La canalización textovisual del dolor: Canal, de Javier Fernández

The texto-visual channeling of pain: Javier Fernández’ Canal

Vicente Luis MORA

Universidad de Estocolmo, Suecia

vicenteluismora[at]yahoo.es

Impossibilia. Revista Internacional de Estudios Literarios. No. 14. Páginas 00-00 (noviembre 2017) ISSN 2174-2464. Artículo recibido el 30/05/2017, aceptado el

09/10/2017 y publicado el 30/11/2017.

Resumen: En los últimos años, gracias a la tecnología y especialmente gracias a las posibilidades otorgadas por los procesadores de texto, la experiencia de la escritura ha sufrido la intrusión de la imagen y de símbolos icónicos en esferas en las cuales no habían aparecido con anterioridad. Esto es claro en obras como Canal (2016), del poeta español Javier Fernández, en cuyas páginas es posible apreciar una ″canalización″ textual del dolor expresado en los versos. Este carácter será analizado a través del concepto de ″textovisualidad″, basado en el de ″imagentexto″ de W. J. T. Mitchell, que se desarrolla en estos tiempos de imagen digital.

Palabras clave: Javier Fernández, textovisualidad, imagen, icono, poesía española

Abstract: During the last years, thanks to technology, and especially thanks to the possibilities bestowed by text processors, the experience of writing has suffered the intrusion of the image and iconic symbols in spheres where they previously did not appear. This is especially evident in works such as Canal (2016), from Spaniard poet Javier Fernández, in whose pages is possible to appreciate a textual ″channeling″ of the pain expressed in the verses. This character will be analyzed trough the concept of ″textovisualidad″, which lays in W. J. T. Mitchell ″imagentext″, developing it in the era of digital image.

Keywords: Javier Fernández, textovisuality, image, icon, Spanish poetry

...

¿También la literatura puede iluminar ″la forma en que experimentamos la experiencia″ de una forma literaria?
Graciela Speranza (2017: 132)

1. Introducción

En los últimos años, una fiebre editorial marcada por la literatura basada en hechos reales, ligada a una pulsión rebuscadora en sucesos íntimos, mejor si son traumáticos, ha llenado las librerías españolas de una populosa cantidad de libros testimoniales, confesionales, autobiográficos, autoficcionales, misery memoirs, crónicas íntimas, y un largo etcétera. Por lo común, la valía de estos libros es bastante escasa, salvo puntuales y pertinentes excepciones, y suelen estar escritos en una narrativa desustanciada, de poco estilo y menor ambición artística. Dentro de esa plaga, y como excepción señera a la baja calidad de la misma, podemos destacar Canal (2016), del escritor y editor Javier Fernández (Córdoba, 1972), que se escapa de ese colectivo de libros basados en hechos reales por varios motivos: el primero, por tratarse de un libro de poemas, incluido en una colección editorial poética, si bien el libro dinamita, como luego veremos, cualesquiera limites o fronteras genéricos a los que queramos adscribirlo; el segundo motivo, porque Fernández, según ha declarado en una entrevista (Asensi, 2016: 20) ha trabajado en ese libro durante veinte años —desde mucho antes, por tanto, de que apareciera la moda editorial a la que nos referíamos al principio—; el tercer motivo, Canal alcanza la velocidad de escape de esa órbita por la radicalidad de su apuesta estética, en la que los elementos textovisuales tienen un lugar central, que vamos a exponer a lo largo del presente trabajo.

2. Textovisualidad poética

Denominamos textovisual a la forma literaria, ya sea impresa o digital, en la que el uso de la imagen, entendida ésta en un sentido abierto y polisémico, desempeña un papel expresivo central junto al de la palabra, formando ambos parte de un sistema complejo, interrelacionado y no desmontable de expresividad artística. Es un concepto que surge en la órbita de la ″imagentexto″ de W. J. T. Mitchell (1986), pero desarrollado en un contexto sociológico y tecnológico actual, digital y globalizado, que hace necesaria una actualización o puesta al día de la descripción originaria del profesor estadounidense. En una estrategia que trasciende con creces la écfrasis tradicional para insertarse en otras lógicas de sentido ligadas a la presencia de la imagen (Louvel, 2011), lo textovisual responde a un cambio de visión: si en un libro llegamos a lo textovisual sería porque ″habríamos abandonado el género de la écfrasis […] y los significantes escritos habían adoptado características icónicas″ (Mitchell, 2009: 142); de ahí que Laura Borràs llame ″icon books″ (2012: 171-172) a los libros en que conviven palabras y textos ligados con una conexión deliberada y expresiva, que por lo común va más allá de la ″ilustración″ tradicional. Mitchell, que dedicó buena parte de su vida de investigador a la imagen y su relación con la literatura, llegando a convertirse en una piedra fundadora de lo que ha dado en llamarse Visual Studies, es una piedra angular en todos estos razonamientos. Por ese motivo, y en la línea de El lectoespectador (Mora, 2012), seguir este camino en nuestros días sería una forma de proponerse aquello que había vindicado Mitchell en su ensayo Teoría de la imagen, esto es, ″una ‘iconología del texto’, […] una revisión completa de los textos desde el filtro de la cultura visual″ (2009: 186), en aras de una lectura contemporánea de textos que entienden la literatura de una forma compleja, cruzada por la aparición de un tratamiento iconográfico (Iconology es precisamente el título central de la producción del profesor de Chicago) y de la puntual inserción de imágenes. Este camino viene facilitado en la actualidad por la difusión y accesibilidad de las técnicas digitales, no tan desarrolladas en los años en los que Mitchell articulaba la parte seminal de su obra (por ejemplo, The Language of the Images es de 1980, una época en la que había computación, pero muy larvaria respecto al crecimiento alcanzado desde entonces), en especial gracias a los procesadores de textos, de fácil manejo por cualquier usuario y habituales en los ordenadores personales de hogaño. Los últimos libros de Mitchell, como Image Science: Iconology, Visual Culture, and Media Aesthetics (2015), están más centrados en fotografía digital o arquitectura que en literatura, por lo que conviene a los críticos seguir pensando y analizando cuestiones literarias desde perspectivas propias, para lo que hay que tener en cuenta los factores recientes. Y, en ese sentido, la aparición de la digitalidad supone una evolución radical de las posibilidades, de ahí que El lectoespectador no se refiera tanto de la página-pantalla (Fernández Porta, 2007: 213), que acoge de forma ecfrástica la referencia visual, sino de la ″pantpágina″ (Mora, 2012: 105-114), que, o bien integra la imagen físicamente, gracias a las posibilidades digitales de los procesadores de textos, o bien la reproduce a través de una mímesis gráfica, de la imitación deliberada de su registro o trazo por medio de la maquetación y el diseño (Yépez, 2003) de los textos.

A la hora de explicar la interrelación entre la imagen y el texto, es posible retomar la distinción del griego clásico entre mixis y synkrasis; mientras que la primera palabra, según Werner Jaeger, apela a la simple unión de cosas, el segundo término ″será usado en el pensamiento médico primitivo de Grecia para referirse a algo que, aunque compuesto de dos o más elementos, se ha incorporado en una unidad indisoluble y equilibrada″ (Jaeger, 1965: 36), es decir, una mezcla que no tiene vuelta atrás, que ya resulta impensable por separado. La textovisualidad supone una mezcla de esa última clase: significa que la obra ha sido creada de ese modo, que une en su interior letra e imagen de forma sintética y sincrética, según la terminología clásica. Por eso no estamos de acuerdo con José Antonio Calzón cuando dice que ″no podemos leer y ver una imagen a la vez″ (2009: 53); las obras textovisuales —y Canal, sobre la que ahora se ahondará, entre ellas— son una refutación in extenso de esa aseveración. El objetivo de la unión textovisual es alterar la percepción del lector sobre el estatuto del objeto de lectura, alertarle sobre un cambio en la verbalidad tradicional; así, una mención de Ben Lerner en su novela Leaving the Atocha Station (2013) acerca del espacio en blanco que existe entre las letras impresas (2013: 20) nos invita a pensar que los cambios tipográficos o de maqueta de un libro nos recuerdan, al sacarnos de la concentración sobre el hilo del relato o la lectura, que estamos leyendo páginas, letras, un texto: nos devuelve las palabras y los espacios en blanco, y los reinserta en su condición de ″objetos″, los retorna a su fisicidad bidimensional, del mismo modo que la cinta rasgada y el celuloide quemado en Persona (1966), de Ingmar Bergman, nos recuerdan que estamos viendo una película.

Sin descuidar la importancia que la imagen ha tenido en todas las culturas, creemos no exagerar si decimos que la sociedad actual se mueve dentro de una abundancia casi paroxística de imágenes, dentro de una iconosfera en que nuestro imaginario ha tomado, en gran medida, un esquema audiovisual. Esa centralidad de la imagen conjura un miedo al icono que, como ha visto el propio Mitchell (1986: 31ss), se arrastra en la civilización occidental ligada al odio religioso a las imágenes, frente a la condición divina y revelada de la palabra. El mundo secularizado de hoy ha dejado atrás ese legado y mira sin aspavientos a su alrededor, asimila por igual las formas culturales escritas, grabadas en soporte visual, pintadas, digitalizadas o representadas en escena. A esa influencia universal de la imagen ni se ha podido ni se ha querido sustraer Javier Fernández, que dedica parte de su tiempo al estudio y crítica del cómic o tebeo contemporáneo, y prepara en la actualidad un ensayo sobre los orígenes del cómic de superhéroes estadounidense. Quizá por esa ″pulsión escópica″, característica de nuestra época (Augé, 2003: 66; Pérez Jiménez, 2015: 90), Fernández siempre ha tenido, a la vista de sus diferentes publicaciones, una idea profundamente visual del arte y de la literatura. Desde su primera novela, hoy inencontrable, Paseo (1994), la preocupación icónica por un signo multireferencial estaba presente en su forma de escribir, pero es a partir de Casa abierta (publicado en 2000 por La Carbonería de Sevilla y republicada en 2010 en una edición de la Diputación de Málaga que apenas tuvo circulación) cuando la construcción literaria pasa a ser ya por definición textovisual. Al comentar una novela de Fernández que también incluye numerosos elementos iconográficos, Cero absoluto (2005), escribe Alexandra Saum-Pascual:

En Cero absoluto […] toda suerte de elementos gráficos y materiales externos crean una amalgama contemporánea de imágenes visuales y texto que, si bien fuera concebida digitalmente, se impone en los límites de un libro, prescindiendo del rol del narrador o relator (2015: 243).

Haremos una breve referencia a Casa abierta porque tiene muchos puntos de conexión con Canal, tanto por sus aspectos formales como por los semánticos (el regreso a la infancia). El libro está diseñado de manera conceptual, es un objeto no menos que un texto, y se vertebra mediante una ″métrica″ gráfica que lleva al autor a una organización trimembre de la página; esta división puede advertirse a la perfección en el relato ″Solar″, donde está trazado en el ″suelo″ del libro el esquema sobre el cual se ″levantarán″ tipográficamente los textos. En esta foto hemos unido los ″solares″ de las dos ediciones de Casa abierta:

[2000 y 2010, s/p]

Sobre este particular de Casa abierta se ha comentado que

La aparición de «solar» también nos abre puertas de interpretación: la planta de la casa por construir nos revela que las páginas de este libro están divididas en tres partes, iguales y perfectamente cúbicas, de las cuales una queda libre siempre de literatura; en ella aparece sólo el nombre del autor (Mora, 2007: 166).

Aunque en realidad se debería haber dicho ″del seudónimo″, pues el libro no estaba firmado por Fernández, sino por su seudónimo El ursa. El propio Fernández esclarecía en la segunda edición de Casa abierta las características matéricas y textovisuales de la primera, así como el empleo del alias:

[…] es un libro objeto de tamaño alargado, impreso a dos tintas sobre una decena de papales de diverso gramaje, encuadernado en espiral doble de color blanco, con tapas en cuatricromía y sobrecubierta de plástico serigrafiado. Aquellos materiales constructivos permiten una lectura tridimensional del texto mediante la translucidez, las resonancias visuales, el tacto o la propia singularidad física del libro, elementos de la puesta en escena radical elaborada por El ursa, la máscara que utilizo ocasionalmente para reflexionar sobre los límites de la literatura y su interacción con las demás artes (2010: s/p).

El resultado es una reorganización material, escénica, espacial y paginal del hecho literario, que no sólo alcanzaba a la forma, sino también al contenido. En Casa abierta, la descripción de las distintas casas (abierta, cerrada, en obras, en llamas), y el discurrir del niño protagonista por ellas sintetizan otros tantos estadios en el proceso discursivo de la infancia, o mejor, de la pérdida de la infancia. A esta objetivización, Fernández añade en ocasiones un aparato simbólico: los objetos que va recolectando el niño del cuento que da título al libro significan otras tantas cosas sin las que el cuento funciona igualmente, pero con las que se enriquece si se tiene la correspondencia simbólica. Por tanto, vemos que en el autor cordobés la utilización de cualquier correspondencia no excluye las demás pues multiplica las significaciones textuales, que a su vez se redimensionan mediante las estrategias visuales. Como luego se verá, Canal reproduce, a su manera, esa simbolización, y también mediante un elemento textovisual: el aislamiento gráfico.

3. Textovisualidad y tratamiento gráfico del dolor en Canal

Hay una relación, apuntada por autores como Walter J. Ong, entre la escritura y el pensamiento, puesto que ″la escritura ha transformado la conciencia humana″ (Ong, (1999: 81). No cabe duda de que el libro de Fernández parte de un pensamiento literario diferente, singular, fruto de una larga decantación y de un largo proceso reflexivo sobre la forma artística, a partir de un repensado de la escritura. Planteado de manera argumental como la huella que deja la muerte por ahogamiento en un canal de un niño de cinco años, Miguel, en su hermano de tres, y como reelaboración del modo en que esta herida inaugural marca toda una existencia, Canal no es sólo una reflexión sobre el dolor; en realidad, sobre todo se presenta como una reflexión sobre la forma en que el dolor puede expresarse y, por ello, una toma de conciencia, mediante la escritura del dolor, del dolor de la escritura, en cuanto reencarnación gráfica de la experiencia traumática. El objetivo del autor no es sólo que el dolor se lea, también que, de alguna manera, el dolor se vea. Este gesto tiene lugar dentro de una compleja operación ″semiótica″, cuyo esquema compositivo ha examinado Unai Velasco:

El título nos pone sobre una pista dialógica de manera inmediata: canal es, literalmente, el lugar donde se ahogó su hermano, y es también la mediación de lo expresivo, la canalización de lo afectivo en la lírica elegíaca, y es, por último, el canal del acto comunicativo que permite la trasmisión del mensaje, esto es, la escritura en sí misma, el lenguaje. Una de las primeras virtudes de este libro es la capacidad de invocar estos tres estratos, hilarlos de manera sutil, sin aspavientos emocionales ni ínfulas teóricas (2016).

Un ejemplo claro de lo expuesto por Velasco tiene lugar en el segundo poema o fragmento del libro:

2.

Si digo que mi hermano Miguel

murió el 5 de marzo de 1975, que

mi hermano murió tres semanas

antes de su sexto cumpleaños, que

ocurrió pasado el mediodía, que la

mañana era nublada y de mucho

viento, estoy presente en la

oración. Digo: ″mi hermano″.


Al explicitar su posición elocutoria, el ″narrador″ —pues, como apunta Pedro Ruiz Pérez, la voz que nos cuenta Canal no se presenta nunca como Javier Fernández, esto es, no se identifica con el autor extratextual del libro (2016: 183)— deja patente su autoconsciencia respecto al hecho creativo y respecto del hecho elocutorio; pero, al mismo tiempo, no deja de ser patente que ese reconocimiento se hace en un fragmento que tiene una anchura minúscula, angustiosa, respecto a cualquier otro libro de poemas de prosa que conozcamos. Mientras la poesía en prosa convencional tiende por sistema a conquistar todo el ancho disponible de la página, Canal escoge un segmento central muy pequeño (arriba reproducido con exactitud), que, en cierto modo, hace tan presente la figura del autor y sus decisiones ″métricas″ como el sintagma ″mi hermano″ hace presente al narrador que nos detalla la historia trágica.

Roland Barthes escribió que ″cuando una obra desborda el sentido que parece plantear primero es que tiene algo de Poético″ (2001: 175), y añade a continuación que ″lo Poético es, de una manera o de otra, el suplemento del sentido″. A mi juicio, la tensión verbal y textovisual generadas en Canal le hacen superar la cuestión —que quizá se suscite en algunos lectores— de si es o no poesía; a mi juicio es poesía por la decisión autorial (al presentarla como poemario), por tener una métrica (textovisual, pero una métrica), por adscripción editorial (la colección de poesía de Hiperión donde se publica) y por esa apertura suplementaria a lo Poético que aprecia Barthes en las obras que redefinen el espacio literario en el que se incluyen. Es bastante probable que si le preguntásemos a Fernández por una poética nos remitiera, de inmediato, a la de Aristóteles.

En ese sentido, Fernández es uno de los exploradores actuales de una tensión gráfica, textovisual o verbivocovisual (Campos, Pignatari y Campos, 1999: 85-86), donde pueden encontrarse poetas españoles muy diferentes, desde los practicantes de la poesía visual hasta los seguidores de la ruptura textual reunidos por Óscar de la Torre en Limados (2016), pasando por una constelación de poetas que incluyen de continuo elementos icónicos en sus obras (José-Miguel Ullán, Francisco León, Begoña Callejón, Alejandro Céspedes, Javier Moreno, María Eloy García, Ángel Cerviño, Lola Nieto, etc.). Una de esas poetas, María Salgado, que además es estudiosa de los borrosos límites entre poesía y artes plásticas, escribe en Hacía un ruido. Frases para un film político: ″no soy apocalíptica soy señalética″ (2016: 18), para luego explicar las formas de resistencia formal que algunos poetas —como Javier Fernández y ella— utilizan: ″el canon moderno, la superficie modernista, gobierna por dentro de (casi todas) las formas del poema. Todo poema tiende a medirse con esas formas arqueológicas. Cuesta atreverse a hacer, pues, una textura digital. O incluso una textura amodern/ista″ (Salgado, 2016: 19). En el caso de Fernández la textura no sería digital, sino amodernista, está imbricada dentro de una visión de la modernidad crítica con sus herencias y sus adherencias, más próxima al modernism anglosajón de un e.e. cummings o de un Ezra Pound, autores que han tenido mucha influencia sobre Fernández (quien publicó Il Mare de Pound en su vertiente profesional de editor al frente de la editorial Berenice). Su obra se imbrica en una red referencial que nos recuerda que la intertextualidad evoca ″la cualidad del texto como tejido o red″ (Martínez Fernández 2001:37), en una esfera interdiscursiva.

Si queremos entrar más en detalle en el trabajo textovisual que Fernández lleva a cabo en Canal, tenemos que dar un pequeño rodeo. Para el profesor Víctor del Río, ″la presencia de lo humano es el lugar desde el que se genera un concepto de espacio″, a lo que añade: ″Sin embargo, en las últimas décadas, habría que sobreponer a esta base reconstructiva del ‘punto de vista’ una nueva perspectiva de carácter cenital que se asocia al mapa″ (del Río, 2015: 100). Observemos ahora la cubierta de la portada de Canal, un paratexto (Genette) bastante revelador, teniendo en cuenta que es un diseño realizado por el propio Fernández:

Lo primero que llama la atención de esta cubierta es la blancura total, poco frecuente dentro de la colección de ″poesía Hiperión″, conocida por sus numerosas portadas coloridas y coloristas. La elección del color blanco, a nuestro juicio, puede deberse a la asociación con los ataúdes blancos en los que suele enterrarse a los niños, pues no olvidemos que ese es el argumento nuclear de Canal: la muerte de un niño de cinco años. Pero el color es quizá el menos relevante y significativo de los elementos: sobre esta cubierta, escriben Juan José Lanz e Itzíar López Guil en estos términos:

Las dos figuras de la cubierta, obra de Fernández, anticipan la estructura del poemario: una línea horizontal dividida por cinco trazos cortos formando cinco cruces (la edad del hermano al morir, los cinco miembros de la familia, el canal con sus esclusas, la cercana vía del tren y, en un sentido figurado, la herida cosida) y dos líneas paralelas (la fatal corriente de agua, la herida abierta) (Lanz y López Guil, 2017: 8).

La singular perspicacia de observación de Lanz y López Guil deja atrás otra importante carga de significación del número cinco, presente desde la primera línea del libro: ″Mi hermano Miguel murió el 5 de marzo″ (Fernández, 2016: 13), y recurrente en otros lugares: ″Hoy es 5 de marzo. Hace seis años que murió Miguel″ (2016: 20; cf. también la página 73). En todo caso, la trascendencia textovisual de la portada, cargada de una dimensión parapictorial (Louvel, 2011: 56, a partir del concepto genettiano) o ″parapictórica″, ofrece al lector un emplazamiento dibujado, un mapa del dolor que, según vimos con Víctor del Río, otorga al lectoespectador esa perspectiva humana ″de carácter cenital″ a la que del Río hace referencia, y que, de algún modo, se alarga durante casi todo el libro. Una vez que comienzan los poemas desaparece el mapa, pero seguimos viendo desde arriba al canal donde la pérdida tiene lugar, a lo largo del poemario, con la distancia de la lectura que es, para el autor, un trasunto de la distancia temporal desde la que Canal está escrito. Una inscripción de emplazamiento desde el que se eleva la experiencia y se le da un sentido espacial, textovisual, que no requiere ser consciente para ser efectivo: el cauce que canaliza el dolor atraviesa la lectura conforme ésta se produce (e incluye, como ha visto Pedro Ruiz Pérez, los créditos y el colofón del libro, 2016: 191). Como apuntan con razón Lanz y López Guil, ″el poema hace lo que dice″ (2017: 8), y juega con los espacios en blanco y con la administración de los márgenes para irradiar sus efectos. El otro libro de Fernández al que hacíamos antes referencia, Casa abierta, estaba lleno de recursos del mismo tipo, como cuando el niño abre un cajón y se encuentra unas fotos; la écfrasis para describirlas ocupa el sitio de cada foto tal y como el niño las coloca sobre la cama:

[Fernández, 2000: s/p]

Al tener en cuenta la hiperconsciencia con la que Fernández utiliza sus recursos, no nos parece casual que en las líneas finales de algunos fragmentos de Canal queden sueltos algunos términos, sintagmas u objetos imprescindibles para entender la apuesta semántica y simbólica del libro. Esas pocas palabras escapan del rectángulo canalizado de texto que conforma la métrica del libro y, por esa fuga de la métrica, parecen significativos desde el punto de vista del significante, pero no menos desde la perspectiva del significado: ″Digo: ‘mi hermano’″ (Fernández, 2016: 14), ″lo recuerdo″ (2016: 20), ″el canal″ (23), ″seco″ (24), ″madre″ (25), ″el canal″ (27), ″las botas″ (31), ″las botas″ (32), ″vi sus botas enterradas en el barro″ (42), ″pechos amargos″ (47), ″de mi hermano″ (47), ″cayó″ (48), ″dentro de una cajita″ (57), ″quedan unos huesos″ (58), ″su hijo″ (61), ″sola″ (63, 64), ″de ello″ (70, donde ″ello″ se refiere a los sueños que el narrador tiene con su hermano muerto), ″un tiempo sin mi hermano″ (75), ″se me está escurriendo″ (84). Una lectura sólo de estos sintagmas, a mi juicio aislados textualmente de forma deliberada para otorgarles énfasis, da muchas pistas sobre los contenidos esenciales del libro, sobre sus repeticiones y sus insistencias climáticas. El in crescendo emocional hace que la expresividad se desate en la alucinada parte final, ″Coda″, al eliminar los signos de puntuación, cuando también se desatan los sentimientos, la racionalidad y, con ellos, el lenguaje. Al desaparecer la puntuación se incrementa la velocidad de la lectura (del caudal, del agua, del canal), hasta precipitar el desenlace: ″me lanzo al agua y nado hacia mi hermano quiero llegar a su lado quiero darle un abrazo quiero que él viva quiero morir yo en su lugar lo estoy alcanzando rozo sus dedos se me está escurriendo″ (2016: 84). En este sentido, podemos aplicar a Canal la misma descripción que Saum-Pascual hiciera de Cero absoluto: ″todo el libro es una cuidadosa representación de diseño gráfico″ (2015: 246), un proyecto conceptual donde los elementos icónicos son tan importantes como los verbales, hasta el punto de que no tienen sentido por separado. Canal es más que la suma de ambos.

Y cabe preguntarse cuál es el objetivo final de todos estos cuidadosos y sofisticados ejercicios retóricos textovisuales. A mi juicio, ese objetivo no es otro que la personalización de la experiencia, el propósito parece buscar el acomodo del discurso traumático a la inequívoca forma de recordarlo propia del autor, que elige una forma plástica y personal de materializar ese discurso. Esto late en la declaración de N. Elizabeth Schlatter, cuando afirma para algunas formas artísticas entre la letra y la imagen que ″this combination of words and symbols challenges the viewer to contemplate how meaning is personalized and conveyed in text″ (2013). La canalización del discurso es para Fernández el único modo en que la experiencia traumática puede ser narrada: incorporando al espacio paginal el espacio del horror, el lugar —el canal de Córdoba— donde tuvo lugar el acontecimiento traumático un 5 de marzo de 1975. El sentido deviene texto. Todo acaba, parece decirnos el autor, donde comenzó.

4. El proceso de ″secado″ en Canal

Existe la superstición en ciertos sectores del mundo literario de que, para contar una experiencia dolorosa o traumática, el ″desahogo directo″ es una vía más que legitimada a la hora de expresar el dolor sentido. Bien al contrario, la experiencia de lectura de algunos textos centrales en ese complejo género que es la literatura de la pérdida nos lleva a pensar que es el artificio retórico el que consigue la adecuada transmisión al lector del dolor sentido. En otras palabras, el texto sólo funcionará si un escritor talentoso ha elegido, de entre los cientos de posibilidades retóricas o expresivas, aquella que mejor y más eficazmente puede funcionar para el caso concreto —para su caso concreto—, y desarrollarla luego de modo ajustado a esa poética. Hasta cierto punto, relatar la experiencia traumática como un mero fin editorial o comercial podría considerarse un gesto obsceno, una devaluación del dolor en aras de un rendimiento socioeconómico. Entiendo que el antídoto contra esta postura, por desgracia muy frecuente en nuestros días, es la reelaboración retórica de esa experiencia desde lo particular hasta lo universal, al crear un relato en el que la individualidad del sufrimiento ya no es lo importante, sino su elevación a una experiencia destilada que puede sentir cualquier lector, incluso aquel que no ha pasado por esa experiencia. Un relato devenido correlato objetivo (Eliot, 1999: 145), que abandona la anécdota para insertarse en la categoría.

A pesar de que en una primera impresión o lectura de Canal pueda pensarse que el lenguaje poético ha sido simplificado, en aras de la expresión directa de la experiencia traumática, la operación de Fernández ha sido la contraria: se ha optado por un modelo comunicativo mucho más complejo. Fernández no usa un estilo conversacional: lo que hace es trasvasar la retórica tradicional del estilo poético a una retórica textovisual; ha eliminado epítetos y efectos sintácticos, a fin de contar la experiencia de un modo desnudo, para después canalizarla a través de un sofisticado aparato retórico. Se convierte en uno de esos shaped poems (1986: 155) que para Mitchell son la forma prototípica de lo que denomina en el mismo lugar ″literary iconology″. En el poco frecuente caso de Canal, la operación retórica utilizada ha sido una estrategia de ″secado″, al menos en tres sentidos. En el primero, textovisual, la desaparición del artificio emotivo nos deja ver el cauce gráfico del poema, sus contornos gráficos, angostos, estrechos, asfixiantes. En segundo lugar, se produce un secado de la experiencia por el paso del tiempo transcurrido: el trauma no es revivido ″en caliente″, con la emoción del primer impacto, sino que se deja secar, se pone al sol durante décadas. La tercera forma de secado está directamente mencionada por Javier Fernández en una entrevista:

Yo he trabajado esta historia desde muchos puntos de vista. Empecé escribiéndola como un relato en prosa con un estilo muy desenfadado. Después intenté contarla en un poema con cierta retórica, mezclando elementos amorosos. Pero he tenido que descubrir que para ir a la verdad necesito un lenguaje directo y seco. Es el mismo proceso de secar el canal para descubrir el cadáver (En Asensi, 2016: 21).

En el mismo sentido Lanz y López Guil afirman: ″la voz poética parece realizar la misma labor de contención y ‘desecado’ retórico″ (2017: 8). Es decir, el proceso retórico de Fernández para limpiar y despojar es tan sistemático, obsesivo y sofisticado como el empleado por un poeta neobarroco para añadir. Es una operación sobre el lenguaje que no busca la construcción, sino la voladura controlada de los esquemas comunicativos: ″el canal objeto de reflexión no es solo el que arrastró la vida del hermano; también se somete al escalpelo el cauce habitual del discurso poético, con todas sus adherencias e implicaciones″ (Ruiz Pérez, 2016: 185). Ese mismo propósito extractor de lo no indispensable es el que hurta una reflexión explícita en el libro sobre su condición textovisual: si en Canal no tenemos una página tan palmaria como lo era ″Solar″ en Casa abierta, es porque el autor ya no necesita mostrar su métrica gráfica; aunque está bien visible en la cubierta —obra, recordemos, del propio autor—, no se explicita su función, ni su relación con el resto del poemario: para Fernández ese paratexto es un refinamiento retórico al alcance del lector interesado y atento —un lector que suele leer las entrevistas de los autores que le interesan, motivo por el cual Fernández deja pistas o rastros de su propósito en ellas—, un nivel o estrato de interpretación superior que ofrece al lector inquieto. La consciencia de Fernández respecto de su proceder es natural, pues, como apunta Pedro Provencio, ″ser consciente del procedimiento que se está manejando: por ahí comienza el rigor″ (2017: 15). Y queda clara, a la luz de las entrevistas, la conciencia procedimental de Fernández, cuidada y pensada hasta el extremo.

5. Conclusión

José Luis Castillejo, uno de los más señeros experimentalistas poéticos de los años 70 y 80 del pasado siglo, distinguía en La escritura no escrita (1976) entre ″marca y escritura″ (1996: 94), como dos procesos diferentes de acercarse a la creación lírica. Nuestra impresión es que la obra de Fernández, toda ella, pero en particular Canal, supone la reunión de esas dos realidades, como escritura de la marca, entendida esta última como huella en la piel, como rastro visible del pasado traumático en el presente discursivo. Canal, a nuestro juicio, retoma ese propósito de experimentar la forma literaria de un modo distinto que apunta la cita de Graciela Speranza con la que abríamos nuestro texto; al llevar al extremo la metáfora propuesta por Fernández, el autor quiere que esa experiencia sea inmersiva, sumergiendo al lector en el libro hasta que acabe impregnado del barro de su cauce.

Como hemos intentado demostrar en las páginas anteriores, la desecación del lenguaje no produce en Canal el habitual resultado del empobrecimiento estilístico que asola a los libros que renuncian a la elaboración lingüística (Ruiz Pérez, de hecho, dice que es ″uno de los aspectos más elaborados del texto″, 2016: 185); su sequedad tiene una función expresiva, que se completa con una retórica de distinto signo, textovisual, fruto del encuentro entre una semántica poderosa y un poderoso tratamiento formal. Al resumir el modo ″semiótico″ en que Roland Barthes lee la intersección entre imagen y texto, Liz Kotz comenta que en ciertos casos la unión de ambos códigos ″allow both image and text to carry complex social meanings, and be read as meaningful″ (2007: 223); dentro del marco de que Martínez Fernández llama el ″espacio semiótico″ (2001: 18-20). Desde mi punto de vista, Canal es uno de esos supuestos en que la agregación sincrética de ambas formas de representación tiene un resultado significativo, imposible de conseguir por separado, no al menos con tan alto grado tan alto de emotividad y acierto. Esa aparente ″contención″ (contención en el lenguaje y contención inherente a la idea de cauce) del dolor no es, ni mucho menos, una postura fría o distante del escritor ante el dolor sufrido, más bien parece todo lo contrario: el dolor causado por la experiencia traumática ha sido tan grande que dedicarle lo mejor que uno tiene como autor es la única forma de mostrar respeto ante la persona fallecida. El inmenso trabajo estético realizado es el cabal testimonio de que uno ha dado todo lo que tenía a la hora de reflejar por escrito el trauma. Como apuntan López Guil y Lanz, el de Fernández es un ″libro que diluye y cuestiona, magistralmente, las fronteras entre vida y muerte, realidad y ficción, verso y prosa″ (2017: 8), y que a la vez conmueve por su sinceridad, por la proximidad de la voz retórica creada. Como lógico resultado, Canal y su tratamiento textovisual del dolor alcanzan un lugar de excelencia literaria con escasos parangones en la poesía española contemporánea.

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