El mal de la clepsidra. Una nota extemporánea sobre la educación literaria

The curse of the clepsydra. An extemporaneous note on literary education

Juan GARCÍA ÚNICA

Universidad de Granada, España

jggu[at]ugr.es

Impossibilia. Revista Internacional de Estudios Literarios. ISSN 2174-2464. No. 17 (mayo 2019). Páginas 197-218. Artículo recibido 04 octubre 2018, aceptado 08 marzo 2019, publicado 30 mayo 2019

Resumen: Proponemos en este trabajo un examen de la dialéctica, habitual en Didáctica de la Literatura, entre lo que se suele llamar paradigma tradicional y lo que se suele llamar nuevo paradigma. De ahí pasamos a examinar las claves por las que el así denominado enfoque comunicativo o por competencias ha llegado a ser la norma hegemónica en el discurso crítico sobre la educación literaria actual. Por último, hacemos una propuesta que invita a pensar la escuela desde su inserción en una tradición clásica sustentada sobre el concepto de scholé, cuya condición de posibilidad pasa por la lectura y por la implantación de una educación literaria más próxima a la idea clásica de ocio y menos sujeta a la adquisición de una serie de competencias técnicas.

Palabras clave: educación literaria, nuevo paradigma, paradigma tradicional, enfoque por competencias, scholé, tiempo significativo

Abstract: This work focuses on the dialectic, prevailing in Didactics of Literature, between what is usually called traditional paradigm and what is usually called new paradigm. From there we proceed to examine the keys by which the so-called communicative or competency approach has become the hegemonic norm in the critical discourse on current literary education. Finally, we make a proposal that invites to think about the school in the context of a classical tradition based on the concept of scholé, whose condition of possibility relies on reading and the implementation of a literary education closer to the classical idea of ​​leisure and less related to the acquisition of a series of technical competences.

Keywords: literary education, new paradigm, traditional paradigm, competency approach, scholé, significant time

...

1. Lo tradicional que no deja de serlo

I

Imaginemos por un momento a una persona que debe dar una clase en la universidad. En concreto, la materia que le ha caído en suerte es Didáctica de la Literatura o, en todo caso, alguna asignatura afín; sus alumnas/os son estudiantes de cualquier grado de Educación, bien Infantil o bien Primaria, o puede que egresadas/os en Filología o Estudios Literarios que demandan el tipo de formación específica que se les exige para poder ejercer la docencia. No es nada improbable que esa persona comience con el trazo de una línea divisoria en mitad de la pizarra o, quizá, proyectando una presentación que ya incluya la siguiente división: a un lado, el llamado paradigma tradicional; al otro, el nuevo paradigma. Enseguida la primera columna, la del paradigma tradicional, se emborrona con los elementos consabidos: profesor/a protagonista, alumna/o pasiva/o, importancia del autor, estudio memorístico de la historia de la literatura, etcétera. Como no puede ser de otra manera, la columna de la derecha, en la que se expone el nuevo paradigma, responde en implacable antítesis: de lector/a de clases magistrales, el/la profesor/a pasa a ser guía o acompañante del alumno en sus progresos; desde la inane pasividad, a su vez el/la alumno/a se traslada a ese excitante territorio en el que comienza a erigirse, en cambio, en protagonista de su propio proceso de enseñanza-aprendizaje; ya no importa tanto lo que dijese un/a autor/a en un momento dado, sino la lectura creativa que el/la estudiante sea capaz de hacer de su obra; y, por supuesto, se acabó lo de hacer acopio de fechas, rasgos de estilo, títulos, épocas y demás automatismos positivistas, toda vez que lo que nos concernirá en adelante no será otra cosa que contribuir al desarrollo, en las/los alumnas/os, de unas habilidades determinadas que les permitan ser diestros, competentes, en la lectura de textos literarios.

La persona que empieza por situarse en esos planteamientos, por lo demás habituales, no enuncia su discurso en el vacío ni desde el vacío. Cuenta, entre otras cosas, con el respaldo de la autoridad académica. Sin duda, para poder llegar ahí habrá tenido que estudiar monografías con observaciones así de persuasivas:

La renovación didáctica para la formación literaria ha permanecido anclada en supuestos tradicionales, especialmente trabada en los de orden historicista, en torno a los cuales se han vinculado algunas aportaciones del estructuralismo y poco más. Esta persistencia se debe a la secuenciación cronológica de los contenidos, a las obligadas clasificaciones en géneros literarios y al estudio acumulativo de autores, obras y estilos (Mendoza Fillola, 2004: 13).

Parece difícil no estar de acuerdo con eso, pero, aun así, toda prudencia será siempre poca. Por si acaso, por si a la persona que va a dar la clase le tienta por un segundo la posibilidad de apalancarse en modelos obsoletos, basados en contenidos, tradicionales, convendrá que diga alto y claro que hay que apostar por aquellos otros basados en procesos, “sencillamente porque el objetivo no es formar lingüistas sino hablantes; ni formar filólogos, sino lectores” (Mendoza Fillola, 2006: 7). Parece que todas/os estuviésemos sorprendentemente seguras/os de que la Lingüística y la Filología se reducen apenas a la condición de disciplinas memorísticas, meramente acumulativas de contenidos, que en modo alguno implican el aprendizaje a través de procesos.1 Se diría que suponemos que nada tienen que decir ni que aportar a la formación de hablantes y lectoras/es, como si estas/os solo empezaran a perfilarse en las/los alumnas/os una vez que el discurso crítico sobre la Didáctica de la Lengua y la Literatura (DLL) ya está bien descargado de academicismo decimonónico y saturado, en compensación, de textualidades multimodales, estructuras hipertextuales, metaficciones varias, competencias, subcompetencias y, en general, todo tipo de tecnicismos de experta/o. Diera la impresión de que las muchas grietas que le conocemos al enfoque historicista las pudiésemos sellar de pronto, y de una vez y para siempre, con esta omnipresencia de la textualidad.2

En todo caso, cualquiera de esas cosas se presenta como preferible a ese “examen minucioso y paciente de las palabras y la retórica, así como la atención de por vida a las mismas, mediante las cuales los seres humanos, que habitamos en el seno de la historia, utilizamos el lenguaje”. Así es, al menos, como Edward Said (2011: pos. 1124) definía y reivindicaba lo “filológico”, esa máquina renqueante que no acaba nunca de ser relegada del todo de sus funciones.

Afortunadamente, añadamos.

II

Porque no crea nadie que no estamos hablando en serio. Al revés: algo, un hecho y no una mera impresión subjetiva, ocurre cuando un área de conocimiento relativamente nueva, la DLL, se lleva adelante cada día con una notable concurrencia de gentes formadas en disciplinas de humanidades que, de forma habitual, suscriben un discurso que empieza a articularse desde el recelo hacia las humanidades. O, si se prefiere decirlo de una manera más suave y también más precisa, por agentes que subordinan las categorías humanísticas, que aprendieron bien, a las de las ciencias sociales, que quizá ya no dominen tanto como pretenden hacer ver. Por supuesto, hay excepciones honrosas, pero también una visible proliferación en el trabajo académico relativo a la DLL de artículos y libros con criterios ortotipográficos descuidados, enumeraciones abusivas en detrimento de la sintaxis bien desarrollada, gráficos a menudo exigidos por las normas de estilo de las propias revistas del campo, vengan o no a cuento, análisis cuantitativos de cosas con dificultad cuantificables, tablas repletas de datos insustanciales, muestras estadísticas poco o nada representativas, etcétera. Pareciera, en suma, que sentarse a pensar y redactar una explicación detallada y bien construida sobre, por ejemplo, algún problema de educación literaria, fuera limitarse a hacer un pobre ejercicio de opinión, un alarde de subjetivismo alejado de los estándares científicos, en apariencia tan rigurosos, que demanda la academia actual.

Algo ocurre cuando, con tanta frecuencia, se pone el acento en la “cientificidad” de los procedimientos al tiempo que se renuncia a los matices y se obvia el carácter contradictorio, y por ende complejo, de los problemas que se abordan desde este campo.

III

Y ese algo obliga a no conformarse con explicaciones simples. No se trata, en el fondo, de estar otros cuarenta o cincuenta años denunciado la obsolescencia de un modelo y el advenimiento de otro, como si tal cosa solucionase un problema que quizá nunca se ha sabido siquiera enunciar con claridad.3 Sucede, además, que “lo tradicional” lo lleva siendo ya mucho tiempo, como es normal, pero que “lo nuevo”, y eso ya es más paradójico, también hace ya demasiado que se sigue denominando como tal. Pongamos un par de ejemplos que ayuden a entenderlo, tomados de dos buenos trabajos académicos de acreditada solvencia y más o menos recientes. En primer lugar, hace ver José Manuel de Amo Sánchez-Fortún, al reproducir cierto lugar común de la hermenéutica de la DLL actual, que en la literatura juvenil que conocemos hoy se vislumbra “un nuevo horizonte de expectativas y la exigencia de un lector modelo mucho más complejo” (2010: 32); es decir, hace ver que, frente al paradigma llamado tradicional, centrado en exclusiva en la descodificación escolástica de la intentio auctoris, se evidencia un saludable desplazamiento hacia el lector y una conveniente preocupación por incorporar su experiencia en tanto tal a las sutilezas de los procedimientos narrativos. En segundo lugar, y en el que quizá sea el mejor manual de su campo escrito en español, Josefina Prado Aragonés, al referirse a los fundamentos epistemológicos de esta disciplina relativamente reciente que es la DLL, alude al enfoque constructivista, “basado en la construcción de los conocimientos por parte del escolar, a partir de la interacción con el medio y de la actualización y conexión de sus conocimientos previos con los nuevos conocimientos objeto de aprendizaje” (2011: 84).

No diremos, porque hasta donde se nos alcanza al menos ambas observaciones son acertadas, que estos dos didactas de la literatura se equivocan. No es nuestra intención rebatirles nada, pero sí llamar la atención sobre la propia percepción que en el campo de la DLL se tiene acerca del estatus novedoso que observaciones de ese tipo comportan. En el primer caso, se consigna que la literatura juvenil actual (contexto) desplaza el acento desde el autor (emisor) al lector (receptor), y que para ello opta por la estrategia (mensaje) de implicar a este último en la complejidad de la escritura (código) que se le pone delante, para lo cual se recurre a una sofisticada trama hipertextual (canal). Sin mucha dificultad se observa que, más que un nuevo paradigma que viene a desplazar a otro tradicional, con lo que nos encontramos es con una reordenación de los elementos –estos sí, tradicionales– del paradigma comunicativo de Jakobson. Asimismo, y a propósito del segundo caso, podría decirse que la apuesta por un aprendizaje en el que el objeto de conocimiento no se le ofrece al alumnado como algo definitivo y ya dado de antemano para que lo aprehenda, sino que más bien se presenta en primera instancia en tanto estímulo que lo motiva a construir por sí mismo tal objeto, proceso de indagación crítica mediante, no es tampoco el estandarte de un nuevo paradigma. Sí, en cambio, y muy en especial cuando se aplica al campo de la DLL, una de las formas contemporáneas que adquiere una larguísima tradición pedagógica que se asienta sobre la idea de aprendizaje natural.

En suma, podríamos concluir que recalibrar los componentes del paradigma comunicativo de Jakobson no es ni mucho menos abolirlo, sino, muy al contrario, prolongarlo en el tiempo en tanto tradición. De la misma manera, subrayar la importancia que la DLL concede a los procesos cognitivos y a la indagación, por encima de la memorización de contenidos, supone algo que está muy lejos de implicar siquiera un mínimo desplazamiento de lo viejo-tradicional por lo nuevo; supone, valga la redundancia, inscribir la disciplina en una vieja tradición que se ve acrecentada y fortalecida, entre muchas otras, con las propuestas pedagógicas de John Dewey, Maria Montessori, Bertrand Russell, Paulo Freyre, Jacques Rancière o Noam Chomsky, eslabones todos ellos en la cadena de una idea, la de aprendizaje natural, cuyas líneas maestras ya fueran delimitadas en la segunda mitad del siglo XVIII por Jean-Jacques Rousseau.

Por tanto, y frente a la idea de que hay una suerte de “error en el sistema” de la educación literaria que nos obliga a un reinicio permanente del mismo, con todas las operaciones de descarte y sustitución de paradigmas viejos por otros nuevos que tal cosa comporta, optaremos por un proceder menos espectacular, pero también más cauto: no se trata de seguir alimentando la ilusión de derribo de lo “tradicional”, sino de examinar a conciencia las tradiciones en las que, queramos o no, estamos inmersos, porque tal vez en este momento de desustanciación de los saberes humanísticos no sea tan importante decir algo nuevo como simplemente decir algo.

Y, para ello, comencemos por desenredar un tanto la maraña en la que estamos inmersos.

2. Acuciados por el agua que va cayendo

IV

Para que en el discurso de la DLL actual se hayan instalado en un lugar dominante las ideas de que conviene partir de la dimensión comunicativa del lenguaje en la educación lingüística y, en el caso de la educación literaria, de que todo pasa por favorecer el desarrollo de una competencia específica, han tenido que hipostasiarse al menos tres realidades abstractas que, de manera escueta se señalan a continuación:

a) El aprendizaje a lo largo de la vida como ethos de la llamada “sociedad del conocimiento”. Fue el abogado austriaco Peter F. Drucker, más conocido por su faceta de filósofo de la administración, quien en la década de los sesenta del siglo XX anticipó la emergencia de la llamada “sociedad del conocimiento”.4 Lo que postulaba Drucker (1994) era un futuro en el que, sobre la figura del trabajador manual o industrial (industrial worker), emergería la del trabajador del conocimiento (knowledge worker). Si bien esta segunda no sería la más numerosa, sí sería la destinada a liderar los cambios sociales y a hacer de portaestandarte de los nuevos valores de un mundo que, para garantizar su subsistencia, empezaría por abastecerse de la producción generada desde ese nuevo tipo de trabajo intelectual. Sin necesidad de entrar en más detalles que nos alejarían demasiado de nuestro tema, sí debemos señalar que, para Drucker, la educación devendría el centro de la sociedad del conocimiento y la escuela su institución clave. En última instancia, esto quiere decir que la educación se convierte en una forma particular de preparación permanente para un mercado asimismo en incesante cambio (de ahí la idea del LLL o Long Life Learning), así como que la escuela pasa a ser el epicentro desde el cual se inculcan, interiorizan y aprenden los hábitos necesarios para ello. Había, pues, todo un programa político por desarrollar en el terreno en que se estaba adentrando Drucker.

b) La educación entendida como adquisición de competencias múltiples. Y ese programa político se iba a tratar de impulsar a escala mundial, y a quedar perfilado, en el Informe a la UNESCO de la Comisión Internacional sobre la Educación para el Siglo XXI, hecho público en 1996. Dicha Comisión fue dirigida por Jacques Delors, antiguo funcionario del Banco de Francia y presidente de la Comisión Europea entre 1985 y 1995. En el Informe en cuestión se recogen buena parte de los lugares comunes que se desperdigan hoy por los preámbulos de no pocas leyes educativas, sin excepción de las españolas. Así sucede con el tan traído y llevado “aprender a aprender”, el propio aprendizaje a lo largo de toda la vida y, por supuesto, la elevación a los altares pedagógicos de la noción de competencia frente a la de saber. De hecho, en las palabras preliminares del Informe, el propio Delors anima a “no limitarse a conseguir el aprendizaje de un oficio y, en un sentido más amplio, adquirir una competencia que permita hacer frente a numerosas situaciones” (Delors, 1996: 17).5 Tan contradictorio y difuso como cualquier otro texto de esta naturaleza, el comandado por Delors resalta al mismo tiempo las bondades de la cooperación y los beneficios de un sistema educativo diseñado para favorecer la competitividad de modo permanente. Pero el caso es que ahí, en ese sic et non, es donde empieza a adquirir el concepto de competencia su condición de santo y seña de la nueva educación.

c) El innatismo y la noción de desarrollo que lleva aparejada. En 1965, como es sabido, Noam Chomsky publica Aspectos de la teoría de la sintaxis (1970). Hubiera sido difícil prever entonces hasta qué punto estas pocas palabras iban a dar lugar a toda una serie de discursos (pedagógicos, pero también, y entre otros, políticos y empresariales) que hoy rebasan con mucho lo lingüístico: “Hacemos, pues, una distinción fundamental entre COMPETENCIA (el conocimiento que el hablante-oyente tiene de su lengua) y ACTUACIÓN (el uso real de la lengua en situaciones concretas)” (Chomsky, 1970: 6). A grandes rasgos, ya sabemos que la gramática generativa que Chomsky postula parte de la base de que preexiste en nosotros de manera innata una estructura lingüística subyacente desde la cual se genera el uso real de la lengua en las situaciones concretas en las que actúa el hablante. Ese uso sería en cierta manera un desvío de la norma ideal que habría de medirse en términos no tanto de gramaticalidad como de aceptabilidad. En ese sentido, la gramática generativa viene a ser en esencia una teoría de la actuación, lo que, mal o bien, acaba traduciéndose, en el caso concreto de la educación lingüística, en el reclamo de un aprendizaje de la lengua que parta del uso y, por extensión, de las situaciones comunicativas concretas, las cuales habrían de privilegiarse en detrimento del manual de gramática. Dicho de otra manera: se trataría no tanto de enseñar lengua cuanto de coadyuvar a la actualización permanente de una potencialidad que se nos supone innata, pero que no por ello puede activarse sin exponerse al uso, a la actuación (o actualización, porque nos parece que Chomsky, lo supiese o no, estaba rehaciendo en este punto la distinción aristotélica entre potencia y acto). Si queremos ser más precisos todavía, enfoquémoslo así: ya no se trataría de adquirir conocimientos lingüísticos, sino de potenciar el desarrollo de la competencia comunicativa. Del mismo modo, ya no serviría de mucho acumular saberes sobre historia de la literatura, o aplicar de modo mecánico las pautas de un método hermenéutico determinado, puesto que todo pasaría por desarrollar la capacidad de leer hábilmente diferentes tipos de textos con diferentes niveles de complejidad.

Las tres cosas confluyen para plantearle una misma exigencia a la/el docente, y que no es otra que la de confinar su función social al terreno de quienes se dedican, de manera permanente, a contribuir al desarrollo de lo que naturalmente llevan dentro sus alumnas/os. En ese sentido, observamos la curiosa situación de ver cómo Jacques Delors, en la estela de las ideas de Drucker, dirige a la UNESCO un Informe cuyo título, tomado de un verso de La Fontaine, no podría ser en el fondo más chomskyano: La educación encierra un tesoro.

V

Podría decirse, en suma, que lo que en el apartado anterior acabamos de delimitar no son sino algunos de los vectores más reconocibles de una norma. Norma, en concreto, desde la cual se enuncia el discurso dominante en este momento sobre la educación lingüística y literaria. Solo que no debe ocultársenos que una norma nunca existe fuera de la historia, y del mismo modo que el enfoque comunicativo o por competencias ha mostrado una evidente eficacia a la hora de decretar las deficiencias, el nacimiento y hasta la fecha de caducidad de los modelos retóricos e historicistas que conocimos con anterioridad a su configuración, es posible para nosotros ahora, tal cual señala la profesora argentina Adela Coria:

discutir la tendencia a construir una mirada y lógica de producción política apresada en el presente –que se concibe casi de modo necesario como superador de un pasado que se diagnostica en términos negativos– o una mirada apresada en un imaginario de futuro promisorio –como efecto también necesario de una intención política (Coria, 2013: 147).

Más que eso, incluso: podemos poner de relieve algunas de sus contradicciones, las cuales comienzan a salir a flote apenas indagamos un poco en el modo en que la norma arriba delimitada pasa a ser currículum.

La idea básica no es ya que el currículum provea de contenidos a la educación Primaria y Secundaria, sino que se organice en estándares de aprendizaje evaluables, lo que significa que, tras realizar una exhaustiva labor selectora, lo que proveerá en este caso será ese conjunto de competencias múltiples al que nos referíamos antes. Por supuesto, estas se ofrecen de manera en apariencia neutra, y son presentadas como aquello que la sociedad demanda, según un criterio que se califica de utilitario y que casa a la perfección con la máxima constructivista, tan bien acogida por el enfoque comunicativo, de que los aprendizajes han de ser funcionales. La escuela se convierte así en algo que se predica no separado de la sociedad que la financia, sino en interconexión con ella. Esto, que sobre el papel parece una buena idea, quizá requiera de un examen algo más minucioso que el que suele hacerse.

El que vamos a ensayar aquí, digámoslo abiertamente, parte de una sólida tradición de pensamiento que no teme reconocerse en el espejo del humanismo clásico. Veamos.

VI

En un conocido pasaje del Teeteto (172c-173c), Platón nos muestra a Sócrates lanzando una furibunda diatriba contra los oradores que gustaban de intervenir a menudo en la Heliaia, el tribunal popular de Atenas. Para Platón, dichos sujetos parecen representar justo lo contrario que los filósofos, cosa que delimita así: mientras que estos últimos se reúnen en la Academia para exponer sus razonamientos –largos o breves en función del argumento que se requiera– con toda tranquilidad y paz, los oradores “hablan siempre con prisas, pues les acucia el agua que va cayendo” (Platón, 2008: 159). Esa alusión de Sócrates remite inequívocamente a la clepsidra, el reloj de agua que se utilizaba en Atenas para delimitar el turno de palabra en los juicios. Imaginemos un recipiente con una pequeña abertura en forma de caño cerca de su base por la que se deja salir el agua, que a su vez se vacía sobre otro recipiente de idénticas características. El turno de palabra de los contendientes en un juicio estaba delimitado por el tiempo que tardaba el agua en pasar desde una vasija a la otra. La arqueología, por cierto, hace mucho que ha sido capaz de reconstruir que la unidad de medida que se utilizaba a tales efectos era el dichous, es decir, la suma de dos chous o choes (Young, 1939: 278-279). Si tenemos en cuenta que cada uno de ellos equivalía aproximadamente a 3,2 litros actuales, el dichous disponible para cada turno de palabra suponía el trasvase de 6,4 litros. Hablamos, en todo caso, de unos seis minutos, tiempo que en verdad no es mucho para persuadir al tribunal de la inocencia propia o la culpabilidad del oponente.

Se comprende así el recelo de Sócrates, pues lo último que les preocupa a quienes toman la palabra en circunstancias tan acuciantes es que lo que vayan a decir sea verdad, dado que la prisa y la necesidad de persuadir les obliga, todo lo más, a ser agudos o hirientes, pero solo a eso. Dirá Sócrates de ellos, en suma, que “saben adular de palabra a su dueño y ganárselo de palabra (sic), pero sus almas son pequeñas y retorcidas” (Platón, 2008: 159). Lo que simboliza la clepsidra en la Heliaia es algo más profundo y sofisticado que la función métrica de un modesto artificio técnico. Danielle Allen (1996: 166) contrapone el reloj de sol y la clepsidra atenienses: el primero, más complejo de fabricar, era encargado a una élite científica que empleaba conocimiento asimismo científico para hacerlo posible, y representaba en última instancia el tiempo de lo natural o lo ya dado; la clepsidra, por su parte, era de manufactura más simple desde el punto de vista material, pero en su fabricación se empleaba conocimiento democrático más que científico, de modo que acababa por representar el tiempo del poder político y civil, de lo humano por encima de lo natural o lo ya dado.

En todo caso, a nosotros ahora nos sirve el símil de la clepsidra en la Heliaia para explicar mejor cómo funciona el currículum en la norma comunicativa actual. Si, para Platón, el tiempo de los filósofos es el de la indagación ociosa (la scholé), que se diferencia frontalmente del tiempo medible y acuciante de los oradores (la ascholía), ello conlleva un serio inconveniente, porque el filósofo busca dar con lo que es cuando se enfrenta a un problema sin que lo devore la prisa, pero el orador necesita resolver su razonamiento por la vía rápida, para lo cual acabará construyendo un repertorio de argumentos limitado pero efectivo, así como unas estrategias gestuales o pragmáticas que funcionen a mayor gloria de la persuasión, que no de la verdad. Mutatis mutandis, si la escuela se organiza a partir de un sentido medible del tiempo, y como institución que funciona al servicio de una sociedad que le demanda ya no saberes, sino competencias múltiples, ocurrirá esto: el currículum, por mucho que apele al espíritu crítico y otros términos igual de huecos, se limitará a ser el mero proveedor de un repertorio de estándares evaluables todo lo amplio que se quiera, pero limitado; ofrecerá un muestrario de situaciones de actuación fuera de la escuela que, como a nadie se le escapa, ya vienen determinadas en el fondo por los vaivenes del mercado laboral.

Porque el problema siempre ha sido en última instancia irresoluble, aunque no se vea: el tiempo de la escuela, la scholé, no sólo no es un tiempo de preparación para lo que ocurre fuera de la escuela (o sea, para la ascholía o tiempo medible del trabajo), sino que, para que la escuela sea escuela, antes debiera ser un tiempo al margen. Para procurar que así sea contamos, entre otras cosas, con la educación literaria.

3. Dos tiempos y una propuesta sobre la educación literaria

VII

En un libro ya clásico, el crítico rumano Matei Calinescu señalaba cómo a partir de la primera mitad del siglo XIX se empieza a hablar de dos modernidades: una, la modernidad burguesa, se concibe como una etapa en la historia de la civilización occidental que se reconoce producto del progreso científico y tecnológico, de la revolución industrial y los cambios propiciados por el capitalismo; la otra, la modernidad como concepto estético, entabla con la primera unas relaciones abiertamente hostiles, cosa que se debe en parte a dos preocupaciones muy distintas por el tiempo. Si la modernidad burguesa asume como propio un sentido del tiempo mensurable, que puede comprarse y venderse y tiene por lo tanto una equivalencia calculable en dinero, como cualquier otra mercancía, la modernidad estética cuestiona y arremete contra ese carácter mensurable y remunerable del tiempo a partir del rechazo del utilitarismo burgués (Calinescu, 2003: 55-56).

Sin que ello implique forzar demasiado las cosas, podría decirse que la teoría de Calinescu viene a remozar así, aunque sea sin pretenderlo, la distinción entre scholé y ascholía que conoció la Atenas de la democracia clásica. Debemos, sin embargo, al mayor crítico de tal democracia, Platón, la exposición canónica del concepto de scholé, esa clase de tiempo no mensurable y liberado de las necesidades acuciantes del día a día que le permitirá al filósofo (como al escolástico, al escoliasta y, supuestamente, también al escolar) entregarse al ejercicio intelectual y a la vida contemplativa en las condiciones de paz y sosiego que se requieren para ello, y que en el caso de Platón pasan por un alejamiento voluntario del Ágora y una reclusión en la Academia. Poco después, Aristóteles, en el Libro V de su Política (1338a), acabaría, en su defensa de la educación liberal, considerando la scholé como “el divertimiento digno de los hombres libres” (Aristóteles, 2005: 152), al introducirla de lleno en la vida más marcadamente mundana de la polis, de donde la había sacado su maestro. Pero conviene no ser ingenuas/os al respecto y no lanzarse a demandar la recuperación imposible de un ideal clásico: que el propio Aristóteles hable de hombres libres implica, sencillamente, que hay otros que tienen la condición de esclavos en el mundo en que él escribe, tan distinto del nuestro. Asimismo, y pese a la modesta pero persistente bibliografía que reclama tal cosa, no podemos olvidar que Pierre Bourdieu puso de manifiesto en su momento la existencia de un tipo de aristocratismo que se asienta sobre “el olvido de las condiciones sociales de posibilidad de la razón escolástica” (1999: 41).6 Todo ello es verdad, pero no nos impide ensayar una distinción entre dos tiempos que entroncaremos con esta tradición clásica para hablar de la lectura de hoy.

VIII

Así pues, consideremos, por una parte, que existe un tiempo vacío o insignificante, que en la formulación clásica bien podría ser el tiempo de la ascholía y, en su formulación decimonónica, el tiempo de la modernidad burguesa. Le atribuimos a este tiempo las siguientes características:

1. Presencia absoluta de la conciencia sobre el tiempo. Cuando nos aburrimos en clase o al ver un partido de fútbol que no acaba de resolverse, miramos el reloj. En los momentos en que nuestras acciones se circunscriben a un tiempo que no significa gran cosa para nosotros, y de modo paradójico, pensamos en el tiempo y su lento transcurso más que en ninguna otra situación.

2. Carácter mensurable. Dado que partimos de la suposición metafísica de que el tiempo se puede parcelar y medir, atribuimos al tiempo una equivalencia en bienes externos a él. Así, el/la estudiante universitario/a que recibe un título no lo recibe tanto por lo que ha aprendido como por el número de horas que acredita haber pasado preparando y superando asignaturas; la persona que firma un contrato de trabajo es remunerada también en función del número de horas, etcétera.

3. Carencia de intensidad. Durante el tiempo no significativo buscamos sustento con independencia de que nos guste o no la labor que ello nos requiere, limpiamos la casa o sacamos a pasear al perro. El tiempo vacío o insignificante, ligado a la necesidad, se atiene al ritmo de lo olvidable y de lo que carece de intensidad.

A este concepto le oponemos el de tiempo pleno o significativo, el cual, a su vez, se asemejaría más al concepto clásico de scholé y a la modernidad estética señalada por Calinescu. Entre sus características, se cuentan las siguientes:

1. Olvido del tiempo. Cuando atendemos en clase a una lección que nos interesa, o vemos un partido de fútbol vibrante, no miramos el reloj. En los momentos en que nuestras acciones se circunscriben a un tiempo que significa algo para nosotros, paradójicamente también, perdemos de vista el transcurso de ese tiempo.

2. Carácter no mensurable. Dado que aceptamos que el tiempo no se parcela ni se mide, no le atribuimos a este tiempo una equivalencia en bienes externos, porque él mismo es en sí un valor. Así, el/la estudiante universitario/a que recibe un título probablemente haga recuento de su experiencia y valore lo aprendido en momentos de especial significación; la persona que firma un contrato de trabajo en una tarea que le agrada, la ejercerá con interés más allá de los posibles contratiempos contractuales.

3. Intensidad. Durante el tiempo significativo establecemos un vínculo fuerte con aquello que hacemos, ya sea leer un libro, sacar al perro o incluso limpiar la casa. El tiempo pleno o significativo, desligado como está de la necesidad, fluye al ritmo de lo que nos resultará memorable por la intensidad con la que lo experimentamos.

IX

Y así es como llegamos al final de nuestro recorrido, que desde el título prometía una nota extemporánea que se ha hecho esperar. Si examinamos el concepto de escuela a la luz de cierta tradición del humanismo clásico, lo cual hacemos cuando lo consideramos en su acepción etimológica, esto es, cuando a la escuela la vemos como scholé, seremos conscientes en todo momento de que es una institución que está atravesada por tensiones, a saber: por una parte, se nos presenta la tensión entre su planteamiento como scholé (esto es, como ocio estudioso, tiempo no mensurable desligado de la necesidad) y su desarrollo efectivo como forma contemporánea de la ascholía (o sea, como lugar de instrucción para la vida laboral, tiempo mensurable ligado a la necesidad); por otra, nos encontramos con la tensión entre la falta de un proyecto para organizar sus ritmos en tanto tiempo pleno o significativo (en el que la intensidad de lo que se aprende iría por delante de su parcelación en horas de formación) y su implacable estructuración en tanto tiempo vacío o no significativo (pues ya sabemos que con frecuencia se imponen las rutinas mecánicas, tejidas dentro de un gran cañamazo sobre el que se incrusta la parcelación en asignaturas bajo la suposición de que estas se traducen en horas de cualificación o formación).

¿Es posible una escuela que sea scholé, tiempo pleno o significativo? No estamos nada seguros de que tal cosa pueda dejar de ser hoy por hoy una mera abstracción. Las mutaciones que parece experimentar el capitalismo en la actualidad no indican nada demasiado esperanzador para una institución que, en lo fundamental, bien podría entenderse como resultado de un pacto social para garantizar que, al menos durante una etapa de la vida, se pueda universalizar el privilegio de la scholé. No pretendemos, en suma, acomodarnos en un idealismo negador y paralizante.

No obstante, sí podemos ejercer nuestra capacidad crítica para observar, a la luz de lo expuesto en este trabajo, que el llamado enfoque por competencias o enfoque comunicativo no hace necesariamente de la educación literaria algo que derive de manera natural hacia la indagación crítica, ni mucho menos algo que conlleve sin más el desencadenamiento de procesos cognitivos significativos. En la medida en que el currículum provee un repertorio limitado, aunque abundante, de habilidades y situaciones de uso que se nos requieren fuera de la escuela, se convierte a la escuela en simulacro perpetuo de algo que, más allá del espacio que a ella le es propio, sucede y se desempeña inserto en otros ritmos más acuciantes, como son los del mercado laboral. Se acentúa así el abismo entre el tiempo no mensurable del aprendizaje que puede ofrecernos la institución escolar y el tiempo mensurable de los contextos en que se supone hemos de aplicar ese aprendizaje fuera de ella. Esta descompensación, al situar el punto de partida fuera (en los contextos de uso) y no dentro (en el espacio de la especulación teórica), pone a los escolares en la tesitura de encontrarse más cerca de los oradores de la Heliaia, contra los que arremetía Sócrates en el Teeteto, que de los filósofos que desarrollan sus argumentos con toda paz en la Academia.

¿Entonces, qué sentido tiene haber escrito un texto como este, que reconoce en cierto modo una limitación tan seria? Tómese como una invitación a pensar la posibilidad de construir una escuela a la vez distinta y consciente de la venerable tradición que la sustenta. Como este trabajo va destinado a un monográfico sobre la lectura, culminemos con un ejemplo tomado de la literatura infantil. Frederick, el álbum ya clásico publicado en 1963 por el artista holandés Leo Lionni, cuenta la historia de una familia de ratones de campo que se dedica a hacer acopio de provisiones en verano para pasar con comodidad el invierno. Todos menos uno, llamado Frederick. Cuando los demás le preguntan en tono de reproche por qué no trabaja, su respuesta tiende a ser lacónica: “Yo trabajo” (Lionni, 2016: 9). Y en efecto, mientras recoge rayos de sol para los oscuros días de invierno, o memoriza colores para los grises, mientras hace acopio de palabras por si se quedan sin cosas que contar una vez acabadas las provisiones, Frederick trabaja, porque se toma en serio su labor poética. Como conviene que nos tomemos en serio las palabras de Aristóteles en Política (Libro V, 1337b): “la naturaleza misma procura no sólo poder trabajar bien, sino hacer buen uso del ocio que es, para repetirlo una vez más, el principio de todas las cosas” (2005: 151).

Lo que, en definitiva, nos puede servir ahora para apuntalar este reclamo bien sencillo: la escuela como scholé no es ni mucho menos una realidad, sino una aspiración; y para aproximarnos a ella contamos, de momento, ni más ni menos que con la lectura. Si además somos capaces de articular un tipo de educación literaria menos sujeta a la adquisición de habilidades técnicas o competencias múltiples y más pensada desde la noción central de tiempo pleno o significativo, no mensurable, intenso y desligado de la necesidad, entonces podrá decirse que estamos en la senda de propiciar, para la escuela que merece la pena, su misma condición de posibilidad.

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1Pero, por si alguien todavía tiene algún interés en la transmisión de un saber no tanto rabiosamente técnico cuanto gremial, que se ofrece como legado testimonial de quienes han dedicado toda una vida a la enseñanza de la literatura, véanse los preciosos libros de Miguel Díez R. (2017) y Luisa Juanatey (2015). Sorprende a menudo comprobar cómo del testimonio de quienes han ejercido con dignidad y solvencia una de las salidas profesionales propias de su formación filológica no se deduce, ni mucho menos, que su intención fuera nunca la de formar filólogos. Es más, se diría que la transmisión del amor por la lectura ha sido, por encima de cualquier otra cosa, el motor de su labor.

2O sea, diera la impresión de que, en el fondo, seguimos recayendo hasta el infinito en esa “falacia arqueológica” que consiste en contraponer formalismo e historicismo, oposición que “no es más que una hermandad inversa inscrita en el mecanismo de la ideología clásica” (Rodríguez, 2001: 52).

3Ya es sintomático al respecto que toda discusión que surja al respecto en la DLL quede muy pronto confinada al terreno más bien vacuo de la validez o falta de validez de los métodos. Mucho más profundo en sus planteamientos, Juan Carlos Rodríguez pone el dedo en la llaga en un texto magistral: “De modo que leer, y aprender leyendo, fue en efecto el ideal para la construcción del yo moral/estético de la normalidad de la vida burguesa y/o pequeñoburguesa. Pero como lo normal/medio sonaba a mediocre y el ideal del yo no se podía convertir en el yo ideal, el rencor resultaba inevitable y había que sublimarlo: la literatura, insisto, jugó en este sentido un papel inigualable. Los ricos de las finanzas o de la industria eran unos genios, igual que los escritores eran unos genios. A los lectores sólo les quedaba la esperanza de sublimarse leyendo –y admirando– la vida de los genios de la explotación o la escritura de los genios literarios: ¡si yo pudiera ser tan rico en vida como las vidas que este libro me enseña!” (Rodríguez, 2005: 45).

4O incluso antes, porque él mismo insiste (Drucker, 1994) en que el término ‘trabajador del conocimiento’ (knowledge worker) ya lo había empleado en 1959, en su obra The Landmarks of Tomorrow.

5Lo que podría decirse que nos sitúa muy cerca de convertir en evidencia uno de los puntos clave sobre los que se sustenta el pronóstico hecho en 1971 por Ivan Illich acerca del futuro de la escuela en las economías del crecimiento. Así, en su más que discutible, aunque fundamental, La sociedad desescolarizada nos encontramos con esto: “Las escuelas pervierten la natural inclinación del hombre a desarrollarse y aprender convirtiéndola en demanda de instrucción” (2006: 306).

6No todos tienen la profundidad ni la sagacidad del de Bourdieu, pero sigue habiendo trabajos que buscan la instauración de una escuela pública construida a partir de su condición de scholé que merece la pena conocer. Aunque no podemos dar cuenta de todos, sí queremos dejar constancia aquí de la lúcida defensa que hacen al respecto Maarten Simons y Jan Masschelein (2014); de la deliciosa correspondencia entre Walter Kohan y Fernando Bárcena (2017), que sirve de prólogo a Rebeliones éticas, palabras comunes, un enjundioso y muy coral libro de Facundo Giuliano; del capítulo dedicado al tema por Jacques Rancière (1988: 79-96) en L’école de la democratie; y, asimismo, del artículo de David Hernández de la Fuente (2012).

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