LA ESCRITURA ANTE EL ESPEJO: PRESENTE, DE TANIA PADILLA
WRITING IN FRONT OF THE MIRROR: PRESENTE, BY TANIA PADILLA
L'ÉCRITURE DEVANT LE MIROIR : PRESENTE, DE TANIA PADILLA
Pedro Ruiz Pérez
Universidad de Córdoba
https://orcid.org/0000-0002-1950-9136
Fecha de recepción: 30/08/2024
Fecha de aceptación: 12/12/2024
DOI: https://doi.org/10.30827/tn.v8i1.31483
Resumen: En el amplio y aún no bien delimitado escenario de la “literatura del yo” el último libro de Tania Padilla (Presente, 2024) plantea una variedad de retos críticos y conceptuales. Los interrogantes afectan a la propia definición genérica, a la relación con la verdad objetivable y con la configuración de la voz autorial. A partir del análisis de las formulaciones del texto se propone, más que una respuesta, un replanteamiento de estas cuestiones, con una apreciación de las aportaciones de la obra en la apertura del espacio literario.
Palabras clave: Tania Padilla; Presente; literatura del yo; género literario; verdad; confesionalidad.
Abstract: In the broad and still not well-defined scenario of the “literature of the self”, Tania Padilla's latest book (Presente, 2024) poses a variety of critical and conceptual challenges. The questions affect the generic definition itself, the relationship with objectifiable truth and the configuration of the authorial voice. Based on the analysis of the text's formulations, we propose, rather than an answer, a rethinking of these questions, with an appreciation of the work's contributions to the opening up of literary space.
Keywords: Tania Padilla; Presente; Literature of the self; Literary genre; Truth; Confessionality.
Résumé : Dans le vaste scénario encore mal défini de la « littérature du moi », le dernier livre de Tania Padilla (Presente, 2024) pose une série de défis critiques et conceptuels. Les questions concernent la définition générique elle-même, la relation avec la vérité objectivable et la configuration de la voix d'auteur. À partir de l'analyse des formulations du texte, nous proposons, plutôt qu'une réponse, de repenser ces questions, en appréciant les contributions de l'œuvre à l'ouverture de l'espace littéraire.
Mots-clés : Tania Padilla ; Presente ; littérature du moi ; genre littéraire ; vérité ; confessionnalité.
1. Premisas y proposiciones desde una contextualización
La literatura (y esto es válido para la escritura y su espejo en la lectura) añade un factor estético a las funcionalidades, arraigadas en lo más ancestral, que se materializan en el confesionario y en el diván. Lo supo ver muy bien Montaigne y expresarlo con una fórmula definitoria, justo al asentar uno de los pilares del edificio literario de la modernidad. En la advertencia preliminar de sus Essais (1580) no deja lugar a dudas, ni de sus intenciones (“He aquí un libro de buena fe, lector”) ni del material de que tratará en sus polifacéticas páginas (“Así, lector, yo mismo soy la materia de mi libro”). Las sintéticas afirmaciones asentaban la conciencia y la agencia de un sujeto moderno a partir del humus de los studia humanitatis; a la vez y con no menor trascendencia, señalaba el camino por el que la literatura podía resolver, con una clave de oblicuidad y verosimilitud, la tensión entre la historia y la fábula, entre la comunicación y la pura expresividad, entre la utilidad y el deleite. Desde la vertiente en que la forma ensayística actualiza la propuesta que el humanismo solía confiar al cauce epistolar, el alcalde de Burdeos y “señor de la Montaña”, según lo nombraba Quevedo, cumplía una función análoga a la que Cervantes resolverá de lleno en el de la ficción, por más que esta se presente como versión de una crónica. Si con ello se despejaba una verdadera autopista para la literatura, al menos hasta la imposición de la postmodernidad, no faltaron vías secundarias, vericuetos paralelos y caminos adyacentes. Algunos de ellos fueron transitados con intenciones más o menos conscientes de socavar los cimientos literarios; en otros casos, por el contrario, la ampliación del espacio de la literatura no se hizo (no se hace) al precio de su desintegración; antes bien, pueden proponer productivos mecanismos para ahondar en su esencia y ganar en intensidad.
Este escueto entramado de evocaciones y consideraciones puede servir de entrada y referencia en la lectura de Presente (2024) de Tania Padilla, quizá un protocolo necesario cuando el lector ha de buscar asideros para transitar por unas páginas sin modelos perfilados. La autora llega a este texto tras una trayectoria narrativa en la que ha ensayado una diversidad de tonos, registros y argumentos en sus cuatro novelas precedentes. En Nosocomio. El diamante negro (2013) estira los límites de la novela histórica con una larvada ironía que permite la lectura como parodia del molde de los best sellers, en una primera línea de su particular asimilación de la propuesta cervantina. Su segunda entrega, Un secuestro raro (2016), se zambulle de lleno en las aguas del humor, para convertir un germen de sátira política en una ácida caricatura de la realidad, con un grupo de personajes moviéndose al hilo de una trepidante y disparatada aventura donde irán cayendo sus máscaras superpuestas; este paso por el humor, entre el distanciamiento necesario para el juego estético y la ambigüedad de la mirada irónica, abre otra faceta de un cervantinismo bien metabolizado. En La torre invertida (2017) retoma algunos procedimientos de su primera novela, reorientados ahora hacia un espacio más expresamente metaliterario, atravesado por la presencia de Pessoa, mientras la protagonista trata de escribir una novela, de la cual acaba siendo una imagen desdoblada la que el lector tiene entre sus manos; innecesario es remitir de nuevo a Cervantes para apuntar una genealogía de este juego de espejos y de puentes entre la realidad y la ficción. Tutú (2023), la más breve de sus entregas, es también la de una construcción narrativa menos artificiosa, por plantear un argumento más inmediato y una forma del relato en el que la voz en primera persona se retira regularmente para dejar paso a los diálogos en estilo directo, para alternar la vivacidad de la interacción de los personajes con los momentos de introspección; junto a otros mecanismos narrativos bien administrados, una buena cantidad de material de la realidad, incluso de la más estrictamente autobiográfica, se transmuta en una entidad novelesca, literaria, que no deja de proponer reflexiones sobre la naturaleza de la frontera entre dos mundos convencionalmente separados.
Cuando el lector ha aceptado esta imagen de la autora construida, con toda su variedad, dentro de la ortodoxia novelesca, o, sencillamente, cuando se sitúa convencionalmente en ese horizonte, Tania Padilla lo sorprende con una obra difícil de calificar y resistente a la catalogación en las habituales casillas de la narrativa. Porque Presente trata de un personaje que asume la identidad de la autora, tanto al presentar como suyas las experiencias que muestra como por el hecho de mostrarse expresamente como un acto de escritura. En las novelas previas este rasgo no tenía una presencia perceptible. Apenas se podían percibir algunos esbozos, y estos se limitaban a la matización de la condición o la vocación de escritor o escritora de alguno de los personajes, rasgo que teñía algunos aspectos del relato sin convertirse en su referencia sustancial. Incluso con la intervención de algunos elementos extraídos de la propia experiencia de la autora, como su vinculación a la Facultad de Filosofía y Letras de Córdoba (escenario principal de Nosocomio en su edificio y en lo que hay de novela de campus), sus viajes a Portugal (proyectados en La torre invertida), el entorno cordobés (explícito en Un secuestro raro y apenas estilizado en Tutú). En todos los casos, sin embargo, lo que se imponía, casi como una constricción anterior a la escritura, era un predominio absoluto de la fabulación, sobre todo en los tres primeros títulos publicados; en Tutú, donde esos elementos podían ser apreciados al trasluz, en parte como un ejercicio de sublimación por parte de la escritora, estos no formaban parte del pacto de ficcionalidad ni incidían en las pautas de la escritura; es más, para quien puede leerlo sin noticias sobre la vida real de Tania Padilla el relato funciona igual o, incluso, con más libertad que para quien sospeche de una referencialidad verista y quiera seguir su rastro.
El planteamiento de Presente es radicalmente inverso, tanto en lo que se refiere a la materia de lo expuesto como en el juego de identidades entre autora y narradora que se propone desde el inicio de sus páginas. Como intentaré desgranar a continuación, los materiales ficcionalizados son sustituidos por una referencialidad exigida para una adaptación del “pacto autobiográfico” (Lejeune); lo más determinante, sin embargo, es la focalización establecida, que puede tener una base en lo anterior, pero para trascenderlo en un juego literario donde la confesionalidad solo es uno de los componentes (y podría ser prescindible) de un ejercicio de autocontemplación en la escritura. Avanzando en esta consideración, puede decirse que en Presente una Tania Padilla que escribe sobre unas circunstancias asumibles como propias se convierte en protagonista y objeto de la indagación literaria, a partir de la presentación de un ejercicio de escritura en y desde la conciencia de este hecho. El desplazamiento del plano de la realidad cotidiana a la del texto, a su proceso de conformación, dota a la obra de una personalidad propia, singular en el amplio y difuso campo de la “literatura del yo” (Mora). La abierta declaración de un carácter confesional en lo que se presenta al lector no deja de ser una confesión literaria o, más allá, una literatura de la confesión, porque el carácter mismo de la confidencia queda disuelto a partir de la realidad incuestionable de que se trata de un libro impreso para la lectura de un público indeterminado y heterogéneo, editado y difundido por una entidad comercial e incluido en su colección “Narrativa” y no en la de “Diarios” que también está disponible en su catálogo. A esta circunstancia habremos de volver; cabe ahora apuntar alguna posible línea de lectura a partir del cuestionamiento genérico, que habrá que contrastar con la propuesta textualizada por la obra en los dos campos definitorios de la materia y el modo de la narración.
A grandes líneas, una primera y prácticamente obligada clave de lectura es la particular posición de la obra desde su juego con el confesionalismo en la corriente de las letras egódicas, en los bordes de las modalidades narrativas que hoy parecen ocupar un lugar de privilegio en la producción y el consumo literarios, con su borramiento de fronteras entre realidad y ficción, porque Presente rehúye los moldes más transitados y agostados, siempre propicios para el cartón de la trampa literaria. “Literatura del yo”, sí, pero de un modo muy particularizado.
2. Un mundo de referencias: de la realidad a su ordenación
El libro se abre con “una introducción” que actúa a la vez como tal y como una más de las diez partes del libro, cada una dedicada a un aspecto de los que la autora quiere manejar y exponer en su aventura indagatoria y creativa. A la función que corresponde a un preliminar se adscribe que, en estas páginas, mientras se inicia el relato, se ofrece al lector la información necesaria para dar un sentido a la obra, aunque también podríamos decir que levanta la escenografía necesaria para que la representación que va a tener lugar de seguido resulte verosímil y eficaz a partir de la indefensión de un lector confiado en la veracidad del relato. Este efecto introductorio queda reforzado por el artificio[1] de simetría que en el conjunto se establece con el apartado final, “Lo que vendrá”, que también hace las veces de epílogo y puerta de retorno a la realidad. La correspondencia entre ambas partes y el ejercicio de entrada y salida en el espacio textual se refuerza también en el plano de los elementos menores. Así, tras una doble cita, de Thoreau y de Pániker (aspecto este al que habremos de volver) las palabras iniciales llevan al lector desde la vida cotidiana, en principio externa al ejercicio literario, al interior del mismo: “El otro día, camino del gimnasio, tuve lo que yo llamo una ‘epifanía literaria’” (11). Al acabar el desarrollo de dicha “epifanía” un elemento vuelve a levantar la frontera con el mundo real. La data, “En Córdoba, entre mayo y julio de 2022”, no solo nos devuelve al “otro día” del inicio y el caminar de la narradora por las calles de su ciudad. Al volver a esas calles el lector no deja de sentir que todo lo anterior, todo lo leído, pertenece a otro ámbito de verdad, un espacio borroso en el que la única realidad incuestionable es el texto, la materialización de la “epifanía” inicial e iniciática, calificada, no hay que olvidarlo, como “literaria”.
Retornemos al inicio para considerar cómo funciona, desde la citada declaración, lo que es a la vez una declaración de principios y una petición de principio. De esta fórmula se activa lo que en ella hay de presuponer una conclusión, al iniciar el juego metarreferencial y presentarse en esa doble condición de revelación de una verdad y de la naturaleza literaria de ambas, revelación y verdad. Esta es la declaración de principios: la autora se convierte en narradora para contar, desde el marco de su vida diaria, qué le ha sido revelado o, si se prefiere, qué ha surgido de su interior. La paradoja es que lo hace aplicando un modelo formulístico bien acuñado y reconocible, pues en el sintagma se da respuesta a las clásicas cuestiones sobre los elementos esenciales de una historia (quién, cuándo, dónde, qué, por qué, cómo)[2], tan magistralmente resueltas por Cervantes en el arranque del Quijote como bien aprendidas por una aventajada descendiente muchas generaciones posterior. Los ecos no acaban aquí, ya que también queda reflejado en la estrategia de presentación, aunque con una resolución diferente, el mecanismo cervantino que, con la ficcionalización de los prólogos a las dos partes del Quijote no solo deja sembrada la incertidumbre sobre su condición como padre o padrastro de la historia y, de paso, sobre su hibridación de la crónica y la fábula imaginada: potenciando su función de umbral o seuil (Genette), tiende el puente entre dos mundos, el de la realidad y el de la ficción, el del escritor y el de su texto, explotando lo que ya funcionaba en la redacción conservada del Lazarillo. Al mencionar la “epifanía literaria” la practicante de deporte se descubre como una escritora, la Tania Padilla que camina a sus ocupaciones o entretenimientos muestra su condición literaria. ¿Qué parte de todo ello le corresponde al texto?
Un camino hacia la respuesta puede partir de lo ya señalado acerca de que, sin dejar de ser una introducción, esta parte es también un capítulo del relato, porque el lector ya está inmerso en él. La doble naturaleza de “una introducción” se manifiesta editorialmente cuando al continuar la lectura nos percatamos de que la maquetación es la misma que en el resto de la serie, con un título en página aparte que tiene la misma tipografía y disposición que los restantes. Y esta percepción se ratifica al llegar al índice, con una completa homogeneidad de todos los epígrafes sin excepción, también los de los apartados que podrían funcionar (de hecho, no dejan de hacerlo) como prólogo y como epílogo. Muy posiblemente, lo intentaré argumentar en breve, hay algo de juego con la numerología para establecer la redondez de la decena, con todas sus evocaciones; sin embargo, lo que parece más determinante es el designio de abrir esta narración reflexiva con su pretendida ambigüedad; al menos, resulta más productivo literariamente que un juego aritmético. Las líneas inmediatas insisten en la condición indeterminada de lo que vendrá “de este primer fulgor, de esta pura intención de sentarme a teclear[3] que me asalta como un latigazo. Pero esta vez quiero escribir algo nuevo. No una novela. O no exactamente una novela. Quiero escribir algo que nadie quiera publicar” (11). Difícil esquivar el recuerdo de Magritte: “Ce n’est pas une pipe”. ¿Qué va a ser, pues? ¿El lector tendrá una obra o la representación de una obra? Es más: ¿habrá lector para algo impublicable? Queden por ahora abiertas las preguntas sobre la naturaleza de la obra, mientras nos acercamos a esta a través de la consideración de la materia del texto, de su origen y del modo en que se ordena.
La autora rotula “Hallazgo y propósito” este primer apartado antes de desviar la mirada del lector hacia su valor introductorio. Y no le miente (del todo) en ninguno de los casos. De hecho, los preámbulos convencionales, es decir, los que siguen las convenciones del género incluyen un doble elemento como esencial en su información preliminar: una génesis que en muchos casos tiene que ver con un encuentro imprevisto (desde la excusa del manuscrito hallado) y una declaración de intenciones más o menos concretada en la forma elegida para dar forma y presentar el texto. In nuce, ambos componentes de la caracterización discursiva estaban presentes en el pasaje citado: quiero escribir algo que no sea una novela ni nada publicable. La voluntad surge de la “epifanía literaria” declarada y tiene que ver con una salida, con algo de paradójica, de una situación sin salida, ya que el punto de arranque para concretar narrativamente un punto de estancamiento vital es un bloqueo narrativo del que se puede salir con el descubrimiento de su carácter de encrucijada: si no es viable el camino que debía llevar a completar la novela en el telar[4], se abre la ancha vía de aquello que no es estrictamente el género canónico; y se puede empezar a transitar a partir de un ejercicio de voluntad, que en el caso de una escritora se traduce en un designio literario, en un propósito constructivo para definir eso que no sea “exactamente una novela”: un hallazgo y un propósito.
La lectura irá revelando paulatinamente que no es baladí para el significado literario del texto su nacimiento de un conflicto, algo que psicológicamente tiene que ver con el marasmo y antropológicamente conecta con el caos que antecede a toda cosmología, entendiendo esta (un tanto a lo demiurgo) como la ordenación de lo real. Lo particular del caso es que se trata de un desorden respecto a la norma anterior, la establecida por la autora tras la publicación de cuatro títulos y tener en espera algunos más; se trata, en definitiva, de una quiebra en la línea de escritura: “estoy escribiendo esto porque, después de casi cien páginas de Word a doble espacio, me he quedado varada en medio de una novela” (12). La confesión inicial es la de un fracaso literario. La normalidad de un mundo bien ordenado, mensurable en términos tipográficos y regulado por un programa no en balde calificado de “tratamiento de textos”, se agota; para evitar el precipicio de la nada solo queda buscar una salida, ensayar otro camino, con toda la incertidumbre de lo desconocido, de lo no recorrido previamente, pero que nace de un propósito liberador, de un hallazgo en medio de la sensación de oscuridad: “surge para paliar la frustración que siento ante el hecho de haberme quedado bloqueada en mitad de una historia que, en principio, me interesaba contar” (13). Pero este recurso paliativo solo cuenta de entrada con limitaciones. Por su propio origen está impedido para seguir el camino de la ortodoxia novelesca y, además, se encuentra constreñido en sus posibilidades por un principio establecido, unos límites que no deben traspasarse, porque “la autoficción les ha abierto el camino a todos los tontos” (13[5]). La luz parece surgir de la propia conciencia de que se trata de un sustitutivo (“Es como quien cultiva colza en lugar de dejar en barbecho la tierra”, (14)). Sin embargo, la propia dinámica de la escritura llevará, ya no al encuentro, sino a la fundación de un nuevo territorio.
Como no podía ser de otra manera cuando se trata de un territorio literario, este solo puede asentarse en una escritura previa, ajena generalmente, propia en este caso. La condición es que, antes de ser retomado, lo escrito vuelva a convertirse en escritura, lo que implica devolver a una condición de informe lo que ya había tenido una formalización. En este caso esa labor ya estaba hecha, pues su propósito se concreta en trasvasar a un molde, esto es, de moldear lo que había sido una expresión libre, con algo de diarístico (Luque Amo) y que no se reglaba por folios y espacios, que ni siquiera se sublimaba en la pantalla, sino que, siguiendo el curso de los días y de las sensaciones, se distribuía en cuadernos. Cuadernos de notas, cuadernos de campo, cuadernos de bitácora..., las marcas de lo allí contenido son las de la espontaneidad y la veracidad. La primera se manifiesta en la falta de elaboración, no tanto debida a la urgencia de plasmar la impresión de lo sucedido, sino como ostentación de que no hay distancia entre el objeto y su representación (esto sí es una pipa); de ello se deriva el segundo rasgo, por más que esto genere otra paradoja, ya que la presunta objetividad requerida para la aceptación de algo como verdadero surge en este caso de la exacerbación de la subjetividad, pues un cuaderno de anotaciones diarias no se escribe para nadie más que el propio yo, en las fronteras del solipsismo. La estratagema es asentar en esa circunstancia el presupuesto de la sinceridad: nadie se miente a sí mismo, nadie se engaña en el espejo. ¿En serio? Pero hemos de abandonar este camino no tanto por lo lejos que podría llevarnos, sino porque no es un problema planteado por Presente de manera directa; no obstante, me parece una reflexión necesaria, porque en ella se perfila el segundo espacio que delimita las posibilidades genéricas del nuevo texto. Con el planteamiento argumental de inicio no sólo se esboza un paradigma que puede esquematizarse en una línea de continuidad-transición:
material in fieri |
| formalización acabada |
cuadernos diarísticos | “presente” | novela |
pasado |
| futuro (truncado) |
máxima privacidad |
| publicación |
“sinceridad” absoluta |
| ficción |
incuestionable |
|
|
La continuidad, resaltada con el sombreado, viene dada por una doble familiaridad, la de la textualización compartida y la unidad de la pluma (la sinécdoque neutraliza la diferencia entre el bolígrafo de los cuadernos manuscritos, la pantalla del ordenador[6] y, finalmente, el offset de la imprenta[7]) de la autora, el “yo” que permanece, ya sea abierto y desnudo en el diario, ya engalanado en la solapa del libro[8] y disimulado con las máscaras de la ficción. No obstante, es evidente que en algún momento los pactos de lectura exigen una frontera, una distinción de género. ¿Esto es una pipa o no lo es? Aunque presuntamente superada, la vieja pregunta sigue latiendo: ¿es verdad o es mentira? La alternativa que se plantea es contestar a la interrogante con la seriedad del asno o jugar con los límites, los de los géneros y los de la paciencia del lector.
Los primeros pueden establecerse a partir del conjunto de características de las formas genéricas en los extremos inconfundibles. De ellos, sin menoscabo de la explotación de las posibilidades en las polaridades más inequívocas (el work in progress que es todo diario y la exigencia de cierre editorial del género en catálogo, la verdad y la fabulación) y sin renunciar a la conexión con los dos pares de extremos anteriores, Tania Padilla singulariza la obra presente por su decisión de instalarse entre lo que venía siendo una práctica habitual desde años atrás y un proyecto que miraba a un futuro que (por ahora) no es, y, junto a ello, el flagrante incumplimiento de la condición preestablecida acerca de la renuncia, es más, de la imposición en su contrato de escritura de la cláusula de mantenerse lejos de hacerla pública.
Matizando la denominación anterior, también podría hablarse de más de un paradigma, pues aparecen los formados por las series de rasgos de cada modalidad o “género”, muy evidentes y de relativamente fácil definición para las formas ya “canonizadas”. No son tan visibles para Presente, esto es, algo que por definición escapa de los repositorios de lo ya definido, por haber acaecido o por formularse en forma de voliciones o temores. La clave de la propuesta de Tania Padilla es precisamente rehuir las respuestas a las preguntas que encorsetan; mejor, de dar a dichas interrogaciones respuestas que escapan de la limitación, eso sí, al precio de dejar sin sentido la propia pregunta. Su texto se instala en el espacio en blanco, abierto e indefinido entre dos modelizaciones identificables, ya convertidas en repositorio de normas que no dejan de estar activas por refugiarse en el escondite de lo implícito. Quizá por ello tenga algo de fundacional, de aventura en un espacio ignoto, sin roturar, con todos sus riesgos, pero también con la potencialidad de descubrimiento; al lector le corresponde embarcarse en este viaje o quedarse en la orilla conocida, acogiéndose en este sagrado conformador o teorizando las razones de un rechazo: esto no es ninguna pipa, y nosotros queremos una pipa.
Como la novela interrumpida partía de unas cartas reales, de unos papeles con confidencias familiares que atravesaron el frente de la guerra, los territorios de Europa y, aún más mágicamente, los terrenos del tiempo y la memoria, el proyecto de presente/Presente, que nació camino del gimnasio y como una pulsión de escritura, requiere de una elaboración. No basta el hallazgo; hay que cumplir el propósito. La autora no solo es consciente de la exigencia, sino que parte de ella: “Lo malo de escribir es que uno tiene que pensar antes” (12). Antes de avanzar en los resultados de ese pensamiento, detengámonos un momento en la propia formulación. Se impone, en primer lugar, un cierto sentido de la obligación (“tiene que”) y la parte negativa de sus efectos (“lo malo”), pero este dolor es asumido (ya sea a regañadientes, ya sea como celebración, que de todo hay) como los dolores de parto, pues, en definitiva, se trata de un parto tras un proceso de gestación. Y aquí se me impone lo más singular. Si no me equivoco, es el único pasaje (en una obra escrita sin estridencias, pero con firmeza, desde una condición femenina[9]) en que se usa el masculino como término no marcado: “uno” no tiene una marca de género, sino de generalidad. Ello vendría a reforzar lo inexorable de una ley literaria, precisamente en oposición a la impensada escritura del diario y el cuaderno de notas; en ellos, si hay pensamiento es el surgido del propio acto de escribir; en la novela el pensamiento, como se/nos recuerda la narradora en ciernes y la experimentada autora de Presente, debe preceder a la escritura. Al menos, debe haber un pensamiento inicial, un propósito, un designio. Por eso el texto que ya ha comenzado muestra, incluso explícita y ostentosamente, las marcas de su organización, del modo en que se articula y los efectos de sentido generados por esta opción artística, por este trabajo de escritor/a.
Como parte del juego de mostración de este trabajo de pensamiento para la arquitectura del texto, la narradora expone sus intenciones: “Para evitar el descarrilamiento, al que siempre he sido proclive y que parece requerir de manera tentadora un texto de estas características, me he propuesto organizar mi discurso por temas” (14; destacado mío). El índice confirma que la decisión se ha mantenido hasta el final. Tras la rotulación singular del primer apartado, todos los restantes mantienen el mismo esquema de artículo determinado+sustantivo, confirmando y visibilizando la homegeneidad de la serie, apenas alterada por la variante “Lo que vendrá” (artículo neutro+relativo, en evidente uso sinonímico de “El futuro”, pero marcando el matiz requerido por esta puerta de salida). La continuidad ratifica que cada uno de los elementos se ha convertido, efectivamente, en un “tema”, es decir, en el objeto de un discurso, en este caso literario, también por esta elaboración pensada. El señalamiento o marcado de cada uno de los apartados insiste en la uniformidad: en la tipografía con la separación de página en blanco, sólo con el enunciado del capítulo; en primera instancia de elaboración específicamente literaria con la incorporación sistemática de una cita, en un corpus repartido casi por igual entre las literarias (Durrell, Safo, Mailer, Torrente Ballester, Carrère, Kallifatides[10]) y las de pensadores (Pániker dos veces, Byung-Chul Han, Nietzsche). Sin entrar en la cuidada relación de autor y texto elegidos con la materia de cada parte, lo regular del procedimiento revela la funcionalidad de porticar de este modo todos los apartados para recordar de continuo al lector cómo un texto tan declaradamente biográfico entra y sale de la literatura, del diálogo entre hechos vividos y páginas leídas, entre la realidad en bruto y la elaboración de quienes han pensado antes de escribir. Inevitablemente, las páginas que siguen a la cita quedan impregnadas por el aura literaria emanada por los pasajes recogidos, pero también la propia voz narrativa (en este caso trasunto exacto de la autora) queda marcada por la propiedad y el dominio de este archivo, una tradición a la que se incorpora. Por todo ello la presunta confesionalidad de las páginas ha de equilibrarse con lo que tienen de literario, poniendo en cuestión su naturaleza genérica, pero dejando también en suspenso el veredicto definitivo e inequívoco sobre su relación con la verdad (si no es la verdad que hay en todo texto literario).
La que podemos considerar materia argumental del texto, presentada como fragmentos ordenados de la vida exterior y de la vivencia última del personaje-narradora-autora “Tania Padilla”, se dispone también con una articulación meditada y medida. Los simétricos apartados de apertura y cierre cumplen su función de marco convirtiendo la referencialidad sobre la escritura en un puente con la realidad. En el primero encontramos la declaración sobre el origen y la problemática naturaleza del texto en que nos hemos detenido, con el paso de la realidad a la escritura, en un juego que se desdobla cuando, a continuación, buena parte del capítulo se dedica a adelantar algo de la relación con los padres (de nuevo la génesis) y, a través de ella, con una evocación de la infancia que, uniendo los inicios del relato y de la vida, los empareja a la vez que problematiza las relaciones entre ambas, realidad y escritura, como en un juego de espejos. El último elemento del marco, con su apelación a lo futuro, repite el mecanismo, ahora en sentido inverso, sin dejar de tender lazos evidentes: a la negativa de hacer algo publicable corresponde la conciencia final de que lo escrito va a ser publicado (o, al menos, a eso se aspira), lo que provoca la reflexión, la mirada retrospectiva sobre lo escrito y el análisis de la situación en que se encuentra, en buena medida por efectos de la propia escritura: “para mí era particularmente imperioso escribirme el discurso. Haya o no distorsionado la realidad en él, me ha servido para clarificarme todo este embrollo” (140). Quien habla está al otro lado, no ante la página (o la pantalla) en blanco, sino ante la inminencia de una publicación, que es para la que se escriben estas líneas epilogales, como muestra la conciencia de “haber compartido algunos de mis secretos” y, sobre todo, la referencia “al lector” (140). El paréntesis se ha cerrado del todo al cristalizar la experiencia en un proyecto editorial. Lo que queda ahora, además de retomar la vida, es recuperar la identidad de escritora de ficción. Las palabras finales lo indican con claridad: “Espero que este ejercicio me haya servido para desengrasar el enigmático mecanismo de la escritura. he vuelto a aprender a contar, ahora tengo que recordar cómo se inventaba” (141). Sabemos cuál es el camino, y el pasaje líneas atrás se encargaba de recordarlo sin demasiada oblicuidad, ya que la narradora no habla de “escribir”, sino de “escribirme”, con la conciencia de la distorsión que esto puede causar. El uso pronominal del verbo recuerda que se hace a la vez un texto y una vida, y es precisamente por ello que el primero no es una imagen completamente fiel de la segunda y que esta se hace precisamente en el acto de escribir. Argumentalmente, se cierra el ciclo abierto por el bloqueo en la redacción de la novela y el dilema vital y literario que ello genera; desde el punto temático, el texto se despide recordando su carácter reflexivo y metaliterario, al tiempo que, dando sentido a la cita de Kallifatides[11] que abre el capítulo, recuerda que lo sustancial no es tanto lo confesado como el hecho mismo de la confesión o de la creación de la situación comunicativa en que esta podría darse.
En el marco definido por tan cincelados liminares, la distribución de la materia en apartados sostiene el tono de elaboración literaria y los guiños a la simetría. Tras la introducción, los cuatro siguientes apartados (la literatura, la universidad, el amor, los viajes) apuntan a la vertiente más social, pública, de la vida de la persona, marcada por la interrelación, con lizos para su trabazón. Entre los dos primeros sirve de conexión la labor intelectual, donde se imbrican lectura y estudio, escritura y enseñanza; en los dos siguientes, de forma más sutil, se aúna el espacio de mayor privacidad dentro de este primer bloque de vida, sin dejar de tender relaciones con los otros elementos, los más evidentes en los viajes universitarios. A la vez, la literatura y el amor no solo se entrelazan por la condición de escritor de la pareja, ya que comparten el rango de las pasiones más intensas; por su parte, universidad y viajes parecen como fuentes de experiencia, pero sin perder algo de su carácter casi obligado y donde aparece una cierta distancia.
En la segunda parte, la serie es más homogénea, y no deja de ser una llamada de atención sobre tal circunstancia la paronomasia inicial y la casi completa epanáfora en la medicación, la meditación, el deporte y la insatisfacción. En esta vertiente de descenso de la subida descrita en el primer bloque se disponen los efectos derivados de aquellas experiencias y los procedimientos empleados para paliarlos, aunque la ubicación final de lo insatisfactorio no deje, precisamente, un regusto optimista. El hilo de continuidad en esta serie se establece en la dialéctica de integración de lo físico y lo anímico, patente en el deporte y su correlato estático en la meditación, mientras que la referencia al tratamiento farmacológico, con su base química para la alteración de los mecanismos psíquicos y las sensaciones, se relaciona con la insatisfacción. Así, este bloque ensaya otra forma organizativa, en que se emparejan el primero y el último elemento de la serie en contraste con los dos centrales. En todo caso, y en conjunto con el marco y el primer bloque, el lector accede a este tramo final del libro con una acrecentada conciencia de su compleja arquitectura, de la respuesta establecida por la escritora al reto previo de pensar el modo de convertir la vida en literatura, de escribir y escribirse.
3. ¿Quién narra aquí?
La obra parte de una crisis muy concreta, la de un bloqueo narrativo, que el lector puede asumir con bastante seguridad como una referencia cierta. Sin embargo, la situación generada por una parálisis temporal de la creatividad se convierte, partiendo de la metonimia, en una metáfora de una situación vital, además de una plataforma de reconsideración de la escritura y de la literatura. Por tanto, la voz narrativa surgida de este humus solo puede presentarse en estado de precariedad, como una voz inestable e insegura. Y así es, pero solo en un instante fugaz, en el reflejo en el texto (y en la escritura que lo sostiene) de una situación previa, porque el verdadero arranque, ya lo vimos, es una “epifanía literaria”. Esta suerte de revelación laica y posmoderna debe dejar una voz empoderada y segura, reforzada por su trabajo de pensamiento para asegurar la corporeidad de lo epifánico. Y esta fuerza conduce desde la (aparente) inseguridad inicial, hecha de negaciones (no una novela, no publicable), hasta el dominio de la situación en el punto final o, mejor, punto y seguido de retorno a la buena relación con el proceso de la novela. La paradoja estriba en que el recorrido transcurre entre inseguridades, tensiones, intentos de recomposición de la identidad y frustraciones. A la inversa, la paradoja no es tal si se tiene presente que no otro suele ser el camino de la escritura, el paso del impulso creativo a su realización, y tanto da que, como en este caso, el impulso surja justamente de una parálisis. La decisión heroica, casi trágica (por lo dolorosa y catártica), es clara: borrón y cuenta nueva. Borrón menos por recluir en el cajón la novela en el telar como por lo indefinido de los perfiles de su sustitución; cuenta (o cuento) nueva, por adentrarse en caminos desconocidos, al menos para quien emprende el trayecto, y desde luego para el lector que tarde en revisar su inicial pacto de lectura y establecer otro más sólido y productivo, más literario.
En todo ello asistimos, por supuesto, a la (re)composición de una persona a través de un ejercicio de escritura; por ello, lo que se está (re)construyendo es una posición y una instancia narrativa; los avatares del personaje de que se da cuenta (o cuento) son evidentes y componen los avatares de lo relatado. El triple plano pone en relación lo relatado y el modo de relatar, dos polos respecto a los que ya había adelantado mi opinión sobre la inclinación de la obra, de su interés mayor, hacia el segundo de ellos. No se trata de que lo relatado incurra en lo trivial o en lo vulgar (no es el caso), sino de que su interés mayor radica en cómo se transmuta para ganar en trascendencia y, en especial, para convertirse en materia literaria. La autora deja continuas pistas en ese sentido en lo que podríamos llamar la “forma del contenido”, si se permite una licencia con las teorías lingüísticas, aunque cabría decir más directamente el modo en el que el contenido se ordena para devenir en forma literaria. A los mecanismos apuntados en el apartado anterior, en que se ha destacado una estructura de partes, hay que sumar los que actúan en sentido complementario, el de apuntar las líneas de fuerza para mantener la unidad del relato. Unos apuntan al más microscópico nivel textual, como las recurrencias o engarces sintácticos para encadenar el final de una parte con el inicio de la siguiente, como si, a la manera del Quijote, se tratara de poner de manifiesto que la división formal en capítulos puede obedecer a razones editoriales o convenciones genéricas, pero no tiene más valor significativo que cuando es capaz de generar una tensión productiva entre la fractura y la continuidad, entre la división y la unidad. A nivel argumental, es el vacío de la novela bloqueada lo que actúa como delimitación de un espacio otro, que se abre con la referencia al incidente y se cierra con una nueva mención, ahora menos amenazante, pues es “lo que vendrá”. Todo el texto pivota y gira en torno a esa herida y en las sensaciones que hace aflorar; “Siempre me he sentido una persona defectuosa” (89) es la afirmación inicial en el comienzo de lo que se puede considerar el segundo bloque de la obra, en un capítulo dedicado a “la medicación”, esto es, al farmacós que, aun sin apelar a Derrida (“La farmacia”), tiene que ver con la doble cara del veneno y la triaca, con la búsqueda de equilibrio que desvela un desequilibrio, un defecto. Y es que hay algo de desconstructivo en el elemento que en el trasfondo sustenta de la manera más neta la unidad del texto: la rúbrica “Tania Padilla”, que autoriza la verdad de sus confidencias y ordena el modo de exponerla, en la entidad resultante y en cada una de sus facetas, el personaje que hace examen de conciencia, la voz narrativa que da forma a los resultados y la autora que decide enviar el manuscrito a la editorial Sr. Scott. La aceptación por parte de esta y la consiguiente materialización en libro parecen cerrar el círculo de la experiencia de sanación que comporta, declaradamente, esta aventura en la escritura. No obstante, la solidez ligada a la consistencia del libro en papel no acaba con la fragilidad, y la remisión al futuro no es el menor de los indicios de la precariedad de una realidad en tránsito, con una estabilidad que puede depender de algo tan azaroso como la resolución de un proyecto novelesco.
Podemos volver a otra referencia cervantina que posiblemente está gravitando en la arquitectura narrativa de Presente y que, sea así o no, nos ayuda a medir su alcance con la presencia de un parangón. Me refiero a la estrategia discursiva de los prólogos de las dos partes del Quijote, en especial el de la entrega de 1605. También allí se presenta al lector un escritor bloqueado, aunque en este caso no sea para la ficción; lo que detiene a quien sostiene la pluma en la mano, meditabundo y casi enfermo de melancolía, es el problema de elaborar con éxito el complemento necesario de un mundo novelesco, aquello que, formalizado en un prólogo, lo pone en contacto y diálogo con la realidad. Aunque Padilla traduce la situación al momento mismo de la creación ficcional, de la producción del texto adecuado para darle cuerpo, los resultados son paralelos, a partir de la tematización de un momento de crisis. Para Cervantes (esto es, para el Cervantes ficcionalizado en su obra) el efecto del no saber seguir para completar su proceso de escritura es el cuestionamiento de la relación con su obra, a través de la conocida y generalizada metáfora de la paternidad (Gerber). Situando al lector (del relato del transformado en caballero) en la duda sobre si escucha al padre o al padrastro de la obra, la inestabilidad de los vínculos se acentúa con el recurso narrativo del desdoblamiento de voces en la figura del amigo que casi dicta las palabras del prólogo potencial que ha quedado en suspenso. En lo externo, nuestra autora invierte el argumento, pues lo que propone es un incremento de la interiorización y el repliegue del “yo”, al apelar como salida a la recuperación de los escritos diarísticos, a la retórica del ensimismamiento, que incluso rechaza a priori la posibilidad de tener un lector distinto al propio yo que se contempla en el espejo del papel (o de la pantalla). De resultas, no obstante, el pacto narrativo propuesto presenta una esencial similitud, tanto en lo relativo a la veracidad de lo expuesto como en lo tocante al papel del narrador, con sus repercusiones en la definición de la autoría. Las formas en que la novela cervantina materializa lo que en el prólogo se sintetiza son bien conocidas, por lo que solo retomaré las productivas para el análisis de Presente. La vacilación proemial de la filiación de la obra respecto al autor se proyecta en el discurso novelístico en el perspectivismo que mantiene aún abierto el debate crítico sobre ciertos aspectos de la historia y sus personajes; la manifestación más palmaria es la multiplicación de las instancias narrativas, con sus correspondientes divergencias y aun contradicciones, y sus respectivas órbitas en torno al manuscrito encontrado, el cual debería ser el anclaje más sólido, por tratarse, en su materialidad, de la única verdad sólida, pero la ironía es que sus presencia y su texto quedan diluidos en el desarrollo del relato. En este punto se debe recordar cómo Padilla construye su obra sobre los cimientos de dos textos ausentes, escamoteados: la nonata e interrumpida novela (compuesta, además, a partir de unas cartas encontradas por el azar de una entrega) y los diarios a los que se apela, pero que, como las crónicas de Cide Hamete y de la Mancha, nunca se materializan como tales. Lo que llega al lector son las reelaboraciones respectivas de los narradores, múltiples en un caso y con la máscara de un yo reforzado en el otro.
Este giro queda reflejado en los dos aspectos convocados para el análisis de Presente. La pertinencia aquí del presunto manuscrito hallado (o aludido) es que en la obra del postmoderno siglo XXI la autoría del mismo (de los mismos) queda adjudicada al yo erigido en narrador principal; en virtud de esto o en estrecha relación con ello, la referencia a un diario genera la distinción respecto a Cervantes, ya que la concentración en un “yo” de la/s instancia/s narrativa/s se refuerza con un protagonismo especular del relato, pues este trata del yo o del reflejo en el texto que lo construye, en el que la autora/narradora “se escribe”. Mientras la crónica como patrón para la forja de la novela imponía una distancia radical entre sujeto y objeto, la deriva de la narración a los espacios de la literatura del yo tiene como faro retrospectivo la mixtificación del relato de Lázaro de Tormes y la estrategia de su autor de presentarlo como apócrifo para darle al tiempo verosimilitud e incertidumbre, pues quien habla o escribe lo hace “lo mejor que mentir supe”. Entre ambos referentes, ¿cuáles son las elecciones de Tania Padilla para hacer navegar su relato? Formalmente tiene el aspecto autobiográfico de la fingida epístola de Lázaro y su relato de vida, frente a la objetivación que de entrada plantea un personaje ajeno; pragmáticamente, suma las estrategias de desdoblamiento propuestas por Cervantes a partir de la problematización del estado y el estatus del escritor en su prólogo; en lo que es algo más que una suma de procedimientos, la repercusión afecta solidariamente a la naturaleza de lo relatado y su relación con la verdad, de un lado, y a la posición y la mirada de quien lo narra y reflexiona sobre ello, del otro.
En la intersección de ambos aspectos problemáticos de la narración hay que comenzar afirmando que la narradora no miente; no miente si entendemos por tal acción su sentido rector, esto es, la voluntad consciente y deliberada de desviar de la verdad al receptor con fines interesados. Obviamente, no es esta la propuesta del “yo” que se manifiesta, se despliega y se indaga a sí mismo en las páginas de Presente, y el argumento último no es que inicialmente se conciba prescindiendo de toda lectura ajena y, por tanto, sin voluntad de engañar a nadie, porque no hay otro destinatario inicial que la propia autora, y, de querer engañarse a sí misma, se trataría de otra cosa que una mentira en sentido estricto; la base para la aceptación de una verdad en principio inconcusa se encuentra en el pacto de lectura que, con el abandono de la ficción incuestionable[12] de la novela y la apelación a los diarios, la narradora establece primero consigo misma y finalmente con sus lectores acerca de la sinceridad con que ha de enfrentar la situación y que parece quedar ratificada al abordar aspectos dolorosos o escabrosos de la intimidad. Este horizonte es imprescindible, esencial para sustentar la faceta más evidente de la obra como partícipe de una escritura o de una lectura confesional, en el terreno de las confidencias; y en ellas la mentira carece de sentido. Sin embargo, ya se ha citado el pasaje: la autora admite la posibilidad de una distorsión, sin aclarar si es intencionada, fruto de los insoslayables procesos literarios de estilización o, sin más, de la subjetividad ingénita a todo conocimiento, sobre todo cuando se trata de algo tan cercano como el propio “yo” y cuando la “persona” implicada es una autora de ficción, por muy en crisis que se encuentre[13].
La importancia de la arquitectura compositiva surgida del pensamiento obligado de la escritura y no solo en sus aspectos formales es que mantiene la materia de lo tratado en un plano que no está regido por las estrechas leyes de la verdad. Sin dejar de apuntar a esta, sostener su posibilidad y alimentarse directamente de ella, el relato libera lo relatado del marco de la veracidad, para dotarlo de una autonomía propia que es la de lo literario. En el nivel más elemental quiero decir que la obra podrá leerse igual (o prácticamente igual) asumiendo o no la realidad de los hechos expuestos. Los problemas o gratificaciones del personaje “Tania Padilla” que circula por las páginas de Presente tienen un significado y valor exentos de su relación con una verdad objetiva. De hecho, el único matiz en que podría producirse una distinción se encuentra en el valor que pudiera concederse al valor de la sinceridad, a algo que se acerca a las reglas del patetismo surgido de la exposición y el descubrimiento de la desnudez, a la discriminación que en un texto podemos mantener entre quien es sincero y quien dice que es sincero. Ahora bien, lo que estas consideraciones manifiestan es que se trata de un problema de lectura, no de expresión. En un caso como este, alguien muy cercano a la persona que escribe, en posesión de ciertas claves de complicidad, puede apreciar (es decir, percibir y valorar) el grado de verdad y de veracidad conservado en el producto textual, y su lectura podría diferir de quien, alejado en el tiempo, en el espacio o, sencillamente, en el interés afectivo, se enfrenta al texto como si fuera una novela. La postmodernidad (más aún la posverdad) nos ha enseñado a invertir los efectos que en el umbral de la definitiva modernidad produjo el Werther de Goethe, con la cadena de suicidios que generó su aceptación como un trozo de realidad; desprendidos del legado clasicista de la verosimilitud, hoy, más que leer una novela como verdad, leemos toda verdad como una novela más. Así pues, nada impide ante Presente prescindir del factor de su posible veracidad para leerlo centrándose exclusivamente en el juego literario que propone. En la exploración de las fronteras entre la confesionalidad del diario y la realidad plena, los avatares del personaje que vive en ese espacio de frontera tienen un valor de alegoría, sin dejar de resultar una realidad cercana, como la de los buenos personajes de novela. Las relaciones con la farmacopea, con la actividad deportiva o con la amorosa funcionan como espejos narrativos de una buena parte de la realidad de los lectores y, con total independencia de la experiencia real de quien escribe, asumen el doble valor de una realidad individual y de una representación colectiva que lo acerca, desde la metáfora, al valor del símbolo. En la obra la autora menciona productos como Trankimazín y Orfidal (93) consumidos por el personaje, pero ¿qué necesidad hay de que la persona real que escribe los haya tomado o no? ¿Cuál sería la variación si los preparados químicos fueran otros o no fueran más que producto de la imaginación o de la trasposición de otras realidades? Cuando el consumidor acude voraz al reclamo de las (también supuestas) confesiones de un famoso de la pantalla mediática, antes los reyes, ahora un influencer, da igual, lo hace atraído por la pulsión morbosa de penetrar en una intimidad que requiere la incuestionabilidad de su verdad para que la fruición se mantenga. A todas luces, este mecanismo no funciona en Presente, aunque, es cierto, alguien puede dejar funcionar su desvío para leerlo en esa clave (allá él/la con su conciencia), pero esta sería una lectura sesgada. La dosis de “verdad” sólo ha de ser la necesaria para mantener la validez literaria del “pacto autobiográfico”, pero manteniendo siempre la conciencia de cómo el andamiaje narrativo sabotea sutilmente el pacto para explotar todas las potencialidades estéticas de la situación que al pasar al papel no deja de tener un grado de ficcionalización, por mínimo que sea.
La narradora no miente, decíamos, pero deja, ante el lector no distraído por los avatares más o menos novelescos de una vida, más preguntas que aseveraciones. Retomando la cita de Kallifatides, el sótano no define o no refleja la casa; sin embargo, cuando la casa se refleja, cuando es percibida como reflejo o como realidad, siempre de forma parcial, no hace desaparecer su sótano; sencillamente, queda fuera de la primera mirada, la más superficial. En Presente el lector encuentra una serie de hechos, entre la trivialidad de lo comúnmente compartido y la singularidad, pero en el fondo, en su sótano, lo que hay es la constatación de que los sucesos más o menos cotidianos lo que dejan, lo que les otorga consistencia, es el eco suscitado, las sombras arrojadas sobre quien los experimenta, también sobre quienes lo hacen vicariamente a través de la lectura. Y para objetivar tanto los hechos como su huella se hace necesaria una intervención narrativa. Presumir, como en la novela decimonónica más mostrenca, un narrador presuntamente neutro escondido bajo un manto de transparencia, para dar valor de veracidad a lo expuesto, ya es un mecanismo gastado. Es en el extremo opuesto, el de la hipercaracterización y cuestionamiento de la instancia narrativa, donde se asienta la aceptabilidad del relato, al precio de redefinir los parámetros de la verdad. El giro gana en intensidad cuando desemboca en el espacio de la autonarración. Mientras hay una porción del género de la autobiografía que se refugia en la respetabilidad del pacto para garantizar su funcionamiento, y la autoficción (al menos, cuando explota sus recursos más baratos) rehúye el problema al situarse en el extremo contrario, el de la coartada ficcional, queda un espacio para explorar los modos y los efectos de la intervención narrativa (y autorial) en la objetivación de un relato, aunque se sustente en el acuerdo de que lo es de hechos y sentimiento reales. La ya citada distorsión podría incurrir en la mentira, como tantas veces hacen las presentadas inequívocamente como autobiografías, memorias o confesiones; no es este, insisto, el camino elegido por Tania Padilla, quizá porque el pacto autobiográfico queda, si no en suspenso, al menos en entredicho, al desplazar el foco de la veracidad de los hechos mismos al de la actitud de quien los recrea al narrarlos o a reflexionar sobre ellos, al tratar de fijar su sombra. Con ello sitúa el problema de la verdad en el espacio de la subjetividad, como la desplegada a lo largo de un centenar y medio de páginas. En reconversión del legado fundamental de la novela, no se trata de exponer lo sucedido, sino el modo en que el sujeto lo percibió, pero con el añadido postmoderno y egódico (Mora) de poner en cuestión la naturaleza del sujeto: la subjetividad acordada ¿a qué sujeto corresponde?
La pregunta se extiende (y quizá ahí pueda resolverse) a lo que atañe a la posición y a la condición de la voz narrativa, ya sea en su definición intrínseca como en la relación establecida con quien lee su relato convertido en libro impreso. Al llegar a su final el lector se encuentra con la cuestión abierta de la posibilidad de un equilibrio (el retorno a la ficción tras este ensayo de buceo en el yo) desde el punto de partida de una voz que brota del desequilibrio, de la inestabilidad, del malestar provocado por la situación de bloqueo. La decisión de retomar la escritura desde un punto distinto proporciona una cierta seguridad, pero no la suficiente para que la voz que surge y se va haciendo en el relato resulte incuestionable y, en consecuencia, para que también lo sea la identidad que la emite. En la lectura se percibe cómo la voz no se dirige a un destinatario ajeno, con quien resulta obligado mantener unas convenciones, también en torno a la verdad. Por el contrario, la posición de lectura es la de quien asiste a un monólogo, a una indagación que parecería hecha desde las premisas de la sinceridad. A la vez, si no se ha percatado de la contradicción que supone que, pese al propósito inicial, esté leyendo una obra publicada, el apartado final explicita esta situación, lo que retrospectivamente convierte todo lo anterior en una puesta en escena, en una representación donde se hace difícil (si es que fuera necesario) distinguir la máscara del rostro, la verdad referencial de la verdad literaria. Ya hemos visto cómo entre estos dos últimos polos queda establecida una relación dialéctica, y ahora comprobamos que también existe entre la identidad real y la asumida en el relato, entre la narradora y la instancia narrativa, por más que ambas se neutralicen aparentemente en la convención autobiográfica.
La problematización se traslada a la posición de quien debe asumir la responsabilidad de la voz entre el diario y la ficción, entre las dos formas opuestas de escritura y verdad. Y la única vía de acceso a una posible respuesta se halla en una realidad textual hecha en presencia o que trata de crear una sensación de presencia, como avisa desde el título, y que se define mientras va brotando y se somete a la forma pensada previamente. Pero ¿se somete o, en realidad, pugna con ella? De plegarse por completo a un esquema preestablecido, el aspecto de indagación no tendría lugar, pues la solución al problema hubiera estado dada de antemano, y el conflicto que dio lugar a la escritura estaría cerrado antes de que esta iniciara su recorrido. Si el sujeto está en crisis y el relato da cuenta de la crisis del sujeto, una nueva interrogante se impone: ¿quién narra la crisis?
La cuestión pasa a la lectura desde su origen en la propia autora, que se pregunta desde dónde escribir antes que qué escribir, lo que no deja de ser una forma de plantear las dudas sobre la identidad del “yo”. Aun admitiendo que quien narra es “Tania Padilla” y que lo hace desde la situación derivada del bloqueo de la ficción, la pregunta solo cambia de formulación; no se resuelve en una afirmación simplista. El pacto autobiográfico distingue más que identifica la persona real atrapada en un problema con traducción literaria, la narradora que asume la decisión y el “propósito” de narrar y hacerlo de una determinada manera y, finalmente, el personaje colocado en el centro de la escena para ser analizado desde la distancia. No es obstáculo para esta decisión ni que todas ellas respondan al mismo nombre, esa identificación sobrevenida e impuesta, ni que la materia de su relato no se sitúe por completo en el pasado, porque en todos sus aspectos (los sustantivos engarzados en el índice) sigue formando parte de su vida, de la actualidad desde la que se está escribiendo, como ratifica que el capítulo final, el que apunta a lo que está afuera, verse sobre “lo que vendrá”, es decir lo que aún no es presencia ni presente. Así se mantiene en la indeterminación la posición, no solo temporal, desde la que se narra en un juego de actualización que mantiene viva la persona que fue, la escritora a que se aspira a retornar y una narradora que dispone a su criterio el repaso de lo sucedido y, desde la confesada situación de paréntesis que el propio relato tiene, el proyecto al que se dirige. En este camino la perspectiva narrativa oscila entre el pasado de los hechos, el presente de su rememoración y el horizonte, fuera del relato, de la escritora de novelas que “Tania Padilla” fue y volverá a ser. La intersección de todas ellas parece encontrase en la escritura diarística que proporciona la materia y parte del modo de la narración y la novela representada genéricamente por la que quedó truncada y de donde procede el resto del arsenal narrativo desplegado. De ahí la apariencia confesional del texto, pero ni este es un diario ni solo un despliegue de confidencias; del mismo modo, tampoco la narración es estrictamente la de una biografía, sin llegar a ser la de una novela. Su estatuto problemático deja en el aire el tema de la verdad y, por todo ello, el de la naturaleza genérica de Presente.
4. Hacia unas conclusiones. El presente de Presente
Una definición genérica de la obra, como objetivo generalmente perseguido por la crítica más académica, posiblemente constituiría una respuesta a los problemas esbozados. Sin embargo, sería una falsa respuesta, por petrificar una realidad fluida y que se define en su propia singularidad. Comenzaba apelando a una tradición abierta, con componentes como el diario, el dietario, las memorias o el ensayo, donde hunde sus raíces una “literatura del yo” no reducida a las modalidades à la page y asimilables para un consumo fácil. En relación a ellas, cabría pensar en que nuestra obra se sitúa en la intersección de las aludidas submodalidades genéricas. Más adelante, en el segundo apartado, se volvió a invocar estas y otras referencias genéricas, pero se intentó hacerlo manteniendo la doble naturaleza de ser referencias, no definiciones, y de presentarse de manera plural. La intención era apuntar más al vacío del espacio intermedio con su régimen de apertura que a la clausura de lo ya establecido. La obra, a mi juicio y creo que resulta evidente, tiene elementos de la serie de géneros y contragéneros (Guillén) que quedó esquematizada, sin que ninguno de ellos acabe de acotarla. Su naturaleza tampoco es la de la hibridez, resultante de una yuxtaposición de rasgos diversos. En su lugar se plantea la apertura de territorio de límites por definir, una exploración que en la escritura recorre una senda paralela a la indagación sobre la situación de partida y los pasos que han traído hasta allí a la persona que escribe y que quiere seguir haciéndolo.
Las circunstancias se integran en el relato, en su prehistoria y en su justificación. En el capítulo que hace las veces de conclusión la narradora lo explicita: “escribir estas líneas ha sido como una terapia complementaria a la medicación” (Padilla, Presente 140). La razón es suficiente para hacer aceptable el experimento, y no se debe perder de vista esta faceta de la obra, eso sí, siempre y cuando no se olvide que para la autora (para quien desde fuera contempla y maneja el texto en el conjunto de su trayectoria como creadora) este no es un valor exclusivo del último de sus textos. Más bien ha sido una constante de su escritura desde los mismos orígenes, según dejó anotado en el apartado “La literatura”:
No sé si me sirve de algo plasmar lo que siento o pienso en el transcurso de mi vida cotidiana. Pero sigo haciéndolo desde entonces. A veces me duele remover las cosas, otras, me alivia, pero siempre me resulta terapéutico sondearme. Desde luego, obligarme a contarme[14] el mundo me ayuda a entenderlo mejor (24).
Bien es cierto que la confesión surge al hilo de los “cuadernitos” de sus diarios, y su sentido pleno lo es en relación a los mismos y a su condición personal, aunque todo ello ha de matizarse, justamente, por la ubicación en este apartado y por el eco con una declaración final inequívocamente referida a la obra que se está cerrando. Al sustentar en ello su propia poética, el texto asume una condición como la apuntada en el vocabulario de la crítica francesa con el término de entre-deux (Daguerre), un lugar intermedio, un mezzo del cammin que la obra comienza a recorrer saliendo de sus diarios para volver a la novela, teniendo algo de unos y otra, pero sin ser del todo ninguna de ambas modalidades.
Retomar algunas de las ideas esbozadas en las páginas anteriores quizá permita acercarnos a algunas claves o, cuando menos, dar razones para sortear la tentación de situar la perspectiva de lectura en la comodidad de los géneros reconocibles. Para ello los conceptos finales serán los de la confesionalidad y la distancia, con el trasfondo de una propuesta literaria. En el segundo apartado intenté una lectura del modo en que lo confesional se abría al artificio, en tanto las ambivalencias atendidas en el tercero avanzaban en la idea de distanciamiento, a partir de la suspensión de la credulidad ante un texto en que la narradora se ponía en cuestión a sí misma. Como conclusión trataré de insistir en el carácter esencialmente literario de la obra a partir de la reordenación de la economía de los dos factores.
La fusión en la sílaba del “yo”[15] o, más bien, la conversión del espacio que esta delimita en un lugar de encuentro del objeto de las re-flexiones (también reflejos especulares) y del sujeto que las transforma en escritura, parece apuntar a una forma de confesionalidad, y esa convención es una precondición para acceder a un primer plano de lectura, el más aparente. Sin embargo, quien sigue esa senda no tarda en darse cuenta de que ha accedido a un ámbito de límites borrosos, donde la propia desnudez de la voz en su relato genera un despertar del sentido del pudor en el ejercicio de lectura, que devuelve a quien se zambulle en estas páginas a tomar conciencia de una doble naturaleza, la suya propia, similar a la que despliega la autora-narradora-personaje. La “honestidad brutal”[16] de la confesada sinceridad acaba funcionando, con sagaz paradoja, como una forma de distanciamiento, tan eficaz para ahondar en la lectura bajo la prescindible cáscara de la anécdota como para generar una experiencia estética que nada tiene que ver con la curiosidad alimentada por las revistas de papel cuché o los reality shows.
En la poética clásica e incluso en la estética de la modernidad que comienza a formularse en las páginas de Kant se impone el predominio de la distancia. En lo sublime, desde su formulación clásica a la romántica, esta procede de un efecto de lejanía, de lo sobrehumano, sea la del héroe, sea la de lo inefable. El carácter ideal de la perfección formal lleva a este plano el mismo valor de la distancia. Al girar hacia la consideración de los procesos de stesis y trasladar el foco a la experiencia del sujeto receptor de la obra, se ahonda en la separación entre ambos, en la cosificación del producto artístico y la primacía de la subjetividad. En el ámbito de la escritura Montaigne había señalado la actuación de este mecanismo en el vector que precede al de la recepción, aunque manteniendo entre el texto y el yo el mecanismo del espejo. La postmodernidad convierte esta semilla, por un proceso de fetichización, en mercancía de fácil consumo, pero también de fácil elaboración para quienes (“la autoficción les ha abierto el camino a todos los tontos”) han encontrado una vía fácil para el encumbramiento (o autoencumbramiento) en la república literaria. Pero, como Borges nos enseñó, también el juego de la desconstrucción de un yo que se torna ficcional abre nuevos y productivos espacios para el desarrollo de la literatura. Al cuestionar y cuestionarse su papel como narradora, Tania Padilla avanza hacia la sustitución de los mecanismos de la identidad (en el régimen de la autoría) y la identificación (en las pautas de lectura) por los de la distancia. Sorteando las fórmulas al uso, el distanciamiento no exento de ironía situado en la raíz de Presente genera espacios de indeterminación en torno a la veracidad, al estatuto del narrador y aun a la propia lectura, obligando a revisar sus presupuestos, como hace con la naturaleza genérica del texto.
El resultado textual de esa actitud se nos presenta a primera vista (además de consciente y expresamente planteado por la autora) como algo inclasificable, esto es, al margen de las categorías impuestas, en las intersecciones de las mismas y en los vacíos que dejan sin cubrir, justamente cuando la escritura vuelve a esos espacios de fronteras fluidas entre la verdad confesional y la fabulación fictiva, apenas enlazados por el débil puente que, de un lado, establece la elaboración formal y, de otro, la consideración de los procesos psíquicos y anímicos como una parte más, y bien importante, de la realidad referencial. En ambas líneas, el mecanismo de distanciamiento es la base común de la comunicación con rasgos de literaria. La labor de cincelado material del discurso, su plasmación en obra, va más allá del pulimento estilístico y encuentra bases más sólidas en la planificación estructural, en la elección de un punto de vista y en la conformación de un tono. En línea paralela, el desdoblamiento del sujeto, en régimen de autoanálisis, su escisión entre la figura que se agita en la masa viscosa de la realidad y la conciencia que trata de poner orden, entre quien se debate en el vértigo del presente y quien emprende la tarea de ordenarlo cuando la página se ha pasado o está a punto de hacerlo, introduce un espacio productivo entre la realidad y su interpretación, entre los hechos y su codificación, que es en esencia el plano de la literatura. Por la doble vía de la estética y de la pragmática, una obra como esta puede continuar, renovándola con savia actualizada, la línea abierta en el inicio quinientista de la modernidad, mientras se sitúa con un perfil propio en el panorama actual, miremos del lado de la escritura del yo o lo hagamos, con perspectiva más amplia, en del de la narrativa sin más etiquetas.
Bibliografía citada
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____. Tutú. Cádiz, Cazador de Ratas, 2023.
____. Presente. Madrid, Sr. Scott, 2024.
Rodríguez, Juan Carlos. “La poesía y la sílaba del no (Notas para una aproximación a la Poética de la Experiencia)”. Scriptura, 10, 1994, pp. 37-52.
[1] Uso el concepto sin sentido peyorativo, con el valor etimológico de un producto hecho con arte, es decir, en un avance sobre la espontaneidad natural y su falta de reglas.
[2] A partir del hexámetro ciceroniano “Quis, quid, ubi, quibus auxiliis, cur, quomodo, quando” (Rethoricorum), difundido en la Summa Theologica de Tomás de Aquino, se llega a la moderna codificación narratológica de la WH-questions: “where, when, who, what, why, how”.
[3] No debería escaparse la sutil antítesis que se establece entre caminar hacia el gimnasio y sentarse a teclear, entre el movimiento y el detenimiento, entre la actividad corporal y el ejercicio de la mente, aunque en capítulos posteriores la autora insistirá en los vínculos que se establecen entre todo ello desde una concepción compleja del yo, de la identidad, como la que la obra presenta.
[4] Es significativo que se trate de una narración de carácter histórico, en el marco de una batalla relevante; de hecho, se refiere inicialmente a ella como “historia” (13); la fuente, también se especifica, se halla en unos documentos epistolares de familia proporcionados por una amiga.
[5] Como fantasma que recorre el relato, se insiste, con matices, en la (meta)referencia a “este experimento egocéntrico que, para mi desgracia, llevo años cuestionando en otros autores. Sin embargo, he de reconocer que leí con cierto gusto Yoga de Carrère y, más recientemente y con menos gusto, el bastante ramplón Fármaco de Almudena Sánchez” (14).
[6] Un ordenador que también transiciona entre el “Huawei chiquito” y el “descomunal HP” (12). Y nótese de nuevo el detalle de una referencialidad realista, documental, para sustento de la confesionalidad propuesta a ese lector que inicialmente estaba excluido.
[7] En este caso, siguiendo la tendencia dominante, las páginas de crédito dispuestas por la editorial Sr. Scott ya no testimonian los elementos del artesanado (tipos empleados, técnica de impresión, peso y acabado del papel...), sino que declaran el cumplimiento de la normativa ecológica. Aunque siempre estén ahí, quedan borradas las huellas del artificio como la del carbono.
[8] En este caso, se trata de una foto interior, creativa y con un carácter íntimo, al ser una composición visual trabajada por el compañero de la autora. De nuevo, se trata de una información al lector y el inicio de los juegos narrativos de revelación y “ficción de autor” (Dubel y Rabau).
[9] Cabría subrayar “una” y extenderse en lo particular de la condición femenina que se pinta aquí, pero esa indiscreción voyeurística me parece impertinente: no solo una impertinencia como se diría en un escenario de buena sociedad afectado de pudor; sobre todo, nada pertinente para el esclarecimiento del diálogo literario que se propone. Eso sí, no está de más recordar que, como el resto de las presuntas identidades, la de la condición femenina puede ser dúctil y maleable por estar en construcción.
[10] No creo casual que la nómina incluya a Mailer como figura emblemática del new journalism y su nueva economía de verdad/ficción, a un Torrente cultivador de la autoficción antes de que se inventase y creador del personaje hipostático o a un Carrère referente de la narración autoficcional.
[11] “Hay una teoría popular que dice que lo que verdaderamente caracteriza a una persona son sus secretos. Yo creo que es un error. Describir el sótano de una casa no es la forma veraz de describir la casa” (137). En otros términos, la autora/narradora no pretende definirse (o constituirse) por el contenido de la intimidad que publica; en todo caso, por su adopción de una actitud (real o fingida) de confidencialidad.
[12] Si olvidamos su origen en unas cartas reales y acerca de un hecho histórico.
[13] Conviene recordar aquí la relación etimológica y conceptual entre persona (más aún personaje) y máscara; en la trama de la obra, se apunta en la declaración final de retorno a la labor interrumpida y de haber usado esta autoindagación como ejercicio para recuperar, en el pulso de la escritura, el registro de la ficción.
[14] Se despierta el eco con el comentado “escribirme” y se entrevé una vertiente íntima de la escritura que alimenta la propuesta narrativa de la obra.
[15] Parafraseo y evoco el título de Rodríguez para su análisis de una propuesta que defiende que la poesía es un género de ficción. En esta perspectiva de la “poesía de la experiencia” también cabe acudir a uno de sus conceptos básicos (Langbaum) para postular el funcionamiento de un “correlato subjetivo” como artificio sustancial de Presente.
[16] Permítaseme evocar el título de la colección de canciones con que Andrés Calamaro saldó una ruptura sentimental, Honestidad brutal (1999).