pregunto más por disciplina que por curiosidad; […].
El hombre responde que no con un ligero movimiento de cabeza (Herbert, 2015: 91).
¿Por qué considerar que estos pasajes son autoficcionales? En primer lugar, porque la novelización que provoca ambigüedad a propósito del estatuto ontológico de los hechos se traslada a la voz que los narra y afecta a su credibilidad, así como a la condición de realidad de todo lo narrado, sobre todo en aquellos pasajes, como este, en los que esa voz es protagonista. En segundo lugar, cabe recordar la necesidad de “trazar anécdotas”, como indicaba el autor, verbo este que siembra la duda pues imprime una vaguedad a la conexión entre la anécdota y su carácter real (es más, recordemos su inclinación natural por la novela). Por último, porque si recurrimos a Canción de tumba (2011), obra precedente del autor que puede ser considerada como fuente de su poética de la ficción, encontraremos pasajes como este:
Mónica despierta a las ocho de la mañana.
[Debí poner: despertó. En realidad escribo desde un avión sobre el Atlántico, aprisa, intentando que la batería de mi laptop dure lo suficiente para llegar al final de esta larga digresión. […] Cada vez que uno redacta en presente […] está generando una ficción, una voluntaria suspensión de la incredulidad gramatical. Por eso este libro […] se encontrará eventualmente en las librerías archivado de canto en el más empolvado estante de “novela” […] (Herbert, 2011: 86).
Para el autor, como para muchas y muchos críticos, la traslación a palabras de un hecho implica una ficcionalización ya desde el dispositivo retórico mismo; en correlación, se deduce que la autoproyección en el relato es ficticia. Además, en el caso de la serie “Taxi”, el artificio trasciende el uso de presente: detectamos una recurrencia que deviene motivo y estructura narrativa. No se reproducen los hechos, sino que se adaptan a la conveniencia y coherencia del discurso. En el espacio que media entre la realidad y su traslación textual, entre el pasado real y el presente de la escritura, la ficción actúa como vía de mediación.
Estas proyecciones del yo como personaje del relato devienen en la materialización novelesca de los comentarios metaficcionales que jalonan el texto. Si en aquellas asistimos a una representación de su proceso de investigación, en estos conocemos la génesis, la escritura y el objetivo de la obra. Estos fragmentos metadiscursivos pueden ser considerados autoficcionales también, ya que son diversos las y los autores que sostienen que en la autoficción el comentario interno es característico (Casas, 2010: 205). Si lo metadiscursivo es propio de los textos autoficcionales, aquí ambas vertientes se aúnan: lo metadiscursivo se convierte en parte de la autoficcionalización, pues no es tanto la narración la que se comenta a sí misma, sino el yo el que comenta el texto que escribe. Este yo cronista/personaje se retrata como hacedor de una búsqueda que desemboca en la obra misma, lo que hace que la crónica acabe transformándose en una forma novelesca: la novelización parcial de la historiografía convive con la novelización de la búsqueda historiográfica, que al ser trasladada al plano textual pierde su carácter de veracidad para integrarse dentro de un artefacto híbrido y ficcional. El cronista deviene personaje de su crónica, al trascender la aparición como voz autorial que analizásemos en el apartado anterior para devenir parte constituyente de la crónica.
Los comentarios metaficcionales se concentran en la apertura y cierre de la obra (dejando al margen las Notas y la Bibliografía, que funcionarían como anexos en una aparente estructura clásica) a modo de pseudos prólogo y epílogo, y surgen de episodios autoficcionales. Mediante esta suerte de estructura circular el yo se apropia del relato: el cronista devora su propia crónica. En estos pasajes, el yo como yo-cronista/personaje/anécdota, expone los motivos y las formas de su obra: la crónica-novela híbrida es producto de este yo concreto que necesita explicarse para completar su trabajo historiográfico, incluirse en su texto para que este quede resuelto. La tesis defendida es una tesis personal que se opone a la general:
[…] la del 15 de mayo fue una tragedia espontánea: la reacción de una masa popular que desahogó su frustración sobre un grupo particular de inmigrantes por considerarlos demasiado diferentes. Poco o nada tiene que ver lo que pasó con un acto de xenofobia de los laguneros.
Palabras más o menos […] ésa es la opinión de los historiadores mexicanos. Es una tesis plausible y, a la vez, una muy convincente para la idiosincrasia lagunera, la burguesía y los anales de la patria. Es una tesis con la que no estoy de acuerdo y cuyos argumentos me propongo rebatir (Herbert, 2015: 16-17).
La ambición de su escritura es explícita desde el inicio: contradecir la versión oficial de los hechos. La Historia, el discurso que la reproduce y transmite se convierte en una ficción y en una tesis que puede ser rebatida. Pero, si el discurso histórico es denunciado como constructo ficticio, ¿por qué desenmascararlo desde un yo autoficticio? He ahí la paradoja sobre la que se construye el texto, esa serie de dicotomías que ya detectásemos (histórico/personal, factual-verídico/ficticio-inventado). Frente a la crónica que anuncia el paratexto, hallamos pronto una génesis que tiende a lo novelesco, resultando una hibridación genérica imposible:
El resultado es un libro medieval: una denuncia barnizada de crónica militar y financiera salpicada de pequeñas semblanzas biográficas que imita con igual (mala) fortuna a Stefan Zweig que a Marcel Schwob. Una ontología de textos ajenos glosados y/o plagiados en un lenguaje que rehúye la escritura creativa. Una antinovela histórica: sobreescritura: un caldo de prefijos como huesos para dar sabor a un graso campo literario donde la carne se acabó (Herbert, 2015: 20).
La oscilación genérica deviene constitutiva del texto, que se identifica con un libro frankensteiniano que conjuga lo ficticio con el plagio que elude la invención, lo real-histórico con lo ficticio-inventado, en un ejercicio que busca hacer una “antinovela” de un hecho histórico cuya potencialidad literaria ya fue agotada por agentes no literarios. La hibridación es lo único que resta como característica de un obra cuya definición queda sometida a una tensión tal que desemboca en una ontología imposible que depende de los caprichos de un yo que empezó a escribir sobre un hecho que se fue haciendo discurso ante sus ojos como ahora ante los nuestros.
Porque, en estos comentarios, la escritura se hace proceso vivo sujeto a los deseos textuales del yo, que se escenifica no sólo como investigador sino, ante todo, como escritor de lo que leemos: “(Miento; decidí conservar mi retrato de Torreón por una mera pulsión textual: el deseo de narrar una ciudad a la que amo en clave de parodia –en el sentido etimológico que da Gerard Genette a esa palabra: una oda paralela- de la novela latinoamericana del siglo XX)” (Herbert, 2015: 19). Las costuras del tejido textual son expuestas de manera consciente. El metarrelato se niega a sí mismo, al generar un nuevo metarrelato que se antoja más sincero, como si el autor no pudiese resistir sus propias mentiras y tuviera que confesarse. Decir que se está mintiendo se convierte, de forma paradójica, en un modo de parecer sincero ante el lector. La metalepsis de la voz autorial, tanto en estos comentarios como en las autoproyecciones ficcionales, se convierte, por este aura de sinceridad impostada, en un mecanismo paradójico de captatio benevolentiae. Esto se ve complementado por el uso de la segunda persona, de un tú que apela directamente al/la lector/a, en un vis a vis en el que el yo se expone desarmado ante su receptor/a crítico/a: “Esta no es la historia que buscabas: es la que tengo” (Herbert, 2015: 20). Y esta impostación de sinceridad coadyuva a la ontología imposible del texto: crónica histórica de un cronista-no-cronista, de un cronista-escritor, que sólo en su proyección ficcional halla el modo de ser y estar en un texto que sólo él puede construir, que sólo en la ficción encuentra, en definitiva, el modo de existencia del texto mismo.
Sin embargo, la paradoja constitutiva no se dirime: ¿por qué elegir un texto híbrido atravesado por lo autoficcional para construir una crónica historiográfica? El recurso a la autoficción no es sólo un modo de captatio benevolentiae, sino que se convierte, por el mismo mecanismo paradójico, en fundamento de autoridad: la sinceridad de un cronista no profesional, el reconocimiento de su falibilidad, su distinción con respecto a un relato histórico ficticio que denuncia, es lo único que puede proporcionar autoridad a un escritor de novelas para escribir la Historia. La paradoja es evidente, pero su resolución parte del origen del proyecto de escritura. Si muchas y muchos críticos coinciden en que la autoficción pretende deconstruir las literaturas del yo, aquí Herbert la usa para atacar otro tipo de discurso referencial: el historiográfico. El objetivo primordial es rebatir la tesis de que el genocidio sinófobo fue un caso aislado de muchedumbre enfurecida, buscando romper así con la “novela” escrita por el Estado. El relato histórico se ha revelado como una falacia, como una ficción escrita por los vencedores (siguiendo la línea de Tzvetan Todorov), como un material sujeto a la manipulación discursiva: “[…] mi intención no es denunciar un hecho, sino una sintaxis” (Herbert, 2015:223). La Historia se revela como novela coral en la que la versión de unos, aún siendo falsa, se impone.
Pero, ¿por qué combatir la ficción con más ficción? De nuevo, conviene recurrir a uno de los fragmentos clave de Canción de tumba: “Así, desde la fiebre o la psicosis, es relativamente válido escribir una novela autobiográfica donde campea la fantasía. Lo importante no es que los hechos sean verdaderos: lo importante es que la enfermedad o la locura lo sean” (Herbert, 2011: 171). La definición genérica de esta obra requeriría de un estudio propio, pero para nuestra hipótesis enunciemos los puntos esenciales que quedan implícitos en esta cita. El texto parte como una narración, entre el pasado y el presente, de la historia del yo con su madre, que se está muriendo. La parte central se corresponde, no obstante, con un largo relato de un viaje a La Habana que se revela como transposición ficticia de unas alucinaciones. Las fronteras entre realidad y ficción se difuminan, tanto más en una vida que parece inverosímil (así se lo reprochan cuando afirma que su madre era prostituta y lo condenó a una infancia nómada y cruenta). Por ello, la autobiografía de una vida inverosímil puede ser escrita como (auto)ficción desde la micro-ficción dentro de la realidad que es la alucinación.
En consecuencia, de la misma forma que sólo es posible contar la verdad de una vida inverosímil desde la ficción que la ordena y la hace creíble, sólo es posible relatar lo verdadero de un hecho histórico ficcionalizado y tergiversado, que carece de fuentes fiables, mediante la autoficción del yo-cronista, mediante la ficcionalización del yo que asume la misión de narrar una verdad histórica que es imposible. Si no se puede partir de la realidad de lo acontecido en el pasado porque la verdad histórica no existe sino que es un relato ficcional coral construido por el vencedor, sólo desde la ficción podrá hallarse una vía de fundamentar la verdad, siempre subjetiva, siempre ligada a la óptica del que enuncia y a la credibilidad que se le otorga y que él se proporciona. La autoficcionalización del yo niega la posibilidad del relato histórico, de la verdad histórica objetiva y neutra. Si, como distinguiese Aristóteles, la historiografía cuenta lo que efectivamente ocurrió y la literatura, lo que podría haber ocurrido, ahora, al contrario, descubrimos que también la Historia puede ser narrada desde la Literatura, como habría podido pasar basándose en los testimonios de lo que pasó, tanto más cuanto que estos son frecuentemente orales, emitidos desde la subjetividad. El pasado es objeto de narración subjetiva y personal, el yo forma parte de la narración de la Historia. La Historia puede ser ficcional porque no deja de estar construida de palabras, de un lenguaje que erige mundos y realidades que se confunden con la realidad misma:
Piensa esto: hay un lugar donde lo más cercano a ti, eso que finges poseer, se llama de otro modo. No es gran cosa. Puede tratarse por ejemplo de tu madre. Ya de por sí tuviste que aprender que nunca fue “mamá”, que usaba nombre y apellidos, y peor: que tu padre la invocaba en la intimidad a través de un apodo repugnante. […] Visto así, desde la soledad de nuestros nombres, nada es tuyo. Las cosas le pertenecen al lenguaje (Herbert, 2015: 69).
La experiencia de toda escritura, incluso la historiográfica, se revela como subjetiva y en ello se ficcionaliza. Su única posibilidad de ser es en el reconocimiento de su carácter ficcional, de igual modo que la única autoridad de un cronista no historiador emana de su propia ficcionalización como exponente del reconocimiento de su falibilidad, del hecho de que la verdad histórica es imposible, de que la única dable es la subjetiva. Y, sin embargo, la sospecha permanece: ¿por qué creer a este yo, si la verdad es improbable? En definitiva, ¿cómo puede este encadenamiento de paradojas sostener el texto?, ¿cómo puede el yo subjetivo y ficcional superar como autoridad a una verdad objetiva rota? He ahí el pseudo-epílogo, en que el texto se metamorfosea, una última vez:
Escribir este libro y entrevistar a Manuel Lee Soriano y viajar a Ojuela comenzaron a enredarse y me trenzaron las tripas y se enlazaron como la estatua de los dos amantes que Evelyn Jamieson vio una vez en Torreón y se convirtieron en una sola cosa. Todo está en todo como quería Pitágoras, […] Esto es un western. Esta es la casa del dolor ajeno. Tomados de la mano, Mónica, Leonardo y yo cruzamos ese día no una ciudad, no La Laguna, no un pequeño genocidio, no el puente de Ojuela: el puente del horror. México, le llaman (Herbert, 2015: 263).
La crónica-novela es una parte de un todo que es un ensayo, es el todo de ese todo y aún así una parte. Sólo la ficción puede servir para denunciar y llamar la atención sobre el carácter de western, de espectáculo, del espectáculo violento que es México, que siempre ha sido. Si la palabra western engarza de manera circular con el macro-título “[Esto es un western:]”, que precede al texto siguiendo el sistema de los paréntesis aclaratorios, la alusión a la violencia mexicana reproduce una de las ambiciones del producto final, ambición que pasa desapercibida entre las demás al principio, pero que ahora se torna como macro-definición: “Me gusta la idea de que estas páginas podrían contener un relato pero también un ensayo: una reflexión oblicua sobre la violencia en México” (Herbert, 2015:19). En este momento se entiende, de manera retrospectiva, la auténtica pertinencia de los comentarios sobre el México actual que jalonan el texto: esto no era una crónica de un genocidio ocurrido cien años atrás, sino un ensayo sobre la condición violenta de lo mexicano. Y, por ser un ensayo, la autoridad ha de revertir sobre el yo autorial, un yo que se apropia del texto porque este mismo se desvela como su visión del mundo. El pequeño genocidio se convierte en el argumento central de una tesis que no es la anunciada, sino la que se ha colado por las rendijas del texto, una tesis que se corresponde con una visión personal de un algo (México), una visión justificable (para ello sirve el ejemplo del genocidio), pero puramente individual, subjetiva, de ahí que el yo tenga que atravesar el relato, corporeizarse, hacerlo suyo. El genocidio es metonimia de un espíritu nacional, violento y xenófobo (y, por tanto, universal) que el autor identifica y que sólo puede transmitir desde un posición autoficcional. Por eso se habla de un “pequeño genocidio”: no importan las víctimas, sino el agente, los motivos y la tergiversación posterior. El discurso sobre el exterminio ejemplifica la sintaxis trans-histórica que es denunciada, la que es causa y síntoma de esa esencia mexicana apuntada, pues sostiene y perpetua la creencia en una idiosincrasia auto-construida (sus antepasados no mataron a los chinos por xenofobia): el espíritu nacional, como la Historia, es discurso.
En este punto, conviene recuperar el fragmento del taxista drogado que leyésemos antes: los taxistas devienen personajes que transmiten el relato oral del pueblo, que no es otro que la repetición ad infinitum y diferencialmente (re)producida del discurso oficial, un relato que por esa reproducción inevitable reverbera la polifonía y ejemplifica el error al que queda sumido el relato historiográfico. Pero también estos pasajes permiten llevar a cabo la crítica del México actual, pues en ellos pasado y presente entablan un diálogo de asimilación e ignorancia que hace de la simultaneidad su motor (paradójicamente, aún ignorando el pasado, se reproduce), de suerte que se eterniza y acaba por constituir, para el autor, el gen de lo mexicano. Así, el fragmento continúa: “En la puerta del hotel desciendo del auto, doy las buenas noches y pago. Al darme el cambio, el muchacho murmura sin mirarme: –Han de haber sido los Zetas, ¿no? Esos weyes son los que matan a todos” (Herbert, 2015: 92).
En La casa del dolor ajeno, crónica, novela, ensayo y autoficción conviven en una estructura fundada sobre la figura retórica de la paradoja en la que cada uno de estos modos genérico-discursivos se afirma con respecto a lo(s) otro(s) al mismo tiempo que se niega. En esa hibridación tensa, en que los distintos modos son y no son en un mismo movimiento, el yo, correspondiente a la voz del cronista no-cronista que es Herbert, atraviesa el texto y se apropia de él. Pretendíamos analizar la autoficción en su vecindad con géneros referenciales ajenos al yo; nuestro estudio constata la reafirmación de un yo que constituye, en una nueva paradoja imposible, en una nueva tensión, el fundamento de esos géneros en un contexto posmoderno de descreimiento de la Historia como discurso.
En efecto, el yo reaparece de manera constante, rompiendo las fronteras de los géneros que son hibridados en el texto: la voz autorial no sólo se permite comentar, con un tono con frecuencia cínico, los materiales históricos más allá de la disposición, sino que se corporeiza mediante su auto-proyección en el relato como personaje intrínsecamente ficticio que explica y escenifica su búsqueda y, sobre todo, su escritura. El texto deviene performance que el yo hace (finge hacer) ante los ojos del/la lector/a. La convivencia de lo histórico y lo personal, de lo supuestamente objetivo y lo inevitablemente subjetivo, de lo factual-verídico y lo ficticio-inventado, provoca la ambigüedad por contaminación, ambigüedad que más que afectar al carácter verídico de lo narrado, cuestiona la credibilidad de la voz que lo cuenta, pues es esta la que al introducirse en el relato pone en tela de juicio su condición ontológica.
Pero, a causa de esta ambigüedad precisamente, el yo autoficcional, la autofabulación del cronista, se convierte, de modo paradójico, en la única forma efectiva de autoridad y de captatio benevolentiae. La alusión constante a la imposibilidad de la verdad objetiva, la oposición a un discurso que se denuncia como falsario, se torna en fuente de sinceridad: reconocer las posibles fallas proporciona una credibilidad al mismo tiempo que la pone en entredicho. Se genera así una ontología imposible del texto en la que lo único veraz y falaz es, en un mismo movimiento, la multidimensional proyección del yo y de su relato. De ello resulta un artefacto literario frankensteiniano, un western trans-histórico, un ensayo construido sobre la paradoja como figura retórica que transcribe la contradicción inherente a la realidad misma, una obra de ontología insostenible que sólo resiste la prueba de la ficción, porque esta reproduce y denuncia la realidad misma.
En este sentido, la autoficción actúa de forma simultánea como denuncia de la imposibilidad de la verdad histórica y como defensa de la subjetividad como única fuente de credibilidad, si bien esta sólo puede existir en su cuestionamiento. La autoficción, la ficción del yo, la existencia ficticia del yo en la palabra, es tanto la condición de posibilidad de la realidad como el síntoma de su fragilidad. La autoficción termina, de la mano de las distintas metamorfosis que experimenta el texto a lo largo de la lectura (crónica/novela/ensayo), por convertirse en autorficción (Toro, Schlickers & Luengo, 2010), en tanto que es la introducción sorpresiva del autor en el relato la que pone de manifiesto la artificialidad de su discurso y de aquello contra lo que se construye. La autoficcionalización de la voz autorial se impone, de modo que la realidad se revela como construcción verbal del yo que sólo en él halla legitimidad, aunque sea quebradiza. La auto(r)ficción trascribe la imposibilidad de ser del sujeto y la realidad (históricos) como verdad homogénea: la Historia es un discurso que los seres humanos escriben, la realidad es el discurso del sujeto que la ve.
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