Configuraciones y reconfiguraciones del monstruo popular en la literatura argentina1

Configurations and reconfigurations of the popular monster in Argentine literature

Juan Ezequiel ROGNA

Universidad Nacional de Córdoba, Argentina

jerogna[at]ffyh.unc.edu.ar

Impossibilia. Revista Internacional de Estudios Literarios. ISSN 2174-2464. No. 22 (noviembre 2021). MISCELÁNEA. Páginas 103-122. Artículo recibido 13 marzo 2021, aceptado 08 julio 2021, publicado 30 noviembre 2021

Resumen: El presente trabajo traza una breve genealogía entre diferentes textos que, desde los orígenes de la literatura argentina hasta la contemporaneidad, configuraron a los sujetos populares de manera monstruosa. De acuerdo con este objetivo, se establecen relaciones entre obras de Esteban Echeverría, Hilario Ascasubi, Eugenio Cambaceres, Roberto Arlt, Adolfo Bioy Casares, Jorge Luis Borges, Rodolfo Walsh, Osvaldo Lamborghini, Washington Cucurto y Daniel Guebel a los fines de señalar algunas de sus convergencias y divergencias. En este sentido, si bien “los monstruos han definido siempre los límites de la comunidad en las imaginaciones occidentales” (Haraway, 1991), en Argentina tales límites han fluctuado con los vaivenes históricos del país. Por este motivo, las reemergencias políticas de los sujetos populares han demandado diversas reconfiguraciones literarias de un “monstruo popular” que, aunque desde un principio represente a una bárbara otredad que amenaza a los sujetos civilizados-cultos-letrados, también puede ser víctima de su propia fuerza destructiva.

Palabras clave: literatura y política, sujetos populares, monstruo, razón populista, peronismo

Abstract: This paper traces a brief genealogy among a variety of texts that have shaped popular subjects in a monster-like way from the origins of Argentine literature to the present day. For this purpose, connections are drawn among works by Esteban Echeverría, Hilario Ascasubi, Eugenio Cambaceres, Roberto Arlt, Adolfo Bioy Casares, Jorge Luis Borges, Rodolfo Walsh, Osvaldo Lamborghini, Washington Cucurto and Daniel Guebel in order to point out some of their convergences and divergences. In this sense, while “monsters have always defined the limits of community in Western imaginations” (Haraway, 1991), in Argentina such limits have fluctuated along with the historical ups and downs of the country. For this reason, political re-emergences of popular subjects have demanded diverse literary reconfigurations of a “popular monster” which, despite representing a barbaric otherness that has threatened civilized-cultured-erudite subjects from the very beginning, can also be a victim of its own destructive force.

Keywords: literature and politics, popular subjects, monster, populist reason, Peronism

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1. Introducción. El monstruo popular en la literatura argentina: sentidos de su fuerza destructiva

En el inicio de su ensayo Literatura argentina y realidad política y en referencia a “El matadero” de Esteban Echeverría, David Viñas afirma que la literatura argentina “emerge alrededor de una metáfora mayor: la violación” (1971: 15). Esta metáfora remitiría al eterno combate entre el espíritu-civilización y la materia-barbarie, y en Argentina tales términos fueron articulados a partir de dos paradigmas culturales: el letrado-culto y el iletrado-popular. Por su parte, Donna Haraway sostenía que “los monstruos han definido siempre los límites de la comunidad en las imaginaciones occidentales” (1991). En sintonía con esta aseveración, a lo largo del siglo xix los sujetos populares fueron relacionados con la barbarie, a raíz de lo cual, las élites gobernantes regidas por el afán civilizatorio intentaron erigir el Estado por medio de su supresión física, de asimilarlos en el plano cultural y/o de negarlos de forma simbólica.2 El discurso literario cumplió entonces un papel relevante en su tarea de vedarle entidad humana a esa “bárbara” otredad configurada de modo monstruoso. Sin embargo, la conciencia letrada y su brazo militar no consiguieron imponer la voluntad de erradicarla y los sujetos populares reemergieron a la palestra pública de manera periódica, al demandar, en consecuencia, nuevas configuraciones literarias.3

Si nos remontamos al origen anotado por Viñas, observamos que Echeverría escribió “El matadero” entre 1838 y 1840. El cuento, publicado en 1871, establece algunos sólidos parámetros de representación del monstruo popular: la bárbara turba federal que cerca y maniata al joven unitario (individuo letrado, culto y civilizado) es un sujeto colectivo identificado con el espacio periférico-rural y la violencia que ejerce sobre su antagonista se da, en buena medida, como sometimiento sexual. De las siete tesis que Jeffrey Jerome Cohen creó respecto de lo monstruoso,4 rescatamos aquí la sexta: el miedo hacia el monstruo es en verdad una especie de deseo. En efecto, ese sentimiento que oscila entre la atracción y la repulsión se encuentra en los cimientos mismos de la literatura argentina. Este relato lo presenta al menos en dos dimensiones. Por un lado, en esa lengua bárbara que “penetra” en el salón literario para “fecundar” una estética propia; por otro, en la relación protagonista/antagonista que desarrolla y conjura el temor inherente a esa atracción: mientras el monstruo sea una otredad irreductible, el temor permanecerá conjurado; pero cuando ese otro se parezca a nosotros, el temor aflorará transmutado en odio. Por eso el joven unitario, quien actúa como contrapunto dialéctico para la turba federal, parece sucumbir ante los salvajes rosistas. Decimos “parece” pues resultaría así de no reparar en el hecho de que el joven unitario “reventó de rabia” (Echeverría, 1979: 88) antes de ser mancillado; y porque esa monstruosa otredad porta como rasgo distintivo su tendencia a la autodestrucción. Tal característica, atada a la irracionalidad que impele el proceder de la muchedumbre del matadero, se evidencia en el pasaje donde un niño es decapitado en un caótico rodeo. Un toro picaneado sale a tropel, un jinete intenta sofrenarlo enlazándolo a su caballo, el lazo se tensa y corta como “un golpe de hacha” la cabeza del infante, “cuyo tronco permaneció inmóvil sobre su caballo de palo, lanzando por cada arteria un largo chorro de sangre” (1979: 81). Mientras algunos personajes de a pie se horrorizan frente al patético espectáculo, los jinetes ni siquiera lo perciben y continúan tras la huella de la bestia desbocada. El niño, ubicuo símbolo del porvenir, quien además imita a los matarifes con su caballito de palo, sucumbe a manos de los suyos. Desde este rincón y como al pasar, el relato parece advertir que no importa que la barbarie se imponga, en tanto su hegemonía sea circunstancial y su autodestrucción, segura.

En “Isidora, federala y mazorquera”, poema narrativo de Hilario Ascasubi publicado en Montevideo en 1843, esa fuerza autodestructiva resulta todavía más evidente. Sus páginas subrayan la brutalidad federal no solo en los dichos y las acciones de “la Arroyera” que le da título sino también en los líderes federales aludidos (como Manuel Oribe) y en figuras políticas como Manuelita y Juan Manuel de Rosas. Éste es quien manda matar sin dilaciones a Isidora cuando la mujer se encuentra en su casa de visita, la acusa sin más de asesina y ordena su inmediato degüello. Las orejas y las “lonjas” de los enemigos se unen sin solución de continuidad con los restos de la mujer, los cuales ni siquiera merecen el estatus de trofeo y se destinan al “carro de la basura” (Ascasubi, 2019: 87). Como se observa, ante el predominio rosista, los escritores unitarios parecen congraciarse con la posibilidad de que la barbarie esté condenada a su propia destrucción. Se trata de una operación simbólica que desde el texto de Ascasubi añade otro elemento recurrente en las representaciones del monstruo popular: esa fuerza desquiciada y destructora resulta insuflada por su líder político, o si se parafrasea un conocido proverbio, el bárbaro pescado se pudre por la cabeza.

Hemos señalado líneas arriba, de la mano de Cohen, el deseo siempre solapado al temor frente a esa salvaje otredad. No obstante, el mandato de las élites demandaba que esa “seducción de la barbarie”5 fuera siempre resistida por el sujeto civilizado. Novelas como Inocentes o culpables, de Antonio Argerich (1884) y En la sangre, de Eugenio Cambaceres (1887), entre otras, imparten una especie de pedagogía para los artífices del nuevo Estado-nación. En sus tramas, el entrecruzamiento carnal que simboliza la mancomunidad de diferentes legados no puede derivar en una síntesis superadora sino, por el contrario, en la degradación de “lo alto” al entrar en contacto con “lo bajo”. El protagonista de la novela de Cambaceres, por ejemplo, es un embaucador que intenta ascender de nivel social mediante la ocultación de su origen inmigrante. La “monstruosidad” moral de este personaje llamado Genaro lo lleva a violar a Máxima, joven descendiente de una familia criolla tradicional.6 De esta manera, su “ascenso” resulta inversamente proporcional al “descenso” de la familia de Máxima, al seguir una tesis recurrente en el naturalismo literario argentino según la cual la mezcla con la sangre inmigrante trae aparejada la decadencia de la nación.

2. Reconfiguraciones del monstruo popular en la literatura argentina

2a. Desde principios del siglo xx hasta el derrocamiento de Juan Domingo Perón

En el apartado anterior nos referimos a algunos casos pertenecientes a un vasto corpus discursivo que alertó sobre la inconveniencia de integrar al proyecto de país no sólo a la población india, negra y gaucha, sino también a la masa inmigratoria tildada de “chusma ultramarina”. Desde Prosa ligera, Miguel Cané ordenaba: “Cerremos el círculo y velemos sobre él” (1903: 130). La oligarquía argentina, cercada por el monstruo popular que en ese entonces también bajaba de los barcos, llamaba a cerrar filas para abroquelar su modelo liberal en lo económico y conservador en lo político.

En las décadas subsiguientes, el proyecto oligárquico logró hacer pie y el monstruo popular perdió su anclaje político. No dejó de estar representado por nuestra literatura, pero ya no contaba con una identidad articulada alrededor de caudillos carismáticos. Así lo podemos apreciar, por mencionar un puñado de ejemplos, en cuentos de autores pertenecientes al grupo de Boedo como “Lázaro” (1924) y “Desamparados” (1923), de Elías Castelnuovo, y “Desdicha”, de Leónidas Barletta (1925), pero también en “Las fieras”, de Roberto Arlt (1933). En relatos como éstos, o bien no existen referencias políticas directas o bien dichas referencias figuran para establecer el marco temporal de la anécdota o subrayar cierto clima de corrupción generalizada. Mientras los cuentos de Castelnuovo y Barletta tienen como objetivo denunciar los efectos del sistema de explotación capitalista e ilustran el primer caso, el de Arlt lo hace respecto del segundo. Así, al momento de repasar las instancias de su “hundimiento”, el protagonista y narrador menciona algunas actividades clandestinas llevadas a cabo “con el auxilio de los políticos” (Arlt, 1995: 98), o al momento de describir a Guillermito el Ladrón, informa que “está con Irigoyen y la democracia” (1995: 103).

Con la irrupción del peronismo a mediados de la década de 1940, ese monstruo popular volvió a adquirir una identidad política definida. Sin embargo, a diferencia del monstruo rosista, el monstruo peronista aparecía como una fuerza de destrucción focalizada en la otredad civilizada. Esto es al menos lo que se evidencia en “La fiesta del monstruo”, cuento de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares (Bioy Casares & Borges, 2004) escrito en 1947 y publicado en Uruguay en 1949. Allí, un “muchacho peronista” le cuenta a su amiga cómo, yendo a ver al Monstruo (seudónimo aplicado a Perón), él y sus amigos —“todos […] argentinos, todos de corta edad, todos del Sur”— (Bioy Casares & Borges, 2004: 51), apedrean por pura diversión y hasta dar muerte a un joven intelectual judío. A diferencia del relato de Echeverría, del cual es deudor, en este cuento los autores hacen uso de la ventriloquía para hablar por boca del personaje. Con tal procedimiento, es el propio joven peronista quien pone de manifiesto su propia bestialidad, su condición de “bárbaro”.7

Por otra parte, aquel monstruo popular sobreviviente a los intentos de exterminio físico o desactivación simbólica se reconfiguró de acuerdo con sus reemergencias históricas. En tal sentido nuestra literatura vino, de manera paradójica, a darle voz a los sujetos subalternos. En lo que respecta al relato del tándem Borges-Bioy, esta operación se realiza en un doble sentido. Por un lado, con el recurso del narrador en primera persona a través del cual los autores refuerzan el artificio y elaboran lo que Jorge Panesi calificó como “el verdadero monstruo del cuento” (2007: 38).8 Pero además, esta narración se cierra con “el Monstruo” acaparando la palabra. De este modo, los autores dan cuenta de la inversión de una subalternación primera; porque si el sujeto supeditado se define como aquel que no puede hablar (Spivak, 2003), ahora los subalternados vienen a ser los individuos civilizados-cultos-letrados que no sólo no participan, sino que son las víctimas de la sanguinaria “fiesta del Monstruo”. Esto se refuerza, en la trama del relato, por la voz no manifestada del intelectual judío masacrado. Su aniquilamiento representa, así, la desdicha de un mundo puesto “patas para arriba”, subvertido, trágicamente carnavalizado.

En relación con esta centralización de la palabra por parte del “monstruo”, vemos cómo en el mismo año en que se publica “La fiesta…” aparecen dos textos que configuran al Minotauro a partir de la manifestación de su voz, relegando su silencio impasible y sus ruidos bestiales para adentrarlo en el logos. Tanto Borges en “La casa de Asterión”9 como Cortázar en Los Reyes (poema dramático que fuera su debut editorial) le dieron por primera ocasión voz al Minotauro. En un caso, como protagonista y narrador casi unívoco; y en el otro, al establecer un contrapunto con Teseo, héroe clásico devenido en sicario que busca fama por el hecho de eliminar toda otredad disidente. Con todo, Borges y Cortázar realizan la misma operación: procuran configurar a un monstruo aristocrático10 que no se reconoce en la otredad amorfa y masificada constituida por los sujetos populares. En “La casa de Asterión”, el propio Minotauro lo explicita cuando dice: “Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta” (Borges, 1998: 78). Por su parte, Cortázar adopta en Los Reyes (Cortázar, 2016) el mito clásico para darle un giro copernicano, al invertir los polos entre Teseo-espíritu-civilización y Minotauro-materia-barbarie. Entonces, el Minotauro pasa a ser la representación del espíritu libre, y por ello, constituye una amenaza para el orden establecido. Asimismo, inicia en la sensibilidad de las artes a la juventud ateniense y alcanza el máximo grado de trascendencia al ser muerto por Teseo, pues deja atrás el cautiverio de la materia para perpetuarse en tanto mito. Sobre el final, dice el Minotauro: “Así quiero acceder al sueño de los hombres, su cielo secreto y sus estrellas remotas, ésas que se invocan cuando el alba y el destino están en juego” (Cortázar, 2016: 68).

2b. Desde el derrocamiento de Perón hasta el golpe de Estado de 1976

Derrocado Perón en septiembre de 1955, el monstruo popular fue abordado desde los ángulos más diversos. Por un lado, los artífices de la autoproclamada Revolución Libertadora buscaban arrancar al territorio argentino cualquier atisbo de peronismo. Por el otro, hubo quienes pretendieron indagar genuinamente en esa otredad incomprensible para un pensamiento que se autopercibe como racional y civilizado. Al mismo tiempo, a partir de la emergencia de la corriente de pensamiento caracterizada como “nacional y popular” en la década de 1930, y en especial después del año 1955, el monstruo popular se erigió como un terreno de disputa teórica y política. Esa disputa fue a la vez epistemológica y en ella vino también a participar la literatura de la época, con el aporte de su particular apertura hacia la conciencia simbólica de la sociedad y la cultura argentinas.

En este marco se inserta “Simbiosis”, cuento publicado por Rodolfo Walsh en 1953 que introdujo una serie de innovaciones dentro de su obra. En contraste con los relatos que constituyen Variaciones en rojo, su primer libro aparecido ese mismo año, se genera allí una argentinización del lenguaje y del paisaje. A la par, pone en escena el comisario Laurenzi, personaje que protagonizará una serie de historias compiladas más tarde en el volumen Cuento para tahúres y otros relatos policiales (1987). En cierta medida, podríamos decir que “Simbiosis” trasunta la conciencia antipopular de un Walsh que era, por entonces, abiertamente antiperonista. En sus páginas, Laurenzi refiere a Daniel Jiménez un episodio acontecido en una localidad rural de Santiago del Estero a partir del asesinato de un tal Varela (especie de predicador en el desierto) perpetrado por un monstruo de dos cabezas. Ese monstruo se crea, dentro del relato, por la cooperación entre dos hombres, uno ciego y otro paralítico, que encarnan la conjunción entre opuestos. Dice Laurenzi: “lo monstruoso podía residir más bien en una idea” (Walsh, 2013: 224); pero no se trata de cualquier idea si no de una contradicción, de un oxímoron. En efecto, esas “dos cabezas” conforman un monstruo bicéfalo porque encarnan una idea monstruosa: para el ciego, que era un incrédulo, Varela era un ladrón y un farsante que merecía morir; mientras que el paralítico, calificado como un “creyente elemental” (2013: 224) por Laurenzi, se tomó al pie de la letra la sentencia de Varela cuando afirmó: “en mi sangre está la curación de todos los males” (224). A la vez, el comisario marca un claro contraste entre los discursos que deja en el aire la ambigüedad: el criminal, ¿es un ser monstruoso o se trata tan solo de dos cuerpos inválidos? La víctima, ¿es un santo o un simple linyera? Pero sobre todo, ¿se puede ser ambas cosas a la misma vez?

Si nos dirigimos por un momento al libro La razón populista, de Ernesto Laclau (2005), veremos que los llamados populismos latinoamericanos son fenómenos complejos con bases sociales policlasistas que se encarnan en proyectos políticos asentados no solo en la equivalencia de elementos heterogéneos sino también —y sobre todo— en la conciliación (“armonización”, según el léxico del propio Perón) entre pares opuestos. En el caso del peronismo, por proporcionar algunos ejemplos, podríamos pensar en las duplas burguesía/proletariado, capital/trabajo, Estado/Mercado o producción agrícola/desarrollo industrial. Esta dinámica de confluencia entre opuestos permite pensar que si bien, como afirmaba Laclau, la sinécdoque resulta una figura fundamental para comprender a esa “razón populista”, debería otorgarse un estatus similar al oxímoron si pretendemos comprender la especificidad de este tipo de racionalidad política. Ahora bien, en el cuento de Walsh, esta dinámica consistente en la conjunción de pares opuestos resulta, de por sí, monstruosa; y ésa es, justamente, la lógica política implementada por el peronismo. Por otra parte, en lo que respecta a la fuerza destructiva del monstruo popular, el relato se alinea con la tradición inaugurada por “El matadero”, en tanto ésta se vuelve sobre sí misma y el crimen permanece circunscripto al mundo de los pobres.

Hacia finales de la década siguiente, Osvaldo Lamborghini hizo su debut literario con la aparición de “El fiord”.11 En principio, se trata de una monstruosa alegoría sobre una Argentina que, desde el segundo lustro de la década de 1960, iba sumergiéndose de manera progresiva en una violencia sin retorno. En este sentido, tal como señalaba Sergio Chejfec, podría decirse que “El fiord” traduce los mecanismos de reproducción política de los grupos argentinos de izquierda de la época (Cfr. Chejfec, 2001: 47); para ello se vale de alusiones más o menos directas a personajes de la política, a sectores, organizaciones y tópicos propios de la militancia. Pero si quisiéramos ampliar el alcance de la mirada, deberíamos decir que la originalidad de “El fiord” estriba en buena medida en la saturación de consignas de las distintas militancias de la época. Es decir, no sólo de la izquierda (representada sobre todo en la figura de Sebas, cuyo nombre es un anagrama de la palabra “bases” y encarna al sujeto popular que, al no poder satisfacer sus necesidades corporales, va extremando posiciones) sino también del vandorismo. En efecto, el “monstruo” más explícito dentro del relato es el recién nacido Atilio Tancredo Vacán, quien porta las iniciales de Augusto Timoteo Vandor, líder sindical que propuso un peronismo sin Perón y que fue asesinado el mismo año de la publicación de “El fiord”. Pero aunque este texto nos refiera al “monstruo sindical” que fue igualmente abordado por Rodolfo Walsh en ¿Quién mató a Rosendo? (libro también publicado en 1969) las dos obras se diferencian por completo. En principio, porque Lamborghini forjó un lenguaje “monstruoso” (que sin duda remite al de “La fiesta del monstruo”) al tiempo que la monstruosidad omnipresente de “El fiord” parece provenir de la concreción de aquella idea que estructuraba el relato “Simbiosis”; es decir, del emplazamiento de un terreno discursivo que convierte “cada eventual vacío en el punto nodal de todas las fuerzas contrarias en tensión” (Lamborghini, 1988: 26). En este mismo sentido, desde el comienzo de la trama se da la conjunción permanente entre elementos opuestos: el nacimiento convive con la muerte, los mártires son los verdugos.

Señalado lo anterior, si advertimos la capacidad destructiva del monstruo popular veremos que “El fiord” es heredero de “Isidora, la federala y mazorquera” (Ascasubi, 2019) ya que es el líder político quien irradia la locura aniquiladora.12 Pero este movimiento centrípeto se vuelve a la vez centrífugo cuando sus acólitos lo devoran y se disponen finalmente a salir en manifestación, de modo tal que la autodestrucción implica también la destrucción de una exterioridad. El relato plantea entonces que el acto de canibalización del líder13 es el necesario paso previo para “salir” a la manifestación. Por este motivo, “El fiord” parece terminar donde empezaba “La fiesta del monstruo”.

En “El niño proletario”, relato incluido en el libro Sebregondi retrocede (1973), Lamborghini invirtió la dinámica que estructuraba “El matadero” para que tres niños burgueses se cobren venganza del joven unitario ultrajado por la plebe. La voz es acaparada entonces por uno de los tres atacantes de Stroppani (rebautizado como “¡Estropeado!”), en una operación que subraya la restauración de aquella supeditación primera del sujeto popular que aparecía subvertida en “La fiesta del monstruo”. Por ello, tal como ocurría con la voz del joven intelectual judío masacrado por la turba peronista, aquí es la voz del niño proletario la que no se manifiesta —“¡Estropeado! no podía gritar, ni siguiera gritar”— (Lamborghini, 1988: 65-66); y el relato se cierra, de manera simbólica, con la imagen de la lengua de la víctima “colgante de la boca como en todo caso de estrangulación” (1988: 69).

2c. Entre la hegemonía neoliberal y la reemergencia del peronismo

Con el golpe de Estado de 1976 y la instauración del modelo neoliberal por parte de la dictadura cívico-militar, los sujetos populares perdieron de manera progresiva su anclaje político, dando lugar a la configuración de personajes signados por la amoralidad propia de los sectores “lumpenizados” durante las largas décadas de hegemonía del neoliberalismo. Desde finales de los años 1990, la obra de Washington Cucurto (alias de Santiago Vega) cifró esa modelización de un monstruo popular sin pasado ni futuro, atravesado por el “fin de la historia” y la caída de los grandes relatos.14 Su proyecto literario asentó en la puesta en escena de sus cuerpos y de sus voces, al tiempo que la voz narradora (entreverada con la del protagonista y la figura del autor) se autoconfiguraba como “popular”. De este modo, Cucurto efectuó una novedosa operación al asumir como propio, a la vez hiperbolizaba, el estereotipo del monstruo popular-pobre-inculto-bárbaro-marginal. Por otra parte y tal como se evidencia en Cosa de negros, su primera obra narrativa,15 el peronismo no constituye allí una identidad política articulada, por lo que permanece confinado a ser una dimensión meramente epidérmica. En efecto, sus personajes son peronistas porque son “negros”, y por este motivo la población inmigrante dominicana o paraguaya puede ser, de manera espontánea, tanto o más peronista que la argentina.

Sin embargo, la crisis de la hegemonía neoliberal que el estallido de diciembre de 2001 implicó, abrió la posibilidad del advenimiento de un nuevo ciclo peronista inaugurado por Eduardo Duhalde y proseguido por Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner. Durante ese periodo (2002-2015), se revisitaron con especial ahínco las décadas de 1960 y 1970, es decir, los años donde se produjeron el surgimiento, el crecimiento, la consolidación y la posterior derrota de las organizaciones armadas. Dentro de este particular contexto de revisión política e histórica, motivado en buena medida por la pertenencia generacional del matrimonio Kirchner, se publicaron una serie de obras que reincidieron en el abordaje literario de Montoneros, la agrupación guerrillera más importante del periodo, cuya filiación peronista también motivó la reconfiguración de un monstruo popular ligado de modo indisoluble al peronismo.

Dentro de este corpus se ubica La vida por Perón, novela de Daniel Guebel publicada en 2004. Su trama gira (al igual que la del guion elaborado para la película homónima dirigida por Sergio Bellotti) en torno a las controversias surgidas dentro del Movimiento Peronista durante los primeros años de la década de 1970. La obra de Guebel se alinea, a partir de allí, con la extensa producción discursiva que comprendió al peronismo asumiendo su monstruosidad y su locura como derivas de una irracionalidad constitutiva. El complejo proceso histórico de la Argentina pre-dictatorial resulta condensado en un relato ficcional en torno a las acciones de un comando montonero que, el día de la muerte de Perón (primero de julio de 1974), asesina al padre de un militante de base llamado Alfredo para intercambiarlo por el cadáver del General. Los cabecillas de la organización intentan ocultar el asesinato argumentando que debe evitarse que el cuerpo del líder sea robado durante el sepelio por “las fuerzas infiltradas de la sinarquía y el extranjerismo” (Guebel, 2004: 30), las cuales pretenderían utilizarlo como herramienta para extorsionar al pueblo. A pesar de esta puesta en escena que convierte al velorio en una suerte de grotesca fiesta de cumpleaños, el trasfondo de la operación va develándose, y cuando el hijo descubre la siniestra maniobra, motoriza un escándalo que alerta a las fuerzas represivas, las cuales aparecen sobre el final del relato para aniquilarlos a todos.

Esta historia, aunque trágica, resulta elaborada en clave satírica. Para ello, Guebel establece una serie de paródicos contrapuntos entre personajes que representan las diferentes alteridades del Movimiento hacia 1974: el “pueblo peronista” (plasmado sobre todo en la figura de Alfredo, el joven militante manipulado por los cuadros superiores), la rama femenina (representada por Irma y Mabel, tía y madre de Alfredo respectivamente), la Resistencia devenida en “burocracia sindical” (con Aldo y Cosme, ex compañeros del sindicato y amigos de Cosme, el obrero asesinado) y la Juventud Peronista de la década de 1970 (con los cabecillas montoneros como sus máximos exponentes). A través de estos contrapuntos, la novela delinea el derrotero que lleva al Movimiento Peronista hacia su propia destrucción, Movimiento que resulta representado como un monstruo tetracéfalo cuyas cabezas se corresponden con los (cuatro) “vientos” que hacen girar su “veleta” desde alteridades irreductibles.16

En este sentido, La vida por Perón traslada la monstruosidad del sujeto popular hacia la interacción entre las alteridades derivadas del Movimiento. Al mismo tiempo, para dar forma a la sátira el autor aplanó el espesor histórico del peronismo en general y de la joven militancia revolucionaria de modo particular; y al prescindir de personajes antiperonistas, estableció la dinámica protagonista/antagonista dentro de la misma identidad política, reservando la aparición de las fuerzas policiales para el sangriento clímax inmolador en el que desemboca la locura desatada por el monstruo.

A partir de lo señalado puede observarse cómo esta obra da continuidad a la operación inaugurada por Echeverría, en tanto la fuerza destructiva derivada del monstruo acaba por volcarse sobre sí misma. Por otra parte, actualiza la tesis presente en “Simbiosis”, dado que la monstruosidad radica en el intento de conciliar términos antagónicos. A la vez, de manera similar a lo que sucede en “Isidora, la federala y mazorquera”, la novela deposita el origen de ese desquicio autodestructivo en el propio líder. Para ello, el relato aguza la técnica de ventriloquía implementada por Borges y Bioy en “La fiesta del monstruo”, de modo que en la novela de Guebel es el propio Perón quien asume todas las acusaciones lanzadas en su contra. Esto sucede en el apartado más extenso que la novela presenta como agregado respecto del film: el encuentro que uno de los jóvenes guerrilleros habría mantenido con Perón en Madrid, a principios de 1970. La voz parodiada de Perón genera así un efecto irónico superlativo, ya que es el propio líder quien subvierte los principios de la doctrina justicialista, hecho que alcanza su punto cúlmine en la fórmula Perón-gorila que explicitan sus palabras.17

3. A modo de conclusión

En el presente trabajo hemos trazado un breve recorrido sobre las diversas configuraciones del monstruo popular en la literatura argentina desde sus orígenes hasta la contemporaneidad. Sin pretensiones de exhaustividad, señalamos algunas recurrencias en tanto los sujetos populares constituyen, en principio, una bárbara otredad que resulta irreconciliable frente a los sujetos civilizados-cultos-letrados. Al mismo tiempo, anotamos ciertas reconfiguraciones generadas a partir de los vaivenes históricos y las reemergencias políticas, en particular en relación con el surgimiento del peronismo y su actualización a principios de la década del 2000.

Dentro de esta genealogía literaria incluimos textos de Echeverría, Ascasubi, Cambaceres, Arlt, Bioy Casares, Borges, Walsh, Lamborghini y Cucurto para marcar líneas de convergencia y de divergencia al tiempo que observamos cómo, en los albores del presente siglo, Guebel añadió un nuevo eslabón al parodiar la dinámica de conciliación entre pares opuestos, característica de la “razón populista”, y explicitar aquello que en “El matadero” aparecía apenas sugerido; es decir, que no importa que la barbarie se imponga, dado que su hegemonía será circunstancial y su autodestrucción, segura.

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1 Este artículo surge del proyecto "Literatura y política: construcción de identidades y configuraciones estéticas de lo popular en la narrativa argentina. 1960-2015", del Centro de Investigaciones de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina.

2A efectos de este trabajo, cabe señalar que los sujetos populares constituyen una otredad configurada por los sectores sociales que se autoperciben como civilizados, cultos y letrados, y que esta relación dicotómica se sostiene (aunque con distintas modulaciones) más allá de que las encarnaciones políticas, sociales, económicas y culturales de esa otredad popular varíen a lo largo de la historia.

3Sobre este punto, vale decir que si bien la fórmula “monstruo popular” y la genealogía desarrollada en estas páginas conforman una propuesta original, existen innumerables estudios académicos que han analizado las configuraciones de los sujetos populares en la literatura argentina, dado que, como afirmaba Ricardo Piglia: “La ficción argentina nace […] del intento de presentar el mundo del enemigo, del distinto, del otro (se llame bárbaro, gaucho, indio o inmigrante)” (Piglia, 1993: 9). Entre ellos, destacamos: (Torres Roggero, 2002; Ferro, 2008; Heredia, 2012).

4En Monster Culture (Seven Theses) (1996), Cohen estableció las siguientes tesis: 1) El cuerpo monstruoso es un cuerpo de la cultura. 2) El monstruo siempre escapa al sentido y la coherencia. 3) El monstruo es el presagio de la crisis de categorías. 4) El monstruo habita en las puertas de la diferencia. 5) El monstruo vigila la frontera de lo posible. 6) El miedo al monstruo es realmente una forma de deseo. 7) El monstruo está en el umbral de lo que deviene (Cf. Cohen, 1996: 4-20).

5Con esta expresión aludimos al primer libro de Rodolfo Kusch (2007). Según este filósofo, la relación entre ambas otredades (es decir la civilización y la barbarie) se daría, tal como señala el título, en términos de “seducción”; es decir, como imposibilidad de asimilarse de forma mutua desde una mentalidad mestiza escindida entre la formalidad jurídico-legal de la urbe y el llamado de lo propiamente americano, alrededor del cual la cultura se establece no como una acumulación de datos y de bienes así llamados “culturales” sino como la actitud vital de una comunidad históricamente situada.

6A propósito de esta monstruosidad “moral”, Michel Foucault afirma que en un principio el monstruo encarnaba la mezcla entre diferentes reinos, por ejemplo, el animal y el humano, lo cual constituía una transgresión del orden natural y la ley divina instituida por Dios. Pero el monstruo también ponía en cuestión al derecho, dada la imposibilidad de clasificarlo y determinar qué hacer legalmente frente a esa mezcla reflejada en su exterioridad. Sin embargo, durante finales del siglo xviii y principios del xix la imagen del monstruo fue mutando. Desde entonces, lo monstruoso no es, verbigracia, un ser humano con cabeza de buey sino la perversión de un individuo que buscaba satisfacer sus necesidades sexuales con un animal. Se trata así de un monstruo “moral”, cuya desviación radica no en su naturaleza sino en su conducta (Cf. Foucault, 2007: 61-82).

7En “Las puertas del cielo”, un cuento de Cortázar incluido en Bestiario, “los monstruos” son configurados desde la mirada externa del “doctor Hardoy, un abogado que no se conforma con el Buenos Aires forense o musical o hípico, y avanza todo lo que puede por otros zaguanes” (Cortázar, 1977: 121). Desde ese punto de vista cuasi etnográfico y con un claro sesgo racista, el relato aporta otra característica recurrente en los textos que modelizan a una monstruosa otredad popular: la indiferenciación entre los sujetos que la conforman. Esto se evidencia sobre el final, cuando Hardoy (quien es también el narrador) afirma ante la aparición espectral de Celina: “Cualquiera de las negras podría haberse parecido más a Celina que ella en ese momento” (1977: 136).

8La cita proviene de su ensayo “Borges y el peronismo” y su caracterización sobre el lenguaje se completa con el siguiente pasaje: “Verdadero e imposible engendro estilístico, muestra o pretende mostrar el giro pretencioso y chabacano de una cultura mecanizada y falsa” (Panesi, 2007: 38).

9Publicado inicialmente en 1947 pero incluido en El Aleph, del año 1949.

10El Minotauro, como hijo biológico de la reina Pasífae e hijo adoptivo del rey Minos, en efecto, lo era.

11El texto está fechado entre 1966-1967 pero fue publicado en 1969.

12Se trata, en este caso, del Loco Rodríguez, alter ego de Perón.

13Ritual antropófago que remite al de “El General hace un lindo cadáver”, cuento integrado al volumen El grimorio, de Enrique Anderson Imbert (1961).

14El gobierno de Raúl Alfonsín, la década menemista y el bienio aliancista dieron continuidad por la vía democrática al proyecto económico instaurado durante la dictadura, conduciendo al país hacia la debacle del año 2001. Como si fuese una traducción local del “fin de la historia” proclamado por Francis Fukuyama (1992), la Argentina parecía desvanecerse entonces junto con el valor ontológico de la verdad.

15Este volumen, publicado por vez primera en 2003, contiene dos nouvelles. “Noches vacías” abre el libro y debe su título a un tema de la cantante de cumbia Gilda. La segunda es la que da nombre a la obra y a ella nos referimos en concreto.

16Este símbolo aparece en el cierre de la obra, cuando una enloquecida Mabel, madre de Alfredo y única sobreviviente de la masacre, “levanta la cara y mira al cielo. Un poco más cerca, se ve la veleta de latón pintada de rojo, o quizá sea óxido. La veleta tiene la forma de un gallo que gira a los vientos. FIN” (Guebel, 2004: 191) Asimismo, promediando la obra y durante una subrepticia pesadilla, a Cata se le había aparecido “un monstruo de cuatro cabezas que largaba fuego por la boca. [...] De golpe, las cuatro cabezas empezaron a echarse fuego una a la otra. Y el monstruo entero se quemaba…” (2004: 92).

17“‘Ah, otra vez estoy hablando como un gorila’, sonríe Perón” (Guebel, 2004: 125).

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