Naturaleza, cultura y símbolo: la imagen de la montaña de Peñalara en el paisajismo español moderno1
Nature, culture and symbol: the image of the mountain of Peñalara in the modern spanish view of the landscape

Nicolás Ortega Cantero2

Recibido: 22-11-12 | Aceptado: 18-12-12

Resumen

La montaña ha ocupado un lugar muy destacado en las visiones modernas (geográficas y culturales) del paisaje. Ha adquirido con frecuencia un alto valor simbólico, relacionado con su propia naturaleza y con el significado cultural que se le ha atribuido. Es lo que ha sucedido con algunas montañas españolas a lo largo de los siglos XIX y XX, como demuestran ejemplarmente las imágenes de la Sierra de Guadarrama ofrecidas entonces por diversos círculos intelectuales de ideología liberal y reformista. Este artículo se dedica a considerar la imagen de la montaña de Peñalara, la más elevada de la Sierra de Guadarrama, procurando delimitar sus dimensiones culturales y simbólicas. Esa imagen se conformó durante el periodo comprendido entre 1875 y 1936, e incorporó las claves de la visión moderna del paisaje de montaña, inicialmente promovidas por el romanticismo y prolongadas y actualizadas a lo largo del siglo XIX y principios del XX. Todo ello ayudó a entender la montaña de Peñalara no sólo como una acabada expresión de los valores de la naturaleza, sino también como un lugar singularmente dotado de cualidades culturales, entre las que se contó la de constituir un verdadero símbolo de la propia historia y de la identidad nacional asociada A Ella.

Palabras Clave: montaña, símbolo, historia, identidad nacional, Peñalara.

Abstract

The mountain has occupied a very outstanding place in the modern visions (geographic and cultural) of the landscape. It has acquired frequently a high symbolic value, related to its own nature and the cultural meaning that has been attributed to him. It is what it has happened to some Spanish mountains throughout 19th and 20th centuries, as they exemplarily demonstrate to the images of the Mountain range of Guadarrama offered by diverse intellectual circles of liberal and reformist ideology. This paper is dedicated to consider the image of the mountain of Peñalara, the most elevated of the Mountain range of Guadarrama, trying to delimit its cultural and symbolic dimensions. That image was satisfied during the period between 1875 and 1936, and incorporated the keys of the modern vision of the mountain landscape, initially promoted by the romanticism and prolonged and updated throughout the 19th century and the beginning of the 20th. All it helped to understand the mountain of Peñalara not only like one finished expression of the values of the nature, but also like a place singularly equipped with cultural qualities, between which the one was counted to constitute a true symbol of own history and the national identity associated her.

Key Words: mountain, symbol, history, national identity, Peñalara.

Résumé

La montagne a occupé une place très importante dans les visions modernes (géographiques et culturelles) du paysage. Il a acquis fréquemment une haute valeur symbolique, mis en rapport avec sa nature propre et avec la signification culturelle lui on que a attribué. Il est ce que il est arrivé avec quelques montagnes espagnoles tout au long des XIXe et XXe siècles, comme ils démontrent exemplairement les images de la montagne de Guadarrama offertes alors par divers cercles intellectuels d’idéologie libérale et réformiste. Ce article est consacrée à considérer l’image de la montagne de Peñalara, la plus importante que la Sierra de Guadarrama, en essayant de délimiter ses dimensions culturelles et symboliques. Cette image s’est conformée pendant la période comprise entre 1875 et 1936, et a incorporé les clés de la vision moderne du paysage de montagne, initialement promues par le romantisme et prolongées et mises à jour tout au long du XIXe siècle et débuts du XXe. Tout cela a aidé à comprendre la montagne de Peñalara non seulement comme une expression finie des valeurs de la nature, mais aussi comme un lieu singulièrement doté de qualités culturelles, entre lesquelles on a compté celle de constituer un véritable symbole de l’histoire et de l’identité nationale associée à elle.

Mots-Clés: montagne, symbole, histoire, identité nationale, Peñalara.

1. Introducción

La montaña ha ocupado un lugar muy destacado en las visiones modernas del paisaje. Y lo ha ocupado no sólo porque se ha visto en ella la más acabada expresión de las cualidades atribuidas a la naturaleza, al orden natural, sino también, al tiempo, porque se ha convertido en un sitio cargado de valores culturales y simbólicos. Para el paisajismo moderno, la montaña no se ha limitado a ser una admirable manifestación del orden de la naturaleza, de sus características y de sus efectos más notables, porque ha sido además, con tanta o más fuerza que lo anterior, un lugar de gran significado cultural y simbólico. Basta recordar, a modo de ejemplo, las imágenes de los Alpes o los Pirineos ofrecidas por el paisajismo moderno, en las que, desde los tiempos de Rousseau, Saussure y Ramond, puede comprobarse sin dificultad el denso mundo de valores culturales y simbólicos que acompaña a la valoración naturalista de la montaña (BERDOULAY, V., 1995; VELLOZZI, M.-C. y otros, 2002).

Este proceso de atribución de valores a la montaña ha interesado a los geógrafos, y en algunos casos, frecuentes en el horizonte de la geografía cultural anglosajona, ha constituido un objeto de estudio especialmente relevante por sus muy variados significados, no sólo en términos intelectuales, sino también desde el punto de vista de la experiencia personal que entraña el acercamiento físico a las elevaciones montañosas, las “embodied visions” o “embodied experiences” analizadas por algunos autores. En España, tras las consideraciones ofrecidas por Manuel de Terán en sus discursos de ingreso en las Academias de la Lengua y de la Historia (TERÁN, M. de, 1977, 1980), algunos estudios geográficos llevados a cabo en los últimos años han seguido ese camino (MARTÍNEZ DE PISÓN, E., 2000, 2004a, 2004b; MARTÍNEZ DE PISÓN, E. y ÁLVARO LOMBA, S., 2002; NOGUÉ, J., 2005; ORTEGA CANTERO, N., 2000), que se ha visto también frecuentado fuera de España (BLAKE, K.S., 2005; DEBARBIEUX, B., 2009; DELLA DORA, V., 2008, 2009; LANE, K.M.D., 2009; SAULE SORBÉ, H., 1993).

Las montañas españolas se han visto implicadas en ese tipo de atribución de valores (naturales, culturales y simbólicos) promovido por la modernidad paisajística. Las imágenes de la Sierra de Guadarrama conformadas por diversos círculos intelectuales y artísticos de ideología liberal y progresista son un buen ejemplo de ello (MOLLÁ RUIZ-GÓMEZ, M., 1992, 2009; ORTEGA CANTERO, N., 2007). Y algo parecido podría decirse de otras montañas españolas, como los Pirineos, los Picos de Europa, la Sierra de Gredos o Sierra Nevada, que han sido objeto de visiones y valoraciones de índole similar. Lo que vamos a considerar aquí seguidamente es la imagen de la montaña de Peñalara, la mayor elevación de la Sierra de Guadarrama, atendiendo a sus variadas dimensiones valorativas. Esa imagen se conformó durante el periodo comprendido entre 1875 y 1936, e incorporó las claves de la visión moderna del paisaje de montaña, inicialmente promovidas por el romanticismo y prolongadas y actualizadas a lo largo del siglo XIX y principios del XX. Todo ello ayudó a entender la montaña de Peñalara no sólo como una acabada expresión de los valores de la naturaleza, sino también como un lugar singularmente dotado de cualidades culturales, entre las que se contó la de constituir un verdadero símbolo de la propia historia y de la identidad nacional asociada a ella. La exposición comenzará hablando de las claves de la visión moderna del paisaje de montaña, señalando sus vertientes valorativas, para pasar después a analizar cómo se ha proyectado concretamente ese tipo de visión y de valoración sobre la montaña de Peñalara, distinguiendo sus distintos componentes de índole natural, cultural y simbólica.

2. Claves de la valoración moderna de la montaña

La valoración moderna de la montaña comienza con el romanticismo. Hasta entonces, fue frecuente verla como algo desagradable y peligroso, capaz solamente de provocar sentimientos de desprecio o de temor. Emilio Orozco habló, por ejemplo, del generalizado “sentimiento de miedo o pánico” que provocaba la montaña en los poetas medievales, y de la tendencia de entonces a relacionar los lugares montañosos con el pecado (OROZCO DÍAZ, E., 1968). Y abundan los ejemplos de las actitudes de rechazo provocadas por la montaña antes de la llegada del movimiento romántico. En 1753, el viajero inglés Edward Rolle decía en una de sus cartas a Joseph Spence: “me gustarían mucho los Alpes si no fuera por las montañas” (SPENCE, J., 1820, 444). Y Leandro Fernández de Moratín, a finales de ese mismo siglo, al pasar por Zurich, después de hablar de “las montañas ásperas que dividen a Italia de la Suiza”, comenta: “a otra parte [del lago] la ciudad y el río, que la atraviesa; y a la del Sur montes altos, que me entristecen el ánimo al considerar que he de pasar por ellos” (FERNÁNDEZ DE MORATÍN, L., 1988, 29-30). Frente a ese tipo de percepción, el romanticismo considera, por el contrario, que la montaña es la expresión superior del orden natural, el lugar en el que la naturaleza muestra con mayor claridad sus características y sus cualidades.

De la valoración negativa se pasa así, con el romanticismo, a una valoración muy positiva de la montaña, que se apoya en unas cuantas claves complementarias. Ante todo, en el hecho de que la montaña es una atalaya privilegiada para ver y entender el orden natural, tanto en sentido intelectual, científico, como en sentido estético, cultural. La naturaleza es un organismo, y tiene, por tanto, una organización, un orden, es un conjunto vertebrado (BESSE, J.-M., 1992, 104-109). Y ese orden natural se deja ver a través del paisaje, que es la expresión visible de la naturaleza. Para captar el orden natural, hay que ver el paisaje (y la naturaleza, que se manifiesta visualmente en el paisaje) como conjunto, sin fragmentar sus partes. Hace falta una visión panorámica, generalizadora, que permita ver al tiempo sus partes y las relaciones entre sus partes, y ese tipo de visión es el que se logra en la cima de la montaña, desde la altura que la montaña ofrece. La cumbre de la montaña es así la atalaya perfecta para ver y entender la organización, el orden del paisaje (y del conjunto natural) al que pertenece y que, desde la altitud de su cima, permite dominar. El observador, desde la cima de la montaña, puede dominar -es decir, captar, comprender, explicar y sentir- el orden de la naturaleza y del paisaje que tiene delante. Ésta es la primera clave para entender la importancia que adquiere la montaña con el romanticismo: permite ver y entender del mejor modo posible el orden que preside la naturaleza y que el paisaje expresa visualmente.

De todo esto habló Horace Bénédict de Saussure, el naturalista que inició la investigación moderna de la montaña alpina y que contribuyó además en buena medida a conformar el paisajismo moderno, en su obra más conocida y también más importante, Voyages dans les Alpes, publicada en 4 tomos entre 1779 y 1796. Saussure criticó con ironía a aquellos naturalistas que sólo se interesaban por los detalles y los fragmentos, ignorando los conjuntos de los que esos detalles y fragmentos formaban parte: “andan o más bien se arrastran -decía de ellos-, los ojos fijos en la tierra, recolectando aquí y allá trocitos, sin poner la mira en observaciones generales”. Frente a esa actitud, y por supuesto sin ignorar las observaciones de detalle, recomienda Saussure no perder de vista “las grandes masas y los conjuntos”, y perseguir siempre “el conocimiento de los grandes objetos y de sus relaciones” (SAUSSURE, H.B. de, 1779-1796, t. I, II-III). Y, para ver esas grandes masas y esos conjuntos, para llegar a conocer esos grandes objetos y sus relaciones, había que situarse en el lugar adecuado, lograr un punto de vista que hiciera posible esa visión. Era necesario, en suma, situarse en un punto desde el que fuese posible dominar esos conjuntos. La vista, el contacto visual directo, es fundamental en todas las formas de conocimiento (científico y artístico) promovidas por el romanticismo y prolongadas después a lo largo del siglo XIX (BERDOULAY, V. y SAULE-SORBÉ, H., 1998, 41-42), y, por tanto, para conocer el paisaje, expresión visible de la naturaleza, las relaciones que lo vertebran y hacen de él un conjunto ordenado, es necesario verlo como tal, como conjunto, dominarlo visualmente. Hace falta un punto de vista dominante, es decir, elevado, por encima de lo que se quiere ver, un punto de vista que nos permita acceder a una visión general, panorámica, integradora -no fragmentaria y separativa- del conjunto natural que queremos conocer.

Y ese punto de vista dominante es, claro está, la montaña, o más precisamente la cumbre de la montaña. Si se quiere ver la naturaleza (el paisaje) como conjunto, dice Saussure, hay que “trepar por las cimas elevadas desde las que el ojo pueda abarcar a la vez multitud de objetos”. Allí, en esas cimas elevadas, le esperan al naturalista, añade, un “gran espectáculo” del que no sólo podrá “disfrutar” -vertiente estética y cultural de la experiencia-, sino también obtener “verdades nuevas” -vertiente intelectual y científica de la experiencia- (SAUSSURE, H.B. de, 1779-1796, t. I, III-IV). Estas palabras de Saussure son verdaderamente elocuentes: la montaña adquiere una muy destacada importancia como atalaya para lograr una visión de conjunto, integradora, de la naturaleza, y esa visión dominante es capaz de adentrarse al tiempo en sus valores científicos y culturales. Allí arriba se obtienen verdades nuevas, pero también se disfruta de un gran espectáculo que sólo se deja ver desde allí. Y ambas dimensiones -la intelectual y la estética, o, si se prefiere, la racional y la sentimental- se hallan conectadas entre sí: el gran espectáculo que se ve desde la cumbre de la montaña es al tiempo, según Saussure, fuente de goce, de disfrute, y fuente además de verdades nuevas.

Y todo esto no es casual: responde con ejemplar congruencia al renovado concepto de la naturaleza y el paisaje promovido por el romanticismo, y al igualmente renovado modo que propone para lograr su cabal conocimiento. La naturaleza es un conjunto orgánico, ordenado, que se expresa visualmente en el paisaje, y el conocimiento cabal de una y otro, siempre apoyado en la visión directa, requiere respetar esa unidad, esa organización conjunta. Lo importante ahora es ver el paisaje (la naturaleza) como conjunto, ver al tiempo sus partes y el resultado de las relaciones que mantienen. La aproximación analítica a la realidad exterior, que tanto éxito tuvo en el mundo ilustrado, se desecha ahora y se sustituye por un acercamiento sintético, integrador a esa realidad. Ya no basta con interesarse por los “trocitos” de los que hablaba Saussure, sino que hay que elevarse a las observaciones generales, a los conjuntos, y por eso adquiere la montaña, la cumbre de la montaña, un valor sin precedentes: sólo desde su altura, desde su elevación, puede dominarse (verse y entenderse) el orden natural del paisaje, lo que ese orden significa tanto en términos científicos como en términos estéticos (culturales). Desde arriba, desde la cima de la montaña, no sólo se ve más, también se ve mejor: se ve mejor lo que es el paisaje (y la naturaleza que lo fundamenta), y se ve mejor también lo que ese paisaje significa, la entidad de las cualidades y valores culturales (estéticos, morales, históricos, identitarios) que cabe atribuirle.

Lo que dice Saussure a propósito de su ascensión a la cumbre del Mont Blanc es muy elocuente en este sentido. Tras varias tentativas fallidas, logró llegar a esa cima, la más elevada de los Alpes, el 3 de agosto de 1787. Allí encontró, como era de esperar, un “gran espectáculo”, que le produjo “una viva satisfacción”. Y ese gran espectáculo estaba asociado al “conjunto de todas las altas cimas cuya organización deseaba conocer desde hacía tanto tiempo”. Desde la cima del Mont Blanc, podía ver el conjunto montañoso cuya organización quería conocer, y esa visión del conjunto entrañaba un gran espectáculo del que obtuvo una viva satisfacción y algo más. “No creía a mis ojos –recuerda Saussure–, me parecía que era un sueño, cuando veía bajo mis pies esas cimas majestuosas, esas agujas temibles, el Midi, el Argentière, el Géant, cuyas mismas bases me habían ofrecido un acceso tan difícil y tan peligroso. Captaba sus relaciones, sus conexiones, su estructura, y una sola mirada resolvía dudas que no habían podido ser aclaradas con años de trabajo” (SAUSSURE, H.B. de, 1779-1796, t. IV, 147). Aquí está la otra vertiente de la experiencia: junto a la vertiente estética, cultural del asunto -la viva satisfacción ante el gran espectáculo del paisaje de montaña-, aparece su vertiente intelectual, científica, la que depende de las verdades nuevas de las que habló Saussure, la que se traduce en la posibilidad de resolver a través de la visión directa de ese paisaje, con una sola mirada, dudas que se habían mantenido sin aclarar durante muchos años de trabajo.

Figura 1. Mont Blanc*

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(Deffontaines, P. et Jean-Brunhes Delamarre, M., Atlas Aérien. France. Tome I, 1955).

* En la cima del Mont Blanc, pudo Saussure ver y entender la organización del conjunto montañoso que estaba estudiando desde hacía tiempo: “una sola mirada -dijo- resolvía dudas que no habían podido ser aclaradas con años de trabajo”.

Pero conviene añadir algo más para terminar de caracterizar la razón de ser de la valoración moderna de la montaña iniciada por el romanticismo. Esa valoración depende ante todo, como acabamos de decir, de su cualidad de atalaya que permite una visión general, de conjunto, de la naturaleza y el paisaje. Se convierte así la montaña en la llave que abre la puerta para conocer cabalmente, sin fragmentarla, la realidad natural y paisajística, para acercarnos a su caracterización y a sus cualidades. Y si tenemos en cuenta que para el romanticismo, iniciador de esta perspectiva, el conocimiento (científico y artístico) del orden natural es la más alta meta de la inteligencia humana, no es difícil entender la altísima valoración adquirida por el lugar que justamente hace posible ese conocimiento. Pero vamos a intentar precisar algo más este asunto. La montaña no sólo permite ver y entender cabalmente la naturaleza y el paisaje de los que forma parte, sino que constituye además, en sí misma, la más alta expresión de los valores atribuibles a ambos. De ahí que la ascensión a la montaña se convierta, desde el romanticismo, en un modo de acceder a la manifestación más alta (en todos los sentidos) de los valores de la naturaleza y de participar de ellos.

La montaña redobla así su valor: no sólo es importante por lo que se puede ver desde ella, sino también, al tiempo, por lo que se puede encontrar en ella misma, por ser la máxima representación de un mundo de naturalidad en el que sólo es posible adentrarse ascendiendo a sus cimas. Los románticos insistieron una y otra vez en esta cualidad de las cumbres montañosas, en esta posibilidad de hallar en ellas la más consumada expresión del reino de la naturaleza, con todas las cualidades que se le atribuyen. Senancour ofrece muestras elocuentes de ello en las páginas de su Oberman, aparecido en 1804, acabado compendio de las actitudes románticas frente a la naturaleza y el paisaje, del que dijo Unamuno que era «una de las cosas más profundas que han brotado de pluma de hombre», en el que se encuentra «expresado el sentimiento de la montaña como acaso no se ha expresado mejor» (UNAMUNO, M. de, 1996b, 339).

Recuerda Oberman, por ejemplo, una de sus ascensiones, en los Alpes, a “la región de las nieves perpetuas”, y dice que, al hacerlo, sintió engrandecerse su ser, “así entregado, solo, a los obstáculos y a los peligros de una naturaleza difícil, lejos de las trabas ficticias y de la industriosa opresión de los hombres”. Allí, en las alturas de la montaña, buscaba Oberman las cualidades de “la Naturaleza libre”, de “la inmovilidad silenciosa”, del “aire puro”, las cualidades que distancian a esos elevados lugares de “la monótona nulidad del paisaje de las llanuras”, de “las tierras bajas” que alteran necesariamente al “hombre natural”. Porque en las cumbres montañosas, añade Senancour, “la Naturaleza entera expresa elocuentemente un orden superior, una armonía más visible, un conjunto eterno”, y el hombre, al llegar a ellas, “vuelve a encontrar su forma alterable, pero indestructible”, y “vive una vida real en la unidad sublime” (SENANCOUR, E.P. de, 1984, 59-61).

La montaña ofrece así, en sus alturas, las cualidades del orden natural, de un orden superior armónico y eterno. Es la naturaleza libre la que allí se manifiesta, y el hombre que es capaz de ascender hasta esas alturas puede adentrarse en ella y participar directamente de sus cualidades. Hace falta elevarse -y no sólo físicamente- para adentrarse en el mundo natural por excelencia, el mundo de las cumbres montañosas. Frente a la llanura, la monótona nulidad del paisaje de la llanura, como dice Senancour, la montaña constituye la quintaesencia del orden natural, la mejor expresión de los valores que caracterizan a la naturaleza, valores de libertad, de armonía, de eternidad. Y el hombre puede allí compenetrarse, fundirse, con la naturaleza y sus valores, y alejarse de todo lo que de antinatural, de artificial, representa la llanura.

El valor de la montaña no se reduce, por tanto, a su condición de punto de vista, sino que remite también, al tiempo, a su condición de expresión y símbolo del orden natural. En sus alturas se pueden sentir y vivir del mejor modo posible los valores de la naturaleza. Eso fue justamente lo que buscó el geógrafo Élisée Reclus en la montaña. Se encontraba -recuerda en su Histoire d’une montagne, de 1880- triste y cansado de la vida, y para recobrar fuerzas y tranquilidad de espíritu se adentró en la montaña, donde logró sentirse libre y dejó que su vida se renovara “a gusto de la Naturaleza” (RECLUS, E., 1998, 15-17). Y Unamuno, fiel continuador de este modo de valorar la montaña, evocando la subida a “los altos de la sierra de Gredos”, contrapuso el “silencio de las cumbres”, que “limpia y restaura” el cuerpo y el alma, aquella “visión de las cimas de silencio y de paz y de olvido”, y el pernicioso ambiente de los “valles y llanuras en que viven los hombres en sus pueblos, alimentándose de sus miserias y, sobre todo, de su incurable ramplonería” (UNAMUNO, M. de, 1966a, 350-351).

La montaña es también, como vemos, expresión y símbolo del orden natural, con todos sus valores característicos. Si desde su cima se puede dominar el orden de la naturaleza circundante, vista y entendida como conjunto, en su cima se puede dominar también el mundo de cualidades y significados que ese orden natural entraña. Ambas condiciones -visión y vivencia del orden natural- se complementan, y permiten entender el altísimo valor adquirido por la montaña en el horizonte de la modernidad paisajística. Atalaya y símbolo al tiempo, la montaña representa un nuevo modo de ver, entender y aun vivir los valores del orden natural. Y allí y desde allí pueden aclararse también diversos aspectos que, en el marco de esta perspectiva interpretativa de cuño romántico, cabe relacionar directamente con ese orden natural, visualmente expresado en el paisaje. Es lo que sucede, por ejemplo, con las trayectorias sociales e históricas asociadas a sus respectivos paisajes. Decía Unamuno que la patria “se revela y simboliza” en el paisaje, y que “el alma histórica” se hace sobre “el alma natural” (UNAMUNO, M. de, 1966c, 706). De ahí que, al asociar la vida social e histórica con la naturaleza y el paisaje, el lugar donde éstos pueden verse y entenderse cabalmente, la montaña, sea también el lugar propicio para aclarar -dominar- los rasgos característicos de aquélla. No es extraño, por tanto, que algunos vieran en la ascensión a las montañas españolas una manera de acceder a una mejor comprensión de los rasgos culturales, sociales e históricos de la nación.

Todo lo que hemos visto hasta aquí puede ayudar a entender las claves de la valoración moderna de la montaña. No se trata, como hemos señalado, de un hecho anecdótico, ni puede explicarse de manera simplista, sino que responde congruentemente a la importancia que adquiere respecto del conocimiento y la vivencia del orden natural y de sus cualidades y significados en el horizonte cultural de la modernidad inaugurada con el romanticismo. Atalaya y símbolo al tiempo, la montaña se convierte, en fin, en el lugar que permite entender el orden de la naturaleza y entender también los significados de variada índole –estéticos, morales, sociales, históricos, identitarios– que cabe relacionar con ese orden. Significados que se adentran en los terrenos de la memoria, como ha mostrado Veronica della Dora a propósito de la visión de las montañas egeas por los viajeros del siglo XIX (DELLA DORA, V., 2008), pudiéndose hablar así, siguiendo a Pierre Nora, de la montaña como lugar de memoria topográfico (NORA, P., 1997, t.1, 41) . Y, una vez dicho todo lo anterior, vamos a hablar ahora de cómo se ha plasmado en España, durante el periodo comprendido entre 1875 y 1936, esa valoración moderna de la montaña, centrándonos para ello en el caso de la montaña de Peñalara, en la Sierra de Guadarrama, que adquirió una gran importancia simbólica en el horizonte cultural y político de diversos círculos intelectuales y excursionistas de ideología liberal y reformista.

3. La valoración de Peñalara

Me he referido en otras ocasiones a la valoración moderna de la Sierra de Guadarrama en su conjunto y de uno de sus lugares más significativos desde diferentes puntos de vista, la Cartuja del Paular, en el alto valle del Lozoya (ORTEGA CANTERO, N., 2001, 2003, 2007; ORTEGA CANTERO, N. y GARCÍA ÁLVAREZ, J., 2009). Voy a hablar ahora de Peñalara, la cumbre más elevada de la Sierra, que ofrece el más acabado ejemplo de cómo se proyectó en ese ámbito el modo moderno de valoración de la montaña. Al igual que sucedió con el conjunto de la Sierra de Guadarrama, en la valoración de Peñalara confluyeron las dimensiones naturales, culturales y simbólicas, y las primeras, las naturales, sirvieron de fundamento a las otras dos. Una vez más, en este caso concreto, el orden natural es el que aporta las claves que permiten entender las cualidades y los significados de variada índole (estética, moral, histórica, simbólica, identitaria) atribuidos al paisaje en el que ese orden se expresa visualmente.

Las nuevas interpretaciones geológicas de la Sierra de Guadarrama formuladas en los últimos decenios del siglo XIX y los primeros del XX concedieron al macizo de Peñalara un valor muy destacado, que se justificaba principalmente por su gran antigüedad y por el importante papel que había desempeñado en la historia y en la organización del conjunto montañoso. La mole de Peñalara habría sido, desde el principio, según esas interpretaciones, el bastión fundamental o, como decía Macpherson, el verdadero horst de la Sierra, una especie de fortaleza capaz de resistir los empujes y las tensiones de los movimientos orogénicos posteriores, presidiendo así, en todo momento, la gradual articulación de la totalidad del Guadarrama. Con los 2.430 metros de altitud de su cumbre, Peñalara era no sólo la mayor elevación de la Sierra -lo cual, a efectos de atribución de significados, no era intrascendente-, sino también, de acuerdo con las nuevos enfoques naturalistas, el elemento principal de su larga historia y de su consiguiente caracterización geológica. Peñalara era, en suma, la clave de la vertebración natural de la Sierra de Guadarrama.

Pero no sólo se vio en esa culminación montañosa la clave natural de la Sierra, porque esa valoración se vio acompañada de otra de signo cultural y simbólico. Ambas valoraciones se mostraron estrechamente conectadas, y la primera, la naturalista, proporcionó a la segunda, la cultural y simbólica, su principal fundamento. Peñalara era la expresión más elevada -en todos los sentidos- del valor natural de la Sierra de Guadarrama, y al tiempo se veía también en ella la máxima expresión de su valor cultural y simbólico. Su cima era el punto de vista desde el que se podía ver y entender mejor, al modo de Saussure en el Mont Blanc, la organización del conjunto montañoso, y era también el lugar que mejor expresaba y simbolizaba los valores y significados culturales y simbólicos asociados a esa montaña.

Para detallar algo más lo que acabamos de esbozar, empecemos por considerar la interpretación que propuso Macpherson del lugar ocupado por la montaña de Peñalara en la evolución y organización geológica de la Sierra de Guadarrama. Según Macpherson, toda la Sierra de Guadarrama había desempeñado un papel especialmente importante, distinto al de otros sectores de la Cordillera Central, desde los primeros momentos de la historia geológica de la Península Ibérica. La mole gnéisica precámbrica del primitivo Guadarrama habría resistido, sin dejarse destruir, aunque sufriendo roturas y dislocaciones parciales, los fuertes empujes graníticos posteriores del periodo carbonífero (orogenia herciniana). En ese proceso, con las notables reorganizaciones del conjunto que entraña, se formó el valle del Lozoya, importante desde entonces en la evolución geológica y natural de la Sierra, estrechamente asociado al comportamiento de la masa gnéisica de Peñalara, que constituyó el elemento fundamental de la resistencia frente a los empujes graníticos hercinianos.

“Es la Peñalara -escribe Macpherson- [...] el punto que más principalmente ha resistido los embates de la erupción granítica, y desempeña un verdadero papel de horst en estas montañas”. Luego habla, con palabras expresivas y tono casi épico, de la singularidad y los efectos de esa resistencia, entre los que se cuenta la formación del valle del Lozoya. Las “ingentes erupciones graníticas” asociadas a las tensiones carboníferas de la orogenia herciniana actuaron en el ámbito precámbrico de la Cordillera Central “arrollándolo todo en un principio” y formando nuevos conjuntos montañosos, como la Sierra de Gredos y la Paramera de Ávila, “pero al llegar al macizo gnéisico de la Sierra de Guadarrama, ésta resiste su empuje, el granito se bifurca y concluye; penetra un ramal hacia el N. de los Siete Picos, rompiendo la masa gnéisica; otro más considerable continúa hacia Levante, y dejando a medio destacar otro gran trozo de rocas cristalinas, lo arrolla y lo retuerce contra la masa de Peñalara, verdadero horst, como he dicho, de la Sierra de Guadarrama, y forman entre ambos macizos gnéisicos el valle del Lozoya” (MACPHERSON, J., 1901, 137-138). A propósito de estas ideas de Macpherson, Bernaldo de Quirós habló metafóricamente (con metáfora mitológica y guerrera) de “historia ciclópea”, del “combate del gneis con el granito, de la “agresión” del segundo contra el primero, “vencida al cabo ante la enorme mole de la Peñalara” (BERNALDO DE QUIRÓS, C., 1915, 9).

En términos naturalistas, Peñalara era, según la interpretación inicialmente propuesta por Macpherson, un verdadero horst, un potente horst gnéisico formado por el más antiguo material precámbrico de la Sierra de Guadarrama (y de la Península), que se había mostrado capaz de resistir sin quebrarse o desfigurarse todos los empujes de la larga historia geológica posterior, y había presidido la organización del conjunto montañoso. Era, en suma, un bastión inexpugnable, una especie de gran fortaleza que remitía a los tiempos primigenios de la historia natural de la Península y que había desempeñado un papel decisivo en todo su desarrollo posterior. La nueva interpretación naturalista promovida por Macpherson hizo de Peñalara el lugar geológicamente más valioso y significativo de la Sierra de Guadarrama (ORTEGA CANTERO, N., 2001, 39-44).

Figura 2. La Cartuja del Paular y Peñalara*

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Fotografía de Meliá, J. A. (Anuario del Club Alpino Español, 1919).

* Esta fotografía representa la conexión establecida entre el valor cultural (artístico y monumental) de la Cartuja del Paular, en el alto valle del Lozoya, y el valor natural de Peñalara, al fondo, arropando simbólicamente a aquélla con los más elevados valores de la naturaleza.

A esa valoración naturalista correspondió otra de signo cultural y simbólico igualmente elevada. Esta última se expresó en multitud de escritos -relatos serranos, narraciones excursionistas, artículos de revistas de variado carácter- y también en representaciones pictóricas y fotográficas. Cabe recordar, por ejemplo, la presencia de Peñalara como telón de fondo de muchas de las representaciones de la Cartuja del Paular, vista desde su huerta. Tal presencia respondía a una clara intención simbólica, de manera que a través de ella se aludía a los más elevados valores naturales de la montaña que se hermanaban con los de índole artística y monumental de la Cartuja. Era un modo de expresar iconográficamente lo que los autores y comentaristas de la época advirtieron una y otra vez: la “asociación feliz del Arte con la Naturaleza” -en aquel paisaje de la cabecera del “magnífico” valle del Lozoya, “señoreado por Peñalara” y “decorado, además, con la romántica Cartuja de Santa María del Paular”- de la que habló Bernaldo de Quirós (BERNALDO DE QUIRÓS, C., 1964, 182). La montaña de Peñalara sirvió así en muchas ocasiones para arropar simbólicamente con los mejores valores de la naturaleza a la Cartuja del Paular. En una guía de ésta publicada a mediados de los años diez, escrita por Francisco F. Villegas (Zeda), tras dedicar a esa montaña una serie de adjetivos verdaderamente elocuentes - “gigante”, “formidable mole”, “regia cumbre”-, se decía sobre el paisaje del valle del Lozoya en el que se enmarcaba la Cartuja y sobre el papel desempeñado en él por Peñalara lo que sigue: “Envuelve todo el valle no sé qué imponente solemnidad, semejante á la de los templos. Puede decirse que es como una catedral inmensa que tiene por naves las montañas, por alfombras el césped, por incienso el aroma de las hierbas silvestres, y cuyo alter mayor es Peñalara, rodeada casi siempre de nubes, tras de las cuales cree adivinar nuestra fantasía la celebración de solemnes misterios religiosos” (VILLEGAS, F.F., 1915, 6, 13-15). Peñalara se veía así convertida en el altar mayor del templo de la naturaleza. Y no está de más recordar aquí, a propósito de esa visión metafórica, que hubo quienes llegaron a sostener la idea de que su nombre -Peñalara- podía proceder del de “peña del ara”, del altar (CHAULIÉ, D., 1880, 40). Todo ello era una muestra -y no precisamente menor- de la alta valoración cultural de esa montaña en los círculos intelectuales, artísticos y excursionistas de la época.

Y el caso de la Sociedad Peñalara resulta también elocuente en ese mismo sentido: fundada en 1913 precisamente con ese nombre - “Peñalara. Los doce amigos” se llamó primero, y “Sociedad Española de Alpinismo Peñalara” después-, lo que no deja de ser indicativo, adoptó como imagen identificadora de su revista una fotografía de José Tinoco con la torre entonces mocha de la Cartuja del Paular en primer plano y Peñalara detrás, y exigía estatutariamente a sus socios haber llegado, como si de una prueba iniciática se tratara, “una vez por lo menos, a la cumbre de la montaña que da nombre a la Sociedad” (PEÑALARA, 1913, 1).

De la singularidad de Peñalara se habla con frecuencia en los escritos de la época. No sólo se recuerda una y otra vez que es “la montaña más alta de todo el macizo del Guadarrama”, sino que se insiste en que, además de ser la más alta, es también la que muestra una entidad mejor definida y más característica, llegando a ser valorada como un verdadero arquetipo montañoso. Se ve en ella, como dijo un montañero anónimo en las páginas de El Sol, “la montaña por excelencia”, y se añade, obviando todas las diferencias entre lo que se compara, que es la montaña que mejor responde al “tipo de montaña alpina, genuina representación de la forma y silueta de todas las elevaciones de la Tierra”. Y esa condición arquetípica, que permite singularizarla en el conjunto del Guadarrama, entraña además otro rasgo sin duda significativo por lo que tiene de expresión de una de las cualidades mayores habitualmente atribuidas al orden natural: “su variedad dentro de la unidad” (UN MONTAÑERO, 1929, 3). La naturaleza -escribió Humboldt en su Cosmos- “es la unidad en la diversidad de los fenómenos” (HUMBOLDT, A. de, 1874-1875, t. I, 3).

Son también numerosos los testimonios que se refieren a su valor como punto de vista, como lugar privilegiado para ver y entender desde su altura -para dominar- el conjunto montañoso del Guadarrama y, además, buena parte del paisaje (castellano) que se extiende más allá de la montaña. “Desde su cima -se dijo en las páginas de Aire Libre-, alba casi siempre, se divisa un extenso panorama” (ESTÉVEZ ORTEGA, E., 1924). José Fernández Zabala habló del “hermoso panorama” que podía contemplarse desde allí: “Al frente se yerguen altivas y soberbias otras cadenas montañosas, cubiertas con su eterna toca de nieve, brillantes al sol mañanero, solitarias y olvidadas, sin que la más leve mancha ennegrezca la purísima albura de su manto invernal” (ZABALA, J.F., 1913, 63).

Y Juan Almela Meliá se refirió a las dos vistas mencionadas -la del conjunto del Guadarra y la del paisaje castellano circundante- en uno de sus artículos, dedicado a las “Cumbres castellanas”. Recuerda una vez más su preeminencia en altitud -”es la montaña más elevada de toda esta Sierra”, dice-, y no escatima los elogios, siempre significativos, a su caracterización general y a su cumbre: Peñalara es “grandiosa” y su cumbre, “macizo realmente enorme, se levanta imponente”. Habla también de su “variada belleza” y de “la magnificencia del panorama que desde la cúspide se puede contemplar”, cualidades ambas que justifican sobradamente, en su opinión, “la gran preferencia que los alpinistas madrileños sienten por ella”, para añadir a renglón seguido que “nunca se encomiará bastante el placer de una ascensión á Peñalara”. Rodeada de “paisajes hermosísimos”, Peñalara permite ver, desde su cumbre, un amplio panorama que comprende el ámbito montañoso y el paisaje castellano que lo rodea. Desde esa altura, precisa Meliá, “se ve el desarrollo de la parte más elevada del Guadarrama”, desde las Cabezas de Hierro, las Guarramas y la Maliciosa, hasta las “altísimas cumbres” de Siete Picos, Peña Bercial, Peña Águila, la Peñota, Montón de Trigo, Pasapán o la Peña del Oso. A ello hay que añadir la visión de la propia montaña desde su cima -las hoyas, los ventisqueros, las lagunas de origen glaciar- y la visión panorámica del valle del Lozoya, con todos sus pueblos y con la Cartuja en primer término. Por último, el paisaje de las dos Castillas, la Vieja y la Nueva. “Desde allí -escribe- se domina una extensión asombrosa de Castilla la Vieja”. Y respecto de Castilla la Nueva, hacia el Sur, aunque parcialmente oculta por la alineación de la Cuerda Larga” extiéndese la mirada sobre media provincia de Madrid” (MELIÁ, J.A., 1912, 654-655).

“Desde la cumbre de la Peñalara -escribió, por su parte, Bernaldo de Quirós, en su Guía alpina del Guadarrama- se atalaya al Norte un panorama ilimitado de Castilla la Vieja”, y al Sur, por el contrario, “casi al alcance de la mano, áspera y negra, dominada, se yergue la muralla del Guadarrama, vista en su vertiente Norte, desde la Peñota o Tres Picos hasta Cabezas de Hierro, pasando por la cónica regularidad de Montón de Trigo, la amplia corona de Siete Picos y la cresta final de La Maliciosa, derribada hacia el Este, como a punto de desprenderse”. A ello se añade la visión, hacia el Oeste, a través del puerto de Navacerrada, de un sector terminal de la Sierra, y finalmente, hacia el Este, del valle del Lozoya, que “pone en el heroico panorama la única nota risueña” (BERNALDO DE QUIRÓS, C., 1909, 41-42).

También Enrique de Mesa ofrece en sus Andanzas serranas, al rememorar una de sus caminatas desde la Cartuja del Paular hasta la laguna de los Pájaros, algunas consideraciones interesantes sobre lo que puede verse, hacia el Norte, desde las alturas del macizo de Peñalara. Es, dice, un paisaje “sorprendente”, que abarca desde la llanura castellana -”llana, amarillenta ó parda, calcinada, agostada por el fuego del sol, se extiende la vieja Castilla, con sus exiguos y pobres liños de álamos, que bordean los cauces sedientos de las arroyadas secas, y sus pueblos hidalgos y míseros, que apenas rompen con los tejados negruzcos la monotonía de la llanura”-, hasta la frondosidad de Valsaín - “que gana los altos de la Fuenfría, y se repliega, impotente, bajo la diadema rocosa de Siete Picos”- y las crestas, de “atrevida arrogancia”, de “los gigantes de la entraña serrana” (MESA, E. de, 1910, 27-28).

A la valoración de Peñalara como punto de vista, como lugar desde el que es posible ver y entender el conjunto montañoso y lo que se extiende más allá de él, hay que añadir otras vertientes valorativas. Ante todo, lo que su cumbre significa como lugar en el que se pueden ver y sentir con especial claridad los más altos valores del orden natural. A ello se refieren una y otra vez quienes hablan de esa montaña. Veamos algunos ejemplos. Se habló de su “maravillosa” cumbre, “la más caracterizada e interesante” de la Sierra, “llena de silencios” y “erguida al cielo”, a la que había que llegar con esfuerzo y tesón, podría decirse que haciéndose merecedor de lo que allí se podía encontrar. El ascenso del montañero, con sus dificultades y riesgos, supone el acercamiento gradual a la plenitud de cualidades -estéticas, intelectuales, morales- del mundo natural. Hay que pasar, cerca ya de la cima, por los piornales que ciñen las “angulosas peñas” y “dificultan el paso y a veces lo hacen imposible”, y hay que pasar también, algo más arriba, por la pradera - “resbaladiza, amplia, silenciosa, llena de luz y de alegría”- y por las lagunas y los bravos arroyos, y por “los grandes circos morrénicos, los lechos quietos y ruinosos de los antiguos glaciares, para acceder finalmente a la cumbre, “vencida al cabo por la tenacidad del montañero” (UN MONTAÑERO, 1929, 3). La ascensión a la cumbre de Peñalara se convierte así en una especie de prueba en la que hay que superar dificultades y sortear peligros para acceder finalmente al mundo gozoso de la naturaleza. Ya decía Reclus que la naturaleza libre no sólo entraña “hermosos paisajes para contemplarlos” y “leyes para estudiarlas”, sino también, al tiempo, “obstáculos que es preciso vencer” (RECLUS, E., 1998, 223).

Figura 3. El macizo de Peñalara desde Rascafría, en el valle del Lozoya*

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Fotografía de Tinoco, J. (Guías de los Sitios naturales de interés nacional. Número 1. Sierra de Guadarrama, 1931).

* La alta valoración natural de Peñalara, iniciada por Macpherson, se correspondió con una valoración cultural y simbólica igualmente elevada, y justificó su declaración como Sitio natural de interés nacional en 1930.

Pero la valoración de Peñalara no se agota en esa vertiente de carácter natural. Trasciende de esa dimensión y, apoyándose en ella, se prolonga en el terreno de las consideraciones históricas e identitarias. Peñalara no es sólo la máxima expresión del orden natural y de los valores directamente emanados de él, sino también la expresión simbólica más nítida, más acabada, de las caracterizaciones históricas e identitarias que se corresponden con ese orden, que se han conformado dentro de él y en continua relación con él, manteniendo con él las estrechas conexiones -individuales y colectivas- que la visión moderna de la naturaleza y el paisaje afirma sin titubeos. Desde la cumbre de Peñalara se domina el orden y los valores de la naturaleza; y se domina también (simbólicamente) el sentido -social, político, nacional- de la historia asociada a esa naturaleza y el carácter de la identidad colectiva surgida de esa historia. De ahí que sean frecuentes las referencias a la posibilidad de ver y entender del mejor modo posible desde Peñalara los rasgos históricos y la identidad de Castilla y de España. Allí se confirma plenamente lo que dijo Joaquín Xirau a propósito de Francisco Giner y de sus amigos institucionistas: “Desde lo alto de la Sierra dominaban Castilla y desde Castilla España entera” (XIRAU, J., 1969, 42). De ahí que pueda aplicarse a Peñalara, utilizando la terminología de Nora, la calificación de lugar topográfico de memoria.

Enrique de Mesa ofrece una imagen expresiva de ese valor simbólico de Peñalara. Desde la cumbre de esa montaña, de “arrogante cabeza”. de “hombros hercúleos” y adornada por “regio manto de pinos”, ve las dos Castillas, y a esa visión se asocia la evocación de sus rasgos culturales, literarios e históricos. Ascender a Peñalara es también, para Mesa, un modo de entender lo que las dos Castillas, la Vieja y la Nueva, significan, una manera de adentrarse en la comprensión de esas dos entidades territoriales e históricas que el autor vincula a las figuras arquetípicas del Cid y de Don Quijote. “Ésta es -escribe- la Peña Lara, la más alta cumbre, señora de la serranía. Desde su risco más enhiesto se otean ambas Castillas: ella las separa. A un lado, el solar viejo, el pardo y grave terruño segoviano, con sus seculares castillos roqueros: Pedraza, Sepúlveda, Turégano; al otro, la llanura amarillenta, grísea, con sus ventas fementidas y sus molinos de viento. La vieja Castilla, ennoblecida por los hidalgos cuerdos, y la nueva Castilla, sublimada por el hidalgo loco. El solar del Cid y la tierra de Don Quijote” (MESA, E. de, 1910, 9-10). Peñalara, por tanto, domina las dos Castillas, y además la historia de las dos Castillas, a las que, hablando geográficamente, como advierte Mesa, separa. Separa las dos Castillas, sí, pero también se puede decir, viendo las cosas de otro modo, es decir, hablando simbólicamente, que las une. “Peñalara -escribe Estevez Ortega- es como un ingente y blanco mojón ciclópeo, fronterizo. Separa y une ambas Castillas” (ESTÉVEZ ORTEGA, E., 1924).

Pero fue Constancio Bernaldo de Quirós quien más claramente señaló el valor simbólico de Peñalara, “Mont Blanc -dice- de los Alpes castellanos” (BERNALDO DE QUIRÓS, C., 1909, p. 39). Sus palabras expresan con meridiana claridad la envergadura de la dimensión simbólica -asociada, por cierto, a la del conjunto de la Cordillera Central- atribuida a esa montaña. “Ésta es -escribe-, en la serranía del Guadarrama, la más alta cumbre de la cordillera, columna vertebral de España, que, en la constitución del macizo peninsular, es y aparece como la porción más antigua y resistente y el centro de agrupación -lo mismo, pues, que en lo político y social- a que se unieron después levantamientos posteriores” (BERNALDO DE QUIRÓS, C., 1905, 34-35). No hay mejor manera de decirlo: Peñalara es, en términos naturales, la porción más antigua y resistente y el centro de agrupación de la historia geológica peninsular, y puede verse también, al tiempo, como la expresión simbólica de lo más antiguo y resistente y del centro de agrupación de la historia de España. Es, en suma, un símbolo, el más destacado símbolo en la muy simbólica Sierra de Guadarrama, de la historia nacional y de la identidad colectiva conformada en ella.

4. Peñalara, sitio natural de interés nacional

El último eslabón del proceso de valoración moderna de Peñalara que estamos considerando se produjo en los años treinta, cuando se declaró el interés nacional de algunos de los lugares más valiosos de la Sierra de Guadarrama. Algunos sostuvieron, a lo largo de los años veinte, la conveniencia de convertir la Sierra de Guadarrama en un Parque nacional. El diario El Sol defendió con firmeza esa postura, a finales del decenio: fue una campaña en favor de que se hiciese con la Sierra de Guadarrama lo que se había hecho, diez años antes, en 1918, con la Montaña de Covadonga, en los Picos de Europa, y con el Valle de Ordesa, en los Pirineos.

Una serie de razones llevaron a la Junta de Parques Nacionales, creada en febrero de 1917 y reorganizada en julio de 1929, de la que formaban parte, como vocales, Eduardo Hernández-Pacheco y Ramón Menéndez Pidal, a rechazar la propuesta de hacer del Guadarrama un Parque nacional. Con esa decisión tuvo mucho que ver la opinión de Hernández-Pacheco, contrario a que se siguiese aplicando en España, como se hizo en la Montaña de Covadonga y en el Valle de Ordesa, el modelo norteamericano de Parque nacional, y partidario, por el contrario, de apoyar las actuaciones en ámbitos de menor extensión y, en su opinión, más sencillos de administrar, los denominados Sitios naturales de interés nacional, creados mediante Real Orden de julio de 1927. que los definía del siguiente modo: “Podrán ser declarados Sitios de Interés Nacional los parajes agrestes del territorio nacional que merezcan ser objeto de especial distinción por su belleza natural, lo pintoresco del lugar, la exuberancia y particularidades de la vegetación espontánea, las formas especiales y singulares del roquedo, la hermosura de las formaciones hidrográficas o la magnificencia del panorama y del paisaje” (HERNÁNDEZ-PACHECO, E., 1933, 21). Y esa fue precisamente la perspectiva que se aplicó entonces a la Sierra de Guadarrama, una vez desestimada la idea de hacer de ella un Parque nacional.

Teniendo en cuenta esa orientación de la Junta de Parques Nacionales, la entonces Real Real Sociedad Española de Alpinismo Peñalara tomó la iniciativa de solicitar que fuesen declarados Sitios de interés nacional tres lugares muy significados de la Sierra de Guadarrama, que reunían “méritos y bellezas suficientes para ello” (PEÑALARA, 1929, 270): la Pedriza de Manzanares, en el término de Manzanares el Real, el pinar de la Acebeda, perteneciente a San Ildefonso, en la provincia de Segovia, y la cumbre, el circo y las lagunas de Peñalara, en el término de Rascafría. Una Real Orden del Ministerio de Fomento, del 30 de septiembre de 1930, declaró “Sitios naturales de interés nacional” los tres parajes propuestos por la Sociedad Peñalara, en los que se hallaban los tres componentes principales -roquedo, vegetación y cumbres- del paisaje de la Sierra de Guadarrama (HERNÁNDEZ-PACHECO, E., 1931, 9-20).

El preámbulo de la Real Orden contiene una descripción sucinta y muy expresiva de los tres lugares declarados Sitios naturales de interés nacional, “que pueden considerarse como representativos de los tres elementos del paisaje que en armónico conjunto dan a la castellana sierra la reputación que en justicia se le asigna en relación con la estética de la naturaleza”. Tras referirse a los dos primeros lugares seleccionados -la Pedriza de Manzanares y el Pinar de la Acebeda-, se dice de Peñalara lo que sigue: “Es el tercer lugar el de la Cumbre, con el circo y lagunas de Peñalara, cúspide de fácil acceso, en la cual la montaña alcanza su máxima culminación, de 2.430 metros de altitud, y desde donde la vista se extiende por el amplio panorama de las anchas Castillas. Al pie de la cúspide se muestra el abrupto circo rocoso, abierto por los accidentes geológicos y excavado por la acción de los glaciares de los tiempos anteriores a la Historia, lugar embellecido por las plácidas lagunas, de límpidas aguas, de los Pájaros y de Peñalara” (HERNÁNDEZ-PACHECO, E., 1931, 12).

La Junta de Parques Nacionales -y después la Comisaría de Parques Nacionales, que la sustituyó en junio de 1931, ya en la etapa republicana- publicó, en los años treinta, bajo la dirección de Eduardo Hernández-Pacheco, vocal de la Junta y luego vicepresidente de la Comisaría, unas Guías de los Sitios naturales de interés nacional. La primera de ellas, aparecida en 1931, se dedicó a la Sierra de Guadarrama, y la parte correspondiente a Peñalara fue escrita por Carlos Vidal Box, entonces profesor de Geografía física en la Universidad de Madrid. Y sus palabras sobre la cumbre de Peñalara expresan una vez más la valoración moderna que hemos comentado. “La impresión que desde ella se recibe -dice- es maravillosa”, y enumera luego todo lo que desde allí puede verse: desde “el campo castellano”, con sus ciudades históricas y sus “aldeas y caseríos desdibujados por la distancia”, hasta las otras cumbres del conjunto del Guadarrama -Mujer Muerta, Siete Picos, Montón de Trigo- y sus valles de la Fuenfría y del Lozoya, limitado por la Cuerda Larga, con sus “espesos pinares y robledales, entre los que se distingue la torre del monasterio del Paular” (VIDAL Y BOX, C., 1931, 87-88). Una vez más, se rinde tributo, como se ve, al final del periodo considerado, a la imagen de la montaña de Peñalara como lugar privilegiado para acercarse al orden natural del que forma parte muy destacada.

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Notas

1. Este artículo se ha realizado dentro del Proyecto de Investigación CSO2012-38425, financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad.

2. Universidad Autónoma de Madrid. nicolas.ortega@uam.es