Mira, ¿ves mis manos?” Militancia y trabajo de las mujeres exiliadas1

“Look, Do You See my Hands?” Political Activism and Work of Women in Exile

Rocío NEGRETE PEÑA

Universidad Nacional de Educación a Distancia, España

rocionegretepena[at]gmail.com

Impossibilia. Revista Internacional de Estudios Literarios. ISSN 2174-2464. No. 20 (noviembre 2020). Monográfico. Páginas 54-77. Artículo recibido 29 junio 2020, aceptado 18 noviembre 2020, publicado 30 noviembre 2020

Resumen: La guerra civil española significó unos importantes fractura y aprendizaje políticos para las mujeres republicanas y antifascistas. Tras su derrota, junto a la represión de todo tipo, el exilio fue la principal consecuencia. En este panorama, las mujeres desplegaron su militancia y diversas estrategias en su capacitación como sujetos activos. A través de diversos tipos de fuentes testimoniales, nos interrogaremos sobre la construcción de su identidad como mujeres trabajadoras y militantes. Con este fin, analizaremos, por un lado, las teorizaciones y visiones de las culturas políticas republicanas y antifascistas sobre las mujeres trabajadoras y su participación política. Por otro, las distintas aplicaciones prácticas de estos discursos en momentos de urgencia social y actividad política acelerada como la guerra y el exilio.

Palabras clave: mujeres, trabajo, militancia, testimonios, exilio

Summary: The Spanish civil war represented an important political break and learning process for Republican and anti-fascist women. After their defeat, along all kinds of repressions, exile was the main consequence. In this context, women mobilized their political and militant capacities, but also diverse strategies in their training as active subjects. Through various types of testimonial sources, we will question the construction of an identity as working and militant women. To this aim, we will analyse, on the one hand, the theorisations and visions of republican and anti-fascist political cultures on working women and their political participation. On the other hand, the different practical applications of these discourses in moments of social urgency and accelerated political activity such as war and exile.

Keywords: women, work, political activism, testimonies, exile

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Los grandes cambios sociales y políticos de la década de 1930 convulsionaron las vidas de las mujeres trabajadoras españolas, lo que las llevó a la participación directa. Desde las católicas hasta las revolucionarias, pasando por las izquierdistas republicanas, la militancia femenina alcanzó su apogeo en estos años, al mismo tiempo que la cuestión de la mujer trabajadora por fin aparecía, aunque solo fuera por su mención, en los diversos programas políticos (Blasco Herranz, 2008; Mira Abad, 2011; Nash, 2008; Rodríguez López, 2008).

La acción política de las mujeres estaba enmarcada en los espacios consignados por la división sexual del trabajo y condicionada por su exclusión de la mayoría de las estructuras de protesta política y ciudadanía. Al mismo tiempo, estas estructuras, partidos políticos y sindicatos, no habían sido capaces de dirigirse directamente a las mujeres trabajadoras y a sus necesidades (Graham, 2003). El trabajo femenino había formado siempre parte de la cultura económica de las clases trabajadoras, pero el ideal de la domesticidad imponía que fuera percibido por las organizaciones obreras como competencia por tratarse de mano de obra barata y sumisa, así como que el modelo de masculinidad de la moral burguesa lo consideraba como una derrota del “hombre ganapán”.

En efecto, la identidad de género como construcción social y sus relaciones con las experiencias de clase y la identificación política, estuvieron en continuo desarrollo teórico y práctico en estos años. Como apunta Kathleen Canning (1995) —y afina Mary Nash (1999) para el caso español—, la integración de una conciencia colectiva de género (Kaplan, 1990) en las identidades de clase, transformó a estas últimas. A la vez, al analizar el proceso de gestación de las clases sociales, sale a la superficie cómo la diferencia sexual juega un importante papel dentro de ellas. En consecuencia, a menudo se observan puntos de fricción entre la conciencia de género y la conciencia de clase, cuyos intereses no siempre confluyen (Ramos Palomo, 2000). Muestra de esto es la proliferación de estructuras políticas femeninas y obreras que defendieron cuestiones tales como la educación de las mujeres y la lucha contra el analfabetismo, las mejoras en las condiciones laborales, las igualdades legal y salarial, la representación política y sindical, el divorcio o el aborto, al mismo tiempo que debatían sobre el modelo de “la mujer nueva”, aunque muchas veces, de forma ambivalente.

La derrota de la República en la guerra civil y la emigración política que le siguió afectó también a las mujeres, en especial, a través los debates y avances en torno a su trabajo y a su participación política. Como valora Alejandra Soler, “la de las mujeres era otra guerra. Toda una serie de reivindicaciones que se nos debía. Porque las mujeres no eran siervas, eran personas con derechos, y no habían conocido más que deberes” (Soler, apud Aguado, 2011).

A la comunidad exiliada en Francia le tocó vivir la experiencia de los campos y refugios, la de la Segunda Guerra Mundial, en ocasiones la migración a un país más o el retorno a España así como la renegociación y reconstrucción de sus vidas en la nación de acogida. En este ámbito, las mujeres exiliadas echaron mano de estrategias laborales y políticas de adaptación, pero también de resistencias, aunque su agencia y protagonismo muchas veces quedó oculto en las fuentes y, en consecuencia, en el registro de la historia. Como advertía Nash,

Escribir la historia de las mujeres ha significado emprender no solo una labor de rescate, de por sí misma importante, sino también la apertura de un proceso de reflexión que ha llevado a repensar muchas de las pautas interpretativas tradicionales en torno al protagonismo histórico femenino (2006: 28).

Es en este sentido que, mediante la combinación de diversos tipos de fuentes escritas u orales que las mujeres exiliadas en el país galo toman la palabra y ponen en evidencia sus experiencias laborales y políticas. En este sentido, el título de este artículo procede del testimonio de la resistente Antonia Frexedes, quien calificaba de esa manera su combate y las consecuencias de ser republicana española: “Mira, ¿ves mis manos? Mis uñas se desprenden. No puedo casi andar. Esto es lo que resta de una mujer que sufrió por ser republicana española” (Frexedes, apud Català, 1984: 130).

Como opción metodológica, en este estudio se privilegiarán testimonios orales y escritos breves de mujeres, recogidos generalmente por una tercera persona (que realiza la entrevista o recopila los testimonios), y menos elaborados en su concepción que una obra autobiográfica o ficcionalizada. Se pretende evitar los discursos carentes de referencias personales y cotidianas en pos del interés mayor de “recordar la tragedia del pueblo español” y que la voluntad de memoria privilegie estos pasajes referentes a la vida cotidiana y a la participación política y laboral (cfr. Tavera, 2005; Moreno Seco, Mira Abad, 2009; Aguado, 2011). Así, el corpus sobre el que se sustenta este estudio está compuesto por testimonios de mujeres con un alto grado de politización, militantes anarquistas, comunistas o socialistas y resistentes activas y “militantes de la memoria” que, en su mayoría, no han ocupado puestos dirigentes. A la par, se combinarán estos testimonios con fuentes primarias como la prensa de los órganos políticos femeninos con el fin de interrogar las relaciones entre la militancia y el trabajo de las mujeres republicanas en la guerra y el exilio. Así como para conocer el tratamiento que las políticas republicanas y revolucionarias dieron a la cuestión femenina y a la construcción de la identidad de la mujer trabajadora antifascista.

I. Las mujeres y el “frente de trabajo”. Culturas políticas femeninas en la guerra y el exilio

El exilio de cerca de medio millón de personas no puede ser entendido sin la experiencia de la guerra de 1936, ni como detonante de este proceso migratorio, ni como aprendizaje político acelerado. El ciclo de guerra total de la primera mitad del siglo xx acarreó la necesidad de repensar los roles sociales de hombres y mujeres, como consecuencia del proceso emancipador que la propia conflagración impulsaba, pero también por la acentuación de las representaciones y comportamientos de género. La contienda civil significó para las mujeres republicanas, en este sentido, una escuela de lucha y resistencia, al mismo tiempo que una construcción identitaria consciente y activa indispensable para sus intereses políticos, de clase y feministas.

En este sentido, las organizaciones políticas y sindicales republicanas llevaban a cabo una labor de movilización femenina con el objetivo de que, como se apuntaba en el Congreso de la Confederación Regional del Trabajo de Cataluña en 1918, “la mujer se interese por sus luchas y defienda directamente su emancipación económica” (Iturbe, 1974: 90). Esta afirmación, que podría ser matizada según la tendencia política, hacía hincapié en dos objetivos que fueron centrales, sobre todo, durante la guerra: la militancia política y la participación de la mujer como fuerza de trabajo.

Como apunta Joan W. Scott, el activismo femenino no debe analizarse de forma lineal sino, al contrario, como una historia de la “discontinuidad”. De este modo, la identidad femenina “no era tanto un hecho histórico evidente por sí mismo, como la evidencia —de momentos particulares y discretos en el tiempo— del esfuerzo de algunas o de algún grupo por identificar y con ello movilizar a una colectividad” (2006: 114-115), como fueron sin duda las políticas de movilización femenina practicadas por parte de las diferentes estructuras de mujeres que operaron en la guerra y en el exilio. Estas políticas de identidad colectiva tenían como objetivo la elaboración de respuestas en común, pero también la construcción de modelos de “feminidad” o “masculinidad” integradores de aspiraciones sociales, laborales o ideológicas de cada signo político. Sin embargo, en este proceso, el modelo de mujer republicana y sus posibilidades militantes y laborales chocaba con lo perenne de la concepción de la mujer formulada, no desde una identificación con el trabajo (doméstico o remunerado), sino desde sus prestaciones como madre y esposa (Nash, 2008). Esta concepción dificultaba gravemente la construcción de una identidad femenina que incorporara el perfil de trabajadora y profesional.

Dentro de las organizaciones frentepopulistas, la participación de mujeres alcanzó su máximo en los años de la Segunda República y la guerra civil. A pesar de la tradicional inclusión de mujeres obreras en los programas del Partido Socialista (PSOE) y de la Unión General de Trabajadores (UGT), así como de la temprana creación de las Agrupaciones Femeninas Socialistas, los diferentes enfoques dentro del partido (por ejemplo, el desacuerdo ante la aprobación del voto femenino) y del sindicato, no se prestó atención al papel de las mujeres trabajadoras, en comparación con otros temas políticos. Eso sí, las mujeres socialistas y ugetistas más activas en la consecución de sus derechos teorizaron y se movilizaron por la igualdad salarial y la independencia económica.

En el caso del anarquismo, observamos un temprano interés teórico que, desde posturas variadas y heterogéneas, apuntalaba la subordinación femenina. La organización feminista anarcosindicalista Mujeres Libres, nacida en 1936, estuvo segregada de otras organizaciones anarquistas “mixtas”. Sus propias fundadoras, como Lucía Sánchez Saornil, lamentaban en Solidaridad Obrera (en octubre de 1935) que, a pesar de la creciente participación femenina en la lucha, muchos compañeros no habían modificado su “concepto de la mujer”, viéndola solo como una “aportación estratégica” (Andrés Granel, 2007: 168). Otra histórica militante, Sara Berenguer, al principio no apoyaba esta separación: “No estaba de acuerdo con que se formara un grupo de mujeres. Creía que la lucha afectaba tanto a las mujeres como a los hombres. Todos luchamos por una sociedad mejor, ¿para qué una organización aparte?” (Berenguer apud Ackelsberg, 2018: 99). No obstante, un día, ante la presentación de la organización en la sede de las Juventudes Libertarias, “los muchachos empezaron a hacer preguntas y a decir que no tenía sentido que las mujeres se organizasen por separado, pues de todos modos no harían nada. El tono de sus comentarios me molestó incluso más y salí en defensa de Mujeres Libres…” (2018: 99).

Para Mujeres Libres la capacitación y la concienciación eran centrales como proceso colectivo. Su autonomía con respecto al resto de organismos anarquistas les permitió continuar su trabajo hasta el punto de convertirse, con sus veinte mil militantes en 1938, en referente de la política femenina entre sus contemporáneos así como figurar en la memoria de la guerra y la revolución españolas.

Junto a Mujeres Libres, la principal organización de actuación política y sociabilidad femenina fue la Agrupación de Mujeres Antifascistas (AMA). Impulsada desde 1933, era políticamente heterogénea (es destacable el peso numérico de las ugetistas) —aunque de abierta hegemonía comunista—. En armonía con la táctica comunista del Frente Popular, aspiraba a un doble llamamiento a las mujeres: por un lado, por su emancipación y liberación y, por otro, por la defensa de los suyos, de su patria y de la paz. Su puesta en escena estuvo condicionada por el decreto sobre la Reorganización de las Milicias “Hombres al frente mujeres el trabajo”, lema que tanto Mujeres Libres como Mujeres2 apoyaban desde el otoño de 1936 (Cenarro Lagunas, 2010) y gracias al que se intensificó la participación de las mujeres en la producción. Siguiendo esta medida, se multiplicaron los llamamientos para la preparación profesional de las mujeres a fin de que se alistaran en el “frente del trabajo”.

Es paradójico que el papel de las mujeres en la guerra sea considerado como un retroceso con respecto al discurso empoderado de las organizaciones políticas femeninas, por verlo circunscrito a las actividades de género que se les asignaba según la división sexual del trabajo. Así, se emitieron críticas de Mujeres Libres a la AMA por contemplar una organización del trabajo femenino “donde el elemento mujer, sin relieve apenas, se mantenía en los discretos límites de una acción secundaria, como un modesto apéndice de los partidos políticos, sin ánimo decidido de traspasar las fronteras de las tradicionales actividades femeninas” (Mujeres Libres tiene una personalidad, 1937: 2). Podemos referirnos a un proceso de “politización de sus funciones tradicionales” en un ambiente de falta de confianza hacia las organizaciones femeninas o, incluso, de hostilidad (Nash, 2006: 104, 119). No obstante, es importante resaltar cómo los logros de las mujeres en la retaguardia garantizaron la supervivencia de la población civil y el mantenimiento de la economía, lo cual supondría un importante aprendizaje en su etapa del exilio.

Los testimonios de las trabajadoras y militantes inciden en la relevancia de su labor y en sus múltiples facetas, tanto dentro del espacio privado como del público. El protagonismo de las mujeres en las diferentes estructuras políticas y sociales, como recuerda Júlia Serra, militante del POUM, es evidente: “tuvimos que actuar durante la Guerra Civil, las mujeres, sin parar, no las mujeres del POUM sino ¡todas las mujeres!” (Serra, apud Coignard, 2011). La anarquista Concha Pérez Collado confesaba, por su parte, la “doble militancia”: “Hacíamos exactamente lo mismo que hacían los hombres […] En cualquier caso, como éramos mujeres, siempre teníamos un trabajo extra, como limpiar o cocinar o algo más… Pero hacíamos guardia al igual que los hombres” (Pérez Collado, apud Strobl, 1996: 356).

Con el fin de las guerras en España y en Europa, se readaptó el antifascismo y el papel de las mujeres en él. La Unión de Mujeres Antifascistas, que operó entre 1945 y 1950, fue la primera organización femenina portavoz en el exilio de los derechos de las mujeres, en su naturaleza de madres, trabajadoras y ciudadanas (Yusta Rodrigo, 2009). El trabajo y la politización femenina pasaron a ser evocados bajo la forma de un “espíritu de abnegación por servir a los que necesitan de nuestra ayuda” (Nuestro taller de costura, 1946: 1), representando así un estilo de militancia volcada hacia España, desestimando su propia realidad y necesidades en el exilio. El objetivo de la reivindicación de sus derechos no se reducía a la militancia de Mujeres Antifascistas o el resto de mujeres trabajadoras en el exilio, sino que incluía a todas “las mujeres trabajadoras españolas”, que, en palabras de la ugetista Petra Granda, “defienden con tenacidad sus derechos al trabajo, luchan contra la explotación falangista, contra su legislación esclavista, luchan por el aumento de salarios y por la concesión de pluses de vida cara para la mujer” (Las sesiones de nuestro consejo nacional ampliado: la mujer en la vida sindical, 1947: 5). A la reivindicación de la figura de la mujer trabajadora, solo se unió la de represaliada, que dejaba de lado las atribuciones como compañera (del trabajador o del represaliado) y unificaba la defensa de sus derechos laborales con la lucha contra la dictadura. Desde México, la antigua dirigente de AMA, Encarnación Fuyola, criticó la situación de la mujer trabajadora bajo el régimen franquista:

Es una vieja cantinela reaccionaria. Hay que proteger a la mujer, preservarla de ciertos oficios... y de paso limitar su desarrollo, impedir su independencia económica, mantenerla así bajo la influencia de las capas reaccionarias […]
Es un conocido principio del franquismo que la mujer debe dedicarse preferentemente y casi únicamente al hogar. Claro es que también es una conocida costumbre del fascismo la destrucción del hogar, por lo menos de los hogares de los trabajadores (Fuyola, 1940: 3).

Además, dentro de la cultura política que inspiraba Mujeres Antifascistas, asistimos a una reelaboración de la maternidad desde el antifascismo femenino como modelo social de combatividad (Yusta Rodrigo, 2011: 272). No deben, sin embargo, confundirse los elementos defendidos en la concepción de la maternidad social y sus representaciones con el tradicional discurso de la domesticidad, a pesar de sus puntos en común. Si este último discurso reproducía la idea de una actuación social diferenciada por el sexo, la lógica de Mujeres Antifascistas no implicaba la exclusión o marginalización de la actividad política de las mujeres, a la cual no restaba importancia, sino su planificación en los espacios y las tareas consideradas más aptas de acuerdo a sus capacidades maternales y asistenciales. En efecto, la lógica de la “capacitación” de los años de la guerra había dejado paso a una consolidación de los roles de género y a una especialización de la militancia femenina enfocada en la defensa de la paz y la denuncia de las injusticias.

Fue diferente la dinámica del Secretariado Femenino socialista gestado desde 1962 por las nuevas generaciones militantes en la Comisión de Propaganda y Formación, como herencia del Secretariado Femenino anunciado en el Congreso del PSOE de 1937 (Aroca Mohedano, 2008). Una de sus impulsoras y principales militantes, Carmen García Bloise, marcó el objetivo de atraer a las jóvenes despolitizadas “con feminidad, hablándoles de mujer a mujer como madres, esposas y novias” (Díaz Silva, 2016: 137). Pero en el seno de ese Secretariado Femenino se dio el debate sobre el tipo de tareas que debían privilegiar sus militantes. Esta nueva generación socialista apostaba por desvincularse de las labores de solidaridad que habían protagonizado casi todas las organizaciones femeninas en el exilio (Domínguez Prats, 2009).

Por su parte, las mujeres anarquistas no recuperaron su estructura autónoma hasta 1965, y, aunque el escenario era diferente, todavía existían paralelismos con la experiencia anterior. Desde Inglaterra, y después en Francia, Mujeres Libres en el exilio apostó por continuar “la lucha por la emancipación de la mujer, con el convencimiento de que mientras esta no se emancipe, la emancipación social no será realizable” (Rememorando … 1936-1964, 1964: 2). Asimismo, en el mantenimiento de la memoria militante de las mujeres destaca la intensidad y duración del impacto que supuso la participación en Mujeres Libres (Ackelsberg, 2018). Se trataba de una experiencia que había modificado en profundidad su vida cotidiana, de una transformación personal íntegra y de un aprendizaje basado en la capacitación y en la concienciación.

No obstante, la vida cotidiana de las mujeres en el exilio no se vio correspondida en los discursos políticos de las organizaciones femeninas como se verá en el apartado siguiente. Tanto el trabajo y su dimensión pública como su actividad militante en la Resistencia y en la transmisión de la memoria antifascista encontraron importantes escollos propios de la vida en el exilio, pero también una cierta incomprensión por parte de estas culturas políticas republicanas y antifascistas. En este sentido, en 1946 la Unión de Mujeres Españolas describía en su Boletín Interior su punto de vista sobre qué es hacer política y cuáles eran sus prioridades:

¿es hacer política querer que la mujer se emancipe? ¿es hacer política trabajar para que el porvenir de nuestros hijos sea próspero y feliz? ¿es hacer política ayudar a derrotar el fascismo que ha sumido a España en la miseria y la ruina? (Yusta Rodrigo, 2009: 117).

II. Trabajo, dimensión pública, resistencias y memorias militantes de mujeres exiliadas en Francia

Tanto los documentos emitidos por las autoridades francesas como las fuentes testimoniales dan pistas acerca de la relación indisoluble que había entre la participación en el “frente de trabajo” en la guerra y el exilio para las mujeres más militantes. Muchas de ellas cruzaron la frontera como maestras acompañando colonias infantiles, como enfermeras y en organismos de asistencia y ayuda humanitaria. Es el caso de Júlia Serra, que durante la guerra estuvo a cargo de un grupo de niños refugiados tras la caída de Málaga: “¿Qué hicimos nosotras, las maestras, las mujeres de la escuela? Habían movilizado a los hombres […] Esa era nuestra obligación primera. Lo demás vendrá después” (Serra, apud Coignard, 2011).

Una vez llegadas a Francia, mujeres, niños, enfermos y ancianos fueron separados de los hombres en edad militar. El primer grupo fue diseminado a lo largo y ancho del país en refugios y en algunos campos de concentración, mientras que el de los varones fue dirigido en su totalidad a dichos campos, siempre en barracas separadas. Estos espacios de aprisionamiento fueron los primeros que vieron aflorar la actividad de las mujeres al volver a ser sujetos activos y dejar atrás, poco a poco, su estatus de asistidas y su dependencia total de las autoridades francesas. Ellas pudieron también movilizar las experiencias y capacitaciones militantes de la guerra, junto a la construcción o fortalecimiento de redes de solidaridad a fin de volver menos malas las condiciones del internamiento (Maugendre, 2017). Sus actividades se centraron en acondicionar y mejorar la habitabilidad de los espacios, participar en la repartición de tareas, de la limpieza o la cocina. Era, en cierto modo, también una forma de evitar el exceso de tiempo libre, que hacía aún más insoportable la reclusión. Rosa Laviña recuerda cómo, en el campo de Argelès, mediante el contacto de una mujer que había conocido en la guerra y que trabajaba en la enfermería de este campo, consiguió “echar una mano” durante un año, “para distraerse, para hacer algo” (Radio Campus Toulouse, 2017).

La salida de estos campos y refugios pasó a ser el principal objetivo de las recluidas, por lo que tenían que conseguir y desempeñar un trabajo remunerado. El empleo de familias completas o de grupos fue otra modalidad extendida en los sectores con más déficit de mano de obra: la agricultura y la ganadería. Con todo, las labores ofrecidas a las mujeres para salir de los campos siguieron siendo, sobre todo, aquellas consideradas “femeninas” o de baja cualificación, como los servicios a la persona o la costura (Negrete Peña, 2018). Es el caso de la madre de María Luisa Fernández, quien, internada en Rivesaltes,

consiguió salir a trabajar. Esto, tenía unas horas y entonces iba a trabajar a alguna casa o tal para mejorar un poco la situación, pero ya estamos hablando del año 42 y el campo tampoco duró mucho porque a finales del 42, en principio, se cerraba (Fernández Lafuente, 2009).

Las mujeres españolas también fueron empleadas en la industria de guerra al realizar funciones que ya habían desempeñado en la retaguardia activa durante la guerra civil. En el caso de Carmen Rodríguez, internada en un campo en los Altos Alpes, en mayo de 1939, que tras ser reclamada por su padre, pudo salir “a condición de trabajar en una fábrica para el Ejército”:

Aquella fábrica era un verdadero infierno. No había día que no se alborotasen las naves con los gritos de alguna desgraciada que se había cortado los dedos o parte de la mano. Éramos cuarenta españolas y la mayoría quedaron con algún dedo de menos. Y no podíamos negarnos, porque ya salíamos del campo con la condición de trabajar allí (Rodríguez de Morcillo, apud Català, 1984: 243).

La ocupación alemana en Francia y la instauración del gobierno dirigido por el mariscal Philippe Pétain significó, por otro lado, un reforzamiento de las medidas coercitivas hacia los extranjeros y los “indeseables”, de los que las mujeres más politizadas formaban parte (Maugendre, 2017). Estas medidas limitaron sus posibilidades laborales, como en el caso de la resistente Regina Arrieta, quien “como no tenía carta de trabajo, o volvía al ‘refugio’ o aceptaba trabajar para los alemanes. De acuerdo con los camaradas, me puse a trabajar de servicio en una villa ocupada por los alemanes” (Arrieta, apud Català, 1984: 54).

Para la administración francesa, la familia era el eje vertebrador de la organización del colectivo exiliado. Su reunificación, previo contrato de trabajo del cabeza de familia, o la demostración de poder hacerse cargo del resto, impulsó importantes movimientos poblacionales, así como renegociación de los roles. Concha Pérez Collado es un ejemplo de mujer autónoma que desafió los roles familiares al oponerse tanto a la propuesta de su compañero de ir a América como a la posibilidad de volver a Barcelona. Decidió refugiarse en Marsella —en casa de Fifi, una amiga francesa que había llegado a España en 1936 con las Brigadas Internacionales—, donde trabajó un tiempo en la confección para el Ejército (Pérez Collado, apud Berenguer, 2011: 90-91).

La ocupación del país galo en junio de 1940 aceleró el proceso de participación política bajo el paraguas de la resistencia antifascista. Se retomaba la experiencia de la retaguardia no solo en el terreno laboral o militante, sino también todas las estrategias cotidianas de supervivencia del núcleo familiar, en un momento donde innumerables mujeres pasaron a ser cabezas de familia ante la ausencia de los hombres, enrolados estos en Compañías o Grupos de Trabajo, atrapados en las obras y combates por la defensa de Francia o incluso encarcelados o deportados por las autoridades alemanas. Por ejemplo, Joaquina Dorado fue detenida en una redada en Toulouse mientras cuidaba de su hija y participaba en la organización del local de la CNT en esta ciudad. Al mismo tiempo, su compañero se había evadido del Grupo de Trabajo y se encontraba en la Argelia francesa (Dorado Pita, apud Berenguer, 2011: 52).

La vida bajo la ocupación reforzó la relación entre las modalidades de resistencia civil y las estrategias de supervivencia cotidiana, menos visibles, desarrolladas por las mujeres. El trabajo de enlace en la resistencia, muy feminizado, demuestra esta contradicción, pues ante su menor control por las autoridades, las mujeres llevaron a cabo acciones, sin embargo, imprescindibles. Constanza Martínez concluye que su “trabajo de enlace era de mucha responsabilidad, pero de poco relieve; quiero decir con estos que no puedo relatar hechos de armas” (Martínez Prieto, apud Català, 1984: 205). Como ha señalado Claudia Cabrero (2007) sobre la resistencia comunista en el interior, se disciernen dos comportamientos sistemáticos hacia las mujeres de la organización: por un lado, la intensificación de su trabajo en circunstancias concretas (en sectores o espacios muy feminizados como las puertas de las cárceles, ante redadas o caídas de la cúpula y la escasez de hombres disponibles o en tareas denominadas “auxiliares”) y, por otro, la falta de reconocimiento. Podemos sumar a estos condicionantes la especificidad de la clandestinidad y la ocultación o disimulo de sus actividades. Es así como recurrir al pudor y a la esfera personal, dentro de la que se ubicaba la maternidad, ayudó a muchas mujeres en sus actividades clandestinas, al hacerse pasar por jóvenes inocentes. Al trazar la historia de la anarquista Luisa Pujadas, Sara Berenguer (2011: 101) se preguntaba cómo había logrado, cuando recibió la visita de la Gestapo, despachar a los policías y alejar sus sospechas sobre la judía que estaba en su casa al presentarla como su chica de la limpieza. Del mismo modo, muchas veces se sirvieron las mujeres de su trabajo para encubrir sus actividades y revitalizar la Resistencia:

Yo trabajaba en un hotel-restaurante, cuyo dueño era de izquierda socialista. Ese hombre hizo mucho por los que estábamos en el “refugio”; a mí misma me sacó para llevarme a trabajar a su casa. Así pues, cuando venía algún camarada indocumentado, podíamos alojarlo y alimentarlo sin ninguna dificultad. No se hacía ficha ni constaba en ninguna parte (Fuster, apud Català, 1984: 137).

La mano de obra femenina y extranjera fue movilizada con creces, aunque de nuevo vista desde la excepcionalidad coyuntural ante un momento de reestructuración en el que las trabajadoras de guerra desempeñaban tareas “no naturales” que abandonarían tan pronto como los hombres regresaran de la guerra. No en vano, Mujeres Libres había valorado esta posibilidad ya en 1938: “¿Se cree que la mujer, después de la guerra, podrá olvidar o dejar atrofiar estas energías del músculo y de la inteligencia que, para conservar su independencia y su libertad, ha descubierto? ¿Será justo que se las arrebaten?” (Grangel, 1938: 24). La actividad laboral de las mujeres no cesó, ni mucho menos en su exilio, muy al contrario, fue clave para el proceso de integración y la supervivencia económica de las familias. Al igual que durante la guerra, continuó la interpretación de roles “masculinos” de un creciente número de mujeres empoderadas por determinadas situaciones (viudas convertidas en cabezas de familia, militantes activas, trabajadoras que con su salario mantenían al resto del núcleo familiar). Francisca Merchán, que había llegado en 1948 de forma clandestina, denunciaba la mala relación que tenía entonces con su compañero y, al ser preguntada de si dependía de él económicamente, afirmaba:

─Nunca he dependido de él. Ha sido siempre lo contrario, tanto en España como aquí, durante los primeros años. Su vida de revolucionario es Paquita [es decir, ella] quien la ha pagado. Yo siempre he trabajado.
─Es decir, que enseguida encontraste…
En la confección, aquí era fantástico. Las mujeres españolas de la época, sabes, teníamos… En el momento en que decíamos que éramos españolas, había un montón de patrones que venían a buscarte [para trabajar en la costura] (Merchán, 2002).


Sin embargo, esta reformulación y reatribución de roles no fue, ni mucho menos, mayoritaria, sino que el trabajo extradoméstico de la mujer en el exilio continuó siendo un mero complemento salarial. La relación entre trabajo y militancia fue muy estrecha para las mujeres más politizadas, pero sus trayectorias contienen historias de renuncias e, incluso, el hecho de que eran las propias mujeres quienes consideraban su trabajo como complementario y su papel militante simple apoyo a la actividad política de sus compañeros. El testimonio de la hija de la socialista Carmen Díaz Alcázar pone en evidencia esta cuestión: “la costura que Carmen no tardó en iniciar con vistas a aumentar los ingresos que su marido aportaba semanalmente, fruto de su trabajo de ebanista en un taller de la ciudad”. Y continúa:

En el domicilio familiar se vivía cada uno de estos acontecimientos [los Congresos del PSOE en el exilio] con entusiasmo. En su seno eran acogidos muchos compañeros venidos de diversos lugares del mundo […] [Carmen] garantizaba su papel de apoyo a la lucha de Máximo, cuidando cada detalle para que en su casa, las actividades que seguían a las reuniones congresuales pudieran llevarse a cabo, en torno a una comida o en torno a un café (Rodríguez Díaz, 2008: 217-220).

Por último, otro elemento determinante en el devenir de las actividades resistentes fue su relación con el trabajo, es decir, la necesidad económica y la imposibilidad temporal de trabajar y militar. Los relatos de Celia Llaneza y de Jesusa Bermejo muestran estas dos caras de la misma moneda. La primera narra la historia de una compañera que “lavaba ropa para fuera, porque estaba muy bien hacer resistencia, pero la Resistencia no nos daba nada para vivir, había que trabajar para subsistir” (Llaneza, apud Català, 1984: 191). Sin embargo, Jesusa se lamenta: “Yo tuve que dejar de trabajar para ayudar más activamente a los detenidos. No teníamos nada para comer y lo poco que conseguía tenía que repartirlo entre siete bocas de criaturas y los presos” (Bermejo, apud Català, 1984: 70).

La adscripción del trabajo y de la militancia femenina al ámbito doméstico debe ser interpretada entonces como una reproducción de los esquemas de la época, aunque sin negar su potencialidad y su importancia. La división sexual del trabajo militante y doméstico fue así criticada por la ugetista Purificación Tomás desde su exilio mexicano: “las mujeres hemos tenido que levantar nuestros propios hogares. El hombre, en general, hacía una vida más bien en el exterior” (Tomás, apud García Arias, 2008: 196). El uso del domicilio particular como espacio de trabajo y de actividad política fue producto de las limitaciones de actuación en un país extranjero. El trabajo a domicilio —indispensable en la actividad económica femenina— junto con las obligaciones familiares fruto de la falta de repartición de tareas, conllevó la ubicación de la actividad política en este espacio íntimo: “la actividad política de las republicanas españolas transitaba con facilidad desde el ámbito público al privado”. En este sentido, se constata una “interdependencia entre ambas esferas de la vida social”, de ahí la recomendación de fijar la atención en la privada desde lo público (Domínguez Prats, 2009: 75).

Como se ha visto, la actividad política y militante de las mujeres en el exilio encontró grandes escollos en los primeros meses de exilio. Las dificultades para reconstruir las organizaciones políticas en los campos y refugios, junto al hecho de que el centro de la acción partidaria y sindical fuese la asistencia en la evacuación hacia América Latina, limitó las posibilidades de continuar la actividad de las mujeres exiliadas. Más tarde, a partir de la liberación de Francia en 1944, con el bagaje de dos guerras y un intenso aprendizaje político, la militancia de las mujeres encontró nuevos caminos aunque perduraba la poca visibilidad de sus acciones, la perpetuación de la división de tareas en función del sexo y el corto alcance social de su discurso. Los trabajos de solidaridad con los presos en España llenaron no solo las páginas de la prensa femenina militante, sino las vidas de muchas mujeres en el exilio. Francisca Merchán explica cómo

…mi vida a veces se resumía en la visita a hospitales, clínicas y prisiones. Es verdad. Aquí, en París, hubo un momento en que conocía todos los hospitales, todas las clínicas y todos los cementerios. Los grupos de mujeres estábamos inmersas en ello. Y enviar dinero y paquetes a la cárcel; y en España, durante el periodo que empezaron a construir Carabanchel, también era así (Merchán, 2002).

Conclusiones

La figura de la mujer trabajadora había sido un caballo de batalla para las fuerzas republicanas y revolucionarias durante la guerra civil. El exilio y la “guerra sin fin” en Francia presentaron nuevos desafíos de militancia, resistencia e inserción social y laboral para las mujeres españolas. En ambos contextos, el fantasma de la domesticidad y de la privacidad de las actividades femeninas estuvo siempre presente, lo mismo que los discursos sobre la feminidad, la división sexual del trabajo y las tareas militantes.

Las mujeres concibieron entonces modelos de participación política y laboral que combinaban los discursos de la capacitación/concienciación y de la mujer nueva con estrategias movilizadoras en los espacios asignados y acordes con las prioridades políticas de cada momento. Así, no puede obviarse que en el compromiso político de las mujeres en el exilio se reprodujeron “convencionalismos muy arraigados en la moral de la época: la madre abnegada, la doble moral sexual o la sensibilidad ‘femenina’ frente a la responsabilidad ‘masculina’” (Moreno Seco & Mira Abad, 2009: 259). El discurso político hegemónico hacia las mujeres en el exilio apelaba tanto a sus necesidades cotidianas como a la creación de una identidad política de género en clave antifranquista. La guerra y el exilio afectaron a las más profundas raíces del cuerpo social, pero a pesar de todos los cambios y transgresiones, no podemos afirmar en absoluto que hubiese una modificación del sistema patriarcal.

El protagonismo histórico de las mujeres comprometidas con la causa republicana y revolucionaria queda evidenciado por su participación activa en los acontecimientos. La militancia y el trabajo de las mujeres exiliadas traza, además, una línea de continuidad con respecto a su actividad durante la guerra, tanto en términos discursivos (como muestra la prensa de la época) como en términos de su papel real y práctico (rescatado a partir de testimonios orales). Suscribimos la reflexión de Pablo Aguirre sobre la complejidad de análisis de la realidad laboral y política de las mujeres en el exilio, así como la urgencia de, aun así, tenerlas en cuenta “porque no son ni víctimas ni resistentes autómatas, sino sujetos históricos complejos y contradictorios […], las mujeres no necesitan ser rescatadas del pasado ni aquel (su pasado), ser recuperado en términos hagiográficos o románticos” (Aguirre, 2017: 19). Las manos de estas mujeres no cesaron en su lucha y en su trabajo, y, en consecuencia, merecen, con todos sus avances y retrocesos, un lugar en las genealogías feministas, obreras y antifascistas.

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1Este artículo se ha escrito en el marco de un contrato predoctoral FPI-UNED 2019.

2Órganos de prensa de Mujeres Libres y de AMA, respectivamente.

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