Juegos en tiempo de violencia

Games in a Time Marked by Violence

Gaetano Antonio VIGNA

Universidad de Valladolid, España

g.vigna88[at]gmail.com

Impossibilia. Revista Internacional de Estudios Literarios. ISSN 2174-2464. No. 18 (noviembre 2019). MISCELÁNEA, páginas 278-297. Artículo recibido 11 de febrero 2019, aceptado 11 de julio 2019, publicado 30 de noviembre 2019.







Resumen: A partir del análisis de las obras memorísticas de seis autores contemporáneos, en esta contribución se analizan las referencias al juego que aparecen en dichos textos. El estudio permitirá ver no solo la manera en la que se desarrolla la infancia en los años de la guerra civil y de la posguerra en España, sino también cómo los niños y las niñas protagonistas interpretan, a través de la práctica lúdica, la violencia. Asimismo, se profundizan los marcos escénicos donde se desarrollan los juegos. Y, más concretamente, el escenario urbano en el caso de los niños y el ámbito cerrado de la casa de la infancia para las niñas.

Palabras clave: memorias, juego, ciudad, casa de la infancia, Martín Gaite, Armiñán, Salinas, Aldecoa, Riera, M. Reverte

Abstract: From the analysis of the Memoirs of six contemporary authors, this paper goes in depth in the games played by children, as this activity is narrated in the selected works. In this way, we will see not only how the Spanish Civil War and the post-war period influenced the childhood of the main characters, but also how children interpret violence through diversion. Moreover, we study the space where those games took place: the urban space for little boys and the private location of the house of the childhood for the girls.

Key words: memoirs, game, city, house of the childhood, Martín Gaite, Armiñán, Salinas, Aldecoa, Riera, M. Reverte

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Introducción

En su libro de 1998, L’ère du témoin, la historiadora francesa Annette Wieviorka bautiza nuestra época como la era del testigo, al establecer 1961 como fecha a partir de la cual se asiste a una verdadera ola de memoria. En España dicha tendencia testimonial coincide con el final de la dictadura, momento en el que los episodios de la historia más reciente se convierten en temas de lo que, hoy en día, se puede considerar un verdadero subgénero de la narrativa, “inspiración de una vasta creación literaria” (Corredera González, 2010: 9). Muy acertadamente señala Moradiellos que la guerra civil y el periodo que le siguió protagonizaron, como ningún otro tema antes, el panorama editorial peninsular (2014). En este marco cobran particular relevancia las obras memorísticas de cuantos fueron testigos directos no solo de los años de guerra, sino también del clima de represión durante el régimen. En muchos de estos textos, a mitad entre la elaboración del recuerdo personal y la memoria histórica de una comunidad, es posible encontrar ese discontinuum histórico del que hablaba Walter Benjamin (1996: 65), es decir esa historia de los vencidos que aporta nuevos y significantes datos al discurso historiográfico tradicional que, tras la transición política, “se erigió sobre un nefasto y monumental Pacto de Amnesia” (Torres, 2002: 14).

Partiendo de la visión de Rosalía Baena acerca del carácter universal de las vivencias narradas en su Childhood (2000), el presente trabajo trata de indagar la manera en la que seis memorialistas contemporáneos recrean sus infancias troncadas por la violencia de la guerra civil y de la posguerra españolas. No cabe duda de que en un conflicto armado niñas y niños, sujetos débiles de una sociedad ya debilitada, son los que más perjuicios sufren. Basada en las cifras que proporciona Ramón Salas Larrazábal (1977), Verónica Sierra mantiene que, solo durante el trienio 1936-1939, murieron alrededor de 414.309 niños (2009: 28). Los que, al contrario, sobrevivieron a las diferentes operaciones militares, padecieron, si no daños físicos, considerables traumas psicológicos causados por la experiencia directa del conflicto, la pérdida de seres queridos —fusilados, exiliados o encarcelados—, el hambre y el constante miedo a los bombardeos que destruían ciudades y hogares. Asimismo, una vez terminada la guerra y asentado el franquismo, los niños adoctrinados al imperante nacionalcatolicismo experimentan el clima de opresión que el bando ganador ejerce sobre los vencidos.

Sentadas estas premisas, se analiza un motivo literario —y literaturizado— que se repite en los libros de memorias que nos ocupan y que permite ver cómo la guerra y las secuelas del conflicto influenciaron la vida de esos niños. Estudiaremos las referencias al juego, tal y como los memorialistas lo presentan en sus memorias. El recuerdo de esta práctica revela cómo, al imitar a los mayores y jugar a ser hombres o mujeres, la inocencia infantil o bien recalca los modelos socialmente aceptados o bien se reviste de una lógica guerrera a partir de la cual el infante interpreta la realidad en la que vive. Acabaremos este trabajo con la reflexión, aunque sea a grandes rasgos, sobre el escenario que protagoniza el juego. Son dos los espacios que adquieren relevancia en los textos escogidos. Aparece, por un lado, el marco espacial urbano donde se desarrollan los juegos de los niños. Hay, por el otro, el espacio íntimo de la casa de la infancia donde, con cierto espíritu rebelde, juegan las niñas.

Los libros de memorias que sustentarán nuestro análisis son, de acuerdo con el año de publicación, El cuarto de atrás, de Carmen Martín Gaite (1978); La dulce España. Memorias de un niño partido en dos, de Jaime de Armiñán (2000); Travesías, de Jaime Salinas (2003); En la distancia, de Josefina Aldecoa (2004); Tiempo de inocencia, de Carme Riera (2013); y, finalmente, Una infancia feliz en una España feroz. La vida de un niño en los años cincuenta, de Jorge M. Reverte (2018). Cabe señalar que las primeras cuatro obras fueron escritas por testigos directos del conflicto, pues Salinas y Martín Gaite nacieron en 1925, Aldecoa en 1926 y Armiñán en 1927. Es más, Salinas es uno de los quince mil refugiados que, de acuerdo con las cifras de Alicia Alted Vigil (1996: 218), se expatriaron, tras la campaña de Guipúzcoa en 1936. Reverte y Riera, en cambio, nacidos los dos en 1948, no viven los horrores de la contienda cainita. Sin embargo, sus infancias en pleno franquismo se caracterizan por las secuelas de la guerra y la cotidianidad que esta palabra seguía teniendo.

Jugando a ser mayores

Los niños y la guerra

En una conferencia de 1907, titulada “El poeta y los sueños diurnos”, Sigmund Freud, al estimar el juego como la ocupación más intensa y más apreciada por el niño, mantiene que dicha actividad aparece dirigida por el deseo de ser adulto, puesto que “el niño juega siempre a «ser mayor»; imita[ndo] en el juego lo que de la vida de los mayores ha llegado a conocer” (Freud, 1981: 1344). Si se acepta este postulado, es de esperar que un niño que presencia un conflicto, que conoce de primera mano la violencia fratricida, jugará a la guerra. Merece la pena señalar el estupor que suscitó en el general Mola, alto cargo del ejército franquista, la visión de unos niños jugando en la calle un día de agosto de 1936, es decir un mes después del desencadenamiento del conflicto:

Me ha chocado el juego que se llevaban unos chiquillos. Dos de ellos iban con escopetas de juguete. Los demás cogían a otro prisionero y lo conducían ante los armados. Éstos le gritaban al preso: “¡Viva España!, ¡Viva España!”, y como el preso no contestara (el juego era no contestar), los de las escopetas apuntaban y el pelotón imitaba el fusilamiento (cit. en Sierra, 2009: 45).

Al reproducir la lucha de los mayores, de quien toman prestado el método, los instrumentos e incluso el vocabulario, los niños que presencian la guerra interpretan la cruenta realidad con la lógica del discurso bélico. Escenas de imitación como la recogida en su diario por el general Mola abundan en tres de las memorias que nos ocupan. En La dulce España, Jaime de Armiñán relata cómo, en el Madrid de 1936, él y los niños de su barrio, trasladan la violencia de la calle a la de su casa de la infancia, cerrada al paso y convertida, con un manojo de petardos, en teatro de un atentado. La víctima es un tal Papá Peluquín que siempre salía a la calle a protestar por los juegos ruidosos de los niños. Identificado por esta colectividad como enemigo de la libertad, el anciano sufre el acto intimidatorio con que los niños inauguran el clima de terror. Indicativa es, al respecto, la reflexión con la que, desde el presente de la escritura, Armiñán cierra el recuerdo del episodio: “todavía no me explico cómo alcanzamos […] tal precisión en el pequeño atentado a Papá Peluquín, a quien no perseguían ni las derechas, ni las izquierdas, pero tenía miedo como todo el mundo” (2000: 104).

Esta prolongación de la realidad, dicho simbolismo lúdico, se aprecia también en Travesías, de Jaime Salinas: “en nuestros juegos solía aparecer la guerra civil española” (2003: 103). Como ya habíamos adelantado, Salinas, de once años al estallar el conflicto, llegará a Francia como refugiado en 1936. Gracias a la inclusión de un recuerdo sensorial, es decir las explosiones de los cañones que bombardeaban Irún, sabemos que desembarca en Saint-Jean-de-Luz en el septiembre de ese año, “a la hora del té” (81). Ahora bien, a pesar de la breve exposición al conflicto, la guerra ha dejado una huella y reivindica su imitación también en el extranjero. Al igual que su familia, de la que momentáneamente ha tenido que separarse, el pequeño Jaime es un ferviente republicano. Es por esa razón que, cuando juega a la guerra, siempre defiende los intereses de este bando, luchando por unos ideales que, a esas alturas, no tiene muy claros: “me tocara el bando que me tocara, siempre me las arreglaba para que los republicanos salieran victoriosos” (103). En sus memorias, la lucha logra traspasar las fronteras del simbolismo y convertirse en experiencia real cuando un día, al grito de “Sales fascistes!” (103), los niños refugiados empiezan una batalla campal contra las pandillas de un partido neofascista francés.

El peso de la experiencia del conflicto deja entrever sus efectos no solo en un espacio diferente al peninsular, sino también en un tiempo que ya no le pertenece. Este es el caso de Jorge M. Reverte que vive su infancia en los años cincuenta y es testigo de la lógica opresora actuada contra los vencidos. En palabras de Ramón Salas Larrazábal:

El ocupante, el vencedor, ya no temía a sus humillados enemigos, pero les pedía cuenta de sus actos y los castigaba como responsables del mal que había azotado al país durante tres años. Las conductas eran sometidas a juicio y todos cuantos habían servido a los vencidos fueron objeto de depuración (1977: 376).

Una infancia feliz en una España feroz muestra esa visión sobre un enemigo común que, en la posguerra, fue concebido “como externo aún español […] a través de una pauta de extrañamiento del «rojo»” (Sevillano Calero, 2012: 113-114). Así lo atestigua también nuestro memorialista que, contextualizando la escena de su nacimiento, afirma que “por aquel entonces, las cosas […] habían cambiado algo. Se seguía juzgando de mala manera a los rojos, pero se fusilaba menos” (2018: 37). Ahora bien, a pesar de que el autor-narrador declare inspirar sus juegos en la guerra civil estadounidense, se recoge en estas memorias el enfrentamiento entre rojos, que “caían como moscas” (114), y yanquis en la batalla del Jarama. El discurso bélico que envuelve también los juguetes tradicionales, como es el caso de los soldaditos de goma, tiene ahora como argumento la lógica opresora hacia los vencidos, claro elemento aglutinador al servicio del nacionalismo.

De todo lo visto hasta ahora, es posible afirmar que nos encontramos frente a juegos simbólicos colectivos con que, en palabras de Piaget, “el sujeto reproduce y prolonga lo real” (1961: 180). Así, el jugar a la guerra se puede considerar como resultado de la experiencia del conflicto y del clima de represión en los años de la posguerra. Sin embargo, la imitación de la conducta adulta encierra también cierto valor rehabilitador, puesto que el juego asume también las características de un gesto que desdramatiza lo real (Ponce de León, 1971: 79; Sierra, 2009: 46). De hecho, el jugar permite el desarrollo de mecanismos de defensa frente a la angustia diaria. Podría ser de aplicación a los tres memorialistas-narradores la idea según la cual el componente lúdico que envuelve la imitación es un elemento útil para interiorizar y reaccionar frente a lo inverosímil de la feroz conducta adulta que, como punto de inflexión, marca el final de la infancia.

Las niñas y los modelos de conducta femenina

¿Y los juegos de las niñas? Carmen Martín Gaite, Josefina Aldecoa y Carme Riera, a través del recuerdo de sus juegos, nos ofrecen un valioso testimonio sobre la condición de las mujeres en los años de la guerra civil y de la posguerra. Confinadas en el reino de lo doméstico, nuestras memorialistas no protagonizan batallas, ni fusilan enemigos. Al igual que las mayores, son, inicialmente, amas de casa, ámbito cerrado que predomina en el recuerdo de sus prácticas lúdicas. Es verdad que, en El cuarto de atrás, Martín Gaite hace referencia a algún juego colectivo hecho por las calles de su Salamanca: “a los dubles, al pati, a las mecas, al juego mudo, al corro, al monta y cabe, a chepita en alto” (1978: 109). Y, sin embargo, estos no cobran protagonismo en el curso de lo rememorado. Al contrario, sobresale el recuerdo de los juegos en casa. No es de extrañar este emplazamiento si se considera que, en la sociedad española de esos años, la lógica del patriarcado rige las relaciones de género y alimenta la ideología de las esferas separadas. Por tanto, el mundo social y la guerra se consideran como prerrogativa de los hombres. A cambio, el hogar es el reino de lo femenino. Asentado el franquismo, la sujeción de la mujer al varón seguirá alimentando esa política de feminización que Rosario Ruiz Franco (2007) cita en su libro. La estudiosa, quien señala las similitudes en la política de género entre nazismo, fascismo italiano y franquismo, recoge los siguientes parámetros:

una política natalista, de promoción del hogar y de la maternidad, difusión de un arquetipo femenino basado en identidades de madre, esposa y ama de casa, promulgación de leyes que limitan la participación de las mujeres en la producción, reduciéndola […] a la economía doméstica, perpetuación de la estructura patriarcal familiar, prohibición de la coeducación, y canalización de la participación pública femenina en organizaciones que movilizaban a grupos de mujeres de clase media para cumplir con los objetivos de género del régimen (Ruiz Franco, 2007: 25).

Ahora bien, en la obra de Martín Gaite y en la de Aldecoa, el motivo del juego se presta a una doble lectura. Permite, por una parte, ver cómo las niñas protagonistas presencian el conflicto. Por otra, al retratar también el tiempo de la posguerra, apela al simbolismo y se revela útil para delatar la condición de la mujer. En El cuarto de atrás, por ejemplo, a la inocencia de la niña —que corre hacia uno de los muchos refugios en Salamanca durante un bombardeo como si se tratara de un juego— se contrapone, finalizada la guerra, cierto tedio por las actividades repetitivas del hogar. Así, las fichas del parchís pierden su brillo inicial y lo limpio del espacio doméstico es catalizador de rebeldía:

se me propagaba todo el bostezo de la casa con su insoportable tictac de relojes y su relucir inerte de plata y porcelana, templo del orden, sostenido por invisibles columnas de ropa limpia, planchada y guardada dentro de las cómodas, ajuar de cama y mesa, pañitos bordados, camisas almidonadas, colchas, entredoses, encajes, vainicas, me daban ganas de empezar a abrir cajones y baúles y salpicar de manchas de tinta aquella pesada herencia de hacendosas bisabuelas, pero seguía sentada […] haciendo juiciosos dibujos (1978: 78).

Aparece también el recuerdo de una cocina de juguete, “uno de los últimos regalos de antes de la guerra” (190), al que se contrapone o bien la práctica de amortizar los viejos juguetes o bien la visión de los inaccesibles escaparates de las tiendas de juegos en los años del régimen. Ante la escasez de dinero, la pequeña Carmen se sirve del juego imaginativo para compensar la falta de recursos materiales. Asimismo, la lectura por placer se configura como espacio de evasión y nada comparte con los aburridos libros de texto que “mostraban las efigies altivas del cardenal Cisneros y de Isabel la Católica” (153). Ni los modelos de abnegación que resaltan en las páginas de “la revista «Y», editada por la Sección Femenina” (95), logran contener la admiración de la niña por todas aquellas mujeres que, eligiendo la libertad, sufrían las presiones sociales, resumidas en los murmullos de las señoras: “«Ha salido muy suelta.» «Anda por ahí como bandera desplegada»”, y poco más adelante “«¿Ésa? […] Ésa es una fresca»” (124).

Josefina Aldecoa, por su parte, hace coincidir el final de la infancia con el ruido de motores de aviones —“era domingo” (2004: 25)— que se dirigían hacia Asturias, en junio de 1936, “para descargar sus bombas en tierras republicanas” (26) e interrumpían sus juegos en la huerta, bajo la sombra de unos árboles. Frente a la pérdida de una felicidad casi arcádica, los años de la posguerra ven en el juego creativo la válvula de escape de una realidad adversa. Por aquel entonces, indoctrinada por la madre y la abuela, “maestra de un pueblo situado en lo alto de un monte” (16), la pequeña Josefina aprende a leer. En tiempos “de escasez de alimentos, de ropas, de juguetes” (29), la lectura se configura como un digno sustituto terapéutico no solo al juego, sino sobre todo a la reclusión doméstica. En efecto, nuestra memorialista leonesa recuerda las tardes pasadas leyendo revistas de viajes en la buhardilla de sus abuelos maternos, el llamado cuarto de las manzanas, marco escénico que aparece asociado a la idea de la lectura como espacio de evasión del asfixiante clima censor.

La falta de recursos económicos, “aquella época de vacas flacas” (2013: 184), aflige también la infancia de Carme Riera, nacida en pleno franquismo. La memorialista mallorquina dedica un capítulo de su Tiempo de inocencia para describir su asombro frente al escaparate de una tienda de juguetes en la Palma de mediados de los cincuenta. Sin embargo, no son las muñecas lo que más añora la pequeña, sino “bicicletas, patinetes, coches o arquitecturas, que en casa consideraban poco apropiados para una niña” (82). Estamos, entonces, ante la constatación de la diferencia de sexos marcada, ya desde la infancia, por los mayores. Riera resume esta lógica imperante en la imagen de la tía Celestina, que le regala un tambor de luna para que aprenda a bordar:

consideraba que mi poca disposición para las labores era una mala señal. Intentó enseñarme a bordar […] Fue inútil, no di una sola puntada, usé el aro de madera a modo de juguete y lo hice rodar por el suelo. “Eres un trasto, atolondrada y loquita […] las niñas son más modosas y no juegan así, como chicotes”. Tenía muy claro lo que le correspondía hacer a cada cual […] de acuerdo con unas teorías que por fortuna nadie defiende hoy en día. Las niñas, por ejemplo, podían ayudar en algún trabajo doméstico si faltaba servicio; los niños, no, nunca. Pedirles a los niños que deshicieran su cama o se levantaran a buscar un vaso de agua a la cocina era predisponerles para que se volvieran maricas (42).

Entre la retórica de la tía Celestina acerca del papel tradicional de la mujer y, naturalmente, el forzoso confinamiento en el hogar —“los niños […] me parecían unos privilegiados, porque les dejaban jugar en la calle […] nunca me permitieron bajar” (181)—, la pequeña Carme empieza sus juegos simbólicos. Pero, la imitación parece resolverse siempre en anarquismo. Indicativos son, al respecto, dos episodios que delatan cierto malestar en el espacio doméstico. El primero es el recuerdo del juego “a padres y madres” (144) con sus hermanos, aunque nuestra memorialista confiesa haber intentado tirar al mayor por el balcón. El segundo episodio es la rememoración de una tarea doméstica —“me aficioné a fregar el suelo después de observar detenidamente cómo se hacía […] se fregaba de rodillas con bayeta y estropajo” (162)— que la niña ejecuta a escondidas, tras orinar en el suelo y quitarse las bragas para usarlas como paño.

Al examinar los juegos de las niñas se aprecia, en mayor grado, la vinculación de la actividad lúdica con el discurso femenino burgués decimonónico. De hecho, si la guerra es el Coco, ese asustaniños que interrumpe los juegos al aire libre de la primera infancia, asistimos, una vez asentado el franquismo, a sus invalidantes efectos narcóticos. Su llegada es para las niñas motivo de diferenciación y complementariedad del papel que, como mujeres, desempeñarán primero en el juego y más tarde en la sociedad patriarcal del régimen. Sus juguetes, objetos amortizados, son el vehículo de transmisión de todas aquellas ideas que el poder imperante considera como propias del sexo femenino. Frente a una drástica reducción de las relaciones intersexuales, las muñecas serán uno de los pocos instrumentos con que las niñas adiestran sus conductas adaptativas en la cerrazón doméstica, “medio pedagógico de primer orden para el adoctrinamiento en el rol femenino basado en los estereotipos propios de la época” (Payá Rico, 2013: 40). En el gineceo familiar se las educa no solo para ser madres complacientes, sino sobre todo esposas abnegadas. Las tareas del hogar, así como otras actividades necesarias para el mantenimiento de la economía de la casa —piénsese en la costura o en la recogida de vegetales en la huerta—, se convierten en míseras experiencias lúdicas para todas las niñas que, en esos años, fueron educadas en función de su sexo. De ahí una ola de anarquismo con episodios de rebeldía que, en los tres casos que analizamos, palian los efectos negativos de la sujeción parental y social.

Ciudades y casas como teatro del juego

No sería posible cerrar esta contribución sin hacer referencia, aunque sea a grandes rasgos, al marco espacial que protagoniza los juegos. Los memorialistas lo describen a través del recuerdo emocional que ha permitido su retención. Desde el presente de la escritura, el espacio se hace portavoz de la sensación que impresionó al niño, al garantizar la grabación del recuerdo (Vigna, 2018: 79). El mundo de las emociones con que se recrea el espacio acaba por convertirlo en reflejo del estado de ánimo de su evocador. En esta relación especular, tanto el espacio urbano recreado por los autores como el doméstico reconstruido por las autoras son proyección simbólica de la atmósfera en la que su Yo-niña/o vivió.

En La dulce España la ciudad de Madrid es el marco privilegiado. Como teatro del juego, su recreación parece proceder por detalles que lo constituyen en piezas significativas de un mosaico que retrata una manera de vivir en una cotidianidad turbulenta. A partir de esta técnica, es posible apreciar cómo cambia el paisaje según se intensifique el enfrentamiento. Así, por ejemplo, para convocar el clima de tensión que se respira en la capital durante la propaganda que antecede las elecciones de 1936, cuando los niños jugaban a ser “mayores enconados por la política” (2000: 103), el narrador evoca la Puerta del Sol con sus edificios, los escaparates de las tiendas, los urinarios públicos y los quioscos de periódicos empapelados por la izquierda y por la derecha. Tras “el cacareado Año de la Victoria” (266), la vuelta a Madrid coincide con el desvanecimiento del mundo infantil: “a los doce años ya me veía de adulto en el espejo” (278). La desilusionada mirada retrospectiva reconstruye un espacio en escombros, con los edificios en ruinas, las calles dentelladas por las bombas, alguna estación del metro “que había reventado durante la guerra” (278) y los refugios bajo tierra, lugares donde los niños podían inventar juegos maravillosos, “hacer casas inexpugnables o castillos de Drácula” (276). Frente a esta visión tan desalentadora de la realidad, se contrapone otra que convoca, por ausencia, el clima de asfixia instaurado con la dictadura. Madrid se convierte en lugar del desencanto y de la pérdida, tal y como lo testimonian el Ateneo cerrado, la Institución Libre de Enseñanza desaparecida y los periódicos en manos de otros dueños.

En Travesías, Salinas trata de recuperar aquellos espacios de la infancia donde las vivencias cotidianas dejaron sus huellas. Cobran así relevancia las breves experiencias vividas en la ciudad de Madrid. El narrador hace referencia a algunas calles de la ciudad, a la Escuela Internacional, a algún cine de la época, hoteles y, por supuesto, a las estaciones desde donde el niño, debido a la inestable situación sociopolítica, empieza sus travesías. Sin embargo, la prosa del memorialista no ofrece detalles y toda la morfología urbana es destinada a corresponderse con la inestabilidad del momento histórico. En efecto, son un gran acierto las evocaciones tales como “en La Castellana y en sus paseos laterales [de] las sillas de pago […] amontonadas formando pirámides […] camiones repletos de gente” (2003: 26), cantando La marsellesa y ondeando las banderas republicanas. Tras el exilio voluntario de nuestro protagonista a Estados Unidos, el regreso a Madrid, “ciudad que no reconocí hasta que vi el edificio del Cine Capitol” (513), deja entrever la instauración del nuevo orden. Se nombran calles y edificios desplazados de sitio con el fin de subrayar los cambios acaecidos en la urbe, motivo que permite poner énfasis sobre el sentimiento de erradicación experimentado por nuestro memorialista: “tomamos la calle de Príncipe de Vergara, que ahora se llamaba del General Mola” (513); “busqué la fachada de nuestra casa, pero no la reconocí” (513); “la librería de don León […] estaba ahora en la calle de Serrano” (514). El espacio del pasado ya no es identificable y el único elemento que perdura es el clima de injusticia social y privación de la España monárquica. “Los curas y los militares habían vuelto a ser tal y como los describían las chicas” (514) al servicio de la familia Salinas antes de la proclamación de la Segunda República.

Jorge M. Reverte, en cambio, nos describe el Madrid de los años cincuenta. Todo el espacio de la ciudad se revela espejo de la situación social y política que el niño vive en esos años. En algunos rincones sobrevive el recuerdo de la guerra civil. Así, por ejemplo, el narrador recuerda el peligro de las bombas “que podían haber quedado sin explosionar en los descampados” (2018: 87) o el Campo de las Calaveras, “al lado del hospital Clínico” (88), sitio donde los nacionales fracasaron en el asalto a la ciudad en 1936 y donde todavía era posible adivinar las líneas de las trincheras. Del mismo modo, en algunas ocasiones, las calles se convierten en teatros de disparos con escopetas de perdigones. Las víctimas son las ratas que invaden la ciudad, eliminadas al grito de “«¡Un rojo menos!»” (121). Frente a estos espacios urbanos que convocan un pasado cuya herida sigue manteniéndose abierta, hay otros que apelan al clima de represión en los años de la posguerra. M. Reverte nos presenta un Madrid, “tomado por los curas” (65), que ve desaparecer, por efecto de “la especulación urbanística, tan imbricada con el franquismo” (198), muchos de sus edificios. Las calles son el principal escenario-reflejo del momento histórico. Ahí tienen lugar los desfiles con que los franquistas celebraban cada año la derrota de la República o también los del Frente de Juventudes de Falange, organismo creado para el adoctrinamiento y el encuadramiento de los jóvenes. Predominan las notas sensoriales con las que se dota al relato de más realismo. Las cromáticas, sobre todo, por las continuas referencias a los colores de los uniformes. Pero también las auditivas, con el recuerdo del cuchicheo en las esquinas. De todos los transeúntes, sobresalen los porteros y los serenos, “eficaz red de información y denuncia de comportamientos dudosos, y no tan dudosos” (55).

Los horrores de la contienda, así como el clima de represión en la posguerra, invaden también la seguridad del hogar, espacio donde se desarrollan los juegos de nuestras memorialistas. Si comparamos el interior de la casa con el marco espacial abierto donde juegan los niños, es posible ver cómo la visión del entorno convierte el hogar en un mundo opresivo y desolador amenazado por la guerra y por la rígida situación sociopolítica que le sigue. La casa, “gran imagen de las intimidades perdidas” (Bachelard, 1965: 34), se constituye como espejo de un malestar que ni los marcos cerrados de puertas y ventanas logran aislar. En líneas generales, se puede decir que la casa es un espacio depresivo donde las niñas experimentan una existencia rutinaria que las conduce al aislamiento y a la aflicción. Evocadas desde el presente escritural, estas cunas del recuerdo muestran, por un lado, los efectos de la guerra y sus secuelas. Por el otro, parecen concretarse en subespacios de los que las niñas protagonistas se sirven para eludir la doble sujeción al control social y parental. En los tres textos que nos ocupan, prima el binomio frío-oscuridad, condición que delata el sentimiento de opresión y de angustia experimentado en la infancia.

La casa de Carmen Martín Gaite, en Salamanca, atraviesa indemne los tres años del conflicto. No obstante, la vida de sus moradores aparece constantemente amenazada por la guerra, anunciada a través del silbido de la sirena que interrumpe sus actividades diarias: “estábamos recortando mariquitas […] soltamos las tijeras y las cartulinas, «¡vámonos al refugio!»” (1978: 61). Con la instauración del franquismo, la inseguridad que invade el hogar cede el paso a la obsesión por el racionamiento. Prueba de esto es la transformación del cuarto de atrás, donde la niña solía pasar el tiempo “rodeada de juguetes y libros tirados por el suelo” (104), en despensa donde se almacenaban “paquetes de arroz, jabón y chocolate” (188), “una enorme cantidad de perdices estofadas […] en ollas grandes con laurel y vinagre […] los embutidos colgados del techo, y la manteca” (189). En este “paso de lo lúdico a lo útil” (Gras, 1998) es posible enmarcar el final de la infancia de nuestra memorialista: “los artículos de primera necesidad desplazaron y arrinconaron nuestra infancia, el juego y la subsistencia coexistieron en una convivencia agria” (189). A estas alturas, los libros han sustituido los juguetes amortizados y un forzoso voyerismo doméstico parece regir la formación de la conducta de la pequeña Carmen para que aprenda “a ventilar un cuarto, a aprovechar los recortes de cartulina y de carne, a quitar manchas, tejer bufandas y lavar visillos” (96). Así, los subespacios de la casa son para la niña lugares claustrofóbicos donde el orden dado a objetos y utensilios cataliza la rebelión y propicia el deseo de evasión. En un tiempo de forzosa reclusión doméstica, la ventana se convierte en objeto mágico y permite la transición hacia la isla imaginaria de Bergai, “mi primer refugio” (183).

Josefina Aldecoa pasa su infancia en una casa situada “a un kilómetro al norte del pueblo de La Robla, en la carretera de Asturias” (2004: 13). Antes del estallido del conflicto, dicho hogar convoca, gracias a su carácter abierto, un poderoso vínculo con la naturaleza que la rodea, un exterior arcádico que complementa el gozoso idilio de la domesticidad, el interior. Su reedificación se apoya sobre una visión cíclica del tiempo, encarnada por el paso de las estaciones y el recuerdo de las actividades lúdicas y domésticas realizadas por la niña. Piénsese, por ejemplo, en el “cálido refugio de la cocina” (18) que la acobija en los implacables inviernos; en los juegos al aire libre durante la primavera; en las tardes veraniegas, “a la sombra del gran nogal” (16), leyendo o cosiendo con sus tías; en la recogida de las frutas en el otoño. El comienzo de la guerra civil, anunciada a través del “ruido de motores de avión” (25), la sorprende jugando en la huerta. A partir de ese momento, aparecen el miedo y un fuerte deseo de evasión: “las circunstancias históricas que vivíamos […] nos habían hecho desear […] la huida hacia otros mundos” (105). Frente a la escasez de comida —“había cartillas de racionamiento de primera, segunda y tercera clase, de acuerdo con la categoría económica de los ciudadanos” (39)— y a una “estrechez de criterios morales” (34) que los padres destinan sobre todo a sus hijas, las lecturas solitarias convierten el espacio particular de la buhardilla en un marco de liberación del sofocante clima censor familiar y social.

También la infancia de Carme Riera, nacida en pleno franquismo, se caracteriza por la falta de seguridad y de recursos materiales en un tiempo en el que “la palabra guerra tenía […] una textura cotidiana” (2013: 57) y es posible ver sus secuelas. Aparece así la imagen de su abuela “buscando como una desesperada” (74) su cartilla de racionamiento o bien, frente a la escasez de alimentos, el recuerdo de las recetas de la cocina de entonces que “además de utilizar ingredientes de precio módico, se basaban en los rellenos” (75-76), que permitían el reciclaje de las sobras de otras comidas. Es la angustia ante el limitado acceso a los recursos lo que empuja a la niña a tirar, por ejemplo, tres huevos contra la pared de la despensa: “la prohibición […] había espoleado el deseo de transgredirla” (161). Erguida en una verticalidad (Bachelard, 1965: 48) austera, la casa palmense de nuestra memorialista —“las persianas están siempre cerradas, lo que le da un aspecto […] de luctuoso convento desamortizado” (46)— aloja un subrepticio espíritu democrático que multiplica el miedo a las delaciones y a las denuncias. De esta manera, es posible encontrar en sus subespacios los efectos negativos de la moral católica que atemoriza, sobre todo a los más pequeños, con la amenaza del infierno y del pecado mortal. Alusiva es, al respecto, la neurosis que la niña desarrolla tras la visión de las postales eróticas de su tío abuelo Fernando, pecado de impureza del que la pequeña no quiere dejar constancia a su confesor y que la lleva a contemplar la idea de un suicidio liberatorio por envenenamiento. Como en los dos casos anteriores, el libro y las lecturas furtivas mitigan el dolor por la represión, abren el camino a una imaginación redentora.

Conclusiones

A lo largo de esta contribución hemos visto cómo los seis memorialistas nos presentan sus vidas de niños y niñas en los años de la guerra civil y de la posguerra. En sus obras es posible apreciar un denominador común que, como material literario, enriquece el relato de sus infancias. Así, en el caso de los niños, el juego, tanto activa como pasivamente, se reviste del discurso bélico y de la lógica de los vencedores. El análisis deja claro cómo el espíritu guerrero con que estos reproducen el mundo de los mayores es una respuesta al trauma por lo vivido. Al adoptar el papel de los adultos, los niños crean un mundo simbólico que alivia los sufrimientos diarios. La actividad lúdica actúa como terapia, pero también como instrumento de aprehensión de una realidad hostil. Por su involucramiento en una violencia simbólica, los niños protagonistas de las luchas campales y los que juegan con los soldaditos de goma intentan descifrar el mundo que los rodea, distinguir el bien del mal y, claro está, exorcizar toda incertidumbre a través del juego.

Diferente es el tratamiento del motivo del juego en las memorias de Martín Gaite, Aldecoa y Riera. Sus textos recurren a una imitación simbólica que delata el malestar por la condición de inferioridad de las mujeres en esos años, que desemboca en un anarquismo reparador. Interesante, en estos tres casos, es la inclusión del libro, arma que revigoriza el cuestionamiento de los modelos de género heredados.

Finalmente, el espacio urbano y el de la casa se convierten en reflejo no solo del estado anímico del sujeto protagonista, sino también del tiempo histórico y de los acontecimientos presenciados por éste. El recuerdo que, desde el presente de la escritura, reconstruye ambos marcos no logra soslayar el componente emocional que, en la escasez del detalle, denuncia la inestabilidad social y política. Ciudades y hogares revelan la angustia de sus habitantes, aunque con consecuencias vivenciales —y temáticas— diferentes. Los niños, en virtud de su sexo, gozan de un mayor espectro de acción. Los juegos al aire libre les permiten presenciar un mundo estimulante, plural. Las niñas, al contrario, experimentan en sus casas una rígida monotonía. La repetición tediosa de juegos y oficios considerados como más adecuados para su género siembra el germen de la rebelión. En el momento en que las muñecas pierden todo su atractivo, el libro se constituye como espacio de evasión, marco rectangular en el que pueden entrever la ansiada libertad en la que se regocijan sus coetáneos.

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