EL TEATRO DE LO IMAGINARIO EN EL BARTHES DE LOS SETENTA

 

THE THEATER OF THE IMAGINARY IN ROLAND BARTHES DURING THE SEVENTIES

 

LE THÉÂTRE DE L'IMAGINAIRE CHEZ BARTHES DANS LES ANNÉES SOIXANTE-DIX

 

Julieta Yelin

IECH, Universidad Nacional de Rosario-CONICET

julietayelin@conicet.gov.ar

https://orcid.org/0000-0002-2239-1765

 

Fecha de recepción: 08/09/2023

Fecha de aceptación: 09/02/2024

DOI: https://doi.org/10.30827/tn.v7i2.28895 

 

 

Resumen: En la introducción a la edición castellana de Cómo vivir juntos, Alan Pauls propone una idea muy seductora sobre el devenir de la relación de Barthes con el teatro: si en los años cincuenta este fue —en gran medida gracias al descubrimiento de Brecht— la punta de lanza de una diatriba contra el arte burgués, en los setenta, después de un período de distanciamiento de la escena parisina que duró más de una década, el asunto retornará como un antídoto teórico que lo ayudará a tomar distancia de los protocolos rígidos y abstractos de la lingüística y la semiología. En este ensayo me interesa explorar este retorno del imaginario teatral como idea-fuerza íntimamente vinculada con la emergencia de una sensibilidad materialista en su trabajo de los años setenta. Me pregunto qué funciones —metafóricas, explicativas, narrativas— cumple la teatralidad en sus reflexiones sobre la enseñanza, sobre la relación de la escritura con la oralidad, con la vida corporal y con la presencia de los otros como condición de posibilidad de todo acto enunciativo.

Palabras clave: Roland Barthes; teatro; imaginario; oralidad; enseñanza.

 

Abstract: In the introduction to the Spanish edition of the seminar How to Live Together, Alan Pauls proposes a very seductive idea on the evolution of Barthes' relationship with theater: if in the fifties theater was—thanks to his discovery of Brecht—the spearhead of a diatribe against bourgeois art, in the seventies, after a period of distancing from the Parisian scene that lasted for more than a decade, theater will return as a theoretical antidote that will help Barthes to distance himself from the rigid and abstract protocols of linguistics and semiology. In this paper I am interested in exploring this return of the theatrical imaginary as an idée-force intimately linked to the emergence of a materialist sensibility in his work of the seventies. I wonder what functions—metaphorical, explanatory, narrative—theatricality fulfills in his reflections on teaching, on the relation of writing with orality, with corporeal life and with the presence of others as a condition of possibility of every enunciative act.

Keywords: Roland Barthes; Theater; Imaginary; Orality; Teaching.

 

Résumé : Dans l'introduction à l'édition espagnole du séminaire Comment vivre ensemble, Alan Pauls propose une idée très séduisante sur le développement du rapport de Barthes au théâtre : si dans les années cinquante ce fut —en grande partie grâce à la découverte de Brecht— le fer de lance d'une diatribe contre l'art bourgeois, dans les années soixante-dix, après une période d'éloignement de la scène parisienne qui a duré plus d'une décennie, le sujet reviendra comme un antidote théorique qui l'aidera à prendre ses distances avec les protocoles rigides et abstraits de la linguistique et la sémiotique. Dans ce travail, je m'intéresse à explorer ce retour de l'imaginaire théâtral comme idée-force étroitement liée à l'émergence d'une sensibilité matérialiste dans son œuvre des années soixante-dix. Je me demande quelles fonctions —métaphoriques, explicatives, narratives— remplit la théâtralité dans ses réflexions sur l'enseignement, sur le rapport de l'écriture à l'oralité, à la vie corporelle et à la présence d'autrui comme condition de possibilité de tout acte énonciatif.

Mots clés : Roland Barthes ; théâtre ; imaginaire ; oralité ; enseignement.

 

 

Pronuntiatio, hypócrisis/delivery/actio: habla, performance: por lo demás, palabra de actor.

Roland Barthes, Cómo vivir juntos

 

 

A principios de los años sesenta Barthes dejó de ir al teatro. Había sido un espectador entusiasta, un actor frustrado, y también un traductor, adaptador y hasta —tal vez— dramaturgo de alguna obra para un grupo amateur en sus años de universidad (Consolini 9). Con el impulso de ese amor multiforme publicó decenas de ensayos y trabajos críticos sobre el tema; de la tragedia griega a la dramaturgia de Sartre, desde una puesta parisina de La locandiera hasta el fenómeno de Brecht: en la década de los cincuenta la vida teatral le interesaba en todas sus aristas, como fenómeno artístico, social, histórico, político[1]. Asistir al teatro era una forma de militancia que involucraba todos los sentidos y que propiciaba la reflexión y la intervención inmediata: escribía y publicaba para dejar una huella de esa experiencia y, sobre todo, para abrirle un espacio al teatro popular de vanguardia —ese cóctel de crítica y placer[2]— en el horizonte monocromático del arte burgués[3]. Por tanto, la crítica que esas creaciones exigían eran indiscernibles de una tarea sociológica; el teatro era percibido como una totalidad, como una unidad que comprendía escenario y sala, actor y espectador (Rivière 8-9). Sin embargo, ese ardor se atenuó en los años en que abrazó el estructuralismo; la teoría formal enfrió, tal vez, su pasión por la escena. Apunta Jean-Pierre Sarrazac en “Le retour au théâtre” que ya en 1963, año de publicación en Tel Quel de una entrevista titulada “Literatura y significado”, Barthes declaraba que el teatro no le interesaba más como arte integral sino como “objeto semiológico privilegiado” (15)[4]. Es algo que se corrobora en la lectura de sus trabajos de esos años: en “El teatro de Baudelaire” define la “teatralidad” como un “espesor de signos y sensaciones que se edifica en la escena a partir del argumento escrito” (54). Para ello, hace dos movimientos contrapuestos: por un lado, incorpora al análisis todo aquello que los textualistas dejaban de lado; por otro, al codificar la dimensión no lingüística de la experiencia —“esa especie de percepción ecuménica de los artificios sensuales, gestos, tonos, sustancias, luces, que sumerge el texto bajo la plenitud de su lenguaje exterior” (54)— para abordarla con herramientas semiológicas, separa al teatro de su función ritual y, con ello, de su potencia transformadora (δράμα: ‘hacer’, ‘actuar’), es decir, lo convierte en objeto.

Pero el invierno dramático no duró para siempre. Como suele suceder con las pasiones alegres, la del teatro reapareció con una fuerza inusitada hacia mediados de los setenta, cuando la investigación semiológica dejó de ocupar el centro de sus intereses. En la introducción que escribió para la edición castellana de Cómo vivir juntos, Alan Pauls sigue la línea interpretativa de Sarrazac y arriesga una idea muy seductora sobre el asunto: el teatro, dice, vuelve en los setenta como antídoto teórico, distanciando a Barthes del aparato clásico de la lingüística y la semiología. En el lugar que ocupaba el signo aparecerán dos cosas: “una materia difusa, de contornos irregulares, tramada de elementos, escenas y acontecimientos heterogéneos —la materia intersubjetiva—” y “el gran espacio donde esa materia se encarna y se dramatiza: el teatro de lo Imaginario” (Alan Pauls, “Prefacio” 15). Pauls recupera, para apuntalar su lectura, una ocurrencia que Barthes dejó plasmada en las notas para su seminario: “Uno puede preguntarse [...] si no es el ‘teatro’ como categoría general del sujeto lo que subvierte fundamentalmente la gran dicotomía saussureana” (Cómo vivir juntos 204). Se refiere, de modo evidente, al par lengua/habla (langue/parole).

La vinculación del teatro con la pérdida de valor del par lengua/habla ilumina un núcleo fundamental del pensamiento de Barthes en los setenta: su interés por lo que se inscribe del lado de la “vida” del lenguaje entendido como fenómeno efímero y situado: el habla, la voz, el cuerpo y todos los aspectos de la palabra que, aunque pueden de un modo u otro percibirse, no son capturables en una arquitectura sígnica. En “Tenir un discours”, uno de los apartados finales de Cómo vivir juntos, Barthes caracteriza el acto enunciativo como hecho teatral: sostener un discurso es actuar un papel, “sostener una máscara de lenguaje” (203). El interés por las tramas del lenguaje en acto irá desplazando, así, su trabajo con los textos concebidos como sistemas —en el caso específico del teatro, como sistema que incluye también una multiplicidad de signos no lingüísticos—; si antes le interesaba la constancia de las lenguas, más tarde le importará la mutabilidad de las hablas, la dimensión performática del discurso. Cabe aquí una precisión: más que de una predilección por lo que está del lado del habla, habría que pensar en una nueva comprensión de la noción de habla —y, claro está, de la escritura—como única realidad asequible del lenguaje. Barthes parece considerar que la teoría y la crítica pagan un precio muy alto por decantar una sustancia ideal, inmutable, separada de la dimensión material, sensible, “viva” del lenguaje.

Mi conjetura, entonces, es que el teatro es una idea-fuerza fundamental en el Barthes de los setenta porque convoca algunas de las transformaciones más importantes que sufrió su pensamiento por esos años. Transformaciones ligadas, por un lado, a un giro teórico —como decía, a su distanciamiento del estructuralismo—; por otro, a un giro ético —la voluntad de reflexionar sobre el lenguaje como forma de acción intersubjetiva— y, finalmente, a un importante dato biográfico, sobre el que nos detendremos al final de estas páginas: su interés en reflexionar sobre la práctica de la enseñanza, motivado por el dictado de sus cursos y seminarios en la École Pratique des Hautes Études y en el Collège de France. Creo que la voluntad de transmitir un saber acerca de un campo que estaba habituado a transitar con la escritura lo impulsa a explorar, por una parte, las encrucijadas retóricas de esa transmisión y, por otra, la necesidad de recrear una “escena” investigativa en el aula y de poner en su centro lo que llamará el “fantasma”: una imagen-palabra —tejida de personajes, lugares y acciones imaginarias— que guiará la exploración conceptual y la búsqueda de materiales literarios e históricos[5]. Voy a tratar de argumentar estas afirmaciones a través de la enumeración y de un breve comentario acerca de cuatro inclinaciones teatrales que pueden leerse en sus cursos y seminarios de los años setenta: el interés por la acción —el lenguaje como actio y la atención a las acciones que lo circundan y le dan sentidos—, por la oralidad, por el convivio y por el tiempo presente.

 

1. La actio

La primera inclinación es la que orienta su mirada hacia la acción, hacia la dimensión performativa del lenguaje[6], desterrando la idea de “uso”. “La lengua misma está en la actio. [...] En un sentido, no hay nada fuera de la enunciación”, dice Barthes en las notas del curso Cómo vivir juntos (204). Lo que aparece, además del diálogo con una serie de transformaciones de principios básicos de la lingüística —en una mención de los desarrollos recientes de François Flahault y Jean-Claude Milner— es, como apunta Pauls, una reconsideración del vínculo entre lenguaje y subjetividad. Barthes prepara el terreno para su propio deseo: el de incorporar, tal como venía haciendo desde El placer del texto y como hará más tarde en La preparación de la novela, una mirada tridimensional que le dé un cuerpo vivo, en movimiento, a los escritores, a los lectores, a los personajes[7]. La comprensión de la forma de existencia del lenguaje como acto enunciativo —es decir, encarnado— y del lenguaje artístico como modo de habitar el mundo exige un trabajo crítico fuertemente imaginativo. A eso se refiere cuando propone una “filología activa”: el teatro de lo imaginario es el que el crítico compone para ponerse en contacto con el lenguaje de otros, y también con la propia práctica de escritura como modo de relación diferencial con un referente. Partiendo de esa idea, y siguiendo la orientación de la lectura deleuziana de Nietzsche, Barthes sostiene que toda investigación sobre las artes del lenguaje debería ser una “filología de las fuerzas, de las diferencias, de las intensidades” (Cómo vivir juntos 161), en tanto el vínculo de la palabra con el referente no es reductible a un esquema universal, sino que cada sujeto mantiene una relación singular con las palabras en función de su propio imaginario. La lectura —afirma— encontrará su teoría “si tiene en cuenta la relación con la palabra (en singular), en tanto diferenciada por el afecto, el deseo, el disgusto, etc.” (161).

Se trata, entonces, de entender al lenguaje en su relación con el mundo propio y con el mundo exterior, de “encontrar la intersección de dos ejes semiológicos: la connotación y el afecto” (161). Cobra así vital importancia el “contexto”, tanto en el sentido de una historia afectiva e intelectual del lenguaje personal —lo que las palabras significan para cada quien— como en su carácter de escenario en el que la actio enunciativa tiene lugar. En “Sostener un discurso”, una de las sesiones finales de Cómo vivir juntos, Barthes evoca algunas escenas en las que la “posesión” de la palabra se ve afectada por la situación dramática —un tiempo y un espacio determinados—: un taxista que comenta los hábitos dispendiosos de los franceses hasta que la llegada a destino da un cierre abrupto a su parlamento; una pasajera del tren cuyo discurso se define por una serie de datos contextuales, que el crítico enumera con humor: “a) gran aparato reproductor de casetes en el compartimento; b) voz fuerte, sonora; c) opiniones sin ninguna barrera de discreción; d) ocupa dos lugares; e) se saca los zapatos; f) come una naranja; g) interviene en lo que le digo a la persona con la que viajo" (207). La lista está formada, en realidad, por un conjunto de indicaciones que en un texto dramático se consignarían como didascalias o acotaciones. Pero Barthes apuesta por borrar esa separación entre líneas de diálogo e indicación del contexto o de las acciones físicas. Comentará de la mujer: “En síntesis, sostiene un discurso. El sentido del discurso = no tengo problemas = existo = soy un temperamento generoso” (207). También recupera la imagen móvil de un hombre que desayuna “calmada y violentamente, ajetreado con control: instalado ante los ojos de todos en la satisfacción de la necesidad, la puesta en escena del placer. Tengo la viva impresión de que, conducido de esa manera, el desayuno es un discurso que X sostiene: fuerza, ocupación, continuidad, tensión, cierto teatro” (207). De pronto, es tan importante el influjo de lo no lingüístico, toma tanta fuerza lo imaginario como conjunto de imágenes visuales, sonoras, olfativas, que es posible considerar la existencia de un discurso sin palabras.

Unos años antes, Michel Foucault había reparado también en la pregnancia de la dimensión extralingüística, y lo había hecho con la intención de pensar su naturaleza y funcionamiento específico en los discursos literarios, una dimensión olvidada en los estudios semiológicos, que ponían el énfasis en las estructuras de signos mucho más que en su relación con el mundo. Gracias a la reciente publicación de Folie, langage, littérature, volumen que recoge conferencias y trabajos inéditos de los años sesenta, es posible conocer su perspectiva respecto de, por un lado, lo que denomina “acto de habla literario” y, por otro, la noción de “extralingüístico”, concepto que tiene estrechas relaciones con su idea de la literatura como pensamiento del afuera. En estos apuntes, Foucault define lo extralingüístico como el conjunto de elementos contextuales necesarios para dar sentido a los enunciados: “Todo enunciado se apoya de hecho y silenciosamente sobre una cierta situación objetiva y real, y el enunciado no tendría ciertamente la forma que tiene si el contexto fuera diferente” (Folie, langage, littérature 186). Para Foucault, lo extralingüístico se define por la situación —lugar donde se habla, objetos de los cuales se habla, posición que se ocupa con relación a ellos— y el sujeto hablante —tanto la posición que este ocupa como el acto que realiza al hablar—. Por tanto, en una situación corriente, no literaria —como las que describe Barthes en sus ejemplos del taxi o del tren—, lo extralingüístico es la dimensión exterior al discurso. Pero lo más interesante es que Foucault trata de pensar también el valor de lo extralingüístico en la situación anómala de las obras literarias: apunta que lo extralingüístico, en el sentido usual del término, no existe en la literatura, ya que las obras no remiten a un exterior material para llegar a adquirir su significado, sino que lo hacen con relación a sí mismas, en función del imaginario que la misma obra crea. En los cursos del último Barthes puede leerse un interés afín a la curiosidad foucaultiana por la relación entre la literatura y lo extralingüístico, pero se puede afirmar que esa inmanencia del mundo en el discurso literario se desplaza, sin más, a todo discurso. Desde una perspectiva enunciativa, la actio —la impronta teatral, extralingüística del discurso— es la única realidad posible de las palabras.

 

2. Oral/escrito

La segunda inclinación, consistente con la primera, es la de la oralidad y, más precisamente, la de la relación entre oralidad y escritura. Un texto interesante al respecto es “Del habla a la escritura”, de 1974[8], en el que Barthes reflexiona sobre lo que llama la “escripción”: el paso de la palabra oral a la escrita como proceso de censura en el que usualmente se eliden “nuestras tonterías, nuestras suficiencias (o nuestras insuficiencias), nuestras vacilaciones, nuestras ignorancias, a veces incluso nuestras averías [...], en resumen, todo el tornasol de nuestro imaginario, el juego personal de nuestro yo” (10). En la inmediatez del habla, en su “incorrección”, Barthes encuentra una riqueza que la transcripción suele borrar para estructurar, para darle un orden lógico a “las ‘ideas’, entidades apenas distinguibles en la interlocución, donde son desbordadas constantemente por el cuerpo” (11). En la oralidad se pierde también el rigor de las transiciones, el hilado que hace que nuestros discursos sean consistentes, ordenados, así como también esas partículas que llama “migajas del lenguaje”, modestas palabras que tienen algo “discretamente dramático”: las interjecciones con las que nos referimos a otro, balbuceos, modulaciones, “cantos” “a través de los cuales un cuerpo busca a otro cuerpo” (10). Esa “escoria” de la oralidad no es, entonces, simplemente un resto, sino que cumple la función de hacer visible la íntima conexión que existe entre el habla y el cuerpo al exponer que la palabra no es disociable de las condiciones materiales, anatómicas, contextuales —el espacio, el tiempo, el oyente— que nos permiten articularlas: “Lo que se pierde en la transcripción es simplemente el cuerpo” (10). Porque, además, al ser transcrita, la palabra cambia de destinatario

y por eso mismo de sujeto (porque no existe sujeto sin Otro). El cuerpo, aunque está siempre presente (no hay lenguaje sin cuerpo), deja de coincidir con la persona o, para decirlo mejor, con la personalidad. El imaginario del hablante cambia de espacio: ya no se trata de demanda, de llamado, ya no se trata de un juego de contactos (11).

Sumo otra referencia de la época, esta más rara: en Roland Barthes, el oficio de escribir, un libro de memorias sobre la amistad que lo unió al crítico, Eric Marty cuenta que por esos mismos años ambos estaban escribiendo juntos —en realidad, del relato se desprende que lo hacía solo el joven Marty—: “Estoy a punto de terminar el artículo ‘Oral/escrito’ que [Barthes] me ha encargado escribir para la enciclopedia Einaudi, y que él debe firmar conmigo” (26). El texto en cuestión (publicado bajo el título de “Orale/Scritto”) recorre la historia de la relación de la grafía con la palabra oral desde los inicios mismos de la escritura. Los tópicos que despliega son, entre otros, el surgimiento del alfabeto; la tradición oral; la escritura, la lectura y la voz; el habla, el sujeto y la escritura; el lugar de la oralidad en la teoría y la práctica psicoanalíticas. En ese mismo tomo hay otros escritos de Barthes en colaboración con colegas y amigos: “Escucha” (“Ascolto”, con el psicoanalista Roland Havas)[9]; “Habla” (“Parola”, con el filósofo François Flahault) y “Lugar común” (“Luogo comune”, con el psicoanalista Jean-Louis Bouttes). En ellos, y en los textos de otros autores que participan del volumen, el énfasis está puesto en la dimensión material, corporal del lenguaje: hay uno de Jean-Loup Rivière dedicado a la gestualidad, otro de Corrado Bologna consagrado a la voz, y uno de Gino Baratta que se ocupa del ritmo. La participación de Barthes en este volumen, aunque sea de la mano —o a través de la mano— de sus jóvenes discípulos, expresa de modo elocuente el rumbo de sus intereses en los años setenta.

Una última referencia sobre la oralidad como inclinación teatral: hacia el final de La preparación de la novela, Barthes atiende al problema de la lengua “hablada”, “conversacional” o “interlocutoria”, y lo hace aludiendo, en sintonía con el pensamiento nietzscheano, a cierto carácter dramático de la lengua, al considerarla efecto de una lucha de fuerzas en la que pujan la norma, los usos particulares y regionales, los diversos modelos y registros enunciativos. Barthes comenta las falencias en el uso de la lengua por parte de sujetos que han tenido escasa educación formal. Para ejemplificarlo, observa

el hecho de que a menudo el sujeto parece luchar, terriblemente, con la lengua, con su nulidad, con su afasia; el uso de la lengua parece difícil, doloroso, rugoso en muchos sujetos (el jardinero, el peón) y, también en París, el portero, que se expresan de manera terriblemente confusa, ronca, no fluida, lenta, esporádica, buscando sin éxito la forma de la lengua; se diría que el francés es para ellos una especie de segunda lengua mal aprendida (367).

Si bien la postura que adopta es, además de clasista y centralista, muy discutible desde el punto de vista de la experiencia de la escritura dramática —afirmada en la idea de que la riqueza poética e imaginativa del lenguaje no es proporcional a la corrección o a su ajuste a los usos transmitidos por la institución escolar, sino que proviene de la coloratura de su relación con el mundo, de su capacidad de metaforizar y producir encuentros léxicos e imaginativos inesperados—, su reflexión sobre la relevancia de los estereotipos en la lengua hablada resulta interesante. Barthes toma el ejemplo de un peluquero que tenía dificultades para expresarse sobre diversos asuntos banales, pero que, al hablar sobre el terrorismo vasco o antivasco en Euskadi, lograba que “su lengua se desanudara”, y con él argumenta que ciertos discursos sociales —informativos o periodísticos— proporcionan fragmentos de hablas prefabricadas que resultan útiles para armar relatos u opiniones consistentes sobre determinados temas. La anécdota le sirve para sacar una conclusión de orden metodológico: “Una buena lingüística, una lingüística fina, ¡no disociaría la lengua del discurso! Hablar con una lengua fluida, soberana, es tener acceso no al tesoro de la lengua de los lingüistas, sino al tesoro de los estereotipos: el estereotipo no es solamente un hecho ideológico, es un hecho absolutamente lingüístico” (367-368).

 

3. Convivio

La tercera inclinación: el convivio. En el teatro, el convivio es condición de posibilidad del acontecimiento escénico. Jorge Dubatti lo define como una “reunión, de cuerpo presente, sin intermediación tecnológica, de artistas, técnicos y espectadores en una encrucijada territorial cronotópica (unidad de tiempo y espacio) cotidiana (una sala, la calle, un bar, una casa, etcétera, en el tiempo presente)” (35). En Cómo vivir juntos, Barthes fantasea con una forma utópica de organización social cuya célula sería el pequeño grupo en el que es posible con-vivir sin someterse a los designios de un poder central, y en el que hay espacio —distancia— para la expansión de las diversas formas de vida. El valor que rige ese juego de relaciones es el de la “delicadeza”:

Delicadeza querría decir: distancia y consideración, ausencia de peso en la relación, y, sin embargo, calor vivo de esta relación[10]. El principio sería: no manejar al otro, a los otros, no manipular, renunciar activamente a las imágenes (de unos, de otros), evitar todo lo que pueda alimentar el imaginario de una relación. = Utopía propiamente dicha, pues es una forma del Soberano Bien (189).

Ese Soberano Bien aparece en el discurso barthesiano asociado a un fantasma —“un retorno de deseos, imágenes, que merodean, se buscan en nosotros, a veces toda una vida, y a menudo sólo cristalizan gracias a una palabra” (48). La palabra en cuestión en este seminario es “idiorritmo”, y cumple la función estratégica de transmutar el fantasma en campo de saber, un saber sobre las “formas sutiles del género de vida: los humores, las configuraciones no estables, los pasajes depresivos o exaltados” (51). El ritmo es una noción crucial tanto para el teatro como para la fantasía barthesiana porque permite pensar en un movimiento orgánico, no pautado, cuya imagen podría ser la del ritmo cardíaco. La imagen del corazón es precisa no solo por su relación directa con la noción de “vida” (ritmo vital) sino también porque remite a una cadencia que, eventualmente, puede ser inconscientemente seguida, acompañada —como le sucede al feto, y luego al bebé dentro del útero, cuando sincroniza sus latidos con los de la madre— en virtud de un lazo afectivo, corporal —neuroacústico, dirán los biólogos[11]. Es significativo que Barthes recurra otra vez a una situación teatral para dar cuenta del colectivo que imagina: “una escena iluminada donde se instala el deseo y deja en la sombra ambos lados de la escena”, refiriéndose a la agrupación micro —la pareja, la familia— y a la macro —las grandes comunas, los falansterios— (51-52).

Barthes vuelve sobre la imagen de la escena teatral cuando se refiere a la espacialidad del fantasma: debemos comprender —dice— que para que haya fantasma “es necesario que haya escena (guión) y, por tanto, lugar” (49). Ese lugar es un paisaje escénico —en el caso del Monte Athos, locación en la que aclara que nunca estuvo, la fantasía dibuja una terraza frente al mar, dos habitaciones para sí mismo, otras para sus amigos, una biblioteca. El convivio necesita de esa unidad de lugar, pero también, como explica Dubatti, de la contemporaneidad, que es un rasgo en el que se detiene Barthes para pensar la co-existencia idiorrítmica: “Por cierto, tomamos el Vivir-Juntos como hecho esencialmente espacial (vivir en un mismo lugar). Pero en estado bruto, el Vivir-Juntos es también temporal” (Cómo vivir juntos 48). Esto anticipa la cuarta inclinación, la del presente: la contemporaneidad es un presente compartido, aunque esa “simultaneidad” admita, en el caso de Barthes, los juegos de lo intempestivo, “como el encuentro de Marx y Mallarmé, de Mallarmé y de Freud, en la mesa del tiempo” (48).

Finalmente, el convivio es una fuerza —o una combinación de fuerzas— que modela la performance de la enseñanza, al tiempo que produce una reflexión sobre la función del profesor y la dinámica de las clases. Es significativo, en este sentido, que el retorno de Barthes al teatro coincida con un período de mutación en su concepción de la enseñanza, una transformación que él mismo caracteriza como transferencial. En un informe sobre el seminario que dictó entre 1972-1973 lo describe de este modo: “El de este año ha sido un seminario de mutación; el objetivo declarado —y unánime— no era directamente de orden metodológico, ni siquiera intelectual, sino más bien ‘transferencial’: había que intentar crear un espacio de habla nuevo: espacio feliz, falansterio de trabajo” (cit. en Marty, “Prólogo” 13). En las clases que dictó por esos años en la École Pratique des Hautes Études y en el Collège de France —tal como se pueden reconstruir leyendo las notas editadas bajo la forma de libro—, Barthes reflexiona sobre el discurso de enseñanza, la dinámica del curso, los factores que intervienen en su desarrollo y la función del profesor, y lo hace en términos teatrales: el profesor, con su voz y su cuerpo, representa un papel ante los estudiantes, y esa representación conlleva una serie de problemas que no son en absoluto accesorios sino que, por el contrario, atañen al corazón de lo enseñado. En el ensayo “En el seminario”[12], Barthes imagina modos de poner en circulación un saber sin manifestar una cierta superioridad respecto de los estudiantes. Esta superioridad, añade, puede proceder de un estatus social —en su caso, el de “profesor”—, de una competencia técnica —por ejemplo, la que detenta un maestro de piano—, o de un control excepcional del cuerpo —como sucede en el caso del gurú—, y genera de inmediato una relación de autoridad. ¿Cómo detener (desviar) ese movimiento? La respuesta es dramatizada en la búsqueda de formas de vinculación que escapen a esos paradigmas jerárquicos y paralizantes, poniendo en evidencia que lo que está en juego no son saberes abstractos sino cuerpos que saben[13]. Un año después, en el seminario que dio lugar al volumen El léxico del autor, Barthes se refiere explícitamente a la aparición del cuerpo y los afectos en la escena de enseñanza, que caracteriza como una forma del erotismo:

La lucha con el lenguaje oficial de los seminarios (institucionales): y bien, ese para mí es todo el trabajo del Seminario (por venir): cfr. todo lo trasferencial y las prácticas; en efecto: trabajo de enunciación que implica el desplazamiento del sujeto en su habla —el desplazamiento del Habla— digamos, básicamente: su erotización. […] “Erotización = producción: des-fija, deshace el saber como producto, como enunciado, para hacer de él, precisamente, una enunciación (50 y 57).

 

4. El presente

La cuarta y última inclinación es, como anticipé, la del presente. En el teatro es preferible que todo, o la mayor parte de lo que pasa, ocurra en el presente de la acción. Las historias referidas —lo que sucede o sucedió fuera de la escena— declinan la tensión dramática y, en consecuencia, hacen que los espectadores estén menos expectantes. Por eso, los dramaturgos suelen reducir al mínimo la presencia del pasado codificado bajo la forma del relato, a menos que este tenga efectos directos sobre el presente de la acción, es decir, que de algún modo se “haga presente” transformando la acción o a los personajes frente a los ojos de los espectadores. Barthes se detiene en el problema del presente a propósito de sus dos tareas más importantes por esos años: la escritura y el dictado de seminarios. En cuanto a la primera, en la sesión del 16 de diciembre de 1978 del curso La preparación de la novela, comenta: “El lazo afectivo es con el presente, mi presente, en sus dimensiones afectivas, relacionales, intelectuales = el material que deseo (cf. ‘pintar lo que me gusta’)” (53). Lo que detecta cada vez que se propone escribir sobre sí —en 1975 había publicado Roland Barthes por Roland Barthes y sabemos que por esos mismos años estaba escribiendo su Diario del duelo y un conjunto de apuntes autobiográficos publicados tiempo después de su muerte[14]— es que solo encuentra intensidad en el presente: “Vuelvo, en efecto, a esa idea simple y, en suma, intratable, de que la ‘literatura’ (pues, en el fondo, mi proyecto es ‘literario’) se hace siempre con la ‘vida’” (53). Y enseguida constata que no tiene acceso a la vida pasada como tal: “Está en la bruma, es decir, en la debilidad de intensidad (sin la cual no hay escritura)” (53). Se pregunta, entonces: “¿Se puede hacer Relato (o Novela) con el Presente?” (53). Un dramaturgo le contestaría: solo se puede hacer relato con el Presente, en tanto es presente cualquier fragmento de vida —no importa si proviene del pasado— que vibre al momento de la escritura. Como en el teatro, solo se puede contar aquello que somos capaces de presentificar, ya sea de modo real o fantasmático.

El presente es también una potente inclinación afectiva de la enseñanza. Tanto en sus seminarios como en los cursos que dictó en los años setenta, Barthes se propone transmitir el sinuoso work in progress de su práctica, y lo que enseña no es lo que se repite cada vez, en cada encuentro con sus estudiantes, sino justamente lo que solo sucede una vez. Una clase es irrepetible del mismo modo que es irrepetible una representación teatral. Por eso, como sucede con cualquier actuación, la misión debe ser renovada en cada acontecimiento en el aula. Barthes reflexiona también sobre las condiciones en que establece un vínculo pedagógico con sus estudiantes, sobre todo en el contexto de los seminarios. En El léxico del autor se detiene sobre el asunto y distingue entre tres formas de educación: aquella que llama la “enseñanza” y que describe como la transmisión de un saber previo por medio del lenguaje articulado (62); la “formación” como acto performático de mostrar una práctica: el “maestro” trabaja delante del aprendiz y, de ese modo, transmite silenciosamente una competencia, es decir, produce un “espectáculo” en que el aprendiz observa y acompaña —“el espectáculo puede llegar a no incluir otra cosa que lenguaje, si se trata de aprender a hacer un libro: lo importante es que el maestro haga el libro delante de, con los aprendices” (62)—; y, finalmente, se refiere al “maternaje”, forma de educar que, a diferencia de la “enseñanza” y la “formación”, no ubica al docente frente al estudiante, exponiendo contenidos o exponiéndose a sí mismo en un hacer específico, sino que lo pone a su lado. El “maternaje” consiste en el apoyo, el aliento, y es movido por el deseo de que el otro pueda hacer por sí mismo.

Una vez descritas las tres modalidades, Barthes rechaza de plano la primera de ellas, la “enseñanza”, para abrazar las otras dos, en las que entran en juego la performance y el deseo, y en las que el acontecimiento de la transmisión depende de lo que sucede entre profesor y estudiantes o talleristas en el presente de la acción, cada vez que los cuerpos se reúnan para celebrar el ritual de la clase. Ese ritual debe orientarse a diluir la autoridad por medio de un trabajo conjunto que se realiza en ese tiempo compartido:

Cada vez que intento entregar el seminario a los demás —observa—, vuelve a mí: no puedo despegarme de una especie de ‘presidencia’, bajo cuya mirada la palabra se bloquea, se embarulla o se embala. Así pues, arriesguémonos más aún: escribamos en presente, produzcamos ante los otros, y a veces con ellos, un libro en proceso de creación; mostrémonos en estado de enunciación (Barthes, “En el seminario” 345).

Abrazar el estado de enunciación es abrazar una forma del suspenso, aceptar que algo se realice —o no— en el presente, sin garantías de resultado. Porque el aprendizaje no se produce a partir de la transmisión de generalizaciones, de trascendencias, sino justamente gracias a la percepción del error, del lapsus (Amigo Pino 35). En La preparación de la novela esa valoración del presente como apertura a lo imprevisto, y como inclusión del suspenso en la trama de la enseñanza, es ilustrada, una vez más, a través de la imagen-fuerza del teatro:

 

En cuanto al Film, al Libro, al Curso mismo, su estructura será parecida a la de una pieza de teatro, o a un Rito [...], es decir que habrá:

  1.   un prólogo: el Deseo de escribir, como punto de partida de la Obra por hacer;
  2.   tres capítulos (libro), tres actos (¿Tragedia o Comedia?) o tres pruebas (Rito, Iniciación) = los obstáculos que hay que franquear, los nudos que hay que desanudar para escribir la Obra;
  3.   ¿una conclusión? ¿Un Epílogo? No, no estrictamente hablando: más bien una Suspensión, un Suspenso final cuya resolución ni yo mismo conozco (Barthes, La preparación de la novela 187).

 

***

 

El retorno del teatro al pensamiento de Barthes en los setenta parece algo más que el despertar de un interés que permanecía latente, y más también que el uso intensivo de una metáfora fecunda. Si aventuro que el teatro vuelve como idea-fuerza es porque asume la forma de una imaginación crítica que le permite realizar varios movimientos: en primer lugar, delinear el territorio discursivo intersubjetivo como juego de representación, incorporando los cuerpos y ampliando los campos de lo enseñable, lo legible —por ejemplo, en los cursos, al pensar la transmisión de saberes como un hecho eminentemente afectivo, o en sus lecturas de La preparación de la novela, a través de la inclusión del cuerpo del escritor como variable interpretativa: qué comen, cuánto duermen, se ejercitan o fuman los escritores— y lo escribible —preparar la “novela” es un modo de ritualizar la vida, de conectar la escritura con otros ritmos vitales—. El teatro le permite, así, repensar la existencia en la escritura y la escritura de la existencia como quehaceres, como prácticas vitales que deben fatalmente comerciar —qué fea palabra, y a la vez tan precisa— con la existencia de los otros. En este sentido, la idea del discurso como actuación de un papel y la vinculación de lo comunitario con lo ritual —donde los ritmos se acompasan sin un marcapasos externo— debilita la antinomia que opone el ritmo propio (genuino, deseable) al ritmo ajeno (impuesto, indeseable), que Barthes acentúa con el pleonasmo “idiorritmo” y que parece primar en su fantasía comunitaria. Él mismo había advertido la debilidad de este tipo de oposiciones al señalar la inoperancia del dispositivo lengua (común) / habla (singular), y lo marcará también cuando recuerde que el propio Saussure había notado la dificultad de sostener la diferencia Individuo/Sociedad (Barthes, Cómo vivir juntos 204). El teatro le ofrece, entonces, una perspectiva sobre lo subjetivo y lo intersubjetivo que no se deja reducir a la clásica oposición sujeto/colectivo en que sostiene la tesis del Vivir-Juntos. En virtud de todo esto, habría que pensar también —queda pendiente— si, en el contexto de sus reflexiones sobre lo comunitario, el teatro es funcional al deseo de una ética vital sustraída al poder, despojada de toda violencia —es decir, si es consistente con el modelo de idiorritmia monástica del Monte Athos, un colectivo integrado solo por varones en el que son elididos el conflicto y la violencia: el sueño del “buen vivir” realizado en una comunidad inmaterial, idealizada— o si, por el contrario, puede ser una fuerza que opera saludablemente contra cierta pulsión utópica, si se tiene en cuenta que el conflicto y la violencia son el combustible primordial de todo hecho teatral.

 

Bibliografía citada

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[1] Los escritos de Barthes sobre teatro han sido recogidos por Jean-Loup Rivière en el volumen Écrits sur le théâtre y publicados en castellano bajo el título Escritos sobre el teatro.

[2] En una entrevista que le realizaron en 1973 a propósito del lanzamiento de El placer del texto, Barthes vuelve sobre este asunto: “El placer del texto es un valor muy antiguo en mí: el primero que me aportó el derecho teórico al placer fue Brecht. Si en cierto momento afirmé explícitamente este valor, fue bajo la presión táctica de cierta situación. Me pareció que el desarrollo casi salvaje de la crítica ideológica exigía cierta corrección, porque corría el riesgo de imponer al texto, a su teoría, una especie de padre cuya función vigilante sería la de impedir el goce; el peligro entonces sería doble: privarse uno mismo de un placer capital y abandonar ese placer al arte apolítico, al arte de derecha, cuya propiedad abusiva se reservaría. Soy demasiado brechtiano como para no creer en la necesidad de hacer coexistir la crítica y el placer” (“El adjetivo” 151).

[3] Carricaberry señala que la politicidad del teatro popular “reside en esa liberación de toda sujeción. Para lograr ese efecto, es necesario ya no un hechizo sino un golpe de efecto que quiebre el código señalando su limitación y, por lo tanto, exhiba el carácter impositivo que tiene la inmanencia que instala el dispositivo. En eso consiste la suprarrealidad de la teatralidad auténtica: en la supresión de todo elemento que resulte decorativo, en la exhibición extrema de lo real” (6).

[4] Salvo que se indique lo contrario, todas las traducciones son nuestras.

[5] Sobre este asunto véase Torres Reca y Stedile Luna.

[6] Para reforzar sus reparos respecto de la dicotomía saussureana, Barthes se detiene un momento en la noción —también saussureana— de “sintagma fijo”, que toma como ejemplo de desvío o disfunción de la dicotomía lengua/habla —el sintagma fijo es una expresión lexicalizada que pertenece a la vez a la lengua (código) y al habla (uso); un ejemplo: “el qué dirán”—. Dice Barthes: “El sintagma fijo: lo que perturba a Saussure en su dicotomía luminosa: Lengua/Habla. ¿Son lengua o habla? Se toca el límite del saussurismo (por otra parte, consciente). Límite del que parten precisamente los pocos avances de la lingüística actual (lo Performativo, lo Delocutivo)” (Cómo vivir juntos 203). Esta pequeña digresión sobre el sintagma fijo es significativa porque expresa el sentido que tiene el retorno del teatro a su pensamiento acerca de la literatura y del lenguaje en general: el discurso implica siempre una enunciación, una teatralización; la palabra es siempre “palabra de actor”.

[7] Para un desarrollo de este asunto, véase mi trabajo “Escritura de vidas. Barthes y la animalidad”.

[8] Publicado en La Quinzaine Littéraire e incluido como introducción de El grano de la voz, volumen que recoge entrevistas que le realizaron a Barthes entre 1962 y 1980.

[9] Incluido más tarde en Lo obvio y lo obtuso bajo el título “El acto de escuchar”.

[10] En las notas de los cursos y seminarios que dictó en el Collège de France en el periodo 1977-1978 —publicadas bajo el título Lo neutro—, Barthes se detiene nuevamente en la noción de “delicadeza”, que le sirve también para abonar el terreno de la distinción: “Principio de delicadeza: se refiere a una especie de errancia social, asume el margen excesivo = lo que en la civilización de masas no puede ser objeto de ninguna moda: la moda = un conformismo, un seguimiento del margen (por ejemplo, hoy, la corbata angosta, el cabello corto, el cuello alto, el echarpe): pero hay márgenes en el margen, marginalidades que no pueden ser recuperadas por ninguna moda. Principio de delicadeza: intersticio absoluto del conformismo y de la moda → especie de obsceno social (lo inclasificable), cf. el sentimiento amoroso” (84-85).

[11] Coherente con su ideal ideorrítmico, Barthes utiliza el ejemplo madre-hijo en el sentido inverso: una madre arrastra a su hijo por la calle, “sin saber que el ritmo del chico es otro” (Cómo vivir juntos 52).

[12] El texto condensa algunas ideas planteadas por Barthes al inicio del curso El léxico del autor y fue publicado en la revista L’arc en 1974, e incluido más tarde en el libro póstumo Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces, de 1982.

[13] Así lo refiere Barthes en su ensayo: “Todos para todos: ojalá el seminario sea ese lugar en el que el paso del saber se reduce, en el que mi cuerpo no se siente obligado a volver a recomenzar cada vez el saber que acaba de morir en otro cuerpo (cuando era estudiante, el único profesor al que quise y admiré fue el helenista Paul Mazon; cuando murió yo no paraba de lamentarme de que todo el saber sobre la lengua griega hubiera desaparecido con él, y otro cuerpo tuviera que volver a empezar el interminable trayecto de la gramática, desde la conjugación de deiknumi). El saber, al igual que un placer, muere con cada cuerpo” (“En el seminario” 343-344).

[14] “La luz del sudoeste”, “Esta noche en el Palace” y “Noches de París”, recogidos en castellano en el volumen Incidentes.