POSTGROWTH HUMANITIES. LOS LÍMITES DE LA CRÍTICA CULTURAL EN SU ENCUENTRO CON LOS LÍMITES PLANETARIOS

 

POSTGROWTH HUMANITIES. THE LIMITS OF CULTURAL CRITIQUE IN ITS ENCOUNTER WITH PLANETARY LIMITS

 

POSTGROWTH HUMANITIES. LES LIMITES DE LA CRITIQUE CULTURELLE FACE AUX LIMITES PLANETAIRES

 

Luis I. Prádanos

Miami University

pradanli@miamioh.edu

https://orcid.org/0000-0002-2338-1163

 

Fecha de recepción: 29/11/2023

Fecha de aceptación: 10/04/2024

DOI: https://doi.org/10.30827/tn.v8i1.29533

 

Resumen: El presente trabajo se pregunta por las limitaciones y posibilidades de la crítica cultural en su inevitable encuentro con los límites biofísicos. Si, por un lado, el reconocimiento de los límites planetarios ha supuesto una renovación de las humanidades y la crítica cultural con la rápida emergencia de las energy humanities y las environmental humanities, simultáneamente observamos que la mayoría de las personas establecidas académicamente en disciplinas humanísticas son en cierta medida conscientes de la crisis ecosocial —aunque no necesariamente de su magnitud y complejidad— pero investigan y enseñan como si esta no existiera. Si la petromodernidad y la teoría cultural emergen juntas, podría argumentarse que la teoría cultural es necesariamente teoría petrocultural y, por ende, el pico de las energías fósiles supondría el pico de la teoría cultural tal y como la conocemos. El presente trabajo sugiere la necesidad de incorporar sin demora algunos cambios de calado (cuyas semillas ya existen) para impulsar lo que podríamos llamar postgrowth humanities: unas humanidades que no solo reconozcan la realidad socioecológica del siglo XXI, sino que constituyan una pieza clave en la impostergable transición ecosocial hacia un cambio de paradigma cultural que ponga la vida en el centro y asuma los límites planetarios. 

Palabras clave: humanidades ecológicas; estudios culturales; estudios críticos de energía; decrecimiento; ecología política; pico de energías fósiles.

 

Abstract: What are the limits of cultural critique in its encounter with planetary limits? The recognition of planetary limits entails a vibrant transformation of the humanities with the rapid emergence of the environmental humanities and the energy humanities. This transformation is forcing cultural studies to adjust their theoretical radars significantly. Yet, some humanities scholars resist or ignore this transformation and still teach and research as if we were not living on a dying planet. If petromodernity and cultural theory emerged together, cultural theory may be nothing but petrocultural theory, in which case peak oil would coincide with peak theory. This essay comments on these transformations and suggests the importance for the humanities to come to terms with planetary limits by becoming what could be named postgrowth humanities. This entails not only to take planetary limits seriously, but for the humanities to intentionally become a key player in the task of envisioning, designing, and transitioning to a regenerative, fair, and post-growth cultural paradigm.

Keywords: Environmental humanities; Cultural studies; Energy humanities; Degrowth; Political ecology; Peak fossil fuels.

 

Résumé : Ce travail explore les limites et les possibilités de la critique culturelle dans son inévitable rencontre avec les limites biophysiques. D'une part, la reconnaissance des limites planétaires a entraîné un renouveau des sciences humaines et de la critique culturelle avec l'émergence rapide des energy humanities et des environmental humanities. D'une autre part, on observe que la majorité des universitaires établis dans les disciplines des sciences humaines sont, dans une certaine mesure, conscients de la crise écosociale — sans forcément en comprendre l'ampleur et la complexité — mais continuent à enseigner et à faire des recherches comme si cette crise n'existait pas. Si la pétromodernité et la théorie culturelle émergent ensemble, on pourrait argumenter que la théorie culturelle est nécessairement une théorie pétroculturelle et, par conséquent, le pic des énergies fossiles marquerait le pic de la théorie culturelle telle que nous la connaissons. Cet essai suggère la nécessité d'incorporer sans délai certains changements profonds (dont les germes existent déjà) pour favoriser ce que nous pourrions appeler les postgrowth humanities : des sciences humaines qui non seulement reconnaissent la réalité socio-écologique du XXIe siècle, mais constituent également un élément clé de la transition écosociale inévitable vers un changement de paradigme culturel qui place la vie au centre et accepte les limites planétaires.

Mots-clés : sciences humaines écologiques ; études culturelles ; études critiques de l’énergie ; décroissance ; écologie politique ; pic des énergies fossiles.

 

Principio del formulario

 

 

En el contexto de la gran aceleración del impacto humano en los ecosistemas planetarios que se exacerba a partir de 1950 impulsada por el uso masivo del petróleo y la globalización de la cultura consumista, los estudios literarios y culturales en particular y las humanidades en general han evolucionado en el seno de unas instituciones adictas al crecimiento económico y unas infraestructuras diseñadas para operar en condiciones de intensidad energética creciente (petromodernidad). Irónicamente, durante las últimas décadas, tanto la crítica cultural como los imaginarios sociales dominantes han tendido a ignorar la enorme base material y energética de la que dependen las sociedades tecno-industriales en las que se inscriben. La realidad es que las condiciones ecológicas planetarias presentes son radicalmente diferentes a las de la segunda mitad del siglo pasado y cada vez resulta más obvio que el paradigma cultural dominante y su adicción al crecimiento económico constante es inviable, cuando no peligrosamente suicida, en el contexto actual de extralimitación ecológica, declive energético, toxificación persistente, inminente cénit de todo tipo de materiales y automatización e intensificación del extractivismo y la desigualdad a escala global[1].

Este ensayo se pregunta por las limitaciones y posibilidades de la crítica cultural en su inevitable encuentro con dichos límites biofísicos. Si, por un lado, el reconocimiento de los límites planetarios ha supuesto una renovación de las humanidades y la crítica cultural con la rápida emergencia de las energy humanities y las environmental humanities, simultáneamente observamos que la mayoría de las personas establecidas académicamente en disciplinas humanísticas son en cierta medida conscientes de la crisis ecosocial —aunque no necesariamente de su magnitud y complejidad— pero investigan y enseñan como si esta no existiera[2].

La mayoría de los departamentos universitarios no están acometiendo una renovación drástica de sus programas para facilitar que se pongan los límites biofísicos en el centro de sus investigaciones y prácticas docentes (lo que denomino “pedagogía del decrecimiento”). Así, abundante energía académica continúa invirtiéndose en formular y responder preguntas descontextualizadas ecológicamente y en enseñar destrezas que de poco servirán para navegar una sociedad no orientada al crecimiento y definida por el declive energético y la degradación de los sistemas vivos planetarios. Este ensayo sugiere la necesidad de incorporar sin demora algunos cambios de calado (cuyas semillas ya existen) para impulsar lo que podríamos llamar postgrowth humanities: unas humanidades que no solo reconozcan la realidad socioecológica del siglo XXI, sino que constituyan una pieza clave en la impostergable transición ecosocial hacia un cambio de paradigma cultural que ponga la vida en el centro y asuma los límites planetarios. 

La teoría cultural bebe de varias disciplinas a las que a su vez influencia (filosofía, lingüística, arte, antropología, etc.) y se interesa por cuestiones de transformación sociocultural. Se dinamiza significativamente en los años 1960 y 1970 con el auge de los estudios culturales. A pesar de que la crisis ecológica está teniendo cierto impacto en la teoría cultural y de que cada vez es más obvio que cultura y ecología no pueden ni deben comprenderse separadamente, todavía son minoría las publicaciones recientes de la crítica literaria y cultural española que versan sobre la ecología social, la ecología política o el ecofeminismo. En todo caso, el giro ecológico en las humanidades no debería considerarse uno más entre una plétora de giros temático-teóricos, sino como un meta-marco que ayude a repensar el rol de las humanidades en general y la crítica cultural en particular (pues no habrá ningún radar temático-teórico que continúe girando en un planeta inhabitable).

Aunque en la última década se aprecia un incremento significativo de contribuciones que se inscribirían dentro de los estudios culturales ecológicos españoles[3], la inercia dominante en la crítica cultural todavía continúa siendo ignorar la interdependencia socioecológica y entender la cultura de manera desconectada de sus bases biofísicas y, sobre todo, de su metabolismo energético. En este sentido, a pesar de que gran parte de la crítica cultural es consciente de que hay una grave crisis ecológica, no siempre se reconocen las raíces culturales y políticas de dicha crisis y a menudo se ignoran los límites infranqueables a los que se enfrentan unas sociedades tecno-industriales aferradas a imaginarios culturales petromodernos diseñados para no prestar atención a dichos límites.

Una de las razones principales por las que la crítica cultural (y la mayoría de las disciplinas académicas) parecen tener dificultades para reconocer las implicaciones materiales y culturales más profundas derivadas de los límites planetarios y el declive energético es que los estudios culturales han emergido y evolucionado en el contexto de la gran aceleración. Durante ese tiempo, la cultura económica y el imaginario social dominante han naturalizado y normalizado una situación de expansión acelerada del metabolismo económico a escala global sin comprender que dicha situación era inevitablemente una excepción histórica irrepetible e insostenible debido a la existencia de límites biofísicos. En otras palabras, las sensibilidades culturales hegemónicas durante las últimas décadas han sido modeladas para percibir el crecimiento económico constante, la intensificación del extractivismo y la expansión del consumismo no como una excepción histórica posibilitada por la energía fósil y que en varias décadas ha arrasado la vida planetaria, sino como el objetivo fundamental de las sociedades humanas. Este paradigma cultural confunde progreso social con la expansión global de una cultura económica adicta al crecimiento que cuanto más se expande, más rápido destroza las bases materiales de las que depende. Ante dicho panorama, la crítica literaria y cultural está habituada a no prestar demasiada atención a —y en muchas ocasiones a celebrar— la excepcionalidad histórica de un paradigma petrocultural camicace orientado al crecimiento del cual forma parte y el cual perpetúa por inercia[4]. Sin embargo, debido a la convergencia actual de múltiples crisis interconectadas (climática, hídrica, de salud, de pérdida de biodiversidad, de cénit de energías fósiles y otros materiales relevantes, de pérdida de fertilidad del suelo, de toxificación generalizada, de acumulación de residuos, de conflictos geopolíticos por el control de recursos, etc.) que indican claramente que la civilización tecno-industrial está chocando frontalmente con los límites de un planeta finito, resulta cada vez más difícil mantener la ilusión de ausencia de límites y no cuestionar el paradigma cultural dominante que la sostiene. La creciente disonancia cognitiva existente entre, por un lado, hábitos consumistas, inercias institucionales y narrativas culturales dominantes y, por el otro, sus catastróficas consecuencias materiales y sociales, debería incitar a los estudios culturales a reorientarse profundamente para poder interpretar críticamente las respuestas culturales a semejante situación. La otra alternativa, bastante frecuente, sería continuar aferrándonos a diferentes estrategias para evitar confrontar una realidad cada vez más difícil de digerir, dado que aceptarla nos obligaría a cuestionar radicalmente narrativas culturales e imaginarios sociales hegemónicos interiorizados y fuertemente arraigados institucionalmente.

La gran aceleración de la huella ecológica del Capitaloceno se visualiza en gráficas en forma de palo de hockey que muestran el aumento drástico del metabolismo de la economía orientada al crecimiento y su enorme incremento en el uso de energía y materiales de todo tipo y, con ello, la devastación ecológica global y la proliferación de residuos tóxicos intratables en un marco temporal humanamente asumible. Además, existe una correlación entre el incremento del uso de la energía fósil (y otros materiales) y el aumento de la población humana que pasó de 1000 millones en 1800 a 8000 millones en 2022. En realidad, la gran aceleración siempre fue un gran espejismo. Desde el principio era obvio que no podría durar para siempre, pues se sostiene devorando la energía no renovable que la posibilita (Heinberg, Power 295-296).

Todo esto se traduce en que el metabolismo del capitalismo global y su cultura consumista ha transformado gran parte de la vida planetaria en infraestructura tecno-industrial en unas pocas décadas. De hecho, la huella material del Capitaloceno ahora pesa más que todo lo que queda de la biomasa planetaria (Elhacham et al.). Una de las consecuencias de semejante empobrecimiento biológico, así como de la fragmentación y eliminación de ecosistemas que conlleva, es que casi dos tercios de la vida salvaje del planeta han desaparecido en los últimos 50 años y los humanos y su ganado suponen ahora el 97% de toda la biomasa de vertebrados terrestres (WWF). En otras palabras, la gran aceleración se traduce en una gran mortandad (Lent 272-74) que está exterminando la vida planetaria (IPBES). Obviamente, sería recomendable abandonar los imaginarios culturales que han normalizado y exacerbado estás dinámicas mortíferas y transitar lo más rápido posible hacia paradigmas culturales postcrecentistas, equitativos y regenerativos. Cabría plantearse, entonces, qué tipo de crítica cultural facilitaría el florecimiento de imaginarios regenerativos y postcrecimiento (Prádanos, Postgrowth Imaginaries).

 

1. El pico del petróleo y el pico de la teoría

Como enfatiza la sección previa, los estudios culturales emergen al calor de la intensificación del uso de la energía fósil y las infraestructuras e imaginarios crecentistas que se maceran en el contexto de la petromodernidad. Pero resulta obvio que dichos imaginarios son insostenibles y que cada vez se están volviendo más corrosivos social y políticamente. En otras palabras, la estructura fundamental de nuestra cultura es inherentemente insostenible (Ehrenfeld 10). Si ser moderno significa depender de las capacidades y habilidades generadas por la energía fósil (Szeman y Boyer 1) y, al mismo tiempo, no prestarle demasiada atención a dicha energía, ¿qué sucede con la historia intelectual y la crítica cultural que han emergido y se han nutrido de esa energía una vez que se reduce su disponibilidad? La petromodernidad como proyecto civilizatorio deseable solo tiene sentido si se acompaña de un paradigma cultural ilusorio y negacionista que no reconozca (o ignore y minimice) los límites planetarios y las consecuencias de quemar la energía no renovable que sostiene dicho proyecto. La petrocultura consumista padece, por definición, ceguera energética[5]. A pesar de que todo capital cultural es sostenido de una u otra forma por energía fósil y a pesar de la importancia social e histórica de dicha energía, sus flujos han tenido un papel marginal en las manifestaciones literarias y artísticas contemporáneas (Szeman y Boyer 428). Paradójicamente, cuanto más drásticamente reorganiza la ecología planetaria, más ignora la cultura económica dominante su dependencia ecológica (Patel y Moore). La petromodernidad ha favorecido la efervescencia de imaginarios que desconectan a la crítica cultural de los ecosistemas (Vindel).

Si la crítica cultural permanece ajena a su propia dependencia material, ¿necesitamos entonces sustituirla por un pensamiento relacional más sensible a los flujos energéticos y las interdependencias socioecológicas? Cabría plantearse si el cénit y posterior declive de las energías fósiles y los materiales que sostienen la sociedad tecno-industrial orientada al crecimiento no conllevarán también el cénit de la teoría tal y como la conocemos. En otras palabras, si la continuidad de la cultura económica hegemónica es materialmente inviable, pues está chocando irreversiblemente con los límites planetarios de manera catastrófica, ¿supone dicho choque también el final de la teoría cultural que creció como respuesta a esa cultura económica o su reorientación radical?  

Nuestra cultura dominante confunde progreso con la expansión de un metabolismo social diseñado para rebasar la capacidad de carga de los sistemas terrestres; una confusión letal, porque favorece hábitos mentales e institucionales que asocian como positivo aquello que quebranta los pilares de su sustento y que destruye sus propias bases materiales. Hay una ceguera trágica en un paradigma cultural que celebra la aceleración y expansión de procesos entrópicos que dilapidan la fertilidad del suelo y exterminan la vitalidad de los océanos. Por ello, la única opción razonable y precavida en dicho contexto sería intentar cambiar rápidamente las narrativas culturales y las metáforas que favorecen procesos socioecológicos tan destructivos.

La gran aceleración tecnoindustrial, además de ser obviamente insostenible, requiere de explotación y desigualdad masiva, ya que necesita externalizar (desplazar en el tiempo y el espacio) sus crecientes costes ecológicos y sociales a escala global. Dicha externalización es facilitada por la expansión de tecnologías extractivas y por la intensificación energética. Ello permite a ciertos grupos sociales no ver ni sufrir inmediatamente las consecuencias mortíferas de lo que celebran como progreso social y, por tanto, no asumir las responsabilidades del daño causado por la cultura consumista y el individualismo posesivo tanto en los ecosistemas planetarios como en las comunidades empobrecidas. Las infraestructuras y tecnologías modernas están diseñadas para externalizar los costes de sus vastos metabolismos que se alimentan de intensificar el extractivismo y generan residuos intratables que se diseminan por toda la biosfera. Es un sistema injusto y destructivo por diseño. En cambio, hasta hace relativamente poco tiempo, el análisis de la relación entre cultura, ecología política y diseño ha sido un tema desatendido por la crítica cultural[6]. Quizás corregir dicha carencia será una de las tareas clave de los estudios culturales ecológicos[7].

La economía ecológica, los estudios críticos sobre energía y las ciencias sobre los sistemas de la Tierra indican claramente que decrecer significativamente la huella ecológica humana es la única opción responsable si atendemos a la situación planetaria y a las leyes de la termodinámica. Voluntaria o forzadamente, la cultura económica dominante tendrá que desvincularse de su adicción al crecimiento constante, el metabolismo tecnoindustrial tendrá que decrecer dramáticamente y el uso de energía tendrá que reducirse drásticamente durante las próximas décadas. Ante esta realidad físicamente inevitable sería más que razonable empezar a articular unas humanidades y unos estudios culturales capaces de interpretar críticamente las sensibilidades culturales que vayan surgiendo ante semejantes cambios materiales: postgrowth humanities y postgrowth cultural studies. Esta reorientación teórica radical no solo ayudaría a analizar la magnitud de la gravísima situación que enfrentan las sociedades humanas a escala global, sino también a promover respuestas culturales e imaginaciones políticas más deseables socialmente y menos arriesgadas ante la acumulación y exacerbación de los síntomas de la crisis ecosocial.

Aunque se aprecia un cambio significativo en la última década, la norma para muchas conferencias, revistas y programas de estudios literarios y culturales españoles todavía continúa siendo ignorar que vivimos en un planeta que está muriendo a una velocidad de vértigo y que la energía de la que dependen todas las instituciones petromodernas —incluida la propia academia— está en proceso de declive probablemente irreversible[8]. Esta ausencia de atención a las interdependencias ecológicas y energéticas resulta especialmente problemática cuando sucede con áreas emergentes y temas candentes dentro de los estudios culturales[9].

Quizá el elitismo intelectual, la verborrea ininteligible y la teoría sobre la teoría que en ocasiones todavía se despliega en conferencias y publicaciones académicas humanísticas no sean sino estrategias inconscientes para no tener que confrontar una realidad tan difícil de digerir. ¿Será ese elitismo intelectual fútil y que tan estratégicamente usa el populismo reaccionario para atacar a las humanidades y ganar votos una especie de mecanismo psicológico de defensa ante la magnitud de la situación a enfrentar? El hecho es que, sea un mecanismo de defensa o sea el resultado de una cultura académica narcisista y ensimismada, los problemas nunca se solucionan ignorándolos; y mucho menos ocultándolos en discursos vacíos que quieren llamar la atención sobre sí mismos, pero que realmente no dicen nada sobre los procesos socioecológicos que están destruyendo la vida planetaria en la que se inscriben sus portavoces. Esta manera de regocijarse discursivamente en los fuegos artificiales de una modernidad digital vacía ayuda a no mirar el abismo ¿Qué significa entretenerse en una erudición abstracta e irrelevante en el contexto de un sistema que está en una fase terminal avanzada? ¿no será esta una versión elitista y clasista del entretenimiento acrítico que proveen reality shows, deportes de masas, revistas sobre cotilleos y ciertas redes sociales? Esas formas de elitismo decadente solo pueden sostenerse en su burbuja ilusoria gracias a la energía fósil y al inmenso daño que provoca la externalización socioecológica que sostiene dicha burbuja. Lo cierto es que las instituciones e infraestructuras petromodernas siempre se sostienen con estrategias de abaratamiento —desvaloración, explotación, destrucción— de la vida en general y del trabajo humano y no humano en particular, como muestran convincentemente Patel y Moore en A History of the World in Seven Cheap Things: A Guide to Capitalism, Nature, and the Future of the Planet. La realidad es que la academia tal y como la conocemos no solo es inconcebible fuera de su contexto petrocultural, sino que se trata, en su mayor parte, de una institución que dinamiza inercias teóricoprácticas insostenibles y obstaculiza el desaprendizaje de los hábitos mentales de la petrocultura al incentivar la mentalidad que hace concebible dicho paradigma cultural[10].

En el contexto actual de Capitaloceno ecocida automatizado, el concepto de intelectual orgánico gramsciano tendría mucho más sentido si se redefiniese como permacultor-poeta, donde teoría y práctica estarían integradas. La labor de cualquier intelectual orgánico (¿deberíamos empezar a llamarlo “ecológico”?) sería impulsar la crítica cultural hacia una ecología política y poética (Prádanos, “Ecocrítica”). Su misión consistiría en aprender a compostar la inmensa cantidad de mierda antropogénica (la discursiva incluida), literal y figurativamente. ¿Forma parte la teoría incapaz de percibir los límites planetarios de esa inmensa proliferación de basura semiótica producida por la pretromodernidad que la intelectualidad ecológica deberá intentar compostar? ¿Es la teoría cultural inextricablemente teoría petrocultural? ¿Podría compostarse hasta transmutarse en una teoría regenerativa o solo cabe intentar neutralizar su toxicidad semiótica? Estas son algunas de las preguntas que tendrán que plantearse las postgrowth humanities. Como indica Terry Eagleton en After Theory, en un contexto en el que el conocimiento se compartimentaliza celosamente y se vuelve más técnico y complicado, se requiere de personas capaces de superar la miopía académica resultante y formular preguntas incómodas sobre los imaginarios culturales en general (82). En este sentido, la teoría cultural debería pensar ambiciosamente si pretende asumir dicho rol (133). ¿Qué cambios debería experimentar la teoría cultural para poder cuestionar la lógica del crecimiento y reconocer claramente los límites biofísicos? ¿Dónde tendría que centrar la atención y cómo se modificarían sus radares teóricos para articular críticas y alternativas políticas viables al antropocentrismo prometeico y al individualismo consumista que olvida sus interconexiones e interdependencias metabólicas?

Si el siglo XX fue el de la energía fósil, el XXI será postfósil, como postfósil deberán ser también sus futuros imaginarios culturales y las teorías que pretendan reflexionar sobre ellos. Las connotaciones positivas de nociones como individualismo consumista, incremento de la productividad o crecimiento del PIB no se sostendrán sin la intensidad energética de la petromodernidad, pero ¿se podrán sostener las humanidades y en caso positivo, en qué forma? ¿Pueden las humanidades sobrevivir a la decadencia de la modernidad tecno-industrial que las nutrió, a la descomposición del mito del individualismo posesivo y liberal, y al florecimiento de un paradigma cultural que comprenda y abrace la noción de interbeing (concepto budista para expresar la interconexión de todo lo que existe)[11]? ¿Puede la teoría cultural interpretar críticamente la complejidad ecosocial actual al tiempo que la sociedad dispone de cada vez menos energía para sostener las infraestructuras que posibilitan dicha complejidad? ¿Qué supondría para las humanidades reconocer los límites del crecimiento?

Probablemente las humanidades tal y como las conocemos no podrán existir al tiempo que cuestionan el logocentrismo autorreferencial ensimismado, la ilusión de separabilidad y el excepcionalismo humano que, en cierta manera, han contribuido a legitimar culturalmente. El concepto de postgrowth humanities sugiere que, en lugar de obcecarnos en intentar salvar unas humanidades que son en gran parte energéticamente ciegas y ecológicamente analfabetas, intentemos transformarlas en algo radicalmente diferente que nos permita responder más responsablemente a los problemas que enfrentamos.

Con el declive del estructuralismo y la emergencia de los estudios culturales, las investigaciones literarias han tendido a prestar más atención al contexto sociohistórico que a la forma narrativa (Caracciolo 6), pero no necesariamente han prestado más atención al contexto ecológico. Es decir, aunque se pretende contextualizar el texto, se hace de modo preminentemente antropocéntrico y se continúa excluyendo a lo no-humano de la ecuación (o se integra de manera superficial). Esto hace que la agencia de lo no-humano y los flujos de energía continúen quedando frecuentemente en los puntos muertos de los radares teóricos de gran parte de la crítica literaria y cultural. Ese mismo excepcionalismo humano se aprecia ahora en la manera en la que el concepto de Antropoceno ha capturado rápidamente la imaginación de la crítica cultural (Caracciolo 9). Si el principal error epistemológico de la modernidad es entender al ser humano como separado de su contexto ecológico, sería importante investigar sobre la historia cultural e intelectual que desemboca en la normalización de esa lógica de la separabilidad (Caracciolo 11).

La ecolingüística, que presta atención a las relaciones entre la lingüística y los problemas ecológicos, probablemente juegue un papel cada vez más central dado su potencial para hacer converger humanidades, ciencias sociales y ecología. Esto es importante, ya que para que emerjan metáforas que nos ayuden a percibir la realidad de manera más integral, convendría entender las raíces lingüísticas de la crisis ecológica[12]. ¿Qué analogías, metáforas e imágenes debería evocar una teoría cultural que sugiera la no separabilidad y la interconexión del metabolismo socioecológico? Algunas prometedoras serían la ecología fúngica, el rizoma, la red, el compostaje, etc.

Quizá la metáfora de la máquina debería ser desplazada —ya lo está siendo— por otras, como la de la red. La modernidad capitalista imaginó un mundo-máquina muerto y en eso transformó gran parte de la biosfera. Obviamente, esto merece ser matizado: no es lo mismo la red digital que la red de la vida, y el hecho de enfatizar la una o la otra acarrea consecuencias perceptuales, éticas, e imaginativas diversas. La metáfora de la red digital suele favorecer la adopción de un tecno-optimismo ilusorio. La de la vida, en cambio, suele desembocar en algún tipo de pensamiento ecológico. Mediante la metáfora de la red, la teoría cultural puede tanto cuestionar el excepcionalismo humano (y sus derivaciones en especismo, productivismo, extractivismo, clasismo, colonialismo, machismo, racismo, capacitismo, etc.) como amplificarlo e hipertecnificarlo (como hacen quienes abogan por el transhumanismo, el ecomodernismo u otras versiones de un Antropoceno geoingenieril). Dependiendo de qué marcos de referencia, metáforas y temas se enfaticen —y de si el ser humano se entiende a sí mismo como parte integrante de la red o como su gerente externo— se puede llegar con más facilidad a la comprensión de los límites planetarios y la interdependencia socioecológica o, por el contrario, se puede reafirmar la fantasía neoliberal, cada vez más alejada de la realidad material y social, de la posibilidad de un benigno progreso tecnológico lineal ilimitado, crecentista y controlable impulsado por un individualismo posesivo y una economía de la atención controlada por corporaciones transnacionales. Este último imaginario (al igual que toda narrativa tecnooptimista) suele ignorar que la tecnología moderna es energéticamente intensiva y que las funciones ecosistémicas que se están degradando a un ritmo abismal no pueden ser reemplazadas satisfactoriamente por sistemas tecnosociales[13]. Además, como enfatiza la teoría de sistemas, los sistemas complejos son siempre caóticos e impredecibles (no hay manera de controlarlos).

Es preocupante el hecho de que la metáfora de la máquina esté siendo sustituida por la de la red digital, pero sin necesariamente superar el paradigma mecanicista y antropocéntrico que caracterizaba a la visión de mundo favorecida por la metáfora reemplazada. Para superar el paradigma cultural necrótico asociado a la metáfora de la máquina no basta simplemente con sustituir esa metáfora por la de una red igualmente antropogénica, sino por la red de relaciones que son los sistemas vivos en los que se inscribe el ser humano. Para ello, es crucial fomentar el pensamiento sistémico y prestar más atención a los patrones interconectados de la comunidad biótica y su organización dinámica. Pero es igualmente relevante no quedarse en un nivel abstracto que mantenga la ilusión de observador humano objetivo separado de la realidad observada y que, por ende, puede manipularla y controlarla sin transformarse en el proceso. Por el contrario, debemos reconocernos como cocreadores participantes —al igual que sucede con todo organismo vivo— en la siempre cambiante trama de la vida (Capra y Luisi). La manera concreta en la que participamos en dicha cocreación puede ser consciente en su intencionalidad de generar dinámicas socioecológicas sinérgicas, simbióticas y recíprocas (lo que no significa que sus resultados sean predecibles), pero nunca podrá ser un proceso en el que nuestra participación sea ni objetiva, ni separable y desvinculable. El abuso de la abstracción y la fantasía de la separación es parte del problemático paradigma cultural dominante que nos ha llevado a chocar con los límites planetarios y que conviene superar[14]. La abstracción facilita el desapego (Nelson 265). La desvinculación que supone la abstracción y justifica la explotación socioecológica es, como diría Gregory Bateson, un error epistemológico (487). Si en los sistemas vivos de los que formamos parte nada es separable de su red de relaciones, nada puede ser “puro”. La metafísica de la pureza que nos invita a concebir las cosas como separadas y desconectadas es una frágil ficción. Por ello Kim Q. Hall prefiere una metafísica del compostaje, pues sería mucho más apropiada para reconocer la interdependencia y relacionalidad socioecológica (cit. en Shotwell 16).

Tanto la metáfora del compostaje como la de la ecología fúngica, dado que dificultan los hábitos mentales reduccionistas y mecanicistas, pueden ayudarnos a cuestionar la lógica separadora y clasificatoria de la que bebe el Capitaloceno (Tsing). Lo cual no es poco si recordamos que los esquemas de clasificación son cruciales para la lógica colonial (Shotwell 25). Si la mera idea de que cierto nivel de polución es aceptable es inextricablemente colonial, como explica convincentemente Max Liboiron en Pollution Is Colonialism, quizá compostar los residuos de la crítica cultural albergaría cierto potencial para transmutarla en suelo fértil para el nacimiento de otros paradigmas culturales y modos de relacionarse y organizarse donde la idea de polución sea inconcebible. Pero, otra vez, aquí cuando rechazamos la noción de pureza hay que tener cuidado de no confundir la inseparabilidad humana de los ecosistemas en los que se inscribe con la exigencia neoliberal de una constante hibridación y plasticidad humana sin reconocer límites materiales y sociales para adaptarse a las necesidades de la acumulación capitalista (Eagleton 118-119). La clave es entender que nuestras relaciones con la comunidad biótica deben ser siempre relaciones guiadas por la autolimitación y la reverencia que, según Dan Shilling, es lo que ha caracterizado a la mayoría de las cosmopolíticas indígenas (12). Nótese que autolimitación y reverencia suponen modos de relacionarse con la red de la vida muy diferentes a aquellos basados en nociones de excepcionalismo y separabilidad y que, por ende, los primeros difícilmente legitimarán y normalizarán dinámicas de inferiorización, explotación y extractivismo.

Val Plumwood y Carolyn Merchant sugirieron hace ya varias décadas que la crisis ecológica era el resultado de una concepción distorsionada de la relación entre humanos y naturaleza. La ideología de la desconexión que separa a los individuos humanos de sus interdependencias sociales y ecológicas acaba normalizando una cultura económica diseñada para sabotear el bienestar (Lent 7) y unas infraestructuras que fragmentan y dañan la salud integral de la vida planetaria. Una crítica cultural post-crecimiento podría investigar de qué manera perpetúan o cuestionan determinadas metáforas y narrativas culturales lo que Carolyn Merchant denomina “the death of nature”: la concepción de la naturaleza como algo impersonal, separado, sin espíritu ni agencia. ¿Se percibe a la naturaleza como algo externo e inerte que controlar y mejorar o como algo sagrado y vivo de lo que formamos parte? La idea colonial de mejoramiento de la naturaleza mediante su explotación solo es concebible si se entiende que el ser humano puede controlar un desarrollo lineal hacia un progreso social sostenido basado en la destrucción ecológica, lo cual solo sería posible en un contexto de ausencia de límites materiales y de separabilidad socioecológica. El concepto de linealidad está culturalmente asociado con nociones de control humano y relaciones de explotación (Caracciolo 20).

Cabría preguntarse qué tipos de relaciones promueven —y cuáles deberían promover— las intervenciones de la crítica cultural ¿Nos mantiene en la tendencia autorreferencial y ensimismada del pensamiento petromoderno o nos ayuda a superarla? ¿Escucha y aprende de las plantas, los hongos, los animales, los minerales y los patrones de la red ecológica o se queda atrapada en un logocentrismo onanista antropocéntrico e ilusorio precariamente sostenido por unas energías fósiles cada vez más intratables en todos los sentidos posibles? ¿Nos ayuda a percibir todo como recurso a extraer y explotar o como regalo sagrado que venerar, respetar y agradecer? Las respuestas a dichas preguntas tendrán consecuencias significativas, porque como afirma Kimmerer, “when people forget to honor the gift, the consequences are always both spiritual and material” (31)[15]. Una teoría cultural capaz de honrar los regalos entendería claramente que el bienestar de lo humano y lo no humano están interconectados y se cuidaría mucho de no contribuir con su retórica a ignorar, minimizar o invisibilizar dicha interdependencia. Quizá, dicha teoría favorecería un paradigma cultural biomimético que fomentara un metabolismo ecosocial que intentara emular patrones que se repitan en ecosistemas florecientes. Ello supondría transitar de un paradigma cultural que celebre, por poner un ejemplo, la marca España (y que cuanto más éxito tiene dicha marca, más rápido se degradan las bases biofísicas de las regiones turistificadas), a uno permacultural que se esfuerce en restablecer relaciones socioecológicas saludables. El primer paradigma implica una autorreferencialidad irresponsable y autodestructiva, el segundo, un reconocimiento de la interdependencia socioecológica[16]. El primero celebra la innovación “smart” del más de lo mismo, mientras que el segundo promueve la pluralidad de saberes y la posibilidad de aprender de la vitalidad e inteligencia de la comunidad biótica.

Un paradigma cultural que se materialice en un metabolismo regenerativo seguramente superaría el cortoplacismo del imaginario dominante y sería capaz, en cambio, de desplegar un pensamiento a largo plazo con una perspectiva intergeneracional (Krznaric). ¿Qué tipo de ancestro nos invitaría a ser dicho paradigma cultural? (Hausdoerffer et al.) ¿Cómo sería una manera de pensar la cultura que no descontase el futuro, es decir, que no se materializase en —e invisibilizase— la externalización espacial y temporal de los costes sociales y ecológicos provocados por el metabolismo del Capitaloceno? El reto principal de las humanidades y de los estudios culturales quizá sea contribuir a esa transición de paradigmas culturales. Para ello, sería importante habituarnos a conectar en lugar de a clasificar, pues, como nos recuerda la teoría decolonial, existe un paralelismo sospechoso entre la obsesión clasificatoria y controladora de la modernidad, la explotación (neo)colonial y la devastación de los ecosistemas planetarios[17].

 

2. Imaginarios dominantes negacionistas (que ocultan las relaciones entre energía, tecnología y externalización)

Cabría preguntarse en qué grado perpetuán o cuestionan los estudios culturales los varios tipos de negacionismo a los que se aferra el paradigma cultural dominante (Heinberg, Power 292). Estos negacionismos incluirían la negación de la violencia estructural del paradigma hegemónico y nuestra complicidad en el daño que causa, la negación de la existencia de límites planetarios infranqueables, la negación de la inseparabilidad e interdependencia de todos los sistemas vivos en los que se inscribe e incluye el ser humano, y la negación de la magnitud del problema socioecológico que enfrentamos (Suša et al. 161). Estos negacionismos no nos están permitiendo responder a las múltiples crisis actuales de una manera más profunda, precavida y responsable (Suša et al. 155).

Cuando las administraciones educativas neoliberales justifican su existencia argumentando que son instituciones innovadoras que preparan para pensar críticamente y para resolver problemas reales (critical thinking and problem-solving skills) en un mercado global cambiante, están dando por hecho que las sociedades contemporáneas, sus instituciones petromodernas y sus imaginarios culturales dominantes son capaces de enfocarse en los problemas más relevantes a los que se enfrentan dichas sociedades (y que existen soluciones viables que pueden articularse desde dentro del paradigma cultural en el que han emergido esos problemas). Pero en realidad, dichas instituciones están diseñadas para no prestar atención a los problemas raíces o, en el mejor de los casos, minimizar su importancia. La única respuesta socialmente responsable (reducir intencionalmente el metabolismo económico global de manera equitativa y regenerativa) es impensable desde la lógica de la cultura económica dominante y, como sabemos quienes trabajamos en universidades neoliberales, lo impensable no es financiable (Suša et al. 155). Varios tipos de negacionismo están operando simultáneamente en el seno de dichas instituciones. Los tipos concretos y su combinación específica varían dependiendo de cada persona, programa e institución. PLAN (Planetary Limits Academic Network) y Faculty for a Future supondrían dos ejemplos recientes de esfuerzos marginales que trabajan para exponer dichos negacionismos y transformar las instituciones académicas desde su seno[18]. Sin embargo, la norma continúa siendo gastar casi toda la energía académica en mantener esas formas de negación para no reconocer las implicaciones culturales y políticas más profundas de asumir la realidad ecosocial. Esto es debido a que aceptar dicha realidad nos obligaría a cuestionar radicalmente muchos de los patrones mentales, los imaginarios sociales y las inercias institucionales más arraigados en el paradigma cultural dominante y que alimentan y posibilitan gran parte de nuestras identidades, certezas, deseos y hábitos psicosomáticos. Cabría preguntarse por la manera en la que las humanidades y los estudios culturales podrían contribuir al florecimiento de nuevas posibilidades de percibir, sentir, diseñar y relacionarnos con el mundo más deseables social y ecológicamente.

Dadas las masivas transformaciones físicas, biológicas y químicas del Capitaloceno, lo más probable es que si la humanidad sobrevive este milenio lo hará en un mundo irreconociblemente diferente del mundo que hemos conocido en los últimos doscientos mil años (Scranton 19). Ni nuestras teorías económicas y políticas dominantes ni nuestras narrativas petroculturales están apropiadamente adaptadas para lo que vendrá en las próximas décadas. Vamos a necesitar nuevas historias, narrativas y metáforas para poder navegar este nuevo mundo. El gran reto de nuestro tiempo es comprender que esta civilización ya está prácticamente muerta (Scranton 23) y permitir que nazcan imaginarios culturales radicalmente diferentes a los que han dominado los últimos milenios. Una crítica cultural apropiada para esta transición de imaginarios quizá debería, simultáneamente, ayudar a morir dignamente al paradigma cultural dominante al tiempo que ayuda a nacer imaginarios culturales regenerativos, como propone Vanessa Machado de Oliveira en Hospicing Modernity. Urge recalibrar la manera en la que pensamos y sentimos el mundo. Pero ¿es posible transformar un paradigma cultural de manera intencional y rápida? Esperemos que sí, porque las consecuencias de seguir operando con las narrativas culturales que han dominado durante los últimos siglos serían inasumibles. Si este tipo de cambios son posibles, solo serán factibles si primero se reconoce la magnitud y profundidad del problema.

Los estudios sobre análisis críticos del discurso sugieren que metáforas diferentes hacen percibir y pensar el mundo de manera diferente y actuar en él en consonancia con dicha manera de percibirlo. Las metáforas de la competición, la batalla o la máquina, nos invitan a defendernos, identificar enemigos, someter, acumular, controlar, explotar, dominar, extraer. En cambio, metáforas más alineadas con las interdependencias ecosociales y los flujos relacionales de los sistemas vivos (metáfora del baile, de la red biótica, del metabolismo, de la simbiosis, del compostaje, etc.) pueden ser más apropiadas para promocionar una cultura regenerativa y socialmente deseable (Lent 142). ¿Cómo sería una cultura que se organizase de tal manera que no acelerase la entropía (Lent 156), se materializase en un metabolismo regenerativo y diseñase un sistema alimentario basado en la optimización energética, el florecimiento de la biodiversidad y la mejora de la calidad del suelo (Wahl)? En este momento, la civilización moderna supone un acelerador entrópico que destruye el tejido de la vida a escala global (Lent 174). Para contrarrestar esto, necesitamos narrativas culturales basadas en el florecimiento simbiótico (Lent 175), historias de autolimitación y reverencia, y metáforas regenerativas. De este modo, las sociedades humanas quizá tendrían el potencial para transformarse de manera consciente en una fuerza simbiótica en lugar de una fuerza entrópica, como sugiere Jeremy Lent: “Can we use the unique features of conceptual consciousness to integrate with nature rather than trying to conquer it?” (285)[19]. Ello requeriría una evolución cultural que nos llevase del Antropoceno al Simbioceno (Lent 286).

¿Cómo sería un sistema de valores basado en la comprensión de la interconexión intrínseca de los sistemas vivos? (Lent 229). Seguramente se pondría el foco en el bienestar recíproco y simbiótico de la comunidad biótica. Se priorizarían la responsabilidad, la ética de los cuidados, la economía del regalo, la mutualidad y la redistribución. El bien común, no la acumulación de capital, sería el eje político y ético. La teoría de sistemas muestra que en cada nivel de complejidad existen propiedades emergentes que no se pueden comprender usando metodologías apropiadas para sistemas menos complejos (Lent 330). No podemos controlar los sistemas complejos, pero podemos bailar dentro de la red de la vida intentando no pisarnos los pies ni destruir la pista de baile. Estos valores quizá permitirían un desplazamiento y expansión de la imaginación política hacia alternativas no consideradas desde la perspectiva del paradigma cultural dominante (Lent 362) y que encontraría inspiración en la sabiduría ancestral desarrollada durante milenios por numerosas culturas a lo largo y ancho del planeta y que la ciencia moderna corrobora. En dicho paradigma cultural, la innovación sería medida por “its effectiveness in enhancing the vitality of living systems rather than minting billionaires” (Lent 370)[20].

Si, como propone Machado de Oliveira, nos toca ayudar a morir a la modernidad, ¿nos ayudan los estudios culturales a aceptar que la modernidad está muriendo y que vivimos de historias caducadas basadas en la separabilidad, la superioridad y la excepcionalidad de la sociedad tecno-industrial o nos mantiene en un estado de negacionismo en el que somos incapaces de confrontar la realidad? ¿Nos ayuda la crítica cultural a aprender las lecciones que la modernidad ofrece en su inevitable declive o nos incentiva a continuar invirtiendo nuestra energía, atención y deseos en un sistema moribundo? (17). Machado de Oliveira distingue entre “narcissistic delusions” y “generative disillusionment” (36-54). El “engaño narcisista”, muy común en la cultura económica dominante, nos impide aceptar y confrontar la crisis ecosocial. En cambio, la desilusión generativa abriría la posibilidad de que otras formas de existencia, no legibles todavía, pudieran emerger (Machado de Oliveira 54). Esto supone la capacidad de creer que es posible sentirse bien existiendo de una manera diferente a la que el sistema dominante nos ha vendido (Machado de Oliveira 116). Ello implica un desencanto con una cultura rota que ya no puede ofrecer vitalidad, esperanza y caminos viables (Machado de Oliveira 214). ¿Reproduce o interrumpe las historias caducas la crítica cultural y, en el segundo caso, lo hace de una manera políticamente productiva o contraproducente? En otras palabras, habría que preguntarse qué tipo de crítica cultural nos estimularía a ser buenos ancestros y a encontrar nuevos placeres y nuevas historias con las que bailar.

 

3. Cultura digital y ceguera energética

Una de las tendencias más preocupantes de la crítica cultural actual es su interpretación de la cultura digital. Dentro del ámbito de las humanidades digitales, muchos de los discursos de la crítica cultural española tienden a caer en una celebración vacía de la cultura digital debido a su ceguera energética y a su falta de atención a los límites materiales y sociales. Algunas contribuciones despliegan un tipo de tecno-optimismo bastante obsoleto que se confunde con progresismo cultural y que es una perpetuación, no una transgresión, de la lógica neoliberal. Estas intervenciones parecen ignorar que la incorporación de algoritmos de inteligencia artificial a cada vez más aspectos de la vida cotidiana está resultando en una automatización y aceleración de la desigualdad, la polarización y la corrosión social. Además, la infraestructura de computación global que sostiene dichas tecnologías es energéticamente intensiva. De hecho, su vasta materialidad está impulsando una nueva ola de extractivismo global masivo con su consiguiente devastación social y ecológica[21]. Ante dicha situación, no parecen responsables las intervenciones de la crítica cultural que banalizan la cultura digital de manera juguetona o celebran sus posibilidades emancipatorias e innovadoras como si la tecnología fuese algo neutral y separable del paradigma hegemónico que la concibe, diseña, controla e implementa.

Un buen ejemplo reciente de esto lo encontramos en un monográfico sobre imaginarios digitales españoles publicado en 2023 en el Journal of Spanish Cultural Studies. En la introducción, “Futuros: imaginarios, redes y prácticas digitales en la cultura española. Un catálogo de posibles”, se reconoce explícitamente “la ausencia casi total a referencias acerca del impacto medioambiental de estas tecnologías digitales” (Saum-Pascual y Llosa Sanz 6). No es este el lugar para hacer un análisis detallado de este número especial publicado en una de las revistas más prestigiosas sobre estudios culturales españoles. Basta mencionar que varias de las contribuciones incluidas en dicho monográfico ejemplifican a la perfección ciertos aspectos criticados en este ensayo: la ceguera energética, el analfabetismo ecológico, la autorreferencialidad ininteligible y ensimismada, el excepcionalismo humano, el tecnooptimismo, o el uso contraproducente de metáforas prometedoras.

Si bien es cierto que, al menos en teoría, “the same tight coupling between global systems that increases the risk of civilizational collapse also boosts the speed at which deeper, systemic changes can now occur” (Lent 374)[22], en la práctica resulta obvio que la tecnología que posibilita la globalización empodera a unas pocas personas y corporaciones mientras que explota, desahucia, distrae, polariza, desinforma, enfrenta, deprime y vigila a las mayorías sociales. Además, la tecnología digital y la IA son tecnologías petromodernas y, como tales, están diseñadas desde la ceguera energética y el desprecio por los límites planetarios. Los estudios sobre cultura digital no deberían ignorar “la ecología política de la tecnología” (Inclezan y Prádanos 203; Almazán y Prádanos).

Es crucial cuestionar la deseabilidad y viabilidad de la introducción de la tecnología digital en cada vez más aspectos de la vida cotidiana en el contexto de declive energético, desigualdad inaceptable y extinción masiva; No solo porque aumenta la desigualdad y la corrosión social, sino porque nos estamos haciendo material y culturalmente dependientes de tecnologías que, dada su enorme intensidad material y energética, probablemente no podrán sostenerse mucho tiempo. Como afirma Heinberg, deberíamos redirigir radicalmente el desarrollo tecnológico para que fuese relevante para una sociedad con una tasa de uso energético decreciente (Power 328). Una tecnología digital al servicio de una economía de la atención orientada al crecimiento es sociopolíticamente nefasta y ecológicamente devastadora. Sus algoritmos nos distraen con logos, deep fakes o influencers narcisistas, mientras que se extingue la vida planetaria. Dicha tecnología nos absorbe más en nuestro individualismo y solipsismo antropocéntrico en la coyuntura histórica en la que solo una mayor cohesión social y una comprensión más profunda de nuestra interdependencia ecológica podría evitar un colapso civilizatorio. Por todo ello, parece irresponsable que los estudios culturales le sigan el juego a una cultura digital al servicio de una economía de la atención corporativa.

El reto sería repensar los estudios culturales para que, en lugar de perpetuar los dejes acríticos del capitalismo digital, contribuyan a fomentar nuevos imaginarios, narrativas y visiones culturales transicionales (Prádanos, Postgrowth Imaginaries) que no estén orientadas ni al crecimiento, ni al escapismo, ni al colapso (Heinberg, Power 349). Es importante que los estudios culturales ayuden a reorientar los imaginarios sociales hacia “no regrets strategies” (349-50), como la permacultura y la biomímesis, en lugar de hacia imaginarios tecnooptimistas, ecomodernistas o colapsistas. Estos últimos no solo son ecológicamente arriesgadísimos, sino que tienden a amplificar la desigualdad y las asimetrías de poder existentes.

 

4. A modo de cierre

Como no puede ser de otra manera, un ensayo que apela a una reformulación profunda de los estudios culturales y las humanidades concluye con más preguntas que respuestas. Preguntas que nos tocará responder colectivamente. ¿Cómo se articularían unos estudios culturales relevantes en el seno de una sociedad que se verá forzada a reducir su intensidad energética? ¿Cómo sería un paradigma cultural que partiese del entendimiento de los límites planetarios y la complejidad de los sistemas energéticos? Una crítica cultural a la altura atendería a los cambios en los patrones y flujos dinámicos y pensaría en ecologías políticas y metabolismos socioecológicos para contrarrestar las inercias pretroculturales. “Modernity has deactivated our metabolic literacies and intelligences” (Machado de Oliveira 216)[23]. Una de las tareas más urgentes de las postgrowth humanities sería ayudar a reactivarlas. El conocimiento tradicional ecológico, el pensamiento sistémico o la permacultura nos ofrecen claves muy valiosas al respecto. 

¿Es la crítica cultural inherentemente antropocéntrica, (neo)colonial, y petro-dependiente? En caso positivo, la adopción de un paradigma cultural biomimético quizá supondría el final de la teoría cultural tal y como la conocemos. También es posible que simplemente valga con reorientar su atención y su energía. Hasta ahora, dadas sus inclinaciones logocéntricas, autorreferenciales y antropocéntricas, la crítica cultural ha desprestigiado la biomímesis por defecto. No necesariamente de manera explícita, sino en el modo de articularse y expresarse, en dónde pone su atención y qué aspectos ignora, en qué perspectivas prioriza y cuáles minimiza. Corregir esos hábitos no será tarea fácil.

Los últimos siglos han experimentado “la fuerte aceleración de la historia alimentada por crecientes flujos de energía” (Fernández Durán y González Reyes 24). El declive energético y los límites planetarios anuncian un “inevitable colapso […], lo que surja después será radicalmente distinto” (33). Este ensayo es una invitación para reflexionar sobre el papel que queremos que jueguen los estudios culturales en particular y las humanidades en general en esta impostergable transición. De qué manera va a influenciar y responder la crítica cultural a “lo que surja después” depende, en gran medida, de lo que hagamos ahora con ella.

 

 

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[1] Para profundizar en el concepto de extralimitación ecológica véase Rees; para explorar el pico de materiales y energía véase el libro Peak Everything de Heinberg; para entender la magnitud del neoextractivismo véase Arboleda.

[2] Véanse la Introducción de A Companion to Spanish Environmental Cultural Studies y el ensayo “Repensar los estudios culturales” de Prádanos.

[3] Algunas contribuciones relevantes en español incluyen las publicaciones del Grupo de Investigación en Ecocrítica y Humanidades Ambientales, los volúmenes de la serie CLYMA y la revista Ecozon@. En inglés, véanse las contribuciones en el volumen colectivo A Companion to Spanish Environmental Cultural Studies.

[4] Véase el trabajo colectivo After Oil para profundizar en el concepto de petrocultura.

[5] Véase concepto de “Energy Blindness” de Nate Hagens.

[6] Para explorar algunas contribuciones prometedoras al respecto, véanse Escobar; Fry; White; Wahl; y Costanza-Chock.

[7] Véase el editorial de Prádanos “From Smart Innovation to Wise Design”.

[8] Para reflexionar sobre la magnitud y la posible irreversibilidad del declive energético véanse Turiel; Fernández Durán y González Reyes.

[9] Algunos ejemplos paradigmáticos debido a que se enfocan en industrias enormemente contaminantes y energéticamente intensivas serían los siguientes: digital humanities, medical humanities, food cultural studies y fashion cultural studies.

[10] Para una reflexión sobre este tema véase Harney y Moten (22-43).

[11] Véase el libro de Thich Nhat Hanh para profundizar en la noción de interbeing.

[12] Para una introducción a la ecolingüística véase Stibbe.

[13] Para una crítica al tecno-optimismo, véase Alexander y Rutherford.

[14] Para una reflexión profunda sobre ese tema véase Pigem.

[15] “Cuando la gente se olvida de honrar los regalos, las consecuencias son siempre espirituales y materiales”. Todas las traducciones son nuestras.

[16] Para profundizar en este tema véase el ensayo de Prádanos “The Cultural Ecology of Tourism”.

[17] Por ejemplo, Yusoff identifica una relación entre clasificación geológica y racismo.

[18] En el contexto español, dos ejemplos recientes serían la conferencia sobre “Educación para el decrecimiento,” celebrada en abril de 2024 en la Universidad de Valencia, o el libro Pedagogía del decrecimiento, publicado por Enrique Javier Díez Gutiérrez en marzo de ese mismo año.

[19] “¿Podríamos usar las habilidades únicas de la conciencia conceptual para integrarnos con la naturaleza en lugar de para conquistarla?”

[20] “[S]u efectividad en mejorar la vitalidad de los sistemas vivos en lugar de generar multimillonarios”.

[21] Véase el ensayo de Inclezan y Prádanos para encontrar una síntesis de la literatura crítica sobre los impactos sociales y ecológicos de la inteligencia artificial en clave de ecología política.

[22] “[L]os mismos sistemas globales estrechamente integrados que aumentan los riesgos de colapso civilizacional también incrementan la velocidad en la que pueden ocurrir otros cambios sistémicos más profundos”.

[23] “La modernidad ha desactivado nuestras alfabetizaciones e inteligencias metabólicas”.