Núria MOLINES GALARZA
Universitat Jaume I, España
nmolines[at]uji.es
Impossibilia. Revista Internacional de Estudios Literarios. ISSN 2174-2464. No. 22 (noviembre 2021). MONOGRÁFICO. Páginas 27-49. Artículo recibido 13 junio 2021, aceptado 06 octubre 2021, publicado 30 noviembre 2021
Resumen: En el presente trabajo exploramos la relación entre la locura, la literatura y la traducción a partir del pensamiento de la deconstrucción del filósofo francés Jacques Derrida. En primer lugar, se planteará que la traducción se ha usado como terapia en un plano literal y, en un plano metafórico, como cura del texto original, al que se le permiten desviaciones autorales tanto lingüísticas como estilísticas de la norma que a aquella le han estado más vetadas. Con la deconstrucción como marco conceptual, planteamos una reconceptualización de las relaciones original/traducción que se vale de la noción derridiana de acontecimiento. Concluiremos que un cambio en la dinámica de dicho binomio permitirá que la traducción asuma un papel más activo y creador, al tiempo que reconoce la responsabilidad que conlleva su tarea.
Palabras clave: traducción, deconstrucción, locura, acontecimiento, creación, literatura, hospitalidad
Abstract: In this paper we explore the relationship between madness, literature, and translation by way of deconstruction, following the thoughts of the French philosopher Jacques Derrida. Firstly, it will be pointed out that translation has been used, literally, as a therapy, and, metaphorically, as a cure for the original text. Authorial deviations from the linguistic and stylistic norm are allowed in source texts, but not to the same extent in translations. Using deconstruction as a conceptual framework, we propose a reconceptualization of the original/translation relationship using the Derridean notion of event. It will be concluded that changing the binomial’s dynamics will allow translation to take on a more active and creative role, while acknowledging the responsibility that its task entails
Keywords: translation, deconstruction, madness, event, creation, literature, hospitality
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Las voces de las locas han sido, por tradición, voces doblemente otras: de lo femenino como otredad y de la locura como otredad. En el imaginario colectivo, mujer y locura van de la mano (García Puig, 2019: 13) y se colocan en la faz secundaria y subordinada de dos de los binomios que han regido gran parte del pensamiento occidental: hombre/mujer, racionalidad/locura. Si la locura masculina se asocia más con el genio y la creatividad (Gros, 1999: 46), como un síntoma de brillantez y excepcionalidad, la locura femenina, bien al contrario, es un pago por el atrevimiento de adentrarse en una tarea creativa y creadora que la sociedad reserva a los hombres (Sánchez-Blake, 2015: 43).
Si bien las relaciones entre locura y literatura —en especial, la literatura escrita por mujeres— pueden pensarse desde diversos ejes —los estudios literarios, el psicoanálisis, la filosofía o la lingüística, entre otros— en el presente trabajo exploramos su relación con otro elemento que, igual que la locura y la feminidad, ha estado siempre en la cara subordinada del binomio que le ha correspondido: la traducción. La tarea traductora puede ser un elemento que medie entre ambos ejes —literatura y locura—, y funcione, bien como cuña en el dintel de la irracionalidad, o, bien al contrario, que fortalezca la unión de esos dos mundos y abra las puertas a esa voz otra que se anuda en la literatura de las locas, relegada a la periferia.
Del mismo modo que el sinsentido y la locura dialogan con el sentido y la razón, desdibujando sus contornos, la traducción “to the extent that it constitutes first and foremost a ‘relation’ between two entities, provides a place in which to explore the very conditions of possibility for such a dialogue to occur” (Lukes, 2019: 11).1 El vínculo de la traducción literaria con el texto origen, con el otro, no deja de ser una relación de cierta incomprensión, de no asimilación total del otro, donde tiene que haber una interrupción, una espera en el umbral, entendido como “los límites de la verdad o los espacios aporéticos” (Godayol, 2008: 72).
Además, cabe decir que la traducción se ha empleado, literal y metafóricamente, como elemento curativo de la locura —esa cuña que no deja que se abran del todo las puertas de la irracionalidad—. En el plano literal, tenemos el caso paradigmático2 del escritor Antonin Artaud. Su psiquiatra, Gaston Ferdière, le hizo traducir para intentar curarle su neurastenia, que más adelante la clínica denominaría neurosis (Tomiche, 2019: 25). Así, Artaud, internado en el sanatorio de Rodez (Francia), entre 1943 y 1944, tradujo textos de Lewis Carroll, Robert Southwell y Edgar Allen Poe. Dicha institución lo animaba a llevar a cabo esta tarea, se valía de ella como camisa de fuerza, una manera de silenciar su escritura genuina —encarnada en el teatro de la crueldad—, que los médicos asociaban con la locura y el delirio: “Translation is therefore part of a therapy against ‘madness’, a therapy intended to bring Artaud back to writing while silencing him” (Tomiche, 2019: 28).3 La traducción, en este caso, entendida como la puesta en práctica de una lengua inerte, funcional, que no da pie a los delirios creativos y que encierra la manera de expresarse del enfermo en la prisión de la supuesta normalidad.
El caso de Artaud plantea un ejemplo de cómo la traducción podía entenderse como un modo de curar la escritura —y, por ende, al enfermo—, de normativizarla, de podarla, de privarla de los elementos faltos de sentido, su peligrosa “proliferancia”. Peligrosa porque esta última siempre pone en jaque las estructuras lingüísticas y sociales, rompe los compartimentos estancos de los binomios “jerarquizantes”4 que han caracterizado el pensamiento occidental —habla/escritura, original/copia, razón/locura—. La proliferancia es “una pasión del habla, un performativo diseminado, una comunicación indirecta o un exceso a la palabra: da cuenta de una prolijidad estructural en el lenguaje” (Boix Valls, 2020: 18). Es todo aquello que se escapa del control de la autoridad, que se cuela por las brechas de la estructura, de lo normativo, de los compartimentos estancos y controlables. Aquello que excede, que va más allá de lo manejable, que rompe las camisas de fuerza y la estructura genera malestar en el texto, en la lectura; y, aunque la figura del o la poeta o artista haya estado, en muchas ocasiones, cerca de la del loco o loca, así como muchas veces se rozan la naturaleza literaria y la de la locura, esto se permite siempre y cuando “los dementes estén bien guardados y no perturben nuestros salones o divanes” (Gros, 1999: 46).
En el presente trabajo, con base en el pensamiento derridiano de la traducción y la deconstrucción que plantea de la categoría relacional original-traducción, reflexionamos acerca de la problemática que supone entender la traducción como cura del texto original, como algo que tiene que comunicar a toda costa un mensaje claro —incluso cuando el texto de partida no lo sea— es decir, establecer una relación de comunicación total, sin interrupciones, con el otro textual. Lo apuntaba Walter Benjamin en Die Aufgabe des Übersetzers [La tarea del traductor], poco comunica una obra literaria a quien la comprende y poco transmitirá aquella traducción que pretenda ser una simple mediadora, una simple mensajera: para hacer algo significativo con el texto, a su vez, la obra ha de hacer literatura (Benjamin, 1972: 9).
Por tanto, al valernos de la brújula derridiana, apuntamos hacia dónde puede encaminarse una traducción que, lejos de ser una terapia para el texto, una cura de normalidad y lenguaje estándar, sea una que clausure el tiempo del texto, que conserve abierto el horizonte de locura y malestar que pudiese contener la obra literaria original. Esto, a su vez, nos servirá para pensar en el tipo de responsabilidad que se asume al traducir y en las políticas de la traducción que pueden derivarse de este planteamiento.
Para entender el abordaje derridiano de la traducción, no podemos ignorar que el pensamiento clásico de esta disciplina ha sido inseparable del devenir de la tradición filosófica occidental, por lo que, en el afán del filósofo francés por deconstruir sus cimientos, también temblarán los de la traducción. Él mismo apuntaba que “l’origine de la philosophie, c’est la traduction, la thèse de la traductibilité” (Derrida, 1982: 159),5 es decir, la idea de que se pueda traducir sin perder nada por el camino, de la posibilidad de la equivalencia, algo que atraviesa tanto la filosofía occidental como el propio pensamiento de la traducción: podrán cambiar los significantes, pero el significado se mantiene intacto (Saussure, 1987). Esta concepción tendrá consecuencias de gran calado, sobre todo con respecto a lo que está permitido hacer al traducir y a la posición que ocupa quien traduce ante el texto.
En los estudios de traductología, a finales del siglo xx, con el llamado “giro cultural” —un enfoque más preocupado por aspectos culturales y sociales, y no solo lingüísticos—,6 surgen algunas voces críticas con el concepto clásico de equivalencia, anclado en una idea más económica y puramente lingüística, por ejemplo, las de Toury (1995), Chesterman (1997) o Hermans (1999). Sin embargo, a pesar del giro cultural y la ampliación de la noción de equivalencia, “muchos autores y autoras aun habiendo reconocido y asumido el giro cultural, siguen anclados en unas pretensiones sistematizadoras y universalistas que, en el fondo, ignoran la intervención del traductor o la traductora en el proceso de transformación del sentido” (Jordá, 2016: 123). Ante ese panorama, el pensamiento posestructuralista, al cuestionar términos como origen, verdad o centro, abría nuevas líneas de reflexión donde cabe asumir la subjetividad y la ideología de quien traduce, y aflojar las ataduras de una supuesta (y falaz) objetividad, ya que no se puede pasar por alto que “the most dangerous manipulator is not the one who does it openly but the one who claims to be objective” (Koskinen, 1994: 451).7
Como se ha apuntado en la introducción, el acto de traducir —en el plano literal— se ha usado en algunos casos para curar la locura, al pasar al plano metafórico, en la concepción tradicional de esta tarea, se le pide a la traducción que “cure” la escritura enferma del original: que la aplane, la planche, la normativice con las imposiciones propias del sistema de traducción de la cultura de llegada —enclavado en las dinámicas del polisistema literario (Even-Zohar, 1979)—, que acepta y valida unas prácticas traductoras, y rechaza y censura otras. Como esbozó Juan de Sola (2011),8 a una traducción se le pide que fluya,9 que suene natural, aunque el original no lo sea, esto es, su lectura no debe generar malestar: “Al texto original se le permiten cosas que a la traducción le están vetadas […] [los editores] juzgaron que el fragmento presentaba defectos que debían corregirse, precisamente, porque se trataba de una traducción” (de Sola, 2011: s/n). La traducción, conceptualizada tradicionalmente en un marco de lo femenino (Godayol, 2008), se coloca en la posición secundaria de la estructura dicotómica que señalábamos entre loco genio creador (hombre, autor) y loca, sin epítetos positivos (mujer, autora/traductora): lo que al autor se le concede, a la traducción, enmarcada en lo femenino, se le veta el derecho a hacer uso de la pluma,10 a crear, a volverse “loca” traduciendo/escribiendo.
La traducción se emplea para normativizar aquello que sí que se le autorizó al texto original: a quien escribe se le permite la locura, pero no a quien traduce, algo que Derrida problematizará con su equiparación de la traducción a la escritura (Vidal Claramonte, 1998: 94). Ya lo decía José Ortega y Gasset: quien traduce no se atreverá a contravenir el uso y el aparato policiaco de la gramática, como criatura apocada que es, encarcelará al texto original en la celda del lenguaje común, llano, normal y, de este modo, cual profecía autocumplida, se convertirá en ese tradittore que tanto había evitado ser (Ortega y Gasset, en Vega, 2004: 299).
Apuntadas de manera esquemática algunas de las líneas fundamentales del pensamiento traductológico que precede a las reflexiones derridianas sobre esta disciplina o coincide con ellas, y que, en muchos casos sigue vigente, nos adentramos en la obra del filósofo francés, quizá más conocido por haber abordado temas como la escritura, el acontecimiento, la hospitalidad o la crítica al logofonocentrismo. Sin embargo, la traducción11 es un tema que aparece una y otra vez a lo largo de su extensa producción filosófica, algo poco habitual en el pensamiento occidental (Bennington, 2008: 143). Tampoco es casual que su primera obra publicada fuera, en realidad, una traducción, L’origine de la Géometrie, de Edmund Husserl (1962).
Cabe aclarar que no es posible entender la deconstrucción derridiana como método o conjunto cerrado de normas aplicables a un objeto, ya que esta “does not exist somewhere, pure, proper, self-identical, outside of its inscriptions in conflictual and differentiated contexts; it ‘is’ only what it does and what is done with it, there where it takes place” (Derrida, 1988: 141).12 Tampoco nos servirá, por tanto, para extraer de ella un método para traducir. No obstante, sí que permite repensar algunos de los conceptos clave de la traducción —equivalencia, autor/a, traductor/a, original, creación, etc.— para abordarla desde otras perspectivas —siempre únicas y ajustadas a cada nuevo texto—. Nos ayudará, por un lado, a reconceptualizar la tarea traductora —antes en un marco tradicional metafórico de lo femenino, de lo secundario, pasividad y función reproductora (Godayol, 2008: 70-72)— y, a su vez, repensar lo femenino como sujeto de creación; pues, aunque Derrida identifica la traducción con la mujer, en su proyecto deconstructivo “aprovecha para darles a ambas un estatus superior al habitual” (Vidal Claramonte, 1998: 94).
Como bien apunta Godayol: “Las teorías derridianas atentan contra las relaciones de poder que implican estas metáforas [de lo masculino y lo femenino]: el poder y la autor(idad) del padre/autor, la fidelidad de la mujer/traductor(a) al hombre/autoría o la pureza de la lengua materna” (Godayol, 2008: 72). En definitiva: la deconstrucción nos permitirá mirar el texto original de otra manera y reconceptualizar nuestra posición como traductoras tanto en lo extratextual —en el polisistema literario (Even-Zohar, 1979)— como en lo textual, en el cuerpo a cuerpo con la obra.
Para entender con qué mirada aborda Derrida la traducción, es fundamental pasar por su pensamiento de la im-posibilidad y del acontecimiento, como espacios que ponen en juego la lógica de la decisión, que, para Derrida, siguiendo a Kierkegaard, “es un instante de locura” (Derrida, 1967: 51).13 Aunque, dadas las características de este trabajo, no podremos desplegar aquí todas las complejidades de estas dos vetas de su pensamiento filosófico, trazaremos algunas líneas fundamentales que nos permitan pensar la traducción a partir de la lógica de una tarea im-posible en la que pueden darse acontecimientos; una tarea que pasa por la decisión, la decisión del “otro en mí” (Derrida, Soussana & Nouss, 2001: 102) y, a su vez, por momentos de “locura”.
En “Une certaine possibilité impossible de dire l’événement” (2001), Derrida formula que el acontecimiento es aquello que implica sorpresa, exposición; es aquello que no puede anticiparse (Derrida et al., 2001: 81). Solo puede darse allí donde no se espera (De Peretti, 2005: 124); allí donde parece imposible que tenga lugar, allí donde “la venue de ce qui arrive interrompt l’attente” (Derrida et al., 2001: 84).14 De este modo, solo puede darse en su singularidad, en la excepcionalidad de algo que no despliega un programa de posibilidades; así, nunca sigue un programa, un método ni desarrolla una causalidad (De Peretti, 2005: 122; Derrida, 1994: 46; 2001: 303; Derrida et. al., 2001: 95-96). Además, va de la mano de lo nuevo, de algo que antes no existía y era imposible que existiera y, sin embargo, acontece: “Si fuera esperable o vaticinable, no sería un acontecimiento imposible, sino otra versión de algo que ya es” (Valls Boix, 2017: 230).
Otro de sus rasgos fundamentales es su lógica vertical. Si la representación que tenemos en el imaginario colectivo de la causalidad es una línea horizontal, en la que unos hechos suceden a otros —motivados por lo que los precede—, en el acontecimiento el eje es radicalmente diferente. No viene introducido por lo anterior, no se despliega a partir de un horizonte previo de sucesos, sino que cae en el tiempo, siguiendo el eje vertical de lo imprevisible, y rompe la línea horizontal del tiempo que se había desplegado hasta el momento. Ante el acontecimiento no hay horizonte de espera, no es algo que se pueda ver venir; el acontecimiento, que es como el “arribante” [arrivant], que se presenta sin que nadie lo espere, es la llegada del “l'autre absolu qui tombe sur moi. J'insiste sur la verticalité de la chose, parce que la surprise ne peut venir que d’en haut” (Derrida et al., 2001: 97).15 Si bien el filósofo recalca que la sorpresa o el acontecimiento solo pueden venir de arriba —aunque se cuida de matizar que no lo dice en un sentido teológico (Derrida et al., 2001: 111)—, a raíz de otros textos suyos también cabe plantear que la sorpresa puede surgir del suelo, de abajo, de lo que nos hace tropezar o detenernos [s’arrêter] (Derrida, 1986: 145).
El acontecimiento, por tanto, puede detener el tiempo para abrir otro tiempo, como ese segundo tiempo que abre la traducción (Godayol, 2008: 71), un tiempo no de supervivencia [Überleben], sino de pervivencia [Fortleben], ya que la obra original, en traducción “ne vit pas seulement plus longtemps, elle vit plus et mieux, au-dessus des moyens de son auteur” (Derrida, 1987: 214).16
Así, el tiempo del acontecimiento es el tiempo de la sorpresa, trastoca el curso de la historia entendida como algo lineal, horizontal y teleológico (Derrida, 2001: 309); también es absolutamente singular (Derrida et. al., 2001: 89). Estas dos ideas, la de ruptura temporal y la de singularidad serán fundamentales para pensar las relaciones del acontecimiento y la traducción, sobre todo por el vínculo que establecen con la noción de creación y autoría, ya que la invención, la creación como tal, para ser digna de ese nombre, solo puede ser la invención de lo imposible, ya que, “si je peux inventer ce que j’invente […], cela veut dire que l'invention suit en quelque sorte une potentialité, un pouvoir qui est en moi, aussi cela n’apporte rien de nouveau” (Derrida et. al., 2001: 95).17
Vistas —de manera más que esquemática— las características fundamentales del acontecimiento derridiano, para entrelazarlo cada vez más con el pensamiento de la traducción, lo relacionaremos con los distintos modos de posibilidad —y, a su vez, con los distintos modos de posibilidad de la traducción—. No todos dejarán espacio para el acontecimiento —que escapa de la racionalidad autoritaria, del centro, del yo y deja venir al otro—, por lo que es fundamental pensar qué tipo de política de la traducción puede emerger de cada uno de ellos.
En el afán de Derrida de romper con los binomios “jerarquizantes” de la tradición filosófica, uno de los que más le interesa deconstruir es el de posible/imposible; de ahí que plantee el concepto de “im-posibilidad” como algo que
n’est pas seulement impossible, qui n’est pas seulement le contraire du possible, qui est aussi la condition ou la chance du possible. Un im-possible qui est l’expérience même du possible. Pour cela il faut transformer la pensée, ou l’expérience, ou le dire de l’expérience du possible ou de l’impossible (Derrida et. al., 2001: 101).18
Lo posible y lo imposible dejan de funcionar como dos compartimentos estancos, ya que la imposibilidad “atraviesa todo el reino de lo posible, lo asedia con siniestro afán” (Valls Boix, 2017: 227): el espectro de lo imposible ronda el mundo de lo posible y resquebraja su aislamiento; esa grieta tiene su traducción gráfica en el guion de “im-posibilidad”. También puede entenderse ese guion como la detención del tiempo, como ese tropezón que nos hace pasar de lo imposible a lo posible, o al menos a un terreno donde cohabitan ambos en forma de asedio mutuo y constante. Lo im-posible, por ende, no es aquello que no se puede dar (imposible), sino aquello que acontece fuera de la lógica de lo que se puede anticipar o calcular, del horizonte de una expectativa (Raffoul, 2008: 286). Podríamos decir, incluso, que adviene allí donde se permite que la razón otra asedie nuestra propia razón, allí donde, por un instante, nuestra razón pierde el control y se deja asediar por la venida del otro.
Este mismo tríptico conceptual —lo posible, lo imposible y lo im-posible— nos sirve para pensar los diferentes modos de entender la traducción de Derrida —lo traducible, lo intraducible y lo in-traducible/im-posible de traducir—, como ya esboza en Survivre. Journal de Bord (1986), donde relaciona cada modo con el tipo de vida u horizonte temporal que tiene cada tipo de cuerpo textual:
Totalement traductible, il disparaît comme texte, comme écriture, comme corps de langue. Totalement intraduisible, même à l'intérieur de ce qu'on croit être une langue, il meurt aussitôt. La traduction triomphante n'est donc ni la vie ni la mort du texte, seulement ou déjà sa survie19 (Derrida, 1986: 148).20
Hay aquí un esbozo de dos de los polos de posibilidad de la traducción: lo traducible (posible) y lo intraducible (imposible). Así, cuando la traducción es del todo posible, el texto está muerto, su escritura es estéril, no deja entrar al otro (quien traduce), es una habitación estanca, aséptica e higienizada y porque no hay vida en ella, nada puede proliferar ahí dentro: no se puede crear vida con materia inerte. En el otro polo, en el de la imposibilidad radical —pensemos, por ejemplo, en el caso extremo de un lenguaje privado del que no tenemos clave de interpretación alguna—, también nos encontramos con un caso similar: un espacio cerrado, quizá no aséptico, pero al que es imposible acceder, donde el otro (quien traduce) tampoco puede entrar. Es como una vela encendida a la que se le pone una campana de vidrio encima: a pesar del fogonazo inicial, la llama se extingue en cuestión de segundos. De ambos modos de posibilidad, por tanto, no puede emerger una respuesta creadora —y por ende en verdad responsable— por parte de quien traduce. Entre medias, con todo, se abre otro espacio de posibilidad, el de la traducción im-posible, que Derrida tematiza de la siguiente manera:
[Le texte] [i]l n’est pas intraduisible mais sans être opaque, il présente à chaque pas, je le sais, de quoi arrêter la traduction, il oblige à transformer la langue traduisante ou le véhicule récepteur, à déformer le contrat initial, lui-même en déformation constante, dans la langue de l’autre (Derrida, 1986: 134-135).21
Es decir, el texto in-traducible es aquel que se presenta, a priori, como imposible de traducir —su conjunto o alguna de sus partes—, con escollos y obstáculos que nos obligan a arrestar el proceso de traducción. Esa exigencia de detener el tiempo en el proceso de traducción, de arrestarla, de sentenciarla y de juzgarla (todo contenido en el “de quoi arrêter la traduction”) pasa por una toma de conciencia de la tarea que se tiene entre manos. Ante lo indecidible, ante lo imposible es donde puede darse el acontecimiento. La invención y la creación solo surgen ante las fauces de la imposibilidad (Derrida, 1987: 59; Valls Boix, 2017: 227): si se inventa lo posible, no se inventa nada, solo se explicita un programa de posibilidades. Si se quiere hacer literatura, como habíamos apuntado con Benjamin (1972) a partir de un texto literario —y no cerrar su horizonte vital, dejar que su cuerpo perviva en la traducción—, habrá que de vérselas con esos momentos de locura que abren la decisión imposible: allá donde no hay decisión racional que tomar, allá donde se encuentra el escollo, la textura resistente del texto in-traducible.
Si se sigue otro de los sentidos de arrêter, el de sentenciar o juzgar, es dable decir que, para emitir un juicio o sentencia, aparte de la duda, la pausa y una espera, es inevitable la cuestión de la responsabilidad. Al traducir, con cada decisión tomada, con cada uno de esos instantes de locura, no se está solo trasponiendo el original y desplegando un programa de posibles, sino dirimiendo todas las imposibilidades que surgen en el camino: juzgando cada decisión y asumiendo la responsabilidad que conlleva —porque, al final, hay que decidir, no es posible quedarse en el limbo del quizá—, aunque esa decisión esté siempre atravesada por el otro. Como apunta Derrida:
Me gustaría intentar elaborar un pensamiento de la decisión que sea siempre la decisión del otro, porque soy responsable por el otro y es justo por el otro por quien decido; es el otro quien decide en mí, sin que, con ello, se me exonere de “mi responsabilidad” (Derrida et. al., 2001: 103).
Esta idea, de algún modo, plantea que se “doit en retour détruire, déconstruire ou défaire le concept même de volonté” (Derrida et. al., 2001: 103):22 justo ahí donde se desbordan la razón, la voluntad o la consciencia personales puede surgir una decisión que, sin ser del todo propia, precisa asumir sus consecuencias. Ahí donde no se sabe del todo, donde se siente malestar por la incomprensión, por no ver por dónde seguir caminando, donde el yo tiembla en ese momento antes del acontecimiento, en el tiempo de la seducción, ante lo que desconoce o no ve (Derrida, 2006: 97-98). Ante lo ignoto, ante el suelo que desaparece, el compromiso es cargar con el cuerpo del otro, llevarlo a un lugar que aún no se sabe cuál es puesto que “Il n’y a de responsabilité que là où il y a la fin du monde, là où il n’y a plus de sol, de terre, de fondation […] Pour être vraiment, singulièrement responsable devant la responsabilité de l’autre, il faut qu’il n’y ait plus de monde” (Derrida, 2006: 103).23 Y, así, la traducción, aquella que puede (y debe) cargar con el cuerpo del otro, tiene que reconfigurar su posición, su deber y vérselas con las políticas que despliega —o puede desplegar— su práctica, pues “laisser tomber le corps, telle est même l’énergie essentielle de la traduction. Quand elle réinstitue un corps, elle est poésie” (Derrida, 1967: 312).24 Solo siendo poesía —entendida como creación, literatura en su sentido más amplio—, la traducción puede restituir el cuerpo del original, darle otro tiempo, otra vida, otra forma; solo así puede acoger su otredad, el malestar que esta genera, y no dejarla caer, ser hospitalaria aunque sea im-posible —condición necesaria para la invención, para la creación—, un acto del que puede surgir una ética:
The im-possible is the name of such an ethics of hospitality, ethics becoming the experience of limits, of what remains inappropriable or “impossible” in the event of alterity. It is such insofar as it also determines itself as an ethics of the event. The ethics of the impossible, in its aporetic structure, is the welcome of the event of the other and the obligation of hospitality (Raffoul, 2008: 288).25
El verdadero acto de hospitalidad, como apunta Derrida, es aquel en el que se acoge al otro absoluto sin pedirle reciprocidad alguna (Derrida & Dufourmantelle, 1997: 29), aun cuando se desconozca el momento de su llegada y sin que la casa esté lista (Derrida et. al., 2001: 96), el acto en el que se crea un espacio que no tenemos. En la traducción, en una que verdaderamente haga literatura, ese acto de hospitalidad es doble: tanto en la lengua receptora —que habrá de modificarse para amparar esa lengua otra que violenta nuestras estructuras, nuestros usos, nuestra casa lingüística— como en el propio sistema literario receptor —que margina y coloca en la periferia las voces otras, las de “las locas”, las que no entran en el canon—.
En ambos casos, sin duda alguna, esa recepción no estará exenta de desasosiego. Llenar nuestra casa —nuestro idioma, nuestro sistema literario— de espectros que no siempre hablan con claridad, que balbucean, difíciles de interpretar, introduce una veta de malestar que es fundamental para desdibujar los contornos de la estructura, de lo inmóvil, de lo anquilosado. Y de lo inerte no puede surgir nada nuevo. Así, como apunta Lukes, el desafío radica en reflexionar qué implica tolerar
the discomfort or the feelings of confusion that derive, not from the inability to find meaning in the work of art, but from not falling into the trap of unthinkingly looking for it in the first place. Instead, we are encouraged to ask ourselves what benefits there may be in allowing space for a certain degree of not- knowing or nonsense to emerge (Lukes, 2019: 11).26
En el presente artículo ahondamos en la cuestión de la traducción como cura de la locura tanto en un plano literal —en los casos clínicos— como en el metafórico —como versión “curada” del original—. Este marco sitúa a esta disciplina en una posición secundaria y plantea problemas con respecto a las políticas y la agencia que esta puede desplegar.
Así, valiéndonos del pensamiento derridiano y, en especial del concepto de acontecimiento, se ha señalado que la traducción es un espacio privilegiado para deconstruir ciertos binomios que han marcado el pensamiento occidental, tales como original y traducción, lo masculino y lo femenino, la razón y la locura. Desestabilizar esas estructuras bipartitas en la traducción, como plantea Derrida, reconfigura relaciones no solo textuales, sino extratextuales, las que afectan al conjunto del polisistema literario en el que se inscriben las prácticas y las políticas de la traducción editorial.
A partir del concepto de acontecimiento y el modo de posibilidad que lleva consigo —el de la im-posibilidad—, se evidencia que la traducción ocupa ese espacio intermedio en el binomio de lo traducible/intraducible por su posición activa, creadora, hospitalaria y responsable dentro del polisistema literario. Una visión que, en todo momento, pasa por la lógica de la decisión, la locura que esta conlleva y la ética de la im-posibilidad, como se ha visto con Derrida.
Este planteamiento, a su vez, por llevar más allá nuestras reflexiones y apuntar futuras líneas de desarrollo, permitiría escuchar esas voces otras, marginadas por el canon y relegadas a la periferia literaria, las voces de las “locas” o de las que han sido consideradas como tales. Por citar dos casos muy recientes, tendríamos las ediciones de Alpha Decay de Kate Millett, cuya producción literaria más autobiográfica —Sita (2018) y Elegía para Sita (2020)— se traduce al castellano solo tras su muerte y tras una propuesta de traducción. Lo mismo sucede con la poeta italiana Alda Merini y su obra La loca de la puerta de al lado (2021), que entra en el circuito literario gracias a la iniciativa de su traductora, a quien el encuentro con la obra de Merini le enseña que “la locura se transforma en dolor, pero también en poesía” (Vicedo, 2021: 11). En ambos casos, son las traductoras las que asumen un papel activo y su responsabilidad dentro del sistema editorial a fin de situar en el mapa literario esas voces otras que se han quedado en el camino: no dejan caer sus cuerpos en la periferia, en los márgenes del canon, en las sombras del mundo editorial.
Con esa reconceptualización del papel y la política de la traducción, se va más allá de la reproducción y perpetuación del canon recibido pues se modifica el ámbito literario de la cultura de llegada, se hace literatura. Por eso, reflexionar sobre el “papel extratextual” de quienes nos dedicamos a la traducción es fundamental para reconfigurar nuestra posición y agencia en el sistema literario, ya que la reflexión sobre nuestros procesos, decisiones y enfoques refuerza nuestra postura no solo como agentes éticos, sino también creadores dentro del sistema (Booth, 2012: 50)
Por otro lado, en el plano más puramente textual y de la propia práctica traductora, asumir la lógica im-posible de la traducción, el continuo encontronazo con los escollos del texto que obligan a tomar decisiones im-posibles, es decir, a no seguir la racionalidad de un programa prestablecido de posibilidades, permite valorar la fuerza creadora que conlleva esta tarea. Generar malestar con la traducción, reinventar el lenguaje, no ponerle una camisa de fuerza al texto original, no curarlo, no lobotomizar ni mutilar el texto loco, ese cuerpo textual enfermo que a veces recibimos, no meterlo en aquella prisión del lenguaje normal que apuntaba Ortega y Gasset, pueden ser maneras de tener en alerta constante al público lector frente a una rápida asimilación de la diferencia (Booth, 2012: 51). Así, la labor de traducir puede plantearse como una “practice that opens up the syntax of one language to that of another, operates under the looming threat of ‘incomprehensibility’, ‘monstrosity’, and ‘silence’” (Lukes, 2019: 10).27
Repensar las posibilidades creadoras de la traducción como texto literario y el tipo de agencia que tiene quien traduce, comporta permitir que una traducción esté “loca”, que se desvíe de los parámetros lingüísticos y literarios canónicos. Y a que esa “locura” deje de ser entendida de forma positiva solo cuando es la expresión del genio poético del hombre creador/poeta, a quien sí que se le consentía estar loco, mientras que para la escritora, la traductora y la traducción misma la locura no era una expresión de la genialidad, sino un castigo por adentrarse en la escritura. La traducción, para no traicionar su propio cometido, para no dejar caer el cuerpo (textual) de la obra de partida y permitir que esta perviva, ha de hacer poesía.
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1 [al ser, antes que nada, una “relación” entre dos entidades, nos da un espacio para explorar las condiciones de posibilidad en las que dicho diálogo puede darse]. Salvo indicación contraria, las traducciones de todas las citas del artículo son nuestras.
2 Si bien el caso de Artaud es el más conocido, no podemos dejar de apuntar también otros que demuestran el uso de esta práctica, aunque, por las características de este trabajo, no podamos extendernos a desarrollarlos, por ejemplo, el de escritoras como Nancy Huston, Louis Wolfson y Anna O. Para un análisis más detallado de estos casos, véase (Gwendoline, 2018).
3 [Por tanto, la traducción es parte de una terapia contra la “locura”, una terapia que pretende que Artaud vuelva a la escritura al tiempo que lo silencia]
4Término específico del pensamiento derridiano. Los binomios jerarquizantes son aquellos en los que el primer elemento siempre es considerado superior al segundo. Por ejemplo: original y traducción.
5 [el origen de la filosofía es la traducción, la tesis de la traductibilidad]
6 Inaugurado con la edición de Translation, History and Culture, de Bassnett y Lefevere (1990).
7 [el manipulador más peligroso no es aquel que manipula abiertamente, sino quien afirma ser objetivo]
8 De Sola hizo el siguiente experimento: presentó a diversos editores un texto de Juan Benet —donde hay desviaciones importantes de la senda de la naturalidad y la fluidez— haciéndolo pasar por la traducción de un autor alemán inventado. Así, envió una traducción al alemán diciendo que era el original y la acompañó del de Benet (que aquí hace las veces de traducción). Casi todos los editores coincidieron en lo mismo: el “texto origen” —la traducción al alemán— era muy bueno, pero la “traducción” —el original de Benet—, no fluía, así que no lo publicaban.
9 Aunque no hay que olvidar voces críticas a la idea de fluidez, como la de Venuti (1995), que defiende el concepto de extranjerización frente al de domesticación, más cercano al de la idea de fluidez.
10 No es baladí la relación entre pen-penis (Gilbert & Gubar, 1979: 3).
11 Tengamos en cuenta que, en la mayoría de los casos, cuando se aborda la traducción desde un ámbito ajeno a la disciplina, como es el caso de la filosofía, las reflexiones suelen ir más encaminadas a la traducción de textos literarios o ensayísticos, y no se suele tener tan en cuenta otro tipo de ramas (como las de los ámbitos jurídicos y científico-técnicos).
12 [no existe en ninguna parte, pura, propia, idéntica a sí misma, fuera de sus inscripciones en contextos conflictivos y diferenciados; solo “es” lo que hace y lo que se hace con ella, allí donde tiene lugar]
13 Derrida, en diferentes momentos de su obra, usa una “cita” de Kierkegaard —“El instante de la decisión es el instante de la locura”—, si bien nunca llega a referenciar de dónde la extrae. Como plantea Bennington, la usa a modo de contraseña, de eslogan, algo singularísimo en toda su producción. Así, “a whole reading of Derrida could no doubt be organised around ‘L’instant de la decision est une folie’” (Bennington, 2011: 105).
14 [la venida de lo que llega interrumpe la espera]
15 [el otro absoluto que me cae encima. Insisto en la verticalidad del asunto porque la sorpresa solo puede venir desde arriba]
16 [no solo vive más tiempo, sino que vive más y mejor, más allá de los medios de su autor]
17 [ya que, si invento lo que puedo inventar […] eso quiere decir que la invención sigue, en cierto modo, una potencialidad, un poder que llevo dentro, así, no aporta nada nuevo. No produce acontecimiento]
18 [no solo es lo imposible, que no es, simplemente, lo contrario de lo posible, sino la condición misma de posibilidad de lo posible. Un im-posible que es la experiencia misma de lo posible. Por eso hay que transformar el pensamiento, la experiencia o el decir de lo posible o de lo imposible]
19 Optamos por traducir survie por “pervivencia” para mantener la diferencia que establece Benjamin (1972) entre Überleben [sobrevivir] y Fortleben [pervivir]; Derrida lee ese texto en la traducción francesa de Maurice de Gandillac, donde ambos términos se traducen por survie.
20 [totalmente traducible, desaparece como texto, como escritura, como cuerpo de lengua. Totalmente intraducible, incluso en el interior de lo que creemos que es una lengua, muere enseguida. La traducción triunfante no supone ni la vida ni la muerte del texto, solo, o precisamente, su pervivencia]
21[El texto] [no es intraducible, pero, sin ser opaco, presenta, a cada paso —lo sé—, algo en lo que arrestar la traducción, obliga a transformar la lengua traductora o el vehículo receptor, a deformar el contrato inicial, siempre en deformación constante, en la lengua del otro]
22[debe destruir, deconstruir o deshacer el concepto mismo de voluntad]
23 [Solo hay responsabilidad en el fin del mundo, allá donde no hay suelo, tierra, cimientos […] Para ser verdadera y singularmente responsable ante la singularidad del otro, es necesario que no haya mundo]
24 [dejar caer el cuerpo, esa es justo la energía esencial de la traducción. Cuando restituye un cuerpo, es poesía]
25 [Lo im-posible es el nombre de esa ética de la hospitalidad; la ética se convierte en una experiencia de los límites, de lo que permanece inapropiable o “imposible” en el acontecimiento de la alteridad. En ese sentido, también se determina como una ética del acontecimiento. La ética de lo imposible, a pesar de su estructura aporética, es la que le da la bienvenida al acontecimiento del otro y la que pasa por la obligación de la hospitalidad]
26 [el malestar o las sensaciones de confusión que se derivan no tanto por la incapacidad de encontrar un sentido en la obra de arte, sino por no caer en la trampa, en un primer momento de buscarlo inconscientemente. Bien al contrario, se nos anima a plantearnos qué beneficios pueden surgir al dar espacio para que emerja cierto grado de no saber o de locura]
27 [práctica que abre la sintaxis de una lengua a la del otro y que opera bajo las amenazas que se ciernen sobre ella, las de la “incomprensibilidad”, “lo monstruoso” y “el silencio”]