Elisa CABRERA GARCÍA
Universidad de Granada, España
elisacabrera[at]ugr.es
Miguel ALIRANGUES LÓPEZ
Universidad Carlos III de Madrid, España
malirang[at]hum.uc3.m.es
Impossibilia. Revista Internacional de Estudios Literarios. ISSN 2174-2464. No. 18 (noviembre 2019). MONOGRÁFICO, páginas 36-65. Artículo recibido 26 de abril 2019, aceptado 10 de septiembre 2019, publicado 30 de noviembre 2019
Resumen: En el presente trabajo se lleva a cabo un análisis de uno de los textos más influyentes de la literatura mexicana reciente, Antígona González (2012) de Sara Uribe. En un primer momento, se expone el contexto social, político y estético en el que la pieza de Uribe fue escrita, para después proceder a estudiar las estrategias textuales de que se sirve Uribe para generar una autoría colectiva, con especial atención a las aportaciones teóricas llevadas a cabo por Cristina Rivera Garza y su concepto de “desapropiación”. Por último, el artículo propone una interpretación de la obra tanto en sus aspectos formales como en su aspecto ético-político, desarrollando su vínculo con las propuestas de Judith Butler. El presente trabajo relaciona ambas dimensiones, al ubicar la obra en una tradición de escritura militante cuyo objetivo es llevar a cabo el duelo por los desaparecidos en la frontera norte de México.
Palabras clave: Antígona González, Sara Uribe, Cristina Rivera Garza, Judith Butler, desapropiación, literatura fronteriza, traducción cultural, duelo, memoria, desaparecidos, ausencia
Abstract: This paper analyses one of the most influential texts in recent Mexican literature, Antígona González (2012) by Sara Uribe. At first, the social, political and aesthetic context in which Uribe's piece was written is presented, and then the textual strategies used by Uribe to generate collective authorship are studied, with special attention to the theoretical contributions made by Cristina Rivera Garza and her concept of “disappropriation”. Finally, the article proposes an interpretation of the work both in its formal aspects and in its ethical-political aspect, developing its link with Judith Butler's proposals. The present study relates both dimensions, locating the work in a tradition of militant writing whose goal is to carry out the mourning for the disappeared in the northern border of Mexico.
Keywords: Antígona González, Sara Uribe, Cristina Rivera Garza, Judith Butler, disappropiation, border literature, cultural translation, mourning, memory, missing people, absence
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Desde su aparición en el año 2012 es difícil sobreestimar la repercusión que Antígona González ha tenido. El texto de la poeta queretana afincada en Tamaulipas Sara Uribe, publicado en Sur+ ediciones, ha sido objeto de numerosos estudios académicos y seminarios en los contextos latinoamericano, español y estadounidense, y en 2016 apareció su traducción al inglés por John Pluecker. Antígona González, como otros textos de la tradición contemporánea latinoamericana, puede considerarse un texto de duelo que, mediante complejas estructuras poéticas de apropiación, singularización y colectivización, busca dar cuenta de una problemática sistémica y de la magnitud de las consecuencias de la guerra no convencional en la que se encuentra inmerso México.2
El presente estudio pretende, por un lado, contextualizar Antígona González en una red de proyectos estéticos sobre el ejercicio de la violencia y del asesinato indiscriminado en regiones aquejadas por esta forma de guerra no convencional. Por otro lado, pretende plantear una interpretación del texto que permita comprender el alcance estético-político de la pieza. Cabe considerar la explícita temática de la violencia en la pieza como parte de lo que Cuauhtémoc Medina denomina “arte postmexicano” (2013), que a su vez podría concebirse como una subdeterminación de las ideas de Josefina Ludmer sobre la “postautonomía” (2006). Ambas categorías, que designan el arte y la literatura mexicanos de las últimas tres décadas, nacen en el seno de un contexto político-económico marcado por la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN, NAFTA en sus siglas en inglés) en el año 1994 que, tras los planes de rescate económico impuestos por el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial al Estado mexicano, implicó un giro radical en los modos de contratación laboral, de consumo, de migración interna y externa y, en general, en los modos de vida y supervivencia de una población cada vez más urbana y cada vez más empobrecida.
El Tratado también impactó de forma contundente en los modos de producción artística de las y los creadores mexicanos. Amy Sara Caroll acertó así al proponer como categoría histórico-artística “la Era NAFTA” (2018), con la que pretendía dar cuenta del enorme anclaje que se promovió desde las instituciones gubernamentales entre, por un lado, las nuevas políticas económicas de un país que buscaba inversión urgente de los EUA y, por otro, su sistema cultural y artístico, que fomentó durante la década de los 90 una imagen muy concreta de la nación mexicana. Baste como ejemplo la cita del cartel que anunciaba la inauguración de la exposición Mexico: Esplendors of Thirty Centuries, celebrada en 1990 en el Metropolitan Museum de Nueva York: “Manhattan Will Be More Exotic This Fall!” (Carroll, 2018: 13). Desde la llegada a la presidencia en 1989 de Carlos Salinas de Gortari atendemos a la creación de poderosas instituciones culturales (FONCA, CONACULTA) que, al contar con la connivencia de los sectores empresariales más poderosos del Estado mexicano y con la del US National Federal Council of the Arts (NEA) idearon un relato cultural de integración entre las economías (artísticas) de los Estados Unidos y de México. La citada exposición fue el pistoletazo de salida de la estrategia de un gobierno empeñado en vincular sus nuevas políticas económicas de corte neoliberal con la producción artística mexicana de tal forma que esta fuese igual de exportable que los jeans que cosían millones de trabajadoras por sueldos irrisorios en la frontera norte del país. La estrategia “económico artística” del gobierno de Salinas no ha pasado ni pasó desapercibida para las y los historiadores y críticos de la cultura en México. De hecho, en el año 1990 Rubén Martínez califica la negociación de Salinas como una performance destinada a la consecución de la firma del NAFTA (Carroll, 2018: 25), materializada en 1994.
David Montero explica esta negociación de intercambio económico cultural en los siguientes términos:
El sexenio salinista […] [equiparó] la modernización con la entrada de capitales privados a la cultura, y esa entrada de capitales a su vez es equiparada con el tema de lo mestizo mexicano, para llegar a una serie de retruécanos argumentales que derivaron en la afirmación de que México puede aceptar que en la cultura intervenga la industria privada porque no va en contra de su cultura mestiza; es más, esa cultura mestiza se ve reforzada por la idea de la inversión privada y no se debilitará sino que entrarán en una especie de simbiosis (2013: 80).
Tal maniobra consolidó las carreras de una serie de artistas concentrados en la capital mexicana que ya se encontraban inmersos en los procesos culturales propios de una economía globalizada y mediatizada (Montero, 2013: 85). Es por ello que quizás en México la pertinencia de historiar y estudiar las producciones culturales bajo el marco económico de neoliberalización profunda, es certera y nos gustaría mostrar en qué sentido se hilvanan a la perfección la producción de artistas y escritores que, por un lado, respondieron a la llamada de las instituciones culturales mencionadas al ser partícipes del discurso de la “modernización mestiza”, y por otro, de unos artistas que se opusieron a los lenguajes del modernismo canónico y fundaron, como señala Cuauhtémoc Medina, “una producción cultural que buscaba embestir contra la transformación neoliberal del legado cultural mexicano en disneylandias tropicales” (2017: 85). Con base en su categoría de arte posmexicano podemos referirnos entonces a estas segundas manifestaciones artísticas que insertan de pleno una nueva dimensión de “lo político” del arte ante la necesidad de desquiciar las reglas que la modernización —dictada por los grandes capitales y auspiciada por las instituciones públicas— estaba imponiendo en un panorama donde la economía se había convertido en el nuevo centro rector de la estética. Se trata entonces de un arte que aspiraba a intervenir en la realidad social para evidenciar las tensiones que empezaba a ocasionar la desigualdad exacerbada por la liberalización del mercado.
Durante estos años, de acuerdo con la propuesta de Josefina Ludmer, la noción de autonomía literaria, que implicaba que la literatura “es pensada como esfera separada y diferente de otras esferas o prácticas” (Ludmer, 2006) resulta obsoleta y los artistas y escritores empiezan a rastrear métodos de creación literaria que permitan, como decíamos, impactar y modificar la realidad desde la que escriben. Anteriormente, la noción de autonomía literaria sirvió a la crítica latinoamericana para describir los procesos de creación literaria anteriores a la ola de dictaduras militares que se instalaron en más de una decena de países latinoamericanos. La autonomía literaria coincidiría con la era del “camino hacia la modernidad” de estas naciones, con el boom de los 60 y los clásicos literarios de este periodo, así como con el momento álgido de las editoriales nacionales en el continente. Sin embargo, el período inmediatamente posterior, con la aparición de las dictaduras militares, significó una ruptura en el campo literario, no solo por la pérdida de las libertades artísticas y de expresión, la desaparición forzosa y los crímenes de Estado y de lesa humanidad, sino también por la implantación de un nuevo modelo económico que negaba el poder de lo público. La vida y la memoria de la ciudadanía quedaron marcadas a fuego por la represión y la supervivencia. Entonces la literatura posautónoma se empieza a configurar —aunque no solo— en el seno de la militancia contestataria, en el que muchos escritores se transformaron en una suerte de conglomerado militante. Podemos entender la posautonomía —cuyo marco temporal es altamente fluido— como “un movimiento que pone en la literatura otra cosa, que hace de [o con] la literatura otra cosa: testimonio, denuncia, memoria, crónica, periodismo, autobiografía, historia, filosofía, antropología” (Ludmer, 2007) aspirando, por último, a actuar sobre el presente. Para tal fin, hace uso de herramientas provenientes de todo tipo de disciplinas y métodos de análisis de la realidad que se pretende transformar y transforma asimismo dicha información en otra cosa, en un fenómeno estético.
Debido en parte a la expansión viral del artículo de Josefina Ludmer, esta tendencia de análisis del panorama literario y estético latinoamericano ha tenido una gran aceptación en el ámbito de la crítica literaria latinoamericana. Cristina Rivera Garza da crédito y lleva más lejos las propuestas de Ludmer tanto en sus escritos teóricos como en sus textos de corte más literario. Entre otras, la escritora mexicana hace una propuesta tan controvertida como innovadora: la figura del/la curador/a textual,3 un tipo de productor cultural que amalgama todo tipo de fuentes (artísticas, literarias, archivísticas, documentales), las ordena y genera con ellas un discurso, una “invención material” sobre estos documentos (Cruz Arzabal, 2015). De esta forma la figura del autor o autora se desdibuja para modelar “una materialidad y una comunidad textual en las que la autoría ha dejado de ser una función vital para ceder su espacio a la función de la lectura y la autoría del lector como autoridad última” (Rivera Garza, 2013: 37). En Los muertos indóciles (2013) la escritora mexicana sienta las bases de esta propuesta ético-artística —que tiene mucho de ludmeriana— y enfrenta el quehacer de la escritura dentro de un contexto donde la materialidad más básica de la vida se ve comprometida: “¿Cuáles son los diálogos estéticos y éticos a los que nos avienta el hecho de escribir, literalmente, rodeados de muertos?” (2013: 19). En su propuesta vemos cómo el trabajo de recopilación de datos y documentos del curador textual se une, entonces, a una “estética de la cotidianidad”, una escritura, como señalan Jorge Aguilera y Eva Castañeda, “cuyo vínculo con la realidad social se volvió absolutamente ineludible debido a la cercanía de la realidad atroz y asfixiante de la violencia y la crisis nacional” (2018: 87).
Antígona González, como ya se ha señalado en numerosos estudios y declaraciones de la propia autora, tiene una influencia profunda de la propuesta “indócil” de Rivera Garza. El texto nace de esta simbiosis entre el marco de producción cultural descrito y las condiciones de violencia instauradas irremisiblemente en la vida cotidiana de la ciudadanía fronteriza. La estética de la cotidianidad que lidia constantemente con el miedo y con la muerte se entreteje con el mito de la heroína tebana, que arrastra una vasta tradición en el continente americano (Pianacci, 2008). De forma general, la leyenda ática de la hija de Edipo ha funcionado en América Latina como inspiración ante la tarea de dar voz a las personas desaparecidas durante las dictaduras militares, así como durante los distintos estallidos de violencia derivada de los procesos neocoloniales, el crecimiento de la desigualdad y el asentamiento del narcotráfico; procesos históricos estos que desembocaron en la desintegración del cuerpo social de numerosos territorios latinoamericanos. La tragedia sofoclea también ha sido fundamental a la hora de representar las demandas de enterramientos dignos y actos de duelo colectivos de las víctimas ante las instituciones nacionales. Generalmente, las mujeres a las que se representa en las reescrituras dramatúrgicas latinoamericanas de Antígona quedan excluidas del contrato social, son consideradas excesivas y delincuentes, y transgreden los límites de decoro demarcados por el contrato social de una comunidad que se desmorona. Son las primeras en advertir y en denunciar este desmoronamiento, mientras toda una serie de Ismenes giran el rostro hacia otro lado. Antígona en Tamaulipas es la memoria, “la resistencia contra el olvido” (Croquer Pedrón, 2000: 127), un “memorial colectivo contra la ignominia” que, mediante una serie de “estrategias intertextuales de apropiación” (Aguilera y Castañeda, 2018: 87) y exploración formal se adentra en una realidad compleja y produce un texto militante sobre la misma.
Antígona González se inicia con una cita de Viriditas de Rivera Garza (2011) en el exergo. Supone, ya desde el inicio, una declaración de intenciones, que se hará evidente en el paratexto con el que se cierra el libro, las “Notas finales y referencias” (Uribe, 2012: 105 y ss.), que comienza con la afirmación de que “Antígona González es una pieza conceptual basada en la apropiación, intervención y reescritura” (2012: 105) para pasar a enumerar la larga lista de textos que se encuentran presentes de un modo u otro en el texto. Que las teorías y propuestas estéticas de Rivera Garza se sitúan en la base de Antígona González es algo suficientemente notado, también por la propia Uribe, que las ha hecho suyas hasta el punto de utilizar las estrategias por ella defendidas sobre la propia Rivera Garza, como se muestra en esa primera cita, en la que modifica acortando la pregunta, que en Viriditas aparece como “¿De qué se apropia el que se apropia del estilo de otro?” (Rivera Garza, 2011: 22) y en Antígona González como “¿De qué se apropia el que se apropia?” (Uribe, 2012: 7). Pero sobre todo el propio contenido de esa cita inicia una llamada de atención al lector o lectora que será ocasionalmente recordada y que habla del alto grado de autorreflexión formal que la obra presenta. Esta es una de sus características más significativa; cada verso/línea del texto de Uribe puede ser desencriptado con varias capas de sentido: la referencia apropiada, la modificación efectuada por Uribe, la reflexión teórica de la que parte y la reflexión ética a la que nos quiere conducir.
Como decíamos, la propuesta escritural de Antígona González recoge la antorcha encendida por Rivera Garza para pensar un lenguaje literario en cercanía con la muerte violenta que permita poner de relieve la materialidad de la misma. La crítica mexicana propuso una teoría de la resurrección a través del texto y de su disección en un medio donde la vulnerabilidad de la vida no permite pensar la estética desde otro espacio que no sea el ético. Este ejercicio que Rivera Garza nombra “Poéticas de la desapropiación” (2013: 33) es el proceso por el cual Uribe construye la autoría colectiva. Los textos que la curadora utiliza son expropiados de su autor y se sumergen en un nuevo espacio de voces literarias que transforman su significado de origen. Tras el contacto con la propuesta de Rivera Garza, Uribe —que en una entrevista reciente (Burneo y Uribe, 2019) señalaba ella misma la modificación que hacía del uso del término “apropiaciones” en favor del neologismo de Rivera—, compone un corpus de voces diseccionadas, de textos “que han perecido” y “están abiertos o pueden abrirse”, voces que la curadora exhuma “a través del reciclaje o la copia”, prepara y recontextualiza (Rivera Garza, 2013: 37).
Pueden ser señaladas cuatro formas de desapropiación textual llevadas a cabo por Uribe al tomar fragmentos de textos de diversa índole. En primer lugar, encontramos los fragmentos de obras teatrales previas. La Antígona sofoclea, fundadora de la tradición dramatúrgica cuyo testigo recoge Uribe, cobra un papel fundamental en su reescritura, que engarza con las apropiaciones pertenecientes a textos dramáticos latinoamericanos que transforman a la heroína en ámbitos específicos de violencia política, como es el caso de la Antígona furiosa de la argentina Griselda Gambaro (1996). En segundo lugar, se aprecia la utilización de fragmentos de textos académicos como El grito de Antígona de Judith Butler (2001) y Antígona, una tragedia latinoamericana (2015) de Rómulo Pianacci, que apoya el uso reflexivo del universo de las Antígonas “criollas” en la obra. El tercer tipo de apropiación al que nos referiremos son las notas informativas que la curadora toma del blog Menos días aquí,4 un proyecto web colectivo que recopilaba la información básica de las muertes violentas o desapariciones que se producían en México a diario hasta julio de 2016. Por último, Uribe incorpora los testimonios de familiares de fallecidos o desaparecidos, tomados en su mayoría de notas de periódicos locales de la frontera. Mediante estas cuatro formas de desapropiación, el texto consigue armonizar las voces de los desaparecidos y sus seres queridos con las de Sara Uribe y Sandra Muñoz —directora teatral que encargó la pieza— y con los ecos de todo un palimpsesto de textos teóricos y dramáticos que introducen a la obra en la tradición latinoamericana de reescrituras sobre Antígona. Así, cada una de las apropiaciones que vamos a mostrar tiene un espacio expositivo y contextualizado en el espacio curado de la obra.
La primera apropiación que Uribe alista es la de la Antígona de Sófocles, a cuya larguísima tradición de reescrituras Uribe aporta innovaciones más profundas de lo que pueda parecer en un primer lugar. Así se ha expresado Uribe sobre la importancia de esta primera y habilitante desapropiación:
Se trataba también, y de manera relevante, de reflexionar sobre lo que significa ser una Antígona, sobre lo que significan los procesos escriturales que se han tejido en torno a su constante reelaboración en Latinoamérica. ¿Por qué vuelve una y otra vez con distintos apellidos y epítetos? ¿Por qué en las versiones europeas las Antígonas permanecen en la Tebas griega y en América se sitúan en los territorios particulares donde se han perdido los cuerpos? (2017: 54-55).
La autoconciencia reflexiva del texto se hace evidente en algunos fragmentos en los que este se autointerpreta: “: en su distorsión y alteración Polinices es Tadeo” (Uribe, 2012: 19). Esta autoconciencia vuelve así explícita la necesidad de alterar los referentes con el fin de ofrecer una resignificación adecuada. En “¿Cómo escribir poesía en un país en guerra?” (2017), en el que Uribe se refiere a la reescritura de Antígona, se aprecia cómo la autora es plenamente consciente de la distancia que hay entre su trabajo y otras obras de la tradición de reescrituras del mito clásico. La forma que adopta en Antígona González es un modo particular de establecer las relaciones entre el particular (la ausencia de Tadeo y la búsqueda de su hermana como unas ausencia y búsqueda irremplazables e insustituibles, únicas) y el universal (la ausencia de Tadeo y la búsqueda de Antígona como una alegoría de todos los casos de desaparición forzosa). De ahí que se movilice el mito de Antígona, pero usado de tal forma que la universalidad no puede ser entendida como un concepto transhistórico, sino como la traducción cultural de un tópico que en su reformulación muestra la particularidad que es negada en cada pretensión de universalidad. Toda la tradición de reescritura de Antígona permite observar que sus pretensiones de universalidad en la movilización del mito llevan consigo de manera ineludible una referencia negativa a su contexto de enunciación.5 Estas ideas forman una parte importante del trabajo que Judith Butler realizó en el cambio de siglo en torno al propio concepto de universalidad, que basó en una aproximación al concepto de cultura “como una relación de intercambio y una tarea de traducción” (2001b: 31). En ese mismo texto, Butler, inspirada en J. W. Scott se pregunta: “¿sabemos siempre si un reclamo es particular o universal, y qué sucede cuando la semántica del reclamo, gobernado por el contexto político, hace que la distinción sea indecidible?” (Butler, 2001b: 40). Siendo evidente que la respuesta a la primera pregunta es negativa en el caso de Antígona González, la segunda puede ser respondida con que esta indecibilidad supone un trabajo de ampliación de los límites del reconocimiento, en este caso, de los límites de lo que merece ser llorado y de los límites del duelo mismo, tradicionalmente considerado imposible con el cuerpo in absentia. Ciertamente, González “: No quería ser una Antígona” (2012: 13), pero solo a través de la aceptación de esa universalidad (“pero me tocó”) (2012: 13), en principio abstracta, y de su desapropiación, puede el texto enunciar la tensión inherente a la universalidad concreta que supone la particularidad del empeño del duelo por el cuerpo injustamente arrebatado que se dedica a “(...) todas las Antígonas y Tadeos” (2012: 111). En la tercera sección desarrollaremos la forma en la que esta Antígona tamaulipeca es capaz de mostrar los mismos límites de la tradición a la que se adscribe y desapropia, pues, como ha sostenido Butler, “la tarea del traductor poscolonial es, podríamos decir, precisamente poner en relieve la no convergencia de discursos, de modo que uno pueda conocer, a través de las mismas rupturas de la narratividad, las violencias fundacionales de una episteme” (2001b: 44). Este universal desapropiado ya no puede establecer un criterio canónico de cumplimiento, sino que está puesto al servicio de la acción política. Pero esta relación dialéctica entre universal y particular no es patrimonio exclusivo de la propuesta de Uribe. Lo que la obra de Uribe muestra es que la potencia significativa del personaje de Antígona se debe precisamente a su constante traducción cultural, a su constante reelaboración, y no a una esencia previa y arquetípica.
En lo relativo a la segunda de las desapropiaciones textuales que hemos mencionado, las reescrituras de la Antígona sofoclea en el continente latinoamericano, la Antígona furiosa de Gambaro (1996) cobra protagonismo debido al triple uso que Uribe hace de la obra. Tras asegurar Antígona González que “sin cuerpo no hay remanso” ni “paz posible para este corazón. / Para ninguno” (Uribe, 2012: 22), el texto hace suyas las palabras de Iani del Rosario Moreno (1997) acerca de la obra de Gambaro: “:La argentina Griselda Gambaro utiliza la figura de Antígona para criticar el gran número de desaparecidos durante la dictadura militar que existió en su país” (Uribe, 2012: 23). Con esta estrategia de curaduría, Uribe consigue coser en el tiempo las reivindicaciones de Antígona furiosa y de Antígona González, que saben que no habrá paz para nadie hasta que los cuerpos de los seres queridos desaparecidos aparezcan. Pero eso no es todo; en un ejercicio de reflexión metacuratorial, Uribe toma otra frase de Moreno: “Antígona Furiosa es un pastiche” (2012: 23). Esta cita pone de manifiesto de manera indirecta la verdadera naturaleza de su texto como un tejido compuesto por diversos elementos que se combinan de manera original. Por último, en este juego de espejos y pastiches, Antígona González se vuelve a hacer eco de la Furiosa de Gambaro cuando, al cierre de la obra en el penúltimo verso/página, manifiesta su deseo de enterrar a Tadeo a toda costa: “[Siempre querré enterrar a Tadeo. Aunque nazca mil veces y él muera mil veces.]” (2012: 97).
Vemos cómo la desapropiación de Gambaro apunta de nuevo al alto grado de autoconciencia reflexiva en el texto y a la de su tensión universalista con el mito. El Polinices del texto argentino aquí es suplantado por Tadeo, el hermano perdido de nuestra Antígona fronteriza. Uribe mantiene el nombre propio sin cursiva como la marca de una restauración que deja constancia de las intervenciones con el fin de no falsear el contenido original. Con esta transfiguración el personaje de Tadeo se convierte en el representante de la tragedia colectiva que asoló Argentina durante la dictadura y que asola innumerables zonas de la frontera mexicana.
Como Rivera Garza, Judith Butler es una figura teórica central tanto para el ejercicio de composición de Antígona González como para su contenido ético. Son varias las desapropiaciones que de su texto El grito de Antígona (Butler, 2001a) hace la poeta, por no decir que gran parte de la propuesta polifónica del libro y su hincapié en abrir un espacio de duelo público de las vidas de los que ya no están nace de la propuesta que la filósofa estadounidense hace en Vida precaria. El poder del duelo y la violencia (2006) y Marcos de guerra: las vidas lloradas (2010). En la primera de estas obras Butler sostiene que la condición precaria del cuerpo humano es la dimensión fundamental para entender la existencia humana como una existencia política. Según ella, que una vida sea política implica que esta está constituida por el resto de seres sociales que la rodean. Por ello, la pérdida de cualquiera y el duelo que esta pérdida conlleva inaugura un nuevo proceso de subjetivación que se produciría de manera colectiva. En Marcos de guerra la filósofa retoma esta configuración de la subjetividad política y diferencia la precariedad (precariousness), ese riesgo a la desaparición compartido por todos, de la precaridad (precarity), que se refiere a comunidades específicas cuyas vidas no han alcanzado el derecho a ser lloradas:
La precaridad [precarity] designa esa condición políticamente inducida en la que ciertas poblaciones adolecen de falta de redes de apoyo sociales y económicas y están diferencialmente expuestas a los daños, la violencia y la muerte. [...] La precaridad también caracteriza una condición políticamente inducida de la precariedad [precariousness], que se maximiza para las poblaciones expuestas a la violencia estatal arbitraria que, a menudo, no tienen otra opción que la de apelar al Estado mismo contra el que necesitan protección (Butler, 2010: 46).
La tesis que inaugura Butler en Marcos de guerra propone el ejercicio del duelo como una forma intrínseca a la política que constituye a la comunidad como tal y reduce su mudez puesto que, como señala la autora, “el duelo abierto está estrechamente relacionado con la indignación, y la indignación frente a una injusticia, o a una pérdida insoportable, tiene un potencial político enorme” (2010: 65). Uribe configura —o cura— una escritura desde un nuevo sujeto colectivo, una multiplicidad de voces desapropiadas de sí y consigo, para constituir un “nosotros” que permite dar inicio al duelo público de una comunidad precaria a la que se le niega la posibilidad de llorar sus vidas perdidas.
Este ejercicio de desapropiación de una multiplicidad de voces relacionadas de alguna forma con el texto que describimos se intensifica en las secciones segunda y tercera de Antígona González. A lo largo de la segunda parte, “¿Es esto lo que queda de los nuestros?” (2012: 29 y ss.), el texto intercala la cotidianidad de la vida de la protagonista, descrita por ella misma, con las entradas que los voluntarios del blog Menos días aquí escribían durante su labor de “contar muertos” (Uribe, 2017: 49).6 En este capítulo encontramos un fuerte contraste entre la parte más narrativa y personal del texto y la desapropiación más literal. Los voluntarios del proyecto Menos días aquí rastrean en la prensa y las noticias todas las muertes violentas que se producen en México para mantener viva la memoria de los asesinados y reclamar paz, como ellos mismos afirman en el blog (Uribe, 2017: 48). Se seleccionan seis entradas —o tuits— de hallazgos de cuerpos sin vida en diferentes estados del país, todos con la misma estructura, siguiendo las instrucciones de la primera sección del texto, “Cómo contar muertos”:
Tierra Colorada, Guerrero. 18 de febrero. El cuerpo sin vida de un hombre fue encontrado en la presa La venta. Aunque todavía no ha sido identificado, su brazo izquierdo tenía un tatuaje con el nombre “Josefina”, y en el brazo derecho llevaba marcado el nombre “Julio”.
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Se dedicaba a la compra-venta de automóviles. Era común que viajara a Matamoros para comprar vehículos que después vendía en otras ciudades del país. Así se ganaba la vida Tadeo. No le iba tan mal. […] (Uribe, 2012: 46, 47). |
De nuevo a modo de señal curatorial, Uribe señala en cursiva una frase que tomó de las declaraciones de algún familiar —“Se dedicaba a la compra-venta de automóviles”— para a continuación seguir el relato ficticio de la vida de Tadeo. Con ello, la autora quiso recrear “una suerte de clamor” que insiste, como señalará ella misma, en “la repetición de la tragedia una y otra vez en distintos escenarios” (Uribe, 2017: 49), la marca indeleble de la sistematización de la violencia indiscriminada.
En las páginas que siguen a las notas, Antígona le habla directamente a Tadeo en primera persona acerca de su cotidianidad tras la desaparición, de la búsqueda incansable y el anhelo del cuerpo ausente. Antígona también le habla al lector, desea que este conozca más detalles de su hermano perdido, y genera de nuevo, por otro lado, una suerte de identificación entre ambos cuerpos:
Así transcurro cada mañana. Escucho el despertador y te pienso. Me meto a la regadera y mientras el agua fría resbala por todo mi cuerpo, pienso en el tuyo. Bajo a la cocina a hacer café y enciendo un cigarro. Sé que nunca te gustó que no desayunara, pero desde que ya no estás no hay nadie que me regañe por no hacerlo (Uribe, 2012: 49).
El colofón del texto lo constituye la cuarta forma de desapropiación mencionada al inicio, los testimonios de las familiares de varios desaparecidos en la frontera tamaulipeca que Uribe rescata del artículo “Narcoviolencia, en la ruta de la muerte” de Sanjuana Martínez (2011) y de otras declaraciones en periódicos del estado de Tamaulipas, que se convierten en la parte principal de la trama narrativa. La recuperación de testimonios, ya sea mediante entrevistas o a través de la indagación en archivos y hemerotecas, se ha consolidado como una estrategia política y estética muy extendida entre las artistas y activistas en América Latina7 como forma de acercar realidades materiales a los relatos culturales producidos en torno a las experiencias traumáticas de las últimas décadas. Como señala Melissa Wright:
El testimonio es, simultáneamente, la afirmación de una identidad tanto personal como colectiva. Su poder se deriva de la estructura narrativa en primera persona basada en la autenticidad de la experiencia personal, pero su significación recae en la afirmación de que lo personal representa una experiencia colectiva (Wright, 2007: 416) [traducción propia].
En la tercera parte de Antígona González “Esta mañana hay una fila inmensa” (2012: 59 y ss.),8 el texto recupera diversas declaraciones de familiares aparecidas en artículos de periódico que se sitúan como respuestas a una serie de preguntas desapropiadas del poema Death de Harold Pinter (2005) y que sin embargo no son contestadas en sentido estricto, generando así un hiato entre la fría y casi burocrática serie de preguntas que evocan un interrogatorio y el denso contenido emocional de los testimonios seleccionados:
¿Dónde se halló el cadáver? ¿Se le hace normal que un autobús desaparezca y los pasajeros muertos aparezcan en fosas? |
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¿Quién lo encontró? ¿O que todos los días amanezcan cuerpos mutilados en todos los pueblos y las autoridades y la prensa no digan nada? |
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¿Estaba muerto cuando lo encontraron? Mi mamá murió de pura tristeza. Se le cargó mucho. Se nos fue sin volver a verlo. |
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¿Cómo lo encontraron? Lo queremos encontrar aunque sea muertito. Necesitamos sepultarlo, llevarle flores, rezarle una oración. |
(Uribe, 2012: 77-80).
El texto continúa con esta estructura de preguntas, que podrían pertenecer al curso de la investigación, y de respuestas desapropiadas de estos testimonios a lo largo de quince páginas para llegar al apogeo narrativo de la pieza cuando Uribe multiplica la declaración de María Mercedes, Marisela, Marina Ortega, María Teresa o de Matilde Escalante —no sabemos cuál de ellas— proveniente de un artículo del periódico La Jornada (Uribe, 2012: 106), para declarar a modo de coro trágico (2012: 90-91):
¿Lavó el cadáver? Somos muchos.
¿Le cerró ambos ojos? Somos muchos.
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¿Enterró el cuerpo? Somos muchos.
¿Lo dejaron abandonado? Somos muchos. |
Cada una de las preguntas anteriores a la declaración colectiva nos abren la puerta a las historias de estas mujeres que escuchamos al unísono decir que Tadeo somos muchos y que cada historia tiene un nombre propio que compone la tragedia colectiva de la frontera tamaulipeca. En Antígona González encontramos en definitiva, la estructura narrativa que describe Wright: la voz de una primera persona, que dota de autenticidad a lo relatado —y que, en Antígona González pertenece al espacio de la ficción—, y una certificación mediante el documento testimonial, de que lo relatado “representa una experiencia colectiva” (Wright, 2007: 117). De no afirmarse, de no afirmar que las comunidades empobrecidas de la frontera tamaulipeca y los migrantes que por allí tratan de cruzar se encuentran en una posición de precaridad extrema, el ejercicio ético que el texto de Uribe quiere poner en marcha —el duelo colectivo de las y los desaparecidos y las y los asesinados— no podría jamás iniciarse.
Para Jorge Aguilera y Eva Castañeda “el México del siglo XXI ha estado marcado por un proceso político traumático” (2018: 86). Esto habría determinado la producción artística y literaria de lo que llevamos de siglo en el país, de forma que Antígona González es tanto una elaboración del trauma de la violencia en México como una forma de confrontación del mismo. El texto es en sí una forma de duelo que recuerda sin embargo que no hay duelo posible sin el esfuerzo colectivo de reconocimiento y de memoria (cabe recordar que, para el propio Freud, el duelo es un trabajo). Así, la obra de Uribe está concernida de forma eminente por la memoria de todos y cada uno de los individuos desaparecidos y asesinados en México como consecuencia de la guerra contra el narcotráfico. Ahora bien, ¿qué significa recordar a los muertos y a los desaparecidos en este contexto? La memoria —“Mantener la memoria de quienes han muerto” (Uribe, 2012: 11)— se articula en Antígona González a través de una preocupación capital por los nombres, cuyo trabajo de recopilación —“Instrucciones para contar muertos” (2012: 9)— es la primera de las tres partes que conforman el texto. Se produce aquí una tensión, análoga a la de lo literario y lo artístico en general, entre la particularidad inalienable del nombre que identifica un cuerpo y un propósito de vida frustrado y la universalidad del proyecto de “Contarlos a todos” (2012: 11). Y esta inscripción se produce a través de una forma particular de escritura que es capaz de preservar dicha tensión en la indecibilidad misma entre una interpretación literal y una simbólica o figurada.
Consideremos dos ejemplos. El primero se da en la ya citada línea que dice “Contarlos a todos” (11). En sentido literal, se trata de contribuir a una lista que lleva la cuenta de los asesinatos violentos en México. Pero en sentido figurado puede refererirse al propio acto de narrarlos, interpretación que parece plausible dado el mencionado alto grado de autoconciencia y reflexividad que se aprecia en el texto. Es en esta tensión que la idea de una memoria universal entra en conflicto con la particularidad del cuerpo buscado por Antígona, en una tensión productiva que recorrerá toda la pieza.9 El segundo se da de forma seguida:
Nombrarlos a todos para decir: este cuerpo podría
ser el mío.
El cuerpo de uno de los míos.
Para no olvidar que todos los cuerpos sin nombre
son nuestros cuerpos perdidos.
Me llamo Antígona González y busco entre los
muertos el cadáver de mi hermano (2012: 11).
De forma evidente se hace que entre el contar y el nombrar se establezca una relación sinonímica que refuerza la interpretación no literal, pero además se ofrece una nueva ambigüedad que se irá desarrollando en la propia confusión del cuerpo de los familiares. “Este cuerpo podría ser el mío” es una fórmula sutilísima de expresar mediante una deixis una gran cantidad de información: la primera, la dificultad de identificar a los cuerpos por los efectos de la violencia sobre ellos; la segunda, en tensión con la primera, que el cuerpo que se tiene delante pudiera ser el buscado; la tercera, que el cuerpo que yace delante de quien enuncia la deixis promueve en él una relación de sustitución: “este cuerpo sin vida podría ser el mío, dada la omnipresencia de la violencia”. Así, la identificación del cuerpo es también una identificación imaginaria entre el superviviente que se sabe vulnerable y el cadáver yacente. “Este cuerpo podría ser el mío”, pero ¿cuál este? ¿el cuerpo que cuento o el cuerpo con el que cuento? ¿cuál mío? ¿el que busco o el mío propio, que podría estar siendo buscado? La fuerza expresiva de esta ambigüedad se expresa en la última sección:
La absurda, la extenuante, la impostergable labor de desenterrar un cuerpo para volver a enterrarlo. Para confirmar en voz alta lo tan temido, lo tan deseado: sí, señor agente, sí, señor forense, sí, señor policía, este cuerpo es mío (2012: 73).
Tras la primera declaración irrumpe una segunda voz, la de quien pidió a Uribe que escribiese la obra, que hace que la realidad extraestética entre en el texto y socave la posibilidad de una interpretación excesivamente simbólica o universalista: “Soy Sandra Muñoz, vivo en Tampico, Tamaulipas y quiero saber dónde están los cuerpos que faltan. Que pare ya el extravío” (2012: 12). Los cuerpos que faltan son los cuerpos perdidos, y la búsqueda de la hermana, que se tensa con la universalidad del mito griego, es una búsqueda que pretende enfrentar la conversión de la pérdida en ausencia y, con ello, en un olvido imposible de deshacer.10 A eso se refiere el descanso: “Quiero el descanso de los que buscan y el de los que no han sido encontrados” (2012: 12), es el descanso de la posibilidad de clausura del duelo al poder negar el vacío —“Donde antes tú ahora el vacío” (2012: 17)—, la indeterminación que se abre y cuya clausura es el objetivo de la búsqueda: “Rezo para que tu cuerpo ausente no quede impune. Para que no quede anónimo. Rezo para tener un sitio a dónde ir a llorar” (2012: 26) o bien en este otro pasaje: “Así que me voy con el estómago vacío al trabajo y mientras conduzco pienso en todos los huecos, en todas las ausencias que nadie nota y están ahí” (2012: 50).
Para poder llenar ese vacío, Antígona debe enfrentar y ser capaz de transgredir un silencio, el de las Ismenes que vienen cifradas en la actitud del hermano mayor de Antígona y Tadeo y en la mujer de este último (Uribe, 2012: 20).11 Ese silencio, impuesto por un indeterminado “ellos” que serían los que habrían desaparecido a Tadeo (2012: 17) es el que el que a su vez el propio texto desafía. En el discurso de estas Ismenes aparecen dos elementos dignos de atención. Por un lado, el diagnóstico de la ausencia de ley, que es correcto, y una respuesta quietista ante esta ausencia de ley, ante esta desintegración del estado, cifrada en un principio de realidad represivo:
Son de los mismos. Nos van a matar a todos, Antígona. Son de los mismos. Aquí no hay ley. Son de los mismos. Aquí no hay país. Son de los mismos. No hagas nada. Son de los mismos. Piensa en tus sobrinos. Son de los mismos. Quédate quieta, Antígona. Son de los mismos. Quédate quieta. No grites. No pienses. No busques. Son de los mismos. Quédate quieta, Antígona. No persigas lo imposible (2012: 21).
La consideración de la ausencia de ley es determinante para comprender de qué modo este texto aporta una perspectiva insólita en las reescrituras de la Antígona sofoclea. No solo las interpretaciones clásicas han operado en un esquema de comprensión del conflicto entre el parentesco y el estado o entre las leyes divina y humana, sino que los textos literarios suscritos a esta tradición interpretativa nunca habían prescindido de la figura, hasta ahora elemental, de Creonte.12 La figura de Creonte, que aparece mencionada en una ocasión, se disuelve y confunde, por un lado, con las Ismenes que callan y con el “ellos” indeterminado de los perpetradores:
Ellos dicen que sin cuerpo no hay delito. Yo les digo que sin cuerpo no hay remanso, no hay paz posible para este corazón. (2012: 22)
Supe que Tamaulipas era Tebas
y Creonte este silencio amordazándolo todo (2012: 63)
Se produce entonces ese triple silencio (el de quienes ni siquiera llaman para pedir un rescate, el de quienes piden a Antígona que no grite, y el del Estado) que se anuda en la indeterminación de un “ellos” frente al que esta Antígona postclásica se erige en la persistencia de su búsqueda. En un segundo sentido puede considerarse que Antígona González problematiza la tradición en la que quiere insertarse. En una de las notas de aparecidos incorporadas se describe cómo “Los cuerpos estaban siendo devorados por la fauna silvestre que habita en la región” (2012: 55). De este modo el texto indica el propio papel precario que juegan todas las Antígonas que quisieron y quieren proteger los cadáveres de “fieras y perros”, señalándose la ausencia de la figura de Antígona, pues frente al cadáver singularizado de Polinices en Sófocles, la realidad de la violencia en México es la realidad de la despersonalización y de la efectiva imposibilidad de llevar a cabo la defensa de los cuerpos: “son más los ausentes denunciados que los cuerpos aparecidos” (2012: 64).
En contra de lo anterior, la forma de la rememoración se produce, como veíamos, a través de una doble estrategia: la progresiva particularización de la historia de Tadeo en la sección segunda “¿Es esto lo que queda de los nuestros?”, y la aparición de casos concretos sucedidos en México a través de la reproducción de notas de prensa y del blog Menos días aquí, que también se produce de manera creciente y acumulativa, lo que parecería querer cumplir con la imposible efectuación de una memoria universal de todos los casos particulares, de nuevo, con la idea de “nombrarlos a todos” (2012: 11). Frente a este esfuerzo de la búsqueda, y en ausencia de Creonte, lo que se encuentra frente a Antígona es más bien un olvido programado y deliberadamente producido por los asesinos y los silencios de la administración y del miedo. Así, lo que se encuentra entre Antígona González y el cuerpo de su hermano es el tiempo mismo que inexorablemente convertirá su pérdida en una ausencia sin resto: “Por eso te pienso todos los días, porque a veces creo que si te olvido, un solo día bastará para que te desvanezcas” (2012: 37). Se trata de un tiempo repetitivo y acumulativo el que ha de enfrentarse como un sucederse de la rutina, del tiempo natural que no entiende de la excepcionalidad que la desaparición crea en la vida de los familiares:
Los días se van amontonando, Tadeo, y hay que comprar el gas, pagar las cuentas y seguir yendo al trabajo. Porque desde luego que a una se le desaparezca un hermano no es motivo de incapacidad. A una le dicen en la sala de maestros cuánto lo siento, ojalá que todo se resuelva, me apena mucho tu caso. Una es comidilla de uno, o dos, o tres días, tal vez hasta una semana. Pero luego ese chisme se vuelve viejo. La vida nunca detiene su curso por catástrofes personales. A la vida no le importa si tu daño es colateral o no. La rutina continúa y tú tienes que seguir con ella. Como en el metro, cuando la gente te empuja y la corriente te arrastra hacia adentro o hacia afuera de los vagones. Cosa de segundos. Cosa de inercias. Así voy flotando yo, Tadeo (2012: 48).
Aquí todos somos invisibles. No tenemos rostro. No tenemos nombre. Aquí nuestro presente parece suspendido (2012: 61).
Por otro lado, la mencionada tensión que se establece entre cada caso particular de cada víctima de la violencia y el propio hecho de que la violencia existe como aquello que no solo no considera, sino que erradica e iguala las diferencias y por lo tanto consiste principalmente en la destrucción de la particularidad, es uno de los elementos que de forma más insistente recorre el texto de Uribe:
Vine a San Fernando a buscar a mi hermano.
Vine a San Fernando a buscar a mi padre.
Vine a San Fernando a buscar a mi marido.
Vine a San Fernando a buscar a mi hijo.
Vine con los demás por los cuerpos de los nuestros (2012: 62).
Esta estructura iterativa se refiere a la particularidad que en su propia reiteración apunta a la producción masiva de muerte y desaparición como una cadena de posiciones sustituibles. Sin embargo, en el gesto que inscribe dicha disolución se funda la posibilidad de una comunidad de los y las que buscan “los cuerpos de los nuestros”. O, por mejor decirlo, aquí se opera una descentralización del rol de Antígona como “hermana absoluta” a través de su identificación con otras posiciones y con el significante general del desesperado por la ausencia. Esto se encuentra en contra de las lecturas que reivindican una actitud particularista en Antígona, basadas en el fragmento en el que habla de la insustituibilidad de Polinices en Sófocles (vv. 891 y ss.). En el caso de Antígona González, por el contrario, es la sustituibilidad de los cuerpos la que refiere la omnipresencia de la violencia, del mismo modo que más adelante será la fungibilidad de las posiciones relativas a un mismo cadáver: “¿QUIÉN ERA EL PADRE O HIJA, O HERMANO O TÍO O HERMANA O MADRE O HIJO DEL CADÁVER ABANDONADO?” (2012: 81).
Pero esta tensión no se resuelve ahí, sino que es correlativa a la que se da entre las interpretaciones literal y simbólica que más arriba tratábamos y a su vez a la que se establece entre la propia realidad material de la violencia y el esquema universalista que Uribe plantea al ubicar su texto en la más amplia red de reescrituras de Antígona. Esta tensión se sintetiza en una de las citas que Uribe introduce y que, al estetizarse desde un artículo académico adquiere la dimensión de una constelación imaginativa en la que se produce la memoria al relacionar la universalidad de la violencia (el mito, Polinices) con la realidad extraestética: “[El cuerpo de Polínices pudriéndose a las puertas de Tebas y los cadáveres de los migrantes]” (2012: 65).
Las dos partes en las que se ha dividido este artículo responden a lo que consideramos las dos fases del complejo proyecto de composición de Antígona González; un viaje que parte de las herramientas de desapropiación hacia la constitución de un sistema textual de autoría colectiva que se ubica en la tensión productiva entre particularidad y universalidad que hace de esta obra un ejemplo de traducción cultural en el sentido propuesto por Butler. Merece la pena señalar que el movimiento central del texto de Uribe arrastra hacia la idea —expresada de manera teórica o filosófica por Rivera Garza y Judith Butler— de la necesidad de abrir un espacio público de duelo en el que seamos cuestionados en relación a la reconsideración de qué vidas merecen ser vividas y de qué vidas merecen ser lloradas. Si es cierto, como quiere Butler, que el duelo abierto está tan “estrechamente relacionado con la indignación” (2010: 65), queda abierta todavía la pregunta por la posibilidad de un duelo colectivo. Si debe ser colectivo, Butler se pregunta “cómo podríamos repensar el ‘nosotros’ en términos globales para hacer frente a una política de imposición” (2010: 63). A lo largo de Antígona González y a través de estructuras iterativas que tratan impotentemente de lograr una memoria universal de todas las víctimas —una impotencia que es sin embargo imprescindible y que no logra que Antígona ceje en su empeño y abandone la búsqueda— Uribe ofrece una posible respuesta a esa pregunta al producir un texto polifónico y desapropiado que habla desde y con las víctimas y no por ellas. Dejemos abiertas las preguntas, al igual que el trabajo del duelo por lo ausente debe ser permanente e incancelable, y terminemos con la desapropiación de la fuerte interpelación de Uribe, que puede contener en sí misma otra forma de responder a esas preguntas abiertas:
Yo también estoy desapareciendo, Tadeo.
Y todos aquí, si tu cuerpo, si los cuerpos de los
nuestros.
Todos aquí iremos desapareciendo si nadie nos bus-
ca, si nadie nos nombra.
Todos aquí iremos desapareciendo si nos quedamos
inermes sólo viéndonos entre nosotros, viendo cómo
desaparecemos uno a uno (2012: 93).
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1Una versión previa de este artículo fue presentada en el Institute for Comparative Literature and Society de la Universidad de Columbia. Queremos hacer constar nuestro agradecimiento a Marianne Hirsch y a los asistentes por sus comentarios y sugerencias. El presente trabajo es parte de los resultados de los proyectos de investigación “Sujetos-emociones-estructuras: Para un proyecto de teoría social crítica” (FFI 2016-75073-R) y “El Amor y sus reversos. Pasión, deseo y dominio en las relaciones sentimentales a través del arte contemporáneo. Investigación y creación artística” (PGC2018.093404.B.100), financiados por el Ministerio de Innovación, Ciencia y Universidades. Ambos autores cuentan con sendas ayudas para la formación de profesorado universitario financiadas por ese mismo Ministerio.
2Este término “guerra no convencional”, utilizado por la antropóloga Rita Laura Segato para definir conflictos de tipo armado que se distinguen por la informalidad absoluta de sus prácticas, se encuentran controlados por corporaciones armadas con participación de efectivos estatales y paraestatales y se desencadenan en la creciente porosidad de los estados (2016: 57).
3En el ámbito latinoamericano está más extendido que en el español el uso del calco semántico “curador/a”, del original inglés curator, para designar lo que en el español europeo suele expresarse como “comisario/a” en el contexto del mundo del arte.
4http://menosdiasaqui.blogspot.com/
5Como escribe Butler: “el reclamo de universalidad siempre tiene lugar en una sintaxis dada, a través de un cierto conjunto de convenciones culturales en un terreno reconocible” (2001b: 41).
6De forma sorprendente, como relata Uribe (2017: 49), una de las voluntarias que participó en el proyecto se llamaba Antígona González, lo cual otorgó coherencia al proyecto de recuperación de la princesa tebana en un contexto de violencia específico. La propia Uribe participó en el proyecto entre el 26 de diciembre de 2011 y el 1 de enero de 2012.
7Es el caso de obras como las de Regina José Galindo, Voluspa Jarpa, Mónica Mayer o Lorena Wolfer, entre otras. Para un estudio detallado del testimonio como estrategia narrativa en la literatura latinoamericana reciente, crf. (Acedo Alonso, 2017).
8Esta tercera sección recuerda y evoca al “En lugar de un prólogo” de la poeta rusa Anna Ajmátova, que puso delante de su Réquiem (publicado por primera vez en 1963) y en el que narra cómo una mujer se le aproximó en la fila que hacía a diario en las cárceles de Leningrado para llevar comida a su hijo, prisionero en ellas. Esta imagen recurrente emparenta así Antígona González con otros textos centrales en lo que podría considerarse una literatura del duelo. Para un tratamiento de estas cuestiones y de Ajmátova en concreto, véase (Thiebaut, 2014).
9En la idea de una memoria universal resuena la tercera de las tesis “Sobre el concepto de historia” de Walter Benjamin: “para la historia nada de lo que una vez aconteció ha de darse por perdido” (Benjamin, 2008: 306).
10Cfr. (Alirangues, 2018).
11Merece la pena recordar que en la interpretación de Hegel, Ismene es considerada la representante de la gente corriente, del sentido común. Para una consideración detallada de la tradición interpretativa y de reescrituras en Europa no puede eludirse el ya clásico libro de George Steiner Antigones (1987). Para esta consideración en concreto del rol de Ismene en la interpretación de Hegel véase (Steiner, 2013: 65).
12En este sentido, como mencionábamos, se trata de una forma de traducción cultural del mito. De acuerdo con la propuesta de Butler: “La traducción puede tener su posibilidad contracolonialista, puesto que también expone los límites de lo que el lenguaje dominante puede manejar. No siempre ocurre que el término dominante al ser traducido al lenguaje (giros idiomáticos, normas discursivas e institucionales) de una cultura subordinada siga siendo el mismo. En realidad, la figura misma del término dominante puede alterarse al ser imitado y redesplegado en ese contexto de subordinación” (Butler, 2001b: 44). Lo que en un contexto como el mexicano supone la ausencia de Creonte es así al mismo tiempo la evidencia de que en ningún otro contexto se habría debido enfrentar la ausencia de autoridad estatal como el fenómeno elemental del conflicto.