COMUNIDADES EPISTÉMICAS EN LA POESÍA ESPAÑOLA DEL SIGLO XXI. UNA ALTERNATIVA AL CONCEPTO DE GENERACIÓN*

 


EPISTEMIC COMMUNITIES IN SPANISH POETRY OF THE 21ST CENTURY. AN ALTERNATIVE TO THE CONCEPT OF GENERATION

 

LES COMMUNAUTES ÉPISTÉMIQUES DANS LA POÉSIE ESPAGNOLE DU XXIE SIÈCLE. UNE ALTERNATIVE AU CONCEPT DE GÉNÉRATION

 

Helena Pagán Marín

Universidad de Salamanca

helenapm@usal.es

https://orcid.org/0000-0002-3355-7775

 

Fecha de recepción: 08/09/2023

Fecha de aceptación: 24/03/2024

DOI: https://doi.org/10.30827/tn.v7i2.28916  

 

 

Resumen: El objetivo de esta investigación es proponer un modelo conceptual alternativo al de generación literaria, con el que clásicamente se agrupa a los miembros de cada estadio poético en el tiempo. Las razones de esta voluntad de cambio se deben a que hemos detectado una tendencia entre la crítica poética última, tanto antológica como monográfica, a hablar de las nociones de apertura, pluralidad y heterogeneidad como categorías rectoras de la poesía española del siglo XXI. Dichos términos, si bien en una primera impresión parecen subrayar las libertades formales y enunciativas de las últimas voces, lo que en realidad imponen es una restricción clara a la hora de hablar de un horizonte (est)ético compartido. En ese afán de lograr una alternativa teórica, partimos de la lectura que Fernando Broncano hace de la noción de “comunidad epistémica” de Miranda Fricker. Por último, analizamos tres antologías actuales, cuyo criterio compilador participa de los criterios expuestos. Con todo, no pretendemos imponer una mirada conceptual unívoca, sino empezar a abrir un horizonte teórico en el que los poetas puedan pensarse como comunidad sin que por ello tenga que renunciarse a sus singularidades y diferencias.

 

Palabras clave: Literatura contemporánea; poesía española; generación literaria; comunidad epistémica; antología.

 

Abstract: The aim of this research is to propose an alternative conceptual model to that of the literary generation, with which the members of each poetic period are traditionally grouped. This desire for change is due to the fact that we have detected a tendency among recent poetry criticism, both anthological and monographic, to speak of the notions of openness, plurality and heterogeneity as the guiding categories of Spanish poetry in the 21st century. These terms, although at first glance they seem to underline the formal and enunciative freedoms of the latest voices, actually impose a clear restriction when it comes to speaking of a shared aesthetic horizon. In this quest for a theoretical alternative, we will start with Fernando Broncano's reading of Miranda Fricker's notion of “epistemic community”. Finally, we will analyse three current anthologies, whose compiler's criterion is based on the above-mentioned criteria. All in all, we do not intend to impose a univocal conceptual view, but rather to begin to open up a theoretical horizon in which poets can think of themselves as a community without having to renounce their singularities and differences.

 

Keywords: Contemporary literature; Spanish poetry; Literary generation; Epistemic community; Anthology.

 

Résumé : L'objectif de cette recherche est de proposer un modèle conceptuel alternatif à celui de génération littéraire, avec lequel les membres de chaque étape poétique sont classiquement regroupés dans le temps. Les raisons de ce désir de changement sont dues au fait que nous avons détecté une tendance dans la critique poétique récente, tant anthologique que monographique, à parler des notions d'ouverture, de pluralité et d'hétérogénéité comme des catégories directrices de la poésie espagnole du XXIe siècle. Ces termes, bien qu'à première vue ils semblent souligner les libertés formelles et énonciatives des voix les plus récentes, imposent en réalité une restriction évidente lorsqu'il s'agit de parler d'un horizon esthétique commun. Dans cette quête d'une alternative théorique, nous partirons de la lecture de Fernando Broncano de la notion de « communauté épistémique » de Miranda Fricker. Enfin, nous analyserons trois anthologies actuelles, dont les critères du compilateur sont en phase avec les critères susmentionnés. En somme, nous n'entendons pas imposer une vision conceptuelle univoque, mais plutôt commencer à ouvrir un horizon théorique dans lequel les poètes peuvent se penser comme une communauté sans avoir à renoncer à leurs singularités et à leurs différences.

 

Mots-clés : Littérature contemporaine ; poésie espagnole ; génération littéraire ; communauté épistémique ; anthologie.

 

  1. Introducción

María Xesus Nogueira abre el Prólogo a 13: Antoloxía da poesía galega próxima (2017) con una apreciación que en escasas ocasiones se ha problematizado: “Es sabido que la juventud poética ha sido un elemento mitificado en la literatura” (21). Declaración que comparte con el investigador granadino Domingo Sánchez-Mesa, quien en Cambio de siglo: antología de poesía española, 1990-2007 (2007) escribe: “Se habla, con una mezcla de indignación y amargura, del llamado operatriunfismo en las letras poéticas españolas para designar una moda fascinada por el valor de la juventud en la edición de poesía” (24). Hablamos, en ambos casos, de la idea de juventud como fetiche literario que, a efectos de reunir y presentar un tiempo poético, normalmente se vincula con el concepto de generación (Leccardi y Feixa; Caballero Guisado y Baigorri Agoiz)[1]. Al menos, desde el primer cuarto del siglo XX, momento en que las subculturas juveniles empiezan a tener un papel predominante en los movimientos rebeldes e iconoclastas que atentan contra las corrientes dominantes. Pensemos en el concepto de generación del 98, acuñado por Azorín para reunir a un conjunto de escritores críticos con la situación social del país. O, más adelante, en el de generación perdida, empleado por Gertrude Stein como referencia a un grupo de poetas norteamericanos comprometidos con el impacto de la I Guerra Mundial. En definitiva, y como bien matizaron Caballero Guisado y Baigorri Agoiz, “de lo que fundamentalmente se habla a lo largo del siglo XX es de jóvenes” (2-3).

Si continuamos la lectura, comprobaremos que Nogueira pone el foco en las inercias por parte de la crítica a la hora de colocar las etiquetas de promesa, ruptura y renovación cada vez que aparece en el centro mediático una voz todavía no tasada por las antologías y medios culturales. Y subraya los desencuentros y constantes debates que la vieja oposición tradición-vanguardia, clásico-nuevo, genera en el campo historiográfico. Un campo todavía signado por estrategias dialécticas en lo que respecta a la categorización literaria de corrientes estéticas, en las que siempre ha ganado la tendencia realista (Molina Gil 48; Krawietz y León 22). También conocida por el crítico cordobés Vicente Luis Mora como “pensamiento normalizado, que tiene encantados a editores, gestores culturales, responsables públicos, reseñistas literarios y no pocos escritores, por el cual sólo vale lo que vende, sólo se lee lo legible, sólo se publicita lo vendible y sólo se alaba lo que se entiende” (Singularidades 89). Hablamos, pues, de un realismo de tipo referencial que excluye otras formas de realidad más abstractas e imaginativas, pues “la realidad no siempre es racionalmente inteligible” (Abril 38-39). Recordemos la antología novísima de Castellet y su rápido interés en señalar la superación de los viejos códigos de poesía social y su pronta necesidad de autodefinirse como ejemplo de las nuevas vías de renovación estética. En este y otros casos se detiene la investigadora gallega para criticar uno de los temas que nos ocupan: la excesiva atención crítica por hacer de la edad del bardo el criterio que opera en la nominación de las formulaciones literarias más recientes.

Pareciera como si el término nuevo, al igual que joven, llegase siempre para pintar de blanco la gastada pared de los años sucedidos, con el fin de escribir en ella limpias fórmulas con las que enfrentar un tiempo. Pues hasta hoy, y todavía, la historiografía poética ligada al concepto de generación —desde el siglo XX, categoría rectora del canon literario (Mainer)—  se ha construido siguiendo una lógica finalista en la que para nacer un nuevo tiempo estético tiene necesariamente que morir otro: bien por criterios biologicistas mensurables —quince años, a juzgar por Marías, suele ser la distancia aproximada de cambio generacional en España (Doce 295)—, bien por criterios subjetivos de carácter romántico-historicista: haber compartido acontecimientos determinantes para la vida colectiva (Leccardi y Feixa 15 y 17); cuando lo común y lo hasta ahora experimentado es encontrar cierta convivencia o solapamiento  entre distintos tiempos y corrientes estéticas, esto es, entre distintas generaciones. Tal y como resuelve Juan Carlos Abril en “Hacia otra caracterización de la poesía española actual”: “Existen conjuntos que incluyen a otros conjuntos, y no pueden establecerse compartimentos estancos entre estilos y generaciones” (37).

De hecho, en ese mismo estudio, el investigador andaluz también atenta contra el criterio biológico-positivista, y pone como ejemplo los casos de Abraham Gragera y, especialmente, Jorge Gimeno, cuya entrada al catálogo poético español se produjo con Espíritu a saltos (2003), cumplidos ya casi los cuarenta años: “No hay correspondencia directa entre las fechas de nacimiento y las de acceso a la publicación, y ese es otro aspecto que cualquier caracterización debería tener en cuenta: son las obras —y no la edad o el grado de madurez de los autores— los que marcan las pautas” (36). Pese a que Abril sustenta y comparte la periodización generacional —aun reconociendo sus imprecisiones—, ofrece un giro importante en sus planteamientos: la atención cronológica al libro y no al autor, pues, en palabras del crítico:

 

No solo hay autores intergeneracionales, que por su carácter ubicuo pueden situarse tanto en las poéticas anteriores como en las posteriores, sino que, sobre todo, hay libros intergeneracionales, obras que se encuentran a caballo entre unas estéticas y otras, y que marcan con claridad las tendencias predominantes (37).

 

En definitiva, las herramientas que nos ofrece la dialéctica hace tiempo se revelaron maniqueas e insuficientes, y si bien campos como el filosófico hace tiempo hicieron uso de fórmulas que, desde el materialismo, buscan acoger los antagonismos que subyacen en la formulación común —véanse las dos maneras de pensar un nosotros antagonista que desarrollan Toni Negri con su política de la multitud, y Jacques Rancière con su política del “desacuerdo” o “litigio” (Garcés 37-38)— parece que en el campo literario o bien ha costado más o poco ha permeado desde entonces.

Existen casos como el de Vicente Luis Mora, quien en el año 2018 ya apelaba a una “cuarta persona del plural” —término importado de los materialistas Deleuze y Guattari— para hablarnos de una compilación de autores sustentada en la “configuración global del sujeto poético” (La cuarta persona del plural 14). No obstante, el criterio del investigador cordobés para armar el estudio compilatorio —brillante, por otra parte— parece más puesto en el lugar de enunciación del discurso, esto es, desde dónde hablan los poetas, y no tanto cuáles son los objetos, fines o problemas que comparten las obras y textos, aspecto que queremos poner en el centro de nuestra investigación.  

Por su parte, en un extenso artículo titulado “Bautismo y confirmación de la Generación Reset (1989-1999)” (2022), Pedro J. Plaza también intenta delimitar conceptualmente las últimas tendencias poéticas de nuestro país, pero frente a lo que podría resolverse, como en el caso de Mora, en un intento de sortear —con más o menos fortuna— el restrictivo marco crítico de la poesía hispánica, el investigador malagueño ofrece otro asidero crítico al concepto de generación. De hecho, Plaza aventura que el sintagma “Generación Reset” resulta ser el más operativo para compilar y cotejar la poesía de los autores “nacidos entre 1989 y 1999” (720) porque para ellos “la vida vivida y la poesía escrita […] suponen, primero, una pretensión de reinicio, un amago de reconfiguración frente a […] la literatura anterior” (720); segundo, un fuerte reajuste social, consecuencia de los cambios sociales vividos; y tercero, porque todos se encuentran familiarizados con el botón “Reset”, en la medida en que han huido de la realidad fruto del bloqueo social en el que se ven inmersos (720).

Coincidimos con Plaza en la importancia de las filiaciones virtuales construidas por los poetas tanto dentro como fuera del texto, pero no en que Internet haya actuado para ellos —al menos no únicamente— como vía de escape; por otra parte, tampoco parece funcionar como argumento que los poetas del marco temporal citado se desdicen de la literatura anterior, no al menos de aquella literatura presentada por parte del relato histórico con “l” minúscula.

El titánico intento de Plaza —el cual, por otra parte, conviene poner en valor— revela dos cosas: por un lado, que el estancamiento conceptual es una realidad  que todavía arrastran los críticos más jóvenes, quienes han visto cómo la idea de generación fracasaba reiteradamente en su intento de compilar la pulsión, desbordante, de las últimas tendencias, y por otro, que el análisis tematológico de sus poéticas (725) sigue siendo el primer criterio rector para distinguir tendencias, lo que contribuye a opacar el papel del continente: ¿pues no es la poesía, fundamentalmente, una cuestión de forma?

En resumen, los intentos de periodización literaria siguen reproduciendo metacegueras, y si bien no se niega que tras lo aparecido como nuevo hay una eficiencia enunciativa y literaria suficiente como para presentarse como tal, lo cierto es que seguir con el molde ruptura-juventud impide el avance de los códigos y las formulaciones que se vayan produciendo. No hay ningún problema en ser joven, tampoco en ser nuevo en literatura; el problema está en hacer de esto la carta de presentación de una disciplina u oficio que nada entiende —al menos en sus formulaciones internas— de reyertas etarias, algo de lo que ya se desdijeron los poetas del cambio de siglo, “quienes se han desembarazado ya del lastre del choque de poéticas en que se enzarzaron sus mayores” (Sánchez-Mesa 19). Menos si cabe en los poetas que encabezan la segunda década del XXI, quienes ya no quieren matar al padre, sino rescatar, conscientemente, a sus madres literarias (Molina Gil y López Fernández 2). Como bien apuntó Mora:

 

La norma convierte en una especie de jóvenes-viejos a los poetas que deciden acceder al mundo literario, encerrando sus poéticas en un corsé estético —el intimismo pseudoelegíaco— poco propicio para esclarecer las relaciones de uno con el mundo y mucho menos para poner en cuestión este último (Singularidades 94).

El objetivo de este artículo es proponer una terminología alternativa a la existente, esto es, aquella que a menudo llega bajo el rótulo de “generación” (Molina Gil 47-48) para designar o más bien acompañar, desde la crítica, a las últimas formulaciones poéticas del siglo XXI; las cuales, además, si bien ya no se identifican con las categorizaciones existentes, tampoco atinan a alcanzar un nombre que las reúna y convoque. Creemos que reconocer los cambios estéticos y políticos de un tiempo pasa por buscar y proponer alternativas terminológicas y nocionales, y no por importar estructuras de pensamiento pasadas que, si bien no terminaron de cumplir su función entonces, mucho menos lo harán ahora que las corrientes estéticas son otras (Abril 40).

Lo que tenemos en la poesía hispánica contemporánea, a juzgar por las últimas aportaciones críticas, es un hablar desierto (López Fernández, Martínez Fernández y Molina Gil), en el que bajo la idea de que todo es pluralidad, heterogeneidad y mestizaje (Sánchez-Mesa 19 y 26), se olvida y desatiende la fuerza discursiva y epistémica de sus convergencias. Con ello se ignora que, si no hay término de enlace, no hay sentido de comunidad y, en consecuencia, sentimiento de pertenencia. Desamparar de la posibilidad de encuentro a los poetas de nuestro tiempo aduciendo que “no prevalece ninguna corriente ni se ven, como hace pocas décadas, grupos bien alineados” (Valverde 9) —aunque habría que ver en qué condiciones y bajo qué ignorancias se presentaron dichos grupos— no solo es un ejercicio cobarde sino también irresponsable, así como una forma preclara de agravio epistémico, pues si bien la crítica de todas las épocas ha acompañado, con mayor o menor acierto, el surgimiento de tendencias estéticas, en la etapa contemporánea —al menos en lo que respecta a la poesía— nos encontramos con un vacío terminológico y compilador considerable.

La propuesta de Isla Correyero en Feroces: Radicales, marginales y heterodoxos en la última poesía española (1998), cuya voluntad compilatoria parece surgir de un posicionamiento crítico plenamente exocanónico (Escandell), es sintomático del caso de dispersión que referimos, pues no es objetivo de la antología abrir un horizonte alternativo compartido, sino todo lo contrario: “su aparente degeneración sólo es el camino más útil y eficaz para moverse, para reconstruirse, para reciclar todo lo que pueda ser reciclable” (10). Pero no es el único ejemplo que encontramos. Domingo Sánchez-Mesa, en su antología Cambio de siglo, rechaza para la categorización antológica el término generación por su desacuerdo con la noción de juventud que la acompaña, así como por no comulgar con las lógicas propagandísticas que la sostienen. Y escribe: “Aun a riesgo de una menor claridad en la clasificación historiográfica, esquivando el sistema de ‘generaciones’ se responde mejor no sólo a la pluralidad real en que se mueven las escrituras de estos poetas ya en ningún caso ‘jóvenes’” (20). No obstante, tampoco demanda ni busca una alternativa terminológica al conjunto, algo en lo que parece contradecirse cuando, más tarde, y a propósito del trabajo antológico, afirma: “Cuanto más crece el espacio poético y la miríada de jóvenes poetas con sus principales publicaciones, más necesaria es la labor crítica y reguladora de un género” (25).

Por su parte, en Así que pasen treinta años… Historia interna de la poesía española contemporánea (2018), Remedios Sánchez García señala que “a la crítica le resulta más cómodo hablar de individualidades significativas en cada época para evitar profundizar en el fondo de la cuestión” (21), pero las resoluciones y propuestas de la investigadora catalana en torno a la necesidad de conjunto todavía amparan y promueven las viejas categorías. Así lo exhibe: “A falta de mejor modo de segmentación analítica, en este momento el generacional es el modelo más adecuado en nuestra opinión” (32)[2]. Resolución, a fin de cuentas, con la que no podemos estar más en desacuerdo. En primer lugar, porque imprimir esta categoría a las corrientes literarias del siglo XXI implica ignorar aquellas voces que las constituyen y que, explícitamente, no se sienten parte de ella: bien porque son conscientes de sus connotaciones canónicas y sus maniqueas afueras, pues las generaciones poéticas españolas han sido estructuralmente masculinas (Benegas y Munárriz; Rosal)[3], así como se han vinculado a la consolidación y conservación de la literatura nacional (Rábade Villar 27); bien porque las justificaciones que tradicionalmente ha trasportado dicha noción no responden ya a un tiempo de vínculos horizontales y desdén por las viejas fórmulas, de las que principalmente interesa corregir sus pactados olvidos. En definitiva, y como bien subraya Enrique Falcón, “importan menos ahora los calificativos estrictos que propone el etiquetado literario y más las visiones de mundo” (7); esto es, hacen falta aproximaciones secuenciales más amplias, lo que no implica que quieran formarse con voluntad definitiva, sino todo lo contrario, con la intención de aventurar términos para que el pensamiento se mueva y se regenere, esto es, con la intención de que la crítica poética avance y poco a poco se transforme desdiciéndose.

En “La construcción historiográfica de la ‘generación deshabitada’” (2022), la investigadora Araceli Iravedra revisita y analiza con rigurosidad algunas de las antologías citadas en esta investigación por ser el procedimiento historiográfico que más ha sostenido el relato generacional, pese a considerar la importancia de tener en cuenta otros instrumentos (artículos, ensayos, monografías, manuales, reseñas) a la hora de fabricar la historia crítica de la poesía última. Iravedra es consciente de que los programas antológicos han jurado bandera generacional y si bien, en ocasiones puntales, reconoce las limitaciones de ese molde para la nueva horda de poetas, y subraya la necesidad de flexibilizar los automatismos y aplicar los factores correctivos necesarios para lograr un modelo de ordenación de la serie literaria que no olvide la ineludible realidad de los fenómenos transgeneracionales (9), lo cierto es que no llega a proponer un marco conceptual capaz de sortear dichas carencias y abrazar las necesidades que señala.

Por todo lo expuesto, y en ese afán de lograr una alternativa teórica a los pegamentos ideológicos importados de corrientes poéticas pasadas, una alternativa que abrace y signifique las voces que ocupan el panorama poético de la última década, seguiremos los postulados teóricos de algunos filósofos contemporáneos del ámbito hispánico, como Marina Garcés, Fernando Broncano o José Manuel Arangüés, quienes se han ocupado desde distintas perspectivas críticas, culturales y filosóficas, de conceptos como comunidad, implicación, afectividad o fraternidad, entre otros. Algunas de sus reflexiones, lecturas y propuestas nos servirán parar abrir un horizonte de pensamiento común entre la crítica poética del último tiempo. Con ello, no pretendemos imponer una mirada conceptual unívoca, sino empezar a abrir un horizonte en el que los poetas puedan pensarse como comunidad sin que por ello tengan que ocultar sus singularidades y diferencias.

 

 

  1. Otras formas de agrupación crítica para la poesía hispánica del siglo XXI

En el año 2018, Álvaro López Fernández, Ángela Martínez Fernández y Raúl Molina Gil coordinan un monográfico en la revista Kamchatka titulado “Lecturas del desierto: nuevas propuestas poéticas en la España actual”, que aspira a recoger las últimas tendencias poéticas de principios de siglo, aquellas fraguadas por “los autores y autoras (más) jóvenes, aquellos que, por edad, han publicado necesariamente  toda  su  producción  en  el  siglo  XXI,  es  decir,  después  de  la  referida ruptura  interior  de  la  poesía  de  la  experiencia  que  abrió  un  ‘nuevo’  horizonte  de  posibilidades líricas  en  España” (9). Entre la maraña de propuestas, advierten tanto una notable distancia entre la práctica poética y las aportaciones críticas, como una destacable ausencia de investigaciones sobre poesía escrita en otras lenguas peninsulares (10). Y eligen, como etiqueta de presentación, la imagen valentiana del desierto que, tal y como explicarán más tarde, en un segundo monográfico dedicado al mismo asunto, les permite transmitir dos ideas: por un lado, la rápida reconstrucción y reelaboración de las voces poéticas, esto es, la sensación, sin asideros, de permanente cambio; y por otro, la escasa atención y aportación crítica prestada al género.

El objetivo es entonces “cartografiar”, “construir la leyenda de un plano”, “ofrecer coordenadas”[4], pero la resolución se queda exactamente en eso: respuestas ya encontradas y planteadas en las hipótesis. Y, si algún paradigma aglutinador pudo elevarse entre la maraña de voces, es importado y reciclado de viejas aportaciones teóricas. Así, nos dicen, continúa la poesía social, el fenómeno best-seller y la poesía experimental. En definitiva, “realismo”, “figuración” y “diferencia” siguen operando para los nuevos proyectos poéticos que, si se singularizan por algo, es precisamente por su dispersión y enlaces temáticos: el cuerpo, la enfermedad, el territorio, etc. (Molina Gil y López Fernández 2).

Frente a aquel primer intento de respuesta crítica, a cuya carta de presentación subyace un tono quizás algo pesimista, en el último monográfico presentado por López Fernández y Molina Gil (2023) para la revista Tropelías se abre, aunque todavía en construcción, una vía, una red, una madeja de cuyo hilo queremos tirar para ofrecer y proponer un nombre, una posible fórmula discursiva de agrupación al conjunto de voces que, de entre los nacidos en los 90, viene cogiendo el relevo de sus “madres generacionales”: García Faet, Unai Velasco, María Salgado, Lola Nieto o Ángela Segovia, entre otros. (2). Pues entendemos que ese diálogo intergeneracional sobre el que pone el foco este último monográfico —“el objetivo, ahora, no es el estudio general de lo presente, sino la construcción de una arqueología que nos muestre el tránsito y el diálogo intergeneracionales que se están produciendo” (3)— todavía no ofrece su singularidad e independencia a la producción de la nueva horda de voces poéticas, entre las que recordamos algunos nombres referidos por Gil y López, como Andrea Abello, María García de la Cruz, Laura Rodríguez Díaz, Juanpe Sánchez López, Pablo Velasco Baleriola; y añadimos otros: Rosa Berbel, Juan Gallego Benot, Rodrigo García Marina, etc.

En lo que respecta a los intentos de agrupación, creemos que lo signado por este recentísimo y, en otro orden de cosas, valiosísimo monográfico, no solo puede ser problemático para el avance de la historiografía poética, sino que es importante que se repiensen sus coordenadas teóricas a la luz de un radio más amplio que aquel que cierran los estudios literarios o, más concretamente, la crítica poética. Hablamos de la siguiente apreciación de los coordinadores de ambos monográficos sobre los objetivos de publicación del último dossier en Tropelías:

 

Una serie de factores parecen habernos dado la razón en algunos planteamientos. Un caso es la no existencia de rótulos generacionales o, mejor, el no triunfo de los mismos: ya no es posible hablar de compartimentos estancos ni de sintagmas que acrediten la pertenencia a una u otra vertiente y condicionen, por consiguiente, el discurso poético y crítico de sus miembros (2).

 

Determinación que, si bien en una primera impresión pareciera ofrecer y subrayar las libertades formales y enunciativas de las últimas voces, lo que en realidad hace es restringir su posibilidad de llamarse tiempo y, con ello, contribuir a la trillada imagen de un desgajamiento, de un “desierto” que, en su afán de dispersión, se resuelven incapaces de abrir un horizonte (est)ético compartido. Esto es, frente a la libertad, se cae y se redunda en el liberalismo. Tal y como subrayó la filósofa catalana Marina Garcés en Un mundo común (2018): “Vivimos en una sociedad que, paradójicamente, promueve las ideas de libre pensamiento a la vez que desactiva todos sus efectos” (98).

Garcés detecta, entre las formas de despotismo crítico a las que asistimos, una catalogada como “diversificación indiferente”, aquella que nos instala en un mundo de arbitrariedades como consecuencia de pensar y promover que la diferencia es lo que enriquece un tiempo, cuando “es lo que nos hace indiferentes los unos respecto a los otros” (99). Lo que ocurre tras este ideal dispersivo y heterogéneo es un empleo, como mecanismo de coexistencia literaria, del “ideario universalista”: “la forma abstracta que toma el estar-juntos en la era del individuo” (22). Utopía comunitaria que, como bien se ha demostrado, aísla y deja intacta, tras su falsa apariencia integradora, la relación individualizada del hombre —en este caso el poeta— con la realidad: vía que nos invita a seguir el capitalismo para funcionar. En esta línea de reflexión, el crítico de poesía Juan Carlos Abril invita a tomar partido:

 

Naturalmente, existe una relajación terminológica que debe procurar el entendimiento de las partes, y no la discusión infructuosa. Pero conviene que los estudios críticos vayan asimilando las nuevas formas de pensamiento y que nosotros vayamos reivindicando estas nuevas categorías, porque son el futuro de cualquier hermeneusis, ya sea para aplicarlas a un poema, a una corriente, a un movimiento más amplio o a una época (43).

 

Hoy más que nunca es importante que la cultura, una de las pocas facciones —pese a sus coqueteos con el sistema— con la cual practicar la resistencia, no reproduzca el discurso neoliberal de la dispersión, de ignorar y desatender lo común. Como propone Juan Manuel Aragüés en la introducción a Deseo de multitud: diferencia, antagonismo y política materialista (2018): los recientes cambios sociales, fruto de las diversas crisis, no solo nos exigen “repensar los modos de organización, las maneras de hacer política”, sino que también nos sitúan frente a “la necesidad de repensar nuestras herramientas conceptuales” (11).

De acuerdo con la resolución de evitar la etiqueta generación —aun reconociendo sus logros en otros momentos de la historia—, pero no así el riesgo de abrazar un tiempo poético que, hoy más que nunca, necesita de lazos conceptuales de implicación y colectividad por parte de la crítica, el objetivo de esta investigación es empezar a probar herramientas hermenéuticas y proponer formulaciones conceptuales que, sin dejar de recoger las discrepancias, pongan el foco en aquello que comparten las últimas tendencias poéticas del siglo XXI. En resumen, “se trata de construir un sujeto colectivo antagonista” (Aragüés 14), pues “el antagonismo no es el afuera (natural) de la sociedad. Es su fundamento y su motor” (Garcés 35).

Por todo lo expuesto, y con la voluntad de abrir el diálogo poético a otros lugares de enunciación y experimentación crítica, como el de la filosofía hispánica contemporánea, con la que comparte lugar y tiempo, proponemos partir de las nociones de “comunidad epistémica” y de “fraternidad epistémica” que el filósofo castellano Fernando Broncano (“Teoría y práctica”) propone como recursos colectivos de pensamiento emancipador frente a la noción de “injusticia hermenéutica” desarrollada por Miranda Fricker en la obra homóloga: Injusticia epistémica (2017). A dichas nociones de conceptualización colectiva nos referiremos para más tarde desarrollar su aplicabilidad en el marco de la poesía española del siglo XXI.

 

  1. Comunidades y fraternidades epistémicas: una alternativa al concepto de generación

En su introducción a Injusticia epistémica, a medio camino entre la ética y la epistemología, la filósofa británica Miranda Fricker parte de una idea muy clara: “una brecha en los recursos de interpretación colectivos sitúa a alguien en una desventaja injusta en lo relativo a la comprensión de sus experiencias sociales” (18). Nuestra ubicación en un tiempo y un espacio concretos, esto es, nuestra condición de seres situados socialmente, condiciona no solo aquello que podemos saber y conocer, sino también aquello que ignoramos o no podemos llegar a reconocer con las herramientas conceptuales de las que contextualmente disponemos. Esto se produce por un vacío en los recursos hermenéuticos colectivos.

Los ejemplos reales que toma la filósofa para introducirnos a la noción titular de su obra los importa del ámbito del feminismo y son protagonizados por dos mujeres: Wendy Brown y Carmita Wood, quienes experimentan y sufren durante mucho tiempo “depresión postparto” y “acoso”; sin embargo, ni ellas ni sus familiares y amigos son capaces de reconocer ni identificar lingüísticamente como tales dichas situaciones —pues todavía no hay un nombre socialmente pautado para ello—, lo que revierte en sentimientos de culpa y de daño personalizados, esto es, en una situación de “agravio epistémico”.  Así lo traslada Fricker: no es hasta que Brown, motivada por una amiga, entra en un pequeño grupo de mujeres que comparten sus experiencias con la depresión que es capaz de asumir el daño no como una deficiencia personal, sino como una combinación de condicionantes psicológicos y de un motivo social claro: el aislamiento (239-240).

Por su parte, Carmita Wood, trabajadora del Departamento de Física Nuclear de Cornell, se ve obligada a pedir traslados e incluso a solicitar una prestación de desempleo al sentirse incapaz, inmersa en la confusión de hechos que estaba sufriendo, de describir y poner nombre a la experiencia de acoso en el entorno laboral que está viviendo. Gracias a un seminario en el que Wood escucha a otras mujeres compartir sus vivencias, hasta entonces silenciadas, se produce en ella una “revelación profunda” y el silencio —hasta entonces espacio de agravios— toma forma de “acoso”. En su búsqueda de términos efectivos para presentar una denuncia, las mujeres hallan el término paraguas que no solo servirá para presentar el documento, sino para poner fin a algo mucho más grande: “una desventaja cognitiva aguda derivada de un vacío en los recursos hermenéuticos colectivos” (243).

Lo terrible de la “injusticia hermenéutica”, tal y como la desarrolla Fricker, es que ni víctima ni opresor son realmente los responsables de estar “cognitivamente incapacitados” para una comprensión/interpretación adecuada de los hechos; sin embargo, la desventaja y el agravio solo recae en uno. Ambas experiencias resumidas por Fricker —sintomáticas de lo que implica personal y colectivamente la injusticia hermenéutica— se sitúan en el ámbito de la lucha ética y cognitiva por los derechos humanos y de las mujeres, y no es nuestra intención frivolizar con el término ni mucho menos importar sus logros —que por cierto son muchos, tanto en el ámbito de la ética discursiva como en otros— a nuestra disciplina. Sí, en cambio, nos parece operativa la noción para localizar el vacío discursivo y terminológico que muchas veces acompaña a la poesía contemporánea desde que cayó en la falsa y reductiva dialéctica de la realidad-diferencia. Términos que no solo ya no recogen ni sitúan las nuevas corrientes poéticas, sino que contribuyen a opacar y a poner un velo en la experiencia poética contemporánea tanto vivida de forma individual como colectiva, impidiendo no solo la posibilidad de reconocer el “yo” poético en la experiencia común, sino también la sensación de pertenencia a un movimiento literario mayor.

Se podría argumentar, en este último sentido, que muchos escritores estarán cómodos en una posición torremarfilista y no necesitarían ni demandarían la sensación de vinculación a una comunidad literaria que, por cierto, ha sido más reconocida y teorizada por sus exclusiones que por su fuerza colectiva. Sin embargo, creemos que esta voluntad deliberada de individualismo también se explica por un vacío en los recursos hermenéuticos compartidos: no sentirte parte de un tiempo literario, no reconocer tu propuesta poética como una aportación vinculada —ya sea por razones éticas, políticas o estilísticas— a una red de voces que, en la sincronía, se sitúan en tu mismo tiempo, puede deberse a una metaceguera colectiva: “Pensamos en la ignorancia como mera ausencia, pero en realidad es lo contrario, es presencia manufacturada por imaginarios que operan como pantallas opacas” (Broncano, Espacios de intimidad 139). Es curioso, pero lo individual es una ficción que se crea a expensas de lo colectivo. ¿Operamos realmente de manera tan individual como creemos? Empleamos nuestra libertad para reafirmar nuestras individualidades, “pero este reino es frágil porque es una invención, es el cálculo de una ficción que ha negado sus variables fundamentales” (Garcés 33). Por otra parte, esta idea de injusticia hermenéutica aplicada al ámbito literario vendría a romper con la manida idea de “distancia histórica”[5] como condicionante necesario para interpretar correctamente un nuevo tiempo estético. Pues solo los agentes sociales, contextualmente situados, y coordinados en entender las razones de la interdependencia, pueden todavía movilizar las barreras y obstáculos que impiden el avance individual y coral de las obras en las que se ven inmersos. “En las sociedades occidentales modernas la palabra ‘nosotros’ no nombra una realidad sino un problema. Es el problema sobre el que se ha edificado toda nuestra historia de construcción y de destrucción” (Garcés 28). No se trata, podría argumentarse en este caso, de historia de literatura, pero para que la literatura haga historia, los agentes implicados, por razones de la índole que sea, han de favorecerse espacios discursivos de encuentro y reunión: no solo en el debate público —mesas redondas, encuentros poéticos, festivales de literatura—, sino también en el discurso crítico, espacios en los cuales también se acojan y adviertan las diferencias y particularidades de cada propuesta poética.

En su lectura de las implicaciones que la injusticia hermenéutica tiene para grupos sociales subalternos, y atendiendo especialmente a ese factor comunitario que pondría fin a esa laguna en los recursos hermenéuticos comunes, el filósofo castellano Fernando Broncano toma el concepto de “comunidad epistémica” que Peter M. Haas propone, en el marco de las relaciones internacionales, para nombrar a una clase de agentes intermedios entre la sociedad y los responsables políticos que intervienen en la creación de políticas públicas. 

 

Lo que importa de la idea es que capta procesos reales de formación de redes que se mueven entre la reflexión y la performatividad, y que se justifican porque la complejidad de los problemas que tratan no puede ser abordada por las unidades de pensamiento o acción tradicionales (“Teoría y práctica” 17-18).

 

En estos términos, podemos entender las comunidades epistémicas como conjuntos heterogéneos de personas que tienen el fin de localizar maneras y recursos con los cuales combatir problemas que quedan fuera de las competencias del sistema institucional. Una acción colectiva que no entiende de clases sociales ni de niveles formativos altos, sino que logra su fuerza en la formación en red. En los siguientes términos desarrolla el concepto:

 

Una comunidad epistémica puede definirse, pues, como un grupo de heterogénea composición y capital cultural cuyo objetivo es encontrar los recursos necesarios para tratar problemas complejos que no son abordados por las instituciones y disciplinas existentes, bien por razones de interés activo, bien por desidia e indolencia epistémica. Estos grupos pueden tener un grado de formación y experticia muy alto, muy bajo o muy heterogéneo. Lo esencial es que se articulen como acciones colectivas de creación de recursos hermenéuticos y explicativos comunes orientados a problemas específicos. Como tal, la idea de comunidad epistémica es neutra respecto a la división social entre grupos dominantes y subordinados, se trata por el contrario de una intervención en el eje de los recursos comunes respecto a la disponibilidad de recursos hermenéuticos y explicativos necesarios para entender y hacerse cargo de un problema común (“Teoría y práctica” 18).

 

Sería interesante reconocer a la crítica poética y a los poetas como parte de este conjunto. No obstante, para Broncano las comunidades epistémicas pueden ser una herramienta colectiva insuficiente a la hora de alcanzar resoluciones efectivas, pues cuando existe una desigualdad no se produce solo por una falta de recursos colectivos, sino porque existe un muro interno más alto que imposibilita el acceso: ¿qué hay de las opresiones y violencias ocultas que aloja el agente oprimido en sí? (“Teoría y práctica” 18-19).

Por ello, y apoyándose en la idea de “confabulación” (relatar-juntos) que Belén Gopegui propone en su tesis doctoral Ficción narrativa, autoayuda y antagonismo (2019), Broncano acuña el término de “fraternidad epistémica” como aquella compuesta por personas conscientes de vivir en una posición de vulnerabilidad con respecto a alguna cuestión y, como respuesta a esa falta de ayuda colectiva, deciden reunirse y agruparse con la voluntad de extraer del encuentro “lazos de reconocimientos mutuos” que, como bien insiste Broncano, pueden no alcanzar un cambio en los recursos conceptuales insuficientes, pero movilizan el pensamiento en un horizonte común de enunciación (“Teoría y práctica” 20).

Si bien, en este sentido, puede resultar más complicado encajar el papel del poeta como parte de una comunidad fraternal, también es cierto que se puede pensar o movilizar el discurso colectivo a través de la poesía, pues esta no necesariamente te sitúa fuera de una posición de vulnerabilidad, sea esta autorial o literaria; hay muchos poemarios, de hecho, que se construyen desde una posición manifiestamente vulnerable. Por tanto, puede suceder que, además de formar parte de la comunidad epistémica de un tiempo, cooperes dentro de redes de fraternidad epistémica, en las cuales tu voz poética vulnerada con respecto a determinados asuntos —el género, el territorio, la lengua, e incluso, alternativamente, varios de ellos— resulte más productiva si dialoga con determinadas voces o libros que exploran discursivamente en la misma dirección que tú. Pienso en la amistad entendida dentro del marco de las nuevas masculinidades que explora Luis Díaz en Los bloques naranjas (2023), y que sin duda comparte horizonte ético y político con Los reales sitios (2022), de Juan de Salas o con Desde las gradas (2021), de Juanpe Sánchez López.

Además de lo expuesto, es interesante señalar que podría criticarse la existencia de una separación entre la voz poética y la voz autorial, de manera que si no te consideras o no participas identitariamente de una causa, no puedas formar parte de una comunidad fraternal epistémica que la analice discursivamente. No obstante, nuestro posicionamiento, en este sentido, creo que es claro: no hace falta (o no es condición sine qua non) ser para pensar en o para comprometerse con. Como diría el poeta Pol Guasch en una entrevista concedida al medio cultural Catorze: Cultura Viva: “Concebre que l’única veritat és aquella que s’ha viscut és una idea molt pobra de l’escriptura i la literatura, perquè vol dir que estem cenyits a la nostra experiència. On queda, aleshores, la imaginació? On queden la ficció, l’especulació, els mons possibles?”[6]

En definitiva, considerar las propuestas de Broncano para el marco de las comunidades literarias pone fin a una laguna teórica insostenible en la crítica de la poesía contemporánea última. Los conceptos de “comunidad” y de “fraternidad” epistémicas, en su voluntad de encontrar razones y términos para el decir común, ofrecen una posibilidad de encuentro, una coordenada desde la que pensar las formulaciones literarias de manera grupal y no disgregada. Broncano pone como ejemplo de “fraternidad epistémica” un grupo de mujeres reunidas en un club de lectura, cuyas aportaciones puede que no se introduzcan en una “investigación cuantitativa al uso”, por formar parte de una “microdinámica de distribución y producción de conocimiento”, pero sin las cuales tampoco se habría logrado el cambio. “Sin la existencia veteada, inconexa de miles de grupos como este seguramente tampoco existirían lo que llamamos movimientos sociales” (21).

La tesis que quiero sostener en esta investigación es que un grupo de poetas reunidos —de manera colectiva o individualizada— en torno a la resolución lingüística de un problema ético/epistémico común supone un avance en los recursos hermenéuticos compartidos de los que hablaba Fricker. Quizás la vertiente ética sea residual en estas agrupaciones literarias —aunque esto, evidentemente, es discutible— y por tanto no sea tan identificativo hablar de fraternidades; no obstante, sus aportaciones e investigaciones discursivas en torno a limitaciones conceptuales compartidas justifica la operatividad epistémica de dichas comunidades epistémicas literarias.

A su vez, un grupo de poetas reunidos en torno a una mesa de debate también estaría participando de este término paraguas que es comunidad epistémica. Puede no haberse reparado en ello, pero una de las grandes hazañas del término es que funciona tanto en contextos orales de discusión de ideas —encuentros literarios, mesas redondas, presentaciones de libro— como en contextos escritos de agrupación colectiva: hablo de determinadas antologías o estudios compilatorios; en este último caso, el crítico sería el encargado de armar la comunidad, participando, con sus estrategias y motivos de engarce, también de ella.

A continuación, quiero proponer tres ejemplos muy recientes de agrupación literaria que, si bien con matices, funcionan como marco y espacio de encuentro. Se trata de tres obras compilatorias que, partiendo de principios diversos, forman una red de confabulación literaria. Podría señalarse que las antologías, hasta ahora, han constituido programas literarios estancos y profundamente delimitados, y a menudo han estado vinculadas a la legitimación de la categoría generacional. No obstante, nuestra voluntad es sostener que en ningún caso es esta idea de conjunto sesgado la que acompaña los siguientes volúmenes: Cuando dejó de llover. 50 poéticas recién cortadas (2021), De qué hablamos cuando hablamos de amor (2022) y Herbario de amores dulces (2023).

En Cuando dejó de llover, encontramos un ramo de flores que se organiza en color y forma; heterogéneo, pero no por ello desvinculado. Un ramo que reniega de “la división por nombres propios e individualidades” (Arroita y Fernández Bruña 19), unido y enraizado en su des-jerarquías:

 

La clave de esta división no es supeditar nuestras diferencias bajo un cierto orden estructural [aquel que ha seguido y fomentado el método generacional], sino aunar aquellos textos que aumentan su significación cuando se enraízan con aquellos otros que les hacen, al mismo tiempo, de diferencia y de valor añadido (19).

 

En definitiva, frente a la suma de individualidades, frente a la diversidad de corrientes y coordenadas, sus antólogos reivindican la vinculación (est)ética y afectiva con la voluntad de participar, conjunta y desdiferenciadamente, del nuevo milenio: “Y nosotros que somos muchos, / cada uno dividido en muchas partes” (13), como anuncia el dictamen de San Agustín recogido a modo de epígrafe. Sea, pues, este el modelo programático que construye la poesía española de nuestro tiempo: una poesía que, si bien participa del término generación, lo hace en calidad bolañiana, esto es, como esa “oda a la amistad literaria, al grupo enérgico de colegas con los que compartir […], lejos del academicismo estéril y a favor de lo que a veces soñamos” (158), el sueño de una lengua común, tal y como resuelve Luna Miguel en el epílogo al volumen.

Por su parte, la antología apropiacionista De qué hablamos cuando hablamos de amor (2023), coordinada, editada y prologada por el artista multidisciplinar Manuel Mata, presenta una razón de conjunto abierta a la formación de una comunidad poética que, lejos de sostenerse en cronologías pautadas o en nociones de genio y originalidad, se expande al pensamiento y al lenguaje colectivos. Siguiendo la lógica apropiacionista, muy diferente a la del plagio —“plagio es suplantar la identidad de otro y joderle la vida, apropiación ponerle a tu hija el nombre de su abuela” (9)—, Mata reúne las voces de cincuenta poetas que toman las palabras de otro autor u autora —desde novelistas hasta artistas gráficos, pasando por cineastas— para armar un conjunto de poemas que preservan, sin adiciones ni intervenciones gráficas, el fragmento. “La única alteración permitida ha sido la versificación; lo cual no es precisamente poco, pues […] la simple descontextualización de una frase imbuye a esta con un nuevo cometido” (Mata 9-10). Solo alterando el ritmo, la expresión y el mensaje ya cambian. Este reciclaje verbal dotado de sentido poemático no solo tiene por base constitutiva el depender sustancialmente del lenguaje de otro, sino demostrar el potencial poético de la interdependencia, esto es, que “cada elemento eficaz merece una segunda oportunidad de venirse abajo. Para ello, necesita un nuevo sistema, un nuevo escenario, un nuevo artífice” (10).

Por último, nos referiremos brevemente a Herbario de amores dulces (2023), una de las últimas antologías de poesía hispánica que también parece conformarse siguiendo un afán ético de reunión discursiva y celebración colectiva de aquello que nos une: el amor, motivo en torno al que orbitan las casi cuarenta voces que la conforman. “Voces vivas que traen nuevas definiciones abiertas, que fracturan el límite de la palabra y la amplían” (López Montero 11). La voluntad final, además de reconocer las dudas compartidas y, con ello, “abrir un hueco en la vulnerabilidad del otro”, es “sacar el amor de la melancolía” (7), que, como la nostalgia, se impone como obstáculo y estancamiento, impidiendo que el deseo de estar-juntos, el deseo de acompañar en la palabra, se mueva y llegue, aun con todas sus faltas y dudas, al otro.

Esta selección de poemas es, en palabras de su editora, “un jardín, que es una constelación, que es celebración y fiesta” (López Montero 11). Declaración que recuerda a la entrevista que Juanpe Sánchez López concedió al medio digital Ethic, titulada “El amor es una condición necesaria para concebir el futuro”, donde el poeta señala: “Querer a alguien es invitarle a una fiesta, porque es un sitio al que vas simplemente para disfrutar, sin pensar en sacar ningún rédito más allá del tiempo compartido”. En definitiva, la apuesta y el trabajo compilatorios de Andrea López Montero, cuyo prólogo a la antología lleva por título “Presentación botánica de los autores-hierba”, logra, sin afán de dictamen, conformar una propuesta antológica que refuerza lo común sin dejar de considerar las singularidades y diferencias de cada miembro: “Querernos, al fin, como un ecosistema. Nada más” (López Montero 17).

 

  1. Conclusiones

Por todo lo expuesto, y siguiendo los argumentos con los que Nogueira abría su Antoloxía da poesía galega próxima, es importante extraer a la idea de generación, asociada con las nuevas corrientes estéticas y de ruptura, su condición de mitema. Y sacar del estancamiento terminológico a la crítica poética que, en los últimos tiempos, si bien renuncia abiertamente a reutilizar el término, tampoco propone alternativas posibles o modos de enunciación colectiva. Como bien ha señalado Juan Carlos Abril, “se ha descuidado mucho el análisis pormenorizado y textual, y quizá deberíamos dejar de pensar en categorías maniqueas […] para pensar en otras nuevas razones que operan en el sustrato que mueve la poesía de nuestra época” (48). En consecuencia, creemos que proponer alternativas conceptuales para agrupar las últimas corrientes poéticas de nuestro siglo, categorías como las de comunidad y fraternidad epistémica, nos permite hablar, lejos de una poesía “autista y satisfecha de sí” (Krawietz y León 17), de una pluralidad de voces que, sin renunciar a la libertad formal, problematizan temas capitales de nuestro tiempo (y de siempre), como la relación con el territorio, el amor y los afectos, entre otras; y abren, conjuntamente, horizontes conceptuales nuevos. Así lo verifica también el poeta francés Yves Bonnefoy:

 

Es en el nivel fundamental de relación con las palabras, en el seno de significaciones que ocultan la plenitud de las cosas, donde hay que comenzar la lucha contra la violencia y la justicia. Se trata de cuestionar, no los poderes del concepto, sino su tendencia a limitarse a unas representaciones del mundo autosuficientes, que se olvidan de nuestras necesidades de mortales (citado en Riechmann 113).

 

Ya no nos sirven las cronologías exactas para hablar de corrientes poéticas, tampoco la construcción dialéctica con la que hasta ahora se ha leído la historia poética en España. De hecho, “la dialéctica realismo/simbolismo resulta altamente insatisfactoria desde una óptica crítica, y […] se topa con algunos inconvenientes de tipo epistemológico, como qué hacer con realidades paralelas o con formas híbridas de conocimiento en estos días de perplejidad cuántica” (Abril 38). Es momento, por tanto, de abrazar en las voces de nuestro tiempo su fragmento de mundo común; el cual, en palabras de Marina Garcés, “No nos presenta ni una definición ni una imagen de la totalidad, sino que nos inscribe en la continuidad de los seres inacabados y hace de ella nuestra situación” (13).

Esta es la dirección que parece seguir la poesía hispánica entrada la segunda década del siglo XXI. Los lazos vehiculantes serían el amor por las palabras y las afinidades electivas, motivos suficientes para abrir un horizonte en el que Estar con otro (2023), como bien reza el título del último poemario de Carlos Catena. De esta forma, puede abrirse un espacio discursivo horizontal que haga del poema un arma ética en busca de nuevas posibilidades formales y epistémicas en la interdependencia de voces.

Ahora bien, esta idea de comunidad poética que tiene como marco formativo —y toma como principio rector— los estudios afectivos, ya ha sido explorada por la crítica. Margalida Pons (2016) recupera nociones como la de “comunidad emocional” de Rosenwein para hablar de aquellas agrupaciones sociales que analizan los modelos discursivos de expresión emocional del momento; o el de “comunidad de sentimiento”, del antropólogo Arjun Appadurai, este último centrado en aquellos grupos que imaginan y sienten de manera conjunta como resultado de experiencias compartidas. Sin embargo, a diferencia de estos, la comunidad epistémica no solo considera el factor emocional, sino que este forma parte de un entramado mucho más extenso de prácticas discursivas que van enraizando lo ético y lo epistémico para alcanzar con ello avances formales, nocionales y temáticos decisivos y emancipadores dentro del género.

Si bien las herramientas conceptuales propuestas podrían ser insuficientes o arrastrar formulaciones equívocas, creemos que pueden ser operativas para que, progresivamente, vayan matizándose y proponiéndose otras.

 

A partir de estas constataciones podrían establecerse algunas aproximaciones a ciertos rasgos diferenciales, teniendo siempre en cuenta los matices que hemos adelantado: existen conjuntos que incluyen a otros conjuntos, y no pueden establecerse compartimentos estancos entre estilos y generaciones (Abril 37).

 

Se ha hecho mucha teoría crítica sobre poesía en clave idealista, pero todavía contamos con escasas aportaciones y lecturas sobre un género, el poético, que resulta mucho más productivo si se piensa —desde su génesis— a la luz de los presupuestos de la filosofía materialista. ¿Tendrá esto que ver con la insistencia en considerar el poema como una herramienta discursiva incapaz de operar sobre lo real? ¿Por qué tanto interés en subrayar su inoperancia política?

El compromiso poético, en los escasos momentos en los que se ha reconocido, siempre se ha singularizado. La voz del bardo leyendo el mundo, buscando un asidero —el cual, por cierto, resultará inencontrable— para su subjetividad doliente e incapaz de sitio. Y si esta subjetividad ha contemplado y reconocido al otro ha sido en momentos puntualísimos —pensemos en la poesía de posguerra, por poner un ejemplo— y sin llegar a asumirlo como parte operativa en la formación de su individualidad. Las antologías son una muestra preclara de lo expuesto: casi el total de los prólogos que las acompañan o bien insisten en la incapacidad de nota entre tantas voces únicas y distintas, las cuales casi pareciera que se reúnen únicamente para justificar su “ser irreconciliable”, o bien reducen a “los poetas a genéricos denominadores comunes” con el fin de que puedan responder de ciertas características comunes (Casado 18).

Quizás no estemos leyendo bien y sí se abre un horizonte de pensamiento común y una reflexión compartida —tal vez disonante en sus presupuestos, pero que a fin de cuentas busca atajar los mismos problemas: el género, la relación con la naturaleza, los lazos sociales y de parentesco—. Y desde esa voluntad común y compartida —ojo que compartir no significa anular diferencias, sino utilizarlas para lograr un proyecto de convivencia y habitabilidad operativa para todos— debemos leer las poéticas últimas. Es momento, por tanto, de reivindicar las comunidades epistémicas y las fraternidades como categorías compiladoras. Basta ya de entender la contemporaneidad poética como un desierto de voces sin posibilidad de encuentro. Es momento, en definitiva, de ofrecer otro marco de inteligibilidad distinto —o que siempre estuvo ahí, pero nunca se puso a dialogar con los textos poéticos—. Siempre es lo ideológico lo que arma un grupo. Pues bien, que sea ahora la lógica de las ideas compartidas aquella que dé la definición de conjunto.

 

 

 

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[1] El binomio generación-juventud “ha marcado a lo largo de casi todo el siglo XX la reflexión sociológica, y del conjunto de las Ciencias Sociales y Humanidades en general, sobre el tema”. Si bien la categorización generacional data de antiguo, esta alcanza su cénit entonces, cuando surge “el concepto mismo de juventud como categoría social” (Caballero Guisado y Baigorri Agoiz 1).

[2] A este respecto, recogemos y destacamos la impresión de Mora sobre la comodidad de las últimas aportaciones críticas dentro del campo poético: “Resulta paradójico que la mayoría de estudiosos de la poesía española comience sus libros atacando el método de las generaciones utilizando convincentes argumentos para luego declarar que es la única manera de registrar fehacientemente un período artístico, lo que redunda en la obcecación y la sostiene, sin combatirla” (Singularidades 105).

[3] Como bien ha demostrado María Rosal en Con voz propia. Estudio y antología comentada de la poesía escrita por mujeres (1970-2005), de forma empírica, tan sólo un 13 % de los nombres antologados en las últimas tres décadas son mujeres, porcentaje muy lejano de la realidad de la proporción de escritoras en el mercado editorial de la poesía (62). Por su parte, Noni Benegas, en el estudio preliminar de Ellas tienen la palabra (1997)antología que elabora junto a Jesús Munárriz— rescata de los vacíos antológicos un total de 41 mujeres poetas nacidas a partir de 1950 hasta 1971. Una tarea que si bien ilumina, con creces, las sombras pautadas de nuestra tradición, todavía sufre la dosis machista de ser catalogada como “chantaje victimista” por el crítico literario extremeño José Luís García Martín (475-476) —conocido defensor, por otra parte, del método generacional—, quien no parece tener reparo alguno en señalar que: “escritoras olvidadas las hay a docenas, y escritores a cientos o a miles, y la mayoría, en un caso y en otro, están muy justamente olvidados” (477), así como tampoco en malgastar casi el cincuenta por ciento del aparataje crítico de su Generación del 99 en desdecir las críticas que estudiosos del tamaño de José Carlos Mainer han hecho sobre sus análisis y métodos.

 

[4] Acercamiento muy parecido e idéntico en sus formulaciones a aquel que Alejandro Krawietz y Francisco León en La otra joven poesía española (2003), y el citado Sánchez-Mesa en Cambio de siglo (2007), donde los críticos hablaban, respectivamente, de la voluntad de hacer visibles determinados “microclimas” (León y Krawietz 22), a fin de trazar un mapa poético patrio (Sánchez-Mesa 19). No obstante, dichas formulaciones, de tanto atender a las coordenadas de la estructura, olvidaron la importancia de proponer una delimitación estética a sus partes: “tampoco podrá ser definitorio el eclecticismo, que es un ejercicio de síntesis que suele emplearse e intensificarse desde los novísimos hasta hoy” (Abril 42).

 

 

[5] Es importante señalar, como bien apunta Remedios Sánchez García, que “para llegar a los estudios diacrónicos hay que empezar por los sincrónicos e ir sumando prácticas poéticas, nuevas conquistas de la palabra en el poema, escritores valiosos que aprecia el público que compra libros” (El canon abierto 22).

 

[6] “Concebir que la única verdad es aquella que se ha vivido es una idea muy pobre de la escritura y de la literatura, porque quiere decir que estamos ceñidos a nuestra experiencia. ¿Dónde queda, entonces, la imaginación? ¿Dónde la ficción, la especulación, los mundos posibles?” (Traducción de la autora).